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Julio Chevalier, Fundador y Primer Superior General de los Misioneros del Sagrado Corazón (Notas biográfica del P. Piperon MSC)

Páginas relacionadas 

 

Capítulo I

NACIMIENTO

EL APRENDIZ DE ZAPATERO

SEMINARIO SACERDOCIO COADJUTORÍAS

 

Julio Chevalier Fundador de los Misioneros del Sagrado Corazón

 

Por razón de su nacimiento, el P. Julio Chevalier pertenecía a la Diócesis de Tours.

Carlos Chevalier, su padre, modesto panadero, vivía en Richelieu, cerca del mercado de cereales, en el ángulo formado por la calle del Cisne y la carretera de Loudun. Luisa Ory, su esposa, compartía con él las labores cotidianas.

Vivía muy modestamente. Por ser tan poco productivo el tra­bajo del padre, insuficiente para sufragar los gastos diarios, y con el fin de aportar una ayuda a la escasa economía familiar, ella compraba frutas y hortalizas que después revendía con una pequeña ganancia.

Cada mañana se la podía encontrar sentada tras el mostrador de su puesto en la plaza del mercado.

Luisa Ory era conocida y apreciada por todos los convecinos de Richelieu, en donde gozaba fama de mujer trabajadora, animosa y jovial.

Su matrimonio cristiano se remonta al 11 de febrero de 1811, según consta en los registros parroquiales.

De esta unión no demasiado fecunda[1] nacía trece años más tarde —el 15 de marzo de 1824— el último de los hijos, que seis días después recibiría en el Bautismo los nombres de Juan-Julio.

Su padre, trabajador de escasa cultura y sin más conocimientos de la vida que las rudas labores y las privaciones de la pobreza, aco­gió con cierta desazón al recién nacido. Sentía flaquear sus fuerzas y su salud, y no veía en el nuevo huésped más que una carga añadida a las angustias de cada día.

iPobre padre! ¿Cómo iba a tener una idea cabal de los gozos y alegrías de la paternidad un hombre como él, ignorante de las más elementales prácticas de vida cristiana y sin depositar en Dios su confianza? Para un hombre de fe, un hijo es siempre un regalo del cielo confiado a sus cuidados. Sabe que la Divina Providencia vela cuidadosamente de él porque está destinado a la gloria y felicidad del cielo; por eso acepta la responsabilidad con todo el vigor que brota de la virtud cristiana.

Se comprende entonces que el familiarmente llamado Julito, resultara, —sin culpa alguna por su parte, naturalmente—, objeto de desavenencias conyugales.

Un día, el esposo, más áspero que de costumbre, se fue a la plaza del mercado en donde su mujer, rodeada de numerosa clien­tela, estaba dando fin a la venta de hortalizas, y allí, con palabras mordaces e hirientes, le reprochó tenerle a él abandonado mientras dedicaba cuidados al pequeño.

La pobre madre, confusa, humillada y sin poder contener su turbación, se deshizo en lágrimas. Después, en un arranque de exasperación, tomó en brazos al niño que dormía plácidamente en un capazo y, estrechándolo contra su corazón, corrió a refugiarse en la cercana iglesia para poner fin a tan humillante escena.

Una vez en la iglesia, se acercó a una imagen de la Virgen, puso a sus pies al niño y le dijo:

— "Virgen Santísima, tómalo. Si va a seguir siendo causa de disgusto como el de hoy, ya puedes hacerte cargo de él y hacer con él lo que quieras; así que ahí lo tienes".

Esa fue toda su oración. Y se marchó dejando al niño al cuida­do de la Reina del Cielo, su Madre adoptiva desde entonces. Después, serena ya y abochornada por aquel arrebato de impetuosidad, volvió a la Iglesia. El niño, completamente ajeno a cuanto es­taba ocurriendo por su culpa, miraba sonriente a la Madonna que parecía contemplarle con un semblante lleno de ternura. La madre volvió a recogerlo en sus brazos y regresó a casa completamente calmada y tranquila. Uno de los testigos de este suceso cuenta que, a partir de entonces, Julio tuvo siempre un cariño extraordinario a aquella bendita imagen. Desde que aprendió a rezar, se le veía frecuentemente de rodillas delante de ella rezando devotamente el Rosario u otras oraciones. El mismo testigo da fe de ello.

Desde muy niño Julio manifestó siempre una verdadera afición a las ceremonias religiosas. Por eso, el día que el Párroco le admitió como monaguillo, fue para él una verdadera gozada, un aconteci­miento memorable que produjo gratísima y profunda impresión en aquella mente infantil. Pero su felicidad llegó al colmo cuando, poco después, pareció suficientemente capacitado para ayudar a Misa.

