CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
DIRECTORIO
PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBITEROS
LIBRERIA
EDITRICE VATICANA
Contenido
INTRODUCCIÓN
Capítulo
I
IDENTIDAD
DEL PRESBITERO
1. El
sacerdocio como don.
2.
Raiz sacramental.
Dimensión
trinitaria
3. En
comunión con el padre, con el hijo y con el espíritu santo
4. En
el dinamismo trinitario de la salvación.
5.
Relación intima con la trinidad.
Dimensión
cristológica
6.
Identidad específica.
7. En
el seno del pueblo de Dios
8.
Carácter sacramental.
9.
Comunión personal con el Espíritu Santo
10.
Invocación al Espíritu
11.
Fuerza para guiar la comunidad.
Dimensión
eclesiológica
12.
"En" la Iglesia y "ante" la Iglesia
13.
Partícipe en cierto modo, de la esponsalidad de Cristo
14.
Universidad del sacerdocio
15.
Índole misionera del sacerdocio
16. La
autoridad como "amoris officium"
17.
Tentación del democraticismo
18.
Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial
19.
Solo los sacerdotes son pastores
Comunión
sacerdotal
20.
Comunión con la Trinidad y con Cristo
22.
Comunión jerárquica
23.
Comunión en la celebración eucarística
24.
Comunión en la actividad ministerial
25.
Comunión en el presbiterio
26.
Incardinación en una Iglesia particular
27. El
presbiterio, lugar de santificación
28.
Amistad sacerdotal
29.
Vida en común
30.
Comunión con los fieles laicos
31.
Comunión con los miembros de Institutos de vida consagrada.
32.
Pastoral vocación
33.
Compromiso político y social.
Capítulo
II
ESPIRITUALIDAD
SACERDOTAL
34.Interpretar
los signos de los tiempos
35. La
exigencia de la nueva evangelización
36. El
desafío de las sectas y de los nuevos cultos
37.
Luces y sombras de la labor ministerial
Estar
con Cristo en la oración
38. La
primacía de la vida espiritual.
39.
Medios para la vida espiritual
40.
Imitar a Cristo que ora
41.
Imitar a la Iglesia que ora
42. La
Oración como comunión
La
caridad pastoral
43.
Manifestación de la caridad de Cristo
44.
Activismo
La
predicación de la Palabra
45.
Fidelidad a la Palabra
46.
Palabra y vida
El
sacramento de la Eucaristía
48. El
misterio eucarístico
49.
Celebración de la Eucaristía
50. La
adoración eucarística
Sacramento
de la penitencia
51.
Ministro de la reconciliación.
52.
Dedicación al ministerio de la Reconciliación
53. La
necesidad de confesarse
54. La
dirección espiritual para sí mismo y para los otro
Guía
de la comunidad
55.
Sacerdote para la comunidad
56
Sentir con la Iglesia
Celibato
sacerdotal
57.
Firme voluntad de la Iglesia
58.
Motivo teológico- espiritual del celibato
59.
Ejemplo de Jesús
60.
Dificultades y objeciones.
La
obediencia
61.
Fundamento de la obediencia
62.
Obediencia Jerárquica
63.
Autoridad ejercitada con caridad
64.
Respeto de las normas litúrgicas
65.
Unidad en los planes pastorales
66.
Obligación del traje eclesiástico
Espíritu
sacerdotal de pobreza
67.
Pobreza como disponibilidad.
Devoción
a María
68.
Las virtudes de la madre
Capitulo
III
FORMACION
PERMANENTE
69.
Necesidad actual de la formación permanente
70.
Continuo trabajo sobre sí mismos
71.
Instrumento de santificación
72.
Impartida por la Iglesia
73.
Formación permanente
74.
Completa.
75.
Humana.
76.
Espiritual
77.
Intelectual
78.
Pastoral
79.
Sistemática
80.
Personalizada
Organización
y medios
81.
Encuentros sacerdotales
82.
Año Pastoral
83.
Tiempos «sabáticos»
84.
Casa del Clero
86.
Necesidad de la programación
Responsables
87. El
presbítero
88.
Ayuda a sus hermanos
89. El
Obispo
90. La
formación de los formadores
91.
Colaboración entre las Iglesias
92.
Colaboración de centros académicos y de espiritualidad
Necesidades
en orden a la edad y a situaciones especiales
93.
Primeros años de sacerdocio
94.
Después de un cierto numero de años
95.
Edad avanzada
96.
Sacerdotes en situaciones peculiares
97.
Soledad del sacerdote
CONCLUSION
ORACION
Notas
La rica experiencia de la
Iglesia acerca del ministerio y la vida de los presbíteros, condensada en
diversos documentos del Magisterio,(1) ha recibido en nuestros días un nuevo
impulso gracias a las enseñanzas contenidas en la Exhortación apostólica
post-sinodal « Pastores dabo vobis ».(2)
La publicación de este documento ― en el que el Sumo Pontífice ha querido
unir su voz de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro a la de los Padres Sinodales
― ha significado para los presbíteros y para toda la Iglesia, el inicio
de un camino fiel y fecundo de profundización y de aplicación de su contenido.
« Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización,
que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una
nueva expresión para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes
radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar
un nuevo estilo de vida pastoral ».(3)
Los primeros responsables de esta nueva evangeliózación del tercer milenio son
los presbíteros: ellos, sin embargo, para poder realizar su misión, necesitan alimentar
en si mismos una vida, que sea muestra diáfana de la propia identidad; precisan
también vivir una unión de amor con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, Cabeza
y Maestro, Esposo y Pastor, alimentando la propia vida espiritual y el propio
ministerio con una formación permanente y completa.
Como respuesta a tales exigencias ha nacido este Directorio, pedido por
numerosos Obispos, tanto durante el Sínodo de 1990, como con ocasión de la
Consulta general del Episcopado promovida por este Dicasterio.
Al delinear los diversos contenidos, se tuvieron en cuenta, tanto las
sugerencias del entero Episcopado mundial, consultado con este fin, como los
resultados de los trabajos de la Congregación plenaria, que tuvo lugar en el
Vaticano, en octubre de 1993; también han sido recogidas las reflexiones de
muchos teólogos, canonistas y expertos en la materia, provenientes de diversas
áreas geográficas e insertados en las actuales situaciones pastorales.
Se ha tratado de ofrecer elementos prácticos, que puedan servir para
iniciativas lo más homogéneas que sea posible; sin embargo, se ha evitado
entrar en detalles que sólo las legítimas praxis locales y las reales
condiciones de cada una de las Diócesis y Conferencias Episcopales podrán
inspirar al celo y a la prudencta de los Pastores. Dada, pues, la naturaleza de
Directorio del presente documento, ha parecido oportuno ― en las
circunstancias actuales ― recordar sólo aquellos elementos doctrinales,
que son el fundamento de la identidad, la espiritualidad y la formación
permanente de los presbíteros.
El presente documento, por lo tanto, no pretende ofrecer una exposición
exhaustiva acerca del sacerdocio, ni quiere ser una pura y simple repetición de
cuanto ha sido ya auténticamente declarado por el Magisterio de la Iglesia.
Éste quiere responder a los principales interrogantes ― de orden
doctrinal, disciplinar y pastoral ― que el compromiso de la nueva
evangelización plantea a los sacerdotes.
