15 días con el P. Julio Chevalier msc
Segundo día: ¿QUÉ ES EL HOMBRE?
¡Qué maravilloso es ese mundo material! ¡Qué unidad tan perfecta en esa indescriptible variedad!¡Ningún ser aislado! Al contrario, en todas partes hay unión de fuerzas, combinación de influencias; cada uno sirve a todos y todos a cada uno; es una inmensa red donde todas las mallas se entrecruzan y coinciden en un punto central: el hombre. Sí, en el hombre es donde se cumple esta unidad maravillosa; y también es en el hombre y por medio del hombre como esta materia participa en el culto del alma... Dios quiere ser conocido para ser amado: el amor es la última consecuencia de nuestra relación con Él, el resumen de toda la religión (S 72-73).
El mundo mineral, el mundo vegetal, el mundo animal... son creaturas que Dios ha hecho para mostrar su Corazón. Pero —se inquieta Chevalier si Dios quiere mostrarse más y mejor todavía, ¿dónde encontraría un modelo para esta nueva creación sino en su propio Hijo, que había de nacer de la Virgen María? «Al llamar al hombre... Dios tenía en vistas a Cristo Jesús», dice Tertuliano (De Res. carnis, VI); y Chevalier comenta con emoción: Al hacer el corazón del primer hombre, su mirada [del Padre] estaba fijada evidentemente en el de su Hijo, que el Espíritu Santo habría de formar más tarde de la sangre de una Virgen (S 115).
Por eso Dios, que no es sino amor, nos modeló a imagen de su «predilecto», para que todo hombre pudiera creer en un «Dios que nos ama». «Lo que nos hace ser Misioneros del Sagrado Corazón —comenta el padre E. J. Cuskelly — es que "hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él." (1 Jn 4, 16). Este versículo es para el misionero del Sagrado Corazón del siglo XXI, sea laico o religioso, un texto clave que expresa nuestro espíritu y nuestra identidad» (C 65).
¡Qué maravilla es el hombre! En él la materia se vuelve religiosa. Su naturaleza es ser el concierto sustancial... de las distintas vidas que existen: No es sólo un mineral que florece, un arbusto que siente, un animal que razona; es un mineral, un árbol, un animal que reza, que adora, que da gracias: en nosotros la materia se vuelve religiosa (S 72). En él la materia se vuelve capaz de «orar». Dios y el hombre están abiertos el uno al otro. Dios ruega al hombre: Hijo mío, dame tu corazón (S 73), y el corazón del hombre se convierte en un altar de holocaustos en el que se precisa que todo lo que existe, todo lo que acontece... sea ofrecido allí a Dios y como quemado, consumido en su honor (S 73). Por la oración cotidiana del Ave Admirabile, Chevalier se une a esta ofrenda: Te saludamos, Corazón adorable de Jesús, te alabamos, te bendecimos, te glorificamos. Te damos gracias, te ofrecemos nuestro corazón, te lo entregamos y consagramos...
Una «nota» para Dios...
Chevalier sabe que también él es una palabra de Dios; no sólo un número, sino que tiene un nombre: En el cielo, cada uno de nosotros recibirá su nombre personal... que dirá eternamente quién es el que lo lleva (S 91). De ahí nuestro deseo íntimo, profundo, invencible de que se nos distinga, de ser nosotros, de ser para Dios lo que nadie más será (S 90). Chevalier tenía empeño en decir «su palabra», la que nadie dirá en su lugar. Él, que rara vez es poeta, encuentra para decirlo palabras conmovedoras por su sencillez y humildad.
¡Oh mi adorable Salvador,
oigo el concierto armonioso de vuestros santos.
¡Qué magníficos cantos!
¡Cómo quisiera yo tener en este concierto una parte que fuera exclusiva mía!
No pido una parte brillante o principal;
pido la última: es más de lo que merezco;
una nota solamente será suficiente;
pero esa nota la cantaré solo;
será mía;
y será una armonía más
en el concierto universal.