En su papel de monaguillo, lo mismo que siendo colegial, su comportamiento fue idéntico al que iba a tener más tarde: un ver­dadero modelo.

Su precoz inteligencia, su diligencia en las ceremonias, igual que su edificante conducta, denotaban una vocación sacerdotal. Bien persuadido estaba de ello el Rdo. Bourbon, por entonces párroco de Richelieu. El mismo niño le había manifestado repetidas veces que le gustaría ser sacerdote; pero el prudente Párroco, con­siderando los escasos recursos de la familia Chevalier, no veía la viabilidad de las aspiraciones de su acólito.

Julio entró como aprendiz en el taller de un honrado zapatero de la localidad, amigo de la familia, que amablemente le dejaba el tiempo necesario para ir a la iglesia a ayudar a Misa. Una satisfacción que le quedaba a un muchacho que, atraído por las cosas de Dios, veía cómo se le desvanecían poco a poco sus esperanzas.

Cuatro largos años duró la prueba, tras los cuales el Obrero de Nazaret hizo surgir una ocasión favorable para sacar del taller al piadoso joven destinado por pura misericordia de Dios a ser el apóstol del Sagrado Corazón.

Por una circunstancia aparentemente fortuita, pero, evidente­mente providencial, su padre tuvo que trasladarse a una pequeña población de Bourges, cerca de Issoudun, llamada Vatán. Allí encontró el pequeño aprendiz de zapatero un protector en la persona del Arcipreste Darnault, cura de la parroquia. Pronto pudo apreciar el piadoso sacerdote las auténticas cualidades de su nuevo feli­grés y su manifiesta vocación. A partir de aquel momento le orientó para que pudiera dar comienzo a los estudios de latín y gestionó su admisión en el Seminario Menor de Saint Gauthier.

Julio había cumplido ya los 17 años. A esa edad terminaban otros los estudios que él iba a comenzar. No es difícil hacerse idea de las dificultades del nuevo seminarista, un muchachote de cerca de 18 años, sentado en el pupitre con niños de 12 ó 13 con mucha mayor instrucción que él y buena dosis de ironía, pues ya es sabido que a esa edad no suelen economizar la mofa y el pitorreo.

Por si fuera poco, desde que había abandonado la escuela primaria, no había ejercitado sus facultades en absoluto y además había olvidado buena parte de lo aprendido. Por este motivo sus comienzos tuvieron que ser extremadamente penosos y hubo de pasar horas amargas.

Afortunadamente Julio Chevalier estaba dotado de un carácter enérgico y una voluntad indomable, fortalecida en la oración. Con­vencido como estaba de que Dios le destinaba al Sacerdocio, nin­gún obstáculo era capaz de quebrantar su decisión de responder a la llamada de Dios.

Cuatro años más tarde su Superior le consideró suficientemen­te preparado para emprender los estudios en el Seminario Mayor, y fue admitido en 1846.

Ninguna cualidad extraordinaria había manifestado hasta entonces Julio Chevalier. Según el testimonio de sus condiscípulos fue un seminarista normal, aplicado en los estudios, piadoso..; pero nada, absolutamente nada hacía presagiar lo que iba a llegar a ser en el futuro.

El último año de su estancia en Saint Gauthier tuvo lugar una ccidente ocasionado por una imprudencia que, sin una protección especial, habría podido costarle la vida, y que fue el medio escogi­do por la Providencia para elevarle a mayor perfección[2] .

Desde entonces, con el alma inundada de gracia, entrevió el Sacerdocio bajo la perspectiva de un día absolutamente nuevo para él. Asumió decididamente y por encima de todo sacrificio las excelsas virtudes que exige. Con esta disposición entró en el Semina­rio Mayor.

Se explican perfectamente los progresos de un espíritu tan ge­nerosamente decidido a no capitular en su propósito. A partir de aquel momento se situó entre los más ejemplares seminaristas, ri­valizando con ellos en fervor.

¡Cuántos detalles edificantes, cuántos actos de acrisolada vir­tud podríamos transcribir aquí si no fuera por las obligadas limita­ciones de esta reseña biográfica!

Pero a un sacerdote no le basta solamente la virtud; necesita también ciencia, sin la cual su complejo ministerio podría fácil­mente ser un fracaso para los demás y para él mismo. Claramente lo dice el Señor: "Si un ciego guía a otro ciego, ambos pueden caer en el hoyo abierto a su paso".