Asi, por ejemplo, se ha querido aclarar que la verdadera identidad sacerdotal,
tal como el Divino Maestro la ha querido y como la Iglesia la ha vivido
siempre, no es conciliable con tendencias democraticistas, que quisieran vaciar
de contenido o anular la realidad del sacerdocio ministerial. Se ha querido dar
un énfasis particular al tema especifico de la comunión, exigencia hoy
particularmente sentida, dada su incidencia en la vida del sacerdote. Lo mismo
puede decirse de la espirtualidad presbiteral que, en nuestro tiempo, ha
sufrido no pocos golpes a causa, sobre todo, del secularismo y de un equivocado
antropologismo. Se ha manifestado necesario, en fin, ofrecer algunos consejos
para una adecuada formación permanente que ayude a los sacerdotes a vivir su
vocación con alegria y responsabilidad.
El texto está naturalmente destinado ― a través de los Obispos ― a
todos los presbíteros de la Iglesia de Rito Latino. Las directrices en él
contenidas se refieren especialmente a los presbíteros del clero secular
diocesano, si bien muchas de ellas con las debidas adaptaciones ― deben
ser tenidas en cuenta también por los presbíteros miembros de Institutos
religiosos y de Sociedades de vida apostólica.
Tenemos el deseo de que este Directorio pueda ayudar a cada sacerdote para
profundizar en la propia identidad y para incrementar la propia vida
espiritual; un aliento para el ministerio y para la realización de la propia
formación permanente, de la cual cada uno es el primer agente; y también un
verdadero punto de referencia para un apostolado rico y auténtico en bien de la
Iglesia y del mundo entero.
Dado por la Congregación para el Clero, Jueves Santo de 1994.
JOSÉ T.
Card. SÁNCHEZ
Prefecto
+ CRESCENZIO SEPE
Arzobispo titular de Grado
Secretario
La Iglesia entera ha sido
hecha participe de la unción sacerdotal de Cristo en el Espíritu Santo. En la
Iglesia, en efecto, «.todos los fieles forman un sacerdocio santo y real,
ofrecen a Dios hostias espirituales por medio de Jesucristo y anuncian las
grandezas de aquél, que los ha llamado para arrancarlos de las tinieblas y
recibirlos en su luz maravillosa » (cfr. 1 Ped 2, 5.9).(4) En Cristo, todo su
Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en orden a la
salvación de todos los hombres.
La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma tal misión: toda
su actividad necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su
Cuerpo. Ella, indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe
constantemente el influjo de gracia y de verdad, de guía y de apoyo, para que
pueda ser para todos y cada uno « el signo e instrumento de la íntima unión del
hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(5)
El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la
unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal
ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella
actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto,
el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y
testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa
vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia
considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio
de algunos de sus fieles.
Tal don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue
conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de
los Obispos, sus sucesores.
Mediante la ordenación
sacramental hecha por medio de la imposición de las manos y de la oración
consacratoria del Obispo, se determina en el presbítero « un vínculo ontológico
especifico, que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor » (6)
La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación especifica en
el Sacerdocio de Cristo, por lo que el ordenado se transforma en la Iglesia y
para la Iglesia―en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote:
« una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor ».(7) Por medio
de la consagración, el sacerdote « recibe como don un poder espiritual, que es
participación de la autoridad con que Jesús, mediante su Espíritu, guía a la
Iglesia » (8)
Esta identificación sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote inserta
específicamente al presbítero en el misterio trinitario y, a través del
misterio de Cristo, en la comunión ministerial de la Iglesia para servir al
Pueblo de Dios.(9)
Si es verdad que todo
cristiano, por medio del Bautismo, está en comunión con Dios Uno y Trino, es
también cierto que, a causa de la consagración recibida con el sacramento del
Orden, el sacerdote es constituido en una relación particular y especifica con
el Padre, con el Hijo y con el Espiritu Santo. En efecto, « nuestra identidad
tiene su fuente última en la caridad del Padre. Al Hijo -Sumo Sacerdote y Buen
Pastor ― enviado por el Padre, estamos unidos sacramentalmente a través
del sacerdocio ministerial por la acción del Espíritu Santo. La vida y el
ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo
Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de
nuestra alegría, la certeza de nuestra vida » (l0)
La identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están, por lo tanto,
relacionadas esencialmente con las Tres Personas Divinas, en orden al servicio
sacerdotal de la Iglesia.
El sacerdote, como
prolongación visible y signo sacramental de Cristo, estando como está frente a
la Iglesia y al mundo como origen permanente y siempre nuevo de salvación,(11)
se encuentra insertado en el dinamismo trinitario con una particular
responsabilidad. Su identidad mana del « ministerium Verbi et sacramentorum »,
el cual está en relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre
(cfr. Jn 17, 6-9; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1), y con el ser sacerdotal de Cristo,
que elige y llama personalmente a su ministro a estarcon Él, así como con el
Don del Espíritu (cfr. Jn 20, 21), que comunica al sacerdote la fuerza
necesaria para dar vida a una multitud de hijos de Dios, convocados en el único
cuerpo eclesial y encaminados hacia el Reino del Padre.
De aquí se percibe la
característica esencialmente relacional (cfr.Jn 17,11.21)(12) de la identidad
del sacerdote.
La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental del
Espíritu Santo (13) ponen al sacerdote en una relación personal con la
Trinidad, ya que constituye la fuente del ser y del obrar sacerdotal; tal
relación, por tanto, debe ser necesariamente vivida por el sacerdote de modo
íntimo y personal, en un diálogo de adoración y de amor con las Tres Personas
divinas, sabiendo que el don recibido le fue otorgado para el servicio de
todos.
La dimensión cristológica
― al igual que la trinitaria ― surge directamente del sacramento,
que configura ontológicamente con Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y
Pastor de su Pueblo.(14)
A aquellos fieles, que ― permaneciendo injertados en el sacerdocio común
― son elegidos y constituidos en el sacerdocio ministerial, les es dada
una participación indeleble al mismo y único sacerdocio de Cristo, en la
dimensión pública de la mediación y de la autoridad, en lo que se refiere a la
santificación, a la enseñanza y a la guía de todo el Pueblo de Dios. De este
modo, si por un lado, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio
ministerial o jerárquico están ordenados necesariamente el uno al otro ―
pues uno y otro, cada uno a su modo, participan del único sacerdocio de Cristo
―, por otra parte, ambos difieren esencialmente entre sí.(15)
En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los
cristianos que, mediante el Bautismo, participan, en conjunto, del único
sacerdocio de Cristo y están llamados a darle testimonio en toda la tierra.(16)
La especificidad del sacerdocio ministerial se sitúa frente a la necesidad, que
tienen todos los fieles de adherir a la mediación y al señorío de Cristo,
visibles por el ejercicio del sacerdocio ministerial.
En su peculiar identidad cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de
que su vida es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo de un
modo nuevo y específico, y esto lo compromete totalmente en la actividad
pastoral y lo gratifica.(17)
Cristo asocia a los
Apóstoles a su misma misión. « Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a
vosotros » (Jn 20, 21). En la misma sagrada Ordenación está ontológicamente
presente la dimensión misionera. El sacerdote es elegido, consagrado y enviado
para hacer eficazmente actual la misión eterna de Cristo, de quien se convierte
en auténtico representante y mensajero: « Quien a vosotros oye, a Mí me oye;
quien os desprecia, a Mí me desprecia y, quien me desprecia, desprecia a Aquél,
que me ha enviado»( Lc 10, 16).
