Julio Chevalier, Fundador y Primer Superior General de los Misioneros del Sagrado Corazón (Notas biográficas del P. Piperon MSC)
Capítulo XVII
LA LEY DE 1901
TRANSMISIÓN DE PODERES AL VICARIO GENERAL
GRAVE Y PROLONGADA ENFERMEDAD
CURACIÓN DESPUÉS DE UNA NOVENA A MONS. VERIUS
El año 1901 trajo consigo nuevas y dolorosísimas pruebas. En él fue discutida en las Cámaras la Ley de Asociaciones; ley que, en lenguaje sincero, debiera llamarse Ley contra las Congregaciones. El P. Chevalier seguía atentamente y con no poca pena las noticias sobre los debates de la Cámara de Diputados y del Senado. Bajo cualquier punto de vista que se la considerara le parecía lo que en efecto era: una red de malla fina, destinada a ahogar toda vida religiosa en Francia. Pese a la etiqueta de liberalismo con que la tildaban sus autores con enmascarado interés, no era más que un eslabón de la cadena con que los enemigos del cristianismo esperaban esclavizar la religión católica y reducirla a una vergonzosa y mortal cautividad. Las consecuencias que se siguieron han justificado perfectamente este juicio de valor.
No es difícil hacerse cargo de las angustias terribles que tiranizaron su alma de apóstol y de religioso. Aquel venerable anciano llegado al término de su larga carrera, estaba viendo amenazados de extinción a causa de la malicia de los hombres los dos mayores amores de su vida, la Iglesia y la Congregación. Por supuesto no perdía de vista que toda la furia de los poderes infernales no puede prevalecer contra la Iglesia, según la palabra de su Fundador. Estaba seguro que su Congregación había de salir airosa de la prueba, pero los destrozos catastróficos que él preveía oprimían su corazón como una horrorosa pesadilla.
La ley votada debía entrar en vigor dos meses después de su promulgación. Dicha ley exigía entre otras prescripciones que todas y cada una de las Congregaciones y sus casas estuviesen reconocidas por las Cámaras, so pena de exilio de sus miembros y confiscación de sus bienes.
Los ministros aconsejaban a las Congregaciones ya autorizadas, a solicitar una nueva autorización para obviar —decían— las irregularidades que hubieran podido hacer nula la primera. Enternecedora atención si fuera noble y sincera, pero no era más que una farsa artificiosamente velada con falaces palabras.
La Sociedad de MSC, existente de hecho desde hacía medio siglo, no tenía autorización gubernamental. En adelante, merced a la nueva ley, no tenía derecho a existir en suelo francés sin la estampilla gubernamental. De ahí la extrema y angustiosa gravedad de esta alternativa: o solicitar la autorización sometiéndose a las exigencias de una legislación tiránica y teñida de saña contra la Religión y aniquiladora de las Congregaciones, o bien emprender el camino del exilio y buscar fuera de las fronteras de Francia la fecunda y amable libertad que su gobierno rehusaba a sus mejores hijos.
La Santa Sede, previa consulta, dejaba a cada Congregación la responsabilidad de optar por cualquiera de estas soluciones. El P. Chevalier antes de tomar una decisión sobre tema tan importante, quiso que el asunto se tratara en su presencia en asamblea integrada por los principales miembros de la Congregación residentes en Francia, por ser los más implicados en el asunto.
Una vez reunidos y pedidas las luces del Espíritu Santo, el P. Chevalier expuso neta y claramente la cuestión, recalcando emocionado la gravedad del asunto, recabando el libre parecer de cada uno de los asistentes y los motivos que lo determinaban. La importancia del momento era trascendental. ¿Cuáles serían los resultados de aquella deliberación?
Una vez expuestos los pareceres y los motivos que los apoyaban, resultó que la mayoría absoluta —las cuatro quintas partes—se oponía a la petición de autorización, llegando a la conclusión de que "no se debía solicitar una cosa que con toda certeza no se iba a obtener. "Por otra parte, si, contra toda probabilidad, fuese concedida la autorización, colocaría a la Congregación en una servidumbre legal más nociva que los padecimientos del destierro y la pobreza. Por otra parte una autorización susceptible de ser abolida por simple decreto ministerial, colocaba a la Congregación a merced de un gobierno que no inspiraba la más mínima confianza".
