El pudor: El matrimonio en Cristo
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El pudor
Si sobre la castidad habéis oído con frecuencia muchas mentiras y calumnias,
tantas o más, acompañadas de ridiculaciones y desprecios, habréis captado en
referencia al pudor. Para muchos insensatos el pudor sería un sentimiento
morboso que todavía se da en personas de dudosa salud psíquica y moral. Pero
ya veréis, si ponéis en ello un poco de buena voluntad, que la verdad es muy
otra.
El pudor y la vergüenza
El pudor está en relación con el sentimiento de vergüenza. La Biblia afirma
que el hombre primero, antes del pecado, no se avergonzaba de su desnudez
corporal. «El hombre y su mujer estaban desnudos, sin avergonzarse de ello»
(Gén 2,25). Pero después del pecado, que trastorna profundamente todo su ser
psicosomático, el hombre es consciente de que en su íntima esfera de la
sexualidad se producen ciertas turbulencias de las que siente vergüenza,
pues ve que apenas puede dominarlas, que escapan en buena medida del dominio
de su voluntad. En efecto, «se les abrieron los ojos a los dos, y
descubrieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las
ciñeron» (3,7). Y según la Escritura, el Creador aprueba esta actitud del
hombre pecador, y la confirma: «Yavé Dios les hizo al hombre y a la mujer
unas túnicas de pieles, y los vistió» (3,21).
Esta interpretación del misterio del pudor es maravillosamente verdadera.
Sin embargo, lógicamente, es incompleta, y exige ulteriores desarrollos. No
se puede vincular simplemente el impudor a la desnudez. Puede darse, en
ciertas regiones, una desnudez púdica; y por el contrario, una persona bien
vestida puede hablar, mirar, sonreir, y mantener actitudes abiertamente
impúdicas. Ya véis, pues, que es necesario el complemento de otros
argumentos para penetrar más el misterio del pudor.
El pudor y la intimidad
El pudor es un sentimiento de protección de la intimidad personal. La
persona posee una interioridad y una corporalidad que, ambas, pertenecen a
su misterio personal como algo propio y exclusivo, y que sólo libremente
manifiesta a otras personas de su elección. El pudor, pues, tiende a guardar
un equilibrio constante entre privacidad y comunicación.
Concretamente, el pudor sexual oculta las partes corporales de más clara
significación sexual, sobre todo a las personas del sexo opuesto. Sin
embargo, fijáos en la naturaleza exacta de este ocultamiento, que
normalmente es físico, pero que a veces es un ocultamiento de modalidad
exclusivamente psicológica. En efecto, como vimos, no se identifican impudor
y desnudez, o pudor y vestido. En una tribu primitiva, en donde lo normal
sea la desnudez, una mujer que se cubriera parcialmente con ciertas prendas
delicadas occidentales podría resultar impúdica. Y otra, en cambio, que se
mantuviera en la normal desnudez, sentiría gran vergüenza si fuera despojada
de un cierto cordoncillo femenino que en aquella tribu es llevado por toda
mujer honesta.
Manifestación y ocultamiento
La persona es por sí misma libre, dueña de sí, inalienable, inviolable, y
por eso mismo se manifiesta o se oculta según su elección. Esta
autopertenencia natural de la persona halla una de sus expresiones en el
fenómeno del pudor sexual. Los animales no experimentan el pudor, ni tampoco
los niños, cuya personalidad está todavía en estado incipiente. El pudor,
por tanto, es algo que pertenece exclusivamente a la persona humana, y que
se desarrolla con el crecimiento de ésta.
La persona intuye siempre, aunque no siempre de modo consciente, que puede
ser apreciada por otros en cuanto exclusivo objeto de placer. Por eso la
necesidad espontánea de ocultar los valores sexuales es una manera de
procurar que se descubran los valores de la persona. Adviértase además en
esto que el pudor no sólamente protege el valor de la persona, que no acepta
descubrirse a cualquiera, sino que revela su valor, y precisamente en
relación con los valores sexuales ligados a ella. Dicho en otras palabras,
la persona -la persona en cuanto tal- es más atractiva en el pudor que en el
impudor. Y concretamente, por lo que al vestido se refiere, la persona se
expresa con mayor elocuencia en el lenguaje no-verbal del vestido que en la
desnudez, que por sí misma es muda. En una playa masiva, miles de personas
quedan ocultas en su anónima desnudez.
Existe, por otra parte, un pudor natural acerca de la unión sexual, por el
cual el hombre y la mujer procuran sustraerse a miradas ajenas, que
observarían el acto captando sólamente sus manifestaciones corporales. Y es
que el mismo pudor que tiende a encubrir los valores sexuales para proteger
el valor de la persona, tiende igualmente a ocultar el acto sexual para
proteger el valor del amor mutuo.
