SERMÓN DE LA MONTAÑA I
Sobre el Matrimonio
Catequesis de Juan Pablo II
(Primera Serie)
(Vea la 2ª serie)
INDICE
de las Catequesis (Primera Serie)
La triple concupiscencia según la doctrina bíblica 30. IV.80
Significado de la vergüenza originaria del hombre
después del pecado. 14.V.80
El 'hombre de la conciencia originaria' y el
'hombre de la concupiscencia' 28.V.80
Relación entre la concupiscencia y la comunión de
las personas 4.VI.80
Comunión interpersonal 25.VI.80
Carácter nupcial del cuerpo humano 23.VII.80
La ruptura de la alianza personal del hombre y la
mujer 27.VIII.80
El 'deseo' y la concupiscencia carnal 17. IX.80
1.
Durante nuestra última reflexión hemos dicho que las palabras de Cristo en el
Sermón de la Montaña hacen referencia directamente al 'deseo' que nace
inmediatamente en el corazón humano; indirectamente, en cambio, esas palabras
nos orientan a comprender una verdad sobre el hombre, que es de importancia
universal.
Esta
verdad sobre el hombre 'histórico', de importancia universal, hacia la que nos
dirigen las palabras de Cristo tomadas de Mt 5, 27-28, parece que se expresa en
la doctrina bíblica sobre la triple concupiscencia. Nos referimos aquí a la
concisa fórmula de la primera Carta de San Juan (2, 16-17): 'Todo lo que hay en
el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de
la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y
también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece
para siempre'. Es obvio que para entender estas palabras hay que tener muy en
cuenta el contexto en el que se insertan, es decir, el contexto de toda la
'teología de San Juan', sobre la que se ha escrito tanto. Sin embargo, las
mismas palabras se insertan, a la vez, en el contexto de toda la Biblia;
pertenecen al con junto de la verdad revelada sobre el hombre, y son
importantes para la teología del cuerpo. No explican la concupiscencia misma en
su triple forma, porque parecen presuponer que 'la concupiscencia del cuerpo,
la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida' sean, de cualquier modo,
un concepto claro y conocido. En cambio, explican la génesis de la triple
concupiscencia al indicar su proveniencia no 'del Padre', sino 'del mundo'.
2. La
concupiscencia de la carne y, junto con ella, la concupiscencia de los ojos y
la soberbia de la vida está 'en el mundo' y, a la vez, 'viene del mundo', no
como fruto del misterio de la creación, sino como fruto del árbol de la ciencia
del bien y del mal (Cfr. Gen 2, 17) en el corazón del hombre. Lo que fructifica
en la triple concupiscencia no es el 'mundo' creado por Dios para el hombre,
cuya 'bondad' fundamental hemos leído más veces en Gen 1: 'Vio Dios que era
bueno. era muy bueno'. En cambio, en la triple concupiscencia fructifica la
ruptura de la primera Alianza con el Creador, con Dios Elohim, con Dios Yahvéh.
Esta Alianza se rompió en el corazón del hombre. Sería necesario hacer aquí un
análisis cuidadoso de los acontecimientos descritos en Gen 3, 16. Sin embargo,
nos referimos sólo en general al misterio del pecado, en los comienzos de la
historia humana. Efectivamente, sólo como consecuencia del pecado, como fruto
de la ruptura de la Alianza con Dios en el corazón humano en lo íntimo del
hombre, el 'mundo' del libro del Génesis se ha convertido en el 'mundo' de las
palabras de San Juan (12, 1516): lugar y fuente de concupiscencia.
Así,
pues, la fórmula según la cual la concupiscencia 'no viene del Padre, sino del
mundo' parece dirigirse, una vez más, hacia el 'principio 'bíblico. La Génesis
de la triple concupiscencia, presentada por Juan, encuentra en este principio
su primera y fundamental dilucidación, una explicación que es esencial para la
teología del cuerpo. Para entender esa verdad de importancia universal sobre el
hombre 'histórico' contenida en las palabras de Cristo durante el Sermón de la
Montaña (Cfr. Mt 5, 27-28), debemos volver una vez más al libro del Génesis,
detenernos una vez más 'en el umbral' de la revelación del hombre 'histórico'.
Esto es tanto más necesario cuanto que este umbral de la historia de la
salvación es, al mismo tiempo, umbral de auténticas experiencias humanas, como
comprobaremos en los análisis sucesivos. Allí revivirán los mismos significados
fundamentales que hemos obtenido de los análisis precedentes, como elementos
constitutivos de una antropología adecuada y substrato profundo de la teología
del cuerpo.
3. Puede
surgir aún la pregunta de si es lícito trasladar los contenidos típicos de la
teología de San Juan, que se encuentra en toda la primera carta (especialmente
en 12, 15 -16), al terreno del Sermón de la Montaña según Mateo, y precisamente
de la afirmación de Cristo tomada de Mt 5, 27-28('Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en su corazón').Volveremos a tocar este tema más veces: a
pesar de esto, hacemos referencia desde ahora al contenido bíblico general, al
conjunto de la verdad sobre el hombre, revelada y expresada en ella.
Precisamente, en virtud de esta verdad, tratamos de captar hasta el fondo al
hombre que indica Cristo en el texto de Mt 5, 27-28, es decir, al hombre que
'mira' la mujer 'deseándola'. Esta mirada, en definitiva, ¿no se explica acaso
por el hecho de que el hombre es precisamente un 'hombre de deseo', en el
sentido de la primera carta de San Juan; más aún, que ambos, esto es, el hombre
que mira para desear a la mujer que es objeto del tal mirada, se encuentran en
la dimensión de la triple concupiscencia, que 'no viene del Padre, sino del
mundo'? Es necesario, pues, entender lo que es esa concupiscencia, o, mejor, lo
que es ese bíblico 'hombre de deseo', para descubrir la profundidad de las
palabras de Cristo según Mt 5,27-28, y para explicar lo que signifique su
referencia, tan importante para la teología del cuerpo, al 'corazón' humano.
4.
Volvamos de nuevo al relato yahvista, en el que el mismo hombre, varón y mujer,
aparece al principio como hombre de inocencia originaria antes del pecado
original y luego como aquel que ha perdido esta inocencia, quebrantando la
alianza originaria con su Creador. No intentamos hacer aquí un análisis
completo de la tentación y del pecado, según el mismo texto de Gen 3, 15, la
correspondiente doctrina de la Iglesia y la teología.
Solamente
conviene observar que la misma descripción bíblica parece poner en evidencia
especialmente el momento clave en que en el corazón del hombre se puso en duda
el don El hombre que toma el fruto del 'árbol de la ciencia del bien y del mal'
hace, al mismo tiempo, una opción fundamental y la realiza contra la voluntad
del Creador, Dios Yahvéh, aceptando la motivación que le sugiere el tentador:
'No, no morirás; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán
los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal'; según
traducciones antiguas: 'seréis como dioses, conocedores del bien y del mal'. En
esta motivación se encierra claramente la puesta en duda del don y del amor, de
quien trae origen la creación como donación. Por lo que al hombre se refiere,
él recibe en don 'al mundo' y, a la vez, la 'imagen de Dios', es decir, la
humanidad misma en toda la verdad de su duplicidad masculina y femenina. Basta
leer cuidadosamente todo el pasaje del Gen 3, 15 para determinar allí el
misterio del hombre que vuelve las espaldas al 'Padre' (aun cuando en el relato
no encontremos este apelativo de Dios). Al poner en duda, dentro de su corazón,
el significado más profundo de la donación, esto es, el amor como motivo
específico de la creación y de la Alianza originaria (Cfr. especialmente Gen 3,
5), el hombre vuelve las espaldas al Dios-Amor, al 'Padre'. En cierto sentido,
lo rechaza de su corazón. Al mismo tiempo, pues, aparta su corazón y como si lo
cortase de aquello que 'viene del Padre': así, queda en él lo que 'viene del
mundo'.
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1. Hemos
hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer hombre, varón y mujer,
juntamente con el pecado. La primera frase del relato bíblico, a este respecto,
dice así: 'Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos,
cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores' (Gen 3, 7). Este
pasaje, que habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer, como
síntoma de la caída (status naturae lapsae) se aprecia en su contexto. La
vergüenza en ese momento toca el grado más profundo y parece remover los
fundamentos mismos de su existencia. 'Oyeron a Yahvéh Dios, que se paseaba por
el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahvéh Dios, el hombre y su
mujer, en medio de la arboleda del jardín' (Gen 3, 8). La necesidad de
esconderse indica que en lo profundo de la vergüenza observada recíprocamente,
como fruto inmediato del árbol de la ciencia del bien y del mal, ha madurado un
sentido de miedo frente a Dios: miedo antes desconocido. 'Llamó Yahvéh Dios al
hombre, diciendo: , Dónde estás? Y éste contestó: Te he oído en el jardín, y
temeroso porque estaba desnudo, me escondí' (Gen 3, 9-10). Cierto miedo
pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza; no obstante, la vergüenza
originaria revela de modo particular su carácter: 'Temeroso porque estaba
desnudo'. Nos damos cuenta de que aquí está en juego algo más profundo que la
misma vergüenza corporal, vinculado a una reciente toma de conciencia de la
propia desnudez. El hombre trata de cubrir con la vergüenza de la propia
desnudez el origen auténtico del miedo, señalando más bien su efecto para no
llamar por su nombre a la causa. Y entonces Dios Yahvéh lo hace en su lugar:
'¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de
que te prohibí comer?' (Gen 3, 11).