Se puede decir, entonces, que la configuración con Cristo, obrada por la
consagración sacramental, define al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios,
haciéndolo participar, en un modo suyo propio, en la potestad santificadora,
magisterial y pastoral del mismo Cristo Jesús, Cabeza y Pastor de la
Iglesia.(18)
Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero llega a ser el ministro de
las acciones salvíficas esenciales, transmite las verdades necesarias para la
salvación y apacienta al Pueblo de Dios, conduciéndolo hacia la santidad. (19)
Dimensión pneumatológica
En la ordenación
presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha hecho
de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre,
ministro de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el
Consolador permanecerá « con él para siempre » (Jn 14, 16-17), el sacerdote
sabe que nunca perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para
poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral como don total de sí
mismo para la salvación de los propios hermanos.
Es también el Espíritu
Santo, quien en la Ordenación confiere al sacerdote la misión profética de
anunciar y explicar, con autoridad, la Palabra de Dios. Insertado en la
comunión de la Iglesia con todo el orden sacerdotal, el presbítero será guiado
por el Espíritu de Verdad, que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que
le enseña todas las cosas recordando todo aquello, que Jesús ha dicho a los
Apóstoles. Por tanto, el presbítero ― con la ayuda del Espíritu Santo y
con el estudio de la Palabra de Dios en las Escrituras ―, a la luz de la
Tradición y del Magisterio,(20) descubre la riqueza de la Palabra, que ha de
anunciar a la comunidad, que le ha sido confiada.
Mediante el carácter
sacramental e identificando su intención con la de la Iglesia, el sacerdote
está siempre en comunión con el Espíritu Santo en la celebración de la
liturgia, sobre todo de la Eucaristía y de los demás sacramentos.
En cada sacramento, es Cristo, en efecto, quien actúa en favor de la Iglesia,
por medio del Espíritu Santo, que ha sido invocado con el poder eficaz del
sacerdote, que celebra in persona Christi.(21)
La celebración sacramental, por tanto, recibe su eficacia de la palabra de
Cristo ― que es quien la ha instituido ― y del poder del Espíritu,
que con frecuencia la Iglesia invoca mediante la epíclesis.
Esto es particularmente evidente en la Plegaria eucarística, en la que el
sacerdote―invocando el poder del Espíritu Santo sobre el pan y sobre el
vino―pronuncia las palabras de Jesús, y actualiza el misterio del Cuerpo
y la Sangre de Cristo realmente presente, la transubstanciación .
Es, en definitiva, en la
comunión con el Espíritu Santo donde el sacerdote encuentra la fuerza para
guiar la comunidad, que le fue confiada y para mantenerla en la unidad querida
por el Señor.(22) La oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede
inspirarse en la oración sacerdotal de Jesucristo (cfr. Jn 17). Por lo tanto,
debe rezar por la unidad de los fieles para que sean una sola cosa, y así el
mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo para la salvación de todos.
Cristo, origen permanente y
siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del que deriva el
misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a ser
signo e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por
medio de la obra confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores.
A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple
ministerio, está insertado también en el misterio de la Iglesia, la cual « toma
conciencia, en la fe, de que no proviene de sí misma, sino por la gracia de
Cristo en el Espíritu Santo » (23) De tal manera, el sacerdote, a la vez que
está en la Iglesia, se encuentra también ante ella.(24)
El sacramento del Orden, en
efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de Cristo a Sacerdote,
Maestro, Cabeza y Pastor, sino ― en cierto modo ― también de Cristo
« Siervo y Esposo de la Iglesia » (25) Ésta es el « Cuerpo » de Cristo, que Él
ha amado y la ama hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef
5, 25); Cristo regenera y purifica continuamente a su Iglesia por medio de la
palabra de Dios y de los sacramentos (cfr. ibid. 5, 26); se ocupa el Señor de
hacer siempre más bella (cfr. ibid. 5, 26) a su Esposa y, finalmente, la nutre
y la cuida con solicitud (cfr. ibid. 5, 29).
Los presbíteros ― colaboradores del Orden Episcopal ―, que
constituyen con su Obispo un único presbiterio (26) y participan, en grado
subordinado, del único sacerdocio de Cristo, también participan, en cierto
modo, ― a semejanza del Obispo ― de aquella dimensión esponsal con
respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la ordenación
episcopal con la entrega del anillo.(27)
Los presbíteros, que « de alguna manera hacen presente ― por así decir
― al Obispo, a quien están unidos con confianza y grandeza de ánimo, en
cada una de las comunidades locales » (28) deberán ser fieles a la Esposa y,
como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer operativa la multiforme
donación de Cristo a su Iglesia.
Por esta comunión con Cristo Esposo, también el sacerdocio ministerial es
constituido ― como Cristo, con Cristo y en Cristo ― en ese misterio
de amor salvífico trascendente, del que es figura y participación el matrimonio
entre cristianos.
Llamado por un acto de amor sobrenatural absolutamente gratuito, el sacerdote
debe amar a la Iglesia como Cristo la ha amado, consagrando a ella todas sus
energías y donándose con caridad pastoral hasta dar cotidianamente la propia
vida.
El mandamiento del Señor de
ir a todas las gentes (Mt 28, 18-20) constituye otra modalidad del estar el
sacerdote ante la Iglesia.(29) Enviado ― missus ― por el Padre por
medio de Cristo, el sacerdote pertenece « de modo inmediato » a la Iglesia
universal,(30) que tiene la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los «
extremos confines de la tierra » (Hch 1, 8).(31)
« El don espiritual, que los presbíteros han recibido en la ordenación, los
prepara a una vastísima y universal misión de salvación »(32) En efecto, por el
Orden y el ministerio recibidos, todos los sacerdotes han sido asociados al
Cuerpo Episcopal y ― en comunión jerárquica con él según la propia
vocación y gracia ―, sirven al bien de toda la Iglesia.(33) Por lo tanto,
la pertenencia ― mediante la incardinación ― a una concreta Iglesia
particular,(34) no debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y
particularista sino abrirlo también al servicio de otras Iglesias, puesto que
cada Iglesia es la realización particular de la única Iglesia de Jesucristo, de
forma que la Iglesia universal vive y cumple su misión en y desde las Iglesias
particulares en comunión efectiva con ella. Por lo tanto, todos los sacerdotes
deben tener corazón y mentalidad misioneros, estando abiertos a las necesidades
de la Iglesia y del mundo.(35)
Es importante que el
presbítero tenga plena conciencia y viva profundamente esta realidad misionera
de su sacerdocio, en plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente
la necesidad de enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente la
misión sacerdotal y de esforzarse por realizar una más equitativa distribución
del clero.(36)
Esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo contemporáneo debe ser
sentida y vivida por cada sacerdote, sobre todo y esencialmente, como el don,
que debe ser vivido dentro de su institución y a su servicio.
No son, por tanto, admisibles todas aquellas opiniones que, en nombre de un mal
entendido respeto a las culturas particulares, tienden a desnaturalizar la
acción misionera de la Iglesia, llamada a realizar el mismo misterio universal
de salvación, que trasciende y debe vivificar todas las culturas.(37)
Hay que decir también que la expansión universal del ministerio sacerdotal se
encuentra hoy en correspondencia con las características socioculturales del
mundo contemporáneo, en el cual se siente la exigencia de eliminar todas las
barreras, que dividen pueblos y naciones y que, sobre todo, a través de las
comunicaciones entre las culturas, quiere hermanar a las gentes, no obstante
las distancias geográficas, que las dividen.
Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido
en la unión de todos los hombres en Cristo, en su Iglesia.
Una manifestación ulterior
de ponerse el sacerdote frente a la Iglesia, está en el hecho de ser guía, que
conduce a la santificación de los fieles confiados a su ministerio, que es
esencialmente pastoral.
Esta realidad, que ha de vivirse con humildad y coherencia, puede estar sujeta
a dos tentaciones opuestas.
La primera consiste en ejercer el propio ministerio tiranizando a su grey (cfr.
Lc 22, 24-27; 1 Ped 5, 1-4), mientras la segunda es la que lleva a hacer inútil
― en nombre de una incorrecta noción de comunidad ― la propia
configuración con Cristo Cabeza y Pastor.
La primera tentación ha sido fuerte también para los mismos discípulos, y
recibió de Jesús una puntual y reiterada corrección: toda autoridad ha de
ejercitarse con espíritu de servicio, como « amoris officium » (38) y
dedicación desinteresada al bien del rebaño (cfr. Jn 13, 14; 10, 11).
El sacerdote deberá siempre recordar que el Señor y Maestro « no ha venido para
ser servido sino para servir » (cfr. Mc 10, 45); que se inclinó para lavar los
pies a sus discípulos (cfr. Jn 13, 5) antes de morir en la Cruz y de enviarlos
por todo el mundo (cfr. Jn 20, 21).
Los sacerdotes darán testimonio auténtico del Señor Resucitado, a Quien se ha
dado « todo poder en el cielo y en la tierra » (cfr. Mt 28, 18), si ejercitan
el propio « poder » empleándolo en el servicio ― tan humilde como lleno
de autoridad ― al propio rebaño,(39) y en el profundo respeto a la
misión, que Cristo y la Iglesia confían a los fieles laicos (40) Y a los fieles
consagrados por la profesión de los consejos evangélicos.(41)
A menudo sucede que para
evitar esta primera desviación se cae en la segunda, y se tiende a eliminar
toda diferencia de función entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo
― que es la Iglesia ―, negando en la práctica la doctrina cierta de
la Iglesia acerca de la distinción entre el sacerdocio común y el ministerial
(42)
Entre las diversas insidias, que hoy se notan, se encuentra el así llamado «
democraticismo ». A propósito de ésto hay que recordar que la Iglesia reconoce
todos los méritos y valores, que la cultura democrática ha aportado a la
sociedad civil. Por otra parte, la Iglesia ha luchado siempre, con todos los
medios a su disposición, por el reconocimiento de la igual dignidad de todos
los hombres. De acuerdo con esta tradición eclesial, el Concilio Vaticano II se
ha expresado abiertamente acerca de la común dignidad de todos los bautizados
en la Iglesia.(43)
Sin embargo, también es necesario afirmar que no son transferibles
automáticamente a la Iglesia la mentalidad y la praxis, que se dan en algunas
corrientes culturales sociopolíticas de nuestro tiempo. La Iglesia, de hecho,
debe su existencia y su estructura al designio salvífico de Dios. Ella se
contempla a sí misma como don de la benevolencia de un Padre que la ha liberado
mediante la humillación de su Hijo en la cruz. La Iglesia, por tanto, quiere
ser con el Espíritu Santo ― totalmente conforme y fiel a la voluntad
libre y liberadora de su Señor Jesucristo. Este misterio de salvación hace que
la Iglesia sea, por su propia naturaleza, una realidad diversa de las
sociedades solamente humanas.
El así llamado « democraticismo » constituye una tentación gravísima, pues
lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo y a
desnaturalizar la Iglesia, como si ésta no fuese más que una sociedad humana.
Una concepción así acaba con la misma constitución jerárquica, tal como ha sido
querida por su Divino Fundador, como ha siempre enseñado claramente el
Magisterio, y como la misma Iglesia ha vivido ininterrumpidamente .
La participación en la Iglesia está basada en el misterio de la comunión, que
por su propia naturaleza contempla en si misma la presencia y la acción de la
Jerarquía eclesiástica.
En consecuencia, no es admisible en la Iglesia cierta mentalidad, que a veces
se manifiesta especialmente en algunos organismos de participación eclesial
― y que tiende a confundir las tareas de los presbíteros y de los fieles
laicos, o a no distinguir la autoridad propia del Obispo de las funciones de
los presbíteros como colaboradores de los Obispos, o a negar la especificidad
del ministerio petrino en el Colegio Episcopal.
En este sentido es necesario recordar que el presbiterio y el Consejo Presbiteral
no son expresión del derecho de asociación de los clérigos, ni mucho menos
pueden ser entendidos desde una perspectiva sindicalista, que comportan
reivindicaciones e intereses de parte, ajenos a la comunión eclesial.(44)
La distinción entre
sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos de llevar a la separación o a
la división entre los miembros de la comunidad cristiana, armoniza y unifica la
vida de la Iglesia. En efecto, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia es
comunión orgánica entre todos los miembros, en la que cada uno de los
cristianos sirve realmente a la vida del conjunto si vive plenamente la propia
función peculiar y la propia vocación específica (1 cor 12, 12 ss.).(45)
Por lo tanto, a nadie le es licito cambiar lo que Cristo ha querido para su
Iglesia. Ella está íntimamente ligada a su Fundador y Cabeza, que es el único
que le da ― a través del poder del Espíritu Santo ― ministros al
servicio de sus fieles. Al Cristo que llama, consagra y envía a través de los
legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna comunidad ni siquiera en
situaciones de particular necesidad, situaciones en las que quisiera darse sus
propios sacerdotes de modo diverso a las disposiciones de la Iglesia.(46) La
respuesta para resolver los casos de necesidad es la oración de Jesús: « rogad
al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies » (Mt 9, 38). Si a esta
oración ― hecha con fe ― se une la vida de caridad intensa de la
comunidad, entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará de enviar
pastores según su corazón (cfr. Jer 3, 15 ) .(47)
Un modo de no caer en la
tentación « democraticista» consiste en evitar la así llamada « clericalización
» del laicado: (48) esta actitud tiende a disminuir el sacerdocio ministerial
del presbítero; de hecho, sólo al presbítero, después del Obispo, se puede
atribuir de manera propia y unívoca el término « pastor », y esto en virtud del
ministerio sacerdotal recibido con la ordenación. El adjetivo « pastoral »,
pues, se refiere tanto a la « potestas docendi et sanctificandi » como a la «
potestas regendi ».(49)
Por lo demás, hay que decir que tales tendencias no favorecen la verdadera
promoción del laicado, pues a menudo ese « clericalismo » lleva a olvidar la
auténtica vocación y misión eclesiale de los laicos en el mundo.
A la luz de todo lo ya dicho
acerca de la identidad sacerdotal, la comunión del sacerdote se realiza, sobre
todo, con el Padre, origen último de toda su potestad; con el Hijo, de cuya
misión redentora participa; con el Espíritu Santo, que le da la fuerza para
vivir y realizar la caridad pastoral, que lo cualifica como sacerdote.
