Sobre el Matrimonio
Catequesis de Juan Pablo
(segunda serie)
(vea
también 1ª serie)
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Análisis de las palabras del Sermón de la Montaña
referentes al adulterio (1) 24. IX.80
Análisis de las palabras del Sermón de la Montaña
referentes al adulterio (2) 1.X.1980
Análisis de las palabras del Sermón de la Montaña
referentes al adulterio (3) 8.X.80
El 'ethos' del Evangelio y la 'praxis' humana 15.X.80
Dignidad del cuerpo y del sexo según el Evangelio 22.X.1980
El hombre llamado al amor 29.X.80
Los valores profundos y esenciales hacia los que
Cristo dirige el corazón del hombre 5.XI.80
Relación reciproca entre lo 'ético' y lo 'erótico'
según el Sermón de la Montaña 12.XI.80
El 'ethos' de la Redención del cuerpo 3.XII.80
Tensión entre carne y espíritu en el corazón del
hombre 17.XII.80
Las enseñanzas del Sermón de la montaña sobre la pureza de corazón 14.V.81
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1. En el
Sermón de la Montaña, Cristo dice: 'Habéis oído que fue dicho no adulterarás. Pero
yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola ya adulteró con ella en
su corazón' (Mt 5, 27-28)
Desde
hace algún tiempo tratamos de penetrar en el significado de esta enunciación,
analizando cada uno de sus componentes para comprender mejor el conjunto del
texto.
Cuando
Cristo habla del hombre que 'mira para desear', no indica sólo la dimensión de
la intencionalidad de 'mirar', por tanto del conocimiento concupiscente, la
dimensión 'psicológica', sino que indica también la dimensión de la
intencionalidad de la existencia misma del hombre. Ese decir, demuestra quién
'es', o más bien, en quién 'se convierte', para la hombre, la mujer a la que él
'mira con concupiscencia'. En este caso la intencionalidad del conocimiento
determina y define la intencionalidad misma de la existencia. En la situación
descrita por Cristo esa dimensión pasa unilateralmente del hombre, que es
sujeto, hacia la mujer, que se convierte en objeto pero esto no quiere decir
que esa dimensión sean solamente unilateral); por ahora no invertimos la
situación analizada, ni la extendemos a ambas partes, a los dos sujetos. Detengámosnos
en la situación trazada por Cristo, subrayando que se trata de un acto
'puramente interior', escondido en el corazón y fijo en los umbrales de la
mirada.
Basta
constatar que en este caso la mujer la cual, a causa de la subjetividad
personal existe perennemente 'para el hombre' esperando que también él, por el
mismo motivo, exista 'para ella' queda privada del significado de su atracción
en cuanto persona, la cual, aún siendo propia del 'eterno femenino', se
convierte, al mismo tiempo, para el hombre solamente en objeto de: esto es,
comienza a existir intencionalmente como objeto de potencial satisfacción de la
necesidad sexual inherente a su masculinidad. Aunque el acto sea totalmente
interior, escondido en el corazón y expresado sólo por la 'mirada', en el se
realiza ya un cambio (subjetivamente unilateral) de la intencionalidad misma de
la existencia. Si no fuese así, si no se tratase de un cambio tan profundo, no
tendrían sentido las palabras siguientes de la misma frase: 'Ya adulteró con
ella en su corazón' (Mt 5, 28).
2. Ese
cambio de la intencionalidad de la existencia, mediante el cual una determinada
mujer comienza a existir para un determinado hombre, no como sujeto de llamada
y atracción personal o sujeto de 'comunión', sino exclusivamente como objeto de
potencial satisfacción de la necesidad sexual, se realiza en el corazón en
cuanto que se ha realizado en la voluntad. La misma intencionalidad
cognoscitiva no quiere decir todavía esclavitud del 'corazón'. Sólo cuando la reducción
intencional, que hemos ilustrado antes, arrastra a la voluntad a su estrecho
horizonte; cuando suscita su decisión de una relación con otro ser humano (en
nuestro caso, con la mujer) según la escala de valores propia de la
'concupiscencia', sólo entonces se puede decir que el 'deseo' se ha enseñoreado
también del 'corazón'. Sólo cuando la 'concupiscencia' se ha adueñado de la
voluntad es posible decir que domina en la subjetividad de la persona y que
está en la base de la voluntad y de la posibilidad de elegir o decidir, a
través de la cual, en virtud de la autodecisión o autodeterminación se
establece el modo mismo de existir con relación a otra persona. La
intencionalidad de semejante existencia adquiere entonces una plena dimensión
subjetiva.
3. Sólo
entonces esto es, desde ese momento subjetivo y en su prolongación subjetiva es
posible confirmar lo que leímos, por ejemplo, en el Sirácida (23, 1722) acerca
del hombre dominado por la concupiscencia, y que leemos con descripciones
todavía más elocuentes en la literatura mundial. Entonces podemos hablar
también de esa 'constricción' más o menos completa que por otra parte se llama
'constricción del cuerpo' y que lleva consigo la pérdida de la 'libertad del
don' connatural a la conciencia profunda del significado esponsalicio del
cuerpo, del que hemos hablado también en los análisis precedentes.
4.
Cuando hablamos del 'deseo' como transformación de la intencionalidad de una
existencia concreta, por ejemplo, del hombre, para el cual (según Mt 5,27-28) una
mujer se convierte sólo en objeto de potencial satisfacción de la 'necesidad
sexual' inherente a su masculinidad, no se trata en modo alguno deponer en
cuestión esa necesidad, como dimensión objetiva de la naturaleza humana con la
finalidad procreadora que le es propia. Las palabras de Cristo en el Sermón de
la Montaña (en todo su amplio contexto) están lejos del maniqueísmo, como
también lo está la auténtica tradición cristiana. En este caso, no pueden
surgir, pues, objeciones sobre el particular. Se trata, en cambio, del modo de
existir del hombre y de la mujer como personas, o sea, de ese existir en un
recíproco 'para', el cual incluso basándose en lo que según la objetiva
dimensión de la naturaleza humana, puede definirse como 'necesidad sexual' puede
y debe servir para la construcción de la unidad 'de comunión' en sus relaciones
recíprocas. En efecto, éste es el significado fundamental propio de la perenne
y recíproca atracción de la masculinidad y de la feminidad, contenida en la
realidad misma de la constitución del hombre como persona, cuerpo y sexo al
mismo tiempo.
5. A la
unión o 'comunión' personal, a la que están llamados 'desde el principio' el
hombre y la mujer recíprocamente, no corresponde, sino más bien está en
oposición, la circunstancia eventual de que una de las dos personas exista sólo
como sujeto de satisfacción de la necesidad sexual y la otra se convierta
exclusivamente en objeto de esta satisfacción. Además, no corresponde a esta
unidad de 'comunión' más aún, se opone a ella el caso de que ambos, el hombre y
la mujer, existan mutuamente como objeto de la satisfacción de la necesidad
sexual y cada una, por su parte, sea solamente sujeto de esa satisfacción. Esta
'reducción' de un contenido tan rico de la recíproca y perenne atracción de las
personas humanas, en su masculinidad o feminidad, no corresponde precisamente a
la 'naturaleza' de la atracción en cuestión. Esta 'reducción', en efecto,
extingue el significado personal y 'de Comunión', propio del hombre y de la
mujer, a través del cual, según Gen 2,24, 'el hombre... se unirá a su mujer y
vendrán a ser los dos una sola carne'. La 'concupiscencia' aleja la dimensión
intencional de la existencia recíproca del hombre y de la mujer de las
perspectivas personales y 'de comunión' propias de su perenne y recíproca
atracción, reduciéndola y, por decirlo así, empujándola hacia dimensiones
utilitarias, en cuyo ámbito el ser humano se sirve del otro ser humano,
usándolo solamente para satisfacer las propias 'necesidades'.
6.
Parece que se puede encontrar precisamente este contenido, cargado de
experiencia interior humana, propia de pocas y ambientes diversos, en la
concisa afirmación de Cristo en el Sermón de la Montaña. Al mismo tiempo, en
algún caso no se puede perder de vista el significado que esta afirmación
atribuye a la 'interioridad' del hombre, a la dimensión integral del 'corazón'
como dimensión del hombre interior. Aquí está el núcleo mismo de la
transformación del ethos hacia el que tienden las palabras de Cristo según Mt
5, 27-28 expresadas con potente fuerza y a la vez con maravillosa sencillez.
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1. Llegamos
en nuestro análisis a la tercera parte del enunciado de Cristo en el Sermón de
la Montaña (Mt 5, 27-28). La primera parte era: 'Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás'. La segunda: 'pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola', está gramaticalmente unida a la tercera: 'ya adulteró con ella en
su corazón'. El método aplicado aquí, que es el de dividir 'romper' el
enunciado de Cristo en tres partes que se suceden, puede parecer artificioso. Sin
embargo, cuando buscamos el sentido ético de todo el enunciado en su totalidad,
puede ser útil precisamente la división del texto empleada por nosotros, con
tal de que no se aplique sólo de manera disyuntiva, sino conjuntiva. Y es lo
que intentamos hacer. Cada una de las distintas partes tiene un contenido
propio y connotaciones que le son específicas, y es precisamente lo que
queremos poner de relieve mediante la división del texto; pero, al mismo
tiempo, se advierte que cada una de las partes se explica en relación directa
con las otras. Esto se refiere, en primer lugar, a los principales elementos
semánticos, mediante los cuales el enunciado constituye un conjunto. He aquí
estos elementos: cometer adulterio, desear cometer adulterio en el cuerpo,
cometer adulterio en el corazón. Resultaría especialmente difícil establecer el
sentido ético del 'desear' sin el elemento indicado aquí últimamente, esto es,
el 'adulterio en el corazón'. El análisis precedente ya tuvo en consideración,
de cierta manera, este elemento; sin embargo, una comprensión más plena de la
frase 'cometer adulterio en el corazón' sólo es posible después de un adecuado
análisis.
2. Como
ya hemos aludido al comienzo, aquí se trata de establecer el sentido ético. El
enunciado de Cristo, en Mt 5, 27-28, toma origen del mandamiento 'no
adulterarás', para mostrar cómo es preciso entenderlo y ponerlo en práctica, a
fin de que abunde en él la 'justicia' que Dios Yahvéh ha querido como
Legislador: a fin de que abunde en mayor medida de la que resultaba de la
interpretación y de la casuística de los doctores del Antiguo Testamento. Si
las palabras de Cristo, en este sentido, tienden a construir el nuevo 'ethos'
(y basándose en el mismo mandamiento), el camino para esto pasa a través del
descubrimiento de los valores que se habían perdido en la comprensión general
veterotestamentaria y en la aplicación de este mandamiento.
3. Desde
este punto de vista es significativa también la formulación del texto de Mt 5,
27-28. El mandamiento 'no adulterarás' está formulado como una prohibición que
excluye de modo categórico un determinado mal moral. Es sabido que la misma ley
(decálogo), además de la prohibición 'no adulterarás', comprende también la
prohibición 'no desearás la mujer de tu prójimo' (Ex 20, 14-17; Dt 5, 18-21). Cristo
no hace vana una prohibición respecto a la otra. Aun cuando hable del 'deseo',
tiende a una clarificación más profunda del 'adulterio'. Es significativo que,
después de haber citado la prohibición 'no adulterarás' como conocida a los
oyentes, a continuación, en el curso de su enunciado, cambie su estilo y la
estructura lógica de regulativa en narrativo afirmativa. Cuando dice 'Todo el
que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón', describe
un hecho interior, cuya realidad pueden comprender fácilmente los oyentes. Al
mismo tiempo, a través del hecho así descrito y calificado, indica cómo es
preciso entender y poner en práctica el mandamiento 'no adulterarás', para que
lleve a la 'justicia' querida por el Legislador.
4. De
este modo hemos llegado a la expresión 'adulteró en el corazón', expresión
clave como parece, para entender su justo sentido ético. Esta expresión es, al
mismo tiempo, la fuente principal para respetar los valores esenciales del
nuevo 'ethos': el ethos del Sermón de la Montaña. Como sucede frecuentemente en
el Evangelio, también aquí volvemos a encontrar una cierta paradoja. En efecto,
¿cómo puede darse el 'adulterio' sin 'cometer adulterio', es decir, sin el acto
exterior que permite individuar el acto prohibido por la ley? Hemos visto cuánto
se interesaba la casuística de los 'doctores de la ley' para precisar este
problema. Pero, aun independientemente de la casuística, parece evidente que el
adulterio sólo puede ser individuado 'en la carne', esto es, cuando los dos, el
hombre y la mujer que se unen entre sí, de modo que se convierten en una sola
carne (Cfr. Gen 2, 24), no son cónyuges legales: esposo y esposa. Por tanto,
qué significado puede tener el 'adulterio cometido en el corazón'? ¿Acaso no se
trata de una expresión sólo metafórica, empleada por el Maestro para realizar
el estado pecaminoso de la concupiscencia?
5. Si
admitiésemos esta lectura semántica del enunciado de Cristo (Cfr. Mt 5, 27-28)
sería necesario reflexionar profundamente sobre las consecuencias éticas que se
derivarían de ella, es decir, sobre las conclusiones acerca de la regularidad
ética del comportamiento. El adulterio tiene lugar cuando el hombre y la mujer
que se unen entre sí, de modo que se convierten en una sola carne (Cfr. Gen 2,
24), esto es, de la manera propia de los cónyuges, no son cónyuges legales. La
individuación del adulterio como pecado cometido 'en el cuerpo' está unida
estrecha y exclusivamente al acto 'exterior', a la convivencia conyugal, que se
refiere también al estado, reconocido por la sociedad, de las personas que
actúan así. En el caso en cuestión, este estado es impropio y no autoriza a tal
acto (de aquí, precisamente, la denominación: 'adulterio').
6.
