Julio Chevalier, Fundador y Primer Superior General de los Misioneros del Sagrado Corazón (Notas biográficas del P. Piperon MSC)
Capítulo XIX
ÚLTIMOS DÍAS DEL P. CHEVALIER
SANTA MUERTE
FUNERALES
A partir del 21 de enero de 1907, día de su violenta expulsión de la casa parroquial, la salud de nuestro querido enfermo fue haciéndose cada vez más inquietante. Evidentemente la tristeza que eso le produjo, las molestias de un nuevo alojamiento, el cambio en sus costumbres a una edad avanzada, unido todo a la extrema debilidad siguiente a su dolencia de la médula espinal y demás achaques no podían contribuir a aliviar al venerable anciano.
Las primeras semanas que siguieron a la brutal expulsión, no produjeron los temidos resultados. Había aceptado con tal resignación aquel sacrificio que parecía no dar demasiada importancia al suceso. Acudían muchas visitas para testimoniarles su cariño y su condolencia, manifestando a veces su indignación contra los miserables inmisericordes que habían cometido con él aquella tropelía. Su invariable respuesta era siempre: "Dios lo ha permitido así, adorados sean sus designios, bendita sea su santa voluntad". Era su máxima favorita y su práctica constante, aceptando humildemente las circunstancias adversas como expresión de la voluntad de Dios. ¡Cuántas veces fuimos testigos de su resignación y conformidad en las pruebas! La misma disposición que brotaba del Corazón del Salvador cuando, en el momento de mayor angustia, exclamó: "Padre, que se haga tu voluntad y no la mía". El P. Chevalier, dispuesto siempre a conformar sus sentimientos a los del Modelo Divino, no tuvo otra práctica más apreciada que la de vivir en un completo abandono a la voluntad de Dios. Por eso en los momentos más dolorosos, le oíamos exclamar: "Dios lo ha querido
así, bendito sea". Por eso le encontrábamos siempre animoso en las pruebas, sin jamás desfallecer; porque, para triunfar en la debilidad, no hay mejor disposición que un completo abandono a la voluntad de Dios. En esta saludable práctica encontraba el P. Chevalier la recuperación animosa en las pruebas.
Durante los meses siguientes a su instalación en la nueva morada, puesta a su disposición por uno de sus más adictos feligreses, su estado de salud se fue agravando sensiblemente. Sus fuerzas empezaron a debilitarse con inquietante rapidez, de tal manera que ni la asidua asistencia del Doctor ni la incesante entrega del enfermero que, día y noche, desde años atrás, le atendía con solicitud y amor filial, no pudieron atajar los avances del mal. Desde los primeros días de mayo se daba por perdida toda esperanza de poder prolongar su vida. Se habían agotado todos los recursos humanos, y, en este sentido ya no había nada que hacer; pero quedaba el inefable poder de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
Empezaban los preparativos para la fiesta del 31 de mayo, tan entrañable para los miembros de la Archicofradía y tan bendita por la Virgen María. Se decidió recurrir a la Esperanza de los desesperados, a la Virgen poderosa cuyas súplicas encuentran siempre acogida favorable en el Corazón de Jesús. Se pidieron oraciones a todos los asociados, a todos los MSC y a los fieles de Issoudun.
Durante los ejercicios preparatorios a la fiesta patronal de la Archicofradía se hicieron públicamente asiduas peticiones a la Madre. Se le pedía la prolongación de la vida de su apóstol. "No, no podemos recibir de Vos desaire alguno y puesto que sois nuestra Madre, acoged favorablemente nuestros ruegos y dignaos atenderlos". Esta era la súplica confiada que salía fervorosa de millares de gargantas fervorosas.
Nuestra Señora del Sagrado Corazón atendió una vez más las súplicas de tantos corazones agradecidos inspiradas por la veneración y el cariño al piadoso moribundo.
La víspera de la fiesta un peregrino solicitaba información sobre el enfermo. El Vicario a quien se dirigía le respondió: " iMuy mal! No me extrañaría nada que falleciera esta misma noche".
Al día siguiente, día de la Fiesta, el enfermo se levantó y manifestó que deseaba poder celebrar la Misa, esperaba hacerlo sin fatiga. Lo había anunciado ya en varias ocasiones precisamente cuando su debilidad más hacía temer por su vida.
