La educación: El matrimonio en Cristo
La misión y el derecho de educar
El Concilio Vaticano II dice: «Puesto que los padres han dado la vida a los
hijos, ellos tienen la gravísima obligación de educarlos: ellos son los
primeros y principales educadores de sus hijos. Tan importante es este deber
de la educación familiar, que difícilmente puede ser suplido» (Vat. II, GE
3).
Por la generación, los padres transmitieron al hijo sus vaores corporales
-una fisonomía peculiar, un cierto grado de fuerza y belleza-. Por la
educación, ahora, han de transmitirle sus valores espirituales -una
mentalidad, una tradición, una gracia y un estilo de vida-.
La familia, pues, es una escuela constante, que, en un clima de amor y
confianza, actúa continuamente al paso de las mil circunstancias de los días
y de los años. Y la eficacia de la educación familiar es tal que, si falla,
de muy poco valdrán catequesis y movimientos, escuelas y universidades.
Crianza, educación y catequesis
En los hijos hay un cuerpo, hay un alma, y hay un espíritu, una vida de
gracia sobrenatural, infundida por el Espíritu Santo. Pues bien,
-por la crianza, principalmente atendida por la madre, el cuerpo del hijo ha
de recibir los cuidados precisos: abrigo, alimento, higiene, vacunas, calor;
-por la educación, el alma del hijo recibe progresivamente todo un conjunto
de hábitos, conocimientos, artes y aprendizajes que modelarán su
personalidad, y le harán cada vez más capaz de una vida social y laboral;
-por la catequesis familiar, que normalmente es informal -hecha en el paseo
en la cocina, al acostarse, con ocasión de diversos sucesos-, el espíritu
del hijo recibe día a día todo un mundo de fe, que va asimilando casi sin
darse cuenta, toda una jerarquía de valores evangélicos, toda una serie de
aprendizajes fundamentales: para rezar, servir, perdonar, amar y compartir.
Pues bien, los esposos cristianos habéis de ser cada vez más capaces de
realizar esas tres funciones, para que lleguéis así a haceros maestros
especializados en el cultivo de hombres. En efecto, la familia cristiana no
ha de ser meramente una granja, un criadero de animales; ni basta con que
sea una escuela que transmite ciertos conocimientos y aprendizajes
naturales: ha de ser una pequeña parroquia, un templo de Dios, una Iglesia
doméstica, que fomente en los hijos la glorificación de Dios y la perfecta
santidad evangélica. Y las tres cosas, por supuesto, han de darse juntas,
potenciándose mutuamente.
La autoridad de los padres, delegados de Dios
Dios es para nosotros, al mismo tiempo, Padre lleno de bondad y Señor de
autoridad plena. A Él le debemos, pues, amor y obediencia, como Él mismo nos
dice: «Si me amáis, guardaréis mis mandatos» (Jn 14,15; +15,10).
Y precisamente porque Dios nos ama y procura con todo empeño nuestro bien,
por eso no muestra hacia nosotros una bondad permisiva, que ocasionaría
nuestra perdición, ni una autoridad dura, que nos resultaría abrumadora. Él
es justo y misericordioso.
Pues bien, los padres habéis de ser para vuestros hijos imágenes de Dios. Si
sois duros y distantes con ellos, se alejarán de vosotros y se perderán.
Pero si sois con ellos blandos y consentidores, quizá por evitaros forcejeos
y disgustos o por ceder indebidamente a sus halagos, también se perderán.
Con esas actitudes vuestras habríais sido sólamente para vuestros hijos una
mala caricatura de Dios. Y eso, sin duda, les haría más difícil el
conocimiento y el amor de Dios.
Unas veces está de moda en el mundo un autoritarismo familiar opresivo, y
otras veces un permisivismo igualitario y amoral, que de un modo u otro
falsifica en los padres la imagen de Dios. Vosotros, si permanecéis muy
unidos a Dios y muy libres de los condicionamientos de la moda mundana,
podréis ser en la educación para vuestros hijos verdaderas imágenes vivas de
Dios.
