El matrimonio: El matrimonio en Cristo
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El matrimonio
Ahora que ya tenéis en vuestra mente más precisión y claridad sobre un buen
número de cuestiones relacionadas con el amor humano, entramos ya a
considerar el matrimonio natural, es decir, lo que la experiencia y la razón
pueden enseñarnos acerca de este tema tan central: el matrimonio y la
familia.
El matrimonio, que por naturaleza es monógamo e indisoluble, es el único
marco adecuado para que las relaciones sexuales, según la ley personalista
del amor, se realicen de un modo digno de la persona humana. El matrimonio
es el único vínculo amoroso en el que dos personas se entregan y se poseen
mutuamente como sujetos, sin que ninguna se vea reducida a la condición de
objeto sexual, formando así una unidad definitiva.
Tratemos, pues, para empezar, de sus principales falsificaciones.
Poligamia
La poligamia, el casamiento múltiple (polys, mucho; gameo, matrimonio), es
una grave deformación del matrimonio, y como ya vimos más arriba, altera
siempre la igualdad debida entre esposo y esposa, sea en la poliginia (un
hombre con varias mujeres), sea en la poliandria (una mujer con varios
hombres). En su primera forma, la más común, la poligamia da ocasión a que
el hombre considere a la mujer como objeto de goce y fuerza de trabajo, lo
que degrada al uno y a la otra. De hecho, generalmente la poligamia lleva
consigo la compra de las esposas, que pueden adquirirse como cabezas de
ganado.
Los países occidentales, aunque rechazan la poligamia, aceptan una poligamia
sucesiva, al facilitar los divorcios. Esta forma de poligamia resulta cara,
y como la simultánea, sólo es practicada por los más ricos, que de este modo
pueden ir adquiriendo sucesivamente varios cónyuges.
Divorcio
La unión disoluble, que admite el divorcio, también deforma gravemente la
naturaleza propia del matrimonio. En el matrimonio con posibilidad de
divorcio los cónyuges no llegan a hacer donación real de sus personas, sino
que sólo se entregan uno al otro en depósito, que en cualquier momento puede
ser retirado. El cónyuge no tiene así en el amor la posesión firme del otro,
sino que sólo llega a ser su depositario. Todo lo cual degrada en su misma
raíz el amor conyugal, sustituyendo la norma personalista del amor total por
un precario principio utilitario. En este planteamiento, el cónyuge es un
objeto -un objeto además desechable-, que puede ser abandonado cuando deja
de agradar, o cuando otro objeto parece más agradable, y se tienen
posibilidades de adquirirlo.
Toda vida conyugal pasa necesariamente por crisis, cansancios y tormentas.
Pero estas pruebas fácilmente causan el naufragio definitivo del amor de un
matrimonio, cuando la disolubilidad del vínculo pesa sobre él como una
permanente amenaza. Lo que puede separarse es probable que acabe separándose
(un tercio de los matrimonios en Occidente terminan en divorcios, y en no
pocos países más de la mitad).
Por el contrario, el matrimonio indisoluble refuerza mucho el amor conyugal,
que va creciendo en él con toda seguridad y confianza. En el matrimonio
monógamo, es decir, en el matrimonio verdadero, todas esas pruebas y
dificultades, experimentadas por unos esposos que excluyen de su horizonte
mental la posibilidad del divorcio, son ocasión de purificación y
fortalecimiento del amor.
Que el divorcio, como posibilidad legal, va en contra del amor conyugal, y
que perjudica gravemente a los hijos, obligándoles a crecer en un hogar
mono-parental, sin la referencia diaria al padre o a la madre, o
imponiéndoles un cambio de padre o madre, es algo perfectamente comprensible
por la razón humana. Se opone, pues, no sólo a la fe cristiana, sino a la
naturaleza misma del matrimonio.
No conviene, por tanto, emplear siquiera la expresión matrimonio disoluble,
pues es contradictoria en sí misma: si es matrimonio, es indisoluble; y si
es indisoluble, no es matrimonio. Monogamia e indisolubilidad pertenecen al
matrimonio no porque lo diga la Iglesia, sino porque lo exige la propia
naturaleza humana, que se degrada tanto en la poligamia como en el
matrimonio disoluble.
