La teología del cuerpo: Profundizando en el legado de Juan Pablo II
Obispo Jean Laffitte
Lectio magistralis pronunciada por el obispo Jean Laffitte, secretario
del Consejo Pontificio para la Familia, en la Facultad de Bioética del
Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma, el 22 de abril 2010.
Índice
El cuerpo humano y sus significados
Elementos estructurales de la teología del cuerpo de Juan Pablo II
a) el carácter concreto de la experiencia
b) la soledad original
c) la communio personarum
d) el deseo y el descubrimiento de la dimensión esponsal del cuerpo
e) El lenguaje del cuerpo
f) El sacramento del cuerpo
El cuerpo humano y sus
significados
Quisiera comenzar esta intervención mía con una primera observación
sobre el título elegido: "Teología del cuerpo". Verdaderamente la
expresión es paradójica. El discurso sobre Dios, teo-logía, se refiere a
la persona humana considerada en su totalidad y no sólo en una dimensión
de su ser, aquí, el cuerpo. Por tanto, cuando se habla de teología del
cuerpo, es necesario entender desde el principio en qué acepción se
entiende la palabra cuerpo. Se trata de toda la persona humana,
considerada en su dimensión corpórea. Hablamos así de un cuerpo animado,
cuyos fenómenos pueden ser estudiados en el campo de varias ciencias:
fisiología, anatomía, todos los sectores de las ciencias biomédicas. No
es en este restringido sentido fisiológico como la palabra cuerpo debe
ser entendida en nuestra perspectiva. De hecho, el cuerpo humano tiene
otros significados. En la medida en que hace presente y visible a toda
la persona humana, es portador de valores simbólicos: el cuerpo es la
modalidad en la que la persona se hace presente. Cada persona se deja
contemplar en su cuerpo; el cuerpo es único, singular, personal. Es
ciertamente una realidad carnal. Con todo, está animado no de la forma
en que un robot estaría animado por movimientos mecánicos y
estereotipados, sino de un modo tal que será en seguida identificado
como el cuerpo de esta persona precisa. En este sentido, todos los
cuerpos son distintos, porque las personas son distintas.
Si nos queremos limitar a la antropología de San Pablo, como la
encontramos expresada por ejemplo en la primera carta a los
Tesalonicenses, donde el Apóstol se refiere al hombre "todo entero
espíritu, alma y cuerpo" (1 Ts 5,23), vemos que una realidad invisible,
indicada por los dos términos "alma" y "espíritu", sobre los que diremos
luego algo, se completa con un dato material, visible, expresado por la
palabra "cuerpo". Como lo hizo observar justamente Denis Biju-Duval
(Biju-duval D.; La profondità del cuore. Tra psichico e spirituale
(Prefacio de J. Laffitte), Effatà Editrice, Cantalupa (To) 2009, pp.
29-41).
Esta antropología no debe oponerse a la clásica distinción entre alma y
cuerpo, más familiar a los espíritus occidentales. Según este autor, las
dos antropologías (alma-cuerpo y espíritu-alma-cuerpo) han sido opuestas
artificialmente, sustantivando los términos semíticos, expresados en la
Biblia en forma de adjetivos: lo espiritual (pneumatikos), lo psíquico
(psychikos). Las realidades espiritual y psíquica remiten a la
interioridad del hombre, al corazón, lugar simbólico tanto de la
decisión (espiritual) sea de los sentimientos y de la afectividad
(psíquica). La interioridad del hombre se comprende sólo en la tensión
con su exterioridad. La carne expresa lo que de algún modo sucede en el
corazón del hombre. Esto es tan cierto que, para designar la realidad
interior del hombre, se usan a menudo símbolos e imágenes inspiradas en
la exterioridad (además del lenguaje espacial, como para el binomio
interior-exterior, encontramos elementos orgánicos, el "corazón", el
"aire puro", las "vísceras", o incluso elementos naturales, hablando del
corazón como de una "tierra fértil" o "estéril", como de un templo", de
una casa, etc.).
