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Julio Chevalier, Fundador y Primer Superior General de los Misioneros del Sagrado Corazón (Notas biográficas del P. Piperon MSC)

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Capítulo XIII

FUNDACIÓN DE UNA CASA EN ROMA

LA IGLESIA DE SANTIAGO DE LOS ESPAÑOLES 
LA EXPULSIÓN DE 1880

 

En los últimos meses de 1875 salía para Roma el P. Jouet con el título de Procurador General, llevando entre otros cometidos el de buscar una residencia apropiada para la proyectada fundación.Julio Chevalier Fundador de la Congregación  de los Misioneros del Sagrado Corazón

La Divina Providencia, atenta siempre a las necesidades de quienes a ella se confían, puso en relación al nuevo Procurador con un venerable anciano, antiguo Abad de la Trapa de Staouéli (Algeria), y Más tarde Procurador General de su Orden. El Padre Francisco Regis, tal era su nombre, hombre de gran experiencia y buen consejero, gozaba de gran prestigio en las Congregaciones Romanas. Su caridad estaba siempre alerta cuando se trataba de prestar un servicio. Fue una gran ayuda para el Padre que le consultaba en todas las circunstancias difíciles. Incluso el P. Abad, accedió a alquilar una parte de la amplia casa que él ocupaba en la Calle de S. Juan de Letrán, para recibir al grupo de Religiosos jóvenes que el P. Fundador había decidido enviar a terminar sus estudios en Roma. Allí comenzó, con extrema pobreza, la residencia de los MSC en la Ciudad Eterna. Estaba situada entre el Coliseo y la Basílica de S. Juan, dos monumentos que evocan tantas páginas de gloria para la Iglesia. ¿Sería temerario ver en ello como un presagio de lo que estaba reservado a la Comunidad naciente? Sea lo que quiera, esta fundación fue un camino hacia la solución de las graves dificultades que tan profundamente afligían al P. Chevalier, que veía allí la aurora de días mejores, y esta esperanza fue como un bálsamo para la angustia de su alma. Sin embargo la prueba iba a prolongarse aún durante varios años. Tres muertes en tres años sucesivos vinieron a aumentar su dolor.

El primer jueves de marzo de 1877 (ATENCION: el necrologium da la fecha del 26 de abril), el P. Vandel, a quien llamábamos cariñosamente "el santo Padre Vandel" cambiaba las tristezas de esta tierra por los gozos de la Patria eterna. Nadie como el P. Chevalier había profundizado en las grandes cualidades y eminentes virtudes de este religioso modelo, que dejaba un gran vacío entre nosotros; nadie como él experimentó una aflicción tan profunda por su muerte.

El 7 de febrero de 1878, fallecía en Roma, cargado de años y de méritos, el gran Pontífice Pío IX. Había ocupado la Cátedra de Pedro durante 31 años. Su Pontificado fue el más largo y uno de los más gloriosos que ha registrado la historia desde San Pedro. El P. Chevalier sentía un profundo afecto hacia el Santo Pontífice que había bendecido y animado su Obra desde los comienzos y no había cesado de colmarla de favores, y, como hemos relatado antes, se consideraba como su fundador y Superior directo y personal. Su muerte fue un luto doloroso para el P. Superior.

Y por fin, el 17 de octubre de 1878 el Príncipe de la Tour d'Auvergne, el abnegado y piadoso Arzobispo de Bourges, era arrebatado repentinamente al cariño de su diócesis. En él perdía el P. Fundador un consejero ilustrado y prudente, un protector entregado, un padre bueno, el más seguro apoyo de su Congregación, por la que el venerable prelado se interesaba cono si fuese su propia obra.

De las tres muertes, fue indudablemente esta última la que desgarró con más crueldad su alma, hasta el punto que llegamos a temer que no fuera capaz de superar la pena. Incluso en sus últimos años, cuando hablaba de su insigne bienhechor, la emoción se le notaba en el tono de su voz. Amaba a su Arzobispo como el mejor de los hijos puede amar al más afectuoso de los padres. En ningún momento de su vida le vimos derramar tantas lágrimas como ante los despojos mortales de aquel hombre. Y todas estas pruebas, lejos de amortiguar su bravura, la hacían aún más vigorosa, porque, al sentirse menos apoyado en la tierra, mayor era su confianza en la ayuda de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. Solía exclamar como el santo Job: "El Señor me dio todos estos apoyos a mi debilidad; El me los ha quitado; bendito sea su santo nombre".