Chevalier, profundamente convencido de esta verdad, se volcó en los estudios con el mismo entusiasmo que desplegó en formarse en las virtudes exigidas por su profesión. Es posible que sus profe­sores no encontraran en él al principio brillantes cualidades prome­tedoras de deslumbrantes éxitos para el futuro; incluso, si por un momento llegaron a albergar alguna duda sobre la capacidad del nuevo alumno, esta duda se disipó rápidamente. Pronto Chevalier estuvo considerado entre los mejores alumnos. Su carácter resuelto le había ayudado a superar las primeras dificultades. Su tenaz apli­cación reveló los talentos escondidos en una inteligencia falta de cultivo tan dilatado tiempo.

Durante su larga carrera y hasta su ancianidad le vimos siempre entregado a estudios serios en los escasos ratos libres que podían dejarle sus absorbentes ocupaciones, a pesar de los trabajos de un laborioso apostolado, las múltiples ocupaciones exigidas por la marcha de su Congregación o por los deberes del ministerio pa­rroquial .

Buen testimonio de ello son las excelentes obras publicadas por él. Otros muchos escritos para su uso personal o dedicados a sus actividades se conservan en el archivo particular.

Hay personas dotadas de una inteligencia mucho más brillante y fecunda; muchas que hayan adquirido conocimientos más pro­fundos o más variados, pero pocos han acumulado un acopio de trabajos como el P. Chevalier. Su prodigiosa actividad, sus incesantes desvelos fecundados y mantenidos por la fe y el ardor de un in­cansable celo por el triunfo de la Iglesia y la salvación de las almas, nos desvelan el secreto de su éxito. Y sobre todo amó entrañablemente al Corazón de Jesús, se consagró sin reservas a hacerle cono­cer y amar. Todos sus trabajos, todas sus obras, sus interminables pruebas y sus prolongados y crueles sufrimientos tendieron siem­pre a este fin. Ahí está la explicación de las abundantes bendicio­nes prometidas a los apóstoles del Divino Corazón.

Comenzó este apostolado desde el Seminario. Más de una vez tuvimos ocasión de oírle exponer a sus íntimos los inefables teso­ros de amor y misericordia del Corazón de Jesús cuando surgía la oportunidad durante los recreos o en los paseos por las afueras. Sentíamos entonces su ardiente deseo de volcar en nuestras almas el fuego que devoraba la suya. Sus cálidas palabras hacían vibrar nuestros corazones al unísono con el suyo. Al cabo de sesenta años siento cómo se despiertan en mi alma los más arrebatados senti­mientos, y más aún, la amarga desazón de no haber sabido recoger sus frutos.

Estoy plenamente convencido de que Chevalier conoció ya en el Seminario los planes de Dios sobre la Congregación que más tar­de había de fundar. A mi juicio, los motivos en que baso esta afirmación no me dejan lugar a duda.

Muchas veces, en efecto, durante los tres años que convivimos en el Seminario tuve la suerte de ser su confidente sobre este tema junto con otros amigos íntimos. En aquellos encuentros confidenciales de corazón a corazón, nos hablaba de Issoudun, la villa aban­donada en el aspecto religioso, y nos aseguraba que, sin tardar mu­cho tiempo, terminaría por establecerse en ella una residencia de Misioneros. Hablaba de ella con la misma convicción que si la fun­dación estuviera ya realizada.

Algunos, lejos de tomar en serio estas expansiones, no veíamos en ellas más que un tema de esparcimiento en el que nuestro com­pañero daba rienda suelta a su imaginación. A nuestras objeciones o a nuestras sonrisas escépticas respondía con buen talante " iYa lo veréis!". Y su profunda mirada y la expresión de su semblante parecían añadir: "Es palabra de Dios, la pura verdad".

Lo había dicho. Y ahora, a la vista de aquellas palabras convertidas en realidad a pesar de la escasez de recursos, no me cabe la menor duda de que recibió del cielo —tuvo que ser del cielo—, pro­mesas especiales de ser guiado para esta misión. Me siento obliga­do, igual que otros muchos, a proclamarlo abiertamente: i El dedo de Dios está ahí! iSu diestra ha obrado maravillas!

Chevalier había terminado sus estudios. El 14 de junio de 1851 era ordenado sacerdote.

No es difícil imaginarse sus disposiciones en el momento solemne en que se realizaban las ilusiones de toda su vida. No voy a tratar de describirlas. Tras largos años de Seminario, se ofrecía a Dios sin reserva para dedicarse a su servicio. El holocausto quedaba consumado en aquel día. iEra Sacerdote para siempre! A partir de aquel momento nada podía en este mundo poner límites a los afanes de su entrega a Dios y a las almas.