Estas y otras razones son las que decidieron a los componentes de la asamblea a tomar su decisión. Los acontecimientos que siguieron no hicieron más que confirmar el acierto de tal determinación.
Después de dar por válida la decisión tomada, anunció en patéticas palabras que su condición de párroco no le permitía abandonar la parroquia sin autorización del Arzobispado; que no le parecía honesto pedirla en aquellos momentos difíciles; que esperaba poder seguir siendo útil a la Congregación permaneciendo en Issoudun, mientras que en el destierro no iba a ser más que una carga para los hermanos, dada su edad y su estado de salud; que creía llegado el momento de hacer la transmisión de poderes a su Vicario General, quien, a partir de aquel momento pasaba a ser dehecho y de derecho su sucesor y Superior General. Terminó suplicando a todos poner con absoluta confianza la Congregación y sus obras bajo la especial protección del Sagrado Corazón y de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
Las semanas siguientes fueron terriblemente tristes y laboriosas para él. Se dedicó con su Consejo a arbitrar las medidas necesarias para salvar en cuanto fuera posible las obras vitales de la Congregación y a asignar a cada uno de los religiosos la tarea en que debía ocuparse. Pero iqué cantidad de dificultades, cuántos inconvenientes imposibles de prever obligaron a improvisar soluciones de última hora! Lamentables consecuencias de una persecución que en toda Francia sumía a la mayor parte de las Congregaciones en el desasosiego y la desolación.
Llegado el momento, el P. Fundador entregó los poderes de Superior General a su Vicario General, P. Lanctin.
Pronto sonó la hora de la separación; ¡hora dolorosa y triste por demás! Y cuando uno de nosotros le dijo con intención de consolarle:
— "Adiós, Padre, pronto llegará el día del regreso".
— "No os hagáis ilusiones, respondió; vuestro destierro será más largo de lo que pensáis. No creo que yo llegue a ver el fin".
Allí comenzó la primera etapa de la vía dolorosa que le quedaba por recorrer. i Cuántos sacrificios, cuántos desprendimientos tendría que soportar aún durante los seis últimos años de su vida en esta tierra de dolor!
El 1 de octubre de aquel año 1901 todos los MSC en Francia habían abandonado sus tranquilas moradas. El Gobierno, a tenor de las exigencias de la inicua ley votada, se apresuró a incautarse de los bienes de las Congregaciones, e hizo nombrar encargados de administrarlos, esperando poderlos vender como bienes abandonados. Naturalmente, nuestra Congregación, muy marcada en los ministerios, según fuentes bien informadas, no podía escapar a la vigilancia de la Cámara. No fue de las últimas en recibir un finiquito, y todo lo que había poseído —nótese bien que decimos todo loque había poseído, porque desde varios años atrás, el legítimo propietario era una sociedad civil legalmente constituida y reconocida como tal por el mismo gobierno— todo lo que la Congregación había poseído, incluso la Basílica, fue arrebatado al legítimo posesor para ser administrado según las sacrílegas leyes del Estado, y ser vendido en pública subasta por vía judicial.
El P. Chevalier meditaba con profundo dolor los siniestros acontecimientos que se iban sucediendo con vertiginosa rapidez. ¿Para qué enumerarlos? Son relativamente recientes y están presentes en la memoria de todos.
A las leyes contra las Congregaciones religiosas, votadas —decían con hipócrita descaro—, para proteger al clero secular contra los atropellos abusivos de los religiosos, vinieron pronto a sumarse la ley de separación de Iglesia y Estado, y todas las demás leyes complementarias. Cada una de aquellas leyes impías reavivaba y hacía más profundas las heridas del corazón del Padre. Aquel venerable anciano, debilitado por los años y los achaques, en su admirable abandono a la voluntad de Dios, encontraba fuerzas renovadas para seguir soportando las pruebas. "El Señor nos castiga, exclamaba, adoremos la mano misericordiosa que nos azota; El sabrá sacar nuestro bien de estas calamidades".
Y cuando el huracán soplaba con más violencia desgajando una tras otra las vigorosas ramas del árbol plantado por sus manos en el campo bendito de la Iglesia y cuidado con tanto mimo y tanto esfuerzo, lejos de quejarse, se culpaba a sí mismo. "Para castigarme —dice el testamento espiritual—, Dios ha permitido que fuera el blanco de las más dolorosas pruebas. Como el Rey Profeta, tenía constantemente presentes sus faltas; las deploraba con amargura de su alma y aceptaba con humilde resignación todas las molestias.