El 20 de febrero de 1878, León XIII había sucedido a Pío IX en la Cátedra de San Pedro. Siendo Obispo y Cardenal, ya conocía y amaba la devoción a Nuestra Señora del Sagrado Corazón. Y no la olvidó después de ser elevado al Supremo Pontificado. Debo añadir que nuestra Madre del cielo quiso darnos una prueba más de su maternal solicitud por medio de este glorioso Pontífice. En medio de los muchos y complicados asuntos del gobierno de la Iglesia, había uno que, dentro de una relativa importancia si se lo compara con otros, le tenía preocupado. La célebre iglesia de Santiago de los Españoles, tan abundante en recuerdos históricos y religiosos, uno de los monumentos más renombrados de Roma en otros tiempos por su riqueza en objetos de arte, estaba en un lamentable estado de ruina. Había sido despojada de sus tesoros, y a través delos años había quedado reducida a un vulgar almacén de mercancías de los comerciantes del barrio y taller de algunos artesanos. Recuerdo haberla visitado entonces con el alma encogida al descubrir entre polvo y yeso restos de ornamentaciones artísticas indicadores del antiguo esplendor de aquel lugar sagrado. El altar mayor, obra de arte de Bramante, servía de soporte a unos tablones de un carpintero que no tenía ningún cuidado en preservar de la destrucción aquella maravilla[1]. Aún podían verse por algunos sitios restos de pintura, escultura y mármoles preciosos, testigos mudos de la incuria de los guardas de aquel monumento que había sido una gloria para España, de la que durante siglos había estado muy orgullosa.

En los días que León XIII subía al trono pontificio iba a ser puesta a pública subasta y adjudicada al mejor postor. La administración municipal de la ciudad deseaba comprarla para destinarla a mercado público o teatro. Por otra parte les apetecía a los protestantes para convertirla en iglesia de su secta en el mismo centro de la Ciudad escogida por Dios como capital del mundo católico.

El Papa deseaba con toda el alma preservar de una indigna profanación aquellas ruinas sagradas. Hubiera querido a toda costa arrebatarles a los enemigos de la Iglesia para restaurarlas y devolverlas a su primer destino. Pero ¿qué podía hacer para realizar este propósito siendo como era un prisionero de la Revolución, encerrado en el Vaticano, sin ninguna autoridad sobre la administración de Roma? Pero si el Papa, con gran pesar, carecía de poder en este aspecto, Nuestra Señora del Sagrado Corazón no había abdicado del suyo. Ella iba a instaurar su trono sobre aquellas ruinas y abrir una fuente abundante de gracias en aquel santuario restaurado y dedicado de nuevo al culto. Veamos cómo se realizaron sus designios.

León XIII estaba enterado de que los MSC, alojados provisionalmente en el convento de los Trapenses de la calle de S. Juan de Letrán, buscaban una casa con iglesia para establecerse en ella definitivamente. El 25 de mayo —y nótese bien esta fecha en que se comenzaba en Issoudun la Novena preparatoria para la fiesta de Nuestra Señora del Sagrado Corazón— el 25 de mayo digo, el Papa estudiaba el asunto de la iglesia de Santiago de los Españoles con su Secretario de Estado el Cardenal Franchi, buscando el medio de salvarla de la profanación y la ruina. Su Santidad tuvo entonces la idea de proponer a los MSC presentarse como postores, prometiéndoles su cooperación. Fue una idea genial. Al día siguiente enviaba Mons. Folchi, prelado doméstico, a hacer de su parte esta proposición a los MSC. Estos inmediatamente la transmitieron por telegrama al P. Chevalier a Issoudun. En el momento que el despacho legaba a sus manos estaba reunido el Consejo para deliberar sobre asuntos de la Congregación.