La maravilla de la fidelidad duradera
Quizá todo lo expuesto os parezca verdadero. Pero quizá puede pareceros un
ideal apenas realizable. Tal vez penséis que son los menos los que son
capaces de vivir la maravilla del matrimonio monógamo. Pero si estuviérais
en estas dudas... eso significaría que veríais como algo dudoso que el
hombre y la mujer puedan alcanzar a vivir la dignidad de la vida humana. A
estas dudas no daré respuesta completa hasta que lleguemos a estudiar el
matrimonio en Cristo, en Cristo Salvador. Pero ya ahora se pueden adelantar
algunas afirmaciones importantes.
La fidelidad conyugal perseverante está siempre exigida y posibilitada por
el amor conyugal y paternal. Aquella persona que se acerca al matrimonio,
antes de hacer la donación irrevocable de sí misma por el amor, debe estar
cierta de que no va a ser un día repudiada. Tener acceso a esa certeza no es
un lujo, es un derecho natural. O en otras palabras: quien se une en
matrimonio tiene derecho a estar seguro de que el cónyuge que se le entrega,
se le da del todo, es decir, para siempre. Si esa persona, concretamente, se
entrega en el matrimonio del todo, irrevocablemente, y la otra persona se le
da con limitaciones y reservas previas, la primera es objeto de un fraude, o
quizá de una estafa. Y del mismo modo esta fidelidad perseverante viene
exigida por los hijos, que tienen el derecho natural de poder crecer con
toda confianza en la familia que, sin haberles consultado previamente, les
ha traído a este mundo. Tienen derecho a estar seguros de que en ningún
momento van a ser abandonados por el padre o la madre.
Nosotros no nos despertamos cada día dudando del suelo o del aire: «¿Tendré
hoy suelo donde apoyarme y caminar? ¿Va a faltar hoy quizá el aire que
necesito para respirar?». Nosotros vivimos ciertos de la solidez de la
tierra y de la permanencia del aire. Otras serán las cuestiones que reclamen
nuestra atención y que nos preocupen. Pues bien, una persona casada o un
hijo han de vivir apoyándose con absoluta certeza -como cuentan con el suelo
o el aire- en la permanencia fiel del cónyuge o de los padres.
Nunca consideréis la posible infidelidad como un derecho. Un subjetivismo
egocéntrico y amoral no conoce la maravilla de la fidelidad, y piensa: «Yo
no tengo por qué mantenerme fiel a compromisos que tomé hace veinta años. Si
mi corazón ha cambiado, la fidelidad a mi propia verdad personal me exige
cambiar mi vida de dirección. Otra cosa sería miedo al cambio, esclerosis
espiritual o hipocresía». No, no es así. La fidelidad no es obstinación, ni
es hipocresía, ni falta de valor para cambiar. Es como la fidelidad de un
árbol a sí mismo: lo que le da fuerza para aguantar todas las tormentas,
para crecer siempre en el mismo sentido, fiel a sí mismo, y para llegar a
dar fruto.
La fidelidad es siempre amor, amor que sabe permanecer sin negar su propia
verdad. La fidelidad es siempre verdad, abnegación y coraje. Y la gran
fidelidad perseverante, la que dura toda la vida, la que ha mantenido unidos
a esa pareja de ancianos esposos que atraviesan la calle tomados de la mano,
está edificada en muchas pequeñas fidelidades diarias, y también en
arrepentimientos y perdones. Lo repito, es siempre posible. Exige, eso sí,
una ascesis diaria, una custodia cuidadosa del corazón, una alimentación
permanente del amor mutuo, una práctica generosa del perdón, en fin, una
renovación continua de la originaria y recíproca donación personal. Por lo
demás, ser digno de la condición humana requiere a veces esfuerzos heróicos.
Pero vivir como un animal -y a veces peor que los animales- supone para el
hombre penalidades aún mucho mayores.
La fidelidad puede ser muy dolorosa, particularmente cuando el otro cónyuge
es infiel, pero mucho más costosa es la vida en común disoluble, en la que
fácilmente se introducen recelos y temores, servidumbres humillantes
soportadas por miedo al abandono, y ofensas que unos cónyuges verdaderos no
se permiten cometer, sabiendo que han de seguir unidos en el futuro.
