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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

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SEGUNDA PARTE
SENTIDO Y ESPÍRITU DE LA RENOVACIÓN LITÚRGICA POPULAR


CAPITULO I
A PROPÓSITO DEL CONCEPTO DE LITURGIA

No es mi intención dar una definición científica de la palabra LITURGIA; esto pertenece a los teorizantes y a los científicos. Describiré e interpretaré solamente mis ideas sobre liturgia y lo que quiero hacer resaltar de entre ellas.
I. Y comienzo tratando de explicar la palabra liturgia. Liturgia son dos palabras griegas: leiton ergon, que significan obra pública, oficio público al servicio del estado. Ateniéndonos a su etimología podría traducirse por empleo público. Esta palabra se encuentra ya en el griego clásico con el sentido de compromiso civil, y de ahí que se llamara liturgia a ciertos compromisos por los que los ciudadanos atenienses debían construir naves o caminos; también se denominaba así a los espectáculos públicos, como, por ejemplo, a los juegos olímpicos y a otras fiestas de cierta importancia. Mas, en los idiomas paganos, se empezó ya a aplicar a las ceremonias que tenían lugar en los templos y a las fórmulas rituales que se decían durante la celebración de los sacrificios. El judaísmo y el cristianismo adoptaron la palabra liturgia con este último sentido, empleándola para indicar su culto oficial. Por eso liturgia en el antiguo Testamento era el ministerio del altar y el de todo el templo, y más propiamente los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes. Para los cristianos, la liturgia es el sacrificio único de Jesucristo en la cruz y desde el momento en que tuvo lugar ese sacrificio, la liturgia es para nosotros el culto público que la Iglesia tributa a Dios.

La Iglesia oriental ha ido restringiendo cada vez más el uso de esta palabra y lo ha limitado al acto más sublime que existe en la religión cristiana, es decir, al sacrificio de la misa, que ellos llaman "solemnidad de la divina liturgia". Aplican además este nombre de liturgia a los diversos ritos con que celebran la misa, como, por ejemplo, "la liturgia de San Juan Crisóstomo", "la liturgia de San Basilio", etc. También los occidentales solemos distinguir entre liturgia romana, griega, armenia, etc.

Basándonos en lo que acabamos de ver respecto al término liturgia pasemos a explicar ahora el objeto de la liturgia en sí misma.

La liturgia, hemos dicho, es el culto público de la Iglesia. La consecuencia inmediata de esta afirmación es que están equivocados los que creen que la liturgia es el conjunto de reglas y fórmulas establecidas por la Iglesia para el culto divino. No es lo mismo liturgia que rúbricas. Hay sacerdotes que al hablar de liturgia no se refieren sino a las rúbricas y como consecuencia desprecian la liturgia. Cierto que la liturgia por ser culto público precisa de normas y reglas, que llamamos rúbricas, porque tratándose de una acción en que interviene toda una corporación debe excluirse cualquier iniciativa personal. El hecho de que en un estado se requieran leyes, no da pie para afirmar que el estado es su misma legislación orgánica. De igual modo la liturgia está regulada por sus leyes, que son las rúbricas, pero la liturgia es una cosa y las rúbricas otra, o mejor, la liturgia es algo más que simples rúbricas.

Suele definirse la liturgia en las obras de carácter científico como el culto oficial que se da a Dios en nombre y con la autoridad de la Iglesia. Examinemos detenidamente esta definición. Los tres términos, público, Iglesia y culto requieren una explicación más detallada.

Representémonos los tres actos religiosos siguientes, que, aunque de distinta índole, nos ayudarán a explicar la palabra público.

a) Con el fin de hacer una visita al Santísimo Sacramento, uno de los fieles de la parroquia entra en el templo y se arrodilla delante del sagrario.

No puede negarse que esta acción es un acto de culto y hasta una oración agradable a Dios, pues precisamente nuestro Señor dice en el Evangelio: "Cuando oréis entrad en vuestro aposento y orad a vuestro Padre en secreto, y El, que ve en lo escondido, os recompensará" (S. Mateo). Se trata, pues, aquí de una oración privada, de un culto privado, pero no de un culto litúrgico.

b) Supongamos ahora que es la noche de 31 de diciembre, fiesta de San Silvestre, y que los fieles se reúnen en la iglesia parroquial al toque de las campanas para celebrar la Noche Vieja. Entre todos los que se han reunido en la iglesia se cuentan cientos de personas que durante aquel acto religioso interpretan al unísono diversas piezas de música religiosa.
¿Cuál es la categoría de este culto? Sin duda, esos fieles en esta ocasión han realizado una acción laudable y legítima bendecida Por nuestro Señor: "Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en este mundo para pedir cualquier cosa a mi Padre se la concederá" (S. Mateo, XVIII, 19).

Tenemos aquí un acto que implica culto divino, pero aún no tenemos categoría de liturgia (podría llamarse así, a lo más, en un sentido muy amplio).

c) Un tercer caso: se celebra la misa de aurora en a iglesia de la más remota aldea con una asistencia mínima por parte de los fieles.

¿Qué culto es éste? Un culto litúrgico, una liturgia. ¿Cuál es la diferencia que especifica a cada uno de estos tres actos de culto, y por qué solamente tiene categoría de litúrgico el último? ¿Quién es el protagonista de estos tres actos de culto?, o, sencillamente, ¿quién es el que ora en cada uno de ellos?

En el primer caso, a) soy yo; en el segundo, b) nosotros, o sea, los fieles reunidos en el templo. Pero en el tercer caso ya no es la persona del sacerdote que celebra la misa, ni la de cada asistente a ella, ni nosotros los fieles allí reunidos, sino que es la Iglesia entera la que ofrece ese culto. Sacerdote y fieles realizan sólo este acto de culto en nombre de la Iglesia y de ahí podemos colegir la sublimidad y dignidad de la oración litúrgica.

El valor de la oración privada está en proporción con el mérito o santidad del que la hace, y la oración de todo un pueblo no tiene más valor que el que puedan tener a los ojos de Dios los fieles que integran ese pueblo, pudiendo compensar la oración de unos cuantos justos toda la indignidad de los pecadores. En cambio la oración litúrgica, al ir dirigida a Dios por la Iglesia, Esposa in-maculada de Cristo, nunca deja de tener valor. El sacerdote y los fieles son los que oran por boca de la iglesia.