A esta razón ha de añadirse otra, que ya he apuntado antes. De tal modo el
hombre es consciente de la dignidad de su libertad, que experimenta una
cierta vergüenza natural en todo acto que escapa al dominio pleno de su
voluntad. Y en este sentido, el ocultamiento del acto sexual viene
determinado por el mismo impulso que lleva al hombre, por ejemplo, a
ocultarse -o al menos a ocultar su rostro- cuando se ve dominado por un
llanto incontenible.
Todo esto nos hace comprender que, sin duda alguna, el pudor es algo
natural, es algo que nace de la misma naturaleza humana, aunque, como ya
hemos indicado con algunos ejemplos, puede tener, en los modos íntimos o
externos de experimentarlo, formas muy diversas, sujetas en gran medida a
influjos socioculturales.
El pudor femenino y el masculino
El pudor femenino suele darse en modo ambivalente. Por una parte, la mujer
tiende a ser especialmente pudorosa, como medida instintiva de defensa ante
la sensualidad más agresiva del hombre, y para suscitar así la valoración de
su propia persona. Por otra, al ser ella más afectiva que sensual,
experimenta menos la necesidad de ocultar su cuerpo, en cuanto objeto de
placer. En este sentido, algunas mujeres hay que, más que impúdicas, parecen
tontas.
El pudor masculino surge con motivaciones semejantes, pero también diversas.
Siendo el hombre más consciente de su propia sensualidad, tiene pudor de su
propio cuerpo, porque siente vergüenza de la manera como puede reaccionar en
presencia de la mujer.
El pudor en el amor conyugal
Así las cosas, es obvio que el sentimiento de vergüenza se ve absorbido por
el amor cuando las personas se unen en la recíproca donación conyugal. Como
vimos, el pudor constituye una defensa natural de la persona, que quiere ser
apreciada por sí misma, en una valoración que, por supuesto, incluye los
valores sexuales. Pues bien, cuando en una pareja se da el amor mutuo
conyugal, desaparecen las defensas naturales del pudor, pues ya no tienen
razón de ser. Es decir, cuando las personas son conscientes de que por el
amor han hecho donación y aceptación mutua de sí mismas, no queda ya lugar
para el pudor: son ya «una sola carne».
En este sentido, las relaciones sexuales entre los esposos no son una forma
de impudor legalizada gracias al matrimonio, sino que son naturalmente
conformes a las exigencias interiores del pudor. Incluso los novios más
pudibundos llegan a comprender rápidamente en el matrimonio lo que dice la
Escritura: «Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1,31).
Ahora bien, según lo dicho, no es aceptable que la vergüenza sea vencida por
cualquier amor, pues esto es precisamente lo que el pudor genuino trata de
evitar. Como ya hemos visto, el amor de los sentidos o el amor del
sentimiento, aunque sea auténtico y recíproco, no se identifica con aquel
amor de la voluntad que, integrando el sentimiento, es capaz de impulsar una
donación real y mutua de las personas. Y por eso es preciso decir que el
verdadero pudor sólamente acepta ser vencido por el verdadero amor.
Precisamente la facilidad con que una persona pierde la vergüenza ante
cualquier situación erótica sensual-afectiva, es signo claro de impudor y
desvergüenza.
Y aún conviene afirmar otra verdad: es falso que sea imposible o morboso el
impudor entre los esposos. Una persona, incluso, puede mostrarse indecente
consigo misma. «Todo es lícito, pero no todo conviene» (1Cor 10,23).
La naturalidad del pudor
Algunas concepciones, tan ingenuas como falsas, llevan a ver como natural el
impudor de ciertos hombres primitivos. El vestido, por ejemplo, según esto,
sería una desviación maligna de lo natural. Más aún, el pudor sería un
sentimiento morboso, anti-natural. Ya vimos, sin embargo, que no se
identifica sin más desnudez e impudor, y que el cordoncito de aquella mujer
desnuda y primitiva significa mucho en el lenguaje no-verbal del pudor. En
todo caso, es testimonio común de los etnólogos que el sentido del pudor
existe, más o menos desarrollado, en los pueblos más primitivos, aunque sus
modalidades concretas puedan resultarnos desconcertantes.
Pero aun concediendo que en esta humanidad primitiva apenas exista, como
sucede en los niños, el sentimiento del pudor, tendremos que reconocer que
tal situación no designa el estado de naturaleza, y que más bien el impudor
ha de ser entendido como un subdesarrollo en los valores naturales humanos.
