Julio Chevalier, Fundador y Primer Superior General de los Misioneros del Sagrado Corazón (Notas biográficas del P. Piperon MSC)
Capítulo VII
LA DEVOCION DEL P. CHEVALIER
AL SAGRADO CORAZON DE JESUS
PRACTICAS ESTABLECIDAS POR EL
PARA LOS FIELES
EN LA CAPILLA DE ISSOUDUN
Los años de la vida de nuestro Fundador que nos quedan por estudiar, fueron no sólo los más fecundos en obras sino también los más saturados de pruebas. Sería necesario un grueso volumen para resumir estos treinta y ocho últimos años de su existencia tan prolongada y tan llena. Pero mi misión es solamente redactar un opúsculo que, a pesar de todo, se puede alargar más de lo previsto. Por otra parte, ni mi propia capacidad ni mis posibilidades me permiten emprender un trabajo de larga envergadura. Me limitaré, pues, a esbozar a grandes rasgos, como el boceto de un cuadro, lo que me queda por narrar de esta fecunda carrera, con el fin de plasmar mis recuerdos de los hechos de los que yo mismo he sido testigo.
Después de las revelaciones de Nuestro Señor a la Virgen de Paray le Monial, Santa Margarita María, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se mantuvo bastante tiempo como patrimonio de un restringido número de almas privilegiadas. A duras penas comenzó a propagarse entre los fieles, en las parroquias, después de la Beatificación de la humilde visitandina a la que Jesús se dignó manifestar los tesoros de amor y misericordia. Hasta entonces raras eran las iglesias que tuvieran una imagen del Corazón de Jesús, y mucho menos un altar erigido en su honor.
Si durante la primera mitad del siglo 19, la devoción al Sagrado Corazón hizo verdaderos progresos, fue sobre todo, fue casi únicamente, en las Congregaciones Religiosas y por medio de almas escogidas que vivían en el mundo; pero en realidad era casi desconocida para la mayor parte del pueblo fiel. ¿De dónde provenía esta ignorancia? Digámoslo sin temor: La devoción al Corazón de Jesús no era enseñada bajo el falso pretexto de que sobrepasaba el alcance de los cristianos de a pie.
Siendo maravillosa en sí misma, era apropiada —se pensaba, y no podemos negarlo— para el claustro, para comunidades religiosas, pero de ninguna manera para los simples fieles a los que no parecía conveniente sobrecargar con prácticas de perfección no absolutamente indispensables para la salvación.
Confieso humildemente que nunca he compartido esta falaz distinción que durante tan largo tiempo ha tenido equivocados a buen número de sacerdotes muy celosos y muy estimables bajo otros puntos de vista. Gracias a Dios, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, éste prejuicio ha perdido su tiránica influencia y está tendiendo a desaparecer cada vez más. Pero, cuando, en 1854, nuestro Venerado Fundador puso las primeras base de su Congregación, estaba aún en todo su vigor. Muchas pruebas podríamos aportar a este respecto. Un simple hecho cuya exactitud puedo garantizar, bastará para confirmar lo que estamos afirmando.
Fue en 1863. El P. Superior nos había encomendado el encargo de recorrer diversas diócesis con el fin de recaudar donativos de los fieles para continuar la construcción de la iglesia del Sagrado Corazón. Un sábado por la tarde, a mediados de otoño, llegué a Montluçon, recomendado por el Obispo de Moulins, Mons. DreuxBrezé, para visitar de su parte al arcipreste Rdo. Antonio Guillaumet. Me recibió con tanta benevolencia y cordial hospitalidad, que aún hoy, al cabo de cuarenta años, conservo fresca en la memoria. Durante la sobremesa, después de la cena, me pidió que dirigiera un fervorín a los hombres durante la Misa del día siguiente. Debo decir que esta Misa de los hombres era la obra predilecta de aquel verdadero hombre de Dios; en procurar su formación había empleado lo mejor de su vida pastoral y todo el empuje de su corazón de apóstol. El éxito había respondido a su esfuerzo hasta el punto de tener que decirles un día: "en otro tiempo he tenido que exhortaron a vencer el respeto humano para cumplir con vuestros deberes religiosos; y hoy creo que tengo que preveniros contra el peligro de acudir a confesaros o comulgar como arrastrados por el ejemplo de los otros, sino únicamente por Dios y por cumplir con vuestros deberes religiosos". Era verdaderamente un raro espectáculo en aquellos tiempos de indiferencia en los que era bien visto entre los hombres abstenerse de la asistencia a las ceremonias religiosas, ver a los feligreses de Montluçon llenar las amplias naves de Nuestra Señora sin que quedara un solo puesto libre. Así era la Misa de los hombres.