Con esto podemos ver lo que el culto litúrgico tiene de esencial: el individuo en tanto será capaz de realizar una acción litúrgica en cuanto sea miembro de la Iglesia y se le considere como tal.
De todo lo dicho, fácilmente se echa de ver que en el culto litúrgico no es el sacerdote el único que actúa, aunque por desgracia se formara en los últimos siglos la opinión de que la liturgia era sólo incumbencia de los sacerdotes. Debido a esta opinión, la liturgia se ha hecho cada vez más extraña a los fieles. Sin duda no puede haber liturgia ni en la misa ni en los sacramentos si no es por el ministerio del sacerdote, pero, no obstante eso, todos los bautizados están capacitados para realizar un acto litúrgico en el pleno sentido de la palabra. Por tanto, el culto litúrgico es, rigurosamente hablando, algo que pertenece al mismo pueblo, como claramente queda indicado en la etimología de la palabra liturgia, leiton ergon, acción pública, es decir, aquí en nuestro caso, la acción de toda la Iglesia.

La liturgia tanto tiene de acción, de realización y de ejecución como de oración, fórmula e idea. Los modernos estamos intelectualizados por completo; en cambio los de la primitiva Iglesia, cuyo espíritu perdura en la liturgia, no daban, como nosotros, tanta importancia a lo que la liturgia puede tener de ideas y de diálogo cuanto a lo que tiene de acción y de realización.

De todo lo dicho hasta aquí se desprenden tres cosas: 1) que la liturgia es el culto oficial de la Iglesia; 2) que todo fiel cristiano es capaz de tomar parte en la liturgia, y 3) que la liturgia es un servicio en su sentido más lato, una oración y una acción.
Sin embargo el término acción del culto no abarca todo el concepto de la liturgia, pues sería falso afirmar que la liturgia es cuestión en la que interviene exclusivamente el elemento o la parte humana constituida por la Iglesia que da su culto a Dios. La liturgia supone además por parte de Dios una actuación con respecto al hombre. Un examen de la palabra ekklesia, iglesia, nos dará luz sobre esta cuestión.

La Iglesia no es una vulgar organización externa como cualquier otra corporación; es un organismo vivo. La Sagrada Escritura nos presenta dos figuras muy aptas para comprender la esencia de la Iglesia. La primera nos la describe el mismo Jesucristo en su discurso de despedida antes de la Pasión: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, da mucho fruto, pues sin Mí nada podéis hacer. Si alguno no permanece en Mí se le arrojará fuera como el sarmiento, y se secará" (S. Juan, XV, 5).

La segunda es la figura preferida por San Pablo: la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, y Cristo es su cabeza.

Lo común en estas dos figuras es el organismo vivo; los miembros de ese cuerpo místico y los sarmientos de esa cepa se vivifican y alimentan por estar adheridos a la fuente de donde procede su vida. De la cepa la savia se comunica a los sarmientos haciéndolos reverdecer y dándoles fecundidad; la sangre que sale del corazón circula luego por cada miembro del cuerpo manteniéndolo sano y con vida; mas cuando se amputan los miembros del cuerpo o se separan los sarmientos de su cepa, tanto unos como otros, perecerán.

Estas dos figuras nos dan ya una idea exacta de lo que es la vida de la Iglesia. La fuente de esta vida es Cristo -sin El el cuerpo y el sarmiento mueren-. La Iglesia es el organismo vivo donde actúa la vida, donde hay espíritu, y por donde pasa la savia. El cristiano en particular, es miembro de este organismo y sólo puede acrecentar su vida mientras permanezca en unión vivificante con el cuerpo.

Si aplicamos estas ideas a la liturgia quedarán aún más diáfanas: la liturgia es la respiración del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia; es también la sangre que circula por ese cuerpo y es la savia que fluye de la cepa a los sarmientos. La liturgia es pues, la manifestación de la vida de ese organismo que es la Iglesia. Una vez comprendido todo esto, podemos ahora darnos una idea de lo que aventaja la oración litúrgica a la privada y a la de todo un pueblo. En la oración litúrgica cada miembro colabora en el bien común del cuerpo místico, y, de una manera indirecta, en el bien propio.

Pero estas dos figuras que nos describen la vida de la Iglesia nos demuestran precisamente que la definición "liturgia es el culto oficial de la Iglesia", no es, ni mucho menos, exhaustiva. En la liturgia hay dos aspectos, uno divino y otro humano. La humanidad recapitulada en la Iglesia da su culto a Dios por medio de la liturgia, y Dios también por su medio hace que los miembros y los sarmientos reciban la savia de sus gracias.

El servicio ejecutado en honor del Rey Divino es el aspecto humano de la liturgia. En toda sociedad existen reglas de cortesía; la corte tiene las suyas de etiqueta; los palacios de los reyes tienen su protocolo, y aunque un emperador podría desde luego conceder audiencia a un aldeano que se presentase en traje de faena, sería esto excepcional, puesto que la regla en estas ocasiones la de- termina el ceremonial cortesano.
o También la Iglesia nuestra Madre nos enseña a servir a Dios en su corte que es el templo y ella misma lo practica en su nombre. La liturgia a su vez nos enseña el culto determinado por Dios.

En el aspecto divino la liturgia es una acción de Dios, es el desbordamiento de sus gracias, la actividad redentora de Cristo, la continuación, digámoslo así, de la redención del Señor.

Por consiguiente, la liturgia viene a ser el medio por el cual el hombre se relaciona con su Dios. Por la liturgia rinde la creatura a Dios su más profunda adoración, por ser la Iglesia la que enseña a servir a Dios en la liturgia de la mejor manera de que el cristiano es capaz. Dios, por su parte, se abaja hasta el hombre para santificarle, realizándose en la liturgia aquello que los ángeles cantaban en Belén: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres". La Iglesia hace que los hombres demos a Dios el culto debido, y nosotros recibimos la paz de Cristo, que no es otra cosa que el beneficio de su redención. Por lo tanto la liturgia es el acto por el que se relacionan y comunican Dios y el hombre. En este divino intercambio Jesucristo hace de intermediario, rinde a Dios, corno cabeza de la gran familia humana, el honor y la adoración más perfectos y distribuye todas las gracias que se derraman sobre los miembros de su cuerpo místico. El santo sacrificio de la misa, centro de toda liturgia, es la acción donde se patentiza esa espiritual comunicación. La liturgia hace que el cuerpo místico de la Iglesia adquiera más vida, se dilate y nutra en su caminar hacia la santidad, y de ahí que sea la máxima expresión de la vida de la Iglesia, su faz y su palabra, su sentir, su pensar y su obrar. Es, exactamente, el principio formal de la Iglesia.