Además de esta función de revelar algo escondido, el cuerpo tiene el
papel de mediar entre el hombre y el mundo. Existe una cierta ambigüedad
del cuerpo en la medida en que se encuentra por así decirlo a medio
camino entre un objeto recibido (Körper) y un hecho asumido (Leib),
entre, si queremos, el haber y el ser: "tengo" un cuerpo que me causa
sufrimiento o placer, pero al mismo tiempo, "soy" un cuerpo, de forma
que quien ataca o hiere mi cuerpo ataca o hiere a toda mi persona. Soy
mi cuerpo. Mi cuerpo exige naturalmente respeto.
Me parece que las distinciones hechas ayudan a entender que la palabra
"cuerpo" es una realidad compleja. Queda ahora algo que decir sobre el
otro término de nuestro título, "teología".
El cuerpo tiene un valor teológico por tres motivos fundamentales:
- El primero es el hecho de que ha sido querido por Dios y creado por
él. Esta observación implica necesariamente que es portador de algunas
finalidades intrínsecas.
- El segundo motivo es que Dios ha elegido el cuerpo humano como
mediación para revelarse a los hombres: es el dato de la Encarnación. El
Verbo se hizo carne.
- A estos dos elementos, Creación y Encarnación, debe añadirse un
tercero, la Resurrección, que se refiere al destino final del cuerpo
humano; es un dato que especifica la fe cristiana: la resurrección de
los cuerpos. A pesar de su crecimiento, sus sufrimientos, su
envejecimiento hasta la muerte, y su descomposición orgánica, el cuerpo
humano está destinado a resucitar. En una visión de fe, este dato ha
sido acreditado por el acontecimiento histórico fundamental que ha sido
la resurrección de Jesús de entre los muertos. Es sobre la base d este
acontecimiento que el cristiano cree verdaderamente que habrá una
resurrección de los muertos; un acontecimiento fundamental para él y
para todos los hombres, que serán integrados a la fuerza del Resucitado.
Podríamos en otro lugar profundizar en el hecho de que la resurrección
del cuerpo, lejos de ser una creencia irracional, se funda al contrario
en la eminente coherencia de la fe, expresada en este campo por el
destino común entre el cuerpo de cada bautizado y el cuerpo del Señor
resucitado.
Es imposible fundar una "teología del cuerpo" sin integrar la certeza de
la resurrección. Nos ayuda en este sentido el texto esencial d san Pablo
en la primera carta a los Corintios: "El cuerpo no es para la
fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que
resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder
(1 Cor 6, 13-14). En el contexto d una enseñanza sobre el uso equivocado
y pecaminoso del cuerpo que es la fornicación, el Apóstol saca las
consecuencias morales de esta forma: "¿No sabéis que vuestros cuerpos
son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para
hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo! ¿O no sabéis que quien
se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho:
Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un
solo espíritu con él (1 Cor 6, 15-17). En verdad, para ser completos,
deberíamos prolongar la lectura de san Pablo, en particular recordar
estas dos ideas secundarias de que el cuerpo es "templo del Espíritu
Santo", y de que el hombre ya no se pertenece, desde el momento en que
ha sido "comprado a caro precio por el Señor". El caro precio ha sido el
del Calvario, de la pasión y de la muerte de Jesús en el leño de la
cruz.
Para resumir en pocas palabras estos fundamentos de la "Teología del
cuerpo", es necesario no olvidar ninguno de los elementos apenas
evocados: creación del hombre por Dios y por tanto creación de su propio
cuerpo, asunción del cuerpo humano del cuerpo humano por el Hijo eterno
del Padre, resurrección de Jesús y resurrección de los hombres en su
persona, presencia del Espíritu de Dios como en un templo, dando al
cuerpo humano una dignidad excelsa.
Elementos estructurales de la teología del cuerpo de Juan Pablo II
Sólo desde esta perspectiva de la fe cristiana se puede comprender la
teología del cuerpo de Juan Pablo II. Como se sabe, la teología del
cuerpo designa el contenido de las 129 "Catequesis sobre el amor humano"
que el Papa pronunció de 1979 a 1984, con motivo de las audiencias
públicas del miércoles. Todos conocéis al menos una parte de estos
textos que personalmente considero que constituyen una aportación
fundamental al magisterio ordinario del pontífice polaco, y estoy
convencido de que estamos sólo al inicio de su difusión.