Al leer el comunicado, el Padre se emocionó profundamente. Cuando la puso en conocimiento de los Consejeros, vieron el cielo abierto. Ahí estaba la respuesta de Nuestra Señora a las incesantes oraciones y el regalo de la fiesta. Después de elevar al cielo una acción de gracias, trataron de decidir la respuesta al Santo Padre. Todos estuvieron de acuerdo en que, tratándose de un asunto de tanta importancia, no se podía tomar una decisión seria antes de conocer las condiciones de la operación y las cargas resultantes para a Congregación. Se acordó enviar a Roma al Procurador General con otros dos consejeros para estudiar prudentemente sobre el terreno el asunto.

Ante el informe favorable de los delegados, adoptaron la decisión de aceptar la propuesta del Santo Padre. La respuesta al Soberano Pontífice fue redactada por el P. Superior y enviada al Arzobispo de Bourges, el cual, a su vez, escribió también al Papa y, por su Secretario particular a la sazón en Roma, le hizo llegar las dos cartas.

Es interesante comprobar la grata impresión que produjeron a León XIII. Está expresada en una carta del solícito secretario al P. Chevalier, con fecha 30 de junio de 1878, en la que, después de los saludos y felicitaciones, añade:

"Ayer tarde, fiesta de S. Pedro, he tenido el honor de ser recibido en audiencia por el Santo Padre. No tenía intención de recabar su atención sobre nuestros asuntos. Pensaba solamente pedirle una Bendición antes de regresar a Francia.

Al reconocerme, el Santo Padre, espontáneamente me dijo: Esta misma mañana he visto vuestra carta y los despachos del Arzobispo de Bourges y del P. Chevalier. Estoy francamente contento de la decisión tomada. Para mí es una gran alegría tener la seguridad de que esta iglesia de Santiago no sólo no será profanada sino reintegrada al culto y dedicada en el centro de Roma a ser Santuario del Sagrado Corazón. Será una magnífica situación para los MSC. Estoy muy contento; dígaselo al P. Chevalier. Con él nos entenderemos bien.

Estas fueron las palabras textuales del Santo Padre. Después añadió: ¿Vd. volverá a venir?

Yo le contesté: Santísimo Padre, el Padre Chevalier ha dado plenos poderes al P. Procurador General de la Sociedad para que se presente a la subasta que tendrá lugar el 12 de octubre y realice la compra.

— Ah, magnífico, el Señor bendecirá la gestión y Nos estaremos en contacto con el P. Chevalier para lo referente a la negociación".

Estas son, querido Padre, las estupendas, paternales y consoladoras palabras!".

El 16 de julio era adquirida, en efecto, la iglesia de Santiago en nombre de los Misioneros del Sagrado Corazón. Diez días después, el Padre Chevalier, llegado a Roma para firmar el acta oficial de venta, era recibido en audiencia privada por León XIII. El Papa le manifestó su alegría al ver por fin resuelto un asunto tan preocupante, y le felicitó por su decisión.

Después, durante media hora se interesó familiar y afablemente por los orígenes de la Congregación, su fin y sus obras; por la Asociación de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, su maravillosa divulgación, los favores concedidos por la inefable Tesorera del Sagrado Corazón de Jesús; por la hermosísima imagen de Issoudun coronada por el Arzobispo de Bourges en nombre de Pío IX; en una palabra, por cuanto podía referirse a la pequeña Congregación.

León XIII escuchó con suma atención e interés las explicaciones del Padre y, al despedir a los piadosos visitantes, les dio la más paternal bendición.

Unos días más tarde, el 31, quedaba definitivamente firmado el contrato. El cronista de esta audiencia memorable terminaba su relato con estas palabras: "Agradezcamos a Nuestra Señora del Sagrado Corazón su intervención, pues Ella fue la que movió todos los resortes; Ella será la que hará salir adelante lo que ha comenzado". También nosotros podemos repetir hoy, llenos de agradecimiento, nuestra acción de gracias a Nuestra Señora porque ha llevado a feliz término su obra a pesar de todos los obstáculos suscitados por el espíritu del mal. Una vez más se ha manifestado como Abogada de las causas difíciles y desesperadas.