II. Examinemos ahora los constituyentes de la liturgia y enumeremos sus Partes principales.

1. Símbolos. Muchas son las cosas visibles, palpables y audibles de que la Iglesia se sirve como de instrumentos en la liturgia, tales como el tiempo, el lugar, la acción y los objetos.
Siendo Dios y la gracia (principales objetos de la liturgia) entes sobrenaturales e invisibles, la Iglesia ha de valerse de lo natural y visible para plasmar con figuras y signos lo sobrenatural. Los signos sacramentales y el simbolismo son el ambiente de la liturgia. (Todo sacramento es, a su vez, un símbolo, un signo visible, tras el que se encierra la realidad invisible de la gracia.) Si al entrar ea el templo observamos y escuchamos y queremos penetrar el misterio litúrgico, se presentará entonces a nuestra vista todo un mundo de símbolos sagrados. Nos quedaremos absortos como niños. Y si nos proponemos descifrar todos esos signos sagrados, símbolos, acciones y objetos, si nos preguntamos el significado de las genuflexiones, de las persignaciones, del agua bendita, de lo que significa el altar, las pilas bautismales, las campanas, lo que representa el edificio de la Iglesia, y si examinamos las ceremonias, todo esto nos resultará no un confusionismo sin contenido y sin consistencia sino un mundo lleno de sentido y de vida. En este caso podremos aplicarnos también las palabras de nuestro Señor: "Se nos ha concedido la gracia de comprender los misterios del reino de Dios, pero a los demás se les ha anunciado con parábolas; éstos verán y no entenderán".

2. La santa misa. La misa es la liturgia por excelencia, puesto que ella posee de la manera más perfecta los dos aspectos de la liturgia de que hemos hablado: es el acto de culto más sublime que la Iglesia da a Dios por medio de Jesucristo su cabeza, y en ella a la vez actúa la obra redentora y perenne de Jesucristo; es la reproducción de la redención de Cristo y es, al mismo tiempo, nuestra muerte y resurrección con Cristo.

Por eso, la magna tarea del movimiento litúrgico es volver a hacer de la misa el centro de la vida religiosa. Esto, como todos sabemos, no es aún una realidad, pero nos daríamos por satisfechos si con esta nuestra labor de apostolado litúrgico lográramos ilustrar y renovar los espíritus en este sentido. Volveremos a tratar este punto con más detención.

3. El misal. La participación en la liturgia nos obliga a hablar del libro litúrgico más importante. El misal es de pura necesidad para el que quiera gustar las bellezas de la liturgia y debe ser para todo cristiano un libro de una importancia vital. No es fácil, con todo, romper su dura corteza: sus oraciones nos resultan lapidarias y austeras, y cuando se le empieza a usar no suele provocar ningún afecto; hay en él además otras muchas cosas que nos parecen verdaderos enigmas, todo lo cual ha sido para más de uno la piedra de escándalo... Para eliminar semejantes dificultades el movimiento litúrgico quiere tender su mano bondadosa y eficaz.

4. El Año Litúrgico. Hemos llegado a otro terreno: el año litúrgico. Hay que vivir de nuevo el ritmo del año litúrgico, de ese tiempo sagrado encuadrado en el mundo de la gracia y en los misterios de la liturgia. ¿No era esto un hecho antiguamente cuando toda la vida del cristiano se desarrollaba bajo la influencia del ciclo litúrgico?

5. La santificación de la vida. La Iglesia conduce a los fieles a través de la vida con su mano pródiga en gracias. En todos los momentos trascendentales de nuestra existencia allí está Ella para bendecir, santificar y purificar. Aun en los pormenores más insignificantes de nuestra vida cotidiana derrama sus bendiciones por medio de los sacramentales. Así santifica la Iglesia toda nuestra vida cristiana.

En este aspecto tiene amplio campo que trabajar el movimiento litúrgico hasta llegar a vivificar los sectores más abandonados de la sociedad por medio de estas bendiciones litúrgicas. Las familias, por su parte, han de compenetrarse con esta vida de la Iglesia por medio del ciclo litúrgico.

6. El breviario. Es otro libro de que dispone la Iglesia, y que, como el misal, nos introduce en los misterios de la liturgia.
Hasta ahora al breviario le ha tocado hacer el papel de "cenicienta" porque no obstante su gran valor, apenas si ha sido apreciado por el clero y conocido siquiera entre los fieles. En cambio el movimiento litúrgico proclama que el breviario es el devocionario universal de los cristianos, Para esto habría que empezar por presentar a los seglares sus partes más bellas y asequibles para que así fueran entrando insensiblemente en su espíritu, ya que sin una iniciación el breviario sería para ellos un mundo aparte, La experiencia nos demuestra claramente que los seglares, al menos los selectos y de mejor espíritu, prefieren valerse de las horas canónicas y adaptar a ellas su vida de oración.

7. La Biblia. La sagrada Biblia tan olvidada Por los católicos es el tercer libro sobre el que reclama nuestro interés el movimiento litúrgico. La liturgia se sirve casi exclusivamente de las palabras de la Sagrada Escritura, y hasta puede afirmarse que cuando la Iglesia se dirige a Dios en la liturgia, Dios está oyendo constantemente sus propias palabras.
Todos los días nos presenta la liturgia una lectura bíblica, y cuando los cristianos lean con asiduidad la divina palabra nos granjearemos grandes bendiciones del cielo.

8. Piedad litúrgica. Este punto que vamos ahora a tocar tiene su importancia. Ya se ha dicho que la liturgia es la más íntima manifestación de la vida de la Iglesia, y por eso la liturgia nos da a conocer también la piedad de la Iglesia o aquella forma de devoción peculiar suya.

Al irse alejando los fieles de la piedad litúrgica siglo tras siglo, dejaron de participar en los cultos sagrados y con esto se fueron olvidando también de la piedad litúrgica acomodándose a esa otra piedad tan distinta en muchos aspectos de la antigua, y que, como subjetiva hace del individuo su centro, convirtiéndose por ende en una forma de piedad muy sentimental...

Con un conocimiento más a fondo de la liturgia volveremos a la piedad tradicional de la Iglesia, piedad corporativa, teocéntrica en lugar de egocéntrica, piedad sobrenatural basada más en la gracia que en la ley y en el temor del pecado.

Para muchas personas difícilmente llegará a ser un hecho esta transformación, porque siempre ha de haber diferencia entre los fieles que siguen la piedad litúrgica y los que practican la piedad subjetiva individual. Esta piedad litúrgica viene siendo también objeto de no pocas polémicas y es la razón principal de por qué muchos cristianos no llegan a comprender la liturgia (porque se opone a su género de piedad). Aunque estemos de acuerdo en que la piedad en la que se nos ha educado es ciertamente buena, deberíamos reconocer que la de la Iglesia, tal cual nos la enseña la liturgia, es la mejor y la que más nos une a Cristo.

Esto es la liturgia. Es todo un gran campo de acción que se extiende ante nuestra vista. Muchos han sido los siglos en que ha estado oculta y olvidada por los mismos cristianos. Nosotros, los cristianos de hoy, que la hemos descubierto nuevamente queremos apropiárnosla. Si nos resulta algo anacrónico el uso de la palabra liturgia -sobre todo para el pueblo- digamos que es lo mismo que vivir y sacrificar con la iglesia, y con esto está dicho todo, y esto es lo que queremos poner por obra con todo entusiasmo.