Da pena ver hoy con tanta frecuencia a padres descristianizados, que
desobedecieron a Dios y le volvieron la espalda, y que ahora son manejados
en su casa por un déspota de tres años, que de diez veces en nuevo impone su
capricho. Ellos, por su irreligiosidad, quedaron «abandonados a los deseos
de su corazón» (Rm 1,24), y sus pobres hijos se ven, lógicamente, en la
misma situación. Es normal que los padres rebeldes a Dios, como asegura San
Pablo, tengan unos hijos «rebeldes a los padres» (1,30).
La autoridad de Dios es la fuerza inteligente que hace crecer la criaturas,
dirigiéndolas por su providencia amorosa. La misma palabra auctoritas
expresa esa realidad (auctor, autor, promotor; augere, aumentar, impulsar
crecimientos). Los padres, pues, como delegados de Dios para sus hijos,
están llamados a participar de esa autoridad divina acrecentadora,
confortando así a sus hijos y estimulando su desarrollo.
A su vez los hijos deben saber, por la razón, y creer, por la fe, que en
justicia deben obedecer a sus padres «en el Señor» (Ef 6,1), y que tal
obediencia es sumamente «grata al Señor» (Col 3,20).
El ejercicio de esta virtud, evidentemente, será a los hijos muy difícil
allí donde la rebeldía a los padres esté más generalizada. Lo mismo, por
ejemplo, que les será difícil la castidad donde la lujuria impere a sus
anchas. Pero eso mismo viene a exigir de los padres una pedagogía
especialmente soícita sobre la virtud de la obediencia, que, sobre todo en
los niños y adolescentes, es absolutamente necesaria para su recto
crecimiento personal. Es una virtud básica tanto de ley natural como de ley
cristiana. Tiene, pues, que ser posible con la ayuda de la gracia. E incluso
tiene que ser relativamente fácil a los hijos si se fomenta en ellos el
verdadero amor a sus padres.
Educadores de los hijos
«Los padres deben formar a los hijos en los valores esenciales de la vida
humana» [37]. Si vosotros no fuérais capaces de hacer esto ¿qué clase de
padres vendríais a ser? ¿Con qué derecho os atreveríais a lanzar un hijo al
mundo, si no estuviérais en condiciones no ya de alimentarle, sino de
adiestrarle en las grandes virtudes que harán de el un hombre verdadero y un
buen cristiano?
Por el contrario, habéis de ser muy conscientes de que los hijos se educan
principalmente por el ejemplo de sus padres. En este sentido, como «nadie da
lo que no tiene», la necesidad de estar en condiciones de dar buen ejemplo a
vuestros hijos, si de verdad tenéis buena voluntad de procurar su bien, será
para vosotros un estímulo muy grande y continuo para vuestra propia
autoeducación.
Y sobre todo debéis confiar mucho en la asistencia de Dios, que por el
sacramento del matrimonio se ha comprometido a asistiros en vuestras
funciones de esposos y de padres. En efecto, «por el sacramento del
matrimonio los padres cristianos tienen una fuerza nueva y especial que los
consagra a la educación propiamente cristiana de los hijos, es decir, que
los llama a participar de la misma autoridad y del mismo amor de Dios Padre
y de Cristo Pastor, así como del amor maternal de la Iglesia, y que los
enriquece con los dones del Espíritu Santo para ayudar a los hijos en su
crecimiento humano y cristiano».
Hay aquí «un verdadero y propio ministerio de la Iglesia para la edificación
de sus miembros. Tan grande es el ministerio educativo de los padres
cristianos, que Santo Tomás lo compara con el ministerio de los sacerdotes»
[38]. Es así como en el hogar familiar se edifica la Iglesia de Cristo.
Educar en las virtudes
Como ya sabéis, las virtudes son hábitos intelectuales y operativos, que
configuran al hombre, facilitándole el ejercicio de ciertas obras buenas.