2. Es
desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante la precisión de
todo el relato. Manifiesta la superficie de las emociones del hombre al vivir
los acontecimientos, de manera que descubre al mismo tiempo la profundidad. En
todo esto, la 'desnudez' no tiene sólo un significado literal, no se refiere
solamente al cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo al
cuerpo. En realidad, a través de la 'desnudez' se manifiesta el hombre privado
de la participación del don, el hombre alienado de ese amor que había sido la
fuente del don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la
criatura. Este hombre, según las fórmulas de la enseñanza teológica de la
Iglesia (*), fue privado de los dones sobrenaturales y preternaturales que
formaban parte de su 'dotación' antes del pecado; además, sufrió un daño en lo
que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria
'de la imagen de Dios'. La triple concupiscencia no corresponde a la plenitud
de esa imagen, sino precisamente a los daños, a las deficiencias, a las
limitaciones que aparecieron con el pecado. La concupiscencia se explica como
carencia, que, sin embargo, hunde las raíces en la profundidad originaria del
espíritu humano. Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es,
en el umbral de las experiencias del hombre 'histórico', debemos tomar en
consideración todas las palabras que Dios Yahvéh dirigió a la mujer (Gen 3, 16)
y al hombre (Gen 3, 17-19), y además debemos examinar el estado de la
conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo facilita expresamente. Ya antes
hemos llamado la atención sobre el carácter específico literario del texto a
este respecto.
3. ¿Que
estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: 'Temeroso porque
estaba desnudo, me escondí'? ¿A que verdad interior corresponden? ¿Que
significado del cuerpo testimonian? Ciertamente este nuevo estado difiere
grandemente del originario. Las palabras de Gen 3, 10 atestiguan directamente
un cambio radical del significado de la desnudez originaria. En el estado de
inocencia originaria, la desnudez, como hemos observado anteriormente, no
expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en
toda su verdad humana y, por tanto, personal. El cuerpo, como expresión de la
persona, era el primer signo de la presencia del hombre en el mundo visible. En
ese mundo, el hombre estaba en disposición, desde el comienzo, de distinguirse
a sí mismo, cómo individuarse esto es, confirmarse como persona también a
través del propio cuerpo. Efectivamente, él había sido, por así decirlo, marcado
como factor visible de la trascendencia, en virtud de la cual el hombre, en
cuanto persona, supera al mundo visible de los seres vivientes (animalia). En
este sentido, el cuerpo humano era desde el principio un testigo fiel y una
verificación sensible de la 'soledad' originaria del hombre en el mundo,
convirtiéndose, al mismo tiempo, mediante su masculinidad y feminidad, en un
límpido componente de la donación recíproca en la comunión de las personas.
Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación, un
indudable signo de la 'imagen de Dios' y constituía también la fuente
específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el ser humano. La
aceptación originaria del cuerpo era, en cierto sentido, la base de la
aceptación de todo el mundo visible. Y, a su vez, era para el hombre garantía
de su dominio absoluto sobre el mundo, sobre la tierra, que debería someter
(Cfr. Gen 1, 28).
4. Las
palabras 'temeroso porque estaba desnudo, me escondí' (Gen 3, 10) testimonian
un cambio radical de esta relación. El hombre pierde de algún modo, la certeza
originaria de la 'imagen de Dios', expresada en su cuerpo. Pierde también, en
cierto modo, el sentido de su derecho a participar en la percepción del mundo,
de la que gozaba en el misterio de la creación. Este derecho encontraba su
fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de que él mismo participaba de
la visión divina del mundo y de la propia humanidad; lo que le daba profunda
paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo, en toda su
sencillez, que le había transmitido el Creador: 'Y vio Dios ser muy bueno
cuanto había hecho' (Gen 1, 31). Las palabras de Gen 3, 10: 'Temeroso porque
estaba desnudo, me escondí', confirman el derrumbamiento de la aceptación
originaria del cuerpo como signo de la persona en el mundo visible. A la vez,
parece vacilar también la aceptación del mundo material en relación con el
hombre. Las palabras de Dios Yahvéh anuncian casi la hostilidad del mundo, la
resistencia de la naturaleza en relación con el hombre y con sus tareas,
anuncian la fatiga que el cuerpo humano debería experimentar después en
contacto con la tierra que él sometía: 'Por ti será maldita la tierra; con
trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás
de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que
vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado' (Gen 3, 17-19). El final de
esta fatiga, de esta lucha del hombre con la tierra, es la muerte: 'Polvo eres,
y al polvo volverás' (Gen 3, 19).
En este
contexto o, más bien, en esta perspectiva, las palabras de Adán en Gen 3, 10:
'Temeroso porque estaba desnudo, me escondí', parecen expresar la conciencia de
estar inerme, y el sentido de inseguridad de su estructura somática frente a
los procesos de la naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable. Quizá
en esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta 'vergüenza
cósmica', en la que se manifiesta el ser creado a 'imagen de Dios' y llamado a
someter la tierra y a dominarla (Cfr. Gen 1, 28), precisamente mientras, al
comienzo de sus experiencias históricas y de manera tan explícita, es sometido
por la tierra, particularmente en la 'parte' de su constitución trascendente
representada precisamente por el cuerpo.
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Notas:
(*) El
Magisterio de la Iglesia se ha ocupado más de cerca de estos problemas en tres
períodos, de acuerdo con las necesidades de la poca.
Las
declaraciones de los tiempos de las controversias con los pelagianos (siglos
VI) afirman que el primer hombre, en virtud de la gracia divina, poseía
'naturalem possibilitatem et innocentiam' (DS 239), llamada también 'libertad'
(libertas, libertas arbitrii) (DS 371, 242, 383, 622).
Permanecía en un estado que el Sínodo de Orange (a. 529)
denomina integridad: 'Natura humana, etiamsi in illa integritate, in qua
abscondita est, permaneret, nullo modo se ipsam, Creatore suo non adiuvante,
servaret.
' (DS 389). Los conceptos de
integridad y, en particular, el de libertad presuponen la libertad de la
concupiscencia, aunque los documentos eclesiásticos de esta poca no la
mencionen de modo explícito. El primer hombre estaba además libre de la
necesidad de muerte (DS 222,372, 1511).
El Concilio
de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado, como 'santidad
y justicia' ('sanctitas et iustitia', DS 1511, 1512), o también como
'inocencia' ('innocentia', DS 1521). Las declaraciones ulteriores en esta
materia defienden la absoluta gratuidad del don originario de la gracia contra
las afirmaciones de los jansenistas. La 'integritas primae creationis' era una
elevación no merecida de la naturaleza humana ('indebita humanae naturae
exaltatio') y no 'el estado que le era debido por naturaleza' ('naturalis eius
conditio', DS 1926). Por tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas
gracias y dones (DS 1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza
humana ni la habría privado de sus privilegios fundamentales (DS 19031907, 1909,
1921, 1923, 1924, 1926,1955, 2434, 2437, 2616, 2617).
En
analogía con los Sínodos antipelagianos' el concilio de Trento trata sobre todo
el dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los enunciados
precedentes a este propósito. Pero aquí se introdujo una apreciación, que
cambió en parte el contenido comprendido en el concepto de liberum arbitrium.
La 'libertad' o 'libertad de la voluntad' de los documentos antipelagianos no
significaba la posibilidad de opción, inherente a la naturaleza humana, por
tanto constante, sino que se refería solamente a la posibilidad de realizar los
actos meritorios, la libertad que brota de la gracia y que el hombre puede
perder. Ahora bien: a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la
naturaleza humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es,
integritad, santidad, innocentia, iustitia. El liberum arbitrium, la libertad
de la voluntad, no se quitó, se debilitó: . liberum arbitrium minime
exstinctum. viribus licet attenuatum et inclinatum.
' (DS 1521 Trid., ses s. VI, De Decr.
De iustificatione c. l). Junto con el pecado aparece la
concupiscencia y la muerte inevitable: . Primum hominem. cum mandatum Dei.
fuisset transgres sus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua constitutus
fuerat, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis huiusmodi iram et
indignationen Dei atque ideo mortem. et cum morte captivitatem sub eius
potestate, quei mortis' deinde' habuit imperium. 'totumque Adam per illam
praevaricationis offensam secundum corpus et animan in deterius commutatum
fuisse' (DS 1511 Trid. ,ses s. V, De Dcre. De Decr.. pec. orig 1).
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1.
Estamos leyendo de nuevo los primeros capítulos del libro del Génesis, para
comprender cómo con el pecado original el 'hombre de la concupiscencia' ocupó
el lugar del 'hombre de la inocencia' originaria. Las palabras de Gen 3, 10:
'temeroso porque estaba desnudo, me escondí', que hemos considerado hace dos
semanas, demuestran la primera experiencia de vergüenza del hombre en relación
con su Creador: una vergüenza que también podría ser llamada 'cósmica'.
