EPIQUEYA FIELES DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR
La epiqueya en la atención pastoral a los fieles divorciados vueltos a casar
Pbro. Ángel RODRíGUEZ LUÑO
Universidad pontificia de la Santa Cruz
Diversas personas proponen la hipótesis de que la doctrina tradicional sobre
la epiqueya podría permitir llegar a una solución moral diferente para el
problema de los fieles divorciados vueltos a casar. Dada la importancia y la
delicadeza de este problema, la hipótesis merece una atenta consideración.
La tradición teológico-moral católica ha dado amplio espacio a la epiqueya
Siguiendo las huellas de Aristóteles, que hay que considerar el locus
classicus en esta materia, san Alberto Magno, santo Tomás de Aquino, el
beato Juan Duns Escoto, Cayetano, Suárez, el Cursus theologicus de los
teólogos carmelitas de Salamanca, san Alfonso y numerosos estudiosos de¡
siglo XX han hecho importantes precisiones. Remitiendo al lector interesado
al estudio analítico de las fuentes, que se publicó en la revista Acta
Philosophica (Roma 1997), nos limitaremos a una exposición sintética que,
sin embargo, tendrá en cuenta la diversidad de enfoques existentes entre los
doctores y teólogos arriba mencionados.
El estudio de las fuentes clásicas no deja ninguna duda acerca del hecho de
que la epiqueya ha sido vista, a todos los efectos y en el sentido más
riguroso, como una virtud moral (cf., por ejemplo, santo Tomás, Suma
Teológica, 11-11, q. 120, a. 1), es decir, como una cualidad perteneciente a
la formación moral completa del hombre. Este hecho tiene dos consecuencias
importantes. La primera es que la epiqueya constituye el principio de
opciones no sólo buenas, sino incluso excelentes y óptimas: para
Aristóteles, «lo equitativo es justo, más aún, mejor que cierto tipo de
justo»; para san Alberto Magno, la epiqueya es «superiustitia». Por tanto,
no es algo menos bueno, una especie de mitigatio iuris, o un «descuento» o
desviación de la verdadera justicia, que en algunos casos podría tolerarse.
La epiqueya es, más bien, la perfección y el coronamiento de la justicia y
de las demás virtudes. La segunda consecuencia es que trasladar la epiqueya
a un contexto epistemológico y ético diferente de la ética clásica de las
virtudes exige estar muy atentos a la metodología. La epiqueya se coloca
originariamente en el ámbito de los comportamientos regulados por las leyes
de la polis, a los que los escolásticos añadieron los comportamientos
regulados por el derecho canónico; en todo caso, se trata de leyes humanas
perfectibles.
Citando fielmente el pensamiento de Aristóteles y de santo Tomás, Cayetano
explica sintéticamente la naturaleza de la epiqueya con las siguientes
palabras:
«Directio legis ubi deficit propter universale», dirección de la ley donde,
es defectuosa a causa de su universalidad. El hombre bien formado no sólo
sabe cuáles comportamientos son ordenados o prohibidos, sino que también
comprende el porqué. Ahora bien, como la ley habla de modo universal, puede
suceder algo que, a pesar de las apariencias, no entre en la norma
universal, y el virtuoso se da cuenta de ello, puesto que comprende que en
ese caso la observancia literal de la ley daría lugar a un comportamiento
perjudicial para la «ratio iustitiae» o la «communis utilitas», que son los
supremos principios inspiradores de toda ley y de todo legislador. Cuando el
legislador humano ha descuidado alguna circunstancia y no la ha percibido
por haber hablado en general, es obligatorio dirigir la aplicación de la
ley, y considerar prescrito lo que el legislador mismo diría si estuviera
presente, y que habría incluido en la ley si hubiera podido conocer el caso
en cuestión. Y todo esto se hace no porque no se pueda hacer algo mejor,
sino porque, de lo contrario, el comportamiento sería injusto y perjudicial
para el bien común. La epiqueya no es algo que pueda invocarse
benévolamente, y no tiene nada que ver con el principio de tolerancia;
cuando se presenta el caso, se convierte en regla que hay que seguir
necesariamente. Santo Tomás considera incluso que la justicia se predica per
prius que la epiqueya, y per posterius que la justicia legal, ya que ésta