4. Naturaleza, alcance y contenido de la participación activa.

Veamos en qué consiste la participación activa y cuál es el papel que el pueblo ha de cumplir dentro de la liturgia. Para comprender todo esto con mayor claridad fijémonos en una obra dramática o en una ópera de carácter profano. Cabe distinguir en ellas una triple participación: la mera presencia, la participación pasiva y la participación activa.

a) Pongamos como ejemplo uno de esos dramas u óperas que se representan en las grandes ciudades. Asiste allí un extranjero -un chino, por ejemplo- que no entiende una sola palabra de la lengua de este país. Aunque mira, apenas si puede seguir el proceso de la obra, y, desde luego, no llega a comprender absolutamente nada del diálogo. Por eso no sería raro que se pusiera a leer algún libro escrito en su lengua materna para pasar así el tiempo; quizá de cuando en cuando mira al escenario, sobre todo cuando la escena reclama su atención.

Tenemos aquí ciertamente una manera de participar en el espectáculo, pero una participación que no pasa de ser simple presencia o una mera asistencia.

b) Otro de los espectadores que asiste conoce ya la obra, su música y su texto: éste presencia el desenvolvimiento de la obra con el vivo interés del gran público y del crítico. Manifiesta su participación, como la mayoría de los asistentes, aplaudiendo o exteriorizando su desagrado.
¿Qué clase de participación es ésta? Ciertamente se trata ya en este caso de una participación más intensa, pero pasiva, auditiva y visual. Esta participación supone ya la inteligencia de la obra y puede alcanzar su máximo conocimiento si el espectador tiene un buen sentido artístico y una buena preparación, y si la ha visto ya repetidas veces. Con todo no deja de ser una participación pasiva puesto que ese espectador no toma parte en la acción misma de la obra.

c) El caso de los actores es muy distinto: toman parte completamente activa tanto en la representación como en la acción. Claro que no todos participan en la misma medida: los decoradores y cantores participan remotamente y, en cambio, los protagonistas de modo más especial y más intensamente.
Los tres ejemplos que acabamos de ver son muy apro-piados para enseñarnos la naturaleza y el contenido de la participación activa en la liturgia y además tienen mucha analogía con la participación litúrgica del pueblo.

Con frecuencia los fieles se asemejan al espectador extranjero: contemplan el drama sacro de una manera muy vaga y nada entienden de él. No es, pues, inverosímil que haya asistentes que durante la celebración del culto litúrgico pasen el rato recurriendo a un devocionario escrito en su lengua materna...
No es ésta la participación que la liturgia quiere para el pueblo. Esto es evidente. Ni hay que pensar que tal manera de tomar parte en la liturgia sea el ideal como aplicación recta y exacta de esa misma liturgia. Y sin embargo hay que reconocer que por desgracia una gran mayoría de los fieles se contenta con esa participación pasiva de la mera presencia. Esto es justamente lo que sucede en esas misas de 11 y de 12, en las que el sacerdote lee la misa mientras los asistentes pasan las hojas del devocionario, rezan alguna oración y se persignan al oír tocar la campanilla. Y aun ni siquiera podría afirmarse esto, puesto que los que disponen de un devocionario son una minoría y el resto lo que hace es aguardar a que se termine todo aquello... Dígase lo mismo de los asistentes a las misas solemnes y a las vísperas. No decimos con esto que no cumplan con lo que les impone la Iglesia, pero lo cierto es que su participación en la liturgia se reduce a presenciar y a "esperar", sin tomar la más mínima parte en esos actos de culto. Reconozcamos, pues, que la actitud actual de los católicos respecto a su participación litúrgica es una pura presencia que no responde al espíritu de la liturgia. Se trata de una situación intolerable cuya solución ha abordado el movimiento litúrgico.

Sigamos indagando. ¿Participa realmente en la liturgia aquel espectador y oyente que la conoce y la comprende? La mayoría de los católicos se contentarían con esta participación intelectual, propia del cristiano espiritual y que se manifiesta en el silencio y en la pasividad. Y ojalá que esto fuera una realidad entre los católicos, que tomaran parte y comprendieran todas las manifestaciones de la liturgia con verdadero espíritu y con toda su alma, como testigos interesados, como espectadores y oyentes. En este aspecto el movimiento litúrgico tendría ya un terreno rico e importante para su actividad; sería cuestión de formar al pueblo más a fondo sobre la misa, el breviario, los sacramentos, el año litúrgico, etc.; habría que realizar un gran apostolado por medio de la prensa para facilitar a los fieles textos asequibles, con buena impresión y buena presentación, para que comprendieran sin dificultad y siguieran con atención las ceremonias litúrgicas. No es una quimera el hecho de que los fieles de hoy día asisten sin la ayuda de una traducción a los oficios litúrgicos que se dicen enteramente en latín. Todos los domingos y días festivos nos toca a los sacerdotes actuar en las ceremonias como unos seres extraños. Todavía queda mucho por ha-cer en el campo de la participación activa de los fieles que, al menos por ahora, se contentan con una mera pasividad. Y de hecho, muchas veces, los que nos dedicamos a la formación y al ministerio litúrgico nos damos por satisfechos si logramos como fruto de nuestro trabajo esa clase de participación. Este grado de participación pasiva es el que se propone conseguir al menos el movimiento litúrgico que dirigen los benedictinos en Alemania y en Austria, haciendo ahondar a los fieles en el espíritu y en los textos de la liturgia por medio de cursillos y conferencias, capacitándoles así para tomar parte en la liturgia de sus abadías como inteligentes y entusiastas oyentes. Estos monjes, con esta labor de formación litúrgica, se han hecho acreedores de un gran mérito.

El movimiento litúrgico popular apunta más lejos. No nos contentamos con la participación pasiva, sino que reclamamos para el pueblo fiel una participación activa. Nuestra liturgia católica, afirmamos, no es una liturgia puramente sacerdotal, ni es un espectáculo que proporciona a los asistentes el sacerdote o el clero para que lo escuchen y admiren. El consejo "Has de oír la misa con devoción" no data precisamente de la mejor época litúrgica y su expresión es bien poco feliz. Los fieles deben tomar parte en la liturgia de la misa, en el sacrificio, deben orar con la Iglesia, vivir con la Iglesia y colaborar en las actividades litúrgicas de la Iglesia.

