La transmisión de la vida humana: El matrimonio en Cristo
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La transmisión de la vida humana
Sacralidad natural de la procreación
Muchas veces, como habréis podido notar, el mundo habla de la generación en
términos triviales o incluso obscenos. Sin embargo, debéis tener bien claro
que engendrar una vida humana es algo sagrado. Lo es, en primer lugar,
porque el impulso natural a la generación fue puesto por Dios mismo en el
hombre y en la mujer: «Sed fecundos y multiplicáos, henchid la tierra y
sometedla» (Gén 1,28). Y en segundo lugar, porque en toda generación
interviene Dios, de forma misteriosa, infundiendo el alma del niño
concebido. Y esto, desde el primer momento, lo entendió así la primera
pareja humana, como lo han entendido las tradiciones antiguas de tantos
pueblos. En efecto, «el hombre se unió a Eva, su mujer», ella concibió un
hijo, y al darlo a luz, dijo: «he conseguido un hombre con la ayuda del
Señor» (4,1).
En la procreación de los animales no hay más que un fenómeno puramente
biológico, que veterinarios y zoólogos estudian, pero del cual la Iglesia no
tiene nada que decir. En la procreación de los hombres, por el contrario, se
da una misteriosa cooperación entre Dios y los padres, que hace de la
concepción algo sagrado. De ella tratan biólogos y médicos, pero también la
Iglesia, que, a la luz de la Revelación, confiesa a Dios «Creador en cada
hombre del alma espiritual e inmortal» (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios
1968,8).
Los padres, co-operadores del Creador
Según esto -enseña Juan Pablo II- «en el origen de toda vida personal humana
hay un acto creador de Dios. Ningún hombre viene a la existencia por azar;
es siempre el término del amor creador de Dios. De esta fundamental verdad
de fe y de razón resulta que la capacidad procreadora inscrita en la
sexualidad humana es -en su verdad más profunda- cooperación con la potencia
creadora de Dios. Y resulta también que de esta misma capacidad el hombre y
la mujer no son árbitros, ni tampoco dueños, puesto que están llamados a
compartir en ella la decisión creadora de Dios» (17-9-83).
De aquí, precisamente, de esta cooperación de Dios en la procreación del
hombre viene la inviolable dignidad de la persona humana, y por eso «la
vida, desde su concepción, ha de ser custodiada con el máximo cuidado. El
aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (Vat. II, GS 51).
Y por esta misma causa la Iglesia rechaza la fecundación artificial (in
vitro), aunque sea homóloga, es decir, con semen procedente del propio
esposo, pues tal manipulación biológica no sólo «implica la destrucción de
seres humanos», al menos en las circunstancias en que hoy suele ser
realizada, sino que además en ella «la generación de la persona humana queda
objetivamente privada de su perfección propia: es decir, la de ser el fruto
de un acto conyugal, en el cual los esposos se hacen "cooperadores con Dios
para donar la vida a una nueva persona" [14]. El acto del amor conyugal es
considerado por la doctrina de la Iglesia como el único lugar digno de la
procreación humana» (Donum vitae II,5). Las cosas se fabrican, pero la
persona humana ha de ser engendrada en el amor conyugal.
Actitud cristiana en favor de la vida
En el mundo actual, y más concretamente en los pueblos «ha nacido una
mentalidad contra la vida (antilife mentality)». En efecto, el progreso, que
acrecienta el dominio del hombre sobre la naturaleza, «no desarrolla
sólamente la esperanza de crear una humanidad mejor, sino también una
angustia cada vez más profunda ante el futuro». Temor, egoísmo y consumismo
«acaban por no comprender y por rechazar la riqueza espiritual de una nueva
vida humana. La razón última de estas mentalidades es la ausencia de Dios en
el corazón de los hombres, pues sólo su amor es más fuerte que todos los
posibles miedos del mundo y es capaz de vencerlos» [30].
Por el contrario, los cristianos valoramos por encima de todo la persona
humana, y nada puede alegrarnos tanto como el nacimiento de un niño -incluso
cuando se ha producido sin ser directamente deseado-. Aquella «alegría de
que un hombre haya venido al mundo», de la que hablaba Jesús (Jn 16,21), es
en nosotros mucho mayor que la alegría que pueda producirnos una mejor
figura corporal, una vida más independiente o menos laboriosa, un coche
nuevo, un viaje de placer o una casita en la playa. Hay, pues, sin duda en
las familias que viven del Espíritu de Cristo una tendencia a la familia
numerosa, que, por supuesto, unas veces podrá realizarse y otras no. Pero la
tendencia es clara.