está dirigida por aquélla; es más, añade que la epiqueya «es como una regla
superior de los actos humanos» (Suma Teológica, II-II, q. 120, a. 2). Esto
no significa, obviamente, que la epiqueya esté por encima del bien y del
mal, sino simplemente que cuando faltan los criterios comunes de juicio por
las razones antes indicadas, el acto que hay que realizar tiene que ser
percibido por un juicio directivo, que santo Tomás llama «gnome», y que debe
inspirarse directamente en principios más elevados («altiora principia»): la
misma «ratio iustitiae» y el bien común, saltando la mediación del precepto
que aquí y ahora es defectuoso. La epiqueya es «regla superior» en cuanto
que, para juzgar casos excepcionales, se remite directamente a los
principios morales de nivel más elevado. Cree que una ley humana falla
aliquo modo contraríe también en las tres hipótesis siguientes: 1) cuando su
observancia, aunque no es inicua, resulta muy difícil y gravosa: por
ejemplo, si implica un serio peligro para la propia vida;
2) cuando consta que el legislador humano, aun, pudiendo obligar también en
dicho caso, no ha tenido ni tiene la intención de hacerlo; 3) cuando la
observancia de la ley, aunque no perjudicara absolutamente el bien común,
dañaría el bien de la persona en cuestión, siempre que -precisa Suárez- «el
daño sea grave y ninguna exigencia del bien común obligue a causar o a
permitir ese,daño». Más allá de las objeciones que, desde el punto de vista
científico, podrían hacerse a Suárez sobre este tema, es obligatorio
recordar aquí que la teología moral católica hasta nuestros días ha aceptado
casi’ universalmente su posición, del mismo modo que se ha recibido
pacíficamente su tesis de que la epiqueya no puede corregir ni las leyes
irritantes ni la ley divino-positiva. Abordemos ahora el problema de la ley
moral natural. El primero que planteó explícitamente la cuestión fue
Cayetano. Explicar por qué él, en su comentario a la Suma Teológica, plantea
una cuestión que santo Tomás no había planteado, nos llevaría a estudiar
problemas relacionados con las orientaciones voluntaristas del siglo XIV,
que el, espacio de que disponemos no nos permite tratar. ¿Podría haber casos
en que la epiqueya deba corregir la ley moral natural? Cayetano, los
teólogos carmelitas de Salamanca y san Alfonso responden que sí; Suárez, por
el contrario, responde que no. Pero todos sostienen en realidad una tesis
esencialmente idéntica. Cayetano observa que las leyes humanas pueden
contener dos tipos de elementos de derecho natural. Algunos son
universalmente válidos, de modo que no pueden dejar de estar presentes, y
menciona entre ellos la mentira y el adulterio (son, en definitiva, las
acciones intrínsecamente malas); en estos comportamientos no hay lugar para
la epiqueya. Otros, en cambio, son exigencias generalmente válidas, pero que
pueden faltar: es el caso, por ejemplo, del precepto de restituir lo que ha
sido dejado en depósito; la aplicación de este tipo de preceptos deberá ser
regulada a veces por la epiqueya, en el sentido de que la epiqueya,
ordenando que no se observe la ley, permitirá realizar un acto virtuoso y
excelente cuando, por la infinita variedad de las circunstancias humanas, se
crea una situación que evidentemente no puede entrar en la ratio legis.
Si reflexionamos en el sentido de cuanto afirma Cayetano, es claro que
entiende por ley natural la moral natural, o sea, el ámbito de los
comportamientos regulados por las virtudes morales, muy diferente del
regulado por la ley divino-positiva. Más concretamente, cuando afirma que la
epiqueya tiene por objeto también la ley natural, quiere referirse a las
leyes positivas que expresan, mediante fórmulas lingüístico-normativas
humanas, consecuencias derivadas de las virtudes, pero no sus exigencias
esenciales o los actos que las contradicen (actos intrínsecamente malos). En
este sentido, es evidente que la epiqueya se aplica en el ámbito de la ley
natural. Pero esto no es verdad -como Cayetano precisa explícitamente-, si
por ley natural entendemos las normas que prohiben los actos intrínsecamente
malos, esto es, los actos que en virtud de su identidad esencial son
contrarios a la recta razón.