Así, « no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial
si no es desde este multiforme y rico entramado de relaciones que brotan de la
Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo, en
Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(50)
21 Comunión con la Iglesia
De esta fundamental
unión-comunión con Cristo y con la Trinidad deriva, para el presbítero, su
comunión-relación con la Iglesia en sus aspectos de misterio y de comunidad
eclesial.(51) En efecto, es en el interior del misterio de la Iglesia, como
misterio de comunión trinitaria en tensión misionera, donde se revela toda
identidad cristiana y, por tanto, también la específica y personal identidad
del presbítero y de su ministerio.
Concretamente, la comunión eclesial del presbítero se realiza de diversos
modos. Con la ordenación sacramental, en efecto, el presbítero entabla vínculos
especiales con elPapa , con el Cuerpo episcopal, con el propio Obispo, con los
demás presbíteros, con los fieles laicos.
La comunión, como
característica del sacerdocio, se funda en la unicidad de la Cabeza, Pastor y
Esposo de la Iglesia, que es Cristo.(52) En esta comunión ministerial toman
forma también algunos precisos vínculos en relación, sobre todo, con el Papa,
con el Colegio Episcopal y con el propio Obispo. « No se da ministerio
sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio
Episcopal, en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de
reservar el respeto filial y la obediencia prometidos en el rito de la
ordenación ».(53) Se trata, pues, de una comunión jerárquica, es decir, de una
comunión en la jerarquía tal como ella está internamente estructurada.
En virtud de la participación ― en grado subordinado a los Obispos
― en el único sacerdocio ministerial, tal comunión implica también el
vínculo espiritual y orgánico-estructural de los presbíteros con todo el orden
de los Obispos, con el propio Obispo (54) y con el Romano Pontífice, en cuanto
Pastor de la Iglesia universal y de cada Iglesia particular.(55) A su vez, esto
se refuerza por el hecho de que todo el orden de los Obispos en su conjunto y
cada uno de los Obispos en particular debe estar en comunión jerárquica con la Cabeza
del Colegio.(56) Tal Colegio, en efecto, está constituido sólo por los Obispos
consagrados, que están en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros
de dicho Colegio.
La comunión jerárquica se
encuentra expresada en significativamente en la plegaria eucarística, cuando el
sacerdote, al rezar por el Papa, el Colegio episcopal y el propio Obispo, no
expresa sólo un sentimiento de devoción, sino que da testimonio de l
autenticidad de su celebración.(57)
También la concelebración eucarística ― en las circunstancias y
condiciones previstas (58) ― especialmente cuando está presidida por el
Obispo y con la participación de los fieles, manifiesta admirablemente la
unidad del sacerdocio de Cristo en la pluralidad de sus ministros, así como la
unidad del sacrificio y del Pueblo de Dios.(59) La concelebración ayuda,
además, a consolidar la fraternidad sacramental existente entre los
presbíteros.(60)
Cada presbítero ha de tener
un profundo, humilde y filial vínculo de caridad con la persona del Santo Padre
y debe adherir a su ministerio petrino ― de magisterio, de santificación
y de gobierno ― con docilidad ejemplar.(61)
El presbítero realizará la comunión requerida por el ejercicio de su ministerio
sacerdotal por medio de su fidelidad y de su servicio a la autoridad del propio
Obispo. Para los pastores más expertos, es fácil constatar la necesidad de
evitar toda forma de subjetivismo en el ejercicio de su ministerio, y de
adherir corresponsablemente a los programas pastorales. Esta adhesión, además
de ser expresión de madurez, contribuye a edificar la unidad en la comunión,
que es indispensable para la obra de la evangelización. (62)
Respetando plenamente la subordinación jerárquica, el presbítero ha de ser
promotor de una relación afable con el propio Obispo, lleno de sincera
confianza, de amistad cordial, de un verdadero esfuerzo de armonía, y de una
convergencia ideal y programática, que no quita nada a una inteligente
capacidad de iniciativa personal y empuje pastoral.(63)
Por la fuerza del sacramento
del Orden, « cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio por
particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad »
64 El presbítero está unido al « Ordo Presbyterorum »: así se constituye una
unidad, que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos
no proceden de la carne o de la sangre sino de la gracia del Orden.(65)
La pertenencia a un concreto presbiterio,(66) se da siempre en el ámbito de una
Iglesia Particular, de un Ordinariato o de una Prelatura personal. A diferencia
del Colegio Episcopal, parece que no existen las bases teológicas que permitan
afirmar la existencia de un presbiterio universal.
Por tanto, la fraternidad sacerdotal y la pertenencia al presbiterio son
elementos característicos del sacerdote. Con respecto a esto, es
particularmente significativo el rito ― que se realiza en la ordenación
presbiteral ― de la imposición de las manos por pare del Obispo, al cual
toman parte todos los presbíteros presentes para indicar, por una parte, la
participación en el mismo grado del ministerio, y por otra, que el sacerdote no
puede actuar solo, sino siempre dentro del presbiterio, como hermano de todos
aquellos que lo constituyen.(67)
La incardinación en una
determinada Iglesia particular (68) constituye un auténtico vinculo
jurídico,(69) que tiene también valor espiritual, ya que de ella brota « la
relación con el Obispo en el único presbiterio, la condivisión de su solicitud
eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las
condiciones concretas históricas y ambientales ».(70) Desde esta perspectiva, la
relación con la Iglesia particular es fuente de significados también para la
acción pastoral.
Para tal propósito, no hay que olvidar que los sacerdotes seculares no
incardinados en la Diócesis y los sacerdotes miembros de un Instituto religioso
o de una Sociedad de vida apostólica ― que viven en la Diócesis y
ejercitan, para su bien, algún oficio ― aunque estén sometidos a sus
legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con distinto titulo al presbiterio
de esa Diócesis (71) donde « tienen voz, tanto activa como pasiva, para
constituir el consejo presbiteral ».(72) Los sacerdotes religiosos, en
particular, con unidad de fuerzas, comparten la solicitud pastoral ofreciendo
el contributo de carismas específicos y « estimulando con su presencia a la
Iglesia particular para que viva más intensamente su apertura universal »(73) .
Los presbíteros incardinados en una Diócesis pero que están al servicio de
algún movimiento eclesial aprobado por la Autoridad eclesiástica
competente,(74) sean conscientes de su pertenencia al presbiterio de la
Diócesis en la que desarrollan su ministerio, y Lleven a la práctica el deber
de colaborar sinceramente con él. El Obispo de incardinación, a su vez, ha de
respetar el estilo de vida requerido por el movimiento, y estará dispuesto
― a norma del derecho ― a permitir que el presbítero pueda prestar
su servicio en otras Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento
mismo.(75)
El presbiterio es el lugar
privilegiado en donde el sacerdote debiera poder encontrar los medios
específicos de santificación y de evangelización; allí mismo debiera ser
ayudado a superar los limites y debilidades propios de la naturaleza humana,
especialmente aquellos problemas que hoy día se sienten con particular
intensidad.