Pasando a la segunda parte del enunciado de Cristo (esto es, a aquella en la
que comienza a configurarse el nuevo ethos), sería necesario entender la
expresión 'todo el que mira a una mujer deseándola', en relación exclusiva a
las personas según su estado civil, es decir, reconocido por la sociedad, sean
o no cónyuges. Aquí comienzan a multiplicarse los interrogantes. Puesto que no
puede crear dudas el hecho de que Cristo indique el estado pecaminoso del acto
interior de la concupiscencia, manifestada a través de la mirada dirigida a
toda mujer que no sea la esposa de aquel que la mira de ese modo, por tanto,
podemos, e incluso debemos, preguntarnos si con la misma expresión Cristo
admite y comprueba esta mirada, este acto interior de la concupiscencia,
dirigido a la mujer que es esposa del hombre que la mira así. A favor de la
respuesta afirmativa a esta pregunta parece estar la siguiente premisa lógica
(en el caso en cuestión): puede cometer el 'adulterio en el corazón' solamente
el hombre que es sujeto potencial del 'adulterio en la carne'. Dado que este
sujeto no puede ser el hombre esposo con relación a la propia legítima esposa,
el 'adulterio en el corazón', pues, no puede referirse a él, pero puede
culparse a todo otro hombre. Si es el esposo, él no puede cometerlo con
relación a su propia esposa. Sólo él tiene el derecho exclusivo de 'desear', de
'mirar con concupiscencia' a la mujer que es su esposa, y jamás se podrá decir
que por motivo de ese acto interior merezca ser acusado de 'adulterio cometido
en el corazón'. Si en virtud del matrimonio tiene el derecho de 'unirse con su
esposa', de modo que 'los dos serán una sola carne', este acto nunca puede ser
llamado 'adulterio'; análogamente, no puede ser definido 'adulterio cometido en
el corazón' el acto interior del 'deseo' del que trata el Sermón de la Montaña.
7. Esta
interpretación de las palabras de Cristo en Mt 5, 27-28 parece corresponder a
la lógica del decálogo, en el cual, además del mandamiento 'no adulterarás'
(VI), está también el mandamiento 'no desearás la mujer de tu prójimo' (IX). Además,
el razonamiento que se ha hecho en su apoyo tiene todas las características de
la corrección objetiva y de la exactitud. No obstante, queda fundadamente la
duda de si este razonamiento tiene en cuenta todos los aspectos de la
revelación, además de la teología del cuerpo, que deben ser considerados, sobre
todo cuando queremos comprender las palabras de Cristo. Hemos visto ya
anteriormente cuál es el 'peso específico' de esta locución, cuán ricas son las
implicaciones antropológicas y teológicas de la única frase en la que Cristo se
refiere 'al origen' (Cfr. Mt 19, 8). Las implicaciones antropológicas y
teológicas del enunciado del Sermón de la Montaña, en el que Cristo se remite
al corazón humano, confieren al enunciado mismo también un 'peso específico'
propio y a la vez determinan su coherencia con el conjunto de la enseñanza
evangélica. Y por esto debemos admitir que la interpretación presentada arriba,
con toda su objetividad concreta y precisión lógica, requiere cierta ampliación
y, sobre todo, una profundización. Debemos recordar que la apelación al corazón
humano, expresada quizá de modo paradójico (Cfr. Mt 5, 27-28), proviene de
Aquel que 'conocía lo que en el hombre había' (Jn 2, 25). Y si sus palabras
confirman los mandamientos del decálogo (no sólo el sexto, sino también el
noveno), al mismo tiempo expresan ese conocimiento sobre el hombre que como
hemos puesto de relieve en otra parte nos permite unir la conciencia del estado
pecaminoso humano con la perspectiva de la 'redención del cuerpo'(Cfr. Rom 8,
23). Precisamente este 'conocimiento' está en las bases del nuevo 'ethos' que
emerge de las palabras del Sermón de la Montaña. Teniendo en consideración todo
esto, concluimos que, como al entender el 'adulterio en la carne' Cristo somete
a crítica la interpretación errónea y unilateral del adulterio que deriva de la
falta de observar la monogamia (esto es, del matrimonio entendido como la
alianza indefectible de las personas), así también, al entender el 'adulterio
en el corazón', Cristo toma en consideración no sólo el estado real jurídico
del hombre y de la mujer en cuestión. Cristo hace depender la valoración moral
del 'deseo', sobre todo de la misma dignidad personal del hombre y de la mujer
y esto tiene su importancia tanto cuando se trata de personas no casadas como y
quizá todavía más cuando son cónyuges, esposo y esposa. Desde este punto de
vista, nos convendrá completar el análisis de las palabras del Sermón de la
Montaña, y lo haremos la próxima vez.
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1.
Quiero concluir hoy el análisis de las palabras que pronunció Cristo en el
Sermón de la Montaña sobre el 'adulterio' y sobre la 'concupiscencia', y en
particular de la última frase del enunciado, en la que se define
específicamente a la 'concupiscencia de la mirada' como 'adulterio cometido en
el corazón'. Ya hemos constatado anteriormente que dichas palabras se entienden
ordinariamente como deseo de la mujer del otro (es decir, según el espíritu del
noveno mandamiento del decálogo). Pero parece que esta interpretación más
restrictiva puede y debe ser ampliada a la luz del contexto global. Parece que
la valoración moral de la concupiscencia (del 'mirar para desear'), a la que
Cristo llama 'adulterio cometido en el corazón', depende, sobre todo, de la
misma dignidad personal del hombre y de la mujer; lo que vale tanto para
aquellos que no están unidos en matrimonio como y quizá más aún para los que
son marido y mujer.
2. El
análisis que hasta ahora hemos hecho del enunciado de Mt 5, 27-28: 'Habéis oído
que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón', indica la necesidad de ampliar
y, sobre todo, de profundizar la interpretación presentada anteriormente
respecto al sentido ético que contiene este enunciado. Nos detenemos en la
situación descrita por el Maestro, situación en la que aquel que 'comete
adulterio en el corazón', mediante un acto interior de concupiscencia
(expresado por la mirada), es el hombre. Resulta significativo que Cristo, al
hablar del objeto de este acto, no subraya que es 'la mujer del otro' o la
mujer que no es la propia esposa, sino que dice genéricamente la mujer. El
adulterio cometido 'en el corazón' no se circunscribe a los límites de la
relación interpersonal, que permiten individuar el adulterio cometido 'en el
cuerpo'. No son estos límites los que deciden exclusiva y esencialmente el
adulterio cometido 'en el corazón', sino la naturaleza misma de la
concupiscencia, expresada en este caso a través de la mirada, esto es, por el
hecho de que el hombre del que, a modo de ejemplo, habla Cristo 'mira para
desear'. El adulterio 'en el corazón' se comete no sólo porque el hombre 'mira'
de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira así a
una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su esposa cometería
el mismo adulterio 'en el corazón'.
3. Esta
interpretación parece considerar, de modo más amplio, lo que en el conjunto de
los presentes análisis se ha dicho sobre la concupiscencia, y en primer lugar
sobre la concupiscencia de la carne, como elemento permanente del estado
pecaminoso del hombre (status naturae lapsae). La concupiscencia, que, como
acto interior, nace de esta base (como hemos tratado de indicar en el análisis
precedente), cambia la intencionalidad misma del existir de la mujer 'para' el
hombre, reduciendo la riqueza de la perenne llamada a la comunión de las
personas, la riqueza del profundo atractivo de la masculinidad y de la
feminidad, a la mera satisfacción de la 'necesidad' sexual del cuerpo (a la que
parece unirse más de cerca el concepto de 'instinto'). Una reducción tal hace,
sí, que la persona (en este caso, la mujer) se convierta para la otra persona
(para el hombre) sobre todo en objeto de la satisfacción potencial de la propia
'necesidad' sexual. Así se deforma ese recíproco 'para', que pierde su carácter
de comunión de las personas en favor de la función utilitaria. El hombre que
'mira' de este modo, como escribe Mt 5, 27-28 'se sirve' de la mujer, de su
feminidad, para saciar el propio 'instinto'. Aunque no lo haga con un acto
exterior, ya en su interior ha asumido esta actitud, decidiendo así
interiormente respecto a una determinada mujer. En esto precisamente consiste
el adulterio 'cometido en el corazón'. Este adulterio 'en el corazón' puede
cometerlo también el hombre con relación a su propia mujer si la trata
solamente como objeto de satisfacción del instinto.
4. No es
posible llegar a la segunda interpretación de las palabras de Mt 5,27-28 si nos
limitamos a la interpretación puramente psicológica de la concupiscencia, sin
tener en cuenta lo que constituye su específico carácter teológico, es decir,
la relación orgánica entre la concupiscencia (como acto) y la concupiscencia de
la carne como, por decirlo así, disposición permanente que deriva del estado
pecaminoso del hombre. Parece que la interpretación puramente psicológica (o
sea, 'sexológica') de la 'concupiscencia' no constituye una base suficiente
para comprender el relativo texto del Sermón de la Montaña. En cambio, si nos
referimos a la interpretación teológica, sin infravalorar lo que en la primera
interpretación (la psicológica) permanece inmutable , ella, esto es, la segunda
interpretación (la teológica), se nos presenta como más completa. En efecto,
gracias a ella resulta más claro también el significado ético del enunciado
clave del Sermón de la Montaña, el que nos da la adecuada dimensión del ethos del
Evangelio.
5. Al
delinear esta dimensión, Cristo permanece fiel a la ley. 'No penséis que he
venido a abrogar la ley y los profetas; no he venido a abrogarla, sino a
consumarla' (Mt 5, 17). En consecuencia, demuestra cuánta necesidad tenemos de
descender en profundidad, cuánto necesitamos descubrir a fondo las
interioridades del corazón humano, a fin de que este corazón pueda llegar a ser
un lugar de 'cumplimiento' de la ley. El enunciado de Mt 5, 27-28 que hace
manifiesta la perspectiva interior del adulterio cometido 'en el corazón' y en
esta perspectiva señala los caminos justos para cumplir el mandamiento: 'no
adulterarás', es un argumento singular de ello. Este enunciado (Mt 5, 27-28),
efectivamente, se refiere a la esfera en la que se trata de modo particular de
la 'pureza del corazón' (Cfr. Mt 5, 8) (expresión que en la Biblia como es
sabido tiene un significado amplio). También en otro lugar tendremos ocasión de
considerar cómo el mandamiento 'no adulterarás' el cual, en cuanto al modo en
que se expresa y en cuanto al contenido, es una prohibición unívoca y severa
(como el mandamiento 'no desearás la mujer de tu prójimo': Ex 20,17) se cumple
precisamente mediante la 'pureza de corazón'. Dan testimonio indirectamente de
la severidad y fuerza de la prohibición las palabras siguientes del texto del
Sermón de la Montaña, en las que Cristo habla figurativamente de 'sacar el ojo'
y de 'cortar la mano' cuando estos miembros fuesen causa de pecado (Cfr. Mt 5,
29-30). Hemos constatado anteriormente que la le legislación del Antiguo
Testamento, aun cuando abundaba en castigos marcados por la severidad, sin
embargo, no contribuía 'a dar cumplimiento ala ley', porque su casuística
estaba contramarcada por múltiples compromisos con la concupiscencia de la carne.
En cambio, Cristo enseña que el mandamiento se cumple a través de la 'pureza de
corazón' de la cual no participa el hombre sino a precio de firmeza en relación
con todo lo que tiene su origen en la concupiscencia de la carne: Adquiere la
'pureza de corazón' quien sabe exigir coherentemente a su 'corazón': a su
'corazón' y a su 'cuerpo'.
6. El
mandamiento 'no adulterarás' encuentra su justa motivación en la
indisolubilidad del matrimonio, en el que el hombre y la mujer, en virtud del
originario designio del Creador, se unen de modo que 'los dos se convierten en
una sola carne' (Cfr. Gen 2, 24). El adulterio contrasta, por su esencia, con
esta unidad, en el sentido de que esta unidad corresponde a la dignidad de las
personas. Cristo no sólo confirma este significado esencial ético del
mandamiento, sino que tiende a consolidarlo en la misma profundidad de la
persona humana. La nueva dimensión del ethos está unida siempre con la
revelación de esa profundidad que se llama 'corazón' y con su liberación de la
'concupiscencia', de modo que en ese corazón pueda resplandecer más plenamente
el hombre: varón y mujer, en toda la verdad del recíproco 'para'. Liberado de
la constricción y de la disminución del espíritu que lleva consigo la
concupiscencia de la carne, el ser humano: varón y mujer, se encuentra
recíprocamente en la libertad del recíproco donarse, puesto que ambos, marido y
mujer, deben formar la unidad sacramental querida por el mismo Creador, como
dice Gen 2, 24.
7. Como
es evidente, la exigencia que en el Sermón de la Montaña propone Cristo a todos
sus oyentes, actuales y potenciales, pertenece a espacio interior en que el
hombre precisamente el que le escucha debe descubrir de nuevo la plenitud
perdida de su humanidad y quererla recuperar. Es. plenitud en la relación
recíproca de las personas: del hombre y de la mujer el Maestro la reivindica en
Mt 5,.27-28, pensando sobre todo en la indisolubilidad del matrimonio, pero
también en toda otra forma de convivencia de los hombres y de las mujeres, de
esa convivencia que constituye la pura y sencilla trama de la existencia. La
vida humana, por su naturaleza, es 'coeducativa', y su dignidad y su equilibrio
dependen, en cada momento de la historia y en cada punto de longitud y latitud
geográfica, de 'quién' será ella para él y él para ella. Las palabras que
Cristo pronunció en el Sermón de la Montaña tienen indudablemente este alcance
universal y a la vez profundo. Sólo así pueden ser entendidas en la boca de
Aquel que hasta el fondo 'conocía lo que en el hombre había' (Jn 2, 25), y que,
al mismo tiempo, llevaba en sí el misterio de la 'redención del cuerpo', como
dirá San Pablo. ¿Debemos temer la severidad de estas palabras o más bien tener
confianza en su contenido salvífico, en su potencia? En todo caso, el análisis
realizado de las palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña
abre el camino a ulteriores reflexiones indispensables para tener plena
conciencia del hombre 'histórico', y sobre todo del hombre contemporáneo: de su
conciencia y de su 'corazón'.