La paternidad responsable
Ninguna decisión conyugal es tan grave como la de aceptar o no que una nueva
persona humana venga a este mundo. Por eso -dice el Vaticano II-, los
esposos, «con responsabilidad humana y cristiana, cumplirán su obligación
[de transmitir la vida humana] con dócil reverencia a Dios; de común
acuerdo, se formarán un juicio recto, atendiendo tanto al bien propio como
al bien de los hijos ya nacidos o por venir, discerniendo las circunstancias
del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y,
finalmente, teniendo en cuenta el bien de su propia familia, de la sociedad
y de la Iglesia» (GS 50).
Decisión tan gravísima debéis tomarla, pues, los esposos:
-con dócil reverencia a Dios, tratando de hacer Su voluntad y no la propia,
obrando en cuanto «cooperadores del amor de Dios Creador y como sus
intérpretes» (GS 50), es decir, teniendo el «sincero propósito de dejar
cumplir al Creador libremente su obra» (Pío XII, 20-1-1958).
-de común acuerdo: por tanto, de modo consciente y libre, teniendo cada uno
de vosotros muy en cuenta el pensamiento y la voluntad del otro.
-formando un juicio recto; y en esto hay dos elementos: formar un juicio,
primero, y formar un juicio recto.
1º Es preciso formar un juicio, es decir, tomar una decisión. Los esposos
que, en tema tan grave, no quieren arriesgarse a errar, y se dicen
simplemente «que vengan los hijos que Dios quiera», aunque obren así muchas
veces con buena voluntad, están equivocados, y no obran responsablemente.
San Ignacio de Loyola, camino de Manresa, viéndose apretado por una grave
duda -buscar o dejar a un moro, que había ofendido con sus palabras a la
Virgen María; elegir un camino para dar alcance al blasfemo o tomar otra
dirección-, dejó en la encrucijada las riendas sueltas a su mula para que
fuera ella y no él la que eligiera su camino y decidiera la cuestión. Esta
anécdota se produce en los comienzos de su vida de converso; pero, ya más
adelantado, procura atenerse a las «reglas de discernimiento» que allí en
Manresa él mismo comenzó a elaborar. De modo semejante, los esposos
cristianos que quieren tener los hijos que Dios quiera, no deben dejar cosa
tan grave al puro azar de sus vicisitudes conyugales sensibles o sensuales
-y que vengan los hijos «que Dios quiera» (?), dos o diez-, sino que deben
orar, hablar, reflexionar y consultar, con la recta intención de discernir y
realizar la voluntad de Dios, sea ésta cual fuere, y coincida o no con sus
deseos personales.
Fijáos bien, porque no deja de ser algo curioso. Cuando se trata de alguna
cuestión importante -trabajar más o menos, dar más o menos tiempo al sueño,
vivir aquí o allá-, unos esposos prudentes nunca resuelven el asunto
dejándolo abandonado al mero impulso de la gana, y después «que sea lo que
Dios quiera». Al gastar, por ejemplo, su dinero, no hacen simplemente lo que
más les apetece, confiándose luego a la bondad de la Providencia. Por el
contrario, lejos de abandonar a las circunstancias ocasionales o a la
imprevisible inclinación de la gana las grandes o pequeñas opciones de su
vida, procuran sujetarlas a razón y voluntad, o mejor aún, a fe y caridad,
buscando así acertar en todo con la concreta voluntad de Dios providente.
Pues bien, si esto es así, ¿cómo los esposos cristianos dejarán abandonado
al mero impulso de la gana o del sentimiento algo tan grave como transmitir
o no la vida humana, diciéndose simplemente «que sea lo que Dios quiera»?
¿Acaso la pura inclinación del sentimiento o la mera gana física es más
seguro intérprete de la voluntad de Dios que el pensamiento de la razón
iluminada por la fe y que la decisión de la voluntad elevada por la caridad?