La fecundidad de las Catequesis se debe al hecho de que no sólo integran
el conjunto de la visión bíblica y magisterial tradicional de la
Iglesia, algo que ya hemos tratado de mostrar brevemente al inicio de
esta conversación, sino que además lo explicitan de una manera
extraordinariamente original. La originalidad está en la manera de
presentar el contenido de la fe sobre la persona humana, en el dinamismo
propio del sujeto. De este modo, el auditor o el lector se siente
personalmente comprometido en esta visión, que asume un carácter
existencial intenso. Me parece que es una clave central para comprender
la novedad de la aportación de Juan Pablo II.
a) el carácter
concreto de la experiencia
Quisiera ofreceros ahora un primer criterio esencial de la teología del
cuerpo según Juan Pablo II, pues le permite evitar desde el inicio todo
riesgo de ideología: se trata de su concepto de experiencia. En vez de
ser reducida a la observación de fenómenos científicamente observables,
la experiencia del amor no descuida ninguna de las dimensiones de la
existencia humana. Todos los elementos de la percepción humana y de los
dinamismos volitivos del hombre están presentes, así como su capacidad
para entrar en relación con Dios. La comunión de personas, según las
Catequesis, no se contenta con la aportación del personalismo de Martin
Buber o de Max Scheler, sino que le da su auténtico alcance
trascendente, después de haber identificado la fuente en Dios: ser en
comunión significa estar unidos a Dios, fuente y fin de toda comunión
humana auténtica. La experiencia es una vivencia (Erlebnis), lo que
significa desde esta perspectiva que Dios no es ajeno a la experiencia:
el hombre y la mujer experimentan la presencia y la acción de Dios y
Dios les da la capacidad para vivir una comunión de personas que se
convierte en mediación de lo absoluto y camino hacia él. En este
sentido, la comunión de personas es una vocación y permite a quien ama
santificarse verdaderamente. En otras palabras, crecer en la comunión
con Dios.
Quiero subrayar que el planteamiento de las Catequesis no es moralista o
voluntarista, sino que se trata de una actitud auténticamente mística,
en el sentido de que se concentra en el misterio imposible de aferrar de
la unión entre Dios y el hombre, en el que se integra la relación
nupcial hombre-mujer.
b) la soledad original
La primera parte de las Catequesis está dedicada a la clásica lectura de
las dos narraciones de la creación del hombre y de la mujer en los
primeros capítulos del libro del Génesis (1, 26-27). "Y dijo Dios:
'Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó,
pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre
y mujer los creó" (Génesis 1, 26-27). La segunda narración (Génesis 2,
18-25) muestra la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán y
la aceptación por parte de este último del don del creador: "Esta vez sí
que es hueso de mis huesos y carne de mi carne". El Papa no tiene miedo
de ofrecer una lectura de carácter filosófico de estas fuentes
tradicionales: utiliza un concepto normalmente psicológico, la soledad,
y lo transforma en una realidad ontológica de creación. Nace así la
genial expresión soledad original que define el estado objetivo en el
que fue creado el primer hombre, Adán, que se realiza plenamente en su
humanidad, cuando se le ofrece una ayuda adecuada. La segunda narración
presenta desde esta perspectiva al hombre bajo el aspecto de su
objetividad.
La primera relación que experimenta el hombre es su relación con Dios
que le ha creado directamente a partir de arcilla. De Dios recibe la
orden de no probar el fruto del árbol del conocimiento del bien y del
mal. Por tanto, esta relación de dependencia fundamental de Dios da a
entender la condición ética del hombre, que se encuentra por primera vez
ante una opción moral: obedecer o desobedecer.
La soledad original explica la expectativa del hombre de esa ayuda
adecuada, que permite integrar de manera coherente el deseo fundamental
que siente el hombre de unirse con una mujer. De este modo se integra
toda la dimensión del deseo y de su expresión sexual: de este modo, los
dos forman una sola carne.