Sin
embargo, esta 'vergüenza cósmica' si es posible descubrir por ella los rasgos
de la situación total del hombre después del pecado original en el texto
bíblico, da lugar a otra forma de vergüenza. Es la vergüenza que se produce en
la humanidad misma, esto es, causada por el desorden íntimo en aquello por lo
que el hombre, en el misterio de la creación, era la 'imagen de Dios', tanto en
su 'yo' personal como en la relación interpersonal, a través de la primordial
comunión de las personas, constituida a la vez por el hombre y por la mujer.
Esta vergüenza, cuya causa se encuentra en la humanidad misma, es inmanente y
al mismo tiempo relativa: se manifiesta en la dimensión de la interioridad
humana y a la vez se refiere al 'otro'. Esta es la vergüenza de la mujer 'con
relación' al hombre, y también del hombre 'con relación' a la mujer: vergüenza
recíproca, que les obliga a cubrir su propia desnudez, a ocultar sus propios
cuerpos, a apartar de la vista del hombre lo que constituye el signo visible de
la feminidad, y de la vista de la mujer lo que constituye el signo visible de
la masculinidad. En esta dirección se orientó la vergüenza de ambos después del
pecado original, cuando se dieron cuenta de que 'estaban desnudos', como
atestigua Gen 3, 7. El texto yahvista parece indicar explícitamente el carácter
'sexual' de esta vergüenza: 'Cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos
ceñidores'. Sin embargo, podemos preguntarnos si el aspecto 'sexual' tiene sólo
un carácter 'relativo'; en otras palabras: si se trata de vergüenza de la
propia sexualidad sólo con relación a la persona del otro sexo.
2.
Aunque a la luz de esa única frase determinante de Gen 3, 7 la respuesta a la
pregunta parece mantener sobre todo el carácter relativo de la vergüenza
originaria, no obstante, la reflexión sobre todo el contexto inmediato permite
descubrir su fondo más inmanente. Esa vergüenza, que sin duda se manifiesta en
el orden 'sexual', revela una dificultad específica para hacer notar lo
esencial humano del propio cuerpo: dificultad que el hombre no había
experimentado en el estado de inocencia originaria. Efectivamente, así se
pueden entender las palabras: 'Temeroso porque estaba desnudo', que ponen en
evidencia las consecuencias del fruto del árbol de la ciencia del bien y del
mal en lo íntimo del hombre. A través de estas palabras se descubre una cierta
fractura constitutiva en el interior de la persona humana, como una ruptura de
la originaria unidad espiritual y somática del hombre. Este se da cuenta por
vez primera que su cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Espíritu, que lo
elevaba al nivel de la imagen de Dios. Su vergüenza originaria lleva consigo
los signos de una específica humillación interpuesta por el cuerpo. En ella se
esconde el germen de esa contradicción, que acompañará al hombre 'histórico' en
todo su camino terreno, como escribe San Pablo: 'Porque me deleito en la ley de
Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna
a la ley de mi mente' (Rom 7, 22-23).
3. Así,
pues, esa vergüenza es inmanente. Contiene tal agudeza cognoscitiva que crea
una inquietud de fondo en toda la existencia humana, no sólo frente a la
perspectiva de la muerte, sino también frente a esa de la que depende el valor
y la dignidad mismos de la persona en su significado ético. En este sentido, la
vergüenza originaria del cuerpo ('estaba desnudo') es ya miedo ('temeroso') y
anuncia la inquietud de la conciencia vinculada con la concupiscencia. El
cuerpo que no se somete al espíritu como en el estado de inocencia originaria
lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y amenaza de algún
modo la unidad del hombre persona, esto es, de la naturaleza moral, que hunde
sólidamente las raíces en la misma constitución de la persona. La concupiscencia,
y en particular la concupiscencia del cuerpo, es una amenaza específica a la
estructura de la autoposesión y del autodominio, a través de los que se forma
la persona humana. Y constituye también para ella un desafío específico. En
todo caso, el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo del mismo
modo, con igual sencillez y 'naturalidad', como lo hacía el hombre de la
inocencia originaria. La estructura de la autoposesión, esencial para la
persona, está alterada en él, de cierto modo, en los mismos fundamentos; se
identifica de nuevo con ella en cuanto está continuamente dispuesto a
conquistarla.
4. Con
este desequilibrio interior está vinculada la vergüenza inmanente. Y ella tiene
un carácter 'sexual', porque precisamente la esfera de la sexualidad humana
parece poner en evidencia particular ese desequilibrio, que brota de la
concupiscencia y especialmente de la 'concupiscencia del cuerpo'. Desde este
punto de vista, ese primer impulso, del que habla Gen 3, 7 ('viendo que estaban
desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores'), es muy
elocuente; es como si el 'hombre de la concupiscencia'(hombre y mujer, 'en el
acto del conocimiento del bien y del mal') experimentase haber cesado
sencillamente, de estar también, a través del propio cuerpo y sexo, por encima
del mundo de los seres vivientes o animalia. Es como si experimentase una
específica fractura de la integridad personal del propio cuerpo, especialmente
en lo que determina su sexualidad y que está directamente unido con la llamada
a esa unidad, en la que el hombre y la mujer 'serán una sola carne' (Gen 2,
24). Por esto, ese pudor inmanente y al mismo tiempo sexual es siempre, al
menos indirectamente, relativo. Es el pudor de la propia sexualidad 'en
relación' con el otro ser humano. De este modo, el pudor se manifiesta en el
relato de Gen 3, por el que somos, en cierto modo, testigos del nacimiento de
la concupiscencia humana. Está suficientemente clara, pues, la motivación para
remontarnos de las palabras de Cristo sobre el hombre (varón), que 'mira a una
mujer deseándola' (Mt 5, 27-28), a ese primer momento en el que el pudor se
desarrolla mediante la concupiscencia y la concupiscencia mediante el pudor.
Así entendemos mejor por qué y en qué sentido Cristo habla del deseo como
'adulterio' cometido en el corazón; por que se dirige al 'corazón' humano.
5. El
corazón humano guarda en sí, al mismo tiempo, el deseo y el pudor. El
nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento en el que el hombre
interior, 'el corazón', cerrándose a lo que 'viene del Padre' se abre a lo que
'procede del mundo'. El nacimiento del pudor en el corazón humano va junto con
el comienzo de la concupiscencia de la triple concupiscencia según la teología
de Juan (Cfr. 1 Jn 2, 16), y en particular de la concupiscencia del cuerpo. El
hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún, tiene
pudor no tanto del cuerpo cuanto precisamente de la concupiscencia: tiene pudor
del cuerpo a causa de la concupiscencia. Tiene pudor del cuerpo a causa de ese
estado de su espíritu, al que la teología y la psicología dan la misma
denominación sinónima: deseo o concupiscencia, aunque con significado no igual
del todo. El significado bíblico y teológico del deseo y de la concupiscencia
difiere del que se usa en psicología. Para esta última, el deseo proviene de la
falta o de la necesidad, que debe satisfacer el valor deseado. La
concupiscencia bíblica, como deducimos de 1 Jn 2, 16, indica el estado del
espíritu humano alejado de la sencillez originaria y de la plenitud de los
valores, que el hombre y el mundo poseen 'en las dimensiones de Dios
'Precisamente esta sencillez y plenitud del valor del cuerpo humano en la
primera experiencia de su masculinidad feminidad, de la que habla Gen 2, 23-25,
ha sufrido sucesivamente, 'en las dimensiones del mundo', una transformación
radical. Y entonces, juntamente con la concupiscencia del cuerpo, nació el
pudor.
6. El
pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo
protege interiormente este valor 1 El hecho de que el corazón humano, desde el
momento en que nació allí la concupiscencia del cuerpo, guarde en sí también la
vergüenza, indica que se puede y se debe apelar a él cuando se trata de
garantizar esos valores, a los que la concupiscencia quita su originaria y
plena dimensión. Si recordamos esto, estamos en disposición de comprender mejor
por que Cristo, al hablar de la concupiscencia, apela al 'corazón' humano.
