¿Puede comprender el hombre de hoy el espíritu de la liturgia?
Publicamos la intervención del profesor Gerhard Ludwig Müller de la
Universidad de Munich pronunciada durante la videoconferencia mundial
organizada por la Congregación vaticana para el Clero el 28 de septiembre
2001. Juan Pablo II le nombró obispo de Regensburg (Alemania).
Después de casi cuarenta años de la renovación litúrgica, en muchos países
la euforia del movimiento litúrgico ha dado lugar al desengaño. La
desilusión, la frustración, se vuelven cada vez más profundas. Algunos se
refugian en un desesperado activismo. La creación de nuevas oraciones
debería atraer la atención de los participantes. Con frecuencia, los
miembros del clero intentan suscitar el interés de una generación aburrida
con iniciativas divertidas, por ejemplo invitando a los niños a participar
en la Misa vistiendo trajes de carnaval o atrayendo al ámbito eclesial
personas que poco tienen que ver con la fe y la Iglesia, mediante conciertos
de música clásica, rock y pop, frente a los que la liturgia es sólo algo
externo.
Se observa una profunda discrepancia entre la liturgia oficial y la
recepción carente de su instancia más profunda. En los países
centroeuropeos, se ha reducido drásticamente la participación en la
celebración eucarística del domingo.
Muchos ya no saben que se trata del encuentro con Jesucristo, que nos ha
ofrecido el don de la Eucaristía para que podamos alcanzar a Dios en la
comunión con el Señor crucificado y resucitado, que es el sentido y el fin
de nuestra vida. También se han perdido muchas formas de devoción hasta el
punto de que la liturgia no se basa ya en una profunda vida de fe y no puede
dar frutos. La "mesa de la Palabra de Dios" (Sacrosanctum concilium, n. 51;
Dei Verbum, n. 21) nunca se ha arreglado para los fieles de manera tan rica
como se hace hoy, pero el conocimiento de la Biblia, por no hablar de una
familiaridad viva con las Escrituras, ha alcanzado, incluso en los círculos
protestantes, un nivel terriblemente bajo.
Con razón hay lamentos ante un crecimiento litúrgico salvaje. Con frecuencia
el arbitrio de una estructura litúrgica así llamada espontánea, alterada y
con un sentido reductivo, llega a negar algunas verdades de fe y esto por
culpa de una falta de comprensión de la esencia de la liturgia eclesial.
Ausencias y errores en la doctrina de Dios, en la cristología y en la
eclesiología provocan la crisis y la derrota de la liturgia, desde el
momento en que ya no es determinante la ley interior, y se aplican criterios
de entretenimiento. Por el contrario, la liturgia en sentido cristiano no
debería suscitar estados de ánimo románticos, empujar a una acción
socio-política ni envolver a las personas de manera pseudo-religiosa, sino
dar fuerza a los fieles.
El objetivo de la liturgia no es hacer que nos sintamos bien, suscitar en
nosotros un estado de ánimo festivo, que nos haga olvidar por un momento el
día a día.
La liturgia deriva de la fe en el Dios vivo y en su Hijo Jesucristo,
instrumento de salvación, que nos da la vida eterna (Juan 17, 3). La
liturgia es la síntesis sacramental de la Iglesia, instrumento de la íntima
unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen gentium, n.
1).
Si bien en muchos lugares se realizan esfuerzos serios para dar a la
liturgia una forma sensata, no se puede dejar de lado la necesidad de
responsables que se ocupen de la transmisión de los contenidos teológicos y
espirituales de los sacramentos y en particular de la celebración
eucarística. Para comprender la diferencia entre la dinámica inicial del
movimiento litúrgico, sobre todo después de la primera guerra mundial con
sus logros hasta el Concilio, y la crisis de la liturgia de finales del
siglo XX, pueden ser útiles los dos libros, de título casi idéntico, de
Romano Guardini y del cardenal Joseph Ratzinger. Mientras el libro de
Guardini "Del Espíritu de la Liturgia" que, con ocasión de la Pascua de 1918
inauguró la célebre serie "Ecclesia orans" del abad Ildefons Herwegen,
describe un maravilloso clima inicial, Ratzinger, que en su obra
"Introducción al Espíritu de la Liturgia" hace referencia expresa a
Guardini, intenta hacer comprender la esencia de la liturgia en su
profundidad espiritual y en sus formas concretas de expresión esenciales, el
acto de arrodillarse, la unión de las manos, las formas de adoración
silenciosa, la dimensión espiritual de la comunión verbal y mental.
Ambos autores han afrontado el problema de la "capacidad litúrgica del
hombre moderno", desde diversos puntos de vista, un problema que a lo largo
del siglo XX se ha hecho cada vez más grave, del que Guardini habló de
manera difusa en el congreso litúrgico de Maguncia de 1946. En una
importante conferencia que tuvo lugar en 1965, durante la semana
universitaria en Salzburgo, Joseph Ratzinger, en el clima festivo de la
reforma litúrgica post-conciliar, afrontaba el tema de la incapacidad
litúrgica hablando de la "crisis de la idea sacramental en la conciencia
moderna".