La posición de Suárez es bastante articulada. Utiliza la distinción de
Cayetano:
la ley moral natural puede considerarse en sí misma, es decir, en cuanto
juicio de la recta razón, o en cuanto contenida y determinada ulteriormente
por una ley humana. La tesis de Suárez es que ningún precepto natural
considerado en sí mismo puede llegar a necesitar la dirección de la
epiqueya. Para fundar inductivamente su tesis, Suárez recuerda la distinción
entre preceptos positivos y preceptos negativos. Los preceptos negativos son
de tal índole, “ut semper et pro semper obligent, vitando mala quia mala
sunt”. La epiqueya no puede de ningún modo corregir estos preceptos. Por el
contrario, puede acontecer que un cambio del objeto o de las circunstancias
intrínsecas dé lugar a un acto moral esencialmente diverso («mutatio
materiae»). Se pone el ejemplo del robo en caso de extrema necesidad y el
del depósito. En estos casos, el cambio de valoración moral responde al
cambio experimentado por el acto en el genus moris, y no propiamente a la
epiqueya. Un ejemplo más excepcional de «mutatio materiae» sería la
situación que se crearía si, después de una guerra, permaneciera sobre el
planeta tierra un solo hombre y su hermana, o un hombre, su mujer estéril, y
otra mujer fértil. Los actos que habría que realizar para la continuidad del
género humano tendrían una relacion con la recta razón y con el derecho
natural esencialmente diversa de la que tienen los actos que conocemos hoy
con el nombre de incesto y adulterio. Por eso, aun considerando estas
situaciones totalmente excepcionales, Suárez piensa que puede afirmar, con
certeza absoluta y universal, que un acto prohibido por un precepto natural
negativo, «stante eadem materia», nunca podrá llegar a ser moralmente lícito
en virtud de la epiqueya. En sintonía con Cayetano y Suárez se mueven los
teólogos carmelitas de Salamanca, que san Alfonso cita explícitamente cuando
se refiere a la epiqueya. A la luz de cuanto se ha dicho, resulta
perfectamente claro qué quiere decir san Alfonso cuando afirma que la
dirección de la epiqueya será necesaria a veces en el ámbito de la ley moral
natural, cuando una acción concreta esté privada de su negatividad moral a
causa de las circunstancias («ubi actio possít ex circunstantiis a malitia
denudari»). San Alfonso piensa en la acción de no devolver un depósito, que
en sí misma sería mala, pero que en ciertas circunstancias no sólo llega a
ser buena, sino también virtuosa y obligatoria.
Recientemente se ha invocado la autoridad de san Alfonso y su reflexión
sobre la epiqueya para criticar la enseñanza de la encíclica Veritatis
splendor acerca de la existencia de acciones intrínsecamente malas y, por
tanto, acerca del valor universal de las normas morales negativas que
prohiben esas acciones. La objeción responde a una perspectiva moral extraña
a san Alfonso y a la tradición teológico-moral católica. Esta objeción
encierra, por una parte, la idea de que las normas morales categoriales, es
decir, las que determinan qué corresponde concretamente a la justicia, a la
castidad, a la veracidad, etc., son normas simplemente humanas (cf.
Veritatis splendor, 36). Existe, además, el vicio de describir de modo
fisicista -y, consiguientemente, por fuerza premoral- el objeto de las
acciones humanas (cf. ib., 78), de manera que se agrupan bajo una misma
norma acciones físicamente semejantes (genus naturae), pero moralmente
heterogéneas (genus moris), con la consecuencia inevitable de que toda norma
moral negativa tendría múltiples excepciones. Algunos, describiendo las
acciones sin prestar atención a su intencionalidad intrinseca (finis
operis), considerada en relación con el orden de la razón, afirman que la
legítima defensa es una excepción al quinto mandamiento; pero la misma
lógica los llevaría a sostener la tesis ridícula de que la santidad de las
relaciones conyugales es una excepcion a la norma «no fornicar» (cf. sobre
este problema Suma Teológica, 1-11, q. 18, a. 5, ad 3).