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1.
Durante nuestros numerosos encuentros de los miércoles hemos hecho un análisis
detallado de las palabras del Sermón de la Montaña en las que Cristo hace
referencia al 'corazón' humano. Como ya sabemos, sus palabras son exigentes. Cristo
dice: 'Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el
que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón' (Mt 5,
27-28). Esta llamada al corazón pone en claro la dimensión de la interioridad
humana, la dimensión del hombre interior, propia de la ética y más aún de la
teología del cuerpo. El deseo, que surge en el ámbito de la concupiscencia de
la carne, es al mismo tiempo una realidad interior y teológica que, en cierto
modo, experimenta todo hombre 'histórico'. Y precisamente este hombre aun
cuando no conozca las palabras de Cristo debe plantearse continuamente la
pregunta acerca del propio 'corazón'. Las palabras de Cristo hacen
particularmente explícita esta pregunta: ¿Se acusa al corazón o se le llama al
bien? Y ahora intentamos considerar esta pregunta al final de nuestras
reflexiones y análisis, unidos con la frase tan concisa y a la vez categórica
del Evangelio, tan cargada de contenido teológico, antropológico y ético. Al
mismo tiempo se presenta una segunda pregunta más 'práctica': ¿cómo 'puede' y
'debe' actuar el hombre que acoge las palabras de Cristo en el Sermón de la
Montaña, el hombre que acepta el ethos del Evangelio y, en particular, lo
acepta en este campo?
2. Este
hombre encuentra en las consideraciones hechas hasta ahora la respuesta, al
menos indirecta, a las dos preguntas: ¿cómo 'puede' actuar, esto es, con que
puede contar en su 'intimidad', en la fuente de sus actos 'interiores' o
'exteriores'? Y además: ¿cómo 'debería' actuar, es decir, de que modo los
valores conocidos según la 'escala' revelada en el Sermón de la Montaña
constituyen un deber de su voluntad y de su 'corazón', de sus deseos y de sus
opciones? ¿De que modo le 'obligan' en la acción, en el comportamiento, si,
acogidas mediante el conocimiento, le 'comprometen' ya en el pensar y de alguna
manera en el 'sentir'? Estas preguntas son significativas para la praxis
humana, e indican un vínculo orgánico de la praxis misma con el ethos. La moral
viva es siempre ethos de la praxis humana.
3. Se
puede responder de diverso modo a dichas preguntas. Efectivamente, tanto en el
pasado como hoy se dan diversas respuestas. Esto lo confirma una literatura
amplia. Más allá de las respuestas que en ella encontramos, es necesario tener
en consideración el número infinito de respuestas que el hombre concreto da a
estas preguntas por sí mismo, las que, en la vida de cada uno, da repetidamente
su conciencia, su conocimiento y sensibilidad moral. Precisamente en este
ámbito se realiza continuamente una compenetración del 'ethos' y de la
'praxis'. Aquí viven la propia vida (no exclusivamente 'teórica') cada uno de
los principios, es decir, las normas de la moral con sus motivaciones
elaboradas y divulgadas por moralistas, pero también las que elaboran
ciertamente no sin una conexión con el trabajo de los moralistas y de los
científicos cada uno de los hombres, como autores y sujetos directos de la
moral real, como coautores de su historia, de los cuales depende también el
nivel de la moral misma, su progreso o su decadencia. En todo esto se confirma
de nuevo en todas partes y siempre ese 'hombre histórico' al que habló una vez
Cristo, anunciando la Buena Nueva evangélica con el Sermón de la Montaña, donde
entre otras cosas dijo la frase que leemos en Mt 5 27-28: 'Habéis oído que fue
dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón'.
4. El
enunciado de Mateo se presenta estupendamente conciso con relación a todo lo
que sobre este tema se ha escrito en la literatura mundial. Y quizá
precisamente en esto consiste su fuerza en la historia del ethos. Es preciso,
al mismo tiempo, darse cuenta del hecho de que la historia del ethos discurre
por un cauce multiforme, en el que cada una de las corrientes se acerca o se
aleja mutuamente. El hombre 'histórico' valora siempre, a su modo, el propio
'corazón', lo mismo que juzga también el propio 'cuerpo': y así pasa del polo
del pesimismo al polo del optimismo, de la severidad puritana al permisivismo
contemporáneo. Es necesario darse cuenta de ello para que el ethos del Sermón
de la Montaña pueda tener siempre una debida transparencia en relación a las
acciones y a los comportamientos del hombre. Con este fin es necesario hacer
todavía algunos análisis.
5.
Nuestras reflexiones sobre el significado de las palabras de Cristo según Mt 5
27-28 no quedarían completas si no nos detuviéramos al menos brevemente sobre
lo que se puede llamar el eco de estas palabras en la historia del pensamiento
humano y de la valoración del ethos. El eco es siempre una transformación de la
voz y de las palabras que la voz expresa. Sabemos por experiencia que esta
transformación a veces está llena de misteriosa fascinación. En el caso en
cuestión, ha ocurrido más bien lo contrario. Efectivamente, a las palabras de
Cristo se les ha quitado más bien su sencillez y profundidad y se les ha
conferido un significado lejano del que en ellas se expresa; a fin de cuentas,
un significado incluso que contrasta con ellas. Pensamos ahora en todo lo que
apareció, al margen del cristianismo, bajo el nombre de maniqueísmo, y que ha
intentado también entrar en el. terreno del cristianismo por lo que respecta
precisamente a la teología y el ethos del cuerpo. Es sabido que, en su forma
originaria, el maniqueísmo, surgido en Oriente fuera del ambiente bíblico y
originado por el dualismo mazdeísta, individuaba la fuente del mal en la
materia, en el cuerpo y proclamaba, por tanto, la condena de todo lo que en el
hombre es corpóreo. Y puesto que en el hombre la corporeidad se manifiesta
sobre todo a través del sexo, entonces se extendía la condena al matrimonio y a
la convivencia conyugal, además de a las esferas del ser y del actuar, en las
que se expresa la corporeidad.
6. A un
oído no habituado, la evidente severidad de ese sistema podía parecerle en
sintonía con las severas palabras de Mt 5, 29-30 en las que Cristo habla de
'sacar el ojo' o de 'cortar la mano' si estos miembros fuesen la causa del
escándalo. A través de la interpretación puramente 'material' de estas
locuciones, era posible también obtener una óptica maniquea del enunciado de
Cristo, en el que se habla del hombre que ha 'cometido adulterio en el
corazón..., mirando a una mujer para desearla'. También en este caso, la
interpretación maniquea tiende a la condena del cuerpo, como fuente real del
mal, dado que en él, según el maniqueísmo, se oculta y al mismo tiempo se
manifiesta el principio 'ontológico' del mal. Se trataba, pues, de entrever y
aveces se percibía esta condena en el Evangelio, encontrándola donde, en
cambio, se ha expresado exclusivamente una exigencia particular dirigida al
espíritu humano. Nótese que la condena podía y puede ser siempre una
escapatoria para sustraerse a las exigencias propuestas en el Evangelio por
Aquel que 'conocía lo que en el hombre había' (Jn 2, 25). No faltan pruebas de
ello en la historia. Hemos tenido ya la ocasión en parte (y ciertamente la
tendremos todavía) de demostrar en que medida esta exigencia puede surgir
únicamente de una afirmación y no de una negación o de una condena si debe
llevar a una afirmación aún más madura y profunda, objetiva y subjetivamente. Y
a esta afirmación de la feminidad y masculinidad del ser humano, como dimensión
personal del 'ser cuerpo', deben conducir las palabras de Cristo según Mt 5,
27-28. Este es el justo significado ético de estas palabras. Ellas imprimen en
las páginas del Evangelio una dimensión peculiar del ethos para imprimirla
después en la vida humana. Trataremos de reanudar este tema en nuestras
reflexiones sucesivas.
El
maniqueísmo contiene y lleva a maduración los elementos característicos de toda
'gnosis', esto es, el dualismo de los principios coeternos y radicalmente
opuestos y el concepto de una salvación que se realiza sólo a través del
conocimiento (gnosis) o la autocomprensión de si mismos. En todo el mito
maniqueo hay un solo héroe y una sola situación que se repite siempre: el alma
caída está aprisionada en la materia y es liberada por el conocimiento.
La
actual situación histórica es negativa para el hombre, porque es una mezcla
provisoria y anormal de espíritu y de materia, de bien y de mal, que supone un
estado antecedente. original, en el cual las dos sustancias estaban separadas e
independientes. Por eso hay tres 'tiempos': el initium, o sea, la separación
primordial; el medium, es decir, la mezcla actual; y el finis, que consiste en
el retorno a la división original, en la salvación, que implica una ruptura
total entre espíritu y materia.
La
materia es, en el fondo, concupiscencia, apetito perverso del placer, instinto
de muerte, comparable, sino idéntico, al deseo sexual, a la 'Libido'. Es una
fuerza que trata de asaltar a la luz; es movimiento desordenado, deseo bestial,
brutal, semiinconsciente. Adán y Eva fueron engendrados por dos demonios;
nuestra especie nació de una sucesión de actos repugnantes de canibalismo y de
sexualidad y conserva los signos de este origen diabólico, que son el cuerpo,
el cual es la forma animal de los 'Arcontes del infierno', y la 'Libido', que
impulsa al hombre a unirse y a reproducirse, esto es, a mantener al alma
luminosa siempre en prisión. El hombre, si quiere ser salvado, debe tratar de
liberar su 'yo viviente' de la carne y del cuerpo. Puesto que la materia tiene
en la concupiscencia su expresión suprema, el pecado capital está en la unión
sexual (fornicación), que es brutalidad y bestialidad y que hace de los hombres
los instrumentos y los cómplices del mal por la procreación. Los elegidos
constituyen el grupo de los perfectos, cuya virtud tiene una característica
ascética, realizando la abstinencia mandada por los tres 'sellos': el 'sello de
la boca' prohibe toda blasfemia y manda la abstención de la carne, de la
sangre, del vino, de toda bebida alcohólica, y también el ayuno; el 'sello de
las manos' manda el respeto de la vida (de la 'luz') encerrada en los cuerpos,
en las semillas, en los árboles y prohibe recoger los frutos, arrancar las
plantas, quitar la vida a los hombres y a los animales; el "sello del
seno" prescribe una continencia total [cfr. H.CH. PUFCH, Le Manich isme:
son fondateur sa doetrine t. LVI (París, Mus Guimet, 1949) p.7988; H. CH.
PUECH, Le Manicheisme, en Histoire des Religions
(Encyclopédie de la Pleiade, 11), Gallimard, 1972,; RIES, Manichéisme, en
Catholioisme hier, aujourdhoui, demain, 34 (Lila, Letouzey An 1977)
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1. En el
encuentro de los miércoles, desde hace ya bastante tiempo, ocupa el centro de
nuestras reflexiones el siguiente enunciado de Cristo en el Sermón de la
Montaña: 'Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo
el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (con respecto a ella)
en su corazón' (Mt 5, 27-28). Estas palabras tienen un significado esencial
para toda la teología del cuerpo contenida en la enseñanza de Cristo. Por
tanto, justamente atribuimos gran importancia a su correcta comprensión e
interpretación. Ya constatamos en nuestra reflexión precedente que la doctrina
maniquea, en sus expresiones, tanto primitivas como posteriores, está en
contraste con estas palabras.
Efectivamente,
no es posible encontrar en la frase del Sermón de la Montaña, que hemos
analizado, una 'condena' o una acusación contra el cuerpo. Si acaso, se podría
entrever allí una condena del corazón humano. Sin embargo, nuestras reflexiones
hechas hasta ahora manifiestan que, si las palabras de Mt 5, 27-28 contienen
una acusación, el objeto de ésta es sobre todo el hombre de la concupiscencia. Con
estas palabras no se acusa al corazón, sino que se le somete a un juicio, o
mejor, se le llama a un examen crítico; más aún, autocrítico: ceda o no a la
concupiscencia de la carne. Penetrando en el significado profundo de la
enunciación de Mt 5, 27-28 debemos constatar, sin embargo, que el juicio que
allí se encierra acerca del 'deseo', como acto de concupiscencia de la carne,
contiene en sí no la negación, sino más bien la afirmación del cuerpo como
elemento que juntamente con el espíritu determina la subjetividad ontológica
del hombre y participa en su dignidad de persona. Así, pues, el juicio sobre la
concupiscencia de la carne tiene un significado esencialmente diverso del que
puede presuponer la ontología maniquea del cuerpo, y que necesariamente brota
de ella.
2. El
cuerpo, en su masculinidad y feminidad, está llamado 'desde el principio' a
convertirse en la manifestación del espíritu. Se convierte también en esa
manifestación mediante la unión conyugal del hombre y de la mujer cuando se
unen de manera que forman 'una sola carne'. En otro lugar (Cfr. Mt 19, 56)
Cristo defiende los derechos inviolables de esta unidad, mediante la cual el
cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume el valor del signo, signo en
algún sentido sacramental; y además, poniendo en guardia contra la
concupiscencia de la carne, expresa la misma verdad acerca de la dimensión
ontológica del cuerpo y confirma su significado ético, coherente con el
conjunto de su enseñanza. Este significado ético nada tiene en común con la
condena maniquea, y, en cambio, está profundamente compenetrado del misterio de
la 'redención del cuerpo', de que escribirá San Pablo en la Carta a los Romanos
(Cfr. Rom 8, 2-3). La 'redención del cuerpo' no indica, sin embargo, el mal
ontológico como atributo constitutivo del cuerpo humano, sino que señala
solamente el estado pecaminoso del hombre, por el que, entre otras cosas, éste
ha perdido el sentido límpido del significado esponsalicio del cuerpo, en el
cual se expresa el dominio interior y la libertad del espíritu. Se trata aquí
como ya hemos puesto de relieve anteriormente de una pérdida 'parcial',
potencial, donde el sentido del significado esponsalicio del cuerpo se
confunde, en cierto modo, con la concupiscencia y permite fácilmente ser
absorbido por ella.