La separación
La separación, sin embargo, puede ser a veces inevitable. Puede darse en los
cónyuges una imposibilidad moral de mantener la vida en común. La única
solución digna de ellos es entonces la separación sin disolución del
vínculo. Si los esposos no pasan a nuevas nupcias, aunque de hecho no puedan
vivir juntos, guardan la fidelidad matrimonial, y el matrimonio mantiene su
carácter de institución al servicio de la unión entre las personas, y no
sólamente al servicio de sus relaciones sexuales. Cualquier otra concepción,
aparentemente más benigna para los cónyuges, reduciría inevitablemente a la
persona a la condición de posible objeto de utilidad y placer, y sería por
tanto mucho más cruel.
Quizá se os ocurra aquí hacer el mismo comentario que hicieron los apóstoles
al principio, cuando todavía se extrañaban de ciertas enseñanzas de Cristo:
«Si tal es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse» (Mt
19,10). Y en cierto sentido, es verdad. En efecto, las personas que no saben
amar no deberían contraer matrimonio. Es duro decirlo, pero ésa es la
verdad. El matrimonio es algo que les viene grande, y no podrían asumirlo
sin destrozarlo y estropearse en él ellas mismas.
Pero dejemos las cosas en su verdad. Para ir al matrimonio prudentemente, no
es preciso vivir ya un amor perfecto. Basta que el amor tenga la calidad
suficiente como para que pueda madurar y perfeccionarse en el marco del
matrimonio, y gracias a él.
El matrimonio como institución
Institución es palabra que expresa algo establecido, con formas justas y
visibles. Pues bien, también el amor entre el hombre y la mujer ha de
encuadrarse en un marco jurídico, que lejos de violar esa intimidad del amor
conyugal y familiar, la protege y favorece, dándole un cuadro apropiado.
Este marco jurídico viene exigido:
1. por la sociedad, de la cual el matrimonio es célula fundamental, y en la
cual el matrimonio y la familia son sujetos de derechos y deberes muy
importantes.
2. por las personas de los cónyuges, en particular por la mujer, que es
quien necesariamente asume en forma más inmediata las consecuencias
naturales de esa unión conyugal. Matrimonio (matrismunia, deberes de la
madre) es palabra especialmente referida a la esposa (como patrimonio,
patrismunia, señala los deberes económicos del padre).
3. y por los hijos que, habiendo sido traídos a la vida por voluntad de los
padres, tienen pleno derecho a que éstos les reciban en un hogar matrimonial
auténtico, con todas las garantías que ello implica. Por estas tres razones,
todos los pueblos y culturas han entendido la necesidad de dar un marco
institucional al matrimonio y a la familia.
Pero sobre todo la institución del matrimonio viene exigida por el amor
conyugal, que de este modo no sólamente se afirma entre los esposos, sino
que también se manifiesta abiertamente ante la sociedad. Unas relaciones
clandestinas, por apasionadas que sean, hacen dudar de la autenticidad del
amor. La novia o la esposa han recibido de su amado una declaración de amor
pública, que no han recibido ni pueden recibir la compañera, la querida o la
amante.
Relaciones sexuales extra-matrimoniales
Cuanto hemos visto nos hace comprender que fuera del matrimonio son malas
todas las relaciones sexuales, sean pre-matrimoniales, o sean
extra-conyugales, como el adulterio. Y son ilícitas porque de ninguna manera
son conciliables con las exigencias de la dignidad de la persona y la
veracidad del amor. La unión sexual, por muy adornada que esté de verdadera
sensualidad y de genuino afecto, realizada fuera del matrimonio, no puede
producir una donación real de las personas, y por tanto reduce
inevitablemente a la persona poseída a la condición de objeto de placer, que
se deja a un lado cuando ya no sirve -como lo muestra constantemente la
experiencia-. La sexualidad extra-matrimonial no es, pues, digna de la
persona humana.
Institución religiosa
Pero demos un paso más. Es necesario que el matrimonio sea una institución
religiosa, es decir, que las relaciones conyugales sean justificadas ante el
Creador. El hombre, a diferencia de todas las demás criaturas de este mundo,
puede por su razón -y mejor aún por su fe, si la tiene- llegar al
conocimiento del Creador y al reconocimiento de su propia condición de
criatura. Sabiendo, pues, el hombre que pertenece a Dios, en el más profundo
y ontológico sentido de la palabra, comprende que su unión matrimonial debe
ser aprobada por Él. Por esto todos los pueblos y culturas han revestido el
matrimonio, sagrada fuente transmisora de la vida humana, de una clara
significación religiosa. Y también la Iglesia, como veremos, a la luz de
Cristo, reconoce que el matrimonio es un sacramento desde la creación de la
primera pareja humana