Pero hay sobre todo un error de perspectiva, que consiste en trasladar, sin
la necesaria precaución, un concepto propio de la ética de las virtudes,
como es la epiqueya, a un contexto de normas centrado en la relación
dialéctica ley-conciencia, en la que el bien se funda sobre la ley (téngase
presente lo que Kant llama la «paradoja del método de una crítica de la
razón práctica»), y no ésta sobre aquél. El contexto ético donde ha nacido
el concepto de epiqueya es bastante diverso. En él las virtudes son fines
generales de validez absoluta y universal que, en cuanto deseados
establemente por el hombre virtuoso, permiten a la razón práctica
(prudencia) percibir -casi de modo connatural- la acción concreta que hic et
nunc puede realizarlos. La epiqueya se sitúa en este contexto de concreción
prudente del fin deseado gracias al hábito virtuoso. Cuando una exigencia
ética, que originariamente es una exigencia de virtud, se expresa con una
formulación lingüístico-normativa humana que no prevé las circunstancias
excepcionales en que se encuentra el agente, la epiqueya permite una
perfecta adecuación del comportamiento concreto a la ratio virtutis. Hay que
devolver el depósito porque devolverlo es un acto de la virtud de la
justicia. En los casos excepcionales en que devolver el depósito ya no es un
acto de la justicia, más aún, sería un acto contrario a la justicia, la
virtud de la epiqueya permite llegar al juicio prudente de que aquí y ahora
no hay que devolver el depósito. El hombre justo (que posee la virtud de la
justicia) no puede menos de darse cuenta de ello. Si para expresar esta
realidad decimos que las normas morales relativas a la justicia admiten
excepciones, o que no tienen un valor universal, estamos creando confusión,
puesto que las virtudes -es decir, los principios prácticos de la razón como
exigencias éticas originarias- no admiten excepciones. La epiqueya es
necesaria precisamente porque -diga lo que dijere la letra de la ley- la
justicia y las demás virtudes éticas no admiten excepciones. En sentido
estricto, la epiqueya no se concibe según la lógica de la excepción, de la
tolerancia o de la dispensa. La epiqueya es principio de una opción
excelente, y no significa ni ha significado jamás que, por excepción, sea
moralmente posible admitir un poco de injusticia, un poco de lujuria, etc.,
hasta llegar a las componendas que se desean con las tendencias culturales
actuales.
Pasemos ahora al problema específico de la recepción de los sacramentos por
parte de los fieles divorciados vueltos a casar. Ante la solución dada al
problema por la Familiaris consortio (n. 84), reafirmada en la Carta de la
Congregación para la doctrina de la fe del 14 de septiembre de 1994, algunos
han objetado que estos documentos no tienen en cuenta la epiqueya. En muchos
casos la epiqueya ha sido mencionada de manera genérica -confundida
probablemente con un cierto principio de tolerancia-, sin proporcionar
indicaciones sobre la ley eclesiástica que, en su opinión, no vale a causa
de su universalidad, y sin indicar los eventuales casos en que sucede esto.
Hasta que no se hagan las necesarias aclaraciones, no se puede analizar la
objeción desde el punto de vista teológico y canónico, y tampoco se ve cómo
podría tomársela en consideración. Otros, por el contrario, han objetado
explícitamente el § 2 del canon 1085, según el cual «aun cuando el
matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no
por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con
certeza la nulidad o disolución del precedente». La objeción se limitaría,
por tanto, al llamado caso de «buena fe»: si un fiel está convencido de que
su primer matrimonio fue nulo, aunque no haya logrado obtener la declaración
de nulidad, sobre la base de la epiqueya podría contraer una segunda unión
canónica y, siempre sobre la misma base, la Iglesia debería permitirlo.