3. La
interpretación apropiada de las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, como
también la 'praxis' en la que se realizará sucesivamente el ethos auténtico del
Sermón de la Montaña, deben ser absolutamente liberadas de elementos maniqueos
en el pensamiento y en la actitud. Una actitud maniquea llevaría a un
'aniquilamiento', si no real, al menos intencional del cuerpo, a una negación
del valor del sexo humano, de la masculinidad y feminidad de la persona humana,
o, por lo menos, sólo a la 'tolerancia' en los límites de la 'necesidad'
delimitada por la necesidad misma de la procreación. En cambio, basándose en
las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña, el ethos cristiano se
caracteriza por una transformación de la conciencia y de las actitudes de la
persona humana, tanto del hombre como de la mujer, capaz de manifestar y
realizar el valor del cuerpo y del sexo según el designio originario del
Creador, puestos al servicio de la 'comunión de las personas' ,que es el
substrato más profundo de la ética y de la cultura humana. Mientras para la
mentalidad maniquea el cuerpo y la sexualidad constituyen, por decirlo así, un
'antivalor', en cambio, para el cristianismo, son siempre un 'valor no bastante
apreciado', como explicar mejor más adelante. La segunda actitud indica cuál
debe ser la forma del ethos en el que el misterio de la 'redención del cuerpo'
se arraiga, por decirlo así, en el suelo 'histórico' del estado pecaminoso del
hombre. Esto se expresa por la fórmula teológica que define el 'estado' del
hombre 'histórico' como 'status naturae lapsae simul ac redemptae'.
4. Es
necesario interpretar las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5,
27-28), a la luz de esta compleja verdad sobre el hombre. Si contienen cierta
'acusación' al corazón humano, mucho más le dirigen una apelación. La acusación
del mal moral, que el 'deseo' nacido de la concupiscencia carnal intemperante
oculta en sí, es, al mismo tiempo, una llamada a vencer este mal. Y si la
victoria sobre el mal debe consistir en la separación de él (de aquí las
severas palabras en el contexto de Mt 5, 27-28),sin embargo, se trata solamente
de separarse del mal del acto (en el caso en cuestión, del acto interior de la
'concupiscencia') y en ningún modo de transferir lo negativo de este acto a su
objeto. Semejante transferencia significaría cierta aceptación quizá no
plenamente aceptación del 'antivalor' maniqueo. Eso no constituiría una
verdadera y profunda victoria sobre el mal del acto, que es mal por esencia
moral, por tanto, mal de naturaleza espiritual; más aún, allí se ocultaría el
gran peligro de justificar el acto con perjuicio del objeto (en lo que consiste
propiamente el error esencial del ethos maniqueo). Es evidente que Cristo, en
Mt 5, 27-28 exige separarse del mal de la 'concupiscencia' (o de la mirada de
deseo desordenado); pero su enunciado no deja suponer en modo alguno que sea un
mal el objeto de ese deseo, esto es, la mujer a la que se 'mira para desearla'.
(Esta precisión parece faltar a veces en algunos textos 'sapienciales').
5.
Debemos precisar, pues, la diferencia entre la 'acusación' y la 'apelación'. Dado
que la acusación dirigida al mal de la concupiscencia es, al mismo tiempo, una
apelación a vencerlo, consiguientemente esta victoria debe unirse a un esfuerzo
para descubrir el valor auténtico del objeto, para que en el hombre, en su
conciencia y en su voluntad, no arraigue el 'antivalor' maniqueo. En efecto, el
mal de la 'concupiscencia', es decir, del acto del que habla Cristo en Mt 5,
27-28, hace, sí, que el objeto al que se dirige constituya para el sujeto
humano un 'valor no bastante apreciado'. Si en las palabras analizadas del
Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28) el corazón humano es 'acusado' de
concupiscencia (o si es puesto en guardia contra esa concupiscencia), a la vez,
mediante las mismas palabras, esta llamado a descubrir el sentido pleno de lo
que en el acto de concupiscencia constituye para él un 'valor no bastante
apreciado'. Como sabemos, Cristo dijo: 'Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón'. El 'adulterio cometido en el
corazón' se puede y se debe entender como privación intencional de esa
dignidad, a la que en la persona en cuestión responde el valor integral de su
feminidad. Las palabras de Mt 5, 27-28 contienen una llamada a descubrir este
valor y esta dignidad y a afirmarlos de nuevo. Parece que sólo entendiendo así
las citadas palabras de Mateo se respeta su alcance semántico. Para concluir
estas concisas consideraciones es necesario constatar, una vez más, que el modo
maniqueo de entender y valorar el cuerpo y la sexualidad del hombre es
esencialmente extraño al Evangelio, no conforme con el significado exacto de
las palabras del Sermón de la Montaña pronunciadas por Cristo. La llamada a
dominar la concupiscencia de la carne brota precisamente de la afirmación de la
dignidad personal del cuerpo y del sexo, y sirve únicamente a esta dignidad. Cometería
un error esencial aquel que quisiese sacar de estas palabras una perspectiva
maniquea.
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1. Desde hace ya mucho tiempo, nuestras reflexiones de los miércoles se centran sobre el siguiente enunciado de Jesucristo en el Sermón de la Montaña: 'Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (en relación a ella) en su corazón' (Mt 5, 27-28). Últimamente hemos aclarado que dichas palabras no pueden entenderse ni interpretarse en clave maniquea. No contienen, en modo alguno, la condenación del cuerpo y de la sexualidad. Encierran solamente una llamada a vencer la triple concupiscencia y, en particular, la concupiscencia de la carne: lo que brota precisamente de la afirmación de la dignidad personal del cuerpo y de la sexualidad, y únicamente ratifica esta afirmación. Es importante precisar esta formulación, o sea, determinar el significado propio de las palabras del Sermón de la Montaña, en las que Cristo apela al corazón humano (Cfr. Mt 5 27-28) no sólo a causa de 'hábitos inveterados' que surgen del maniqueísmo, en el modo de pensar y valorar las cosas, sino también a causa de algunas posiciones contemporáneas que interpretan el sentido del hombre y de la moral. Ricoeur ha calificado a Freud, Marx y Nietzsche como 'maestros de la sospecha' (maitres du soupúon), teniendo presente el conjunto de sistemas que cada uno de ellos representa y quizá, sobre todo, la base oculta y la orientación de cada uno de ellos al entender e interpretar el humanummismo. Parece necesario aludir, al menos brevemente, a esta base y a esta orientación. Es necesario hacerlo para descubrir, por una parte, una significativa convergencia y por otra, también una divergencia fundamental con la hermenéutica, que tiene su fuente en la Biblia, a la que intentamos dar expresión en nuestros análisis. ¿En que consiste la convergencia? Consiste en el hecho de que los intelectuales antes mencionados, los cuales han ejercido y ejercen gran influjo en el modo de pensar y valorar de los hombres de nuestro tiempo, parece que, en definitiva, también juzgan y acusan al 'corazón' del hombre. Aún más, parece que lo juzgan y acusan a causa de lo que en el lenguaje bíblico, sobre todo de San Juan, se llama concupiscencia, la triple concupiscencia.
2. Se
podría hacer aquí una cierta distribución de las partes. En la hermenéutica
nietzschiana, el juicio y la acusación al corazón humano corresponden, en
cierto sentido, a lo que en el lenguaje bíblico se llama 'soberbia de la vida';
en la hermenéutica marxista, a lo que se llama 'concupiscencia de los ojos'; en
la hermenéutica freudiana, en cambio, a lo que se llama 'concupiscencia de la
carne'. La convergencia de estas concepciones con la hermenéutica del hombre
fundada en la Biblia consiste en el hecho de que, al descubrir en el corazón
humano la triple concupiscencia, hubiéramos podido también nosotros limitarnos
a poner ese corazón en estado de continua sospecha. Sin embargo, la Biblia no
nos permite detenernos aquí. Las palabras de Cristo, según Mt 5, 27-28, son
tales que, aun manifestando toda la realidad del deseo y de la concupiscencia,
no permiten que se haga de esta concupiscencia el criterio absoluto de la
antropología y de la ética, o sea, el núcleo mismo de la hermenéutica del
hombre. En la Biblia, la triple concupiscencia no constituye el criterio fundamental
y tal vez único y absoluto de la antropología y de la ética, aunque sea
indudablemente un coeficiente importante para comprender al hombre, sus
acciones y su valor moral. También lo demuestra el análisis que hemos hecho
hasta ahora.
3. Aun
queriendo llegar a una interpretación completa de las palabras de Cristo sobre
el hombre que 'mira con concupiscencia' (Cfr. Mt 5, 27-28), no podemos quedar
satisfechos con una concepción cualquiera de la 'concupiscencia', incluso en el
caso de que se alcanzase la plenitud de la verdad 'psicológica' accesible a
nosotros; en cambio, debemos sacarla de la primera carta de Juan (2, 15-16) y
de la 'teología de la concupiscencia' que allí se encierra. El hombre que 'mira
para desear' es, efectivamente, el hombre de la triple concupiscencia de la
carne. Por eso él 'puede' mirar de este modo e incluso debe ser consciente de
que, abandonando este acto interior al dominio de las fuerzas de la naturaleza,
no puede quitar el influjo de la concupiscencia de la carne. En Mt 5, 2728,
Cristo también trata de esto y llama la atención sobre ellos. Sus palabras se
refieren no sólo al acto concreto de 'concupiscencia', sino, indirectamente,
también al 'hombre de la concupiscencia'.
4. ¿Por
qué estas palabras del Sermón de la Montaña, a pesar de la convergencia de lo
que dicen respecto al corazón humano, con lo que se expresa en la hermenéutica
de los 'maestros de la sospecha', no pueden considerarse como base de dicha
hermenéutica o de otra análoga? Y ¿por qué constituyen ellas una expresión, una
configuración de un ethos totalmente diverso?, ¿diverso no sólo del maniqueo,
sino también del freudiano? Pienso que el conjunto de los análisis y
reflexiones hechos hasta ahora da respuesta a este interrogante. Resumiendo, se
puede decir brevemente que las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28 no nos
permiten detenernos en la acusación al corazón humano y ponerlo en estado de
continua sospecha, sino que deben ser entendidas e interpretadas como una
llamada dirigida al corazón. Esto deriva de la naturaleza misma del 'ethos' de
la redención. Sobre el fundamento de este misterio, al que San Pablo (Rom 8,
23) define 'redención del cuerpo', sobre el fundamento de la realidad llamada
'redención' y, en consecuencia, sobre el fundamento del ethos de la redención
del cuerpo, no podemos detenernos solamente en la acusación al corazón humano,
basándonos en el deseo y en la concupiscencia de la carne. El hombre no puede
detenerse poniendo al 'corazón' en estado de continua e irreversible sospecha a
causa de las manifestaciones de la concupiscencia de la carne y de la Libido
que, entre otras cosas, un psicoanalista pone de relieve mediante el análisis
del subconsciente. La redención es una verdad, una realidad, en cuyo nombre
debe sentirse llamado el hombre, y 'llamado con eficacia'. Debe darse cuenta de
esta llamada también mediante las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28 leídas
de nuevo en el contexto pleno de la revelación del cuerpo. El hombre debe
sentirse llamado a descubrir más aún, a realizar el significado esponsalicio
del cuerpo y a expresar de este modo la libertad interior del don, es decir, de
ese estado y de esa fuerza espirituales que se derivan del dominio de la
concupiscencia de la carne.
5. El
hombre está llamado a esto por la palabra del Evangelio, por tanto, desde 'el
exterior'; pero, al mismo tiempo, está llamado también desde el 'interior'. Las
palabras de Cristo, el cual, en el Sermón de la Montaña, apela al 'corazón',
inducen al oyente, en cierto sentido, a esta llamada interior. Si el oyente
permite que esas palabras actúen en él, podrá oír al mismo tiempo en su
interior algo así como el eco de ese 'principio', de ese buen 'principio' al
que Cristo se refirió una vez más, para recordar a sus oyentes quién es el
hombre, quién es la mujer y quiénes son recíprocamente el uno para el otro en
la obra de la creación. Las palabras que Cristo pronunció en el Sermón de la
Montaña no son una llamada lanzada al vacío. No van dirigidas al hombre
totalmente comprometido en la concupiscencia de la carne, incapaz de buscar
otra forma de relaciones recíprocas en el ámbito del atractivo perenne, que
acompaña la historia del hombre y de la mujer precisamente 'desde el
principio'. Las palabras de Cristo dan testimonio de que la fuerza originaria
(por tanto, también la gracia) del misterio de la creación se convierte para
cada uno de ellos en fuerza (esto es gracia) del misterio de la redención. Esto
se refiere a la misma naturaleza, al mismo substrato de la humanidad de la
persona, a los impulsos más profundos del 'corazón' . ¿Acaso no siente el
hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de Conservar
la dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el
cuerpo gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de
impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de
conferirles el valor supremo, que es el amor?
6. Bien
considerada, esta llamada que encierran las palabras de Cristo en el Sermón de
la Montaña no puede ser un acto separado del contexto de la existencia
concreta. Es siempre aunque sólo en la dimensión del acto al que se refiere el
descubrimiento del significado de toda la existencia, del significado de la
vida, en el que está comprendido también ese significado del cuerpo que aquí
llamamos 'esponsalicio'. El significado del cuerpo es, en cierto sentido, la
antítesis de la Libido freudiana. El significado de la vida es la antítesis de
la hermenéutica 'de la sospecha'. Esta hermenéutica es muy diferente, es
radicalmente diferente de la que descubrimos en las palabras de Cristo en el
Sermón de la Montaña. Estas palabras revelan no sólo otro ethos sino también
otra visión de las posibilidades del hombre. Es importante que él, precisamente
en su 'corazón', no se sienta sólo e irrevocablemente acusado y abandonado a la
concupiscencia de la carne, sino que en el mismo corazón se sienta llamado con
energía. Llamado precisamente a ese valor supremo que es el amor. Llamado como
persona en la verdad de su humanidad; por tanto, también en la verdad de su
masculinidad y feminidad, en la verdad de su cuerpo. Llamado en esa verdad, que
es patrimonio 'del principio', patrimonio de su corazón, más profundo que el
estado pecaminoso heredado, más profundo que la triple concupiscencia. Las
palabras de Cristo, encuadradas en toda la realidad da la realidad de la
creación y de la redención, actualizan de nuevo esa heredad más profunda y le
dan una fuerza real en la vida del hombre. Los valores profundos y esenciales
hacia los que Cristo dirige el corazón del hombre.