2º Por otra parte, los esposos han de formarse un juicio recto a la hora de
discernir el número de hijos. Vosotros, concretamente, formaréis con toda
seguridad un juicio torcido si os atenéis en esto a vuestra comodidad o
capricho, si seguís las enseñanzas de las revistas femeninas y de los
seriales de la televisión, o si os dejáis llevar simplemente por lo que hace
la mayoría. Pero podréis formar, sin duda, un juicio recto si consultáis con
Dios en la oración y si os atenéis al Evangelio, a la enseñanza de la
Iglesia, al buen ejemplo de los cristianos santos del pasado y del presente,
y si no olvidáis nunca que la íntima ley de los cristianos es la caridad,
tal como fue proclamada especialmente en la Cruz.
De este modo, colaborando fielmente con la voluntad de Dios, formaréis,
según los casos, familias numerosas o reducidas.
Familias numerosas
Dice el concilio Vaticano II que entre los cónyuges «son dignos de mención
muy especial los que de común acuerdo, bien meditado, aceptan con
generosidad una prole más numerosa» (GS 50). En efecto, como decía Pío XII,
Dios cuida de estas familias «con su diaria asistencia, y si fuese
necesario, con extraordinarias intervenciones». Es en ellas donde con más
frecuencia se producen «las vocaciones al sacerdocio, a la perfección
religiosa y a la misma santidad». Una familia numerosa, sin duda, no puede
formarse sin no pocos esfuerzos y privaciones, pero «las múltiples fatigas,
los frecuentes sacrificios, las renuncias a costosas diversiones se ven
ampliamente compensadas, incluso aquí abajo», de muchas maneras. «Los
numerosos hermanos ignoran el tedio de la soledad y el disgusto de verse
obligados a vivir siempre entre mayores. Los niños de familias numerosas se
educan como por sí solos. Y en esto el número no va en demérito de la
calidad, ni en los valores físicos ni en los espirituales» (20-1-58).
El peligro demográfico, tantas veces invocado para reducir la familia, suele
ser, al menos en los países más anticonceptivos, precisamente el inverso del
que se considera: es el peligro de quedarse sin niños ni jóvenes, es el
peligro de una sociedad avejentada, conservadora y sin creatividad ni empuje
histórico.
Y la supuesta solicitud por la mejor educación de los hijos olvida con
frecuencia que, como dice Juan Pablo II, «constituye un mal mucho menor
negar a los hijos ciertas comodidades y ventajas materiales, que privarles
de la presencia de hermanos y hermanas, que podrían ayudarles a desarrollar
su humanidad y a realizar la belleza de la vida en cada una de sus fases y
en toda su variedad» (7-10-79). El hijo solo o casi solo, en el centro de la
comunidad familiar, está situado en desventaja: acostumbrado a captar la
atención y el servicio de sus mayores, carente de otras referencias
fraternales, fácilmente estructura una personalidad egocéntrica y
vulnerable, insolidaria y triste, sin capacidad de abnegación y con
dificultades de comunicación.
En este sentido, parece ignorarse demasiado que, de hecho, la calidad humana
va disminuyendo notablemente -en el hogar, en la escuela, en la parroquia,
en el barrio- allí donde la sociedad está mayoritariamente compuesta por
hijos solos o casi solos.
Familias reducidas
La Iglesia no es natalista a ultranza, y no obstante lo afirmado, «es
consciente también, ciertamente, de los múltiples y complejos problemas que
hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su cometido de transmitir
responsablemente la vida» [31].
El escaso número de hijos puede deberse, en el caso concreto de una familia,
a causas perfectamente válidas. Dificultades sociales y económicas,
deficiencias de salud psíquica y somática, problemas de vivienda o trabajo,
aconsejan a veces «evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por
tiempo indefinido» (HV 10). Incluso en un pueblo determinado esas causas
-salarios miserables, viviendas de tamaño mínimo, carencias legislativas de
protección a la familia, necesidad del trabajo femenino fuera del hogar,
etc.- pueden afectar a la mayoría de los matrimonios, haciendo moralmente
imposible la familia numerosa, aunque la desearan los esposos. Ahora bien,
tales circunstancias deben ser experimentadas como una situación gravemente
injusta, que no debe ser tolerada pasivamente, sino que debe ser modificada.
Y todos los cristianos han de poner su mayor empeño en transformar esa
sociedad, de modo que cuanto antes venga a ser posible la familia numerosa.