La liturgia en general y la misa en particular es un drama y sus actores son tanto los sacerdotes como los fieles. Cada cual, desde luego, tiene su papel especial: el sacerdote representa el papel principal, en cambio el pueblo, otro de menor importancia cantando o uniéndose al coro. No temamos comparar la misa con un drama porque hoy, después de tantos siglos, nos sugiera cierta idea profana y hasta pecaminosa cualquier término que encierre la idea de espectáculo. El que un espectáculo sea malo no es cosa que pertenezca a su esencia. La misa es en su sentido más digno un drama en el que se ejecuta no una simple representación, sino una acción real. Renuévase en la misa el sacrificio de Cristo en la Cruz y se desarrolla en ella ante nosotros la obra de la redención. La misma decoración es análoga a la de un espectáculo: el altar sobre un estrado, el protagonista con sus ornamentos característicos, cantos, textos magníficos y diversos papeles. Se trata, pues, de un espectáculo que constituye toda una santa realidad y en el que toca al pueblo desempeñar realmente un cometido. El pontífice, o el sacerdote, son los que tienen la representación principal de Cristo, y luego, en jerarquía descendente, el diácono, el subdiácono. los cantores y los fieles. No pueden comprenderse enteramente los antiguos formularios de la misa si no se tiene en cuenta este carácter dramático de la misa. En la epístola se nos presenta frecuentemente el santo de la fiesta o aquel en cuyo honor está consagrada la iglesia estacional. En el canto del Aleluya saludamos a Cristo que se va a presentar también ante nosotros en la lectura del evangelio. Suele ser frecuente además que el santo festejado o el de la iglesia estacional sea el que dirija la actuación litúrgica del pueblo.

El tipo de participación activa que desearíamos para el pueblo sería el de los actores de un drama, como el de la Pasión de Oberammergau.

Sin embargo debemos evitar aquella participación falsa y exagerada que pretendiera atribuir al pueblo el mismo papel que desempeña el sacerdote. Ese ha sido el desacierto de algunas misas dialogadas cuyos autores se han creído que todo lo que dice el sacerdote lo debe también recitar a coro toda la asamblea. Sería una cosa totalmente irregular e inorgánica el que todos los fieles dijeran en voz alta las oraciones del ofertorio y las del Canon. Los fieles ya tienen señalado su cometido y no tienen que apropiarse lo que es privativo del sacerdote. Tampoco el coro debe entorpecer el oficio predominante del sacerdote ejecutando piezas interminables... El sacerdote tiene en el culto litúrgico su oficio peculiar que no ha de sufrir de ningún modo menoscabo alguno con pretexto de la participación activa del pueblo. Los que hayan observado atentamente la misa de rito griego, comprobarán con qué delicadeza se mantiene esta diferencia entre el sacerdote y el pueblo y cómo durante la ceremonia todos los fieles toman su parte activa sin entrometerse en lo que es sólo propio del sacerdote.

Por otra parte no hay que temer que la dignidad sacerdotal quede rebajada con la participación activa del pueblo. Tal mentalidad no tiene fundamento alguno.

Ahora podemos ver claramente el alcance de la participación activa: el pueblo desempeña en el drama litúrgico un papel determinado pero subordinado y semejante al de los iniciados presididos por los mistagogos durante la celebración de los antiguos misterios. Esta celebración era efectivamente un culto que los paganos celebraban en secreto y en el que los mystos o iniciados representaban escenas mitológicas bajo la dirección de los sacerdotes (mistagogos). Ateniéndonos a este símil tenemos que el sacerdote católico es el jefe de la reunión -el mistagogo, como se le denominaba en la primitiva Iglesia- bajo cuya dirección celebra el pueblo el drama sacro.

Este drama sacro es una acción sagrada y no sólo una oración o una meditación. Los fieles debían participar siempre en esta acción bajo la dirección de los mistagogos. 

Los antiguos coros de la tragedia clásica no corresponden exactamente a lo que deben ser los coros de nuestros fieles. El oficio de aquéllos era el dar trabazón al drama, subrayar e interpretar, aunque el coro dejara de actuar, el drama conservaba su naturaleza, su fuerza y efecto. Del estudio de los orígenes, del florecimiento y del fin de la liturgia se desprende que el pueblo cristiano en las celebraciones sagradas no es solamente un coro: fijémonos si no en su participación en el ofertorio y en la comunión. Nuestro pueblo en la liturgia es también un verdadero actor. Su presencia no es algo simplemente tolerado. Una liturgia realmente viva y que rinda su fruto normal supone la participación popular hasta tal punto que en nuestra liturgia actual muchos de sus puntos no tendrían sentido sin esa participación. Excluida ésa, mermaría enormemente la eficacia de la liturgia pretendida por Jesucristo y su Iglesia. Sin duda nos iremos convenciendo y comprobaremos que la belleza de la liturgia reside en su carácter comunitario perfectamente organizado, con una participación activa de los fieles. El hecho cotidiano de que el pueblo esté representado por los cantores y por los monaguillos demuestra precisamente que los fieles son un elemento necesario en la liturgia y que realmente poseen con todo derecho su papel especial. Nuestra liturgia romana no sólo presupone la presencia del pueblo sino también su participación activa y por eso hay que volver a cultivarla de nuevo.

Tal es nuestra pretensión. Ya hemos advertido que para lograr este ideal hay que ir despacio, educando primeramente a los fieles en el sentido litúrgico activo y orientándoles hacia él poco a poco. Estando además tan poco favorecida esta participación activa en la legislación y en la práctica eclesiásticas, se debe proceder con tiento y viendo experimentalmente lo que es factible en este tipo de participación. Con frecuencia sería cuestión de pasar por encima de los usos y tradiciones seculares, a lo cual muchas veces se suele oponer el pueblo y la misma autoridad eclesiástica. Nosotros, con todo, mantenemos el principio indiscutible de la participación activa y queremos, con suave tenacidad, convertirlo en una realidad.

En los capítulos siguientes se irán tratando los detalles de la participación activa del pueblo.
 

5. Bases dogmáticas, litúrgicas y canónicas de la participación activa.

En el primer plano del movimiento litúrgico se encuentra el principio de la participación activa del pueblo. 

Trataremos ahora de fundamentar esta tesis dogmática, litúrgica y canónicamente.

a) La participación activa popular ¿tiene base dogmática? Ciertamente, puesto que es una consecuencia del dogma del Cuerpo místico de Cristo, dogma sobre el que ha llamado la atención el Papa Pío XII en su encíclica "Mystici Corporis", del 29 de junio de 1943, así como sobre su dogma afín del sacerdocio universal.

Jesucristo se somete a una segunda encarnación, se rodea de un cuerpo y de numerosos miembros: este cuerpo es la Iglesia y los miembros son todos los que están en gracia de Dios. Cristo es la cabeza de este cuerpo místico. Con los dos misterios principales de su vida, Muerte y Resurrección, hace que sus miembros mueran a la vida de la carne y los eleva haciéndolos partícipes de su dignidad y de su obra. Cristo es Sacerdote y Rey en el sentido más elevado de la palabra. Del mismo modo su Cuerpo místico, la Iglesia, es Pontífice y Reina. Los cristianos participamos de este sacerdocio real.