El sacerdote, por tanto, hará todos los esfuerzos necesarios para evitar vivir
el propio sacerdocio de modo aislado y subjetivista, y buscará favorecer la
comunión fraterna dando y recibiendo ― de sacerdote a sacerdote el calor
de la amistad, de la asistencia afectuosa, de la comprensión, de la corrección
fraterna, bien consciente de que la gracia del Orden « asume y eleva las relaciones
humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales..., y se concreta en
las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también
materiales »,(76)
Todo esto se expresa en la liturgia de la Misa in Cena Domini del Jueves Santo,
la cuál muestra cómo de la comunión eucarística ― nacida en la Ultima
Cena ― los sacerdotes reciben la capacidad de amarse unos a otros como el
Maestro los ama(77).
El profundo y eclesial
sentido del presbiterio, no sólo no impide sino que facilita las
responsabilidades personales de cada presbítero en el cumplimiento del
ministerio particular, que le es confiado por el Obispo.(78) La capacidad de
cultivar y vivir maduras y profundas amistades sacerdotales se revela fuente de
serenidad y de alegría en el ejercicio del ministerio; las amistades verdaderas
son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda preciosa para
incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo
particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren
necesitados de comprensión, ayuda y apoyo.
Una manifestación de esta
comunión es también la vida en común, que ha sido favorecida desde siempre por
la Iglesia ; (80) recientemente ha sido reavivada por los documentos del
Concilio Vaticano II,(81) y del Magisterio sucesivo,(82) y es llevada a la
práctica positivamente en no pocas diócesis.
Entre las diversas formas posibles de vida en común (casa común, comunidad de
mesa, etc.), se ha de dar el máximo valor a la participación comunitaria en la
oración litúrgica.(83) Las diversas modalidades han de favorecerse de acuerdo
con las posibilidades y conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente
laudables modelos propios de la vida religiosa. De modo particular hay que
alabar aquellas asociaciones que favorecen la fraternidad sacerdotal, la
santidad en el ejercicio del ministerio, la comunión con el Obispo y con toda
la Iglesia.(84)
Es de desear que los párrocos estén disponibles para favorecer la vida en común
en la casa parroquial con sus vicarios,(85) estimándolos efectivamente como a
sus cooperadores y partícipes de la solicitud pastoral; por su parte, para
construir la comunión sacerdotal, los vicarios han de reconocer y respetar la
autoridad del párroco.(86)
Hombre de comunión, el
sacerdote no podrá expresar su amor al Señor y a la Iglesia sin traducirlo en
un amor efectivo e incondicionado por el Pueblo cristiano, objeto de sus
desvelos pastorales.(87)
Como Cristo, debe hacerse « como una transparencia suya en medio del rebaño »
que le ha sido confiado,(88) poniéndose en relación positiva y de promoción con
respecto a lo fieles laicos. Ha de poner al servicio de los laicos todo su
ministerio sacerdotal y su caridad pastoral,(89) a la vez que les reconoce la
dignidad de hijos de Dios y promueve la función propia de los laicos en la
Iglesia. Consciente de la profunda comunión, que lo vincula a los fieles laicos
y a los religiosos, el sacerdote dedicará todo esfuerzo a « suscitar y
desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación; ha
de valorar, en fin, pronta y cordialmente, todos los carismas y funciones, que
el Espíritu ofrece a los creyentes para la edificación de la Iglesia ».(90)
Más concretamente, el párroco, siempre en la búsqueda del bien común de la
Iglesia, favorecerá las asociaciones de fieles y los movimientos, que se
propongan finalidades religiosas,(91) acogiéndolas a todas, y ayudándolas a
encontrar la unidad entre sí, en la oración y en la acción apostólica.
En cuanto reúne la familia de Dios y realiza la Iglesia-comunión, el presbítero
pasa a ser el pontífice, aquel que une al hombre con Dios, haciéndose hermano
de los hombres a la vez que quiere ser su pastor, padre y maestro.(92) Para el
hombre de hoy, que busca el sentido de su existir, el sacerdote es el guía que
lleva al encuentro con Cristo, encuentro que se realiza como anuncio y como
realidad ya presente ― aunque no de forma definitiva ― en la Iglesia.
De ese modo, el presbítero, puesto al servicio del Pueblo de Dios, se
presentará como experto en humanidad, hombre de verdad y de comunión y, en fin,
como testigo de la solicitud del Unico Pastor por todas y cada una de sus
ovejas. La comunidad podrá contar, segura, con su dedicación, con su
disponibilidad, con su infatigable obra de evangelización y, sobre todo, con su
amor fiel e incondicionado.
El sacerdote, por tanto, ejercitará su misión espiritual con amabilidad y
firmeza, con humildad y espíritu de servicio; (93) tendrá compasión de los
sufrimientos que aquejan a los hombres, sobre todo de aquellos que derivan de
las múltiples formas ― viejas y nuevas ―, que asume la pobreza
tanto material como espiritual. Sabrá también inclinarse con misericordia sobre
el difícil e incierto camino de conversión de los pecadores : a ellos se
prodigara con el don de la verdad ; con ellos ha de llenarse de la paciente y
animante benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida sino
que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cfr. Lc
15, 4-7).(94)
Particular atención
reservara el sacerdote a las relaciones con los hermanos y hermanas
comprometidos en la vida de especial consagración a Dios en todas sus formas ;
les mostrara su aprecio sincero y su operativo espíritu de colaboración
apostólica ; respetara y promoverá los carismas específicos. En fin, cooperara
para que la vida consagrada aparezca siempre mas luminosa ― para el provecho
de la entera Iglesia ― y atractiva a las nuevas generaciones.
Inspirado por este espíritu de estima a la vida consagrada, el sacerdote se
esforzara especialmente en la atencion de aquellas comunidades, que por
diversos motivos, esten especialmente necesitadas de buena doctrina, de
asistencia y de aliento en la fidelidad.
Cada sacerdote reservará una
atención esmerada a la pastoral vocacional. No dejará de incentivar la oración
por las vocaciones y se prodigara en la catequesis. Ha de esforzarse también,
en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de todo genero.
Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación
personal, hagan descubrir los talentos y sepa individuar la voluntad de Dios hacia
una elección valiente en el seguimiento de Cristo.(95)
Deben estar integrados a la pastoral orgánica y ordinaria, porque constituyen
elementos imprescindibles de esta labor, entre otros : la conciencia clara de
la propia identidad, la coherencia de vida, la alegría sincera y el ardor
misionero.
El sacerdote mantendrá siempre relaciones de colaboración cordial y de afecto
sincero con el seminario, cuna de la propia vocación y palestra de aprendizaje
de la primera experiencia de vida comunitaria.
Es «exigencia ineludible de la caridad pastoral»(96) que cada presbítero
― secundario de la gracia del Espíritu Santo ― se preocupe de
suscitar al menos una vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio.
El sacerdote estará por
encima de toda parcialidad política, pues es servidor de la Iglesia: no
olvidemos que la Esposa de Cristo, por su universalidad y catolicidad, no puede
atarse a las contingencias históricas. No puede tomar parte activa en partidos
políticos o en la conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el
juicio de la autoridad eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de
los derechos de la Iglesia y la promoción del bien común. (97) Las actividades
políticas y sindicales son cosas en si mismas buenas, pero son ajenas al estado
clerical, ya que pueden constituir un grave peligro de ruptura eclesial(98).
Como Jesús (cfr. Jn ó, 15 ss.), el presbítero « debe renunciar a comprometerse
en formas de política activa, sobre todo cuando se trata de tomar partido
― lo que casi siempre ocurre ― para permanecer como el hombre de
todos en clave de fraternidad espiritual ».(99) Todo fiel debe poder siempre
acudir al sacerdote, sin sentirse excluido por ninguna razón.