Por el contrario, cuando la familia reducida es una tendencia generalizada,
que no viene impuesta tanto por las circunstancias sociales sino por la
actitud de las personas ante la vida, entonces significa sin duda una
sociedad decadente, más orientada al tener que al ser; e indica al mismo
tiempo una Iglesia local infecunda, con vida escasa, esto es, con poca
caridad, poco unida a Cristo Esposo.
Pues bien, cuando los esposos, a la luz de Dios, toman responsablemente la
decisión de procurar una familia reducida, incluso muy reducida, no deben
hacerlo con pena y vergüenza: si ésa es, efectivamente, la voluntad de Dios,
ha de verse ahí entonces una forma de pobreza, como tantas otras, que debe
ser asumida con humildad y alegría. Y con toda confianza, también por lo que
se refiere a la educación del hijo solo o casi solo, pues es preciso esperar
entonces que Dios dé gracias especiales para que esa educación no sufra
detrimento, ya que «todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a
Dios» (Rm 8,28).
Ahora bien, ¿cómo podrán los esposos tener lícitamente relaciones íntimas
sin que ello conduzca a una nueva concepción?
Doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la fertilidad
«Esta doctrina está fundada en la inseparable conexión que Dios ha querido,
y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos
significados del amor conyugal: el significado unitivo [que expresa y
acrecienta el amor] y el significado procreador» (HV 12). Este es el
principio moral clave, que puede expresarse de dos modos:
Positivamente: «La Iglesia, al mandar que los hombres observen las normas de
la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier
acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11).
Negativamente: Según esto la Iglesia considera «intrínsecamente deshonesta»,
ya por la misma ley natural, «toda acción que, o en previsión del acto
conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreación» (HV 14).
Quiero advertiros en este grave tema que los que no admiten esta doctrina de
la Iglesia suelen referirse a ella como «la doctrina de la Humanæ vitæ», o
como «la enseñanza de este Papa polaco», como si en ella se mantuvieran unas
posiciones personales -en este caso, de Pablo VI o de Juan Pablo II-,
aisladas de la tradición eclesial, y que por tanto serían modificables. Pero
esto es falso. Ya Pablo VI proponía la enseñanza de la Humanæ vitæ como «la
doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio» (HV 28). Y también Juan Pablo
II, una y otra vez, la ha confirmado como «la doctrina de la Iglesia» (FC
28-35; 17-9-83, 14-3 y 12-11-88). Ésta es, en efecto, la enseñanza de Pío
XI, Pío XII, Juan XXIII, concilio Vaticano II, Sínodo VI de los Obispos
(1980), Catecismo de la Iglesia Católica (1992: nn. 2366-2372), etc.
En la III parte, entre otras ampliaciones, expongo una más detallada
Discusión moral sobre la regulación de la fertilidad, y allí presento más
datos y argumentos en favor de las enseñanzas de la Iglesia, así como las
respuestas apropiadas para las objeciones que se le hacen.
La lícita regulación de la fertilidad
Para que un matrimonio evite lícitamente la concepción en sus relaciones
conyugales son necesarias dos condiciones: causas justas y medios lícitos.
-Causas justas, o como dice Pío XII, «serios motivos», procedentes de una
indicación «médica, eugenésica, económica y social». Es preciso, pues, que
haya «según un juicio razonable y equitativo, graves razones personales o
derivadas de circunstancias exteriores» (29-10-51). En este sentido, no
sería lícito evitar los hijos simplemente por comodidad, por pereza, por
vanidad, por riqueza, o por otros motivos triviales o malos. El recurso a
los períodos infecundos para regular la natalidad no sería, pues, lícito si
se produjera sin «causas justas».
-Medios lícitos, que consisten en la abstinencia total o parcial. «Si para
espaciar los nacimientos existen causas justas, la Iglesia enseña que
entonces es lícito [abstenerse totalmente o bien] tener en cuenta los ritmos
naturales inmanentes a las funciones generadoras, para usar del matrimonio
sólo en los períodos infecundos, y así regular la natalidad sin ofender los
principios morales» (HV 16). Esta conducta conyugal, sin duda, «respeta la
conexión inseparable de los significados unitivo y procreativo de la
sexualidad humana» [32].
En ocasiones, un ciclo femenino alterado puede dificultar la aplicación de
ciertos métodos naturales. Entonces -nos referimos a los casos que tienen
una indicación médica clara-, es lícito el uso de medicinas normalizadoras
del ciclo femenino (+HV 15).