— "Nuestra Señora me curará para su Fiesta", decía él con absoluta certeza a cuantos acudían a visitarlo. .
Los días siguientes volvió a sus ocupaciones de costumbre. Esta fue la respuesta de la Madre a las súplicas de sus hijos.
Ciertamente el enfermo no se había curado, pero sus días se habían prolongado como se había pedido. Fueron suficientes para poder poner en regla asuntos importantes antes de la muerte. Entre tanto la mejoría se podría decir que se mantuvo hasta la primera semana de octubre.
El 7 de ese mismo mes se sintió definitivamente aquejado. Hacia las 3 de la tarde pidió que le ayudaran a acostarse; mal síntoma, pues por lo menos en los tres últimos años, incluso durante las crisis más dolorosas, nunca había querido acostarse durante el día.
Al cabo de dos días, viendo que se debilitaba cada vez más, pareció prudente disponerle para recibir los últimos Sacramentos. Fue su confesor quien se lo propuso.
— "Sí, sí, respondió, háganme el favor". E inmediatamente, en perfecta calma, se recogió para prepararse.
Para el enfermo no era algo sorprendente e imprevisto pues desde largos años atrás venía teniendo muy presente su fin próximo y el estar cada día dispuesto a comparecer ante el Supremo Juez para dar cuenta de su vida, tan generosamente consagrada alservicio del Corazón de Jesús.
Había sonado la hora más impresionante y más solemne de la vida del apóstol abatido por la enfermedad; la hora en que se disponía a beber en "las mismas fuentes de la salvación" los auxilios y las gracias necesarias para afrontar el combate de los últimos momentos.
Mientras sus compañeros —su familia sacerdotal—, apiñados alrededor del lecho seguían con devota atención la sagrada ceremonia y rezaban en emocionado silencio, el enfermo concentraba todas las potencias de su alma en el homenaje a la sagrada Forma. Aquel sagrado Pan que iba a alimentar y fortalecer su alma quizá por última vez, era el Pan del cielo, el Pan que da la vida, el mismo Cristo oculto bajo las especies eucarísticas. Allí estaba Jesús, el Jesús vivo que venía a visitar a su sacerdote que durante más de medio siglo tantas veces le había tenido en sus manos consagradas para ofrecerle al Padre como víctima expiatoria de los pecados de los hombres; el Jesús que miles y miles de veces él mismo había entregado a los hombres para robustecer sus fuerzas desfallecidas y comunicarles los tesoros de gracia de su Corazón.
Mientras el ministro sagrado, hermano suyo en el sacerdocio, le presentaba el Sacramento diciendo: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", él, arrobado de fervor, con la mirada fija en la Sagrada Hostia, y profundo sentimiento de su nada, con golpes de pecho, repetía con el sacerdote: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sana".
Creemos en la palabra purificante de Jesús, esta palabra de amor y misericordia que limpia las manchas del alma; por eso el seráfico anciano podía recibir sin temor la Hostia inmaculada, el Dios que santifica a los elegidos.
El sacerdote, aproximándose al lecho del enfermo, hizo con el Pan sagrado la señal de la Cruz, pronunció las palabras "Recibe, hermano, el Viático del cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo; que El te proteja contra los ataques del enemigo y te conduzca a la vida eterna", y al mismo tiempo depositó en la lengua del enfermo la Sagrada Hostia.
¿Cómo explicar el sublime, el íntimo coloquio, establecido de Corazón a corazón entre Jesús y su humilde servidor en el momento en que la Comunión los unía en tan estrechos lazos? Jamás conoceremos el dulce y misterioso bálsamo de Jesús en el alma de su apóstol, y los transportes de amor, los inefables consuelos, el santo gozo que brotaron en él. Es el secreto impenetrable a nuestra mente, que sólo Dios podría revelarnos.
Seguidamente se le administró la Unción de los enfermos. Pese a su extrema debilidad, siguió con devota atención las ceremonias sagradas, contestando a las oraciones litúrgicas y presentando sus sentidos a la sagrada unción.
Los testigos de esta emocionante escena, con lágrimas en los ojos, quedaron maravillados de la piadosa quietud y la profunda fe del Padre durante los ritos litúrgicos, de suyo tan impresionantes en tales circunstancias.
Cuando todo hubo terminado, varias veces con el más agradecido acento, exclamó:
— i Gracias, gracias!
