La noble sencillez y la belleza en la liturgia
Por Uwe Michael Lang, C.O.*
La tradición sapiencial bíblica aclama a Dios como "el mismo autor de la
belleza" (Sab 13,3), glorificándolo por la grandeza y la belleza de las
obras de la creación. El pensamiento cristiano, partiendo sobre todo de la
Sagrada Escritura, pero también de la filosofía clásica como auxiliar,
desarrolló la concepción de la belleza como categoría teológica.
Esta enseñanza resuena en la homilía del Santo Padre Benedicto XVI durante
la Santa Misa con dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia en
Barcelona (7 de noviembre de 2010): "La belleza es también reveladora de
Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad
y arranca del egoísmo". La belleza divina se manifiesta de forma totalmente
particular en la sagrada liturgia, también a través de las cosas materiales
de las que el hombre, hecho de alma y cuerpo, tiene necesidad para alcanzar
las realidades espirituales: el edificio del culto, los adornos, las
vestiduras, las imágenes, la música, la propia dignidad de las ceremonias.
Debe leerse a propósito el quinto capítulo sobre el "Decoro de la
celebración litúrgica" en la última encíclica Ecclesia de Eucharistia del
papa Juan Pablo II (17 abril 2003), donde afirma que Cristo mismo quiso un
ambiente digno y decoroso para la Ultima Cena, pidiendo a los discípulos que
la prepararan en la casa de un amigo que tenía una "sala grande y dispuesta"
(Lc 22,12; cf. Mc14,15). La encíclica recuerda también la unctio de Betania,
un acontecimiento significativo que precedió a la institución de la
Eucaristía (cf. Mt 26; Mc 14; Jn 12). Frente a la protesta de Judas de que
la unción con óleo precioso constituía un "derroche" inaceptable, vistas las
necesidades de los pobres, Jesús, sin disminuir la obligación de la caridad
concreta hacia los necesitados, declara su gran aprecio por el acto de la
mujer, porque su unción anticipa "ese honor del que su cuerpo seguirá siendo
digno también después de la muerte, indisolublemente ligado como lo está al
misterio de su Persona" (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Juan Pablo II
concluye que la Iglesia, como la mujer de Betania, "no ha temido 'derrochar'
invirtiendo lo mejor de sus recursos para expresar su estupor adorante
frente al don inconmensurable de la Eucaristía" (ivi, n. 48). La liturgia
exige lo mejor de nuestras posibilidades, para glorificar a Dios Creador y
Redentor.
En el fondo, el cuidado atento de las iglesias y de la liturgia debe ser una
expresión de amor por el Señor. Incluso en un lugar donde la Iglesia no
tenga grandes recursos materiales, no se puede descuidar este deber. Ya un
papa importante del siglo XVIII, Benedicto XIV (1740-1758) en su encíclica
Annus qui (19 de febrero de 1749), dedicada sobre todo a la música sacra,
exhortó a su clero a que las iglesias estuviesen bien mantenidas y dotadas
de todos los objetos sagrados necesarios para la digna celebración de la
liturgia: "Debemos subrayar que no hablamos de la suntuosidad y de la
magnificencia de los sagrados Templos, ni de la preciosidad de los sagrados
adornos, sabiendo también Nos que no se pueden tener en todas partes. Hemos
hablado de la decencia y de la limpieza que a nadie es lícito descuidar,
siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza".
La Constitución sobre la sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II se
pronunció de un modo similar: "al promover y favorecer un arte
auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad.
Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada"
(Sacrosanctum Concilium, n. 124). Este pasaje se refiere al concepto de la
"noble sencillez", introducido por la misma Constitución en el n. 34. Este
concepto parece originario del arqueólogo e historiador del arte alemán
Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), según el cual la escultura clásica
griega se caracterizaba por "noble sencillez y serena grandeza". Al inicio
del siglo XX el conocido liturgista inglés Edmund Bishop (1846-1917)
describía el "genio del Rito Romano" como distinguido por la sencillez,
sobriedad y dignidad (cf. E. Bishop, Liturgica Historica, Clarendon Press,
Oxford 1918, pp. 1-19). A esta descripción no le falta mérito, pero hay que
estar atentos a su interpretación: el Rito Romano es "sencillo" frente a
otros ritos históricos, como los orientales, que se distinguen por su gran
complejidad y suntuosidad. Pero la "noble sencillez" del Rito Romano no se
debe confundir con una malentendida "pobreza litúrgica" y un intelectualismo
que pueden llevar a arruinar la solemnidad, fundamento del Culto divino (cf.
la contribución esencial de santo Tomás de Aquino en la Summa TheologiaeIII,
q. 64, a. 2; q. 66, a 10; q. 83, a. 4).
De estas consideraciones resulta evidente que las vestiduras sagradas deben
contribuir "al decoro de la acción sagrada" (Ordenamiento General del Misal
Romano, n. 335), sobre todo "en la forma y en la materia usada", pero
también, aunque de forma mesurada, en los ornamentos (ivi, n. 344). El uso
de las vestiduras litúrgicas expresa la hermenéutica de la continuidad, sin
excluir ningún estilo histórico particular. Benedicto XVI proporciona un
modelo en sus celebraciones, cuando viste tanto las casullas de estilo
moderno como, en alguna ocasión solemne, las "clásicas", usadas también por
sus predecesores. Así se sigue el ejemplo del escriba, convertido en
discípulo del reino de los cielos, comparado por Jesús con un cabeza de
familia que saca de su tesoro nova et vetera (Mt 13,52).
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* Uwe Michael Lang es Consultor de la Oficina de las Celebraciones
Litúrgicas del Sumo Pontífice.