El sacerdote católico tiene un oficio esencialmente distinto del sacerdote pagano. Entre los paganos era el único capacitado para ofrecer el sacrificio y para llegarse hasta la divinidad, y por eso los templos paganos carecían de ordinario de un lugar destinado al pueblo y sólo eran accesibles a los sacerdotes.
Muy distinto es el caso del sacerdote cristiano que es la representación y la figura visible del sacerdote divino Jesucristo, único Pontífice de la Iglesia y eterno Sacerdote según el orden de Melquisedec.

Todos los demás sacerdotes tienen su origen en este sumo Sacerdocio de Cristo y del que no son más que participantes. Cristo es el que administra los sacramentos v Cristo es también el que renueva en la misa el sacrificio que El ofreció en la cruz.

Ahora bien, este sacerdocio de Cristo lo ejerce la Iglesia por medio de los sacerdotes que han recibido el sacramento del orden y por medio del sacerdocio universal de los fieles. No es sólo el sacerdote consagrado el que ofrece el sacrificio de la nueva Alianza; también Jesucristo el verdadero sacrificador hace que la Iglesia participe de este sacrificio por ministerio del sacerdote sacrificador, bajo cuya autoridad los fieles ofrecen real y verdaderamente el sacrificio del Nuevo Testamento. El sacerdocio universal no es, pues, un simple título, sino que además supone deberes sacerdotales que pueden resumirse en esta idea general: la participación activa. Por tanto la condición del cristiano en el culto es esencialmente distinta de la del pagano. Si el pagano podía tomar parte en el sacrificio a lo sumo de una manera pasiva, el cristiano participa sacerdotalmente, o como decimos ahora, activamente. El sacerdote que ha recibido el sagrado orden, en cuanto consagrante, está muy por encima de los fieles, mas éstos le son totalmente iguales y tienen los mismos derechos que el sacerdote en lo restante de la liturgia. Fuera de la administración de los sacramentos y de la consagración eucarística, actos en los que interviene como representante directo de Cristo, el sacerdote no tiene más privilegios que los fieles en la acción litúrgica.

En los primeros siglos, los cristianos hacían uso consciente de su real sacerdocio y el principio fundamental litúrgico de la participación activa se remonta hasta aquellos siglos. Efectivamente, el que los ministros consagrados adquirieran mayor conciencia de su propia dignidad y descartasen al pueblo del ejercicio de su sacerdocio colectivo, fue cosa de la Edad Media. Resultado inmediato en esta época fue la disminución del espíritu litúrgico y el alejamiento del pueblo respecto del culto religioso, por tanto, el ejercicio del sacerdocio universal le compete al cristiano por razón de su participación activa en la liturgia, y si vuelve a ser una realidad este principio de la participación activa adquirirán nuestros fieles algo esencial de su nobleza cristiana.

Este sacerdocio universal se nos confiere a los cristianos por medio de los sacramentos del bautismo y de la confirmación. En el del bautismo, quisiera poner de relieve, sobre todo, la ceremonia inmediata al bautismo propiamente tal.

La unción con el santo crisma y la entrega del vestido blanco y del cirio. El santo crisma se emplea en la ordenación de los Presbíteros y con su unción se confiere a los fieles recién bautizados una dignidad real, profética y sacerdotal según lo expresan las palabras del obispo en la consagración de los óleos, la mañana del Jueves Santo. Si el pueblo cristiano posee un sacerdocio real su unción con el óleo de la dignidad real y sacerdotal merece ciertamente toda nuestra atención. Solamente se hace uso del santo crisma en la administración de los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la consagración episcopal. El santo crisma es el vehículo del Espíritu Santo.

También tiene su sentido sacerdotal la entrega que se hace después del bautismo del vestido blanco. Todos sabemos que entre los ornamentos litúrgicos del subdiácono, del diácono, del presbítero y del obispo existe una vestidura blanca. El que va a dedicarse de un modo especialísimo al ministerio litúrgico y queda incorporado al clero por la recepción de la primera tonsura, recibe también un ornamento blanco: el roquete. Esta veste blanca que los fieles reciben y llevan litúrgicamente por primera vez después del bautismo es, pues, semejante a la del sacerdote consagrado en la Iglesia. Las gracias y los deberes del sacerdocio universal ayudan a cumplir, más de lo que gene-ralmente se cree, el deseo que nos manifiesta la Iglesia de que esta vestidura sea llevada a través de la vida con verdadera inocencia. El cirio que se entrega encendido después del bautismo puede considerarse como un arma puesta al servicio sublime del sacerdocio universal. En nuestra religión cristiana la luz tiene varias finalidades y significa, dos. Su destino litúrgico y sacerdotal no es ciertamente el de menos importancia y supone, como las vestiduras, una íntima incorporación a Jesucristo, que por título y por naturaleza, es el sacerdote consagrado eternamente y el Sumo Pontífice.

La historia de la liturgia, por su parte, corrobora esta doctrina: antiguamente los bautizados en la noche de Pascua recibían la unción del santo crisma al salir de las fuentes bautismales; recibían además la vestidura blanca y el cirio encendido para tomar parte desde entonces en el resto de la ceremonia de la Gran Vigilia. Durante toda la misa participaban de una manera activa y de modo especial en la misa de los fieles con la recepción de la Sagrada Eucaristía. Su participación, pues, tenía lugar una vez que estaban ya armados y equipados sacerdotalmente (sacerdocio universal), y para esto tenían que recibir la unción del santo crisma, el vestido blanco y el cirio encendido. Aun desde el punto de vista exterior no habían estado capacitados todavía para el sacerdocio.

El sacramento de la Confirmación está aún más relacionado con el sacerdocio universal de los fieles. La confirmación hay que situarla entre el bautismo y la ordenación sacerdotal; confiere, lo mismo que esos dos sacramentos, un carácter sacramental que media entre el del bautismo y el del orden. El carácter sacramental del bautismo nos incorpora al Cuerpo Místico de Cristo y produce la inhabitación del Espíritu Santo. El del orden incorpora a los sacerdotes a la Cabeza misma del Cuerpo Místico, haciéndoles portadores y dispensadores de las gracias del Espíritu Santo (et cum spiritu tuo: y con el Espíritu que opera en ti). En medio de estas dos clases de caracteres se encuentra el carácter sacramental de la confirmación. Viene a ser una especie de incorporación más íntima al Cuerpo Místico y una inhabitación más intensa del Espíritu Santo. La confirmación es un primer paso hacia la ordenación sacerdotal antes de las órdenes mayores y menores; y hasta podría decirse que la confirmación es la consagración propiamente dicha del sacerdocio universal de los fieles. Sin la confirmación no debería acercarse ningún cristiano a recibir la sagrada Comunión por ser ésta un acto sacerdotal. Por esta razón en la Iglesia primitiva, y actualmente entre los griegos, la confirmación se confiere inmediatamente después del bautismo. El Código de Derecho Canónico parece favorecer esta interpretación al recomendar la recepción de la confirmación antes de la primera comunión.