Ayudaré a todo el cielo a cantaros mejor:
¡ Vos recibiréis de mí
ese poquito de gloria
que sin mí no tendríais! (S 90).
Y ¿qué nota musical será la suya? Poco le importa con tal de que sea de verdad «su» nota. Desde hace muchísimo tiempo Dios la ha elegido para él. Contrariamente a lo que pide, no se limitará a ser una insignificante «semicorchea» en la partitura de la gran orquesta de Dios. Mantendrá, sin perder el aliento, una especie de «continuo» que acompañe «todo el canto de las creaturas». Será un «bajo continuo» que, sin cesar, nos lleve a lo esencial: «Somos amados por Dios». «Somos amados por Dios». «Somos amados por Dios»... Cualesquiera que sean las circunstancias, todo lo convierte en ocasión de «dar gracias» al Corazón adorable del «Hijo predilecto». No hay frase en que no lo nombre ni silencio que no se llene de Él. Chevalier no hace música de cámara; pero su nota, repetida sin cesar, adquiere la categoría de una «marcha» que nos acompañará, a nosotros y á Dios, hasta la eternidad: La vida del hombre —dice con profundidad Chevalier— es un canto entre dos. En nosotros y por medio de nosotros, Dios se dice, Dios se canta fuera de sí mismo y quiere que nosotros lo digamos, que lo cantemos con Él (S 291). Por eso nos ha hecho inteligentes, capaces de amar y libres.
He aquí al hombre, Rey y Pontífice; Rey por inteligencia
y Pontífice por el corazón.
¡Qué dignidad!
Mira a tus pies, ¡oh Pontífice!,
he aquí la materia: abajo, rozando con la nada,
está el reino mineral,
la inercia, la muerte;
más arriba está el reino vegetal,
la vida que comienza, aún medio muerta;
más cerca de ti está el [reino] animal,
con sus instintos y sus sentidos:
poderes maravillosos
que hacen de su vida un esbozo de la tuya.
Ahora, levanta la cabeza, ¡oh Pontífice!; ese hogar luminoso
(por suerte velado,
o su esplendor te cegaría),
ese hogar es Dios;
por debajo, los espíritus puros [...];
los últimos de estos espíritus están cerca de ti;
su mano tendida solicita tu mano.
Mientras tus pies reposan sobre la tierra,
¡oh hombre!, por tu causa la creación es una;
gracias a la doble naturaleza, admirable lazo de unión,
sólo hay un mundo,
el Universo, que canta a una sola voz.
¡Gloria a Dios! (S 74).
Como le sucede a veces, Chevalier se deja entonces llevar por su propio entusiasmo: Dios, tal como se muestra en el átomo y en el hombre, ¡es tan extraordinario! Después prosigue: por admirable que sea, el hombre tiene sus límites; no deja de ser más que un pálido reflejo del Corazón de Dios. Chevalier duda, avanza, retrocede, se pregunta: ¿quién soy yo para juzgar las maravillas de Dios? Ya lo he dicho y lo repito ahora, y es verdad: Dios mira con inmenso amor al más pequeño, al último de los seres creados por Él; envuelve este conjunto magnífico con una mirada de amor absolutamente indescriptible (S 74).
Para meditar un poco y orar..., si se quiere
Y Dios no nos crea a distancia, enviándonos la existencia como el sol proyecta sus rayos. Nos crea en nosotros, en lo más íntimo de nuestro ser; más presente en nosotros que nosotros mismos. Es lo más íntimo que hay en nosotros. Nuestro Dios está en todas partes y de forma igual en todas partes; todo entero en el arcángel y en el grano de arena; no podría estarlo más en uno que en otro. Pero no actúa de una manera igual en todos los seres. Esta acción íntima, creadora, da la existencia con tales o cuates propiedades; a la planta le da la vida, al anima!!, ¡Una vida más perfecta; al hombre y al ángel, la inteligencia en grados diversos. De ese modo, produciendo en todos los seres efectos diferentes, tos va colocando en una jerarquía maravillosa (S 23 9-240).