"Sabemos, dice S. Pablo en su carta a los Romanos (C. 80. 28...) que todo coopera al bien de los que aman a Dios, a los que El ha llamado según su decreto para ser santos, pues a los que El tiene previsto los predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de su Hijo". Esta gloriosa semejanza con el Verbo encarnado la realiza el Señor con especial cuidado en el alma de sus escogidos. Su gracia, por los méritos de Jesucristo, es la que opera esta inefable maravilla, y son el sacrificio y el sufrimiento los instrumentos que emplea el divino artífice para grabar en nosotros su imagen. No nos extrañemos, pues, cuando veamos sufrir a los justos, incluso si, a medida que se acerca su última hora, sus sufrimientos se hacen ordinariamente más intensos. Es entonces cuando Dios quiere completar la gran labor de nuestra santificación. Se diría que acelera los méritos de sus elegidos y eleva las virtudes a su perfección antes de coronarlos. iAdmirable línea de su infinita ternura y de su inefable misericordia para con sus servidores!
No fue una excepción a esta ley nuestro querido Padre que había consagrado toda su vida al Sagrado Corazón y la había consumido a su servicio con celo infatigable. Era preciso que los rasgos de semejanza con el Modelo quedaran grabados en su alma. La Víctima del Calvario fue clavada en la cruz en el mayor de los abandonos. Nuestro Padre de alguna manera y en la medida querida por Dios debía participar del abandono del Salvador.
El, el fundador de una Congregación a la que amaba más de cuanto se puede decir, se vio obligado en su vejez a verse como separado de ella. Fue éste un sacrificio aceptado con toda el alma y buscando solamente el bien como hemos visto, pero ¿sería por eso menos lacerante? ¿Puede un padre resignarse impasiblemente a vivir separado de la familia a la que ama entrañablemente?
Tuvo que ver la Basílica del Sagrado Corazón cerrada a la piedad de los fieles; despojados sus altares, desierto el Santuario de Nuestra Señora...
Asistió a la despedida de sus religiosos. Aquel destierro dejaba vacía y desolada la vivienda preparada a base de muchos desvelos con previsora y paternal solicitud. Había soñado hacer de la casa en que había nacido su obra, la "Casa Madre", es decir, la Residencia del Superior General y su Consejo. Había sido el sueño dorado de aquel venerable anciano llevar a la tumba la esperanza de
que eso llegaría a realizarse; pero el Señor le pedía este nuevo sacrificio. En adelante, la Casa Generalicia, por imperativo de las circunstancias, iba a fijarse en Roma.
Tuvo que ser el testigo inerme y profundamente afligido de la venta de todas aquellas sagradas pertenencias, fruto de sus diarios trabajos y sacrificios.
Y por si fuera poco, una municipalidad sin honor ni corazón, de la forma más brutal, echó a la calle en lo más riguroso del invierno —21 de enero de 1907— y después de haber reventado las puertas de la Casa Parroquial, a aquel anciano enfermo y ya próximo a la muerte. ¿Fue o no completo el expolio?
El buen Padre, con el alma desgarrada de dolor y como ahogada por cruel angustia, tuvo que ser testigo de aquella desolación... Y no obstante, abandonado sumisamente a la Voluntad de Dios, acató sumisamente los designios de la Providencia que permitía tan dura prueba.
En medio de tantas y tan crueles calamidades, su fe se acrecía y su confianza se hacía más inquebrantable. Así completaba el Corazón de Jesús en su siervo fiel la obra de santificación.
Tampoco la Santísima Virgen abandonaba en las tribulaciones a su devoto y fiel servidor que tanto la había amado y glorificado, al infatigable apóstol que había consumido toda su vida en propagar por todo el mundo la doctrina y el amor de la bendita advocación "Nuestra Señora del Sagrado Corazón".
iNuestra Señora del Sagrado Corazón, florón precioso engarzado en la corona de Gloria de la Madre de Dios!