De hecho, en esos hombres y mujeres primitivos se aprecia a veces que apenas
tienen conciencia de su propia personalidad individual: se consideran como
una célula de la tribu, que, ella sí, es un ente personal -a no ser que la
condición personal de la tribu quede asumida de modo exclusivo en el totem
tribal-. Habrá, pues, que esperar -y que procurar- que estos hombres,
desarrollando más la conciencia psicológica y moral de su propia
personalidad individual, despierten del todo al sentido del pudor, pues éste
es un sentimiento natural y exclusivo de la naturaleza humana.
Por todo esto, el impudor moderno significa una disminución en los valores
naturales de personas y pueblos. Es, como en tantas otras cuestiones, un
retroceso -exigido por quienes se dicen progresistas- hacia formas de vida
humana más groseras, menos evolucionadas. En efecto, los que propugnan el
empobrecimiento humano del impudor -con un celo, realmente, digno de mejor
causa- trabajan contra la naturaleza del hombre, degradan la dignidad de la
persona humana, y procuran difundir un analfabetismo que haga ininteligible
el lenguaje del pudor.
Relatividad de las formas del pudor
Algunos hay que quieren legitimar el impudor alegando la relatividad de las
normas del pudor: «El pudor es una mera convención social arbitraria, pues
lo que ayer era inadmisible, hoy se ve como lícito, y lo que aquí se
rechaza, es admitido en otras partes por gente honesta. Ya se ve, pues, que
es algo completamente relativo, que conviene dejar a un lado».
Ahora bien, la variedad indudable de las modalidades del pudor -según
condicionamientos de clima, cultura, tradición- no prueba en modo alguno que
el mismo pudor/impudor sea algo relativo. No prueba que ese sentimiento sea
ajeno a la naturaleza del hombre, y que sólo sea causado por convenciones
sociales históricas. También existen muchas lenguas diferentes, y lo que
aquí se dice de un modo, allí se dice de otro; pero deducir de ahí que el
lenguaje humano no existe, o que, ya que es algo meramente convencional y
relativo, debe ser ignorado o suprimido, parece una conclusión un tanto
excesiva.
El lenguaje del pudor es una realidad evidente de la especie humana, y la
variedad innumerable de sus dialectos, en los diferentes pueblos y épocas,
lo único que demuestra es eso: que es una realidad innegable de la
naturaleza humana. El impudor, destruyendo la belleza de este lenguaje del
pudor, tan humano, significa retroceder de la palabra humana al gruñido del
animal. Presentando al hombre y a la mujer como objetos principalmente
eróticos, el impudor tiene siempre algo de lastimoso, y llega a veces a lo
ridículo.
La mala antropología del impudor
El impudor denota un cierto dualismo antropológico completamente falso,
según el cual el cuerpo no es propiamente el hombre, sino algo que le
pertenece en forma externa y accidental. Cuando una persona, en este
sentido, no se identifica con su propio cuerpo, y como que se extraña de él,
puede mostrarlo -darlo a la vista- o entregarlo -darlo al tacto- sin que por
eso ella misma se muestre o se dé. Esta moderna devaluación del cuerpo,
señalada por varios psicólogos actuales, y muy frecuente en la antigüedad,
vacía el pudor de sentido, trivializa completamente el acto sexual -que no
vendría a ser mucho más que, por ejemplo, tomar una buena ducha-, y explica
muchas degradaciones presentes de la vida sexual: «Yo puedo prestar mi
cuerpo a quien me plazca, pues al entregarlo, no me entrego yo
personalmente».
Hay en todo esto una inmensa ignorancia de la verdad del hombre. La persona
humana es unión substancial entre alma y cuerpo. El hombre, la mujer, no
sólo tiene un cuerpo, sino que es su cuerpo, aunque no sólo sea ello. Esta
antropología es la única que puede dar una fundamentación adecuada al pudor
sexual y a toda la moral referida a la vida sexual.
La pornografía
Hablando de estas cuestiones, no es posible olvidar la indecible miseria de
la pornografía, que es el impudor en el arte, en la publicidad o en otros
medios de expresión social. Acentuando el sexo en la presentación del cuerpo
humano y del amor, lo disocia de toda referencia a los valores personales, y
busca principalmente excitar la sensualidad del espectador o del consumidor.
Es pues, evidentemente, una tendencia perversa, frecuentemente motivada por
el interés económico. El arte, sin duda, tiene el derecho y aún el deber de
reproducir el cuerpo humano, lo mismo que el amor del hombre y de la mujer,
diciendo sobre ello toda la verdad y nada más que la verdad. Pero así como
el arte verdadero dice la verdad sobre el sexo y el amor, la pornografía es
un arte falso, una belleza miserable, una expresión que deshumaniza y
degrada al hombre.