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1. Al
hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el libro del
Génesis, hemos analizado el significado originario de la vergüenza que aparece con
el primer pecado. El análisis de la vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos
permite comprender todavía más a fondo el significado que tiene para el
conjunto de las relaciones interpersonales hombre-mujer. El capítulo tercero
del Génesis demuestra sin duda alguna que esa vergüenza aparece en la relación
recíproca del hombre con la mujer y que esta relación, a causa de la vergüenza
misma, sufrió una transformación radical. Y puesto que ella nació en sus
corazones juntamente con la concupiscencia del cuerpo, el análisis de la
vergüenza originaria nos permite, al mismo tiempo, examinar en que relación
permanece esta concupiscencia respecto a la comunión de las personas, que,
desde el principio, se concedió y asignó como incumbencia al hombre y a la mujer
por el hecho de haber sido creados 'a imagen de Dios'. Por tanto, la ulterior
etapa del estudio sobre la concupiscencia, que 'al principio' se había
manifestado a través de la vergüenza del hombre y de la mujer, según Gen 3, es
el análisis de la insaciabilidad de la unión, esto es, de la comunión de las
personas, que debía expresarse también por sus cuerpos, según la propia
masculinidad y feminidad específica. 2. 2. Así, pues, sobre todo esta vergüenza
que, según la narración bíblica, induce al hombre y a la mujer a ocultar
recíprocamente los propios cuerpos y en especial su diferenciación sexual,
confirma que se rompió esa capacidad originaria de comunicarse recíprocamente a
sí mismo de que habla Gen 2, 25. El cambio radical del significado de la
desnudez originaria nos permite suponer transformaciones negativas de toda la
relación interpersonal hombre -mujer. Esa recíproca comunión en la humanidad
misma mediante el cuerpo y mediante su masculinidad y feminidad, que tenía una
resonancia tan fuerte en el pasaje precedente de la narración yahvista (Cfr.
Gen 2, 2325), en este momento queda alterada. como si el cuerpo, en su
masculinidad y feminidad, dejase de constituir el 'insospechable' substrato de
la comunión de las personas, como si su función originaria fuese 'puesta en
duda' en la conciencia del hombre y de la mujer. Desaparecen la sencillez y la
'pureza' de la experiencia originaria, que facilitaba una plenitud singular en
la recíproca comunión de ellos mismos. Obviamente, los progenitores no cesaron
de comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de sus movimientos, gestos,
expresiones; pero desapareció la sencilla y directa comunión entre ellos ligada
con la experiencia originaria de la desnudez recíproca. Como de improviso,
aparece en sus conciencias un umbral infranqueable, que limitaba la originaria
'donación de sí' al otro, confiando plenamente todo lo que constituía la propia
identidad y, al mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina por
el otro. La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y femenino, fue
bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de
personas. Esto lo atestigua la concisa expresión de Gen 3, 7: 'Vieron que
estaban desnudos', y su contexto inmediato. Todo esto forma parte también del
análisis de la vergüenza primera. El libro del Génesis no sólo delinea su
origen en el ser humano, sino que permite también descubrir sus grados en
ambos, en el hombre y en la mujer.
3. El
cerrarse de la capacidad de una plena comunión recíproca, que se manifestaba
como pudor sexual, nos permite entender mejor el valor originario del
significado unificante del cuerpo. En efecto, no se puede comprender de otro
modo ese respectivo cerrarse (o sea, la vergüenza) sino en relación con el
significado que el cuerpo, en su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente
para el hombre en el estado de inocencia originaria. Ese significado unificante
se entiende no sólo en relación con la unidad, que el hombre y la mujer, como
cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en 'una sola carne' (Gen 2, 24) a
través del acto conyugal, sino también en relación con la misma 'comunión de
las personas, que había sido la dimensión propia de la existencia del hombre y
de la mujer en el misterio de la creación. El cuerpo, en su masculinidad y
feminidad, constituía el 'substrato' peculiar de esta comunión personal. El
pudor sexual, del que trata Gen 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza
originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad,
sea precisamente ese 'substrato' de la comunión de las personas, que
'sencillamente' la exprese, que sirva a su realización (y así también a
completar la 'imagen de Dios' en el mundo visible). Este estado de Conciencia
de ambos tiene fuertes repercusiones en el contexto ulterior de Gen 3, del que
nos ocuparemos dentro de poco. Si el hombre, después del pecado original, había
perdido, por decirlo así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se
manifestó con la vergüenza del cuerpo (Cfr. especialmente Gen 3, 1011). Esa
vergüenza, al invadir la relación hombre mujer en su totalidad. Se manifestó
con el desequilibrio del significado originario de la unidad corpórea, esto es,
del cuerpo como 'substrato' peculiar de la comunión de las personas. Como si el
perfil personal de la masculinidad y feminidad, que anteponía en evidencia el
significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el
puesto sólo a la sensación de la 'sexualidad' respecto al otro ser humano. Y
como si la sexualidad se convirtiese en 'obstáculo' para la relación personal
del hombre con la mujer. Ocultándola recíprocamente, según Gen 3, 7, ambos la
manifiestan como por instinto.
4. Este
es, a un tiempo, como el 'segundo' descubrimiento del sexo que en la narración
bíblica difiere radicalmente del primero. Todo el contexto del relato comprueba
que este nuevo descubrimiento distingue al hombre 'histórico' de la
concupiscencia (más aún, de la triple concupiscencia) del hombre de la
inocencia originaria. , En que relación se coloca la concupiscencia, y en
particular la concupiscencia de la carne, respecto a la comunión de las
personas a través del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto
a la comunión asignada, 'desde el principio', al hombre por el Creador? He aquí
la pregunta que es necesario plantearse, precisamente con relación al
'principio', acerca de la experiencia de la vergüenza, a la que se refiere el
relato bíblico. La vergüenza, como ya hemos observado, s manifiesta en la
narración de Gen 3 como síntoma de que el hombre se separa del amor, del que
era partícipe en el misterio de la creación, según la expresión de San Juan: lo
que 'viene del Padre'. 'Lo que hay en el mundo', esto es. la concupiscencia.
lleva consigo como una constitutiva dificultad de identificación con el propio
cuerpo; y no sólo en el ámbito de la propia subjetividad, sino más aún respecto
a la subjetividad del otro ser humano de la mujer para el hombre, del hombre
para la mujer.
5. De
aquí la necesidad de ocultarse ante el 'otro' con el propio cuerpo, con lo que
determina la propia feminidad masculinidad. Esta necesidad demuestra la falta
fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la
relación originaria 'de comunión'. Precisamente e l miramiento a la
subjetividad del otro, y juntamente a la propia subjetividad, suscitó en esta
situación nueva, esto es, en el contexto de la concupiscencia, la exigencia de
esconderse de que habla Gen 3, 7.
Y
precisamente aquí nos parece descubrir un significado más profundo del pudor
'sexual' y también el significado pleno de ese fenómeno al que nos remite el
texto bíblico para poner de relieve el límite entre el hombre de la inocencia
originaria y el hombre 'histórico' de la concupiscencia. El texto íntegro de
Gen 3 nos suministra elementos para definir la dimensión más profunda de la
vergüenza; pero esto exige un análisis aparte. Lo comenzaremos en la próxima
reflexión.
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1. En
Gen 3 se describe con precisión sorprendente el fenómeno de la vergüenza, que
apareció en el primer hombre juntamente con el pecado original. Una reflexión
atenta sobre este texto nos permite deducir que la vergüenza, subintrada en la
seguridad absoluta ligada con el anterior estado de inocencia originaria en la
relación recíproca entre el hombre y la mujer, tiene una dimensión profunda. A
este respecto es preciso volver a leer hasta el final el capítulo tercero del
Génesis y no limitarse al v. 7 ni al texto de los vv. 1011, que contienen el
testimonio acerca de la primera experiencia de la vergüenza. He aquí que,
después de esta narración, se rompe el diálogo de Dios Yahvéh con el hombre y la
mujer, y comienza un monólogo. Yahvéh se dirige a la mujer y habla en primer
lugar de los dolores del parto que, de ahora en adelante, la acompañarán:
'Multiplicar los trabajos a tus preñeces. Parirás con dolor los hijos. ' (Gen
3, 16).
A esto
sigue la expresión que caracteriza la futura relación de ambos del hombre y de
la mujer: 'Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará'(Gen 3, 16).
2. Estas
palabras, igual que las de Gen 2, 24, tienen un carácter de perspectiva. La
formulación incisiva de 3, 16 parece referirse al conjunto de los hechos, que
con cierto modo surgieron ya en la experiencia originaria de la vergüenza, y
que se manifestarán sucesivamente en toda la experiencia interior del hombre
'histórico'. La historia de las conciencias y de los corazones humanos
comportará la confirmación de las palabras contenidas en Gen 3, 16. Las
palabras pronunciadas al principio parecen referirse a una 'minoración'
particular de la mujer en relación con el hombre. Pero no hay motivo para
entenderla como una minoración o una desigualdad social. En cambio, la
expresión inmediata: 'buscarás con ardor a tu marido que te dominará', indica
otra forma de desigualdad de la que la mujer se resentir ¿cómo falta de unidad
plena precisamente en el amplio contexto de la unión con el hombre, a la que
están llamados los dos según Gen 2, 24.
3. Las palabras
de Dios Yahvéh: 'Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará' (Gen 3, 16) no
se refieren exclusivamente al momento de la unión del hombre y de la mujer,
cuando ambos se unen de tal manera que se convierten en una sola carne (Cfr.
Gen 2, 24), sino que se refiere al amplio contexto de las relaciones, aun
indirectas, de la unión conyugal en su conjunto. Por primera vez se define aquí
al hombre como 'marido'. En todo el contexto de la narración yahvista estas
palabras dan a entender sobre todo una infracción, una pérdida fundamental de
la primitiva comunidad comunión de personas. Esta debería haber hecho
recíprocamente felices al hombre y a la mujer mediante la búsqueda de una
sencilla y pura unión en la humanidad, mediante una ofrenda recíproca de sí
mismos, esto es, la experiencia del donde la persona expresado con el alma y
con el cuerpo, con la masculinidad y la feminidad ('carne de mi carne': Gen 2,
23), y finalmente mediante la subordinación de esta unión a la bendición de la
fecundidad con la 'procreación'.