Los hijos reciben de vosotros la primera naturaleza por medio de la
generación. Pero habéis de modelar también en ellos una segunda naturaleza,
y eso no puede realizarse sino por la educación, una tarea de amor largo y
paciente. Y tenéis que formarlos en todas las virtudes, por ejemplo en
éstas:
-Austeridad en la posesión de las cosas. «Los hijos deben crecer en una
justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida
sencillo y austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es,
que por lo que tiene» (GS 35)» [37]. En la Utopía de Tomás Moro los padres
hacían de oro los orinales y los grilletes de los esclavos, para infundir
así en los niños el menosprecio de las riquezas desde su primera infancia.
Unos padres enfermos de consumismo, que forman a sus hijos ante todo para
que sean buenos consumidores, les están dando una educación antievangélica.
-Amor y servicio. El niño nace con la mano en puño -«esto es mío y no te lo
dejo», «hoy te toca ir a ti, que ayer fui yo»-, y los padres habéis de
enseñarle a abrir su mano a los otros, suscitando en ellos «el sentido del
verdadero amor, que es solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los
demás, especialmente hacia los más pobres y necesitados» [37] . Si vosotros
no se lo enseñáis, va a ser poco probable que el niño lo aprenda solo.
-Sociabilidad. «La familia, en cuanto comunidad de amor, es la primera y
fundamental escuela de sociabilidad. El don de sí mismos, que inspira el
amor mutuo de los esposos, es el modelo y la norma del don de sí mismos que
ha de haber entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que
conviven en la familia. Esta es la pedagogía más eficaz para la inserción de
los hijos en la sociedad» [37]. Si los padres os queréis de verdad, y vivís
el uno para el otro, y los dos para los hijos, éstos, superando
egocentrismos infantiles y adolescentes, irán creciendo en sociabilidad y
caridad, pues ésa es la vida que respiran en su hogar.
-Sexualidad sana. Hoy el mundo trivializa la sexualidad, y la degrada,
relacionándola sólamente con el cuerpo y el placer. Pero «la sexualidad es
una riqueza de toda la persona -cuerpo, sentimiento y espíritu-, y
manifiesta su íntimo significado al conducir a la persona hacia el don de sí
misma en el amor». También en esto los padres, con la palabra y el ejemplo,
han de ser los primeros educadores [37]. No será raro que tengan los hijos
graves problemas de castidad si sus padres ofenden habitualmente la castidad
conyugal con la anticoncepción y otras miserias.
-Castidad. Para una sexualidad sana es «imprescindible una educación para la
castidad, virtud que desarrolla la madurez de la persona, y la hace capaz de
respetar el significado esponsal del cuerpo. Más aún, los padres cristianos,
atentos a discernir los signos de la vocación de Dios, reserven un cuidado
especial a la educación para la virginidad, como forma suprema del don de sí
mismo, que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana» [37] .
En éstas y en otras virtudes, de las que hablaremos después, habéis de
educar a vuestros hijos con la ayuda de Dios, que nunca os va a faltar. En
efecto, como educadores de vuestros hijos, tenéis propiamente una gracia de
estado, una gracia que Dios se compromete a daros, y que vosotros habéis de
recibir fielmente..
Escuela de vicios
El condicionamiento de la familia -constante, gradual, amoroso, más tácito
que explícito-, constituye para los hijos una escuela de insuperable
eficacia didáctica. Ahora bien, tenéis que daros cuenta de que este influjo
eficacísimo, superior a cualquier otro, es para bien o para mal. O la
familia evangeliza o escandaliza. No escandaliza en el sentido vulgar
-aquello que resulta negativamente chocante-, sino en el sentido más
profundo de la palabra -condicionar para el error y el mal-.