De la doctrina de Santo Tomás de Aquino se desprende que el carácter sacramental está relacionado con el sacerdocio y por ende con la participación activa, que supone una acción sacerdotal: "El carácter sacramental en los fieles es una participación en el sacerdocio de Cristo, quaedam participatio sacerdotii Christi in fidelibus eius". "Cristo posee la plenitud del sacerdocio. Los fieles están en el mismo rango sacerdotal por haber recibido cierta parte de su poder sacerdotal en lo que se refiere a los sacramentos y al culto". (S. Theol, qu. 63, a. 2. 5.). En otros términos: los tres sacramentos que poseen carácter indeleble (bautismo, confirmación y orden) nos capacitan para una participación progresiva en el sacerdocio, que podría llamarse participación activa.

A mi juicio la doctrina del sacerdocio universal tiene un valor grandísimo. Su olvido y el de sus consecuencias prác-ticas (sobre todo después de Lutero) ha acarreado muchos daños a la Iglesia. El haberse apanado de esta doctrina ha favorecido ese cristianismo subjetivo y pietista nacido en la Edad Media y tan extendido por el Jansenismo; como fruto inmediato se fue concediendo en el cristianismo un favor amplísimo a lo subjetivo, gravitando la piedad de los fieles en torno a lo interior e individual, mientras que se iba sofocando todo lo que representaba cualquier actividad litúrgica, comunitaria y "sacerdotal". Por otra parte, la Eucaristía se convirtió en un objeto de adoración ante el que se permanecía inactivo y, en el mejor de los casos, algo que había que recibir. La idea de sacrificio comunitario, lo que la sagrada Eucaristía tiene de sacerdotal. se debilitaba y languidecía por momentos. Hay que repetir. lo: la vigencia de la doctrina del sacerdocio universal con todas sus consecuencias prácticas y la participación activa según el espíritu y las disposiciones de la Iglesia son el eje de nuestra labor litúrgica.

b) Basándonos en la misma liturgia, no sería difícil demostrar que se supone en el pueblo una capacidad para tomar parte activa en esa misma liturgia. En los textos li-túrgicos esta idea queda expresada continuamente. Por ejemplo: el sacerdote invita al pueblo a intervenir por medio de los saludos litúrgicos. "Dominus vobiscum", "Oremus", "Sursum corda", "Per omnia saecula saeculorum", "Orate fratres", "Ite missa est". ¡Con qué frecuencia las oraciones de la misa nos hablan de la "familia", del "populus tuus", de las "oblationes populi"! Son muchas las veces en las que la sagrada liturgia evoca y alude al pueblo como oferente del sacrificio. Recordemos solamente las dos oraciones del Canon "Hanc igitur oblationem", y la de "Unde et memores": en la primera se alude expresamente a la oblación del sacerdote y a la del pueblo en aquellas palabras que siguen: "sed et cunctae familiae tuae"; en la segunda, de igual modo, se cita al pueblo como actuante en la celebración conmemorativa de los misterios de Cristo: "sed et plebs tua santa...". Y en el "Orate frates" el sacerdote invita a los fieles para que oren por la aceptación por parte de Dios del sacrificio propio y el de ellos.

c) Es interesante y alentador el saber que los Papas, sobre todo los cuatro últimos, han hablado claramente de la participación activa del pueblo cristiano. Hace ya más de cincuenta años que el Papa San Pío X escribía en su "Motu Proprio" sobre música sagrada: "Nuestro más intenso deseo es que vuelva a revivir con fuerza el espíritu verdaderamente cristiano y se conserve pujante entre todos los fieles. Por eso es preciso que se cuide sobre todo de la dignidad y santidad de la casa de Dios, puesto que en ella se reúne el pueblo cristiano para beber su vida cristiana de su principal e indispensable fuente por medio de la participación activa en los sagrados misterios y demás funciones litúrgicas oficiales de la Iglesia ("Motu Proprio, Inter pastoralis of ficii", 22 de noviembre de 1903).

Y Benedicto XV dirigió al Congreso Litúrgico de Montserrat, en España, el mes de julio de 1915, las siguientes frases de aliento: "Difundir entre los fieles un exacto conocimiento de la liturgia; inculcarles el sentido espiritual de las fórmulas, ritos y cantos, con los que, unidos a su Madre común la Iglesia, darán a Dios el culto debido; orientarles hacia una participación activa en los santos misterios y festividades de la Iglesia; he ahí un medio maravilloso para lograr que los fieles se acerquen al sacerdote, a la Iglesia, para que alimenten su piedad, fortifiquen su fe y perfeccionen su vida".

El Concilio provincial celebrado en Bélgica el año 1922 se ocupó detalladamente de la participación activa del pueblo en la liturgia. Entre otras cosas decidióse por "que los sacerdotes llevaran con gran celo a los fieles a beber el auténtico espíritu cristiano en sus principales e imprescindibles fuentes (misa y liturgia en general), se familiarizaran con el conocimiento y práctica de las oraciones, lecturas y ritos del Misal Romano, tomaran su parte activa en el sacrosanto sacrificio de la misa, sacrificio que les pertenece a ellos tanto como al sacerdote, para que así experimentaran sus beneficios y su maravillosa eficacia... Es ciertamente doloroso ver que los fieles que asisten a la misa se portan con frecuencia como si esta ceremonia no les interesara nada; por eso hay que lograr con nuestro esfuerzo que los fieles participen realmente en tan sagrada acción. Para esto se debe proceder poco a poco, con calma y con perseverancia. Los sacerdotes han de esforzarse sobre todo por devolver a la misa mayor dominical y festiva la supremacía y la alta estima de que gozaba antiguamente. Se la debe considerar como una verdadera y solemne reunión de toda la familia parroquial, según consta en las antiguas tradiciones eclesiásticas. En la medida de lo posible los asistentes deberán manejar los textos litúrgicos de la misa, y sobre todo han de interpretar los cantos al unísono, de suerte que se compenetren lo más eficazmente posible con los misterios y fiestas de la Iglesia. Para llegar a eso hay que formar al pueblo con una explicación espiritual y básica de los textos".

