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Julio Chevalier, Fundador y Primer Superior General de los Misioneros del Sagrado Corazón (Notas biográficas del P. Piperon MSC)

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Capítulo XVI

LOS ÚLTIMOS AÑOS

PREPARACIÓN A LA MUERTE

ELECCIÓN DE UN VICARIO GENERAL CON DERECHO A SUCESIÓN

LOS OBISPOS MISIONEROS

  Padre Julio Chevalier msc Fundador de la Congregación  de los Misioneros del Sagrado CorazónLos últimos años del P. Chevalier fueron una continua cadena de sufrimientos lacerantes para el cuerpo y para el corazón. Al cor­tejo de achaques de la senectud, dolorosos en extremo y excesiva­mente prolongados, se juntó la prolongada persecución que se encarnizó con rabiosa violencia contra la Congregación y sus obras, empleando todos los medios para aniquilarla.

Pero todas aquellas tribulaciones no fueron suficientes para debilitar su alma vigorosa. El P. Chevalier supo aceptarlas con la mis­ma entereza con que había aceptado las otras pruebas: con la humilde y absoluta sumisión a la Voluntad de Dios, uniéndolas espi­ritualmente a los sufrimientos de nuestro Redentor en reparación por sus propias culpas y las de las almas que le estaban confiadas. ¡Cuántas veces le oímos exclamar: "Soy un pobre pecador que merece mil veces más tormentos por tantas infidelidades! Ojalá el Juez Soberano se digne aceptar misericordiosamente mis sufrimien­tos en compensación de todas mis afrentas".

Tenía siempre presente el pensamiento de la muerte, y trataba de estar preparado para ella. Un día, unos cuatro años antes de que esto acaeciera, había hecho llamar a su sucesor para informarle so­bre las vicisitudes de nuestras obras, darle los oportunos consejos y recomendaciones, y manifestarle su última voluntad. Yo mismo fui testigo por mi condición de religioso más antiguo. Fue un momen­to solemne, una escena conmovedora difícil de describir. El vene­rable anciano estaba sentado en su sillón, extremadamente débil; su semblante enflaquecido a causa de los terribles y prolongados sufrimientos, reflejaba la palidez de la muerte que parecía inmi­nente. Al contemplarle, a duras penas pudimos contener las lágri­mas. El, sin embargo, en plena posesión de sus facultades, con ad­mirable serenidad, nos habló de su última hora que creía ya próxi­ma. Después con una pasmosa lucidez mental, empezó a exponer problemas de la Congregación en la crisis del momento; los peli­gros que corría y las precauciones que había que tomar; las caute­las oportunas para conservar y fomentar entre nosotros las prácti­cas de devoción al Sagrado Corazón conforme a nuestra vocación; el interés por nuestras reglas y la fidelidad a los deberes de la vida religiosa. En cada una de sus palabras, en cada uno de sus consejos, se sentían latir las vibraciones de su alma e irradiar los ardores de su corazón paternal. En ningún momento de su vida como en aquél habíamos descubierto tan viva y tan conmovedora la expre­sión de su tierna solicitud por la Congregación y por cada uno de sus miembros.

Cuando nos retirábamos para dejarle descansar después de aquel tremendo esfuerzo: "Padre, me dijo en voz baja, espere un poco; necesito hablarle a solas". Me confidenció de cosas íntimas y me dio sus paternales consejos, y después de un momento de re­cogimiento, añadió profundamente conmovido: "Padre, mi fin está ya próximo; el Señor puede llamarme en cualquier momento. Espero en paz su hora, lleno de confianza en la misericordia del Corazón de Jesús. Para su consuelo le diré que hace pocos días he hecho una confesión general. No me ha quedado nada que pueda inquietarme; estoy dispuesto para cuando al Señor le plazca". Y con el tono de la más profunda y sincera humildad que me llegó hasta lo profundo del alma y me hizo brotar las lágrimas, añadió: "Yo le he causado muchos disgustos durante tantos años como hemos vivido juntos. De ellos he pedido perdón a Dios y estoy se­guro que me lo ha concedido; dígame que también Vd. me perdo­na; esto me servirá de descanso y consuelo en esta hora decisiva".

