Carta del Papa Juan Pablo II a las Mujeres
en la proximidad de la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer
A vosotras mujeres del mundo entero, os doy mi más cordial saludo:
A cada una de vosotras dirijo esta carta con objeto de compartir y
manifestar gratitud, en la proximidad de la IV Conferencia Mundial sobre la
Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de septiembre.
Ante todo deseo expresar mi vivo reconocimiento a la Organización de las
Naciones Unidas, que ha promovido tan importante iniciativa. La Iglesia
quiere ofrecer también su contribución en defensa de la dignidad, papel y
derechos de las mujeres, no sólo a través de la aportación especifica de la
Delegación oficial de la Santa Sede a los trabajos de Pekín, sino también
hablando directamente al corazón y a la mente de todas las mujeres.
Recientemente, con ocasión de la visita que la Señora Gertrudis Mongella,
Secretaria General de la Conferencia, que ha hecho precisamente con vistas a
este importante encuentro, le he entregado un Mensaje en el que se recogen
algunos puntos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia al respecto. Es
un mensaje que, más allá de la circunstancia especifica que lo ha inspirado,
se abre a la perspectiva más general de la realidad y de los problemas de
las mujeres en su conjunto, poniéndose al servicio de su causa en la Iglesia
y en el mundo contemporáneo. Por lo cual he dispuesto que se enviara a todas
las Conferencias Epíscopales, para asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho documento, quiero ahora dirigirme
directamente a cada mujer, para reflexionar con ella sobre sus problemas y
las perspectivas de la condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en
particular sobre el tema esencial de la Dignidad v de los derechos de las
mujeres, considerados a la luz de la palabra de Dios.
El punto de partida de este .diálogo ideal no es otro que dar gracias
« La Iglesia - escribía en la la Carta apostólica Mulieris dignitatem- desea
dar gracias a la Santísima Trinidad por el "misterio de la mujer" y por cada
mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por
las maravillas de Dios", que en la historia de la humanidad se han realizado
en ella y por ella » (n. 3 l).
2. Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la
mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las
mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad.
Te doy gracias, mujer madre, que te conviertes en seno del ser humano con la
alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace
sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz v te hace guía de sus
primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior
camino de la vida.
Te doy gracias, mujer esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un
hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la
comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y
también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad,
intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora que participas en todos los ámbitos de la
vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la
indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de
conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta
al sentido del « misterio », a la edificación de estructuras economices y
políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer consagrada, que a ejemplo de la más grande de las
mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y
fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a
vivir para Dios una respuesta « esponsal », que expresa maravillosamente la
comunión que El quiere establecer con su criatura
Te doy gracias, mujer por el hecho mismo de ser mujer.' Con la 'intuición
propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a
la plena verdad de las relaciones humanas.
3. Pero dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una
historia de enormes condicíonamientos que, en todos los tiempos y en cada
lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad,
olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a
esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha
empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No
sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la
fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han
plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado,
especialmente en determinados contextos históricos, responsabdidades
objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente.
Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de
renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el
tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene
un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de
Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo
en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida
y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde
siempre, en el proyecto v en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final de
este segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ¿qué parte de su
mensaje ha sido comprendido y llevado a término?
Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y
reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la
humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y
la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en
particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han
dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una
educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e
incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la
múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se
pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por
suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin
embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser
de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta
grande e inmensa « tradición » femenina, la humanidad tiene una deuda
incalculable. ¿Cuántas mujeres han sido v son todavía más tenidas en cuenta
por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad
intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad
misma de su ser!
4. ¿Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo,
impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y
económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado,
el don de la maternidad, al que la humanidad debe también su misma
supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer
y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes
la efectiva aguarda e los derechos de la persona y por tanto igualdad de
salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre,
justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de
familia, reconocimiento de todo lo, que va unido a sus derechos y deberes
del ciudadano en un régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad. Los graves
problemas sobre la mesa, en la política del futuro, verán a la mujer
comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad de la vida, migraciones,
servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia, ecología, etc.
Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social de la
mujer, porque contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad
organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a
replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que
configuran la « civilización del amor ».
5. Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación
femenina en el mundo, ¿cómo no recordar la larga y humillante historia -a
menudo « subterránea »- de abusos cometidos contra las mujeres en el campo
de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no podemos permanecer
impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con
determinación, empleando los medios legislativos apropiados de defensa, las
formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a las
mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos además no denunciar
la difundida cultura hedonística y comercial que promueve la explotación
sistemática de la sexualidad , induciendo a chicas incluso de muy joven edad
a caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su
cuerpo.