4.
Parece, pues, que en las palabras que Dios Yahvéh dirige a la mujer se encuentra
una resonancia más profunda de la vergüenza, que ambos comenzaron a
experimentar después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios.
Encontramos allí, además, una motivación más plena de esta vergüenza. De modo
muy discreto y, sin embargo, bastante descifrable y expresivo, Gen 3, 16
testifica cómo esa originaria beatificante unión conyugal de las personas será
deformada en el corazón del hombre por la concupiscencia. Estas palabras se
dirigen directamente a la mujer, pero se refieren al hombre o, más bien, a los
dos juntos.
5. Ya el
análisis de Gen 3, 7 hecho anteriormente demostró que en la nueva situación, después
de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se
hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos
a causa de su masculinidad y feminidad. El relato bíblico, al poner de relieve
el impulso instintivo que había incitado a ambos a cubrir sus cuerpos, describe
al mismo tiempo la situación en la que el hombre, como varón o mujer antes era
más bien varón y mujer se siente como más extrañado del cuerpo, como la fuente
de la originaria unión en la humanidad ('carne de mi carne'), y más
contrapuesto al otro precisamente basándose en el cuerpo y en el sexo. Esta
contraposición no destruye ni excluye la unión conyugal, querida por el Creador
(Cfr. Gen 2, 24), ni sus efectos procreadores; pero confiere a la realización
de esta unión otra dirección, que será propia del hombre de la concupiscencia.
De esto habla precisamente Gen 3, 16.
La
mujer, que 'buscará con ardor a su marido' (Cfr. Gen 3, 16), y el hombre, que
responde a ese instinto, como leemos: 'te dominará', forman indudablemente la
pareja humana, el mismo matrimonio de Gen 2, 24, más aún, la misma comunidad de
personas; sin embargo, son ya algo diverso. No están llamados ya solamente a la
unión y unidad, sino también amenazados por la insaciabilidad de esa unión y
unidad, que no cesa de atraer al hombre y a la mujer precisamente porque son
personas, llamadas desde la eternidad a existir 'en comunión'. A la luz del
relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado profundo, que está unido
precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la recíproca
comunión de las personas en la 'unión conyugal del cuerpo' (Cfr. Gen 2, 24).
6. Todo
esto parece confirmar, bajo varios aspectos, que en la base de la vergüenza, de
la que el hombre 'histórico' se ha hecho partícipe, está la triple
concupiscencia de que trata la primera Carta de Juan (2, 16): no sólo la
concupiscencia de la carne, sino también 'la concupiscencia de los ojos y
orgullo de la vida'. La expresión relativa al 'dominio' (' l te dominará') que
leemos en Gen 3, 16, ¿no indica acaso esta última forma de concupiscencia? Del
dominio 'sobre' el otro del hombre sobre la mujer, ¿acaso no cambia
esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal? ¿Acaso no
cambia en la dimensión de esta estructura algo que hace del ser humano un
objeto, en cierto modo concupiscible a los ojos?
He aquí
los interrogantes que nacen de la reflexión sobre las palabras de Dios Yahvéh
según Gen 3, 16. Esas palabras, pronunciadas casi en el umbral de la historia
humana después del pecado original, nos desvelan no sólo la situación exterior
del hombre y de la mujer, sino que nos permiten también penetrar en lo interior
de los misterios profundos de su corazón.
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1. En
análisis que hicimos durante la reflexión precedente se centraba en las
siguientes palabras de Gen 3, 16, dirigidas por Dios Yahvéh a la primera mujer
después del pecado original: 'Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará'.
Llegamos a la conclusión de que estas palabras contienen una aclaración
adecuada y una interpretación profunda de la vergüenza originaria (Cfr. Gen 3,
7), que ha venido a ser parte del hombre y de la mujer junto con la
concupiscencia. La explicación de esta vergüenza no se busca en el cuerpo
mismo, en la sexualidad somática de ambos, sino que se remonta a las
transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano Precisamente
este espíritu es particularmente consciente de lo insaciable que es, de la
mutua unidad entre el hombre y la mujer. Y esta conciencia, por decirlo así,
culpa al cuerpo de ello, le quita la sencillez y pureza del significado unido a
la inocencia originaria del ser humano. Con relación a esta conciencia, la
vergüenza es una experiencia secundaria: si, por un lado, revela el momento de
la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de las consecuencias del
triple componente de la concupiscencia. Se puede incluso decir que el hombre y
la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la
inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado
esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la
concupiscencia, tal como si trataran de mantener el valor de la comunión, o
sea, de la unión de las personas en la 'unidad del cuerpo'.
2. Gen
2, 24 habla con discreción, pero también con claridad, de la 'unión de los
cuerpos' en el sentido de la auténtica unión de las personas: 'El hombre. se
unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne'; y del contexto
resulta que esta unión proviene de una opción, dado que el hombre 'abandona' al
padre y a la madre para unirse a su mujer. Semejante unión de las personas
comporta que vengan a ser 'una sola carne'. Partiendo de esta expresión
'sacramental' que corresponde a la comunión de las personas del hombre y de la
mujer en su originaria llamada a la unión conyugal, podemos comprender mejor el
mensaje propio de Gen 3, 16; esto es, podemos establecer y como reconstruir en
que consiste el desequilibrio, más aún, la peculiar deformación de la relación
originaria interpersonal de comunión, a la que aluden las palabras
'sacramentales' de Gen 2, 24.
3. Se
puede decir, pues profundizando en Gen 3, 16, que mientras por una parte el
'cuerpo', constituido en la unidad del sujeto personal, no cesa de estimular
los deseos de la unión personal, precisamente a causa de la masculinidad y
feminidad ('buscarás con ardor a tu marido'), por otra parte, y al mismo
tiempo, la concupiscencia dirige a su modo estos deseos; esto lo confirma la
expresión 'El te dominará'. Pero la concupiscencia de la carne dirige estos
deseos hacia la satisfacción del cuerpo, frecuentemente al precio de una
auténtica y plena comunión de las personas. En este sentido, se debería prestar
atención a la manera en que se distribuyen las acentuaciones semánticas en los
versículos de Gen 3; efectivamente, aun estando esparcidas, revelan coherencia
interna. El hombre es aquel que parece sentir vergüenza del propio cuerpo con
intensidad particular: 'Temeroso porque estaba desnudo, me escondí' (Gen 3,
10), estas palabras ponen de relieve el carácter realmente metafísico de la
vergüenza. Al mismo tiempo, el hombre es aquel para quien la vergüenza, unida a
la concupiscencia, se convertirá en impulso para 'dominar' a la mujer (' l te
dominará'). A continuación, la experiencia de este dominio se manifiesta más
directamente en la mujer como el deseo insaciable de una unión diversa. Desde
el momento en que el hombre la domina', a la comunión de las personas hecha de
plena unidad espiritual de los dos sujetos que se donan recíprocamente sucede
una diversa relación mutua, esto es, una relación de posesión del otro a modo
de objeto del propio deseo. Si este impulso prevalece por parte del hombre, los
instintos que la mujer dirige hacia él, según la expresión de Gen 3, 16, pueden
asumir y asumen un carácter análogo. Y acaso a veces previenen al 'deseo' del
hombre o tienden incluso a suscitarlo y darle impulso.
4. El
texto de Gen 3, 16 parece indicar, sobre todo al hombre, como aquel que
'desea', análogamente al texto de Mt 5, 27-28, que constituye el punto de
partida para las meditaciones presentes; no obstante, tanto el hombre como la
mujer se han convertido en un 'ser humano' sujeto a la concupiscencia. Y por
esto ambos sienten la vergüenza, que con su resonancia profunda toca lo íntimo
tanto de la personalidad masculina como de la femenina, aun cuando de modo
diverso. Lo que sabemos por Gen 3 nos permite delinear apenas esta duplicidad,
pero incluso los solos indicios son ya muy significativos. Añadamos que,
tratándose de un texto tan arcaico es sorprendentemente elocuente y agudo.
5. Un
análisis adecuado de Gen 3 lleva, pues, a la conclusión según la cual la triple
concupiscencia, incluida la del cuerpo, comporta una limitación del significado
esponsalicio del cuerpo mismo, del que participaban el hombre y la mujer en el
estado de la inocencia originaria. Cuando hablamos del significado del cuerpo,
ante todo hacemos referencia a la plena conciencia del ser humano, pero
incluimos también toda experiencia efectiva del cuerpo en su masculinidad y
feminidad, y, en todo caso, la predisposición constante a esta experiencia. El
'significado' del cuerpo no es sólo algo conceptual. Sobre esto ya hemos
llamado suficientemente la atención en los análisis precedentes. El
'significado del cuerpo' es a un tiempo lo que determina la actitud es el modo
de vivir el cuerpo. Es la medida, que el hombre interior, es decir, ese
'corazón' al que se refiere Cristo en el Sermón de la Montaña, aplica al cuerpo
humano con relación a su masculinidad/feminidad (por tanto, con relación a su
sexualidad).