Pero ¿qué iba a ser de aquel joven sacerdote? Profundamente convencido de los designios de Dios sobre él, ¿comenzaría a poner­los en marcha desde la primera hora? No, seguramente que no. Por­que, aun conociendo el rumbo a seguir, desconocía el camino marcado por la Providencia para emprenderlo. Habrá de esperar en la obediencia y la calma la hora de Dios. Seguirá la pauta normal marcada a sus ansias y mantendrá su condición en el clero secular.

Empezó como Vicario de la pequeña parroquia de Ivoy-le-Pré, en el partido judicial de Sancerre. Su estancia allí fue corta; duró solamente unos meses. Chátillon-sur-Indre, Arciprestazgo de Balnc, reclamaba un sacerdote prudente y celoso para la Parroquia, ya que el Cura enfermo no podía soportar por más tiempo el agota­miento ocasionado por el servicio parroquial. Fue nombrado el Rdo. Chevalier para cubrir aquel puesto de confianza. Permaneció allí 18 meses, hasta la muerte de aquel virtuoso pastor. Entre tanto, el Arcipreste de Aubigny-sur-Mer, de Nanterre, meritorio sacerdote, pero agotado también por sus trabajos pastorales, tampoco podía aguantar más tiempo su pesada carga. Entonces, conocedora la Autoridad diocesana de las manifiestas cualidades del Rdo. Chevalier por la experiencia llevada a cabo en Chátillon, le destinó a lanueva Parroquia, considerada entonces entre las mejores de la Dió­cesis. Allí, lo mismo que en Chatillon, el entusiasmo infatigable del nuevo Vicario le atrajo la estima de los feligreses, y el agradeci­miento del pastor a quien se dedicó con un afecto verdaderamente filial, prestándole cuantos servicios puede hacer un hijo a su padre, asistiéndole en sus últimos días y prodigándole el auxilio y consue­lo necesarios en el trance final.

De nuevo fueron días de luto cuando el Rdo. Chevalier se despidió de aquella piadosa feligresía. Todo el mundo lamentaba la marcha del Vicario como habían llorado la muerte de su amado Párroco a quien amaban como a un padre.

¿Cuál sería ahora el nuevo destino del animoso apóstol? ¿Qué nuevo campo de trabajo sería confiado a su celo? Con la absoluta certeza de que, al asignarle un nuevo destino, sus Superiores no harían más que seguir la voluntad de Dios, y que en cualquier lu­gar que le fuera asignado encontraría ocasión de hacer el bien, no tenía la menor preocupación. Se ponía en las manos del Señor que siempre había velado solícitamente_ por él. Seguía, pues, en su mi­nisterio, confiado en que el Corazón de Jesús y la Madre del Cielo orientarían la intención de sus Superiores.

Poco tiempo después un Oficio del Obispado de Bourges le da­ba a conocer su nuevo destino: sorprendentemente acababa de ser nombrado Vicario de Issoudun.

¡Issoudun!... iTenía al alcance de la mano la verdadera tierraprometida!, la tierra bendita en que iba a sembrar la semilla de las obras con que tanto había soñado en los días de Seminario!... Al fin había sonado la hora de la Divina Providencia. ¿Podría desde ahora empezar a caminar con paso firme por la senda señalada? Era la pregunta que le asaltaba obsesivamente. Su primera reacción fue un cántico de gratitud. Postrado en la presencia de Dios, dio gracias al Corazón de Jesús, transportado de gozo.

El 15 de octubre de 1854 hacía su entrada en Issoudun, de donde ya no volvería a moverse. Tenía 30 años. Había estado 3 años y 4 meses ejerciendo una labor pastoral en calidad de Vicario.


 

[1] No recordamos que el P. Chevalier hablara más que de un hermano y una hermana. Ignoramos si tuvo otros. Aunque manifestó siempre un gran afecto a los suyos, siempre fue muy parco en detalles familiares

[2] El P. Chevalier escribió el relato de este accidente que fue publicado en su "Historia religiosa de Issoudun" (pág. 405), pero omitiendo ciertos detalles importantes. Nosotros le oímos narrar este suceso con detalles escalofriantes que nos impresiona­ron profundamente. A partir de aquel día el joven seminarista tomó una nueva di­rección. Aquel hecho dio un giro especial a su vida, dando gracias a la Santísima Virgen porque le había salvado la vida y por los nuevos fulgores con quehabía ilu­minado su alma

 


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