La humildad de nuestro querido Padre le hacía invertir los pa­peles: yo no tenía nada que perdonarle a él; al contrario sí tenía mucho que agradecerle por su condescendencia y su paciencia para soportarme a mí más que a ninguno de los miembros de la Comu­nidad. Después de Dios y después de la Virgen María, es a él a quien yo debo el haber podido seguir mi vocación y mi perseverancia. Postrado a sus pies, se lo agradecí de todo corazón, le rogué que me perdonara cuantas molestias le había causado, y me diera su bendición; lo hizo con su característica amabilidad.

Así fue nuestro último encuentro cuatro años antes de su muerte. Después, iayi la distancia obligada del destierro y el peso de los años, me privaron del consuelo de volverlo a ver.

Al dejarle, con el alma embalsamada por el perfume de sus virtudes, dí gracias a Dios por haber presenciado un testimonio tan edificante, y con Santa Margarita María repetí en mi corazón: "Qué dulce es morir después de haber amado durante toda la vida el Corazón de Aquel que ha de ser mi Juez"!

Pero no fui yo sólo testigo de su ternura y de su profunda humildad. Hizo lo mismo con cuantos creía haber molestado. Más aún: practicando a la letra el mandamiento evangélico del perdón de las injurias, no perdía ocasión de devolver bien por mal a quien hubiera podido ocasionar algún daño. De ahí lo que se decía de él entre los más íntimos: "si quieres obtener fácilmente un favor del P. Chevalier, hazle una ofensa".

Sus fuerzas se iban debilitando de día en día; sus achaques se multiplicaban con los años y hacían cada vez más difíciles y más agobiantes las complicadas obligaciones del gobierno de una Con­gregación y el trabajo pastoral de una parroquia tan vasta. Bien es verdad que suponía una tranquilidad el poder confiar la pesada carga a los hombros de sus abnegados vicarios que se esforzaban en aliviarle cada uno según sus facultades. Para el venerable anciano suponía un descanso y un consuelo que le compensaba los muchos y terribles sufrimientos del pasado. i Había sufrido tanto!...

La idea de desembarazarse al menos de una parte de las respon­sabilidades cuyo peso le abrumaba, era cada vez más apremiante y decidió llevarla a la práctica. Para ello, y con el permiso de la Santa Sede, convocó un Capítulo que tenía como objetivo primordial aceptar la dimisión del Fundador, y nombrar un sucesor, o reele­girle, si se juzgaba oportuno para bien de la Congregación. En este caso, al parecer de la Santa Sede, para mitigar el ejercicio de sus responsabilidades, nombrar un Vicario General que le sucediera con pleno derecho.

La primera sesión del Capítulo General tuvo lugar el 23 de abril de 1900. La presidió el mismo Fundador. Después de la invo­cación al Espíritu Santo y las formalidades de rigor, preguntó a los Capitulares si estaban de acuerdo en declarar la legitimidad canónica de la asamblea. Una vez recibida la respuesta afirmativa, el Padre se recogió un momento y leyó en voz serena el acta de dimisión, que reza así:

"Queridos Padres:

Quiero confirmar aquí lo que os anunciaba en mi circular del 16 de julio de 1899. Dada mi avanzada edad, los achaques que es­toy padeciendo que me impiden emprender largos viajes, y el de­seo de saber quién ha de ser mi sucesor para iniciarle en los asuntos de nuestra querida Sociedad, presento simple y llanamente mi di­misión como Superior General, y suplico os dignéis aceptarla".

Los Capitulares escucharon la lectura de este importante docu­mento con el respeto y la reverencia debidos a la palabra de un Su­perior venerado que había consumido sus fuerzas durante 50 años por la Congregación y en los quehaceres de un laborioso apostola­do. Aunque la decisión del amado Fundador había sido conocida tiempo atrás a través de la convocatoria del Capítulo, no dejó de conmover hasta lo más íntimo del alma a los asistentes.

Por impulso espontáneo y aclamación unánime habrían supli­cado al Padre la reconsideración de su dimisión. Había que atener­se a las normas.

En las Congregaciones Religiosas, para el nombramiento de Su­periores, se procede por votación escrita y secreta, con el fin de asegurar a todos la absoluta libertad del voto. El Presidente propuso a los Capitulares un primer escrutinio para decantarse por la aprobación, sí o no, del Padre General. La aceptación fue unánime. A partir de aquel momento la Congregación estaba sin Superior General y el Capítulo sin Presidente. El P. Ramot, primer Asistente, como es preceptivo, asumió provisionalmente el puesto del dimisionario que quedaba en situación de simple religioso. Había que elegir un Superior General.