El hombre moderno, forjado por el secularismo y un ambiente inmanentista y
tecnificado, ya no comprende cada uno de los ritos y gestos de la liturgia.
La crisis no se resuelve con cambios estéticos y pasatiempos pedagógicos.
Los estudiosos de la liturgia en la primera mitad del siglo XX han actuado
de manera excelente en la renovación de la liturgia, porque eran teólogos.
Por el contrario, estos nuevos personajes con una visión restringida, que
consideran la liturgia como un parque de juegos para sus ideas fijas, no
hacen otra cosa que consolidar la crisis litúrgica, porque crean una
liturgia dirigida a surtir efectos exteriores y no a transmitir el contenido
de la fe.
Es necesaria una "curación desde la raíz" . El problema es profundo y tiene
que ver con la comprensión que el hombre moderno tiene de sí mismo y del
mundo y con su cambiada relación con Dios. En la mentalidad media del
secularismo y del inmanentismo, las ideas fundamentales de la liturgia
encuentran difícil acceso.
La idea efectiva de la liturgia deriva de la realidad encarnacional de la
relación entre Dios y el hombre y significa que la simbología propia de la
finitud de este mundo debería ser la mediación en la inmediatez a Dios. En
los sacramentos se cumple la unión de Dios con los hombres de una manera que
corresponde a la naturaleza humana. Esta idea no es sólo una bonita idea,
sino realidad en Jesucristo, que es la presencia humana de Dios entre
nosotros los hombres.
Para quienes no conocen a Jesucristo, el ser y el actuar de Dios permanecen
como un enigma sin solución, frente al cual capitulan. Se castiga a Dios con
la indiferencia hasta llegar a la sospecha de que sólo se trata de una
proyección o una cifra de inexplicabilidad de la existencia humana. La nueva
religiosidad del movimiento New Age, el sincretismo del pluralismo religioso
y la penetración de las concepciones monísticas del mundo típicas de la
tradición de las religiones asiáticas siguen la noción de realidad personal
y la comprensión personal que el hombre tiene de sí hasta el primado de lo
general sobre lo individual. No se busca una actualización sacramental de la
salvación de forma dialógica y comunicativa, sino una experiencia religiosa
en la que se pueda disolver el sujeto.
La religión bíblica de la autorevelación del Dios Uno y Trino se basa sobre
el hecho de que el Verbo de Dios se dirige al hombre que lo encuentra en su
acción de gracia en el Espíritu. El hombre es llamado por su nombre y en
cualquier situación se debe dirigir a Dios, que lo confirma como persona en
el acto de escucharlo. El objeto del encuentro con Dios es el amor, que no
disuelve y generaliza, sino que afirma y personaliza, en el cual Dios me
dice "tú". Las personas como criaturas personales no se disuelven en el
numinoso divino o en una naturaleza personal. Se vuelven, evidentemente,
"hijos en el Hijo". A través de Cristo pueden decirle a Dios en el Espíritu
Santo: Abba, Padre. Por lo tanto, la liturgia y también la Misa poseen una
forma trinitaria esencial y estructural (cfr. Gálatas 4, 4-6; Romanos 8).
Ya Emmanuel Kant, en su obra "La religión dentro de los límites de la sola
razón" (1793), vaciaba las confesiones de fe de su contenido de realidad y,
en consecuencia, también a los sacramentos cristianos de su carácter de
instrumento de gracia y los consideraba meros símbolos de la instancia moral
de la conciencia. Mientras que la crítica a la religión, en su forma de
régimen totalitario de la impiedad y del odio de Dios o del así llamado
enmascaramiento psicológico y sociológico de la Iglesia como enemiga de la
ciencia, de la libertad y del progreso en Marx, Nietzsche y Freud, no había
liquidado la liturgia de las religiones como un conjunto de formas
expresivas de extrañamiento peligrosas y dañinas y como instrumento de
dominio de la consolación, en algunas orientaciones de la psicología y de la
sociología modernas los sacramentos, más allá de su contenido teológico, se
han reducido a una función estabilizadora del equilibrio psíquico y social.
Son considerados expresión simbólica de la nostalgia del numinoso, ligada a
la dimensión mitológica de la conciencia, más que instrumentos de comunión
real entre Dios y el hombre, establecida por el Dios personal mismo a través
de Jesucristo y confiada a la Iglesia para la celebración. Por lo tanto no
sólo surge la cuestión del fundamento antropológico de la capacidad
simbólica del hombres, sino también la cuestión más importante de su
capacidad de trascendencia, que se expresa y se cumple en el simbolismo de
las palabras y de los signos.
Sólo quien comprende los principales conceptos de decir y de actuar del
lenguaje litúrgico en su naturaleza de Palabra de Dios, que obra en el que
cree, puede comprenderlo y adoptarlo (cf. 1 Tesalonicenses 2, 13).