No hagáis caso de quienes, sin haber practicado los métodos naturales o
habiéndolos aplicado sin motivazión moral suficiente o con mala técnica,
tratan de desprestigiarlos: ni son inseguros, ni exigen un heroísmo que los
hace casi impracticables. Haced la prueba, si tenéis ocasión, de consultar
con matrimonios que llevan tiempo observándolos. Y comprobaréis que suele
ser muy positiva la experiencia de quienes practican la abstinencia
periódica, siguiendo alguno de los métodos naturales. Para los esposos -se
entiende, para los que están suficientemente motivados por el deseo de una
rectitud moral- suele ser un descubrimiento y una liberación.
En efecto, como bien decía Pablo VI,«esta disciplina, propia de la castidad
conyugal, lejos de perjudicar el amor de los esposos, le confiere un valor
humano más sublime». Los esposos, ateniéndose a esos métodos, no sólo ven
crecer entre ellos el diálogo, la libertad, la intimidad del amor, sino que
también «adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para
educar a los hijos» [HV 21]. Muchos problemas entre esposos, y entre padres
e hijos, aunque no se sospeche ni de lejos, tienen realmente en la práctica
brutal de la anticoncepción una de sus causas principales, y serán por tanto
insolubles mientras se persista en ella.
La ilícita anticoncepción
Los métodos anticonceptivos consisten en el uso de dispositivos o de
preparados químicos que «hacen imposible la fecundación» (HV 14), es decir,
que excluyen totalmente la posibilidad de concepción en un acto sexual que
de suyo podría ser fecundo.
Pues bien, «cuando los esposos, recurriendo a la contracepción, separan los
dos significados [amor y fecundidad] que Dios Creador ha inscrito en el ser
del hombre y de la mujer, y en el dinamismo de su comunión sexual, se
comportan como árbitros del designio divino, distorsionan y envilecen la
sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su
dimensión de donación total. Se produce ahí no sólo un rechazo cierto y
definido de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la
verdad interior del mismo amor conyugal, destinado a entregarse en plenitud
personal» [32].
La anticoncepción es «intrínsecamente deshonesta» (HV 14; Catecismo 2370), y
no porque así lo dice la Iglesia, sino porque en ella los esposos «se
atribuyen un poder que sólo a Dios pertenece, el poder de decidir en última
instancia la venida de una persona humana a la existencia. Es decir, se
atribuyen la facultad de ser depositarios últimos de la fuente de la vida
humana, y no sólo la de ser cooperadores del poder creador de Dios. En esta
perspectiva, la anticoncepción se ha de considerar objetivamente tan
profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón ninguna» (Juan
Pablo II, 17-9-83).
Con más razón, a no ser que haya una grave causa terapéutica, habrá que
excluir «la esterilización directa, perpetua o temporal» (HV 14), que
disocia totalmente amor y fecundidad.
Una decisión que hoy, para sacerdotes y esposos, es ineludible
La doctrina de la Iglesia sobre la moral conyugal se ve hoy rechazada por el
mundo. Es conveniente que vosotros lo sepáis. Incluso debéis saber que
muchos bautizados la resisten, especialmente en aquellos países ricos
descristianizados que no han sabido «guardar el misterio de la fe en una
conciencia pura». En efecto, «algunos que perdieron la buena conciencia,
naufragaron en la fe» (1Tim 3,9; 1,9). El pecado les llevó al error. La
decadencia moral les condujo a los errores doctrinales.
Por eso a los sacerdotes les dice Juan Pablo II: «Vosotros, que como
sacerdotes trabajáis en el nombre de Cristo, debéis mostrar a los esposos
que cuanto enseña la Iglesia sobre la paternidad responsable no es otra cosa
que el originario proyecto que el Creador imprimió en la humanidad del
hombre y de la mujer que se casan, y que el Redentor vino a restablecer. La
norma moral enseñada por la Humanæ vitæ y por la Familiaris consortio es la
defensa de la verdad entera del amor conyugal. Convencéos: Cuando vuestra
enseñanza es fiel al Magisterio de la Iglesia, no enseñáis algo que el
hombre y la mujer no puedan entender, incluídos el hombre y la mujer de hoy.
Esta enseñanza, que vosotros hacéis sonar en sus oídos, ha sido ya, de
hecho, escrita en sus corazones» (1-3-84).