Acepté de buen grado su invitación y le dije: "Con mucho gusto hablaré a sus feligreses del Corazón de Jesús".
— "Oh, no, no! Del Corazón de Jesús no. Tome cualquier otro tema a su gusto, pero no les hable del Corazón de Jesús. Esta doctrina resérvala para la Misa Solemne".
Me dejó sorprendido semejante respuesta venida de aquel venerable sacerdote, tan piadoso, de celo tan ardiente, y por otra parte tan considerado por su Obispo y sus compañeros como un hombre de buen sentido y de ciencia teológica más que normal, e inquirí las razones que motivaban tan fuerte resistencia.
— "Por qué se resiste a que hable del Sagrado Corazón a estos buenos cristianos tan observantes de sus deberes religiosos? ¿No cree que también ellos deben conocer y amar al Corazón de Jesús? ¿No se dirigía a todos los hombres el Señor cuando decía a Santa Margarita María "he aquí este Corazón que ha amado tanto a los hombres"?
— "Sí, Padre, es cierto. Pero comprenda que nuestros asiduos a la Misa de hombres no son ni "teólogos" ni "devotos", sino simples fieles que cumplen estrictamente sus deberes religiosos y nada más. No podemos sobrecargarlos con "prácticas piadosas" y superfluas; sería exponerlos a abandonarlo todo".
Merece la pena destacar las tres palabras subrayadas en la respuesta: "Ni teólogos, ni religiosos, ni devotos". ¿No está bien claramente expresado el prejuicio de que estamos hablando? Equivale a decir: hay una categoría de cristianos a los cuales no conviene hablarles de la devoción al S.C. porque está reservada a las clases de élite; los simples fieles son incapaces de captar el lenguaje sublime de la caridad. Pensar así sería un gran error que ha privado durante demasiado tiempo a los pequeños y humildes de los beneficios prometidos a cuantos honran su Corazón. ¿No es el lenguaje más sencillo, el más accesible a todos el lenguaje del amor? Cualquier cristiano consciente de la vida de fe, aún el más sencillo e ignorante, se sentirá más cuestionado al escuchar los grandes misterios de la Pasión y Muerte del Señor, y la lógica consecuencia de
cómo nos ha amado el Corazón de Jesús hasta la muerte. Ante esto, si queda aún en su alma una brizna de sensibilidad, si su alma conserva el más mínimo sentimiento de honradez, exclamará con San Juan, el apóstol del amor: "he de amar al Corazón de Jesús porque El me ha amado antes" (la. de Juan, 4,19). Este grito es un acto de reconocimiento y un acto de homenaje rendido al Corazón de Jesús; o en otras palabras un acto de devoción al mismo Adorable Corazón. No hay, pues, motivo razonable para negar a los simples fieles, a los peque��os y humildes los tesoros de misericordia y de gracia que el Corazón de Cristo quiere derramar sobre todos los que le honran. ¿No es precisamente a ellos a quienes ha prometido los más delicados favores?
Mientras todos estos pensamientos afluían a mi mente inundándola de luz, el Rdo. Guillaumet insistía en su argumentación para disuadirme de hablar del Corazón de Jesús.