El Presidente en funciones, con sentidas palabras, recibidas complacidamente por todos, ponderó los grandes méritos del P. Fundador. A continuación leyó el artículo de las Constituciones que establece el modo y condiciones para la elección de un Superior General, y se procedió a la votación.

Cuando el Presidente anunció que el P. Chevalier había acumu­lado absolutamente todos los votos, los Capitulares prorrumpieron en un caluroso aplauso. El Padre aceptó humildemente la decisión del Capítulo que le dio en un nuevo escrutinio un Vicario General con derecho a sucesión en la persona del P. Arturo Lanctin. La doble elección, sometida por el Capítulo a la aprobación del Sobera­no Pontífice, fue confirmada por decreto del 5 de mayo siguiente.

El Padre, reconfortado por aquel emocionado testimonio de admiración y estima de sus compañeros, retomó con generosa hu­mildad el Gobierno de la Congregación. Desgraciadamente, los dolo­rosos acontecimientos que sobrevinieron no le permitieron conser­varlo mucho tiempo.

Si bien es verdad que el Señor suele prodigar las cruces a sus fieles servidores para conformarlos a su propio sacrificio, también es cierto que su amor sabe proporcionarles gozos inefables y recon­fortantes consuelos. De esta manera permite pruebas y sufrimien­tos proporcionados a la propia debilidad. El alma probada goza del consuelo y refuerza su vigor para nuevos combates.

Buena experiencia tuvo de ello nuestro Fundador. Una de sus máximas, mejor aún, una de sus prácticas, era que hemos de acep­tar todo como venido de la mano de Dios, lo que aflige y lo que consuela, pues todo nos viene del Corazón paternal de Dios, y todo conduce a su gloria y al bien de nuestras almas.

El primer año de este siglo XX que comenzó para nuestro Padre con dolor y sufrimiento, le ofreció también una de las mayores ale­grías. El 18 de marzo pudo asistir a la Consagración Episcopal de uno de sus Misioneros. Era el quinto desde que había aceptado tan confiada como generosamente los Vicariatos de Melanesia y Micro­nesia.

Valga una breve reseña, antes de proseguir.

El primero fue Mons. Luís-Andrés Navarre, el intrépido y vale­roso apóstol que, con un solo sacerdote, el P. Cramaille y un Her­mano Coadjutor, el Hno. Fromm, había tenido la osadía de em­prender la conquista para el Evangelio de aquellos numerosos pue­blos oceánicos.

Consagrado en Issoudun el 30 de noviembre de 1887, continuó en su puesto de vanguardia a pesar de los sufrimientos, enfermeda­des y terribles pruebas; es decir, durante más de un cuarto de siglo a contar desde su llegada a Bahía Blanca en septiembre de 1882. Este venerable septuagenario, nacido el 2 de febrero de 1836,cuando regresó en los últimos meses, no había perdido ni su entusiasmo apostólico, ni su celo por las almas, pero estando ya con las fuerzas agotadas al cabo de 26 años de trabajos en climas mortíferos, por interés de la Misión, quería pasar el cayado pastoral a las manos más jóvenes y vigorosas de su Coadjutor. Este primer após­tol, fundador de las Misiones de la Congregación, el piadoso Vica­rio Apostólico de Nueva Guinea, no dejó por eso su dedicación a las almas.

En abril de 1889, había preconizado Vicario Apostólico de Nueva Pomerania a Mons. Estanislao-Enrique Verius. Este joven apóstol —apenas 29 años cuando recibió la consagración episcopal—fue el primer heroico Misionero que, bajo la dirección de su Supe­rior, el P. Navarre, penetró en Nueva Guinea el 29 de junio de 1885. Momentos antes de embarcar para aquella peligrosa expedi­ción, escribía a sus Superiores de Europa: "El P. Navarre —aún no era Obispo en aquella época— no hace más que pensar en Nueva Guinea, en donde nos esperan muchas cruces: Pisar Nueva Guinea, ¡trabajar y morir!"... Estas tres palabras son la expresión y divisa de aquella alma de apóstol y el resumen admirable de su vida.

Cuando el P. Verius fue nombrado Vicario Apostólico de Nueva Pomerania, el estado de salud de Mons. Navarre era inquietante y a sus dolencias se añadía el sufrimiento de perder al mejor de sus Misioneros, sobre el que descansaba el futuro de la Misión. "Ah, decía, si en Roma conocieran nuestras necesidades"! Dirigió una misiva al Cardenal Prefecto de Propaganda, suplicándole no privara a Nueva Guinea de su primer apóstol, y de un Auxiliar imprescin­dible justamente en el mayor desfallecimiento de sus fuerzas. Pe­día además que nombrara a Mons. Verius su Coadjutor, con dere­cho a sucesión.