La soledad tiene dos significados esenciales: el hombre descubre que es
diferente de todo el mundo que le rodea y experimenta el carácter
específico de su ser en relación con todas las criaturas.
El segundo elemento afecta más de cerca a nuestro objetivo. Juan Pablo
II se refiere a la relación hombre-mujer cuando habla de soledad
original: el hombre experimenta sus propios límites, simbolizados por
las fronteras naturales de su propio cuerpo. La contemplación del cuerpo
de la mujer le introduce en una experiencia singular, la de la belleza
del cuerpo. A través de esta mediación, que involucra a toda su
naturaleza, experimenta de manera más fundamental aún la experiencia de
la comunión. Como vemos, el cuerpo sirve también para descubrir, a
través de la ambigüedad del deseo, la vocación profunda del hombre y de
la mujer a la comunión.
c) la communio personarum
Otro ejemplo es el de la comunión de personas (communio personarum). La
comunión representa también un dato de experiencia personal: estar en
comunión con Dios, estar en comunión con el otro. La segunda
originalidad de Juan Pablo II consiste en haber visto en la comunión de
personas un dato creatural que ha sido perfectamente ilustrado por un
texto del magisterio: Mulieris Dignitatem. Me refiero a los primeros
números de la carta apostólica. Cito: "El hecho de que el ser humano,
creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente
que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser
racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados
como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir
una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión
de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el
íntimo misterio de la única vida divina". En este texto, en realidad,
encontramos un eco de lo que Juan Pablo II había introducido en una de
las Catequesis, ampliando de manera extraordinaria el concepto
tradicional de imagen de Dios. Él había escrito con audacia que "el
hombre no es tanto imagen de Dios en el momento de la soledad, sino más
bien en el momento de la comunión. Desde el inicio, no era sólo una
imagen en la que reflejaba la soledad de una Persona que gobierna el
mundo, sino también y esencialmente una imagen de una comunión de
Personas divina e inescrutable (Juan Pablo II, Catechesi XIX, Ibid.,
pp.91).
La implicación de esta visión permite a Juan Pablo II subrayar la
complementariedad sexual, en la medida en la que expresa precisamente la
comunión de personas como un dato original. La novedad absoluta de la
Teología del Cuerpo, en este sentido, estriba en el hecho de que, en el
acto creativo del hombre por parte de Dios, está inscrita la corporeidad
del hombre y de la mujer como una llamada a la comunión.
Permitidme invitaros a meditar en la tendencia que se da hoy a abandonar
el criterio absoluto de la comunión para comprender el verdadero sentido
de la sexualidad; se da, de hecho, un lazo entre esta tendencia y la
ideología actual, que consiste en descuidar la diversidad sexual con la
negación explícita de la masculinidad y de la femineidad. Me refiero a
la ideología delgender, que no tiene otra opción que reducir
miserablemente el misterio de la sexualidad humana a un dato meramente
cultural, que fundamentaría el carácter indiferenciado de las opciones
de comportamiento en el campo sexual. Es interesante constatar que esta
visión ideológica está acompañada por una falta de esperanza en la
capacidad del hombre y de la mujer para vivir para siempre una comunión
de personas en su forma conyugal, lo que supone respetar los caracteres
esenciales de unidad e indisolubilidad.
d) el deseo y el descubrimiento de la dimensión esponsal del cuerpo
Antes hablaba de ambigüedad del deseo en el sentido de que, en su
estructura, el deseo sexual, como lo demostrarán algunas Catequesis,
implica al mismo tiempo una dimensión gratificante orientada a la
dilatación del propio ser en la unión del hombre con la mujer, pero
también un cierto pathos, un sufrimiento de quien experimenta que no
puede darse a sí mismo la alegría que sólo la comunión con el otro (o la
otra) puede suscitar.