Todas estas decisiones fueron aprobadas por Pío XI. En carta oficial del 28 de enero del año 1927 recomienda el Papa el movimiento de renovación litúrgica. Y este mismo Pontífice felicitó por medio de su cardenal Secretario de Estado al abad de Mont-Cesar, de Lovaina, que le ofrendó una obra con los textos de la misa y vísperas dominicales para que los fieles dispusieran de los tesoros de la liturgia romana; "de ese modo-se afirma textualmente en dicha carta-podrán participar activamente en el culto divino".

El mismo Pío XI habló expresamente de la participación activa del pueblo en su Constitución "Divini cultus sanctitatem" (20 de diciembre de 1928). Entre otras cosas dice lo siguiente: "Para que los fieles tomen parte más activa en el culto divino debe introducirse el uso del canto gregoriano de aquellas partes que deben ejecutar los fieles. Mucho importa que los fieles no asistan al culto de la Iglesia como extraños y como espectadores mudos, sino que se han de compenetrar totalmente con la belleza de la liturgia participando en las ceremonias y alternando sus voces con las de los sacerdotes y cantores según lo ya establecido".

A su vez, el Papa Pío XII en su Encíclica "Mediator Dei" del 20 de noviembre de 1947, ha repetido estas palabras de Pío XI, con lo que ha dado su más completa aprobación al principio de la participación activa.
 

6. Medios y obstáculos de la participación activa.

Examinemos ahora conjuntamente los medios y obstáculos de la participación activa que existen en la actualidad. Estudiando el espíritu de la postguerra llega uno a concluir que ese mismo espíritu se aviene muy bien coi el de la liturgia y con el de la participación activa. Para una gran mayoría el racionalismo del xviii y xix ya no significa nada. La acción tiene hoy día mucho más valor que la idea. El hombre moderno procura cooperar; no le basta con ser un espectador más; quiere comprender, colaborar; de lo contrario no experimenta interés alguno. Y aun puede afirmarse que si no hacemos actuar otra vez al pueblo nos perderemos las masas. También se va revelando ahora el sentido dramático del pueblo, pues vemos que vuelve la afición a los dramas sacros con argumentos tomados de los misterios litúrgicos.

Uno de los obstáculos más frecuentes para la participación activa suele ser el latín. Hay que hablar de este asunto. Hasta ahora se ha venido considerando el latín, como todos sabemos, desde el punto de vista de la organización y administración eclesiásticas. Ciertamente es una ventaja el que exista uniformidad de lengua en todo el mundo eclesiástico. Mas preguntamos ahora, ¿cuál ha sido la relación directa entre el latín eclesiástico y la participación activa? A esta pregunta habrá que responder de distinto modo que antes. La historia tiene la palabra. Primitivamente no era uniforme la lengua eclesiástica. Cada país celebraba la liturgia en su lengua y oraba en su lengua. Siendo en Roma el griego la lengua más usual, fue también la lengua de la liturgia romana y hacia el siglo tv el latín cuando se introdujo como lengua eclesiástica. Tampoco en oriente había unidad de lengua; los cristianos de lengua griega se valían del griego para su liturgia, los sirios del siriaco, los armenios y coptos se servían igualmente de sus respectivas lenguas nacionales. Cuando los eslavos recibieron el cristianismo de la Iglesia de Oriente tuvieron su liturgia en su propia lengua eslava. Y la Iglesia oriental ha venido conservando hasta hoy día este principio: cada pueblo puede celebrar su liturgia en su lengua. Sin embargo, hay que decir también que esa lengua litúrgica, al no seguir la evolución de la lengua viva, se ha convertido en la lengua consagrada para los textos litúrgicos.

Únicamente la Iglesia Romana ha procedido de distinto modo. No sólo ha hecho desaparecer, excepto ciertos vestigios, todas las lenguas occidentales de las liturgias galicana, celta, hispano-visigótica y milanesa, sino que no ha autorizado otra lengua distinta del latín en los países evangelizados por vez primera. Así, por ejemplo, los países sajones recibieron la liturgia romana con la lengua latina. Y si estos pueblos hubieran recibido el evangelio de los orientales, como los eslavos, tendrían hoy una liturgia griega en lengua germana, o sea, en alemán antiguo. Y si los sajones hubieran recibido mucho antes el cristianismo tendrían una liturgia indígena como los armenios y los coptos.

La liturgia es algo tan íntimamente unido a la mentalidad y sentimiento del pueblo que una liturgia supranacional ofrecería siempre sus dificultades en cada pueblo en particular. Los fieles no comprenden la liturgia en latín. no entienden el sentido de los ritos del bautismo y de los funerales. Cuando se ha admitido y se trabaja por la participación activa en la liturgia suele comprobarse que la lengua litúrgica es un impedimento para esa participación. Declaramos expresamente que no pretendemos ser unos re-volucionarios. Mientras la Iglesia prescriba la lengua latina y mantenga su uso litúrgico, obedeceremos. Mas también hemos de manifestar ciertos temores nacidos al contacto pastoral con el pueblo. Amamos a la Iglesia y lo que pretendemos es vivir cada día más unidos a Ella y por eso queremos y debemos trabajar para que nuestro pueblo viva esta vida de unión con la Iglesia. No vayamos tampoco a creer que el problema de la lengua litúrgica va a resolverse de buenas a primeras.

La cuestión de la lengua vulgar litúrgica es una de las más candentes del movimiento litúrgico y una de las más discutidas. El eminente liturgista Antonio Bauntark ha explicado el alcance de esta cuestión con esta tan significativa frase: "Lo trágico es que el movimiento litúrgico, si ha de lograr la victoria, es decir, si ha de llevar a toda la comunidad cristiana a participar en la liturgia por medio de la oración y del sacrificio como sucedía antiguamente, no podrá lograr esa victoria sino con el amargo precio de la destrucción de la antigua y bella liturgia romana". Y más aún, el canto gregoriano esencialmente unido al latín. es una de las razones en que se aferran los partidarios de la conservación del latín en la liturgia. Esta singular obra maestra del canto gregoriano queda expuesta a un grave peligro al plantearse este problema de la lengua vulgar litúrgica. Hay que reconocer que no se ve hoy por hoy solución alguna. Yo mismo admiro y amo ese canto gregoriano que estaría llamado a desaparecer con la creación de las liturgias nacionales; de hecho todas las tentativas para adaptar una lengua nacional moderna a la melodía gregoriana han fracasado. Podría aplicarme un texto de San Pablo: "No sé qué escoger: me encuentro presionado por ambos lados...". Quisiera que se conservara ese canto realmente celestial de nuestra liturgia, que es además el que mejor le cuadra. Pero, por otra parte, la liturgia en lengua vulgar es necesarísima para la participación activa de los fieles. La solución de este problema la dejamos en manos de la Iglesia que está asistida y conducida por el Espíritu Santo.





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