A partir de aquel momento la iglesia de Santiago quedaba a salvo de profanación gracias al apoyo del Soberano Pontífice, y gracias sobre todo al anticipo que había hecho de un préstamo de la mitad del importe de la compra.

Era un paso adelante; un verdadero triunfo, al decir de los que habían seguido de cerca la complicada trama de este asunto. Pero no era más que un paso que, si bien era decisivo, no eliminaba las enormes dificultades venideras. El Padre contaba con ellas y lejos de dejarse acobardar, se entregó inmediatamente a la labor. Se diría que una fuerza le ponía alas en los pies para asegurar el éxito. Durante los días pasados en Roma con aquella ocasión, después de las consultas técnicas a arquitectos y constructores, decidió los trabajos de inmediata ejecución y los que podían dejarse para una etapa posterior. En todo caso se presentaba un problema que requería una solución rápida. Se preguntaba dónde podría alojar a la comunidad que habría de ponerse al frente de la iglesia y el grupo de los religiosos jóvenes que estaban ya siguiendo los cursos de teología. El antiguo monumento de Santiago ocupaba un cuadrilátero fuera del cual no había ni un palmo de terreno libre. El inmenso complejo de construcciones comerciales o de pisos habitables, más parecían querer aplastar la iglesia con sus arrogantes fachadas y su altura, que para alojamiento de una comunidad. Y por si fuera poco, todas estas construcciones pertenecían a España, y el administrador no parecía muy dispuesto a darles nuevo destino por las rentas que producían.

¿Qué solución arbitrar? Lo que no encontraba a ras del suelo lo buscaría cerca del cielo: situaría la residencia de los religiosos sobre los mismos pilares de la iglesia. Según el parecer del arquitecto, el proyecto es realizable. La Santa Sede concede los permisos necesarios y se pueden comenzar de inmediato las obras. Los trabajos se llevaron a un ritmo tal que en menos de un año quedaba terminada la obra de consolidación de todo el edificio, completa mente restauradas las dos fachadas —la principal que da cara a la Plaza Navona y la de la calle de la Sapienza (hoy Corso Rinascimento 23)—, instalada la residencia como un nido de águilas sobre el ábside de la iglesia, y una de las tres naves quedaba abierta a público.

El 23 de mayo de 1879 llegaba a Issoudun este telegrama dirigido al Director de los Anales, anunciando la inauguración de la parte restaurada de la Iglesia; un telegrama que en su laconismo sonaba como un grito de triunfo. Helo aquí:

"Ceremonia espléndida presidida por Cardenal Vicario. Nutrida asistencia de prelados, dignatarios y fieles. Hoy tarde sermón de Mons. Mermillod. Sede de Archicofradía Universal en iglesia y bajo dirección MSC. Decreto Pontificio ya en mano. Se publicará. Detalles pronto.

Firmado: J. Chevalier"[2]

Los sacrificios habían dado sus frutos reconfortantes. En e proceso de todos estos avatares hemos podido comprobar el poderoso y exquisito poder de Nuestra Señora del Sagrado Corazón preparando a su apóstol y a su Congregación la posibilidad de establecerse en Roma en las mejores condiciones. Ella había querida tener en la Ciudad Eterna un Santuario en que pudiera ser venerada de manera especial; un Santuario en el que su Archicofradía, oficial, irrefutable y "enteramente confiada" por el Soberano Pontífice "a la dirección y custodia de los MSC de Issoudun", pudiera extender por todo el mundo su bienhechora influencia.

En sus apuntes, termina el Padre el relato de los hechos que acabamos de exponer, con estos piadosos pensamientos que retratan perfectamente su estado de ánimo:

"Así es como Dios sabe sacar bien del mal y encauzar todo para su gloria. Sin todas estas dificultades, probablemente no estaríamos aún establecidos en Roma, con una casa amplia, una procura, un escolasticado y una escuela apostólica".