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1. En el
curso de nuestras reflexiones semanales sobre el enunciado de Cristo en el
Sermón de la Montaña, en el que El, refiriéndose al mandamiento 'No
adulterarás', compara la 'concupiscencia' ('la mirada concupiscente') con el
'adulterio cometido en el corazón', tratamos de responder a la pregunta: ¿Estas
palabras solamente acusan al 'corazón' humano o son, ante todo, una llamada que
se le dirige? Se entiende que es una llamada de carácter ético; una llamada
importante y esencial para el mismo ethos del Evangelio. Respondamos que dichas
palabras son sobre todo una llamada.
Al mismo
tiempo, tratamos de acercar nuestras reflexiones a los 'itinerarios' que
recorre, en su ámbito, la conciencia de los hombres contemporáneos. Ya en el
precedente ciclo de nuestras consideraciones hemos aludido al eros. Este
término griego, que pasó de la mitología a la filosofía, luego al lenguaje
literario y finalmente a la lengua vulgar, al contrario de la palabra ethos,
resulta extraño y desconocido para el lenguaje bíblico. Si en los presentes
análisis de los textos bíblicos empleamos el término ethos familiar a los
Setenta y al Nuevo Testamento, lo hacemos con motivo del significado general
que ha adquirido en la filosofía y en la teología, abrazando en su contenido
las complejas esferas del bien y del mal, que dependen de la voluntad humana y
están sometidas a las leyes de la conciencia y de la sensibilidad del 'corazón'
humano. El término 'eros' además de ser nombre propio del personaje mitológico,
tiene en los escritos de Platón un significado filosófico, que parece ser
diferente del significado común e incluso del que ordinariamente se le atribuye
en la literatura. Obviamente, debemos tomar aquí en consideración la amplia
gama de significados, que se diferencian entre sí por ciertos matices en lo que
se refiere tanto al personaje mitológico como al contenido filosófico, como,
sobre todo, al punto de vista 'somático' o 'sexual'. Teniendo en cuenta una
gama tan amplia de significados, conviene valorar, de modo también
diferenciado, lo que está en relación con el 'eros y se define como 'erótico'.
2. Según
Platón, el eros representa la fuerza interior, que arrastra al hombre hacia
todo lo que es bueno, verdadero y bello. Esta 'atracción' indica, en tal caso,
la intensidad de un acto subjetivo del espíritu humano. En cambio, en el
significado común como también en la literatura, esta 'atracción' parece ser
ante todo de naturaleza sexual. Suscita la recíproca tendencia de ambos, del
hombre y de la mujer, al acercamiento, a la unión de los cuerpos, a esa unión
de la que habla Gen 2, 24. Se trata aquí de responder a la pregunta de si el
eros connota el mismo significado que tiene en la narración bíblica (sobre todo
en Gen 2, 23-25), que indudablemente atestigua la recíproca atracción y la
llamada perenne de la persona humana a través de la masculinidad y la feminidad
a esa 'unidad en la carne' que, al mismo tiempo, debe realizar la unión
comunión de las personas. Precisamente por esta interpretación del 'eros' (y a
la vez de su relación con el ethos) adquiere importancia fundamental también el
modo en que entendamos la 'concupiscencia' de la que se habla en el Sermón de
la Montaña.
3. Por
lo que parece, el lenguaje común toma en consideración, sobre todo, ese
significado de la 'concupiscencia' que hemos definido anteriormente como
'psicológico' y que también podría ser denominado 'sexológico': esto es,
basándose en premisas que se limitan ante todo a la interpretación naturalista,
'somática' y sexualista del erotismo humano. (No se trata aquí, en modo alguno,
de disminuir el valor de las investigaciones científicas en este campo, sino
que se quiere llamar la atención sobre el peligro de la tendencia reductora y
exclusivista). Ahora bien: en sentido psicológico y sexológico, la
concupiscencia indica la intensidad subjetiva de la tendencia al objeto con
motivo de su carácter sexual (valor sexual). Ese tender tiene su intensidad
subjetiva a causa de la 'atracción' específica que extiende este dominio sobre
la esfera emotiva del hombre e implica su 'corporeidad' (su masculinidad o
feminidad somática). Cuando en el Sermón de la Montaña oímos hablar de la
'concupiscencia' del hombre que 'mira a la mujer para desearla', estas palabras
entendidas en sentido psicológico (sexológico) se refieren a la esfera de los
fenómenos, que en el lenguaje común se califican precisamente como 'eróticos'. En
los límites del enunciado de Mt 5, 27-28, se trata solamente del acto interior,
mientras que 'eróticos' se definen sobre todo esos modos de actuar y de
comportamiento recíproco del hombre y de la mujer que son manifestación externa
propia de estos actos interiores. No obstante, parece estar fuera de toda duda
que razonando así se deba poner casi el signo de igualdad entre 'erótico' y lo
que se 'deriva del deseo' (y sirve para saciar la concupiscencia misma de la
carne). Entonces, si fuese así, las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28
expresarían un juicio negativo sobre lo que es 'erótico' y, dirigidas al
corazón humano, constituirían, al mismo tiempo, una severa advertencia contra
el eros.
4. Sin
embargo, hemos sugerido ya que el término 'eros' tiene muchos matices
semánticos. Y por esto, al querer definir la relación del enunciado del Sermón
de la Montaña (Mt 5, 2728) con la amplia esfera de los fenómenos 'eróticos',
esto es, de esas acciones y de esos comportamientos recíprocos mediante los
cuales el hombre y la mujer se acercan y se unen hasta formar 'una sola carne'
(Cfr. Gen 2, 24), es necesario tener en cuenta la multiplicidad de matices
semánticos del eros. Efectivamente, parece posible que en el ámbito del
concepto de eros teniendo en cuenta su significado platónico se encuentre el
puesto para ese ethos para esos contenidos éticos e indirectamente también
teológicos, los cuales, en el curso de nuestros análisis, han sido puestos de
relieve por la llamada de Cristo al 'corazón' humano en el Sermón de la
Montaña. También el conocimiento de los múltiples matices semánticos del eros y
de lo que, en la experiencia y descripción diferenciada del hombre, en diversas
pocas y en diversos puntos de longitud y latitud geográfica y cultural, se
define como 'erótico', puede ayudar a entender la especifica y compleja riqueza
del 'corazón', al que Cristo se refirió en su enunciado de Mt 5, 27-28.
5. Si
admitimos que el eros significa la fuerza interior que 'atrae' al hombre hacia
la verdad, el bien y la belleza, entonces en el ámbito de este concepto se ve
también abrirse el camino hacia lo que Cristo quiso expresar en el Sermón de la
Montaña. Las palabras de Mt 5, 27-28, si son una acusación' al corazón humano,
al mismo tiempo son más aún una llamada que se le dirige. Esta llamada es la
categoría propia del ethos de la redención. a llamada a lo que es verdadero,
bueno y bello significa al mismo tiempo, el ethos de la redención, la necesidad
de vencer lo que se deriva de la triple concupiscencia. Significa también la
posibilidad y la necesidad de transformar aquello sobre lo cual ha pasado
fuertemente la concupiscencia de la carne. Además, si las palabras de Mt 5,
27-28 representan esta llamada, significan, pues, que, en el ámbito erótico, el
eros y el ethos no divergen entre sí, no se contraponen mutuamente, sino que
están llamados a encontrarse en el corazón humano y a fructificar en este
encuentro. Muy digno del corazón humano es que la forma de lo que es 'erótico'
sea, al mismo tiempo, forma del ethos, es decir, de lo que es 'ético'.
6. Esta
afirmación es muy importante para el ethos y al mismo tiempo para la ética. Efectivamente,
con este último concepto se vincula muy frecuentemente un significado 'negativo',
porque la ética supone normas, mandamientos e incluso prohibiciones. De
ordinario somos propensos a considerar las palabras del Sermón de la Montaña
sobre la 'concupiscencia' (sobre el 'mirar para desear') exclusivamente como
una prohibición una prohibición en la esfera del eros (esto es, en la esfera
'erótica'). Y muy frecuentemente nos contentamos sólo con esta comprensión, sin
tratar de descubrir los valores realmente profundos y esenciales que esta
prohibición encierra; es decir, asegura. No sólo los protege, sino que los hace
también accesibles y los libera si aprendemos a abrir nuestro 'corazón' hacia
ellos. En el Sermón de la Montaña, Cristo nos lo enseña y dirige el corazón del
hombre hacia estos valores.
Según
Platón, el hombre, situado entre el mundo de los sentidos y el mundo de las
ideas, tiene el destino de pasar del primero al segundo. Pero el mundo de las
ideas no está en disposición, por sí solo, de superar el mundo de los sentidos:
sólo puede hacerlo el eros, congénito al hombre. Cuando el hombre comienza a
presentir la existencia de las ideas, gracias a la contemplación de los objetos
existentes en el mundo de los sentidos, recibe el impulso de eros, o sea, del
deseo de las ideas puras. Efectivamente, eros es la orientación del hombre 'sensual'
o 'sensible' hacia lo que es trascendente: la fuerza que dirige al alma hacia
el mundo de las ideas. En El Banquete, Platón describe las etapas de tal
influjo de eros: éste eleva al espíritu del hombre de la belleza de un cuerpo
singular a la de todos los cuerpos (por tanto, a la belleza de la ciencia) y
finalmente a la misma idea de belleza (Cfr. El Banquete 211; La República 541).
Eros no es ni puramente humano ni divino; es algo intermedio (daimonion) e
intermediario. Su principal característica es la aspiración y el deseo
permanentes. Incluso cuando parece dar, eros persiste como 'deseo de poseer' y,
sin embargo, se diferencia del amor puramente sensual por ser el amor que
tiende a lo sublime. Según Platón, los dioses no aman, porque no sienten
deseos, en cuanto que sus deseos están todos saciados. Por tanto, pueden ser
solamente objeto, pero no sujeto de amor (El Banquete 200-207). No tienen,
pues, una relación directa con el hombre; sólo la mediación de eros permite el
lazo de una relación (El Banquete 203). Por tanto, eros es el camino que
conduce al hombre hacia la divinidad, pero no viceversa.
La
aspiración a la trascendencia es, pues, un elemento constitutivo de la
concepción platónica de eros concepción que supera el dualismo radical del mundo
de las ideas y del mundo de los sentidos. Eros permite pasar del uno al otro. Es,
pues, una forma de huida más allá del mundo material, al que el alma tiene que
renunciar, porque la belleza del sujeto sensible tiene valor solamente en
cuanto conduce más alto. Sin embargo, eros es siempre, para Platón, el amor
egocéntrico: tiende a conquistar y a poseer el objeto que, para el hombre,
representa un valor. Amar el bien significa desear poseerlo para siempre. El
amor es, por tanto, siempre un deseo de inmortalidad y también esto demuestra
el carácter egocéntrico de eros (Cfr. A. NYGRkN, Eros et Agap .
La notion chrétienne de él'amour et les transformations I
[París,Aubier, 62] pp.180-200).
Para
Platón, eros es un paso de la ciencia más elemental a la más profunda; es, al
mismo tiempo, la aspiración a pasar de 'lo que no es', y se trata del mal, a lo
que 'existe en plenitud', que es el bien .
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1. Hoy
reanudamos el análisis que comenzamos hace una semana sobre la relación
recíproca entre lo que es 'ético' y lo que es 'erótico'. Nuestras reflexiones
se desarrollan sobre la trama de las palabras que pronunció Cristo en el Sermón
de la Montaña, con las cuales se refirió al mandamiento 'No adulterarás' y, al
mismo tiempo, definió la 'concupiscencia' (la 'mirada concupiscente') como
'adulterio cometido en el corazón'. De estas reflexiones resulta que el ethos
está unido con el descubrimiento de un orden nuevo de valores. Es necesario
encontrar continuamente en lo que es 'erótico' el significado esponsalicio del
cuerpo y la auténtica dignidad del don. Esta es la tarea del espíritu humano,
tarea de naturaleza ética. Si no se asume esta tarea, la misma atracción de los
sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia
carente de valor ético, y el hombre, varón y mujer, no experimenta esa plenitud
del eros que significa el impulso del espíritu humano hacia lo que es
verdadero, bueno y bello, por lo que también lo que es 'erótico' se convierte
en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, pues, que el ethos venga a ser
la forma constitutiva del eros.
2. Estas
reflexiones están estrechamente vinculadas con el problema de la espontaneidad.
Muy frecuentemente se juzga que lo propio del ethos es sustraer la
espontaneidad a lo que es erótico en la vida y en el comportamiento del hombre,
y por ese motivo se exige la supresión del ethos 'en ventaja' del eros. También
las palabras del Sermón de la Montaña parecerían obstaculizar este 'bien'. Pero
esta opinión es errónea y, en todo caso, superficial. Aceptándola y
defendiéndola con obstinación, nunca llegaremos a las dimensiones plenas del
eros y esto repercute inevitablemente en el ámbito de la 'praxis'
correspondiente, esto es, nuestro comportamiento, e incluso en la experiencia
concreta de los valores. Efectivamente, quien acepta el ethos del enunciado de
Mt 5, 2728 debe saber que también está llamado a la plena y madura
espontaneidad de las relaciones, que nacen de la perenne atracción de la
masculinidad y de la feminidad. Precisamente esta espontaneidad es el fruto
gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón.