Tuve que responderle:
— "Señor Arcipreste, me siento terriblemente apesadumbrado por tener que darle este disgusto precisamente en una ocasión en que soy su huésped, acogido y tratado con tanta amabilidad. Antes de salir de la Comunidad, he prometido que si me daban ocasión de predicar, sólo hablaría del Sagrado Corazón. Tengo que ser fiel a esta promesa. Siento el compromiso tomado que me priva de la satisfacción de complacerle. Sus feligreses no sólo no perderán nada, sino que ganarán mucho. Su elocuente palabra de párroco les será más provechosa que la mía. Sin embargo si usted se empeña a pesar de todo que yo hable en su lugar, lo haré, pero mi plática será sobre el Sagrado Corazón.
Al día siguiente, a la hora de empezar la misa, el señor arcipreste me mandó recado de que predicara. Yo obedecí.
La atención, el recogimiento de aquel inmenso auditorio de hombres de todas las clases sociales, el interés que prestaba para oír hablar del Corazón de Jesús me demostró una vez más que no es necesario ser "ni teólogo, ni religioso, ni devoto" para degustar la devoción al Corazón de Jesús. Las almas sencillas, los pequeños, los humildes tienen todas las cualidades necesarias para beneficiarse de las gracias que nuestro Señor ha prometido a los que honran su divino Corazón.
Después de la misa el párroco se dignó darme las gracias añadiendo: "si yo hubiera sabido el modo con que usted iba a exponer un tema tan importante, no habría puesto ninguna dificultad en dejárselo exponer".
Mientras él me hablaba, yo pensaba para mí lo peligroso que es dejarse guiar por prejuicios, ya que su funesta influencia puede falsear las decisiones de los mejores hombres y los espíritus más rectos.
El padre Chevalier nunca admitió categorías de cristiano a las que hubiera que dejar en la ignorancia sobre el Sagrado Corazón. Todos, decía, deben amar a este divino Corazón; todos necesitan sus favores; por tanto tenemos que enseñar a todos. El no tuvo otro objetivo en todas sus obras que el promoverla por todos los medios.
Desde que entró en el seminario estuvo absolutamente convencido de que "esta devoción revelada por el mismo Señor a Santa Margarita María de Alacoque como el remedio a los males de una sociedad congelada por la indiferencia y devorada por una espantosa corrupción"[1] no había en realidad otro medio Más saludable para trabajar en la renovación de nuestras sociedades modernas que dedicarse a hacer conocer a todos los cristianos este divino Corazón y hacerle amar por todos sin ninguna excepción.
Por otra parte Pío IX, cuando recibió en audiencia al reverendo Padre la primera vez (1860), le había confirmado sin el menor titubeo en sus pensamientos diciéndole: "La Iglesia y la sociedad no tienen más esperanza que el Corazón de Jesús; el curará nuestros males".
La palabra del Sumo Pontífice había sacudido de alegría el Corazón de nuestro Padre; había recogido de labios del Soberano Pastor como un oráculo; veía en él la seguridad de que el cielo agradecía sus piadosos proyectos. Desde que regresó quiso hacernos partícipes de su alegría repitiéndonos, no sin una profunda y dulce emoción, estas benditas palabras que nos recordaba frecuentemente para estimular nuestra devoción y nuestro celo.
No había un solo libro, ni una sola plática que agradara al piadoso San Bernardo si no encontraba en ellos el nombre de Jesús; nuestro Padre Fundador quería también que todo en nuestra vida, en nuestras obras, en nuestras pláticas, en nuestras iglesias. en nuestras ceremonias y en nuestras oraciones recordara el Corazón de Jesús que tanto ha amado a los hombres. Hubiera querido que todas las cosas llevaran la impronta de este bendito Corazón; sin ella le resultaba insípida.
De ahí proviene entre sus hijos la piadosa costumbre de comenzar todas las oraciones, todos los ejercicios, incluso de saludarse con esta invocación: "Amado sea en todas partes el S.C.J. como en algunas comarcas católicas se saludan diciéndose "alabado sea Jesucristo".
