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El Corazón del Verbo Encarnado 

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Ignacio Andereggen 
doctor en Filosofía y Teología, 
 Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y 
 Pontificia Universidad Católica Argentina
Congreso internacional «Cor Iesu, Fons Vitae» 
(«Corazón de Jesús, fuente de vida») 
Barcelona entre el 1 y el 3 de junio 2007

 

 

Cor Jesu fons vitae

La fe en el Corazón de Cristo manifiesta la síntesis de los dogmas revelados del Cristianismo de una manera contemplativa y práctica, no solamente para cada uno de los fieles singularmente considerados, sino también para su conjunto eclesial y para los pastores que lo guían. Es la Revelación Evangélica misma la que permite descubrir en el símbolo natural del corazón, y en los términos escriturísticos, aspectos antes insospechados encerrados en su potencia obedencial actualizada por la Gracia que constituye el centro mismo del Evangelio.

San Pablo habla con toda naturalidad del “sentir” las cosas de Dios, como después los teólogos medievales y los místicos modernos iban a referirse a la “experiencia de Dios”, la cual, por supuesto, abarca en primer lugar el espíritu sobrenaturalizado, la inteligencia y la voluntad elevadas, pero se extiende a toda la persona, incluyendo los aspectos sensibles como reflejando y continuando la perfección única de la Persona divina de Nuestro Señor Jesucristo. Tal “sentimiento” auténticamente cristiano debe expandirse apostólicamente hacia el mundo para transformarlo no con solos medios naturales, sino con los frutos de justicia o santidad. 

Desde el seno de la Trinidad el Amor divino desciende a la creación por medio de Jesucristo y retorna al Padre, junto con las cosas renovadas y elevadas. Jesús era movido por el Espíritu Santo que llenó su humanidad con su presencia desde el primer instante, convirtiéndose no solamente su alma, sino también su cuerpo, en símbolo de su presencia. Este símbolo está destinado a incorporar a sí el sentido de toda la creación a través de la Iglesia. En el “corazón” de la Acción del Espíritu Santo en Cristo está el misterio de la redención o liberación, que manifiesta su amor misericordioso.

El corazón físico de Cristo mismo puede ser considerado como el primer nivel simbólico. El amor sensible que él simboliza directamente puede ser considerado como el segundo nivel simbólico. La caridad que a su vez éste expresa puede verse como el tercer nivel simbólico. Y el Amor divino es la cosa, la Res, absolutamente simbolizada por los tres símbolos, jerárquicamente ordenados, como constituyendo sacramentos de un Misterio último.

La unidad de los símbolos y de su ordenación jerárquica está expresada humanamente en la devoción al Corazón de Cristo, que corresponde a la única Persona.

Nuestro Señor Jesucristo asumió, en su naturaleza humana completa, la inteligencia y la voluntad con una relación especial respecto de la afectividad, inconmensurablemente más perfecta que la nuestra, modelo y causa, con la gracia, del orden total de nuestra persona radicada en su Persona divina. De esta manera asumió nuestro corazón.

Del Corazón de Cristo surge así la curación del corazón del hombre.

En su obra capital Santo Tomás nos presenta la radicación del amor de Cristo en su Persona divina a través de su Voluntad divina y de su voluntad humana. A éstas corresponden sendos amores.

La conexión creatural constituida por el Amor de la Voluntad de Dios a las cosas prefigura, como potencia obedencial, el orden sobrenatural que se cumple en la Caridad, constituyendo desde lejos la base metafísica para la consideración del Amor del Corazón del Verbo Encarnado.

La Revelación nos manifiesta el Amor en el que la Esencia divina consiste como revelador de una Persona en relación con otras en cuanto captado por nosotros a través de la gracia. El Espíritu Santo lo tiene como “nombre propio”. 

El Amor se apropia al Espíritu Santo en cuanto recibimos la participación no solamente del amor de Dios en cuanto esencial, sino especialmente en cuanto la recibimos personalmente. Esto significa dos cosas: como don de la Persona del Espíritu Santo, e –inseparablemente– como asimilación a la Persona del Espíritu Santo. 

Esta asimilación sucede por la gracia, que nos asimila también a la Persona del Hijo como Verbo o Sabiduría de Dios. Porque es inseparable personalmente el Verbo del Espíritu Santo que de Él procede eternamente. He aquí la raíz de la importancia cristológica y eclesiológica de la doctrina y la fe dogmática del Filioque.

