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15 días con el P. Julio Chevalier msc
Decimoquinto día: «VENID, BIEN-DICHOS...»

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Vengan, benditos de mi Padres





Como Dios no se repite, cada uno de nosotros será una palabra distinta, una palabra especial que dirá de Dios lo que ningún otro dirá y, por lo mismo, que le procurará una gloria que no recibirá de nadie más. De ahí este título de bien-dichos que recibiremos a nuestra entrada en el cielo. Venid, benditos, que quiere decir bien-dichos: bene dicti. La vida del hombre es un canto entre dos... (S 291).



«¡Venid!»

«Venid en pos de mí», «Venid y ved», «Venid todos los que estáis cansados...» Si fuera necesa­rio definir el Corazón de Jesús, bastaría esta sola «llamada a seguirlo». Jesús se hizo hombre, pas­tor, cepa, corazón, pero ¿cómo alcanzaría su ver­dadera dimensión si permaneciera solo? Él es hombre, pero también el primogénito de una mul­titud; es pastor, pero se ha propuesto reunir a todo un rebaño a su alrededor; Él es la gran cepa de la viña del Padre, pero se ha vestido de sarmien­tos capaces de producir con Él un vino nuevo. Él es —nos dice el apóstol Pablo— la cabeza, pero ha formado y sigue formando, hasta el final de los tiempos, un cuerpo del que Él es el corazón.

Si fuera necesario definir su «misión», basta­ría con añadir que vino para reunir alrededor de su Corazón a todos los hijos de Dios dispersos. Tal es, según Chevalier, como hemos visto, la «realidad» del misterio de la encarnación. ...Este cuerpo místico, del que el Redentor es la cabeza y los cristianos sus miembros, debe poseer un co­razón que lo anime, que mantenga su vida y la haga circular por todas las partes que lo compo­nen. Y ¿cuál es este corazón? El del Verbo encarnado; no podría ser otro... Este mundo de los elegidos tiene que tener su sol para iluminarlo y vivificarlo, su océano para fertilizarlo, sus tesoros para enriquecerlo, su rey para gobernarlo. Pues bien, el Corazón de Jesús será también todo esto (S 119).

Desde dondequiera que lo miremos, lo vemos siempre animado de una doble pasión: la pasión de reunir. Su vida pública es semejante a una «li­turgia de la Palabra»; palabra y signos que, sin embargo, sólo encuentran un eco poco duradero: Una oveja corre tras unas briznas de hierba que le abren el apetito; se detiene en ellas, las saborea, y mientras, el buen pastor y el rebaño van a otro lado, y así es como comienza a extraviarse (M2 50).

Vengen, benditos de mi Padre



El Buen Pastor elige entonces entrar libremen­te en «su verdadera Pasión», la que lo llevará hasta lo alto del Calvario, donde se derramará su sangre adorable. Será su «liturgia de la Eucaris­tía»: La sangre de Jesús riega nuestro suelo por mil canales; unos son visibles, otros están ocultos, pero todos están en acción. Para ello bastaría la presencia, aquí abajo, de cristianos consagrados por Dios en Jesucristo; los cristianos consagran el mundo... (S 244). Verdaderamente se puede decir que Jesús ha hecho de su vida una misa. Nues­tros corazones se estaban enfriando... «Por eso Él nos presentó su Corazón... Viendo este Corazón cruelmente traspasado por una lanza, nos repre­sentamos naturalmente la multitud de beneficios que nos vienen de Él y el refugio seguro que podemos encontrar en Él; y lo presentó de tal ma­nera que con sólo verlo nos fuera imposible no sentirnos abrazados por su santo amor...» (P. Franco, De la dévotion au Sacré-Coeur de Jésus, c. I, cf. S 195). Jesús lo anunció, su Padre salió fiador de ello; desde lo alto de la cruz atraerá todo hacia Él (cf. Jn 12, 27-36). Ya no es sólo el pas­tor que llama, sino que se convierte en el que en­trega su vida para que nosotros la tengamos en abundancia. Es lo que nos recuerda un prefacio de la misa (Oración eucarística n° 2):



«... Él, en cumplimiento de tu voluntad,

para destruir la muerte

y manifestar la resurrección,

extendió sus brazos en la cruz,

y así adquirió para ti un pueblo santo».



«Venid, "bien-dichos"...»

¡Alegría en el cielo por el Hijo perdido y vivo de nuevo (cf. MS 25)! ¡Alegría en el cielo por la oveja perdida y encontrada (cf. M2 47)! ¡Alegría en el cielo por la dracma extraviada que la esco­ba recuperó de debajo el armario (cf. M2 64)! Se comprende la alegría del Padre, Él que, con los ángeles, aplaudía a cada creatura a medida que la sacaba de la nada (cf. S 70). Aquí están todos jun­tos ante Él: Jesús, el Verbo encarnado, resplandece en toda su gloria. Él, cuyo Corazón es la «pa­labra» que habla fielmente del amor de Dios.