Ese
'significado' no modifica la realidad en sí misma, lo que el cuerpo humano es y
no cesa de ser en la sexualidad que le es propia, independientemente de los
estados de nuestra conciencia y de nuestras experiencias. Sin embargo, este
significado puramente objetivo del cuerpo y del sexo, fuera del sistema de las
reales y concretas relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer, es,
en cierto sentido, 'ahistórico'. En cambio, nosotros, en el presente análisis
de acuerdo con las fuentes bíblicas tenemos siempre en cuenta la historicidad
del hombre (también por el hecho de que partimos de su prehistoria teológica).
Se trata aquí obviamente de una dimensión interior, que escapa a los criterios
externos de la historicidad, pero que, sin embargo, puede ser considerada
'histórica'. Más aún, está precisamente en la base de todos los hechos, que
constituyen la historia del hombre también la historia del pecado y de la
salvación y así revelan la profundidad y la raíz misma de su historicidad.
6.
Cuando, en este amplio contexto, hablamos de la concupiscencia como de limitación,
infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, nos
remitimos sobre todo a los análisis precedentes, que se referían al estado de
la inocencia originaria, es decir, a la prehistoria teológica del hombre. Al
mismo tiempo, tenemos presente la medida que el hombre 'histórico', con su
'corazón', aplica al propio cuerpo respecto a la sexualidad masculina-femenina.
Esta medida no es algo exclusivamente conceptual: es lo que determina las
actitudes y decide en general el modo de vivir el cuerpo. Ciertamente, a esto
se refiere Cristo en el Sermón de la Montaña. Nosotros tratamos de acercar las
palabras tomadas de Mt 5, 2728 a los umbrales mismos de la historia teológica
del hombre, tomándolas, por tanto, en consideración ya en el contexto de Gen 3.
La concupiscencia como limitación, infracción o incluso deformación del
significado esponsalicio del cuerpo puede verificarse de manera particularmente
clara (a pesar de la concisión del relato bíblico) en los dos progenitores,
Adán y Eva; gracias a ellos hemos podido encontrar el significado esponsalicio
del cuerpo y descubrir en que consiste como medida del 'corazón' humano, capaz
de plasmar la forma originaria de la comunión de las personas. Si en su
experiencia personal (que el texto bíblico nos permite seguir) esa forma
originaria sufrió desequilibrio y deformación como hemos tratado de demostrar a
través del análisis de la vergüenza debía sufrir una también el significado
esponsal e o del cuerpo, que en la situación de la inocencia originaria
constituía la medida del corazón de ambos, del hombre y de la mujer. Si
llegamos a reconstruir en que consiste esta deformación, tendremos también la
respuesta a nuestra pregunta: esto es, en que consiste la concupiscencia de la
carne y que es lo que constituye su nota específica teológica y a la vez
antropológica. Parece que una respuesta teológica y antropológicamente
adecuada, importante para lo que concierne al significado de las palabras de
Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), puede sacarse ya del contexto
de Gen 3 y de todo el relato yahvista, que anteriormente nos ha permitido
aclarar el significado esponsalicio del cuerpo humano (...).
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1. El
cuerpo humano, en su originaria masculinidad y feminidad, según el misterio de
la creación como sabemos por el análisis de Gen 2, 23-25, no es solamente
fuente de fecundidad, o sea, de procreación, sino que desde 'el principio'
tiene un carácter nupcial; lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor
con que el hombre persona se hace don, verificando así el profundo sentido del
propio ser y del propio existir. En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la
expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a
existir en la comunión de las personas 'a imagen de Dios'. Ahora bien: la
concupiscencia 'que viene del mundo' y aquí se trata directamente de la
concupiscencia del cuerpo limita y deforma el objetivo modo de existir del
cuerpo, del que el hombre se ha hecho partícipe el 'corazón' humano experimenta
el grado de esa limitación o deformación, sobre todo en el ámbito de las
relaciones recíprocas hombre mujer. Precisamente en la experiencia del 'corazón'
la feminidad y la masculinidad, en sus mutuas relaciones, parecen no ser ya la
expresión del espíritu que tiende a la comunión personal y quedan solamente
como objeto de atracción, al igual, en cierto sentido, de lo que sucede 'en el
mundo' de los seres vivientes que, como el hombre, han recibido la bendición de
la fecundidad (Cfr. Gen 1).
2. Tal
semejanza está ciertamente contenida en la obra de la creación; lo confirma
también Gen 2 y especialmente el versículo 24. Sin embargo, lo que constituía
el substrato 'natural', somático y sexual de esa atracción, ya en el misterio
de la creación expresaba plenamente la llamada del hombre y de la mujer a la
comunión personal; en cambio, después del pecado, en la nueva situación de que
habla Gen 3, tal expresión se debilitó y se ofuscó como si hubiera disminuido
en el delinearse de las relaciones recíprocas o como si hubiese sido rechazada
sobre otro plano. El substrato natural y somático de la sexualidad humana se
manifestó como una fuerza casi autógena, señalada por una cierta 'constricción
del cuerpo', operante según una propia dinámica, que limita la expresión del
espíritu y la experiencia del intercambio de donación de la persona. Las
palabras de Gen 3, 16, dirigidas a la primera mujer, parecen indicarlo de modo
bastante claro ('buscarás con ardor a tu marido, que te dominará').
3. El
cuerpo humano, en su masculinidad y feminidad, ha perdido casi la capacidad de
expresar tal amor, en que el hombre persona se hace don, conforme a la más
profunda estructura y finalidad de su existencia personal, según hemos
observado ya en los precedentes análisis. Si aquí no formulamos este juicio de
modo absoluto y hemos añadido la expresión adverbial casi, lo hacemos porque la
dimensión del don es decir, la capacidad de expresar el amor con que el hombre,
mediante su feminidad o masculinidad se hace don para el otro, en cierto modo,
no ha cesado de empapar y plasmar el amor que nace del corazón humano. El
significado nupcial del cuerpo no se ha hecho totalmente extraño a ese corazón:
no ha sido totalmente sofocado por parte de la concupiscencia, sino sólo
habitualmente afectado. El corazón se ha convertido en el lugar de combate
entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al
corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto
menos sensible se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del
hombre y la mujer expresa precisamente ese significado. Ciertamente, también el
'deseo' de que Cristo habla en Mt 5, 27-28 aparece en el corazón humano en
múltiples formas; no siempre es evidente y patente, a veces está escondido y se
hace llamar 'amor', aunque cambie su auténtico perfil y oscurezca la limpieza
del don en la relación mutua de las personas. ¿Quiere acaso esto decir que
debamos desconfiar del corazón humano? "No! Quiere decir solamente que
debemos tenerlo bajo control.
4. La
imagen de la concupiscencia del cuerpo que surge del presente análisis tiene
una clara referencia a la imagen de la persona, con la cual hemos enlazado
nuestras precedentes reflexiones sobre el tema del significado nupcial del
cuerpo. En efecto, el hombre como persona es, en la tierra, 'la única criatura
que Dios quiso por sí misma' y, al mismo tiempo, aquel que no puede
'encontrarse plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo'. La
concupiscencia en general y la concupiscencia del cuerpo en particular afecta
precisamente a esa 'donación sincera': podría decirse que sustrae al hombre la
dignidad del don, que queda expresada por su cuerpo mediante la feminidad y la
masculinidad y, en cierto sentido, 'despersonaliza' al hombre, haciéndolo
objeto 'para el otro'. En vez de ser 'una cosa con el otro' sujeto en la
unidad, más aún, en la sacramental 'unidad del cuerpo', el hombre se convierte
en objeto para el hombre: la mujer para el varón, y viceversa. Las palabras del
Gen 3, 16 -y antes aún, de Gen 3, 7- lo indican, con toda la claridad del
contraste, con respecto a Gen 2, 23-25.
5.
Violando la dimensión de donación recíproca del hombre y de la mujer, la
concupiscencia pone también en duda el hecho de que cada uno de ellos es
querido por el Creador 'por sí mismo'. La subjetividad de la persona cede, en
cierto sentido, a la objetividad del cuerpo. Debido al cuerpo, el hombre se convierte
en objeto para el hombre: la mujer para el varón, y viceversa. La
concupiscencia significa, por así decirlo, que las relaciones personales del
hombre y la mujer son vinculadas unilateral y reducidamente al cuerpo y al sexo
en el sentido de que tales relaciones llegan a ser casi inhábiles para acoger
el don recíproco de la persona. No contienen ni tratan la
feminidad/masculinidad según la plena dimensión de la subjetividad personal, no
constituyen la expresión de la comunión, sino que permanecen unilateralmente
determinados 'por el sexo'.
6. La
concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El
significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad.
El hombre puede convertirse en don -es decir, el hombre y la mujer pueden
existir en la relación del recíproco don de sí- si cada uno de ellos se domina
a sí mismo. La concupiscencia, que se manifiesta como una 'constricción 'sui
generis del cuerpo', limita interiormente y restringe el autodominio de sí, y, por
eso mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don.