“El alma por la gracia se conforma a Dios. Por eso, para que alguna Persona divina sea enviada a alguien por la gracia, se requiere que se realice su asimilación a la divina Persona que es enviada por algún don de la gracia. Y porque el Espíritu Santo es Amor, por el don de la caridad el alma es asimilada al Espíritu Santo. Por eso, según el don de la caridad se considera la misión del Espíritu Santo. Y el Hijo es Palabra, no cualquiera, sino una que espira Amor [Filius autem est Verbum, non qualemcumque, sed spirans Amorem]. Por eso dice Agustín en el IX libro De Trinitate: «el Verbo que intentamos insinuar es Noticia con Amor [Verbum quod insinuare intendimus cum Amore Notitia est]». Así pues, no según cualquier perfección del intelecto es enviado el Hijo, sino según tan instrucción del intelecto por la cual éste prorrumpa en el afecto del amor, como se dice en Juan 6,41: «todo el que oye mi Padre, y aprende, viene a mí»; y en el Salmo 38,4: «en mi meditación se encenderá el fuego». Y por eso dice Agustín a propósito (l.c. ad 1) que el Hijo es enviado, «cuando es conocido por alguien, y también percibido [cum a quoquam cognoscitur atque percipitur]». La percepción experimental significa una cierta noticia [perceptio enim experimentalem quandam notitiam significat]. Y esta se dice propiamente sabiduría, como ciencia sabrosa, según aquello del Eclesiástico 6,23: «la Sabiduría de la doctrina es de acuerdo con su nombre»” [1]

Es claro que el modelo de la asimilación a la Persona del Espíritu Santo existe eminentemente en la humanidad de la Persona divina distinta de Nuestro Señor Jesucristo. 

El Corazón del Verbo, en el sentido medieval y escriturístico del término, es, en primer lugar, la Persona del Padre.

En el Espíritu divino, se implica la relación, respecto, o habitudo hacia Dios mismo en su Esencia amada por las Personas, y hacia el Padre y el Verbo que con ella se identifican, quienes se aman recíprocamente en El. En el sentido en el que modernamente, en principio, se entiende inmediatamente la palabra “corazón”, pues, significando especialmente el amor, el Corazón del Verbo es el Espíritu Santo por el cual ama al Padre.

Ahora bien, la fe en el Corazón del Verbo Encarnado es la fe en la Encarnación.

Un profundo artículo de la Tercera Parte de la Summa nos permite vislumbrar la derivación de la doctrina cristológica desde la trinitaria [2]. La gracia habitual en Cristo sigue a la gracia de unión. Esta consiste en la misma Unión Hipostática, absolutamente superior a la naturaleza y operación de cualquier creatura.

Cuanto es y sucede en la creación en el orden natural y en el sobrenatural es manifestación y revelación de Dios-Trinidad. El orden de las misiones o envío de las Personas a la creación manifiesta en orden inescrutable de las procesiones trinitarias.

El Corazón de Cristo es manifestación y Revelación del Corazón de Dios. 

“El verbo que está oculto en el corazón se manifiesta por el verbo sensible. Así el Verbo de Dios estaba latente en el Corazón de Dios, pero se manifestó en la carne. Jn. I, 14: «Y el Verbo se hizo carne», etc [Verbum quod latet in corde manifestatur verbo sensibili, ita Verbum Dei in Corde Dei latebat, sed in carne est manifestatum. Io. I, 14: Verbum caro factum est, etc. ] [3]

El Corazón de Dios es la Profundidad Abisal del Padre que se expresa en el Verbo y en el Espíritu Santo. 

El Corazón del Verbo Encarnado, en cuanto Encarnado, es en primer lugar el Espíritu Santo que expresa y realiza operativamente su unión personal con el Padre en su humanidad.

Derivadamente, la plenitud de Caridad de la humanidad de Cristo es consecuencia de la Unión hipostática, realización de la Filiación como Relación con el Padre.

Así, la Iglesia, Cuerpo de Cristo Cabeza, surge de la misión del Hijo juntamente con la misión del Espíritu Santo, y de su orden, reflejo del misterio trinitario.

El Corazón del Verbo Encarnado en cuanto tal es así también, el Espíritu Santo como fruto de la Sabiduría del Padre. La presencia del Espíritu Santo en el Verbo Encarnado se expresa y realiza en la humanidad como continuación y Revelación de la Circumincessio o Perichóresis trinitaria. Por eso, en la humanidad de Cristo la plenitud de (gracia y de) Caridad manifiesta la Unión hipostática. Ésta, en cuanto Unión, preanuncia y origina la Unión de la Caridad. Como y porque en la Trinidad el Verbo origina al Espíritu Santo.