El presbítero recordará que « no corresponde a los Pastores de la Iglesia
intervenir directamente en la acción política ni en la organización social.
Esta tarea, de hecho, es parte de la vocación de los fieles laicos, quienes
actúan por su propia iniciativa junto con sus conciudadanos ».(100) Además, el
presbítero ha de empeñarse « en el esfuerzo por formar rectamente la conciencia
de los fieles laicos ».(101)
La reducción de su misión a tareas temporales ― puramente sociales o
políticas, ajenas, en todo caso, a su propia identidad ― no es una
conquista sino una gravísima pérdida para la fecundidad evangélica de la
Iglesia entera.
La vida y el ministerio de
los sacerdotes se desarrollan siempre en el contexto histórico, a veces lleno
de nuevos problemas y de ventajas inéditas, en el que le toca vivir a la
Iglesia peregrina en el mundo.
El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad del Señor.
Sin embargo, se enfrenta con las circunstancias históricas y, aunque sigue fiel
a sí mismo, se configura en cuanto a sus rasgos concretos mediante una relación
crítica y una búsqueda de sintonía evangélica con los « signos de los tiempos
». Por lo tanto, los presbíteros tienen el deber de interpretar estos « signos
» a la luz de la fe y someterlos a un discernimiento prudente. En cualquier
caso, no podrán ignorarlos, sobre todo si se quiere orientar de modo eficaz e
idóneo la propia vida, de manera que su servicio y testimonio sean siempre más
fecundos para el reino de Dios.
En la fase actual de la vida de la Iglesia y de la sociedad, los presbíteros
son llamados a vivir con profundidad su ministerio, teniendo en consideración
las exigencias más profundas, numerosas y delicadas, no sólo de orden pastoral,
sino también las realidades sociales y culturales a las que tienen que hacer
frente.(102)
Hoy, por lo tanto, ellos están empeñados en diversos campos de apostolado, que
requieren dedicación completa, generosidad, preparación intelectual y, sobre
todo, una vida espiritual madura y profunda, radicada en la caridad pastoral,
que es el camino específico de santidad para ellos y, además, constituye un
auténtico servicio a los fieles en el ministerio pastoral.
De esto deriva que el
sacerdote está comprometido, de modo particularísimo, en el empeño de toda la
Iglesia para la nueva evangelización. Partiendo de la fe en Jesucristo,
Redentor del hombre, tiene la certeza de que en Él hay una « inescrutable
riqueza » (Ef 3, 8), que no puede agotar ninguna época ni ninguna cultura, y a
la que los hombres siempre pueden acercarse para enriquecerse.(103)
Por tanto, ésta es la hora de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que
es el mismo « ayer, hoy y siempre » (Hebr 13, 8). Por eso, « la llamada a la
nueva evangelización es sobre todo una llamada a la conversión ».(104) Al mismo
tiempo, es una llamada a aquella esperanza « que se apoya en las promesas de
Dios, y que tiene como certeza indefectible la resurrección de Cristo, su
victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer anuncio y raíz de
toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda
auténtica cultura cristiana »(105)
En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su esperanza y
su amor sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a la contemplación
de los fieles y de todos los hombres como realmente es: una Persona viva,
fascinante, que nos ama más que nadie porque ha dado su vida por nosotros; « no
hay amor más grande que dar la vida por los amigos » (Jn 15, 13).
Al mismo tiempo, el sacerdote, consciente de que toda persona está―de
modos diversos―a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los
estrechos límites dela propia debilidad, del propio egoísmo y, sobre todo, de
la misma muerte, proclamará que Jesucristo es la respuesta a todas estas
inquietudes.
En la nueva evangelización, el sacerdote está llamado a ser heraldo de la
esperanza.(106)
La proliferación de sectas y
nuevos cultos, así como su difusión, también entre fieles católicos, constituye
un particular desafío al ministerio pastoral. Hay motivaciones diversas y
complejas en el origen de este fenómeno. De todos modos, el ministerio de los
presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda ―
que hoy emerge con particular fuerza ― de lo sagrado y de la verdadera
espiritualidad.
En estos últimos años se advierte con evidencia que son eminentemente pastorales
las motivaciones que reclaman al sacerdote como hombre de Dios y maestro de
oración.
Al mismo tiempo, se impone la necesidad de hacer que la comunidad, confiada a
sus cuidados pastorales sea realmente acogedora, de modo que se evite el
anonimato y que nadie sea tratado con indiferencia.
Se trata de una responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno de los
fieles y, en modo totalmente particular , sobre el presbítero , que es el
hombre de la comunión.
Si él sabe acoger con estima y respeto a todos los que se le acerquen, sabiendo
valorar la personalidad de todos, entonces creará un estilo de caridad
auténtica, que resultará contagioso y se extenderá gradualmente a toda la
comunidad.
Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es particularmente
importante una catequesis madura y completa; este trabajo catequético requiere
hoy un esfuerzo especial por parte del sacerdote, a fin de que todos sus fieles
conozcan realmente el significado de la vocación cristiana y de la fe católica.
De modo particular, los fieles deben ser educados en el conocimiento profundo
de la relación, que existe entre su específica vocación en Cristo y la
pertenencia a Su Iglesia, a la que deben aprender a amar filial y tenazmente.
Todo esto se realizará si el sacerdote evita, tanto en su vida como en su
ministerio, todo lo que pueda provocar indiferencia, frialdad o identificación
selectiva en relación con la Iglesia.
Es un motivo de consuelo
señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las edades
desarrollan su ministerio con un esfuerzo gozoso, frecuentemente fruto de un
heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver,
a veces, los frutos de su labor.
En virtud de este esfuerzo, ellos constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia
divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un
ímpetu siempre nuevo al ejercicio del sagrado ministerio.
Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que
tienden a disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo menos creíble al
mundo.
El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua, siempre expuesta
a la incomprensión y a la marginación; sobre todo hoy día, el sacerdote sufre
con frecuencia la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y la soledad.
Para vencer este desafío, que la mentalidad secularista plantea al presbítero,
éste hará todos los esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la
vida espiritual, al estar siempre con Cristo, y a vivir con generosidad la
caridad pastoral intensificando la comunión con todos y, en primer lugar, con
los otros sacerdotes.
Se podría decir que el
presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el Señor
Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos
que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc ó, 12;
Jn 17, 15-20). La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26,
36-44), dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota,
manifiesta de modo paradigmático « hasta qué punto nuestro sacerdocio debe esta
profundamente vinculado a la oración, radicado en la oración ».(107)
Nacidos como fruto de esta oración, los presbíteros mantendrán vivo su
ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando
descuidarla a causa de las diversas actividades. Para desarrollar un ministerio
pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una sintonía particular y
profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada
acción pastoral.