De ahí el nombre de MSC dado a los miembros de su Congregación, nombre entrañablemente querido por nuestro Padre, que expresa con tanta precisión el objetivo que él se había propuesto en todas sus obras: el apostolado de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Quería que todas las comunidades se llamaran casas del Sagrado Corazón; que la imagen del Sagrado Corazón estuviera presente en todas las salas comunes y en cada habitación, junto con la de Nuestra Señora del Sagrado Corazón y la de San José, Modelo y Patrono de los amantes del Sagrado Corazón. El Crucifijo y estas tres imágenes eran el único ornato que permitía en las paredes de las habitaciones. Todas las iglesias, capillas y oratorios pertenecientes a la Congregación deben tener como Patrono principal el Sagrado Corazón de Jesús, y, a ser posible, un altar dedicado aNuestra Señora del Corazón de Jesús y otro a San José, o por lo menos tener sus imágenes. Piadosa y conmovedora costumbre que nos demuestra el ardiente anhelo que consumía al Fundador y su entusiasmo por dar gloria por todas partes al Corazón de Jesús. La Basílica de Issoudun, que, después de su Congregación, fue la obra a la que el Padre consagró la mayor parte de sus desvelos, nos lo demuestra de manera palpable. ¡Cuánto amor derrochó en esta graciosa Basílica! i Con qué solicitud dirigió todos los trabajos! De ser posible, habría querido hacer de ella el más hermoso monumento de la tierra exigido en honor del Sagrado Corazón; por algo ha podido decirse de ella sin exageración que es "un poema a la gloria del Sagrado Corazón de Jesús y al honor de Nuestra Señora del Sagrado Corazón".
"En efecto, allí está representado el Corazón de Jesús en las profecías que han revelado desde tantos siglos atrás los misterios de su amor, en los símbolos que lo han representado durante su vida mortal latiendo en el pecho del Hombre-Dios que enseñaba, curaba y perdonaba; en su vida dolorosa expresada en los grandiosos frescos de una Vía Crucis de excepcional belleza; en su vida gloriosa en el cielo y en los Santos que durante su vida en la tierra fueron favorecidos con gracias especiales o maravillosas revelaciones. Esta vida del divino Corazón se concentra en el Sacramento del altar; por esta razón, en esta Basílica todo converge en el Tabernáculo que es un Corazón de oro.
El amor del Padre Chevalier al Sagrado Corazón fue el que concibió este poema. El dirigió la ejecución no sólo en su conjunto, sino también en todos sus detalles.
El celo de la casa de Dios le consumía; por eso no retrocedía ante ninguna actividad que pudiera contribuir a enriquecer su esplendor, y, tratándose del Corazón de Jesús, su fe y su amor se agigantaban con nuevo impulso imposible de detener por obstáculos o dificultades. Sólo el imposible era capaz de paralizarlo.
Recuerdo que, allá en los comienzos, cuando se decidió a la construcción de la iglesia, su primera idea fue darle la forma de corazón.
Durante mucho tiempo acarició este proyecto con gran desesperación del arquitecto que no encontraba en las normas de la técnica o del arte los medios para su ejecución.
El Padre se consolaba mal que bien diciendo: "si tuviera dinero bastante, no pararía hasta encontrar un genio que fuera capaz de superar las dificultades y resolver el problema".
Este hermoso sueño, porque era un sueño, pronto se desvaneció. Un sueño que traducía perfectamente la idea que le obsesionaba por expresar con signos externos su devoción al Sagrado Corazón.
La rica ornamentación de la Basílica es la manifestación de aquel sueño, como es la rosa eclosión del capullo.
El esplendor de la casa de Dios absorbía su pensamiento, pero su legítima y santa ambición no se detenía ahí.
Es magnífico y laudable levantar ricos santuarios, ornamentarlos magníficamente para gloria de Dios; pero en realidad, estos monumentos no tienen valor a los ojos del Señor sino en cuanto representan un homenaje de corazones agradecidos, consumidos por su amor.
Jesús no vino en busca de bienes perecederos, pues El es el Dueño soberano de todos los contenidos en el mundo. Lo que busca,
lo que pide es nuestro corazón: "hijo mío, dame tu corazón" (Prov. 23, 26).