Es por eso que el Corazón del Verbo Encarnado es el Espíritu Santo con el recuerdo o Memoria del Padre. Es el Espíritu quien impulsa a Cristo a cumplir la Voluntad del Padre y a volver al Padre. En efecto, la pasión y la resurrección de Jesucristo son el motivo de su encarnación, misterios en los que se expresa la unión de su visión y gozo beatífico con su amor perfecto en su “Persona compuesta”. “La utilidad de la pasión de Cristo le fue inspirada a su Corazón por el Espíritu Santo [utilitas passionis Christi Cordi ejus inspirata fuit a Spiritu Sancto] [4]

La caridad “creada” –si la expresión fuera del todo exacta– del Verbo Encarnado es inseparable de la presencia del Espíritu Santo que se extiende desde lo supremo de su alma hacia todas las dimensiones de su humanidad.

La devoción o el culto del Corazón de Cristo es especialmente devoción o culto del sacramentum caritatis, signo y causa de la caridad que se difunde desde la Caridad de Cristo. 

Desde el Corazón de Cristo, pues, surge la Iglesia difundiéndose su gracia, hasta el punto que, por ser la Gracia Capital de Cristo la misma que se difunde a sus miembros, la Iglesia, en cierta manera, se identifica con el Corazón de Cristo. No puede ser, por tanto, sino santa e inmaculada, y de ninguna manera pecadora. Quien está en pecado no es miembro de Cristo en la medida en que el pecado lo daña.

La diferencia entre el cerebro y las vísceras o entrañas señala simbólicamente la diferencia entre el hombre nuevo que renace en Cristo, y el hombre viejo, sometido a la ley o caído en la corrupción del paganismo.

Tal diferencia está simbolizada, para Santo Tomás, por el pasaje entre la centralidad del cerebro, atribuida a Platón por San Jerónimo, y la “ley del corazón” que se origina en Cristo.

Es el pasaje de un mundo gobernado externa y violentamente por el diablo, a un mundo gobernado suave e interiormente por Cristo-Dios. Sólo Dios puede entrar en la mente, es decir, en el corazón. El diablo puede mover externamente el cerebro.

Por eso el racionalismo decae hacia el nihilismo y el individualismo, es decir, hacia lo opuesto de la verdad del ser y del bien respectivamente. 

La creación divina, en cambio, como fuente del bien y del ser, alcanza su ápice en el Corazón humano de Cristo, en quien la misericordia sigue la perfección de su mente. La perfección de la mente de Cristo es el perfecto reflejo de su vida eterna como Verbo de Dios que refleja la Mente del Padre prorrumpiendo en el Espíritu Santo. La vida de su mente humana es mística en el sentido más estricto y elevado. La transformación que en nosotros produce la unión con Cristo participando de su pasión, causa a su vez nuestra resurrección espiritual, abriéndonos el sentido de las Escrituras, es decir de su Corazón en nuestro corazón. 

Uno de los máximos representantes y artífices de la modernidad es, sin duda, G.W.F. Hegel, quien condensa negativamente el significado el Evangelio como ley surgida del corazón de Cristo que sana el corazón del hombre.

Pareciera que la furia demoníaca “demencial”, como dice Hegel, trata de imitar burdamente el camino de interiorización en la devoción, incluso sensible, al Verbo Encarnado, después de su concreción en la espiritualidad de los santos y las santas modernas. 

Es como un adelanto cuasi-profético de la lucha en lo profundo de los corazones en la que nos encontramos dramáticamente envueltos en nuestra época. 

Poniendo como principio capital de la realidad la contradicción en vez de la no-contradicción, no podemos pedir a la explicación de Hegel claridad. Captamos en ella como el negativo de la Realidad del mundo iluminado por la gracia de Dios que culmina en el Corazón de Cristo habitado y movido por el Espíritu Santo, desde donde se renuevan todos los corazones y se guían como por una ley interior o Ley Nueva. Un misterio negativo frente a otro positivo. El oscuro misterio de la iniquidad y el misterio de la Luz que supera la mente humana.