Venid benditos de mi Padre

 

Él, el «bien-dicho» por excelencia. Él, el «Corazón de Dios en la tierra». Más resplandeciente que el sol, brilla con una claridad maravillosa. Las llagas de sus pies y de sus manos arrojan torrentes de luz que inundan a los bienaventurados: su manto es un manto de gloria inmortal de la cual la del Tabor no fue más que un preludio (M1 494). Está a la derecha del Padre y sigue llamándonos: Venid, benditos de mi Padre... Sois los privilegiados de mi Corazón. Habéis compartido sus dolores, sus humillaciones, sus angustias, sus desfallecimientos, quizá su agonía; venid a descansar en Él y a saborear las delicias que encierra (M1 5). Jesús está ahí arriba, a la vista de todo el mundo, como lo estaba en la colina de las bienaventuranzas... Y con los ojos vueltos al Padre, nos presentamos lle­nos de confianza:



Aquí estamos ante ti, Padre,

felices de llegar por fin.

Te damos gracias por haber enviado

a tu Hijo Jesús

a nuestro encuentro; de otro modo,

sin duda estaríamos perdidos

por el camino.

Pero gracias a ti,

gracias a Él,

gracias a María, su Madre,

hemos tenido todo lo necesario para caminar.

Un camino,

agua,

un poco de luz,

una palabra y pan,

amigos, y el Evangelio como canción.

Ahora

ya no necesitamos creer;

vemos cara a cara;

contemplamos y comprendemos

que todo camino verdadero viene de ti y vuelve a ti;

que la palabra que hemos oído,

el agua que hemos bebido,

el pan que hemos comido y compartido, todo esto, eras tú ya en nuestro camino... Y cuando cantábamos

en los días de pena o en los días de alegría, era el Padrenuestro

lo que estábamos aprendiendo.

Aquí estamos por fin ante ti.

Antes de cerrar las puertas,

espera un poco más a que hayan llegado todos.

¿Cómo podríamos cantarte el Padrenuestro

si no han entrado todos?

Todos son hijos tuyos.

¿Cómo podrías tú

oír el Padrenuestro sin llorar

si falta una voz en el coro de tus hijos?

¡Tú eres el Padre de todos!



Es la encarnación por fin completada. Todos los «bien-dichos» ya no forman más que un todo con el «bien-dicho», forman un cuerpo con su Co­razón. Cantan la gloria del Padre y del Hijo en el Espíritu. Y Jesús dice: Bien, está bien dicho. Y el que dice esto en Dios es el Verbo, la Palabra, el Bien-dicho por excelencia, tan bien dicho que todo lo ha dicho para la eternidad; Él es el Bien-dicho del Padre, que juzga todos estos verbos creados, todas estas palabras limitadas. Que com­parte con ellos su título, les convoca a llamar a Dios, a cantar a Dios eternamente con Él: Venid, biendichos de mi Padre (S 292). En adelante, no sólo la corta vida del hombre es un canto entre dos, sino que Dios se dirá por nosotros y en no­sotros por toda la eternidad... sin olvidar «la pe­queñísima nota de Chevalier»... y la mía también, si el Padre lo permite.

Venid benditos de mi Padre



Ved a nuestro gran Dios. Está en su trono; sus hijos e hijas lo rodean; hijos de luz que se bañan en los rayos de este sol: dichosos, bienaventura­dos, contemplan a su Padre; ¡su Padre es tan her­moso, tan hermoso! Y, sonriendo, su Padre medi­ta para ellos divinas sorpresas. ¡Son tan felices! ¿No conviene que Él les haga más felices aún? Y he aquí que el seno del Padre se abre; son profundidades nuevas, nuevos abismos, abismos de luz; ¡qué llamas irradian de él! Y en el cielo no se oye más que un grito. ¡Están embelesados, encantados, estos bienaventurados!

Es la incesante realización de estas palabras: «Venid, benditos de mi Padre». Palabra eterna; Dios no se calla. ¡Venid! Ya habéis venido; ya estáis aquí. Yo os poseo; estáis en mí y yo estoy en vosotros. Pero acercaos; no os paréis, un paso más, y otro y otro.

Nunca estáis demasiado cerca, nunca demasiado adentro, nunca demasiado inmersos en las profundidades sin fondo. Venid, benditos de mi Padre. Y juntos iremos... Nuestra alma siempre ávida y siempre satisfecha, encantada, arrobada, se precipitará, subiendo, siempre subiendo! Amén. Aleluya. «Ésta será toda nuestra acción», dice san Agustín. Amén: el asentimiento. Aleluya: el entu­siasmo ... ¡Amén, es verdad! ¡Aleluya, alabad a Dios!... Insaciable saciedad (S 287, según Bossuet, sermón 357).

 

Venid, benditos de mi Padre

 

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