Por una reproducción asistida digna del hombre
Fernando Pascual
cortesía: fluvium.org
Descubrir la causa y tratamiento en dignidad
La esterilidad es un problema viejo. La medicina ofrece cada vez nuevas técnicas
para solucionarlo, en la medida de lo posible. Pero no siempre un tratamiento
lleva al nacimiento del deseado hijo, y los sacrificios y gastos para lograrlo
son a veces muy elevados.
Conviene, sin embargo, no olvidar que los padres no tienen un derecho absoluto a
tener todos los hijos que desearían. De lo contrario, habría un deber del estado
de dar hijos a quienes no los tienen o tienen menos de los deseados. En cambio,
los padres sí tienen derecho a cierta asistencia sanitaria que pueda ayudar a
superar, de un modo ético, la esterilidad. Una vez curado el problema, quedaría
abierta la posibilidad del nacimiento del deseado hijo.
La primera ayuda que hay que ofrecer, por tanto, consiste en individuar las
causas por las que un matrimonio no concibe un hijo. A veces se trata de
problemas del esposo. Tal vez sus testículos producen pocos espermatozoides,
espermatozoides inmaduros o desprovistos del alimento necesario para llegar a
fecundar un óvulo. Otras veces nos encontramos ante el problema de la
impotencia, que no es fácil de curar, aunque existen técnicas que pueden ayudar
en este sentido, siempre que se respete la dignidad del matrimonio.
Otras veces el problema se encuentra en la esposa. Quizá tiene una ovulación
irregular, problemas de oclusión de las trompas, una edad muy avanzada, o
simplemente puede iniciar el embarazo pero pierde al hijo en las primeras
semanas o meses de crecimiento en el útero.
Un tercer grupo de problemas es de incompatibilidad “fisiológica” entre los
esposos: la vagina de la esposa reacciona de un modo muy agresivo contra los
espermatozoides del esposo, por lo que la concepción resulta prácticamente
imposible.
Como ya vimos, una técnica será respetuosa de la pareja si busca eliminar el
problema, si trabaja por ayudar a los esposos a tener el deseado hijo. Algunas
veces se tratará de regularizar el ciclo hormonal femenino. Otras veces se darán
medicinas para curar un útero dañado. Quizá incluso haya que realizar alguna
pequeña operación para que el complejo sistema femenino pueda ser curado y estar
listo para la acogida del hijo.
Sin respetar la dignidad
Junto a estas técnicas reparadoras, existen otras técnicas que sustituyen a los
esposos en su papel principal como progenitores. Se trata de técnicas que dejan
en manos de los científicos la concepción y los primeros momentos de vida del
hijo. De un modo especial la FIVET (fecundación in vitro con transferencia de
embriones, conocida también como FIVTE, FIV o, en inglés, IVF) hace que el
laboratorio tome un protagonismo enorme a la hora de que inicia la vida de los
hijos. Algo parecido se puede decir de la microinyección de un espermatozoide en
el óvulo (conocida como ICSI).
La FIVET, como otras técnicas, tiene muchas variantes. La primera es la
distinción entre FIVET homóloga (toma óvulos y espermatozoides de los mismos
esposos) y FIVET heteróloga (recurre a una persona extraña a la pareja, un
donador de esperma o de óvulos). Ya esta segunda modalidad nos indica que algo
no va bien, pues el hijo que nace de una FIVET heteróloga recibe parte de su
patrimonio genético de un desconocido, y el padre (o la madre) que se ve
sustituido por un extraño sabe que “su” hijo no es plenamente suyo.
La FIVET encierra riesgos muy graves. Imaginemos que se trata de una FIVET
homóloga. La pareja va a la clínica. Después de los primeros análisis, la mujer
recibe un tratamiento especial para estimular su ovulación. Pasados algunos
días, se extraen de los ovarios varios óvulos maduros (pueden ser tres, cinco o
incluso diez), y luego se toma el esperma del esposo (normalmente por medio de
la masturbación, lo cual no armoniza con lo que debe ser una vida conyugal
auténtica).
Las injusticias
En este momento, los médicos tienen en su poder lo más íntimo de los esposos,
sus células reproductivas. ¿Qué harán? Esperamos que sean honestos, que usen
esos óvulos y esos espermatozoides sólo para “crear hijos”, y no para
experimentar con ellos o para darlos a otras personas... Supuesta esta
honestidad, y después de alguna preparación previa, colocarán en una probeta de
laboratorio óvulos y espermatozoides, y esperarán a que se produzca el gran
prodigio: la fecundación.
Al poco tiempo, los científicos observan los resultados. Ven cuántos óvulos han
quedado fecundados. Dan la gran noticia a los esposos que empiezan a ser padres.
Imaginemos que les dicen que han sido concebidos seis hijos. ¿Qué se hace con
ellos? El médico dirá, normalmente, que resulta útil transferir al útero de la
esposa dos o tres de ellos, mientras que los demás pueden ser congelados y
guardados como “material de reserva”. Si el primer intento no funciona, tenemos
así hijos “sobrantes” para probar una segunda vez.
Imaginemos, por el contrario, que los tres embriones que entran en la madre se
implantan en el útero y empiezan a crecer. ¡Trillizos a la vista! De nuevo, el
médico pregunta a los esposos: “¿Quieren tres? ¿O prefieren menos? Además, tres
es un poco peligroso...” Como quien no quiere la cosa, propone la “reducción
embrionaria” que no es sino un término inventado para decir: eliminemos a los
que sobran, hagamos un aborto...
¿Qué pasa con los embriones-hijos congelados? Están ahí, en una situación de
enorme injusticia, en manos de los médicos y, quizá, olvidados por sus padres,
que pueden quedar contentos si han tenido el éxito al primer intento.
Terminar con una justicia
Desde luego, hay muchos más aspectos en juego y muchos más problemas que surgen
cuando la técnica llega a tener tantas posibilidades de poseer y manipular la
vida en sus primeros momentos. Por eso, una sociedad civil tiene que
preguntarse, con seriedad, si técnicas como la FIVET son éticamente correctas y
justas o si nos hieren en nuestra dignidad. Los adultos estamos llamados a
respetar a cada ser humano por lo que es, y no según nuestros intereses o
nuestros planes personales. Cada injusticia que cometemos con nuestros hijos
(aunque tengan solamente una célula y pocas horas de vida) nos daña sobre todo a
nosotros, pues nos hace injustos, nos aleja de nuestros deberes hacia los
propios hijos en sus primeros momentos de existencia.
El que muchos laboratorios ofrezcan hoy día la posibilidad de la FIVET y de la
ICSI no debe impedirnos una reacción ciudadana para defender a los más débiles.
Una ley que prohíbe técnicas tan injustas puede ser una señal de madurez y de
progreso. Cualquier nación democrática debería ser capaz de dar un paso en este
sentido, a pesar de que pueda doler a la “industria de los embriones” (la
expresión ya nos dice lo triste que es tratar al hombre como un objeto de
producción...). También la abolición de la esclavitud significó un duro golpe a
grupos muy poderosos de la sociedad, que temieron perder su “competividad” en el
mercado.
La dignidad de cada hijo vale mucho más que el progreso científico. Hoy, en los
inicios del tercer milenio, hay que saber defender, con humanidad y con
justicia, a nuestros hijos de técnicas que no les respetan. Como tampoco
respetan a quienes las apoyan, aunque tengan enormes capitales y logren
“resultados” aplaudidos por muchos.
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