Su debilidad no le permitía decir más. No obstante, a instancias de sus hermanos que rodeaban su lecho de muerte, levantando sus desfallecidas manos, los bendijo a ellos, a todos los miembros de la Congregación, a todas sus obras, a los bienhechores que habían ayudado a fundarlas y mantenerlas...
Así terminó aquel día, miércoles, 9 de octubre.
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El P. Chevalier, fortalecido por la gracia de los Sacramentos recibidos, lleno de confianza en la misericordia del Corazón de Jesús, y enteramente abandonado a la Voluntad de Dios, descansó apaciblemente toda la noche que siguió a tan conmovedora ceremonia. El gozo que inundaba su alma había hecho reaccionar el alarmante estado de salud. Durante una semana hubo como una tregua en el progreso de la enfermedad; se diría que la muerte no se atrevía aún a embestir al enfermo que esperaba la hora final en calma y con plena posesión de facultades. Hablaba de su próxima muerte como puede hablar el desterrado de su patria querida, la víspera del retorno.
Alimentaba la esperanza de ver terminar su destierro el siguiente sábado, día consagrado por la piedad cristiana a honrar a la Santísima Virgen. La había amado durante toda la vida, la había glorificado y servido con tan intensa fidelidad, que hubiera querido poner el broche a su vida igual que la había comenzado: bajo la mirada amorosa y como en una sonrisa de la Madre Celestial[1] . Igual que muchos Santos, deseaba y pedía el favor de morir en sábado. Veíamos cómo disponía todo de tal manera que cuando sonara el momento de la llamada no tuviera otra cosa que hacer que responder: "Estoy dispuesto!"..
En los días siguientes a la recepción de los últimos sacramentos, quiso despedirse de sus Vicarios, de los Padres y de los sacerdotes y de sus familiares. Para todos tuvo una palabra amable; dio a cada uno un último consejo, una palabra de ánimo, pidiendo por caridad una oración en su última hora y después de su muerte.
Cuando llegó el turno al enfermero que durante cinco años le estuvo cuidando día y noche solícitamente con la ternura y el afecto de un hijo, la escena fue indescriptible. El anciano, emocionado hasta lo más profundo de su alma, le agradeció profundamente cuantos servicios le había prestado, las incesantes molestias soportadas durante tanto tiempo y con tanta paciencia para aliviarle. Después, haciendo memoria de las palabras pronunciadas con alguna aspereza, de sus gestos de impaciencia, de algún arrebato producido por el exceso de dolor, le pidió perdón con tan expresivas palabras de arrepentimiento que el pobre enfermero, confuso y llorando, no pudo pronunciar una sola palabra. Cayó de rodillas y sollozando le pidió la bendición. El buen Padre se la dio, amorosa y paternal, pidiéndole al mismo tiempo que le siguiera atendiendo hasta el final y rezara por él después de su muerte.
Cuando llegó el médico para su visita diaria, habló con él de su próximo fin, le expresó su profunda gratitud por tantos cuidados y servicios y le precisó instrucciones sobre lo que había de hacer después de su muerte..
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Vamos a dejar la Palabra al testigo presencial que nos ha facilitado todos estos datos para que termine él mismo su relato:
"El Señor, dice él, no respondió a los deseos del buen Padre. Nos parecía que el Sacramento de los enfermos había producido en él los esperanzadores efectos que nuestro amor filial nos hacía esperar conservándonoslo algún tiempo más.
"El domingo, día 13, y los días siguientes tuve el consuelo de celebrar la Santa Misa en su habitación y administrarle la Comunión. El Padre estaba con gran recogimiento; mantenía la mirada constantemente fija en el modesto altar instalado en su habitación, y seguía atentamente las ceremonias. Qué más quisiera yo que poder expresar los sentimientos que inundaban aquella alma sacerdotal en presencia de nuestro Señor que llegaba hasta él para consolarle y darle fortaleza; pero él, como solía hacer siempre, era reservado con los favores que recibía, me veo limitado a exponer lo que externamente pude percibir. Jamás se me borrará de la memoria la impresión profunda que me producía la figura de aquel venerable Padre durante la celebración de la Misa.
"El 17, fiesta de Santa Margarita María, a quien profesaba gran veneración, le administré la Comunión. Fue la última de su vida. Los días siguientes estaba tan extenuado, que apenas podía tomar unas gotas de líquido que aliviaran los ardores de la fiebre que le consumía. Esto le imposibilitaba la recepción de la Sagrada Hostias."