Además de esto, también sufre ofuscación la belleza que el cuerpo humano posee
en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el
cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como 'terreno de
apropiación' del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no es capaz de
promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se
adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación.
Llegados
a este punto, interrumpimos por hoy nuestras reflexiones. El último problema
aquí tratado es de tan gran importancia, y es además tan sutil, desde el punto
de vista de la diferencia entre el amor auténtico (es decir, la 'comunión de
las personas') y la concupiscencia, que tendremos que volver sobre el tema en
nuestro próximo encuentro.
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1.
Cristo dice en el Sermón de la Montaña: 'No penséis que he venido a abrogar la
Ley o los Profetas: no he venido a abrogarla, sino a darle cumplimiento' (Mt 5,
17). Para esclarecer en qué consiste este cumplimiento recorre después cada uno
de los mandamientos, refiriéndose también al que dice 'No adulterarás'. Nuestra
meditación anterior trataba de hacer ver cómo el contenido adecuado de este
mandamiento, querido por Dios, había sido oscurecido por numerosos compromisos
en la legislación particular de Israel. Los Profetas, que en su enseñanza
denuncian frecuentemente el abandono del verdadero Dios-Yahvéh por parte del
pueblo, al compararlo con el 'adulterio' ponen de relieve, de la manera más
auténtica, este contenido.
Oseas,
no sólo con las palabras, sino (por lo que parece) también con la conducta, se
preocupa de revelarnos I que la traición del pueblo es parecida ala traición
conyugal; aún más, el adulterio practicado como prostitución: 'Ve y toma por
mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye
la tierra, apartándose de Yahvéh' (Os 1, 2). El Profeta oye esta orden y la
acepta como proveniente de Dios-Yahvéh: 'Díjome Yahvéh: Ve otra vez y ama a una
mujer amante de otro y adúltera' (Os 3, 1). Efectivamente, aunque Israel sea
tan infiel en su relación con su Dios como la esposa que 'se iba con sus
amantes y me olvidaba a mí' (Os 2, 15), sin embargo, Yahvéh no cesa de buscar a
su esposa, no se cansa de esperar su conversión y su retorno, confirmando esta
actitud con las palabras y las acciones del Profeta: 'Entonces, dice Yahvéh, me
llamará "mi marido", no me llamará "baali". Seré tu esposo
para siempre, y te desposar conmigo en justicia, en juicio, en misericordia y
piedades, y yo ser tu esposo en fidelidad y tú reconocerás a Yahvéh' (Os 2,18.
2122). Esta ardiente llamada a la conversión de la infiel esposa-cónyuge va
unida a la siguiente amenaza: 'Que aleje de su rostro sus fornicaciones y de
entre sus pechos sus prostituciones, no sea que yo la despoje y, desnuda, la
ponga como el día en que nació' (Os 2, 45).
2. Esta
imagen de la humillante desnudez del nacimiento se la recordó el Profeta
Ezequiel a Israel-esposa infiel, y en proporción más amplia: . con horror
fuiste tirada al campo el día que naciste. Pasé yo cerca de ti y te vi sucia en
tu sangre, y, estando tú en tu sangre, te dije: "Vive! Te hice crecer a
decenas de millares, como la hierba del campo. Creciste y te hiciste grande, y
llegaste a la flor de la juventud; te crecieron los pechos y te salió el pelo; pero
estabas desnuda y llena de vergüenza. Pasé yo junto a ti y te miré. Era tu
tiempo el tiempo del amor, y tendí sobre ti mi mano, cubrí tu desnudez, me
ligué a ti con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor, Yahvéh, y
fuiste mía.. Puse arillo en tus narices, zarcillos en tus orejas y espléndida
diadema en tu cabeza. Estabas adornada de oro y plata, vestida de lino y seda
enrecamado.. Extendióse entre las gentes la fama de tu hermosura, porque era
acabada la hermosura que yo puse en ti. Pero te envaneciste de tu hermosura y
de tu nombradía y te diste al vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban,
entregándote a ellos. ¿cómo sanar tu corazón, dice el Señor-Yahvéh, cuando has
hecho todo esto, como desvergonzada ramera dueña de sí, haciéndote prostíbulos
en todas las encrucijadas y lupanares en todas las plazas? Y ni siquiera eres
comparable a las rameras, que reciben el precio de su prostitución. Tú eres la
adúltera que, en vez de su marido, acoge a los extraños'.
3. La
cita resulta un poco larga, pero el texto, sin embargo, es tan relevante que
era necesario evocarlo. La analogía entre el adulterio y la idolatría está
expresada de modo particularmente fuerte y exhaustivo. El momento similar entre
los dos miembros de la analogía consiste en la alianza acompañada del amor.
Dios-Yahvéh realiza por amor la alianza con Israel -sin mérito suyo-, se
convierte para él como el esposo y cónyuge más afectuoso, más diligente y más
generoso para con la propia esposa. Por este amor, que desde los albores de la
historia acompaña al pueblo elegido, Yahvéh-Esposo recibe en cambio numerosas
traiciones: 'las alturas', he aquí los lugares del culto idolátrico, en los que
se comete él 'adulterio' de Israel-esposa. En el análisis que aquí estamos
desarrollando, lo esencial es él concepto de adulterio, del que se sirve
Ezequiel. Sin embargo, se puede decir que él conjunto de la situación, en la
que se inserta este concepto (en el ámbito de la analogía), no es típico. Aquí
se trata no tanto de la elección mutua hecha por los esposos, que nace del amor
recíproco, sino de la elección de la esposa (y esto ya desde el momento de su
nacimiento), una elección que proviene del amor del esposo, amor que, por parte
del esposo mismo, es un acto de pura misericordia. En este sentido se delinea
esta elección: corresponde a esa parte de la analogía que califica la alianza
de Yahvéh con Israel; en cambio, corresponde menos a la segunda parte de la
analogía, que califica la naturaleza del matrimonio. Ciertamente, la mentalidad
de aquel tiempo no era muy sensible a esta realidad según los israelitas el
matrimonio era más bien el resultado de una elección unilateral, hecha
frecuentemente por los padres; sin embargo, esta situación difícilmente cabe en
el ámbito de nuestras concepciones.
4.
Prescindiendo de este detalle, es imposible no darse cuenta de que en los
textos de los Profetas se pone de relieve un significado del adulterio diverso
del que da del mismo la tradición legislativa. El adulterio es pecado porque
constituye la ruptura de la alianza personal del hombre y de la mujer. En los
textos legislativos se pone de relieve la violación del derecho de propiedad y,
en primer lugar, del derecho de propiedad del hombre en relación con esa mujer,
que es su mujer legal: una de tantas. En los textos de los Profetas, el fondo
de la efectiva y legalizada poligamia no altera el significado ético del
adulterio. En muchos textos la monogamia aparece la única y justa analogía del
monoteísmo entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad
y de la entrega al único y verdadero DiosYahvéh: Esposo de Israel. El adulterio
es la antítesis de esa relación esponsalicia, es la antinomia del matrimonio
(también como institución) en cuanto que el matrimonio monogámico actualiza en
sí la alianza interpersonal del hombre y de la mujer, realiza la alianza nacida
del amor y acogida por las dos partes respectivas precisamente como matrimonio
(y, como tal, reconocido por la sociedad). Este género de alianza entre dos
personas constituye el fundamento de esa unión por la que 'el hombre. se unirá
a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne' (Gen 2, 24). En el contexto
antes citado se puede decir que esta unidad corpórea es su derecho (bilateral),
pero que, sobre todo, es el signo normal de la comunión de las personas, unidad
constituida entre el hombre y la mujer en calidad de cónyuges. El adulterio
cometido por parte de cada uno de ellos no sólo es la violación de este
derecho, que es exclusivo del otro cónyuge, sino al mismo tiempo es una radical
falsificación del signo. Parece que en los oráculos de los Profetas
precisamente este aspecto del adulterio encuentra expresión suficientemente
clara.
5. Al
constatar que el adulterio es una falsificación de ese signo, que encuentra no
tanto su 'normatividad', sino más bien su simple verdad interior en el
matrimonio es decir, en la convivencia del hombre y de la mujer, que se han
convertido en cónyuges, entonces, en cierto sentido, nos referimos de nuevo a
las afirmaciones fundamentales, hechas anteriormente, considerándolas
esenciales e importantes para la teología del cuerpo, desde el punto de vista
tanto antropológico como ético. El adulterio es 'pecado del cuerpo'. Lo
atestigua toda la tradición del Antiguo Testamento y lo confirma Cristo. El
análisis comparado de sus palabras, pronunciadas en el Sermón de la Montaña (Mt
5, 27-28), como también de las diversas correspondientes enunciaciones
contenidas en los Evangelios y en otros pasajes del Nuevo Testamento, nos
permite establecer la razón propia del carácter pecaminoso del adulterio. Y es
obvio que determinemos esta razón del carácter pecaminoso, o sea, del mal
moral, fundándonos en el principio de la contraposición en relación con ese
bien moral que es la fidelidad conyugal, ese bien que puede ser realizado
adecuadamente sólo en la relación exclusiva de ambas partes (esto es, en la
relación conyugal de un hombre con una mujer). La exigencia de esta relación es
propia del amor esponsalicio, cuya estructura interpersonal (como ya hemos
puesto de relieve) está regida por la normativa interior de la 'comunidad de
personas'. Ella es precisamente la que confiere el significado esencial a la
Alianza (tanto en la relación hombre-mujer como también, por analogía, en la
relación Yahvéh-Israel). Del adulterio, de su carácter pecaminoso del mal moral
que contiene, se puede juzgar de acuerdo con el principio de la contraposición
con el pacto conyugal así entendido.