En lo más recio de las contrariedades y sufrimientos, aquel honorable patriarca acudía implorando confiadamente como un niño a su regazo maternal la ayuda y fortaleza necesarias, y Ella le alcanzaba del Corazón de Jesús las fuerzas que necesitaba. ¿Cómo explicar si no las admirables disposiciones vigorosas y las nobles virtudes de que dio ejemplo, sin la sobrenatural intervención de la Madre?
Desde su más tierna infancia le había escogido a su servicio con especial predilección; le había protegido maternalmente; le había ido conduciendo por la vida a través de dificultades sin cuento; le había inspirado y había bendecido y llevado a buen fin sus empresas, y, por decirlo con su misma expresión, "Ella lo hizo todo en la bendita Congregación".
Ella estaba también presente en los últimos combates de su apóstol, en la lucha suprema del soldado de Cristo. Sí, allí estaba Ella, inclinada maternalmente sobre el lecho de dolor del valiente soldado del Corazón de Jesús, dando consuelo y fortaleza a quien Ella misma había escogido para propagar su título de dispensadora de las gracias del Corazón de Jesús.
El P. Chevalier, moribundo ya, rememoraba los favores recibidos de la Santísima Virgen y se deshacía en expresiones de gratitud.
A nosotros, hijos también como él de Nuestra Señora del Sagrado Corazón nos toca agradecerle cuanto hizo por él, porque también nosotros hemos participado en buena parte de sus bondades.
oOo
La salud del enfermo llegó a preocupar seriamente en 1904. Sus fuerzas extenuadas por largas enfermedades y por las preocupaciones que suscitaban las circunstancias, se debilitan cada vez más. Ni el tratamiento médico ni los solícitos cuidados que se le prodigaban lograban atajar los progresos de la enfermedad. Sus atribulados familiares constataban con alarma la extrema debilidad de su amado Padre; la muerte parecía inminente. La muerte en aquel año triste habría hecho surgir una serie de complicados problemas difíciles de obviar. Sólo el tiempo podía impedir su aparición.
El santo anciano, como hemos dicho ya, confiado totalmente a la Divina Providencia, se preparaba en perfecto abandono a entregar su alma en manos del Creador, esperando de su bondad paternal los auxilios necesarios para sí mismo y para su Congregación. A pesar de su extrema debilidad, no se desinteresaba en modo alguno de los asuntos de la Sociedad. En su lecho de dolor prestaba atención con inusitada energía a todos ellos como si todo dependiera de su esfuerzo; pero convencido de que sin la acción de la Gracia, los esfuerzos del hombre son estériles, imploraba con fervor y humildad las bendiciones del cielo.
Era un espectáculo tan conmovedor como hermoso contemplar a aquel anciano ajeno a sus terribles sufrimientos para ocuparse de los intereses de su familia religiosa. iQué maravillosas disposiciones las de aquel corazón paternal!
La enfermedad seguía implacablemente sus estragos; unas semanas seguían a las otras sin aportar alivio ni mejoría. Parecía darse por perdida toda esperanza. Humanamente todo estaba perdido, pero... ¿de parte de Dios? ¿No es Nuestra Señora la Abogada de las causas difíciles y desesperadas? Las oraciones que se le dirigían eran incesantes, suplicándole que prolongara en la tierra los días de su apóstol. Era necesaria su presencia a la Congregación y a sus obras. Los MSC y los asociados, unánimes en el mismo deseo, imploraban este favor de su Patrona. Ah! parecía insensible a sus ruegos! Entonces uno de los hermanos sugirió la idea de comenzar una novena a Mons. Enrique-Estanislao Verius. Por intercesión del apóstol de Nueva Guinea que había concedido ya algunos sorprendentes favores a los que habían acudido a él, se le pediría la salud del venerado Padre. La novena terminaría el 13 de noviembre, aniversario de su muerte en 1892, y fiesta de S. Estanislao de Kostka cuyo nombre llevaba.
El 13 de noviembre quedaba otorgada la gracia. El Padre, fuera ya de peligro, empezaba un nuevo período de su vida que iba a durar cuatro años más. Desde el cielo Mons. Verius se había compadecido de sus desolados hermanos y había obtenido la salud del padre bueno..
La alegría fue inmensa. Inmenso también el agradecimiento al benefactor bienaventurado, aquel bendito amigo de Dios que había edificado en vida a los hermanos con sus ejemplos y virtudes y, por la misericordia del Corazón de Jesús se declaraba su protector en la gloria.