3. Las
palabras de Cristo son rigurosas. Exigen al hombre que, en el ámbito en que se
forman las relaciones con las personas del otro sexo, tenga plena y profunda
conciencia de los propios actos y, sobre todo, de los actos interiores; que
tenga conciencia de los impulsos internos de su 'corazón', de manera que sea
capaz de individuarlos y calificarlos con madurez. Las palabras de Cristo
exigen que en esta esfera, que parece pertenecer exclusivamente al cuerpo y a
los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser verdaderamente hombre
interior; sepa obedecer a la recta conciencia; sepa ser el auténtico señor de
los propios impulsos íntimos, como guardián que vigila una fuente oculta, y,
finalmente, sepa sacar de todos esos impulsos lo que es conveniente para la
'pureza del corazón', construyendo con conciencia y coherencia ese sentido
personal del significado esponsalicio del cuerpo, que abre el espacio interior
de la libertad del don.
4. Ahora
bien: si el hombre quiere responder a la llamada expresada por Mt 5, 27-28 debe
aprender con perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo, el
significado de la feminidad y de la masculinidad. Debe aprenderlo no sólo a
través de una abstracción objetivizante (aunque también esto sea necesario),
sino sobre todo en la esfera de las reacciones interiores del propio 'corazón'.
Esta es una 'ciencia' que de hecho no puede aprenderse sólo en los libros,
porque se trata aquí en primer lugar del 'conocimiento' profundo de la
interioridad humana. En el ámbito de este conocimiento, el hombre aprende a
discernir entre lo que, por una parte, compone la multiforme riqueza de la
masculinidad y feminidad en los signos que provienen de su perenne llamada y
atracción creadora, y lo que, por otra parte, lleva sólo el signo de la
concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los movimientos internos
del 'corazón', dentro de un cierto límite, se confundan entre sí, sin embargo,
se dice que el hombre interior ha sido llamado por Cristo a adquirir una
valoración madura y perfecta que lo lleve a disentir y juzgar los varios
motivos de su mismo corazón. Y es necesario añadir que esta tarea se puede
realizar y es verdaderamente digna del hombre. Efectivamente, el discernimiento
del que estamos hablando está en una relación esencial con la espontaneidad. La
estructura subjetiva del hombre demuestra, en este campo, una riqueza
específica y una diferenciación clara. Por consiguiente, una cosa es, por
ejemplo, una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo
sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo.
Análogamente, por lo que se refiere a la esfera de las reacciones inmediatas
del 'corazón', la excitación sensual es bien distinta de la emoción profunda
con que no sólo la sensibilidad interior, sino la misma sexualidad reacciona en
la expresión integral de la feminidad y de la masculinidad. No se puede
desarrollar aquí más ampliamente este tema. Pero es cierto que, si afirmamos
que las palabras de Cristo según Mt 5 27-28 son rigurosas, lo son también en el
sentido de que contienen en sí las exigencias profundas relativas a la
espontaneidad humana.
5. No
puede haber esta espontaneidad en todos los movimientos e impulsos que nacen de
la mera concupiscencia carnal, carente en realidad de una opción y de una
jerarquía adecuada. Precisamente a precio del dominio sobre ellos, el hombre
alcanza esa espontaneidad más profunda y madura con la que su 'corazón',
adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo
constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. En cuanto que
este descubrimiento se consolida en la conciencia como convicción y en la
voluntad como orientación, tanto en las posibles opciones como de los simples
deseos, el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra
espontaneidad, de la que nada, o poquísimo, sabe el 'hombre carnal'. No cabe la
menor duda de que, mediante las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, estamos
llamados precisamente a esta espontaneidad. Y quizá la esfera más importante de
la 'praxis' relativa a los actos más 'interiores' es precisamente la que marca
gradualmente el camino hacia dicha espontaneidad.
Este es
un tema amplio que nos convendrá tratar de nuevo, cuando nos dediquemos a
demostrar cuál es la verdadera naturaleza de la evangélica 'pureza de corazón'.
Por ahora terminemos diciendo que las palabras del Sermón de la Montaña, con
las que Cristo llama la atención de sus oyentes de entonces y de hoy sobre la
'concupiscencia' ('mirada concupiscente'), señalan indirectamente el camino
hacia una madura espontaneidad del 'corazón' humano, que no sofoca sus nobles
deseos y aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en cierto sentido,
los facilita.
Baste
por ahora con lo que hemos dicho sobre la relación recíproca entre lo que es
'ético' y lo que es 'erótico' según el ethos del Sermón de la Montaña.
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1. Al
comienzo de nuestras consideraciones sobre las palabras de Cristo en el Sermón
de la Montaña (Mt 5, 27-28) hemos constatado que contienen un profundo
significado ético y antropológico. Se trata aquí del pasaje en el que Cristo
recuerda el mandamiento 'No adulterarás', y añade: 'Todo el que mira a una
mujer deseándola, ya adulteró con ella (o con relación a ella) en su corazón'. Hablamos
del significado ético y antropológico de estas palabras porque aluden a las dos
dimensiones íntimamente unidas del ethos y del hombre 'histórico'. En el curso
de los análisis precedentes hemos intentado seguir estas dos dimensiones,
recordando siempre que las palabras de Cristo se dirigen al 'corazón', esto es,
al hombre interior. El hombre interior es el sujeto específico del ethos del
cuerpo, y Cristo quiere impregnar de esto la conciencia y la voluntad de sus
oyentes y discípulos. Se trata indudablemente de un 'ethos nuevo'. Es 'nuevo'
en relación con el 'ethos' de los hombres del Antiguo Testamento como ya hemos
tratado de demostrar en análisis más desarrollados. Es 'nuevo' también respecto
al estado del hombre 'histórico', posterior al pecado original, esto es,
respecto al 'hombre de la concupiscencia'. Se trata, pues, de un ethos 'nuevo'
en un sentido y en un alcance universales. Es 'nuevo' respecto a todo hombre,
independientemente de cualquier longitud y latitud geográfica e histórica.
2. Este
'nuevo' ethos que emerge de la perspectiva de las palabras de Cristo
pronunciadas en el Sermón de la Montaña, lo hemos llamado ya más veces 'ethos
de la redención' y, más precisamente, ethos de la redención del cuerpo. Aquí
hemos seguido a San Pablo, que en la Carta a los Romanos contrapone 'la
servidumbre de la corrupción' (Rom 8, 21) y la sumisión a 'la vanidad' (Ibid.
8, 20) de la que se hace partícipe toda la creación a causa del pecado al deseo
de la 'redención de nuestro cuerpo' (Ibid 8, 23). En este contexto, el Apóstol
habla de los gemidos de 'toda la creación' que 'abriga la esperanza de que también
ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios' (Ibid 8, 2021). De este modo, San
Pablo desvela la situación de toda la creación, y en particular la del hombre
después del pecado. Para esta situación es significativa la aspiración que
juntamente con la 'adopción de hijos' (Ibid. 8, 23) tiende precisamente a la
'redención del cuerpo' presentada como el fin, como el fruto escatológico y
maduro del misterio de la redención del hombre y del mundo realizada por
Cristo.
3. ¿En
que sentido, pues, podemos hablar del ethos de la redención y especialmente del
ethos de la redención del cuerpo? Debemos reconocer que en el contexto de las
palabras del Sermón de la Montaña (Mt 5 27-28) que hemos analizado, este
significado no aparece todavía en toda su plenitud Se manifestará más
completamente cuando examinemos otras palabras de Cristo; esto es, aquellas en
las que se refiere a la resurrección (Cfr. Mt 22, 30; Mc 12,25; Lc 20 35-36). Sin
embargo, no hay duda alguna de que también en el Sermón de la Montaña Cristo
habla en la perspectiva de la redención del hombre y del mundo (y precisamente,
por tanto, de la 'redención del cuerpo'). De hecho, esta es la perspectiva de
todo el Evangelio, de toda la enseñanza; más aún, de toda la misión de Cristo. Y
aunque el contexto inmediato del Sermón de la Montaña señale a la Ley y a los
Profetas, como el punto de referencia histórico, propio del Pueblo de Dios de
la Antigua Alianza, sin embargo, no podemos olvidar jamás que en la enseñanza
de Cristo la referencia fundamental a la cuestión del matrimonio y al problema
de las relaciones entre el hombre y la mujer se remite al 'principio'. Esta
llamada sólo puede ser justificada por la realidad de la redención; fuera de
ella, en efecto, permanecería únicamente la triple concupiscencia, o sea, esa
'servidumbre de la corrupción' de la que escribe el apóstol Pablo (Rom 8, 21). Solamente
la perspectiva de la redención justifica la referencia al 'principio', o sea, la
perspectiva del misterio de la creación en la totalidad de la enseñanza de
Cristo acerca de los problemas del matrimonio, del hombre y de la mujer y de su
relación recíproca. Las palabras de Mt 5, 27-28 se sitúan, en definitiva, en la
misma perspectiva teológica.
4. En el
Sermón de la Montaña, Cristo no invita al hombre a retornar al estado de la
inocencia originaria, porque la humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás
de sí, sino que lo llama a encontrar sobre el fundamento de los significados
perennes y por así decir, indestructibles de lo que es 'humano' las formas
vivas del 'hombre nuevo. De este modo se establece un vínculo; más aún, una
continuidad entre el 'principio' y la perspectiva de la redención. En el ethos
de la redención del cuerpo deberá reanudarse de nuevo el ethos originario de la
creación. Cristo no cambia la ley, sino que confirma el mandamiento: 'No
adulterarás'; pero, al mismo tiempo, lleva el entendimiento y el corazón de los
oyentes hacia esa 'plenitud de la justicia', querida por Dios creador y
legislador, que encierra este mandamiento en sí. Esta plenitud se descubre:
primero con una visión interior 'el corazón', y luego con un modo adecuado de
ser y de actuar. La forma del hombre 'nuevo' puede surgir de este modo de ser y
de actuar, en la medida en que el ethos de la redención del cuerpo domina la
concupiscencia de la carne ya todo el hombre de la concupiscencia. Cristo
indica con claridad que el camino para alcanzarlo debe ser camino de templanza
y de dominio de los deseos, y esto es la raíz misma, está en la esfera
puramente interior ('todo el que mira para desear...'). El ethos de la
redención contiene en todo ámbito y directamente en la esfera de la
concupiscencia de la carne el imperativo del dominio de sí, la necesidad de una
inmediata continencia y de una templanza habitual.
5. Sin
embargo, la templanza, la continencia no significan si es posible expresarse
así una suspensión en el acto, ni en el acto de los valores, ni en el acto del
sujeto. El ethos de la redención se realiza en el dominio de sí mediante la
templanza, esto es, la continencia de los deseos. En este comportamiento, el
corazón humano permanece vinculado al valor, del cual, a través del deseo, se
hubiera alejado de otra manera, orientándose hacia la mera concupiscencia
carente de valor ético (como hemos dicho en el análisis precedente). En el
terreno del ethos de la redención, la unión con ese valor mediante un acto de
dominio se confirma, o bien se restablece, con una fuerza y una firmeza todavía
más profundas. Y se trata aquí del valor del significado esponsalicio del
cuerpo, del valor de un signo transparente, mediante el cual el Creador junto
con el perenne atractivo recíproco del hombre y de la mujer a través de la
masculinidad y feminidad ha escrito en el corazón de ambos el don de la
comunión, es decir, la misteriosa realidad de su imagen y semejanza. De este
valor se trata en el acto del dominio de sí y de la templanza, a los que llama
Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28).
6. Este
acto puede dar la impresión de la suspensión 'en el vacío del sujeto'. Puede
dar esta impresión particularmente cuando es necesario decidirse a realizarlo
por primera vez, o también, más todavía, cuando se ha creado el hábito
contrario, cuando el hombre se ha habituado a ceder a la concupiscencia de la
carne. Sin embargo, incluso ya la primera vez, y mucho más si se adquiere
después el hábito, el hombre realiza la gradual experiencia de la propia
dignidad y, mediante la templanza, atestigua el propio autodominio y demuestra
que realiza lo que en él es esencialmente personal. Y, además, experimenta
gradualmente la libertad del don, que por un lado es la condición y por otro es
la respuesta del sujeto al valor esponsalicio del cuerpo humano, en su
feminidad y masculinidad. Así, pues, el ethos de la redención del cuerpo se
realiza a través del dominio de sí, a través de la templanza de los 'deseos',
cuando el corazón humano estrecha la alianza con este ethos o más bien, la
confianza mediante la propia subjetividad integral: cuando se manifiestan las
posibilidades y las disposiciones más profundas y, no obstante, más reales de
la persona, cuando adquieren voz los estratos más profundos de su
potencialidad, a los cuales la concupiscencia de la carne, por decirlo así, no
permitiría manifestarse. Estos estratos no pueden emerger tampoco cuando el
corazón humano está anclado en una sospecha permanente, como resulta de la
hermenéutica freudiana. No pueden manifestarse siquiera cuando en la conciencia
domina el 'antivalor' maniqueo. En cambio, el ethos de la redención se basa en
la estrecha alianza con esos estratos.
7.
Ulteriores reflexiones nos darán prueba de ello. Al terminar nuestros análisis
sobre el enunciado tan significativo de Cristo según Mt 5, 27-28 vemos que en
el 'corazón' humano es sobre todo objeto de una llamada y no de una acusación. Al
mismo tiempo, debemos admitir que la conciencia del estado pecaminoso en el
hombre histórico no es sólo un necesario punto de partida, sino también una
condición indispensable de su aspiración a la virtud, a la 'pureza de corazón',
a la perfección. El ethos de la redención del cuerpo permanece profundamente
arraigado en el realismo antropológico y axiológico de la Revelación. Al
referirse en este caso al 'corazón', Cristo formula sus palabras del modo más
concreto: efectivamente, el hombre es único e irrepetible, sobre todo a causa
de su 'corazón', que decide de él 'desde dentro'. La categoría del 'corazón' es
en cierto sentido, lo equivalente de la subjetividad personal. El camino de la
llamada a la pureza del corazón, tal como fue expresada en el Sermón de la
Montaña, es, en todo caso, reminiscencia de la soledad originaria, de la que
fue liberado el hombre-varón mediante la apertura al otro ser humano a la
mujer. La pureza de corazón se explica a fin de cuentas, con la relación hacia
el otro sujeto, que es originariamente y perennemente conllamado'. La pureza es
exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el 'corazón' del
hombre.