El § 2 del canon 1085 no es una ley irritante. En realidad, sólo la validez
del primer matrimonio según la veritas rei puede determinar el impedimento
del vínculo. Sin embargo, nos encontramos ante una ley muy importante,
porque, dado que hay que presumir que el primer matrimonio ha sido válido
(cf. Código de derecho canónico, c. 1060), también hay que presumir que las
personas (o una de ellas) que lo han contraído son inhábiles para contraer
una segunda unión canónica, que con razón la Iglesia prohibe hasta que no
haya certeza, según el derecho, de que no existe un impedimento de derecho
divino, no dispensable por la Iglesia, como es el del vínculo (cf. c. 1085,
§ l). De todas formas, al no ser el § 2 del canon 1085 una ley
divino-positiva, ni una ley irritante, es legítimo preguntarse si la
epiqueya, en algunos casos, puede corregir esa ley. La condición sine qua
non para poder recurrir legítimamente a la epiqueya es que exista una
situación en la que el § 2 del canon 1085 deficíat propter un¡versale aliquo
modo contrarie. En otras palabras, debe tratarse de un caso concreto, no
previsto y no previsible por parte del legislador y al que, por
consiguiente, no puede aplicarse el § 2 del canon 1085, y que el legislador
mismo no habría aplicado si hubiera podido tenerlo presente. Según la tesis
más amplia, la de Suárez, se verificaría una hipótesis de este tipo si la
observancia del § 2 del canon 1085 del Código de derecho canónico en ese
caso concreto: resultara contraria al bien común de los fieles; impusiera
una carga pesada o intolerable, sin que lo exija el bien común; fuera
evidente que el legislador, aun pudiendo obligar también en dicho caso, no
quiso hacerlo. Examinemos por separado estas tres hipótesis, comenzando por
las dos más simples.
Por lo que respecta a la primera hipótesis, no se ve ningún caso en que la
observancia del § 2 del canon 1085 pueda perjudicar contraríe el bien común
de los fieles. Ese canon quiere asegurar que, en una materia de suma
importancia, por derecho natural y por derecho divino se alcance la veritas
rei, de modo que se eviten uniones adúlteras. Además, ese canon garantiza el
sacramento y muchas veces también el derecho de la otra parte y de los hijos
frente a la arbitrariedad subjetiva, asegura la certeza del derecho en una
materia de gran influencia social y, por último, con él la Iglesia cumple el
deber de tutelar una realidad eclesial y pública como es el matrimonio
cristiano. Se debe añadir que en las circunstancias actuales, en que se está
perdiendo el sentido de la indisolubilidad del matrimonio incluso en los
países de larga tradición cristiana a causa de la cultura y de las leyes que
permiten el divorcio, el bien común de los fieles exige de la Iglesia una
solicitud cada vez más atenta y firme hacia este valor, sin ceder a la
fuerte presión proveniente de una realidad cultural no cristiana que, en la
medida en que implica también a los fieles, es la verdadera causa de las
dolorosas situaciones que todos lamentamos.
En cuanto a la tercera hipótesis, considerado el § 2 del canon 1085 en su
expresión literal y en su inserción en el ordenamiento canónico, no parece
que la intención del legislador eclesiástico haya sido o sea la de dejar en
ningún caso la certificación de la validez del primer matrimonio al juicio
privado. En su discurso a la Rota romana del 10 de febrero de 1995, el
Romano Pontífice, a quien corresponde el supremo poder legislativo y
judicial en la Iglesia, expresó en términos inequívocos su mens, reafirmando
las razones insuperables que sostienen la validez y la oportunidad del § 2
del canon 1085, hasta el punto -afirmó en esa ocasión el Romano Pontífice-
de que «se situaría fuera e, incluso, en posición antitética con el
auténtico magisterio eclesiástico y con el mismo ordenamiento canónico
-elemento unificante y, en cierto modo, insustituible para la unidad de la
Iglesia- quien pretendiera infringir las disposiciones legislativas
concernientes a la declaración de nulidad de matrimonio» (n. 9:
L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de febrero de 1995, p.