La riqueza de este planteamiento me parece evidente. Constatamos que
encuentra su origen en una larga contemplación por parte del filósofo
Karol Wojtyla del fenómeno del amor, así como de su profundización en su
manifestación conyugal en el misterio de la sexualidad. Una lectura de
sus obras filosóficas y antropológicas, por ejemplo, "Amor y
responsabilidad, persona y acto", los numerosos artículos publicados en
Polonia de los que contamos desde hace unos años con una traducción al
italiano, manifiesta la influencia de varios autores pertenecientes a
las corrientes fenomenológicas y personalistas. No es posible
desarrollar aquí lo que el filósofo Karol Wojtyla debe a cada uno de
estos autores de los que sólo podemos citar los principales: Edmund
Husserl, Max Scheler, Edith Stein, Dietrich von Hildebrand.
El deseo manifiesta un valor inscrito en el cuerpo: su dimensión
esponsal. El cuerpo está orientado al don de la persona. Según las
palabras del Papa [Juan Pablo II, Catechesi XIV, XV e XVI, in Uomo e
Donna lo creò, Catechesi sull'amore umano, Città Nuova Editrice-Libreria
Editrice Vaticana, Roma 1985, pp 74- 83]: "el cuerpo expresa la
femineidad a la masculinidad y viceversa la masculinidad a la
femineidad, manifiesta la reciprocidad y la comunión de las personas.
Precisamente en el amor, la persona se convierte en don. Juan Pablo II
se inspira en la antropología desarrollada por la constitución pastoral
Gaudium et Spes, según la cual, "el hombre como persona, creatura que
Dios ha querido por sí misma, sólo puede encontrarse a sí mismo
plenamente en el don de sí" (Ibid., p 80.).
El hombre puro de corazón descubre el significado esponsal del propio
cuerpo orientado hacia el don de toda la persona y la recepción de toda
la persona de la otra. El amor presupone este doble movimiento, en una
reciprocidad del don que los dos cónyuges ofrecen de sí mismos al otro
(otra). Esto implica que los dos estén unidos por la conciencia del
significado del cuerpo. El respeto del significado del cuerpo determina
un ethos del don, que permite integrar los diferentes dinamismos de la
persona.
e) El lenguaje del cuerpo
Sabemos que el joven perito, en el Concilio Vaticano II, Karol Wojtyla,
había participado en la reflexión y en los debates sobre lo que se
convertiría en el contenido de la encíclica Humanae Vitae en 1968. La
encíclica de Pablo VI dio pie a una contestación contra la enseñanza y
la argumentación de la moral conyugal enseñada en ese texto. El
arzobispo de Cracovia había comprendido que el corazón de la
argumentación debía fundamentarse sobre la afirmación del carácter
inseparable de las dos dimensiones del acto conyugal: unitiva y
procreadora. Ya la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II
había desarrollado este análisis de la naturaleza del acto sexual, que
debía reflejar el sentido completo de la entrega mutua y de la
procreación humana. El acto conyugal posee una íntima estructura que
debe ser respetada: es al mismo tiempo un acto de profunda unión entre
los esposos y un acto que, en la medida en que está abierto a la vida,
puede tener como consecuencia la venida a la existencia de una nueva
persona humana. Este posible efecto no sólo depende de la voluntad de
los esposos, como lo demuestra el hecho de que no todos los actos
sexuales dan origen a la concepción. Esta observación nos ayuda a
recordar que el verdadero artífice de la vida es Dios creador. Sin
embargo, los esposos tienen el poder de hacerse disponibles a la
eventual acogida de esta nueva vida, actuando de este modo como
colaboradores del Creador. Por este motivo, se les llama procreadores.