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1. Un
análisis sobre la pureza será un complemento indispensable y de las palabras
pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña, sobre las que hemos
centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando
el significado justo del mandamiento: 'No adulterarás', hizo una llamada al
hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la
pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y
la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras 'Pero yo os digo
que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón' (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas
palabras exigen la pureza que en el Sermón de la Montaña está comprendida en el
enunciado de las Bienaventuranzas: 'Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios' (Mt 5, 8).De este modo, Cristo dirige al corazón
humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado
anteriormente.
2.
Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza pero
también de la impureza moral en el significado fundamental y más genérico de la
palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos,
escandalizados por el hecho de que sus discípulos 'traspasan la tradición de
los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen' (Mt 15 ,2). Jesús dijo
entonces a los presentes: 'No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al
hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro' (Mt 15, 11).
En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así
estas palabras: '... lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace
impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los
homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos
testimonios, las blasfemias. Esto es lo que hace impuro al hombre: pero comer
sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre'(Cfr. Mt 15, 18-20; también
Mc 7, 20-23). Cuando decimos 'pureza', 'puro', en el significado primero de
estos términos, indicamos lo que contrasta con lo sucio. 'Ensuciar' significa
'hacer inmundo', 'manchar'. Esto se refiere a los diversos ámbitos del mundo
físico. Por ejemplo, se habla de una 'calle sucia', de una 'habitación sucia';
se habla también del 'aire contaminado'. Y así, también el hombre puede ser
'inmundo' cuando su cuerpo no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo
es necesario lavarlo. En la tradición del Antiguo Testamento se atribuía una
gran importancia a las abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos
antes de comer, de lo que habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas
prescripciones se referían a las abluciones del cuerpo en relación con la
impureza sexual, entendida en sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya
hemos aludido anteriormente (Cfr. Lev 1, 5). De acuerdo con el estado de la
ciencia médica del tiempo, las diversas abluciones podrían corresponder a
prescripciones higiénicas. En cuanto eran impuestas en nombre de Dios y
contenidas en los Libros Sagrados de la legislación veterotestamentaria, la
observancia de ellas adquiría, indirectamente, un significado religioso; eran
abluciones rituales y, en la vida del hombre de la Antigua Alianza, servían a
la pureza ritual.
3. Con
relación a dicha tradición jurídico-religiosa de la Antigua Alianza se formó un
modo erróneo de entender la pureza moral. Se la entendía frecuentemente de modo
exclusivamente exterior y 'material'. En todo caso, se difundió una tendencia
explícita a esta interpretación. Cristo se opone a ella de modo radical: nada
hace al hombre inmundo 'desde el exterior' ninguna suciedad 'material' hace
impuro al hombre en sentido moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni
siquiera ritual, es idónea de por sí para producir la pureza moral. Esta tiene
su fuente exclusiva en el interior del hombre: proviene del corazón. Es
probable que las respectivas prescripciones del Antiguo Testamento (por
ejemplo, las que se hallan en Lev 15, 16-24; 18, él ss, o también Is 1,5)
sirviesen, además de para fines higiénicos, incluso para atribuir una cierta
dimensión de interioridad a lo que en la persona humana es corpóreo y sexual. En
todo caso, Cristo se cuidó bien de vincular la pureza en sentido moral (ético)
con la fisiología y con los relativos procesos orgánicos. A la luz de las
palabras de Mt 15, 18-20, antes citadas, ninguno de los aspectos de la
'inmundicia' sexual, en el sentido estrictamente somático, biofisiológico,
entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral
(ético).
4. El
referido enunciado (Mt 15, 18-20) es importante sobre todo por razones
semánticas. Al hablar de la pureza en sentido moral, es decir, de la virtud de
la pureza, nos servimos de una analogía según la cual el mal moral se compara
precisamente con la inmundicia. Ciertamente, esta analogía ha entrado a formar
parte, desde los tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo
la vuelve a tomar y la confirma en toda su extensión: 'Lo que sale de la boca
procede del corazón, y eso hace impuro al hombre'. Aquí Cristo habla de todo
mal moral, de todo pecado; esto es, de transgresiones de los diversos
mandamientos, y enumera 'los malos pensamientos, los homicidios, los
adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las
blasfemias', sin limitarse a un específico género de pecado. De ahí se deriva
que el concepto de 'pureza' y de 'impureza' en sentido moral es ante todo un
concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación de
pureza y todo mal moral es manifestación de impureza. El enunciado de Mt 15,
18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al conectado
con el mandamiento 'No adulterarás' y 'No desearás la mujer de tu prójimo', es
decir, a lo que se refiere a las relaciones recíprocas entre el hombre y la
mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente podemos
entender también la Bienaventuranza del Sermón de la Montaña dirigida a los
hombres 'limpios de corazón', tanto en sentido genérico como en el más
específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar y precisar
este significado.
5. El
significado más amplio y general de la pureza está presente también en las
Cartas de San Pablo, en las que gradualmente individuaremos los contextos que,
de modo explícito, restringen el significado de la pureza al ámbito 'somático'
y 'sexual', es decir, a ese significado que podemos tomar de las palabras
pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña sobre la concupiscencia, que
se expresa ya en el 'mirar a la mujer' y se equipara a un 'adulterio cometido
en el corazón' (Cfr. Mt 5, 27-28). San Pablo no es el autor de las palabras
sobre la triple concupiscencia. Como sabemos, éstas se encuentran en la primera
Carta de San Juan. Sin embargo, se puede decir que, análogamente a esa que para
Juan (1 Jn 2, 1617) esa contraposición en el interior del hombre entre Dios y
el mundo (entre lo que viene 'del Padre' y lo que viene 'del mundo')
contraposición que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como
'concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida',
San Pablo pone de relieve en el cristiano otra contradicción: la oposición y
juntamente la tensión entre la 'carne y el espíritu' (escrito con mayúscula, es
decir, el Espíritu Santo): 'Os digo pues: andad en Espíritu y no deis
satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias
contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la
carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis' (Gal
5, 16-17). De aquí se sigue que la vida 'según la carne' está en oposición a la
vida 'según el Espíritu'. 'Los que son según la carne sienten las cosas
carnales; los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales' (Rom 8,
5). En los análisis sucesivos trataremos de mostrar que la pureza la pureza de
corazón, de la que habló Cristo en el Sermón de la Montaña se realiza
precisamente en la 'vida según el Espíritu'.
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1. La
carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y 'el Espíritu tendencias
contrarias a las de la carne'. Queremos profundizar hoy en estas palabras de
San Pablo, tomadas de la Carta a los Gálatas (5, 17), con las que la semana
pasada terminamos nuestras reflexiones sobre el tema del justo significado de
la pureza. Pablo piensa en la tensión que existe en el interior del hombre,
precisamente en su 'corazón'. No se trata aquí solamente del cuerpo (la
materia) y del espíritu (el alma) como de dos componentes antropológicos
esencialmente diversos, que constituyen desde el 'principio' la esencia misma
del hombre. Pero se presupone esa disposición de tuerzas que se forman en el
hombre con el pecado original y de las que participa todo hombre 'histórico'. En
esta disposición, que se forma en el interior del hombre, el cuerpo se
contrapone al espíritu y fácilmente domina sobre él. La terminología paulina,
sin embargo, significa algo más: aquí el predominio de la 'carne' parece
coincidir casi con la que, según la terminología de San Juan, es la triple concupiscencia
que 'viene del mundo'. La 'carne', en el lenguaje de las Cartas de San
Pablo(*), indica no sólo al hombre 'exterior', sino también al hombre
'interiormente' sometido al 'mundo', en cierto sentido, cerrado en el ámbito de
esos valores que sólo pertenecen al mundo y de esos fines que es capaz de
imponer al hombre: valores, por tanto, a los que el hombre, en cuanto 'carne',
es precisamente sensible. Así, el lenguaje de Pablo parece en lazarse con los
contenidos esenciales de Juan, y el lenguaje de ambos denota lo que se define
por diversos términos de la ética y de la antropología contemporáneas, como,
por ejemplo: 'autarquía humanística', 'secularismo' o también con un
significado general, 'sensualismo'. El hombre que vive 'según la carne' es el hombre
dispuesto solamente a lo que viene 'del mundo': es el hombre de los 'sentidos',
el hombre de la triple concupiscencia. Lo confirman sus acciones, como diremos
dentro de poco.
2. Este
hombre vive casi en el polo opuesto respecto a lo que 'quiere el Espíritu'. El
Espíritu de Dios quiere una realidad diversa de la que quiere la carne, desea
una realidad diversa de la que desea la carne, y esto ya en el interior del
hombre, ya en la fuente interior de las aspiraciones y de las acciones del
hombre, 'de manera que no hagáis lo que queréis' (Gal 5,17).
Pablo
expresa esto de modo todavía más explícito, al escribir en otro lugar del mal
que hace, aunque no lo quiera, y de la imposibilidad o más bien, de la
posibilidad limitada de realizar el bien que 'quiere' (Cfr. Rom 7,19). Sin
entrar en los problemas de una exégesis pormenorizada de este texto, se podría
decir que la tensión entre la 'carne' y el 'espíritu' es, ante todo, inmanente,
aun cuando no se reduce a este nivel. Se manifiesta en su corazón como
'combate' entre el bien y el mal. Ese deseo, del que habla Cristo en el Sermón
de la Montaña (Mt 5, 27-28), aunque sea un acto 'interior', sigue siendo
ciertamente según el lenguaje paulino una manifestación de la vida 'según la
carne'. Al mismo tiempo, ese deseo nos permite comprobar cómo en el interior
del hombre la vida 'según la carne' se opone a la vida 'según el espíritu' y
cómo esta última, en la situación actual del hombre, dado su estado pecaminoso
hereditario, está constantemente expuesta a la debilidad e insuficiencia de la
primera, a la que cede con frecuencia, si no se refuerza en el interior para
hacer precisamente lo 'que quiere el Espíritu'. Podemos deducir de ello que las
palabras de Pablo, que tratan de la vida 'según la carne' y 'según el
espíritu', son al mismo tiempo una síntesis y un programa; y es preciso
entenderlas en esta clave.
3.
Encontramos la misma contraposición de la vida 'según la carne' y la vida
'según el Espíritu' en la Carta a los Romanos. También aquí (como, por lo
demás, en la Carta a los Gálatas) esa contraposición se coloca en el contexto
de la doctrina paulina acerca de la justificación mediante la fe, es decir,
mediante la potencia de Cristo mismo que obra en el interior del hombre por
medio del Espíritu Santo. En este contexto, Pablo lleva esa contraposición a
sus últimas consecuencias cuando escribe: 'Los que son según la carne sienten
las cosas carnales; los que son según el Espíritu sienten las cosas
espirituales. Porque el apetito de la carne es muerte, pero el apetito del
Espíritu es vida y paz. Por lo cual el apetito de la carne es enemistad con
Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios. Los que viven según la
carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino
según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero
si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, éste no es de Cristo. Mas si Cristo
está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive
por la justicia' (Rom 8, 710).
4. Se
ven con claridad los horizontes que Pablo delinea en este texto: él se remonta
al 'principio'; es decir, en este caso, al primer pecado del que tomó origen la
vida 'según la carne' y que creó en el hombre la herencia de una predisposición
a vivir únicamente semejante vida, juntamente con la herencia de la muerte. Al
mismo tiempo Pablo presenta la victoria final sobre el pecado y sobre la muerte
de lo que es signo y anuncio la resurrección de Cristo: 'El que resucitó a
Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales
por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros' (Rom 8,11). Y en esta
perspectiva escatológica, San Pablo pone de relieve la 'justificación' en
Cristo, destinada ya al hombre 'histórico' a todo hombre de 'ayer, de hoy y de
mañana' de la historia del mundo y también de la historia de la salvación:
justificación que es esencial para el hombre interior, y está destinada
precisamente a ese 'corazón' al que Cristo se ha referido, hablando de la
'pureza' y de la 'impureza' en sentido moral. Esta 'justificación' por la fe no
constituye simplemente una dimensión del plan divino de la salvación y de la
santificación del hombre, sino que es, según San Pablo, una auténtica fuerza
que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones.
5. He
aquí de nuevo las palabras de la Carta a los Gálatas: 'Ahora bien: las obras de
la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría,
hechicería, odios, discordias, celos, rencillas, disensiones, divisiones,
envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como estas...' (5, 1921).
'Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad,
afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza...' (5, 2223). En la doctrina
paulina, la vida 'según la carne' se opone a la vida 'según el Espíritu', no
sólo en el interior del hombre, en su 'corazón', sino, como se ve, encuentra un
amplio y diferenciado campo para traducirse en obras. Pablo habla, por un lado,
de las 'obras' que nacen de la 'carne' se podría decir: de las obras en las que
se manifiesta el hombre que vive 'según la carne', y, por otro, del 'fruto del
Espíritu' esto es, de las acciones (***) de los modos de comportarse, de las
virtudes, en las que se manifiesta el hombre que vive 'según el Espíritu'. Mientras
en el primer caso nos encontramos con el hombre abandonado a la triple
concupiscencia, de la que dice Juan que viene 'del mundo', en el segundo caso
nos hallamos frente a lo que ya antes hemos llamado el ethos de la redención. Ahora
sólo estamos en disposición de esclarecer plenamente la naturaleza y la
estructura de ese 'ethos'. Se manifiesta y se afirma a través de lo que en el
hombre, en todo su 'obrar', en las acciones y en el comportamiento, es fruto
del dominio sobre la triple concupiscencia: de la carne, de los ojos y de la
soberbia de la vida (de todo eso de lo que puede ser justamente 'acusado' el
corazón humano y de lo que pueden ser continuamente 'sospechosos' el hombre y
su interioridad).
6. Si el
dominio en la esfera del ethos se manifiesta y se realiza como 'amor, alegría,
paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí'
así leemos en la Carta a los Gálatas, entonces detrás de cada una de estas
realizaciones, de estos comportamientos, de estas virtudes morales, hay una
opción específica es decir, un esfuerzo de la voluntad, fruto del espíritu
humano penetrado por el Espíritu de Dios, que se manifiesta en la elección del bien.