Ante estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres
que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado
de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza; y esto no
sólo en el conjunto de las atrocidades que por desgracia tienen lugar en
contextos de guerra todavía tan frecuentes en el mundo, sino también en
situaciones de bienestar y de paz, viciadas a menudo por una cultura de
permisivismo hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias
de machismo agresivo. En semejantes condiciones, la opción del aborto, que
es siempre un pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres,
es un crimen imputable al hombre v a la complicidad, del ambiente que lo
rodea.
6. Mi « gratitud » a las mujeres se convierte pues en una llamada
apremiante, a fin de que por parte de todos, y en particular por parte de
los Estados y de las instituciones internacionales, se haga lo necesario
para devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A
este propósito expreso mi admiración hacía las mujeres de buena voluntad que
se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la
conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han
tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era
considerado un acto de transgresión, un signo de falta de femineidad, una
manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado.
Como expuse en el Mensaje para la jornada Mundial de la Paz de este año,
mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que « ha
sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores,
aunque sustancialmente positivo, Incluso estando todavía incompleto por
tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la
mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es necesario continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido de que
el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la
identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de
las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un
eficaz e dustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de
la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de
la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples
acondicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley
de Dios inscrita en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra
de Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento
antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de
Dios sobre la humanidad.
7. Permitidme pues, queridas hermanas, que medite de nuevo con vosotras
sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación del ser humano,
y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en el mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación de modo sintético y con lenguaje
poético y simbólico, pero profundamente verdadero: . «Creó, pues, Dios al
ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó »
(Gen l, 27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto
preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado « a imagen v
semejanza de Dios» (cf. Gen 1, 26), expresión que aclara en seguida el
carácter peculiar del ser humano en el coT'Iinto d(, la obra de la creación.
Se dice ,además que el ser humano, desde el principio, es creado corno «
varón y mujer »(Gn 1, 27). La Escritura misma da la interpretación de este
dato: el hombre, aun encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del
mundo visible, ve que esas solo (cf. Gen 2, 20). Dios interviene para
hacerlo salir de tal situación de soledad: « No es bueno que el hombre esté
solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (Gn 2, 18). En la creación de la
mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principió de la ayuda: ayuda -
mírese bien- no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del
hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son
entre sí complementarios. La femineidad realiza lo « humano » tanto corno la
masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de « ayuda », no se refiere solamente al ámbito del
obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí
complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino
ontológico, Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino » y de lo «
femenino » lo « humano » se realiza plenamente.
8. Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: « Llenad
la tierra v sometedla » (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para
perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la
tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con
responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a
transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra
de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual
responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de
dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad
estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e Inexorablemente
conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es
la « unidad de los dos », o sea una « unidualidad » relacionar, que permite
a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don
enriquecedor y responsabilizante.
A esta « unidad de los dos » confía Dios no sólo la obra de la procreación y
la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia, Si durante
el Año Internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención
sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia
para una nueva toma de conciencia de la múltiple aportación que la mujer
ofrece a la vida de todas las sociedades y naciones. Es una aportación, ante
todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero también socio-política y
económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer
los diversos sectores de la sociedad, los Estados las culturas nacionales y,
en definitiva, el progreso de todo el genero humano!
9. Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y
técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la
mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni
siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que
afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta
dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones
cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la
sociedad es en gran parte deudora precisamente al « genio de la mujer ».
A este respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres
comprometidas en los más diversos sectores de la actividad educativa, fuera
de la familia: asilos, escuelas, universidades, instituciones asistenciales,
parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se da la exigencia de un
trabajo formativo se puede constatar la inmensa disponibilidad de las
mujeres a dedicarse a las relaciones humanas, especialmente en favor de los
débiles e indefensos. En este cometido manifiestan una forma de maternidad
afectiva, cultural y espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por
la influencia que tiene en el desarrollo de la persona y en el futuro de la
sociedad. ¿Cómo no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y
de tantas Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos
continentes, han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las
niñas, su principal servicio? ¿Cómo no mirar con gratitud a todas las
mujeres que han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no
s6lo en el ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a
menudo en circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del mundo,
dando un testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues, queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención
sobre el tema del « genio de la mujer », no sólo para reconocer los
caracteres que en el mismo hay de un preciso proyecto de Dios que ha de ser
acogido y respetado, sino también para darle un mayor espacio en el conjunto
de la vida social así como en la eclesial. Precisamente sobre este tema, ya
tratado con ocasión del Año Mariano, tuve oportunidad de ocuparme
ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris dignitatem, publicada en
1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la tradicional Carta
que envío a los sacerdotes he querido agregar idealmente la Mulieris
dignitatem, invitándoles a reflexionar sobre el significativo papel que la
mujer tiene en sus vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las
obras apostólicas. Es ésta otra dimensión, diversa de la conyugal, pero
asimismo importante- de aquella « ayuda » que la mujer, según el Génesis,
está llamada a ofrecer al hombre.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del « genio femenino » y
encuentra en ella una fuente de continua inspiración. María se ha
autodefinido « esclava del Señor » (Lc 1, 38). Por su obediencia a la
Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de
esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios,
ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor.
Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la
experiencia de un misterioso, pero auténtico « reinar ». No es por
casualidad que se la invoca como « Reina del cielo y de la tierra ». Con
este título a invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como «
Reina » muchos pueblos y naciones. ¡Su « reinar » es servir ! ¡Su servir es
« reinar »!
De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia como en la
sociedad y en la Iglesia. El « reinar » es la revelación de la vocación
fundamental del ser humano, creado a « imagen » de Aquel que es el Señor del
cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su hijo adoptivo. El hombre es
la única criatura sobre la tierra que « Dios ha amado por sí misma », como
enseña el Concilio Vaticano 11, el cual añade significativamente que el
hombre « no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega
sincera de sí mismo » (Gaudium et spes, 24).
En esto consiste el « reinar » materno de María, Siendo, con todo su ser, un
don para el Hijo, es un don también para los hijos e hijas de todo el género
humano, suscitando profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser
guiado por los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino
trascendente. A esta meta final llega cada tino a través de las etapas de la
propia vocación)n, una meta que orienta el compromiso en el tiempo tanto del
hombre como de la mujer.
11. En este horizonte de « servicio » - que, sí se realiza con libertad,
reciprocidad y amor, expresa la verdadera « realeza » del ser humano es
posible acoger también, sin desventajas para la mujer, una cierta diversidad
de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición
arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y
femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la
Iglesia. Si Cristo -con una elección libre y soberana, atestiguada por el
Evangelio y la constante tradición eclesial - ha confiado solamente a los
varones la tarea de ser « icono » de su rostro de « pastor » y de « esposo »
de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no
quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la
Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás todos
igualmente dotados de la dignidad propia del « sacerdocio común »,
fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben
interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las
sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía
sacramental, o sea, la economía de « signos » elegidos libremente por Dios
para hacerse presente en medio de los, hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea de esta economía de signos, incluso
fuera del ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la « femineidad »
vivida según el modelo sublíme de María. En efecto, en la « femineidad » de
la mujer creyente, y particularmente en el de la « consagrada », se da una
especie de « profecía » inmanente (cf. Mulieris dignitatem, 29), un
sitnbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo « carácter de icono »,
que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la
Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón « Vi'rgen », para
ser « esposa » de Cristo y « madre » de los creyentes. En esta perspectiva
de complementariedad « icónica » de los papeles masculino y femenino se
ponen mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el
principio « mariano » y el « apostólico-petrino » (cf. ibid., 27).
Por otra parte -lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del jueves
Santo de este año el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo « no es
expresión de dominio, sino de servicio » (n. 7). Es deber urgente de la
Iglesia, en su renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar
esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la
atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de
participación, como a través del respeto y valoración de los innumerables
carísmas personales y comunitarios que el Espíritu de, Dios suscíta para la
edificación de la comunidad cristiana y el servicio a los hombres.
En este amplío ámbito de servicio, la historia de la Iglesia en estos dos
milenios, a pesar de tantos condicionamientos, ha conocido verdaderamente el
« genio de la mujer », habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran
talla que han dejado amplia y beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo.
Pienso en la larga serie de mártires, de santas, de místicas insignes.
Pienso de modo especial en santa Catalina de Siena y en santa Teresa de
Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió el título de Doctoras de la
Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a tantas mujeres que, movidas por la fe,
han emprendido Iniciativas de extraordinaria Importancia social
especialmente al servicio de los más pobres? En el futuro de la Iglesia en
el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y admirables
manifestaciones del « genio femenino ».
12. Vosotras veis, pues, queridas hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia
para desear que, en la próxima Conferencia, promovida por las Naciones
Unidas en Pekín, se clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé
verdaderamente su debido relieve al « genio de la mujer », teniendo en
cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las
contemporáneas, sino también a las sencillas, que expresan su talento
femenino en el servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto,
es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación
profunda de su vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre,
porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos
sistemas ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y
trata de acercarse a él y serle de ayuda, De este modo, se realiza en la
historia de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente
viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza - no solamente
física, sino sobre todo espiritual - con que Dios ha dotado desde el
principio a la criatura humana y especialmente a la mujer.
Mientras confío al Señor en la oración el buen resaltado de la Importante
reunión de Pekín, invito a las comunidades eclesiales a hacer del presente
año una ocasión para una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor
del mundo precisamente por el don de un bien tan grande como es el de la
femineidad: ésta, en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio
constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión al
servicio de la humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de Dios.
Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los santos
Pedro y Pablo, del año 1995.
Juan Pablo II