Y un poco más adelante añade:

"Habíamos superado unas dificultades y se presentan otras. ¡Las obras de Dios han de pasar por el crisol de la prueba!".

Las nuevas dificultades a que se refiere el P. Chevalier son las expulsiones de 1880. El 5 de noviembre de aquel año funesto tuvo el disgusto de ver a todos sus religiosos, en un solo día, expulsados por la policía, la gendarmería y las fuerzas armadas de todas sus casas de Francia; precintadas infamantemente las 'puertas de la Basílica de Issoudun y de las capillas de otras casas como si se tratara de lugares ignominiosos de acceso prohibido. Los religiosos, expulsados de sus tranquilas viviendas, tenían que atravesar, como si se tratara de viles y peligrosos delincuentes, por entre las apretadas filas de soldados llenos de vergüenza al verse empleados en tan triste servicio. Más de un gesto de respeto y compasión tuvieron ocasión de recibir de ellos los expulsados. Era como una escaramuza de la guerra emprendida contra la Iglesia de Francia; más aún, era el asalto violento contra sus murallas, abriendo una brecha para triunfar más fácilmente de su resistencia. En esta primera tentativa de persecución abierta, siguiendo el método hipócrita y cauteloso de las logias masónicas, los enemigos del nombre cristiano, no atacaron de plano a todas las congregaciones religiosas. Hicieron una selección lo bastante hábil para no asustar a la población honrada y provocar posiblemente una temible reacción. Para la pequeña Congregación de MSC recién comenzando su desarrollo, fue un honor el haber sido considerada digna de afrontar la cruz de las persecuciones y sufrir por el nombre de Jesús en la primera embestida de la inmolación. Humanamente hablando se podía pensar que este terrible infortunio tenía necesariamente que ser su ruina.

¿Qué iba a hacer ahora el Padre de una institución tan pequeña y tan débil?

Desde la primera noticia de la tragedia, con su serenidad y su sensatez características, había calculado la trascendencia del peligro. Después, sin desfallecer un momento, seguro más que nunca del futuro de la Congregación, empezó a buscar cobijo para los compañeros que iban a verse obligados al exilio fuera de Francia. "Si el Señor nos prueba, decía, es para su gloria y para nuestro bien. Pongamos en El nuestra confianza, que no nos dejará perecer". Una vez más tenía razón: su abandono pleno y confiado en manos de la Providencia fue como el pararrayos que atrajo las bendiciones del cielo sobre la Congregación, y la persecución, en vez de producirle un descalabro, estimuló su crecimiento.

La confianza en Dios no exime, sin embargo, de cooperar en la medida de lo posible a su acción poderosa. El Padre Chevalier lo tenía todo previsto. Anticipadamente había indicado a cada uno de los suyos el albergue que les había preparado. Algunas familias cristianas de Issoudun habían puesto a su disposición habitaciones para sus religiosos expulsados. Las aceptó con profunda gratitud. Los hogares de aquellas caritativas familias fueron el refugio provisional para los compañeros sacerdotes que quiso conservar cerca de él para 'continuar las obras que tenían a su cargo. Los niños de la Pequeña Obra, echados a la calle, fuera del nido caliente de Chezal-Benoît donde maduraban tranquilos su vocación, fueron llevados a Issoudun, y, divididos por grupos, se alojaron por las noches con sus profesores en dormitorios que había preparado en varios lugares de la población. Por las mañanas volvían a reunirse en alguna de las dependencias de la comunidad para hacer sus ejercicios de piedad, realizar sus estudios y recibir clase.

Las Hijas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón les preparaban la comida que se les servía en un local cercano y de fácil acceso. Muchos sacrificios que realizar y muchas dificultades que superar para aquellos niños, pero con los desvelos de sus profesores y sus buenas disposiciones, aquellos años no desmerecieron mucho de los mejores años anteriores. El entonces Director me decía recientemente que quizás por una ayuda especial de Nuestra Señora, nunca había notado mayor aplicación, ni más generosas disposiciones que en los días de la persecución. Los religiosos jóvenes, recién salidos del noviciado fueron enviados a Roma, acogidos fraternalmente por los mayores.