Hablando con lenguaje de Pablo: 'El Espíritu tiene tendencias contrarias a la
carne' (Gal 5, 17) y en estos 'deseos' suyos se demuestra más fuerte que la
'carne' y que los deseos que engendra la triple concupiscencia. En esta lucha
entre el bien y el mal, el hombre se demuestra más fuerte gracias a la potencia
del Espíritu Santo que actuando dentro del espíritu humano, hace realmente que
sus deseos fructifiquen en bien. Por tanto, éstas son no sólo y no tanto
'obras' del hombre cuanto 'fruto'; esto es, efecto de la acción del 'Espíritu'
en el hombre. Y por eso Pablo habla del 'fruto del Espíritu', entendiendo esta
palabra con mayúscula. Sin penetrar en las estructuras de la interioridad
humana mediante sutiles diferenciaciones que nos suministra la teología
sistemática (especialmente a partir de Tomás de Aquino), nos limitamos a la
exposición sintética de la doctrina bíblica, que nos permite comprender, de
manera esencial y suficiente, la distinción y contraposición de la 'carne' y
del 'Espíritu'. Hemos observado que entre los frutos del Espíritu el Apóstol
pone también el 'dominio de sí'. Es necesario no olvidarlo, porque en las
reflexiones ulteriores reanudaremos este tema para tratarlo de modo más
detallado.
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(*) La
interpretación de la palabra griega sarx, 'carne', en las Cartas de Pablo
depende del contexto de la Carta. En la Carta a los Gálatas, por ejemplo, se
pueden especificar, al menos, dos significados distintos de sarx. Al escribir a
los Gálatas, Pablo combatía contra dos peligros que amenazaban a la joven
comunidad cristiana.
Por una
parte, los convertidos del judaísmo intentaban convencer a los convertidos del
paganismo para que aceptaran la circuncisión, que era obligatoria en el
judaísmo. Pablo les echa en cara que 'se glorían de la carne', esto es, de
poner la esperanza en la circuncisión de la carne. 'Carne', en este contexto
(Gal 3,15,12; 6,1218), significa, pues, 'circuncisión', como símbolo de una
nueva sumisión a las leyes del judaísmo.
El
segundo peligro, en la joven Iglesia gálata, provenía del influjo de los
'pneumáticos', los cuales entendían la obra del Espíritu Santo más bien como
divinización del hombre que como potencia operante en sentido ético. Esto los
llevaba a infravalorar los principios morales. Al escribirles, Pablo llama
'carne' a todo lo que acerca el hombre al objeto de su concupiscencia y le
halaga con la promesa seductora de una vida aparentemente más plena (Cfr. Gal
5,13; 6,10). La sarx, pues, 'se gloría' igualmente de la ley como de su
infracción, y en ambos casos promete lo que no puede mantener. Pablo distingue
explícitamente entre el objeto de la acción y la sarx. El centro de la decisión
no está en la 'carne': 'Andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la
concupiscencia de la carne' (Gal 5,16). El hombre cae en la esclavitud de la
carne cuando se confía a la 'carne' y a lo que ella promete (en el sentido de
la 'ley' o de la infracción de la ley).
(**)
Pablo subraya en sus Cartas el carácter dramático de lo que se desarrolla en el
mundo. Puesto que los hombres, por su culpa, han olvidado a Dios, 'por esto los
entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza' (Rom 1,24), de la que
proviene también todo el desorden moral que deforma, tanto la vida sexual
(Ibid., 1, 2427) como el funcionamiento de la vida social y económica (Ibid.,
1, 2932) e incluso cultural; efectivamente, 'conociendo la sentencia de Dios,
que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que
aplauden a quienes las hacen' (Ibid., 1,32). Desde el momento en que, a causa
de un solo hombre entró el pecado en el mundo (Ibid., 5,12), 'el Dios de este
mundo cegó su inteligencia incrédula dula para que no brille en ellos la luz
del Evangelio, de la gloria de Cristo' (2 Cor 4, 4); y por esto también (la ira
de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los
hombres, de los que en su injusticia aprisionan la verdad con la injusticia'
(Rom 1,18). Por eso 'el continuo anhelar de las criaturas ansia la
manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que también ellas
serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios' (Ibid, 8, 2 Jn 2,15-16). Y donde
los falsos profetas, y los adversarios de Cristo tratan de seducir a los
fieles; pero los cristianos vencen al mundo gracias a su fe (Ibid., 5, 4);
efectivamente, el mundo pasa junto con sus concupiscencias, y el que realiza la
voluntad de Dios vive eternamente.
(***)
Los exegetas hacen observar que, aunque, a veces, para Pablo e l concepto de
fruto se aplica también a las 'obras de la carne' (por ejemplo, Rom 6, 21; 7,
S), sin embargo, el 'fruto del Espíritu' jamás se llama 'obra'. En efecto, para
Pablo 'las obras' son los actos propios del hombre (o aquello en lo que Israel
pone, sin razón, la esperanza), de los que él responderá ante Dios. Pablo evita
también el término 'virtud', arete; se encuentra una sola vez, con sentido muy
general, en Flp 4, 8. En el mundo griego esta palabra tenía un significado
demasiado antropocéntrico; especialmente, los estoicos ponían de relieve la
autosuficiencia o autarquía de la virtud. En cambio, el término 'fruto del
Espíritu' subraya la acción de Dios en el hombre. Este 'fruto' crece en él como
el don de una vida, cuyo único autor es Dios; el hombre puede, a lo sumo,
favorecer las condiciones adecuadas para que el fruto pueda crecer y madurar. El
fruto del Espíritu, en forma singular, corresponde de algún modo a la justicia
del Antiguo Testamento, que abarca el conjunto de la vida conforme a la
voluntad de Dios; corresponde también, en cierto sentido, a la 'virtud' de los
estoicos, que era indivisible. Lo vemos, por ejemplo, en Ef 5, 9, 'fruto de la
luz es todo bondad, justicia y verdad., no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas...' Sin embargo, 'el fruto del Espíritu' es
diferente, tanto de la 'justicia' como de la 'virtud', porque él (en todas sus
manifestaciones y diferenciaciones que se ven en los catálogos de las virtudes)
contiene el efecto de la acción del Espíritu, que en la Iglesia es fundamento y
realización de la vida del cristiano.
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1. San
Pablo escribe en la Carta a los Gálatas: 'Vosotros, hermanos, habéis sido
llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para
servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la
ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo'(Gal
5, 1314). La semana pasada nos hemos detenido ya a reflexionar sobre estas
palabras; sin embargo, nos volvemos a ocupar de ellas hoy, en relación al tema
principal de nuestras reflexiones.
Aunque
el pasaje citado se refiera ante todo al tema de la justificación, sin embargo,
el Apóstol tiende aquí explícitamente a hacer comprender la dimensión ética de
la contraposición 'cuerpo-espíritu', esto es, entre la vida según la carne y la
vida según el Espíritu. Más aún, precisamente aquí toca el punto esencial,
descubriendo casi las mismas raíces antropológicas del ethos evangélico. Efectivamente,
si 'toda la ley' (ley moral del Antiguo Testamento) 'halla su plenitud' en el
mandamiento de la caridad, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más
que una llamada dirigida a la libertad humana, una llamada a su realización
plena y, en cierto sentido, a la más plena 'utilización de la potencialidad del
espíritu humano'.
2.
Podría parecer que Pablo contraponga solamente la libertad a la ley y la ley a
la libertad. Sin embargo, un análisis profundo del texto demuestra que San
Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya ante todo la subordinación ética de
la libertad a ese elemento en el que se cumple toda la ley, o sea, al amor, que
es el contenido del mandamiento más grande del Evangelio. 'Cristo nos ha
liberado para que seamos libres', precisamente en el sentido en que El nos ha
manifestado la subordinación ética (y teológica) de la libertad a la caridad y
que ha unido la libertad con el mandamiento del amor. Entender así la vocación
a la libertad ('Vosotros., hermanos, habéis sido llamados a la libertad': Gal
5, 13) significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida 'según el
Espíritu'. Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de
modo erróneo, y Pablo lo señala con claridad al escribir en el mismo contexto:
'Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes
servíos unos a otros por la caridad' (Ibid. ).
3. En
otras palabras: Pablo nos pone en guardia contra la posibilidad de hacer mal
uso de la libertad, un uso que contraste con la liberación del espíritu humano
realizada por Cristo y que contradiga a esa libertad con la que 'Cristo nos ha
liberado'. En efecto, Cristo ha realizado y manifestado la libertad que
encuentra la plenitud en la caridad, la libertad gracias a la cual estamos 'los
unos al servicio de los otros'; en otras palabras: la libertad que se convierte
en fuente de 'obras' nuevas y de 'vida' según el Espíritu. La antítesis y, de
algún modo, la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se
convierte para el hombre en 'un pretexto para vivir según la carne'. La
libertad viene a ser entonces una fuente de 'obras' y de 'vida' según la carne.
Deja de ser la libertad auténtica, para la cual 'Cristo nos ha liberado', y se
convierte en 'un pretexto para vivir según la carne', fuente (o bien
instrumento) de un 'yugo' específico por parte de la soberbia de la vida, de la
concupiscencia de los ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este
modo vive 'según la carne', esto es, se sujeta aunque de modo no del todo
consciente, mas, sin embargo, efectivo a la triple concupiscencia, y en
particular a la concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad
para la que 'Cristo nos ha liberado'; deja también de ser idóneo para el
verdadero don de sí, que es fruto y expresión de esta libertad. Además, deja de
ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado
esponsalicio del cuerpo humano, del que hemos tratado en los precedentes
análisis del libro del Génesis (Cfr. Gen 2, 23-25).
4. De
este modo, la doctrina paulina acerca de la pureza, doctrina en la que
encontramos el eco fiel y auténtico del Sermón de la Montaña, nos permite verla
'pureza de corazón' evangélica y cristiana en una perspectiva más amplia, y
sobre todo nos permite unirla con la caridad, en la que toda 'la ley encuentra
su plenitud'. Pablo, de modo análogo a Cristo, conoce un doble significado de
la 'pureza' (y de la 'impureza'): un sentido genérico y otro específico. En el
primer caso, es 'puro' todo lo que es moralmente bueno; en cambio, es 'impuro'
lo que es moralmente malo. Lo afirman con claridad las palabras de Cristo,
según Mt 15, 18-20, citadas anteriormente. En los enunciados de Pablo acerca de
las 'obras de la carne', que contrapone al 'fruto del Espíritu', encontramos la
base para un modo análogo de entender este problema. Entre las 'obras de la
carne', Pablo coloca lo que es moralmente malo, mientras que todo bien moral
está unido con la vida 'según el Espíritu'. Así, una de las manifestaciones de
la vida 'según el Espíritu' es el comportamiento conforme a esa virtud, a la
que Pablo, en la Carta a los Gálatas, parece definir más bien indirectamente,
pero de la que habla de modo directo en la primera Carta a los Tesalonicenses.
5. En
los pasajes de la Carta a los Gálatas, que ya hemos sometido anteriormente a
análisis detallado, el Apóstol enumera en el primer lugar entre las 'obras de
la carne': 'fornicación, impureza, Libertinaje'; sin embargo, a continuación,
cuando contrapone a estas obras el 'fruto del Espíritu', no habla directamente
de la 'pureza', sino que solamente nombra el 'dominio de sí', la enkráteia. Este
'dominio' se puede reconocer como virtud que se refiere a la continencia en el
ámbito de todos los deseos de los sentidos, sobre todo en la esfera sexual; por
tanto, está en contraposición con la 'fornicación, con la impureza, con el
libertinaje', y también con la 'embriaguez', con las 'orgías'. Se podría
admitir, pues, que el paulino 'dominio de sí' contiene lo que se expresa con el
término 'continencia' o 'templanza', que corresponde al término latino
temperantia. En este caso, nos hallaremos frente al conocido sistema de las
virtudes, que la teología posterior, especialmente la escolástica, tomará
prestado, en cierto sentido, de la Ética de Aristóteles. Sin embargo, Pablo,
ciertamente, no se sirve en su texto de este sistema. Dado que por 'pureza' se
debe entender el justo modo de tratar la esfera sexual, según el estado
personal (y no necesariamente una abstención absoluta de la vida sexual),
entonces indudablemente esta 'pureza' está comprendida en el concepto paulino
de 'dominio' o enkráteia. Por eso en el ámbito del texto paulino encontramos
sólo una mención gen rica e indirecta de la pureza, en tanto en cuanto el autor
contrapone a estas 'obras de la carne', como 'fornicación, impureza,
Libertinaje', el 'fruto del Espíritu', es decir, obras nuevas, en las que se
manifiesta 'la vida según el Espíritu'. Se puede deducir que una de estas obras
nuevas es precisamente la 'pureza'; es decir, la que se contrapone a la
'Impureza' y también a la 'fornicación' y al 'libertinaje'.
6. Pero
ya en la primera Carta a los Tesalonicenses escribe Pablo sobre este tema de
modo explícito e inequívoco. Allí leemos: 'La voluntad de Dios es vuestra
santificación: que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener
el propio cuerpo en santidad y respeto, no como objeto de pasión libidinosa,
como los gentiles, que no conocen a Dios' (1 Tes 4, 3-5). Y luego: 'Que no nos
llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos
desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo'
(1 Tes 4, 7-8). Aunque también en este texto nos d que hacer el significado
genérico de la 'pureza', identificada en este caso con la 'santificación' (en
cuanto que se nombra a la 'impureza' como antítesis de la 'santificación'), sin
embargo, todo el contexto indica claramente de que 'pureza' o de que 'impureza'
se trata, esto es, en que consiste lo que Pablo llama aquí 'impureza' y de que
todo la ' pureza' contribuye a la 'santificación' del hombre. Y, por esto, en
las reflexiones sucesivas convendrá volver de nuevo sobre el texto de la
primera Carta a los Tesalonicenses que acabamos de citar.