15 días con el P. Julio Chevalier msc
Quinto día: «VENID EN POS DE MÍ» (Jn 1, 37)
La humanidad, aunque compuesta por miembros diversos, sin embargo no forma más que un sola sangre, un solo cuerpo, un mismo cuerpo Ahora bien, el Corazón que da la vida a todo los miembros de este gran cuerpo es el Corazón de Jesús. Sólo Él nos une a Dios. Cuando nos de: ligamos los unos de los otros, nos separamos perdemos, a la vez que la vida divina, cuya fuer te es él, el sentimiento verdadero de la fraternidad humana. Este divino Corazón es, pues, el centro alrededor del cual gravitan todos los corazones (Artículo en el Messager du Sacré-Coeur de Jésu: t. VII, junio de 1865; p. 529).
Mostrar el Corazón de Dios a todos los hombres es aquello a lo que Jesús, el Verbo encarn1 do, consagra ya toda su vida pública. Va al encuentro de estos hombres que, aun sin conocerle ya lo esperan; estos pecadores que Él quiere reunir alrededor de su Corazón y que quiere convertir en pescadores de hombres. Son las primeras células del cuerpo místico. Cada día dice: «Seguidme». ¿Qué es lo que quiere? Quiere nacer de nuevo en nuestros corazones; es decir, hacernos vivir de su vida, comunicarnos su espíritu, darnos su Corazón con todos los tesoros que encierra y comunicarnos todos los sentimientos que lo animan (M1 25). Es el árbol de la Encarnación, que extiende sus ramas para que puedan cobijarse en él todos los pájaros del cielo (cf. Mt 13, 32). Es la Encarnación en expansión.
[Jesús] parece pequeño... a los ojos de los hombres; pero en su naturaleza, en su Corazón, en su divina persona, posee una virtud sobrehumana, una fuerza infinita. En Él encontramos la salvación y las gracias necesarias para tener esperanza (M1 246)... ¡Qué asombrosa energía en su minúscula apariencia! No se dejará encerrar en el ghetto familiar (cf. Mc 3, 31-35). Va de aldea en aldea, «pues para esto he salido [del Padre]» (Mc 1, 38). Muchos le siguen: unos arrastrados por su elocuencia (M2 112) y otros porque les fascina. Jesús se sale decididamente de lo normal; su enseñanza viene directamente del Corazón; no se dedica a repetir, como los escribas; manda a los espíritus impuros y éstos le obedecen. Su Palabra supera toda expectativa. ¿Acaso podíamos esperárnoslo? Nos acepta como discípulos suyos. ¡Qué maestro para guiamos, qué doctor para instruirnos! ¡Cuánta ciencia podemos aprender en la escuela de su divino Corazón! Nos acepta como hijos suyos. Con eso está dicho todo... (M1 110).
Pero lo que por encima de todo los atrae y los cautiva para seguirlo es su bondad (cf. Hch 10, 38): «Su Vida, como recordará Pedro en mía de sus primeras homilías, no era más que una sucesión de favores». Chevalier abriga los mismos sentimientos: ...En todas partes lo veis con una dul- , zura inalterable, con una ternura compasiva, capaz de conmover los corazones más endurecidos; no rechaza a nadie; los pequeños, los grandes, los pobres, los pecadores se agolpan a su alrededor... (MS 147). En Él todo era tan visiblemente «a favor de la vida» que Pedro discierne ya en ello las semillas de la resurrección, «pues la muerte no tiene poder sobre Él» (Hch 2, 24). Jesús no tenía en sí mismo más que raíces de vida. Y es que, ya durante su vida pública, el Corazón de Jesús es verdaderamente una palabra de Dios para los pequeños y los humildes (cf. Mt 11, 25). Expresa el Corazón de Dios, «no en la sequedad y la metafísica de su esencia, sino desbordante en su compasión, en su piedad por la miseria, en su misericordia, su bondad, su ternura...» (C 68). Cada pobre perdido en medio de la muchedumbre que asedia a Jesús, puede oír: «Siento compasión...», como si Jesús se dirigiera a él solo (Mc 8, 2). Cada pródigo errante «en el extranjero» puede creer que el Padre lo espera y lo ve «a lo lejos»: «Iré a la casa de mi Padre y reconoceré mi pecado» (M1 372 - Lc 15, 20). ¿Quién es, pues, Jesús sino «Dios nuestro Salvador, que manifestó su bondad y su amor a los hombres?» (Tt 3, 4). Jesús sabe lo que hay en el hombre. Conoce la fragilidad de los que «caminan tras Él». Si un simple cercado puede formar un rebaño, Él sabe que se precisa otro vínculo para reunir a sus discípulos, otra argamasa para mantenerlos juntos. Es necesario el Espíritu, el único capaz de ensamblar todas las piedras: a los discípulos entre sí y a cada uno de ellos con Él y a Él con ellos. Sin ello, la casa se desmorona. Por eso, la tarde de Pascua y también ocho días más tarde, vuelve en medio de
ellos: «La paz sea con vosotros... Recibid el Espíritu» (Jn 20 - M1 512). Chevalier oye las palabras dichas a Tomás como si fueran dirigidas a él: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente (Jn 20, 27 - M1 501).