6. Es
necesario tener presente todo esto cuando decimos que el adulterio es un
'pecado del cuerpo'; el 'cuerpo' se considera aquí unido conceptualmente a las
palabras de Gen 2, 24, que hablan, en efecto, del hombre y de la mujer, que,
como esposo y esposa, se unen tan estrechamente entre sí que forman 'una sola
carne'. El adulterio indica el acto mediante el cual un hombre y una mujer, que
no son esposo y esposa, forman 'una sola carne' (es decir, esos que no son
marido y mujer en el sentido de la monogamia como fue establecida en el origen,
más aún, en el sentido de la casuística legal del Antiguo Testamento). El
'pecado' del cuerpo puede ser identificado solamente respecto a la relación de
las personas. Se puede hablar de bien o de mal moral según que esta relación
haga verdadera esta 'unidad del cuerpo' y le confiera o no el carácter de signo
verídico. En este caso, podemos juzgar, pues, el adulterio como pecado,
conforme al contenido objetivo del acto.
Y éste
es el contenido en el que piensa Cristo cuando, en el Discurso de la Montaña,
recuerda: 'Habéis oído que fue dicho: No adulterarás'. Pero Cristo no se detiene
en esta perspectiva del problema.
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1.
Durante la última reflexión nos preguntamos que es el 'deseo', del que hablaba Cristo
en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28). Recordemos que hablaba de él
refiriéndose al mandamiento 'No cometerás adulterio'. El mismo 'desear'
(precisamente 'mirar para desear') es definido un 'adulterio cometido en el
corazón'. Esto hace pensar mucho. En las reflexiones precedentes hemos dicho
que Cristo, al expresarse de este modo, quería indicar a sus oyentes el
alejamiento del significado esponsalicio del cuerpo que experimenta el hombre
(en este caso, el varón) cuando secunda a la concupiscencia de la carne con el
acto interior del 'deseo'. El alejamiento del significado esponsalicio del
cuerpo comporta, al mismo tiempo, un conflicto con su dignidad de persona: un
auténtico conflicto de conciencia.
Aparece
así que el significado bíblico (por tanto, también teológico) del 'deseo' es
diverso del puramente psicológico. El psicólogo describirá el 'deseo' como una
orientación intensa hacia el objeto a causa de su valor peculiar: en el caso
aquí considerado, por su valor 'sexual'. Según parece, encontraremos esta
definición en la mayor parte de las obras dedicadas a temas similares. Sin
embargo, la descripción bíblica, aun sin infravalorar el aspecto psicológico,
pone de relieve sobre todo el ético, dado que es un valor que queda lesionado.
El 'deseo', diría, es el engaño del corazón humano en relación a la perenne
llamada del hombre y de la mujer una llamada que fue revelada en el misterio
mismo de la creación a la comunión a través de un don recíproco. Así, pues,
cuando Cristo, en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), hace referencia al
'corazón' o al hombre interior, sus palabras no dejan de estar cargadas de esa
verdad acerca del 'principio' con las que, respondiendo a los fariseos (Cfr. Mt
19, 8), había vuelto a plantear todo el problema del hombre, de la mujer y del
matrimonio.
2. La
llamada perenne, de la que hemos tratado de hacer el análisis siguiendo el
libro del Génesis (sobre todo Gen 2, 23-25) y, en cierto sentido, la perenne
atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la
mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es
el deseo en el sentido de las palabras de Mt 5, 27-28. El 'deseo', como
actuación de la concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto
puramente interior), empequeñece el significado de lo que eran y que
substancialmente no dejan de ser esa invitación y esa recíproca atracción. El
eterno 'femenino' ('das ewig weibéliche'), así como, por lo demás, el eterno
'masculino', incluso en el plano de la historicidad tiende a liberarse de la
mera concupiscencia, y busca un puesto de afirmación en el nivel propio del
mundo de las personas. De ello da testimonio aquella vergüenza originaria de la
que habla Gen 3. La dimensión de la intencionalidad de los pensamientos y de
los corazones constituye uno de los filones principales de la cultura humana
universal. Las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña confirman
precisamente esta dimensión.
3. No
obstante, estas palabras expresan claramente que el 'deseo' forma parte de la
realidad del corazón humano. Cuando afirmamos que el 'deseo', con relación a la
originaria atracción recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa
una 'reducción', pensamos en una 'reducción intencional', como en una
restricción que cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una
cosa es tener conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la
riqueza de valores, con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra
cosa es 'reducir' toda la riqueza personal de la feminidad a ese único valor,
es decir, al sexo, como objeto idóneo para la satisfacción de la propia
sexualidad. El mismo razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la
masculinidad para la mujer, aunque las palabras de Mt 5, 27-28 se refieran
directamente sólo a la otra relación. La 'reducción' intencional, como se ve,
es de naturaleza sobre todo axiológica. Por una parte, la eterna atracción del
hombre hacia la feminidad (Cfr. Gen 2, 23) libera en lo quizá debería liberar
una gama de deseos espirituales carnales de naturaleza sobre todo personal y
'de comunión' (Cfr. el análisis de 'principio'), a los que corresponde una
proporcional jerarquía de valores. Por otra parte, el 'deseo' limita esta gama,
ofuscando la jerarquía de los valores que marca la atracción perenne de la
masculinidad y de la feminidad.
4. El
deseo, ciertamente, hace que en el interior, esto es, en el 'corazón', en el
horizonte interior del hombre y de la mujer, se ofusque el significado del
cuerpo, propio de la persona. La feminidad deja de ser así para la masculinidad
sobre todo sujeto, deja de ser un lenguaje específico del espíritu, pierde el
carácter de signo. Deja, diría, de llevar en sí el estupendo significado
esponsalicio del cuerpo. Deja de estar situado en el contexto de la conciencia
y de la experiencia de este significado. El 'deseo' que nace de la misma
concupiscencia de la carne, desde el primer momento de la existencia en el
interior del hombre de la existencia en su 'corazón', pasa en cierto sentido
junto a este contexto (se podría decir, con una imagen, que pasa sobre las
ruinas del significado esponsalicio del cuerpo y de todos sus componentes
subjetivos), y en virtud de la propia intencionalidad axiológica tiende
directamente a un fin exclusivo: a satisfacer solamente la necesidad sexual del
cuerpo, como objeto propio.
5. Esta
reducción intencional y axiológica puede verificarse, según las palabras de
Cristo (Cfr. Mt 5, 27-28), ya en el ámbito de la 'mirada' (del 'mirar') o, más
bien, en el ámbito de un acto puramente interior expresado por la mirada. La
mirada (o, más bien, el 'mirar'), en sí misma, es un acto cognoscitivo. Cuando
en la estructura interior entra la concupiscencia, la mirada asume un carácter
de 'conocimiento deseoso'. La expresión bíblica 'mira para desear' puede
indicar tanto un acto cognoscitivo, del que 'se sirve' el hombre deseando (es
decir, confiriéndole el carácter propio del deseo que tiende hacia un objeto),
como un acto cognoscitivo, que suscita el deseo en el otro sujeto y sobre todo
en su voluntad y en su 'corazón'. Como se ve, es posible atribuir una
interpretación intencional a un acto interior teniendo presente el uno y el
otro polo de la psicología del hombre: el conocimiento o el deseo entendido
como appetitus. (El appetitus es algo mas amplio que el 'deseo', porque indica
todo lo que se manifiesta en el sujeto como 'aspiración', y como tal, se
orienta siempre hacia un fin, esto es, hacia un objeto conocido bajo el aspecto
del valor). Sin embargo, una interpretación adecuada de las palabras de Mt 5,
27-28 exige que a través de la intencionalidad propia del conocimiento o del
appetitus percibamos algo más, es decir, la intencionalidad de la existencia
misma del hombre en relación con el otro hombre; en nuestro caso: del hombre en
relación con la mujer y de la mujer en relación con el hombre.
Nos
convendrá volver sobre este tema. Al finalizar la reflexión de hoy es necesario
añadir aún que en ese 'deseo', en el 'mirar para desear', del que trata rata el
Sermón de la Montaña, la mujer, para el hombre que 'mira' así, deja de existir
como sujeto de la eterna atracción y comienza a ser solamente objeto de
concupiscencia carnal. A esto va unido el profundo alejamiento interno del
significado esponsalicio del cuerpo, del que hemos hablado ya en la reflexión
precedente.