La transmisión de la vida es, por tanto, una forma de servicio. Las dos
dimensiones del acto que une profundamente a los esposos no pueden
separarse de un acto deliberado de los cónyuges. En su teología del
cuerpo, Juan Pablo II recuerda que la Humanae Vitae hacía referencia a
las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. La íntima
estructura del acto sexual es llamada por el Papa la verdad ontológica
del acto. Ahora bien, los actos de los esposos deben expresar esta
verdad. Los cónyuges la asumen al quedar abiertos a la transmisión de la
vida; es una actitud interior que se hace posible gracias a la virtud de
la castidad conyugal. El cuerpo humano es el medio de expresión de todo
el hombre, de la persona que se revela a sí misma a través del lenguaje
del cuerpo. Este lenguaje, dice Juan Pablo II, tiene un importante
significado interpersonal, especialmente cuando se trata de las
relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer. El Papa añade, sin
embargo, que en un determinado nivel el lenguaje del cuerpo debe
expresar la verdad del sacramento. La participación en el designio
eterno de amor de Dios le permite convertirse en una especie de profecía
del cuerpo. Juan Pablo II trata de unir de este modo la dimensión
sacramental del don de los esposos con la dimensión personalista. De
este modo, nos encontramos ante una auténtica revelación del cuerpo que,
en el acto conyugal, no sólo significa el amor sino también la posible
fecundidad. No es lícito separar el significado unitivo del significado
procreador porque tanto uno como otro pertenecen a la verdad del otro:
uno se vive junto al otro y, en cierto sentido, el uno a través del
otro. No puedo desarrollar aquí toda la fuerza de argumentos de la
encíclica Humanae Vitae releída e interpretada por Juan Pablo II, ni las
implicaciones éticas que afectan a la paternidad y a la maternidad
responsables y al recurso a los métodos naturales para limitar los
nacimientos, cuando hay motivos serios (iustae causae). Para Juan Pablo
II, la malicia esencial del acto anticonceptivo, es decir, cuando es
deliberadamente infértil, se debe al hecho de que viola el orden
interior de la comunión conyugal.
f) El sacramento del cuerpo
La relación nupcial entre los cónyuges es el lugar de la presencia de
Cristo. La reflexión de Juan Pablo II sobre la sexualidad siempre ha
tenido una perspectiva cristológica. Cristo es fuente y modelo de las
relaciones entre los cónyuges. El misterio nupcial de amor entre Cristo
Esposo y la Iglesia Esposa fundamenta el misterio del matrimonio
cristiano. En una visión de fe, la comunión de amor y de vida entre los
cónyuges tiene como misión propia, por su naturaleza profética, expresar
y hacer actual la unión entre Cristo y su Iglesia. Deberíamos
reflexionar sobre la manera en que la Iglesia es verdaderamente una
comunión de vida y de amor. Por una parte, en la Iglesia se transmite la
vida eterna, pues está fecundada por el don del Espíritu Santo. Por otra
parte, la Iglesia es esencialmente una comunión de amor, en la medida en
la que el amor infinito la ha hecho nacer del costado traspasado del
Redentor. Es interesante observar que en los escritores sagrados y en la
gran tradición de los Padres, la unión entre Dios y la Iglesia siempre
ha sido descrita en términos inspirados por el amor nupcial. Por
ejemplo, en el contexto de una enseñanza conyugal, Pablo hace referencia
al modelo de Cristo que cuida de su Iglesia. La Iglesia se alimenta de
la espera escatológica de estar eternamente unida a su Señor. De este
modo, la unión entre Cristo y la Iglesia se presenta como la celebración
de las bodas eternas del Cordero. La analogía entre el amor del Señor
por la Iglesia y el amor del esposo por su esposa es una piedra angular
de la teología cristiana del matrimonio en san Pablo. Sin embargo,
también en este campo de los sacramentos la aportación de la teología
del cuerpo de Juan Pablo II es muy original. Comienza con el lazo que
une al cuerpo con el sacramento. Como es sabido, todo sacramento
presupone una realidad corporal: el sacramento es signo de algo, es una
realidad visible que hace referencia a otra realidad escondida. El Papa
medita en la Carta a los Efesios. Observa que la realidad invisible que
tiene que significar el sacramento es la caridad de Cristo, su amor
infinito. Ahora bien, ¿acaso el signo visible del amor de Cristo no es
su cuerpo muerto y resucitado? El cuerpo muerto en la Cruz puede ser
interpretado sin dificultad como la consecuencia del amor de quien ha
entregado la propia vida por la salvación del mundo. Sin embargo, el
hecho de que el mismo cuerpo haya resucitado muestra que es también
sacramento del amor del Padre, pues el Hijo se ha ofrecido como
sacrificio al Padre. La resurrección de Jesús testimonia que su oración
al Padre ha sido escuchada.