7). Por eso, es preciso «evitar dar respuestas y soluciones casi “en el
fuero interno” a situaciones quizá difíciles, pero que únicamente pueden
afrontarse y resolverse en el respeto a las normas canónicas vigentes». Por
último, el Santo Padre recordó «el principio por el cual, aunque el obispo
diocesano posea la facultad de dispensar, con determinadas condiciones, de
leyes disciplinares, no le está permitido dispensar “in legibus
processualibus” (c. 87, § 1)». Debemos, pues, concluir que la intención del
legislador es absolutamente clara a este respecto, y la claridad de las
palabras usadas pone de relieve que se trata de una cuestión de máxima
importancia para el bien común de los fieles. Por otra parte, como sucede
también en los ordenamientos civiles, la infracción de las normas procesales
es casi siempre sinónimo de injusticia o, por lo menos, equivale a la
privación de las garantías que el derecho establece en favor de las personas
y de toda la comunidad.
Consideremos, por último, la segunda hipótesis, según la cual podría no
aplicarse la ley a un caso concreto, si su observancia implicara un daño muy
grave, frente al cual se cree comúnmente que una ley humana no obliga, o un
daño personal notable no exigido por el bien común. Aquí hay que hacer
algunas aclaraciones. Para que sea moralmente posible recurrir a la
epiqueya, el defecto de la ley debe provenir de su universalidad, y
únicamente de ésta, o sea, del hecho de que la generalidad de los términos
de la ley hace que algunos casos realmente existentes no puedan encuadrarse
en ella. Esto significa que no es posible alegar que en un caso concreto la
unidad y la indisolubilidad del matrimonio tienen exigencias difíciles. Ni
siquiera basta que la falta de sentencia de nulidad por parte de un tribunal
eclesiástico no responda a las expectativas del actor o de la defensa: esto
sucede siempre, puesto que de lo contrario ni el actor comenzaría la causa
ni el abogado aceptaría el papel de defensor. Sólo sería posible recurrir a
la epiqueya si, a causa de circunstancias excepcionales, se negara a una
persona hábil el ejercicio del ius connubíi, de modo no previsto y no
previsible por parte del legislador y sin que lo exija el bien común de los
fieles, bien común que -quizá hoy más que nunca- requiere una cuidadosa
tutela de la indisolubilidad del matrimonio. Situaciones de este tipo
podrían crearse en países donde, a causa de circunstancias políticas
excepcionales, los católicos permanecieran aislados, sin poder comunicarse
con las autoridades eclesiásticas. Me parece que a este tipo de situaciones
se refiere la respuesta del entonces Santo Oficio del 27 de enero de 1949,
en la que se establecía que eran válidos los matrimonios de los fieles
chinos que, por una parte, no podían, sin graves dificultades, observar
algunos impedimentos eclesiásticos y, por otra, no podían abstenerse o
aplazar la celebración del matrimonio.
La respuesta precisaba que debía tratarse de impedimentos de los que la
Iglesia dispensa normalmente. En la actualidad están en vigor procedimientos
administrativos especiales para los casos en que la nulidad matrimonial es
bastante evidente, pero que, por diferentes razones, no es posible incoar la
causa: véase la Declaratio de competentia dicasteriorum Curiae romanae in
causis nullítatis matrimonii post constitutionem «Regiminí Ecclesiae
Universae», publicada por la Signatura apostólica el 22 de octubre de 1970.
Teniendo en cuenta las normas establecidas en el Código de derecho canónico
de 1983 (cf. cánones 1536, § 2, y 1679) y en el Código de cánones de las
Iglesias orientales (cf. cánones 1217, § 2, y 1365), acerca de la fuerza
probatoria de las declaraciones de las partes en los procesos de nulidad,
resulta dificil imaginar otras situaciones que, por sus circunstancias
excepcionales, no puedan encuadrarse en las actuales normas canónicas. Como
se ha dicho, la convicción subjetiva de las partes no autoriza a pensar que
la ley eclesiástica deficit propter universale en ese caso. Afirmar lo
contrario, sería conceder un primado absoluto a la convicción subjetiva
relativa a la propia causa, como si fuera una vía de acceso a la veritas rei
mucho más segura que el proceso judicial o, cuando sea el caso, el proceso
documental (cf. cánones 1686-1688). Es verdad que se supone la buena fe de
las partes, pero también es verdad, por una parte, que, si su convicción
subjetiva sobre la nulidad del primer matrimonio está bien fundada, no se ve
por qué las partes y la defensa no logran transmitirla a los jueces; y, por
otra, que una cosa es conocer un hecho interior (el eventual vicio de
consentimiento, por ejemplo), y otra es ser capaz de calificarlo
jurídicamente. Sigue siendo verdadera la advertencia de Pío XII: «En cuanto
a las declaraciones de nulidad de los matrimonios ( ... ), ¿quién no sabe
que los corazones humanos, en muchos casos, son muy proclives a tratar de
liberarse del vínculo conyugal ya contraído?» (Discurso a la Rota romana, 3
de octubre de 1941, n. 2).