Esta humilde súplica produjo el efecto deseado. Mons. Verius no abandonó Nueva Guinea; y el venerable Vicario Apostólico pudo conservarle consigo como Coadjutor. Cuando llegó la respuesta hubo en Port León una inmensa alegría en todos pero en nadie tanta como en el humilde Coadjutor. Amaba demasiado a Nueva Guinea por la que tanto había sufrido. En siete años, arrastrando toda clase de dificultades, había realizado una inmensa labor, y murió lleno de méritos y en olor de santidad a los 33 años.

Con este acontecimiento quedaba vacante el Vicariato de Micronesia. Pese a su resistencia para aceptar esta carga, en sustitu­ción de Mons. Verius fue elegido Vicario Apostólico de Micronesia el P. Couppé, residente en Nueva Pomerania desde hacía algún tiempo. Fue consagrado el 9 de octubre de 1890 en la capilla del Seminario de Misiones de Anveres. A partir de entonces su Vicaria­to cobró un ritmo realmente considerable.

Desde sus comienzos y hasta 1897 los Archipiélagos de las Gilbert y las Ellice formaban parte de Micronesia. Pero al tener co­nocimiento la Congregación de Propaganda de los rápidos progre­sos de aquella Misión, creyó llegado el momento de constituirla Vicariato independiente, y puso al frente un Vicario Apostólico. El nombramiento recayó sobre el P. José Laray que, desde hacía ocho años venía trabajando denodadamente en aquella Misión. La consagración tuvo lugar el 26 de junio de 1898 en Nantes, su Dió­cesis natal. Fue el cuarto Obispo que la humilde Congregación otorgó a las Misiones que la Iglesia le había confiado.

El quinto fue Mons. Alain Guynot de Boismenu, preconizado en 1899 obispo de Gabala, y Coadjutor de Mons. Navarre, el he­roico Vicario Apostólico de Nueva Guinea[1] . Siete años pasaron desde la muerte de Mons. Verius sin que le fuera asignado sucesor. Las fuerzas del venerable Vicario Apostólico se iban apagando día tras día. Al fin, conociendo su situación, el Cardenal Prefecto de Propaganda, accedió a concederle un nuevo auxiliar. El más indi­cado para desempeñar tan importante función parecía el simpático P. Alain, como familiarmente se le llamaba. Después de una bri­llante carrera preparada en el Escolasticado, había sido durante al­gunos años eficiente profesor en la Pequeña Obra, hasta que, por fin, pudo ver realizado su ideal durante tanto tiempo soñado de volar a las Misiones. Persuadidos sus Superiores de las excelentes cualidades de que estaba dotado, le propusieron al Prefecto de Pro­paganda como sucesor de Mons. Verius y futuro Vicario Apostóli­co. Fue aceptado. El 18 de marzo de 1900 le confería la consagra­ción episcopal el Nuncio del Papa en París, en la Basílica del Sagra­do Corazón de Montmartre. Fue el primer Obispo consagrado en aquel Santuario tan venerado por los católicos.

Cada elección al Episcopado de uno de sus Misioneros era una inyección de felicidad para el P. Chevalier, su corazón paternal saltaba de gozo. Era para él la prueba evidente del progreso en las Mi­siones confiadas a sus desvelos, y su alma de apóstol entregada por entero a la extensión del Reino de Dios, se inundaba de santa alegría. Pensaba en la función del Obispo misionero que dirige y orienta la labor de los obreros apostólicos. El es el que los consuela en las pruebas, y los conforta en los momentos de desánimo; el que sostiene y fortalece la vida de fe y de piedad en sus corazones; el que estimula con la palabra y el ejemplo las virtudes necesarias para llevar a cabo su vocación sublime.

Estos eran los consuelos que aliviaban al venerable Padre como una estrella en la noche oscura, como un rayo de sol en medio de la tempestad. Eran el reposo de su alma violentamente atormenta­da por el sufrimiento y por la angustia de ver la amenaza que se cernía sobre sus obras idolatradas. La consagración de Mons. de Boismenu fue una de sus postreras alegrías.


 

[1] El 16 de enero de 1912 entregaba su alma a Dios Mons. Navarre, siendo sucedido por Mons. de Boismenu.

 


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