Previa una serie de gestiones, el P. Chevalier pudo alquilar en la diócesis de Bois-le-Duc, en Holanda, la propiedad del Seminario Mayor, pero totalmente independiente, una casa que había sido la vivienda del predecesor del Obispo. Había quedado abandonada hasta que llegaron a ocuparla los novicios a mediados de noviembre, 8 días después de haber sido expulsados de St-Gérand-le-Puy, cuando comenzaban las inclemencias y rigores invernales propios de una región húmeda y fría. La pobreza era absoluta. La carencia de los útiles más elementales, como en el Portal de Belén, era lo más propicio para paladear los tragos amargos del destierro; era como un anticipo, un aprendizaje de la vida del misionero que llega a un país totalmente desconocido.

Sin embargo no puedo menos de hacer constar que las privaciones fueron considerablemente aliviadas por la paternal solicitud y atenciones de los Directores del Seminario, como también por la exquisita caridad de algunas familias y de las generosas comunidades de la vecindad. Eso fue un inmenso consuelo y un gran alivio para los exiliados. El Superior del Noviciado y sus compañeros conservan el más grato recuerdo de tanta solidaridad y tan finas atenciones recibidas en aquellos días amargos.

Para el P. Chevalier supuso una satisfacción el haber podido proporcionar a todos sus religiosos un asilo seguro. El permaneció con sus vicarios en la parroquia continuando sus obras pastorales.

Al día siguiente de la expulsión, los obreros ocupados en las obras de la iglesia parroquial, terminaron las más urgentes, y el domingo el celoso pastor pudo abrir a sus fieles las puertas de la iglesia reedificada gracias a sus desvelos. Por esta feliz circunstancia quedó aliviada la pena de sus feligreses por el cierre de la Basílica.

Quedaba la bendita imagen de la Virgen tras las puertas oprobiosamente precintadas. Una tras otra se habían ido apagando los centenares de lámparas que día y noche ardían en su Santuario; ante su altar, despojado de todo ornamento, ya nadie podía arrodillarse a rezar. La desolación inundaba el corazón de cuantos estaban a su servicio y de manera más lacerante el del buen P. Chevalier, su apóstol. Para suavizar la amargura y para proporcionar ocasión de implorar el auxilio de la Abogada de las causas difíciles y desesperadas a los feligreses y peregrinos que incesantemente acudían hizo colocar la imagen en una capilla de la nueva iglesia. Allí pudieron continuarse, como antes en la Basílica, las reuniones de la Archicofradía; allí siguieron alumbrando las lámparas que los asociados querían mantener encendidas ante la piadosa Madonna; allí las llamas incesantes de los cirios se elevaban como súplicas y testimonios de gratitud ante la imagen de la Inmaculada Madre de Dios.

Nuestra Señora del Sagrado Corazón seguía atrayendo a las almas hacia el nuevo altar erigido en su honor. Innumerables devotos acudían incesantemente a rezar a los pies de Aquella que se mostraba siempre tan pródiga en gracias; no había hora del día en que no se encontrara personas implorando devotamente algún favor.

Era frecuente ver al P. Chevalier, arrodillado ante el altar, uniendo su oración a las de cuantos acudían a implorar la protección de la Sma. Virgen. Cuando sus obligaciones o su salud se lo permitían, celebraba la Misa en el altar de la Virgen. Era conmovedor ver a aquel anciano pastor dirigirse hacia el altar de María para celebrar el Santo Sacrificio a primera hora de la mañana, en todas las estaciones y hasta su extrema vejez. Sólo dejó de hacerlo el día en que sus fuerzas agotadas no pudieron ya sostener sus pasos vacilantes.


 

[1] Este altar, cuidadosamente restaurado, quedó convertido en el más hermoso adorno de la iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón en Roma.

[2] . El Decreto tiene la fecha de 26 de abril. Por él el Santo Padre ordena que la Archicofradía de NSSC establecida en San André del Valle sea pasada a la iglesia de NSSC, pl. Navona, y sea confiada por entero a los MSC.

 


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