Que conceder a las partes interesadas una especie de facultad de
autodeclaración de nulidad sea una propuesta jurídica y moralmente
inaceptable resulta evidente del hecho de que las mismas propuestas
recientes en favor del caso «de buena fe» exigen la intervención, según
algunos, de un sacerdote experto y, según otros, de un organismo diocesano
especial de carácter pastoral. No se comprende entonces por qué un sacerdote
o un organismo diocesano podrían alcanzar una veritas rei que, en cambio, un
tribunal igualmente diocesano o un tribunal de la Santa Sede no podrían
alcanzar. Todo hace pensar que se trata simplemente de la tentativa, bien
intencionada, de resolver un problema difícil, evitando el derecho vigente
en la Iglesia. Hay que añadir que personas de gran competencia y de amplia
experiencia consideran que, con las actuales normas canónicas, no se da
prácticamente el caso de que un matrimonio nulo no pueda encontrar en el
ámbito judicial la demostración de su nulidad.
Sobre la base de estas consideraciones, es posible afirmar que queda aún por
demostrar la existencia de casos concretos que no puedan encuadrarse, según
la justicia, en lo que establece el actual ordenamiento canónico.
Ciertamente, nadie puede excluir de manera absoluta que en el futuro
circunstancias excepcionales imprevistas puedan crear situaciones de esa
índole. Pero también en esta hipótesis, dado el carácter sacramental y
público del matrimonio cristiano, si es posible esperar, se debe recurrir a
la autoridad competente, que en todo caso puede proveer mediante decretos o
dispensas, como ya hizo en el pasado con el caso de China antes citado.
Notemos, por último, que algunos de los que han apelado genéricamente a la
epiqueya probablemente no pensaban tanto en la validez de la segunda unión,
cuanto en la posibilidad de acceder a la Eucaristía por parte de los fieles
divorciados vueltos a casar, cuya primera unión ciertamente fue válida.
Aunque a veces se hable exclusivamente de la recepción de la Eucaristía por
parte de estos fieles, el verdadero problema es saber si pueden recibir el
sacramento de la penitencia, es decir, si están capacitados para recibir
válidamente la absolución sacramental. Esta última cuestión debe plantearse
también con referencia a otras eventuales culpas pasadas de estos fieles,
porque sobre la necesidad del estado de gracia para recibir la Eucaristía no
es posible recurrir a la epiqueya, ya que dicha necesidad responde al
derecho divino y está en la misma naturaleza de las cosas.
El derecho y la moral católica establecen explícitamente cuáles son los
casos en que es posible no acudir antes a la confesión sacramental,
precisando que en esos casos es necesario realizar un acto de contrición
perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes (cf. Código de
derecho canónico, c. 916) y el de evitar el pecado en el futuro. Al final de
estas consideraciones, se puede observar que la epiqueya es la virtud moral
que percibe el comportamiento que hay que tener frente a situaciones
aisladas que, por su carácter excepcional, no se encuadran en las
previsiones ordinarias del ordenamiento canónico. Al contrario, las
recientes propuestas sobre los fieles divorciados vueltos a casar la invocan
como eventual fundamento de una solución alternativa para un problema
general, lo cual muestra que su recurso a la epiqueya es bastante impropio
y, sin duda alguna, ajeno a la gran tradición de la teología moral católica.
Esas propuestas implican un nuevo criterio general de tolerancia, cuya
compatibilidad con la indisolubilidad y la sacramentalidad del matrimonio
cristiano hay que demostrar, y que parece más bien estar en función de un
concepto de conciencia que la Iglesia no puede aceptar (cf. Veritatis
splendor, 54-64).
a.