Y a los esposos les dice el Papa que no se pierdan en esa selva de opiniones
humanas contradictorias: «Entre los medios que el amor redentor de Cristo ha
dispuesto para evitar ese peligro de error está el Magisterio de la Iglesia:
en su nombre [en el nombre de Cristo, la Iglesia] posee una verdadera y
propia autoridad de enseñanza. Por tanto, no se puede decir que un fiel ha
buscado diligentemente la verdad si no tiene en cuenta lo que enseña el
Magisterio de la Iglesia; si, equiparando este Magisterio a cualquier otra
fuente de conocimiento, él se constituye en su juez; si, en la duda, sigue
más bien su propia opinión o la de algunos teólogos, prefiriéndola a la
enseñanza cierta del Magisterio» (12-11-88).
No podéis, pues, vosotros, como novios o esposos cristianos, eludir una toma
de posicion clara en una cuestión tan grave para vuestra vida. Si queréis
vivir vuestro matrimonio «en Cristo», que es la verdad, es preciso que os
dejéis enseñar por Él y por su Iglesia, y que con oración y con buena
voluntad pongáis el mayor empeño en cumplir sus mandamientos. A veces las
palabras de Cristo, que son gracia, alegría y salvación, al hombre carnal le
parecen un yugo aplastante. Pero se equivoca de medio a medio. Lo asegura
Cristo mismo: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30).
No es ésta en la vida de la Iglesia ni la primera ni la última de la crisis
de confianza en la doctrina de Cristo. Algo así sucedió hace veinte siglos,
cuando el Señor anunció el misterio de la eucaristía. «Después de haberlo
oído, muchos de sus discípulos dijeron: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién
aguanta oirlas?... Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y
ya no le seguían. Y dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros vosotros también?
Le respondió Simón Pedro: ¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida
eterna?» (Jn 6,60.66-68).
La gracia del matrimonio
La doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la transmisión de la vida es
una doctrina «fundada en la ley natural, e iluminada y enriquecida por la
Revelación divina» (HV 4). El matrimonio, que tantos oscurecimientos y
miserias conoció bajo el peso del pecado, fue purificado por Cristo de todo
error y de toda culpa. Y ahora la Iglesia no enseña sólo sobre el matrimonio
natural, sino que, con toda lucidez y seguridad, ella enseña sobre el
matrimonio de la gracia, sobre el matrimonio en Cristo, es decir, sobre la
unión conyugal sanada y elevada por Cristo Salvador. Y ella sabe de lo que
está hablando.
Por eso, los esposos cristianos debéis ser bien conscientes de que estáis
llamados en vuestra vida conyugal no sólo a restaurar el matrimonio natural,
tal como lo quiso Dios «al principio», sino a revelar en la santidad de
vuestra mutua entrega de amor la alianza existente entre Cristo y la
Iglesia.
Meditación y diálogo
1.-¿Cómo colabora Dios con los padres en la generación de un hijo? -¿Por qué
el aborto es ciertamente un homicidio?
2.-Ver, en nuestro ambiente concreto, las casuas de la mentalidad antivida.
-Ver la actitud cristiana ante la vida, considerando ésta desde el momento
de su concepción hasta su muerte.
3.-¿Hay en la vida conyugal alguna decisión más grave que la referente al
número de hijos? -¿Cómo debe tomarse esta decisión?
4.-¿Qué piensa la Iglesia de las familias numerosas? -¿Qué valores y
ventajas hay en la familia numerosa, y que posibles inconvenientes?
5.-¿Cuáles son las razones válidas para limitar lícitamente la natalidad?
-¿Cuáles son las razones no válidas, pero que sin embargo suelen llevar con
frecuencia a la restricción de la natalidad?
6.-¿Cómo formula la Iglesia positivamente (lo que debe ser) y negativamente
(lo que es lícito) la moralidad del acto conyugal? -¿Esa norma moral puede
considerarse realmente como «doctrina de la Iglesia» o no llega a serlo,
pues es algo opinable?
7.-¿Cuál es el modo lícito de evitar la concepción? -¿Qué beneficios causa
ese modo en los esposos y en la familia?
8.-¿Qué medios son ilícitos para evitar la procreación? -¿Por qué razones
han de considerase ilícitos?
9.-¿En qué sentido el matrimonio sacramental es superior al matrimonio
natural? -¿La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio se apoya en la
sola razón (naturaleza) o también en la fe (Revelación)?