Los padres escandalizan a sus hijos cuando no rezan; cuando no tienen tiempo
ni dinero para Dios y para el espíritu, pero lo tienen para el cuidado del
cuerpo; cuando no reciben los sacramentos sino muy de tarde en tarde; cuando
hacen gastos inútiles y por eso no están nunca en condiciones de ayudar a
los necesitados; cuando hace por la Riqueza sacrificios y esfuerzos que en
modo alguno están dispuestos a realizar por Dios y por su reino; cuando
huyen de los pobres, aunque sean parientes; cuando murmuran y hacen juicios
temerarios sin recatarse de nadie; cuando practican la anticoncepción y
rechazan malamente a los hijos que posiblemente hubieran de venir al
mundo...
¿O es que no son conscientes de que con esa vida miserable están
desfigurando día a día la imagen de Dios en sus hijos? ¿O es que no saben
que éstos captan por ósmosis familiar todo lo que ellos irradian con sus
vidas y palabras? Se engañan si esperan que otros sean los que eduquen
cristianamente a sus hijos. Catequesis, escuela católica, parroquia, son
complementos de la familia, pero poco valen para la educación de aquellos
niños que están escandalizados en sus familias por acción y por omisión.
Escuela de virtudes
Los padres evangelizan a sus hijos, en cambio, cuando rezan y enseñan a
rezar; cuando se mantienen unidos por el amor y saben perdonarse; cuando
leen libros cristianos; cuando frecuentan con devoción los sacramentos;
cuando hacen por Dios lo que no serían capaces de hacer por la Riqueza;
cuando limitan sus gastos para poder ayudar a los pobres; cuando no se
permiten murmuraciones ni juicios, rencores o venganzas...
Con todas esas actitudes vitales forman un mundo de gracia que evangeliza
cada día silenciosamente a los hijos, y de este modo «la misma vida familiar
se hace itinerario de fe, iniciación cristiana, escuela de los seguidores de
Cristo» [39].
Otros centros educativos
La familia es la primera y principal comunidad educativa de los hijos, pero
no la única y exclusiva. Ella necesita el complemento de otros ámbitos
formativos, civiles o eclesiales. En todo caso, todos los que dirigen
centros educativos de uno u otro tipo «no deben nunca olvidar que los padres
han sido constituídos por el mismo Dios como primeros y principales
educadores de los hijos, y que su derecho es del todo inalienable» [40].
Por eso mismo «debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a la
elección de una educación conforme con su fe religiosa». Lo cual exige, sin
duda, que el Estado subvencione adecuadamente los colegios privados
confesionales, pues si no lo hiciera, colocaría a los padres ante una
alternativa injusta: o enviar a sus hijos a centros no deseados por ellos, o
bien a pagar doblemente por la educación de los hijos, sosteniendo a su
costa al mismo tiempo los institutos públicos y los privados. Por otra
parte, éstos últimos, necesariamente, se irían reduciendo a los grupos
sociales más ricos, y en no pocos casos tenderían a desaparecer.
Y otro aspecto importante: los padres tienen «el grave deber de mantener, en
cuanto les sea posible, relaciones cordiales y efectivas con los profesores
y directores de las escuelas». Sería un pecado de omisión no pequeño
mantener en este tema una actitud de desinterés y distanciamiento. Y «si en
las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia,
uniéndose si es posible con otras familias en asociaciones familiares, debe
con todas sus fuerzas ayudar a los jóvenes, para que no se alejen de la fe»
[40]. Y debe presionar igualmente, con cuantos medios tenga a su mano, para
que se corrija esa educación sectaria.
Orar por los hijos
No pocas veces los padres se ven impotentes para hacer lo que quisieran en
orden a la educación de sus hijos.
Uno de los deberes principales de los padres es, sin duda, pedir a Dios por
los hijos. La acción educativa en su favor es completamente necesaria, como
hemos visto, pero estará siempre llena de limitaciones en su eficacia: por
falta de oportunidad, o de saber o de poder.