El misterio eclesial del amor de los esposos puede ser ampliado, como
hace Juan Pablo II, hacia una dirección eucarística. San Pablo recuerda
el deber de los maridos de amar a las mujeres como a su propio cuerpo.
De este modo, el esposo que ama a su mujer se ama a sí mismo, alimenta
su propia carne y, como dice el apóstol, "la cuida con cariño, lo mismo
que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los
dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a
Cristo y la Iglesia" (Efesios, 5 29-32).
En su sentido propio, la palabra cuerpo indica el cuerpo sexuado del
hombre y de la mujer, que les permite, al unirse, conformar una sola
carne. En sentido metafórico la Iglesia es llamada Cuerpo de Cristo.
Esto sugiere el lazo profundo que une a todos los hombres con el Hijo de
Dios. Ya hemos evocado cómo la unión sexual entre el hombre y la mujer
debe ser entendida como el don recíproco que cada uno de los dos hace al
otro. Sin embargo, la frase de Pablo, según la cual, "nadie aborreció
jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño",
hace referencia implícitamente a la Eucaristía: con su cuerpo Cristo
alimenta a la Iglesia. El Papa observa que la analogía entre la relación
hombre-mujer y la relación Cristo-Iglesia contribuye a iluminar el
misterio divino, en el sentido de que nos enseña algo sobre el amor
recíproco que une a Cristo con la Iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo,
nos enseña también la verdad esencial del matrimonio, cuya vocación
consiste en reflejar el don de Cristo a la Iglesia junto al amor de la
Iglesia por Cristo. Si el sacramento tiene como fin expresar este
misterio divino, tenemos que admitir que no podrá hacerlo nunca
completamente. El misterio, de hecho, siempre sobrepasa al sacramento.
Pero Juan Pablo II completa su análisis con la observación de que el
sacramento, en realidad, va más allá de su significado. No se contenta
con proclamar el misterio de manera significativa; está destinado a
realizarlo en el hombre. Y de este modo, en virtud del bautismo de los
esposos, su íntima comunión de vida y de amor fundada por el Creador,
como ha mostrado Juan Pablo II, es elevada y asumida por la caridad
nupcial de Cristo que la apoya con su fuerza de redención. La luz de la
Redención consiente al Papa dar a la teología del cuerpo su dimensión
más profunda. El centro de la atención se concentra aquí en la Última
Cena. En el momento de la comunión más intensa con los discípulos, Jesús
anticipa la entrega libre que hace de sí mismo. No sólo afirma que el
pan y el vino que les da de comer y de beber son su cuerpo y su sangre,
sino que expresa el valor de sacrificio, haciéndolo sacramentalmente
presente. El cuerpo entregado y la sangre derramada ya no sólo tienen el
significado de un símbolo: se ofrecen como comida y bebida para los
discípulos que, unidos a Jesús y entre sí, se unen corporalmente con él.
Quedar unido corporalmente con Cristo quiere decir estar asociado a su
propio sacrificio redentor. La unidad en la caridad es exigida para
recibir digna y eficazmente el cuerpo y la sangre de Cristo. Este don se
hace a toda la Iglesia, Esposa de Cristo. El Papa muestra de este modo
que la esencia de la Eucaristía es nupcial, pues es el don que el esposo
hace a su esposa y que la esposa acoge en la fe.
Sin esfuerzo podéis imaginar el interés de esta reflexión para una
auténtica espiritualidad conyugal. Sólo presento algunas sendas de
exploración: la Eucaristía refuerza y regenera la comunión entre los
esposos; revela a los esposos cristianos la verdadera identidad
eucarística del matrimonio; es en cierto sentido memoria del don que los
esposos se han hecho uno al otro; la luz eucarística permite concebir la
unión de los esposos en su dimensión adecuada de entrega total, abierta
a una fecundidad que la trasciende.