Hace totalmente suyas las palabras de Juan (1 Jn 4, 16): «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es Amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él». Tal es su fe: «Es una visión simple y coherente: ve todo lo que Dios hace en y por Jesús como totalmente motivado por el amor» (E. J. Cuskelly: Caminando el camino de Jesús. Un ensayo de espiritualidad cristiana, MSC, Santo Domingo 2001). Jesús vino para que fuésemos capaces de creer en este amor de Dios, para que fuésemos capaces de creer que Dios es un Dios que ama. Nuestro pecado es nuestra poca fe en este amor de Dios, maravilloso y transformador.
«Ametur ubique», un lema que obliga... (1857): ¡venid - id!
Después de haber respondido al «Venid» que hace discípulos, Chevalier y sus hermanos están dispuestos a «ir» como Misioneros del Sagrado Corazón... (M1 513). Se ha dicho precipitadamente que la Congregación de los MSC había sido fundada para evangelizar la región de Berry. Más que una elección firme del fundador, era una necesidad del momento. Chevalier nunca había olvidado el «en todas partes» de los comienzos.
Ya en 1855, un cuadro que coronaba el altar de la capilla de la comunidad —por desgracia perdido— expresaba claramente el proyecto misionero (Chevalier lo consideraba como el bien más precioso de la congregación y, una vez expulsado de su rectoral, lo llevó consigo a su habitación). En él se veía a indígenas de todos los continentes en postura de oración, el Corazón de Jesús en el cielo y sus heridas irradiando hacia su Madre. La Virgen [derrama] sobre estos pueblos que imploran su asistencia, todos los preciosos tesoros de los que Ella es dispensadora (S 59). El sentido del cuadro está claro.
En 1869, . la Formula Instituti aportará algo más que precisiones: Los sacerdotes profesos añadirán a sus votos el compromiso de ir a cualquier lugar de la tierra para procurar más eficazmente la gloria de Dios... (M 16). En 1878 la Congregación no tiene todavía más que sesenta y tres miembros: veintinueve sacerdotes, veintinueve escolares y cinco hermanos coadjutores, cuando Chevalier, por medio de su procurador, el padre Jouét, da a conocer a Roma su deseo de misión en tierra extranjera: «Nos prepararemos y aceptaremos lo más pronto posible», hace saber (Issoudun, carta del 26 de enero de 1878, archivos MSC en Francia). León XIII les propuso los dos inmensos vicariatos de Melanesia y de Micronesia (A 25), y Chevalier respondió al cardenal Simeoni, el 25 de abril de 1881: A ejemplo de María..., nuestra humilde Congregación responde...: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Y con san Pedro: «En tu palabra echaré la red» (M 94).
Para que pudieran extenderse también sobre estas tierras lejanas las ramas del árbol de la Encarnación, los cinco primeros misioneros del Sagrado Corazón se hicieron a la mar en Barcelona. Era el 1 de septiembre de 1881 (cf. M 1881). Dejemos la palabra al joven Verjus, el futuro apóstol de los papúas: «¡Qué felices son, van a sufrir! Hacia las seis, todo el mundo había vuelto pensativo y soñador... Es algo grande para nuestra Congregación; es un gran paso. Será nuestra salvación y el medio del que se servirá Dios para . que nos multipliquemos: Sanguis martyrum, semen vocationum! (M 160)».