La oración, en cambio, apoyándose inmediatamente en la bondad y la
omnipotencia de Dios -«pedid y recibiréis» (Jn 16,24)-, conseguirá siempre
para ellos inmensos bienes y les guardará de grandes males. Es, pues, la
ayuda principal que los padres pueden prestar a sus hijos. Y por eso mismo
su ausencia sería en los padres el más grande pecado de omisión en sus
deberes hcia los hijos.
Recordad en esto casos como el de San Agustín, que va perdiéndose desde los
doce años, más o menos, y que sólamente a los treinta recupera la fe
católica gracias sobre todo a las oraciones de su madre Santa Mónica. Si
ésta santa mujer, al paso de los años, se hubiera cansado de orar, pensando
que era inútil, y hubiera dado a su hijo por perdido, es muy posible que
éste gran santo, efectivamente, se hubiera perdido para siempre.
Familia acogedora y adopción
La familia no debe cerrarse en sí misma, sino que su amor debe irradiar
hacia los demás. «Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos
los hombres como hijos del común Padre celestial, vayan generosamente al
encuentro de los hijos de otras familias, sosteniéndoles y amándoles no como
a extraños, sino como a miembros de la única familia de los hijos de Dios»
[41] .
«En particular los esposos que experimentan la esterilidad física, deberán
orientarse hacia esta perspectiva, sin replegarse en una vida quizá cómoda,
pero triste, por no ser fecunda. Y las familias cristianas, en general,
«ábranse a la adopción y acogida de hijos privados de sus padres o
abandonados por éstos. Esos niños experimentarán así, al calor afectivo de
una familia, la providente y amorosa paternidad de Dios, atestiguada por los
padres cristianos».
Ensánchese así el corazón de las familias para hacer llegar su amor, en
cuanto sea posible, a esa variedad doliente de enfermos y ancianos,
minusválidos y drogadictos, madres solteras, excarcelados, parados,
exiliados... Y así «por medio de ellas, siga el Señor Jesús compadeciéndose
de las multitudes» [41].
Meditación y diálogo
1.-¿Vemos que, como padres, nuestra primera tarea es educar bien a los
hijos, y que todo lo demás -la casa, trabajos, etc.- habrá de subordinarse a
esa misión? -¿Tenemos conciencia de que somos los primeros educadores de
nuestros hijos, antes que la escuela, la parroquia y todo lo demás?
2.-¿Qué capacidad tenemos para cada una de estas tres funciones: criar,
educar, catequizar a los hijos? -¿En el cuidado de los hijos, comprendemos
la primacía de su cultivo en la fe por la catequesis familiar (de ejemplo y
palabra)?
3.-¿Cómo reflejaremos al educar la bondad de Dios Padre? -¿Y cómo
participaremos, en favor de los hijos, de la autoridad del Señor?
4.-¿Cómo haremos para educar a los hijos en valores como amor, austeridad,
servicio, castidad, obediencia, servicialidad? -¿Qué importancia tendrá en
esta educación nuestro ejemplo, nuestra palabra, el ambiente de casa
(comidas, televisión, lecturas, trabajos, juegos, vacaciones, etc.)?
5.-¿Vemos con claridad nuestra misión de educadores de los hijos como un
ministerio pastoral, fundado en el sacramento del matrimonio, y que Cristo
nos confía? -¿Nos damos cuenta de que nuestros hijos, antes que nuestros,
son hijos de Dios, y que ante Dios somos responsables de su educación
cristiana?
6.-¿En qué podremos escandalizar a nuestros hijos? -¿Cómo podremos
evangelizarlos con nuestras propias vidas?
7.-¿Es para nosotros un cuidado principal la elección de Centros educativos
buenos para nuestros hijos, aun cuando nos resulten más caros y nos exijan
sacrificios? -¿Qué relación habremos de tener con esos Centros?
8.-¿Entendemos la oración por los hijos como un deber principal de los
padres?
9.-¿Qué posibilidades particulares para hacer el bien tiene un matrimonio a
quien Dios no ha dado hijos? -¿Si no tuviéramos hijos, o si ya los
hubiésemos criado, nos gustaría poder adoptar algún niño?