"Después de la Misa, acercándome a su lecho de dolor para despedirme de él, le dije: Recuerde que hoy se reanudan en la Basílica las reuniones ordinarias de la Archicofradía. Hace seis años, tal día como hoy, fueron suprimidas por la persecución".
— "Sí, lo sé, lo sé".
"Y no tuvo fuerzas para decir más. Pero en sus labios floreció una sonrisa, y su rostro enflaquecido se iluminó de satisfacción; así expresó lo que sus labios no habían podido pronunciar. La elevación de su mirada al cielo me dio a entender la dicha que experimentaba y su agradecimiento al Sagrado Corazón que le regalaba este último consuelo.
"Aquella mañana se sintió más aliviado. Después de haber tomado un ligero alimento y sintiéndose menos débil, quiso levantarse. Se le sentó en su sillón, en el que permaneció varias horas. A instancias de su enfermero, accedió en acostarse de nuevo; y esta vez fue para no volver a levantarse más".
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A partir de aquel momento hasta el día de su muerte —desde la tarde del jueves 17, hasta el lunes 21—, sus dolores fueron aumentando de tal manera que hasta los más enérgicos calmantes recetados por el médico resultaron ineficaces. A causa de tan terribles dolores, se quedó tan extenuado que no podía expresarse más que por señas o monosílabos. No obstante, a pesar de su debilidad, conservó sus facultades mentales hasta los últimos momentos. Respondía con una palabra o por medio de un movimiento de cabeza o apretándonos la mano con la suya desfalleciente; a veces también con una mirada acompañada de una débil sonrisa que quería decir que comprendía a su interlocutor y sentía no poder responder. Esto nos animó a sugerirle invocaciones piadosas para ayudarle a mantenerse unido al Corazón de Jesús y santificar más sus dolores y hacerlos más meritorios ante el Señor".
El P. General, residente en Roma, en cuanto tuvo noticias de la gravedad del enfermo, solicitó del Santo Padre una Bendición
Apostólica para él. Pío X se la concedió paternalmente, prometiendo además sus oraciones por el querido enfermo. Bendición y oraciones que fueron recibidas por él con inmenso gozo. Fueron como una luz en la tiniebla del sufrimiento, un bálsamo en el dolor.
El interés del Papa no se limitó a esta gracia. En cuanto conoció la noticia de la muerte, hizo escribir al Padre General expresando el profundo sentimiento que compartía en nuestro dolor, y prometiéndole sufragios por el virtuoso difunto. Fina atención del glorioso Pontífice dedicado a la Iglesia Universal, que se digna prestar atención a los últimos y más humildes de sus hijos acompañándolos en su sufrimiento. En la imposibilidad de manifestar nuestra gratitud, pedimos al Corazón de Jesús, que inunde con sus gracias al Padre común de todos los fieles.
La enfermedad estaba acabando rápidamente su obra de muerte. Era el lunes 21, día escogido por Dios para llamar a Sí a su siervo fiel.
El P. General salió rápidamente de Roma y llegaba a Issoudun bien entrada la noche. Acudió de inmediato a la cabecera del enfermo que le reconoció y tuvo la fuerza suficiente para darle su bendición. El P. General ya no se separó de él ni un instante.
Hacia mediodía se produjo una crisis que hizo temer el desenlace fatal. Entonces el P. Meyer hizo llamar a todos los hermanos y recitó con ellos la recomendación del alma. A partir de ese momento no cesaron las oraciones junto al lecho del Padre agonizante. A las 3 se produjo una nueva y dolorosa crisis, superada gracias a la solicitud del enfermero. Fueron los últimos sufrimientos. A partir de ese momento el enfermo se mantuvo durante unas dos horas en completa calma y casi inmóvil, como si hubiese caído en un apacible sueño. Después, como un cirio que se ha consumido, se durmió dulcemente en el Señor. El reloj marcaba las cinco y media y en el campanario de la Parroquia sonaba la señal de Angelus de la tarde.
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Así murió nuestro querido Padre, rodeado de sus familiares y de algunos religiosos llegados de diversos lugares para estar presentes en aquella hora solemne y rendirle sus postreros respetos. Había vivido ochenta y tres años, seis meses y seis días, de los que la mayor parte por la gracia de Dios transcurrieron en Issoudun.