No podía olvidar eso el P. Fundador, formado en la escuela de Santa Margarita María. Si había tomado para sí mismo y para los miembros de su Congregación el nombre glorioso de Misioneros del Sagrado Corazón, era precisamente con el loco deseo de entregarse sin medida a conducir las almas al Corazón de Jesús. Todo cuanto Nuestro Señor había pedido a la monja de Paray le Monial con este fin, todo cuanto podía contribuir a dar a conocer mejor al Corazón de Jesús, a amarle más, era un acicate que espoleaba su celo. Bien podía decir con el Apóstol San Pablo "me empuja el amor de Cristo".
Veámoslo en su obra.
Nuestro Señor había pedido a Santa Margarita María propagar la imagen de su Divino Corazón, prometiendo bendecir las casas en que fuera honrada. El Padre Fundador sembró millones de ellas por el mundo.
Le encantaban las fiestas de la Iglesia; su deseo era que se celebraran con gran solemnidad de acuerdo con su categoría; pero cuando llegaban las del Sagrado Corazón, de Nuestra Señora del Sagrado Corazón o de Santa Margarita María, entonces no ahorraba esfuerzo para que se celebraran con el mayor esplendor posible: los mejores adornos, los cantos mejor ejecutados, riqueza en los ornamentos sagrados, magnífica iluminación, daban a estas solemnidades una brillantez particular. Ordinariamente iban precedidas por la predicación de un triduo, y el día de la fiesta encomendaba a algún orador sagrado de renombre hacer una alocución de profundo contenido durante la misa de Comunión o en la Reserva del Ssmo. Durante todo el día, desde la primera Misa hasta la tarde, quedaba el Santísimo Sacramento expuesto a la adoración de los fieles. iQué sabrosas eran aquellas solemnidades! La población deIssoudun tenía a gala el prepararse con la confesión, completada con la Comunión reparadora de las injurias e ingratitudes hechas al Corazón de Jesús en el mismo sacramento de su amor. Los oficios de la tarde terminaban con el acto de desagravios hecho por el celebrante.
Fue inmensa la alegría del Padre y gozoso su consuelo cuando comprobó el entusiasmo de los fieles para responder así al deseo de Nuestro Señor. Pero su celo aún no se daba por satisfecho. El amor nunca dice i basta!
Nuestro Señor había revelado a Santa Margarita María: "Te prometo en el exceso de mi misericordia que su amor todopoderoso concederá la gracia de la penitencia final a cuantos comulguen los nueve primeros viernes de mes seguidos; no morirán en su desgracia ni sin recibir los sacramentos, y que El será su asilo seguro en la hora postrera".
Durante mucho tiempo esta promesa de misericordia del Señor estuvo siendo ignorada por los fieles; yo no sé por qué miedo imaginario se temía hacerlo público. El Padre juzgó con muy buen criterio que, puesto que lo había comunicado, deseaba que fuera conocido por todos. Dio, pues, a conocer la divina promesa e invitó a las almas devotas del Corazón de Jesús a la Comunión de los Primeros Viernes, según las intenciones de Nuestro Señor.
Su llamada fue escuchada. Cada mes se vio cómo aumentaba el número de comulgantes en la Basílica. Ese día había Exposición del Santísimo y la fiesta terminaba con la Bendición y el acto de desagravios. A la Comunión mensual se añadió pronto la del viernes de cada semana; más tarde la Comunión reparadora de cada día hecha por siete personas que se turnaban en el comulgatorio conforme a un orden establecido, e incluso por la misma persona admitida a la comunión diaria. Como complemento de estas prácticas piadosas, el Padre había establecido la laudable costumbre de celebrar otros ejercicios públicos en el mes del Sagrado Corazón.
De este modo se sucedían continuamente en la Basílica los homenajes al amor de Jesús por los hombres y actos de reparación para compensar las injurias y ultrajes inferidos a su infinita misericordia.
Esta fue la obra a la que nuestro Padre se consagró toda su vida y para la cual creó la Congregación de MSC. Y por muy grande, por muy importante que nos parezca, no era suficiente aún para su amor al Corazón de Jesús ni para el ardor de su celo.
[1] Palabras escritas por el Reverendo Padre en la primera página de las constituciones de la Congregación.