Un motivo esencial, por el que la profundización teológica de la Eucaristía
y su reforma litúrgica han cosechado tan pocos frutos, se debe a la
situación general de la fe y a la dificultad de individuar la relación entre
mundo y Dios, en la intervención de la historia de la salvación, que alcanza
su culmen escatológico en Cristo. De Él, de hecho, es de quien mana la
actualización eclesial y sacramental de la comunión de vida con Dios,
plasmada por la encarnación.
Todas las actividades de catequesis relacionadas con el Bautismo, la
Confirmación y la Primera Comunión giran en el vacío y desilusionan a los
padres, sacerdotes, eclesiásticos y estudiosos, porque no llegan a
transmitir una relación con el Dios vivo que se ha enraizado en la persona y
en su eticidad, racionalidad y espiritualidad. En muchos adultos se generan
insanables tensiones y contrastes entre el Magisterio eclesial y su imagen
del mundo presumiblemente plasmada por la ciencia. Sólo les parece creíble
aquello que aparece como posible para la racionalidad reducida a causalidad
natural. La presencia actual del hombre muerto hace 2000 años parece como
mucho la actualización simbólica de la imagen moral de Jesús. La presencia
real no puede significar otra cosa que el firme propósito de seguir su
ejemplo en el momento de comer un tronzo de pan como oblación y una
experiencia de comunión de naturaleza meramente sentimental.
La Eucaristía se presenta como la actualización del Cristo crucificado.
Cometiendo un conocido error de interpretación, el hombre contemporáneo,
educado en la escuela freudiana, valora la muerte de Jesús a través de la
categoría del sacrificio o incluso de la víctima que nos representa y expía
nuestros pecados.
Por eso, en contraste con el Nuevo Testamento y también con las grandes
concepciones de la doctrina de la liberación, la interpretación de la muerte
de Jesús como sacrificio querido por un Dios airado y terrible, que lo
destruye, es una interpretación cambiada de forma superficial y cínica y la
caricatura que de ella deriva se rechaza con desdén. La interpretación del
sacrificio de Cristo ligada a un imagen de Dios, que la tradición cristiana
general rechaza en cuanto contraria a la Revelación, no es otra cosa que la
demostración de métodos interpretativos fuera de lugar, adoptados por
personas que transforman la fe cristiana en lo contrario para hacer escarnio
de su hostilidad a la razón. En realidad, la cruz es un sacrificio
sangriento no en el sentido ritual de la ofrenda pagana humana o animal,
sino porque el acto sacrificial consiste en el don de sí mismo para la
salvación de los hombres, que llega incluso al don por parte de Jesús de su
propia vida humana (cfr. Hebreos 5, 8 y ss.). Según esto, comer y beber "de
su cuerpo y de su sangre" no es un banquete iniciático o un "alimentarse del
cuerpo de un Dios" en el sentido real o metafórico de algunas religiones
místicas, sino que es comunión humana real con la "palabra del Dios
encarnado" (Juan 1, 14), en Jesucristo, el Hijo del Padre, que dona su
carnes, es decir su vida, para la vida del mundo. Quien es de este pan, es
decir quien tiene familiaridad con el Jesús histórico y Pascual, permanece
en Cristo y Cristo en él: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y
yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Juan 6, 57).
Jesús se revela de esta manera: "Yo soy el pan de vida" (Juan, 6, 48). Al
comer sacramentalmente los dones del pan y del vino se transmite la
auténtica koinonía con el Verbo Encarnado y da a quien cree en su nombre,
"el poder de llegar a ser hijos de Dios" (Juan 1, 12).
En la introducción del libro antes mencionado del cardenal Joseph Ratzinger
"El Espíritu de la Liturgia", el autor afronta el tema de las posibilidades
y los riesgos de una liturgia renovada y promueve una comprensión profunda y
una actuación dinámica de las formas litúrgica por parte del Espíritu de
Cristo, que así funda la fe de la Iglesia y así anima su cuerpo litúrgico y
lo llena de vida:
"Se podría afirmar que entonces, en 1918, la liturgia, desde un cierto punto
de vista, se presentaba como un fresco, perfectamente conservado, pero
recubierto de una espesa capa de yeso. En el misal, con el que celebraba el
sacerdote, estaba presente su forma, que había evolucionado desde los
orígenes, pero escondida para los fieles por formas y orientaciones privadas
de oración. Gracias al movimiento litúrgico y de manera definitiva con el
concilio Vaticano II, el fresco fue sacado a la luz y, por un momento,
quedamos todos fascinados por la belleza de sus colores y sus figuras. Sin
embargo, entretanto, por causa de las condiciones climáticas y de diversos
intentos erróneos de restauración y reconstrucción, aquel fresco se ha
puesto en peligro y amenaza con arruinarse, si no se provee rápidamente de
las medidas necesarias que pongan fin a tales influencias dañosas. No se
trata, obviamente, de volverlo a recubrir de yeso, sino que es indispensable
un nuevo respeto y una nueva comprensión de su mensaje y de su realidad de
manera que el haberlo sacado a la luz no se vuelva el primer peldaño de su
ruina definitiva".