En diversos modos se refiere el filósofo idealista al “corazón”, que representa lo individual, y, por lo tanto, lo malo. Cristo es el individuo por excelencia, y por tanto a El corresponde en grado sumo “la ley del corazón”. Esta ley es contraria al Espíritu absoluto, donde mora la racionalidad. No será difícil reconocer en el espíritu absoluto o en el espíritu del mundo un espíritu negativo, que odia y hace odiar convenciendo a los hombres de que es ésta la ley más profunda que gobierna el mundo, y que constituye por tanto su “racionalidad” o el sentido último de su movimiento y de todo lo que pasa, que no va más allá de él.

Si según las procesiones trinitarias la misión del Hijo sigue a la misión del Espíritu Santo, en Hegel, desde su principio filosófico capital, es de esperar que encontraremos lo inverso. A la desaparición del Individuo por excelencia, que es Cristo, el mediador, como él mismo lo denomina, sigue el afirmarse de la Universalidad del Espíritu, como superación de las diferencias de los individuos, manteniéndolas negativamente.

El corazón corresponde al sentimiento en el mundo. En el mundo hay una ley divino-humana del corazón. Esta ley del corazón es superada por la ley de la razón y se invierte así en su contrario pasando por el intermediario de la locura. Este pasaje está en lo íntimo del espíritu del mundo y de su Espíritu Absoluto.

Lo observamos cruelmente descripto en la Fenomenología del Espíritu.

Se trata de una imitación diabólica de aquello que San Juan de la Cruz denomina “noche oscura” como un pasaje, a través de la locura o la irracionalidad, de una forma a otra de “racionalidad” basada sobre la contradicción como principio de toda la realidad. Esta se expresa en el corazón que late al ritmo del odio como principio fundamental de la vida mundana comprendida luego de pasar por el momento kantiano (y freudiano) de la ley comprendida como adecuación al deber, incluso más allá de la superación del corazón individual en el corazón universal que busca el bien de la humanidad, es decir, del imperativo categórico.

El corazón del hombre se enreda así con un poder extraño y enemigo. Así desaparece y se convierte en su contrario al operar en el mundo. El Corazón de Cristo y del hombre en Él inserto se transforma en su contrario por medio de la “secularización.”

El corazón del individuo se convierte en corazón que odia. Ya no se trata de la necesidad muerta del corazón que intentaba hacerse universal, sino de la necesidad del corazón como animada por la individualidad concreta universal. 

La locura es no querer reconocer la inversión como la esencia del espíritu, ser demente es no reconocer la demencia y mantenerse como algo distinto. Es no “humillarse”. Es ser infatuado. El individuo por excelencia es “humilde de corazón” porque es loco, porque su corazón asimila lo que el mundo es o su discurrir y resulta así humillado.

Concluyamos. En vez de asimilar la Iglesia al mundo como tantos hoy pretenden, siguiendo la filosofía idealista de origen iluminista y protestante y el espíritu del mundo, se trata, para nosotros, de colaborar ministerialmente en la obra trinitaria de la salvación de la humanidad realizada a través de la muerte y resurrección de Cristo, y la efusión del Espíritu Santo en su Humanidad como cabeza y origen de la Iglesia, restaurando y recapitulando todas las cosas en Cristo.

Ante el pecado contra el Espíritu Santo constitutivo de las líneas más profundas de la cultura contemporánea en cuanto separada de Dios, claro está, es remedio radical la docilidad al Espíritu Santo en todos los actos de la vida individual y guiada por los pastores de la Iglesia.

No puede existir tal docilidad en la subordinación fundamental a las líneas directrices de la cultura contemporánea, sea en la filosofía implícita o explícita, sea en la Teología.

El cristianismo, la ley nueva o ley del corazón, cuyo centro es la gracia del Espíritu Santo, implica un conocimiento por connaturalidad que surge de la experiencia de la dulzura del amor divino, de la que nada sabe quien no la experimenta. Si la ley cerebral del racionalismo moderno, y del hombre viejo, lleva a la transformación radical de la ley del corazón en ley del odio racionalizado, pongámonos decididamente bajo la protección del Corazón del Verbo Encarnado rindiéndole culto interior y exterior en Espíritu y en Verdad, y junto con Él alabando al Padre que busca estos adoradores. Hagámoslo, sobre todo, desarrollando una verdadera cultura católica que sea reflejo de Cristo por la presencia y la participación de la misma Luz que del Padre pasa al Verbo como “Palabra que espira Amor”.



[1] Cf. STh I q.43 a.5 ad 2.

[2] Cf. STh III q.7 a.13.

[3] Super ad Thim. I, c.3 l.3.

[4] In IV Sententiarum, d.19 q.2 a.3

 

BARCELONA, sábado, 16 junio 2007 (ZENIT.org)

 


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