Esta antigua ciudad era casi ignorada por el resto del mundo cuando llegó a ella en 1854 el P. Chevalier. Hoy día, merced a las obras fundadas por el celoso e incansable apóstol vive días nuevos que recuerdan su antiguo esplendor.
Los funerales del añorado difunto fueron más una marcha triunfal que una ceremonia fúnebre. Más de cien sacerdotes revestidos con ornamentos sagrados, la mayor parte de los canónigos de la Iglesia Metropolitana y otros dignatarios de las Diócesis vecinas, dos vicarios generales de Bourges, acompañaban los restos mortales de nuestro Padre a su última morada. Una inmensa muchedumbre acompañaba al impresionante cortejo. Durante todo el trayecto de la casa mortuoria a la Iglesia Parroquial en que se celebró la Misa, desde la Iglesia a la Basílica del Sagrado Corazón donde se había preparado la sepultura, era de ver el recogimiento religioso y el devoto respeto de la conmovedora manifestación. Los más indiferentes, incluso aquellos que se habían mostrado más hostiles, se prestaron a rendir homenaje al hombre de Dios, al pastor solícito, al religioso consumido de celo que había gastado sin medida sus fuerzas y su prolongada existencia en beneficio de la inmensa parroquia y de la propagación del Evangelio hasta las islas lejanas.
Se diría que el ángel de Dios que había llevado el alma del Padre a los pies del trono del Señor, extendía sus alas sobre la multitud e imponía el respeto debido a aquel apóstol del Corazón de Jesús.
Actualmente sus cenizas reposan en la cripta de la Basílica. Allí han quedado, bajo el altar dedicado a la Virgen Santa y como a los pies de la imagen a cuyas plantas tantos peregrinos acuden a rezar, y ante la que él mismo expansionaba su espíritu invocándola como la Abogada de las Causas difíciles y desesperadas.
iCómo se podría describir, escribe un testigo de la ceremonia fúnebre, quién podría describir la emoción que nos invadió cuando las puertas de la Basílica durante, tanto tiempo cerradas, se abrieron para dejar pasar el féretro con los restos de quien las franqueó para los días de triunfo y de gloria!
El coro repetía la antífona "Subvenite, sancti Dei, occurrite, Angeli Domini". Venid, Santos de Dios, salid a su encuentro, Ángeles del Señor para recibirle. Ah, sí, allí estaban ellos, enviados por la Reina del Cielo, los Ángeles de la Basílica, para recibir al Padre en el umbral de aquel espléndido palacio que su amor y su
fe, secundados por su genio, habían hecho levantar al Sagrado Corazón y a su Divina Tesorera.
Allí estaban ellos para conducirlo a los pies de la Virgen bendita cuya imagen (otra creación del P. Chevalier) irisaba entre las luces, mientras que sobre las colgaduras negras que pendían a lo largo de las columnas del Santuario, se destacaban admirablemente sobre el blanco de los mármoles unos ángeles que con el dedo señalando el cielo nos decían: i Esperanza!
Sí, la esperanza de volver a ver un día a nuestro Padre nos la daba el mismo divino Corazón para lenitivo de nuestro dolor y consuelo de la separación: "Yo soy la resurrección y la vida", cantaba el coro, "el que crea en mí vivirá".
Padre, esta Basílica, las obras todas nacidas de la grandeza de tu corazón, nos hablan de la grandeza de tu fe. Sigues viviendo en ellas; pero sobre todo vives en el Corazón adorable que fue el centro de toda tu vida y es ahora tu recompensa por toda la eternidad.
Sigues viviendo junto a Nuestra Señora del Sagrado Corazón a la que tanto has amado y glorificado. Siervo bueno y fiel, has entrado en la gloria de tu Señor!
Y nosotros, tus hijos, consolados con este pensamiento, escuchamos una voz celestial que nos dice como el Ángel del Apocalipsis: "Bienaventurados los que mueren en el Señor; ahora descansan de sus fatigas porque sus obras los acompañan".
Es la voz de Nuestra Señora haciendo realidad la palabra que la Iglesia pone en sus benditos labios: "Los que me dan a conocer tendrán la vida eterna. Qui elucidant me vitam aeternam habebunt".
[1] Recuérdese que, cuando apenas tenía un año, fue dejado por su madre a los pies de la imagen de María y cómo la Santísima Virgen acogió al pequeño.