Tal vida espiritual debe
encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia, la
oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas;
todo esto contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma
configuración con Cristo exige respirar un clima de amistad y de encuentro
personal con el Señor Jesús y de servicio a la Iglesia, su Cuerpo, que el
presbítero amará, dándose a ella mediante el servicio ministerial a cada uno de
los fieles.(108)
Por lo tanto, es necesario que el sacerdote organice su vida de oración de modo
que incluya: la celebración diaria de la eucaristía (109) con una adecuada
preparación y acción de gracias; la confesión frecuente(110) y la dirección
espiritual ya practicada en el Seminario; "' la celebración íntegra y
fervorosa de la liturgia de las horas,(ll2) obligación cotidiana; (113) el
examen de conciencia; (114) la oración mental propiamente dicha; (115) la
lectio divina;(116) Los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo,
en ejercicios y retiros espirituales periódicos; (117) las preciosas
expresiones de devoción mariana como el Rosario; (118) el Via Crucis y otros
ejercicios piadosos; (119) la provechosa lectura hagiográfica. (120)
Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los presbíteros
renuevan en la S. Misa de Jueves Santo, delante del Obispo y junto con él, las
promesas hechas en la ordenación.(l2l)
El cuidado de la vida espiritual se debe sentir como una exigencia gozosa por
parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de los fieles que
buscan en él ― consciente o inconscientemente ― al hombre de Dios,
al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en
quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar
consuelo y firmeza.(l22)
A causa de las numerosas
obligaciones muchas veces procedentes de la actividad pastoral, hoy más que
nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de solicitudes, que
lo podrían llevar a un creciente activismo exterior, sometiéndolo a un ritmo a
veces frenético y desolador.
Contra tal tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue
convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que « estuviesen con él
» (Mc 3, 14).
El mismo Hijo de Dios ha querido dejarnos el testimonio de su oración.
De hecho, con mucha frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en
oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3,21-22), antes de la llamada
de los Apóstoles (Lc 6,12), en la acción de gracias durante la multiplicación
de los panes (Mt14,19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16;Jn 6,11), en la
transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34)
y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18),
cuando enseña a los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión
(Mt 11,25 ss; Lc 10,21), al bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por
Pedro (Lc 22,32).
Toda su actividad cotidiana nacía de la oración. Se retiraba al desierto o al
monte a orar (Mc l, 35; 6,46;Lc 5, 16; Mt 4,1; 14, 23), se levantaba de
madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la noche entera en oración con Dios (Mt 14,23.25;
Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).
Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía
(Mt 26,36-44), en la Cruz (Lc 23,34.46; Mt 27,46; Mc 15,34) el divino Maestro
demostró que la oración animaba su ministerio mesiánico y su éxodo pascual.
Resucitado de la muerte, vive para siempre e intercede por nosotros (Hebr
7,25).(l23)
Siguiendo el ejemplo de Cristo, el sacerdote debe saber mantener ― vivos
y frecuentes ― los ratos de silencio y de oración, en los que cultiva y
profundiza en el trato existencial con la Persona viva de Nuestro Señor Jesús.
Para permanecer fiel al
empeño de « estar con Jesús », hace falta que el presbítero sepa imitar a la
Iglesia que ora.
Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote
recuerda la exhortación del evangelio hecha por el obispo el día de su
ordenación: « Por esto, haciendo de la Palabra el objeto continuo de tu
reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y haz vida lo que
enseñas. De este modo, mientras darás alimento al Pueblo de Dios con la
doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio de vida, será
constructor del templo de Dios, que es la Iglesia ». De modo semejante, en
cuanto a la celebración de los sacramentos, y en particular de la Eucaristía: «
Sé por lo tanto consciente de lo que haces, imita lo que realizas y, ya que
celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la muerte de
Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva ». Finalmente, con respecto a la
dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al Padre: « Por
esto, no ceses nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha
venido no para ser servido, sino para servir y para buscar y salvar a los que
se han perdido ».(124)
Fortalecido por el especial
vinculo con el Señor, el presbítero sabrá afrontar los momentos en que se
podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su trato con
Jesús, que en la Eucaristía es su refugio y su mejor descanso.
Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre
(cfr. lc 3,21; Mc l, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en la
soledad, encuentra la comunión con Dios,(125) por lo que podrá decir con San
Ambrosio: « Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo » (126)
Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para
acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar
esfuerzo y coparticipación .
La caridad pastoral
constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y
diversas actividades del sacerdote y ― dado el contexto socio-cultural en
el que vive ― es instrumento indispensable para llevar a los hombres a la
vida de la gracia.
Plasmada con esta caridad, la actividad ministerial será una manifestación de
la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y
conductas hasta la donación total de sí mismo a la grey, que le ha sido
confiada.(127)
La asimilación de la caridad pastoral de Cristo ― de manera que dé forma
a la propia vida ― es una meta, que exige del sacerdote continuos
esfuerzos y sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no
se puede alcanzar de una vez par siempre. El ministro de Cristo se sentirá
obligado a vivir esta realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por
su edad, se le quite el peso de encargos pastorales concretos.
Hoy día, la caridad pastoral
corre el riesgo de ser vaciada de su significado por un cierto « funcionalismo
». De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de una
mentalidad, que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a
los aspectos funcionales. Esta concepción reduccionista del ministerio
sacerdotal lleva el peligro de vaciar la vida de los presbíteros y, con
frecuencia, llenarla de formas no conformes al propio ministerio.
El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de su Esposa, encontrará en la
oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para
vencer también este peligro.(128)
Cristo encomendó a los
Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los
hombres.
Transmitir la fe es revelar, anunciar y profundizar en la vocación cristiana:
la llamada, que Dios dirige a cada hombre al manifestarle el misterio de la
salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo
misterio, como hijo adoptivo en el Hijo.(129)
Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el Símbolo de la Fe, que es
la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de Dios.(130)
En el ministerio del presbítero hay dos exigencias, que son como las dos caras
de una moneda. En primer lugar, está el carácter misionero de la transmisión de
la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado de
la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la
vida del hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones
más apremiantes, que están delante de la conciencia humana.
Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con la fe de la
Iglesia, custodia de la verdad acerca de Dios y de la vocación del hombre. Esto
se debe hacer con un gran sentido de responsabilidad, consciente que se trata
de una cuestión de suma importancia en cuanto que pone en juego la vida del
hombre y el sentido de su existencia.
Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote también
tendrá en cuenta que el testimonio de su vida permite descubrir el poder del
amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador; la predicación
explícita del misterio de Cristo a los creyentes, a los no creyentes y a los no
cristianos; la catequesis, que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina
de la Iglesia y palabra, que aplica la verdad revelada a la solución de casos
concretos.(131)
La conciencia de la absoluta necesidad de « permanecer » fiel y anclado en la
Palabra de Dios y en la Tradición para ser verdaderos discípulos de Cristo y
conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-32), siempre ha acompañado la historia de la
espiritualidad sacerdotal y ha estado respaldada también con la autoridad del
Concilio Ecuménico Vaticano II.(l32)
Para la sociedad contemporánea, signada por el materialismo práctico y teórico,
por el subjetivismo y el problematicismo, es necesario que se presente al
Evangelio como « poder de Dios para salvar a aquellos que creen » (Rom 1, 16).
Los presbíteros, recodando que « la fe viene de la predicación, y la predicación
de la palabra de Cristo » (Rom 10, 17), empeñarán todas sus energías en
corresponder a esta misión, que tiene primacía en su ministerio. De hecho,
ellos son no solamente los testigos, sino los heraldos y mensajeros de la
fe.(133)
Este ministerio ― realizado en la comunión jerárquica ― los
habilita a enseñar con autoridad la fe católica y a dar testimonio oficial de
la fe de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, « es congregado sobre todo
por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen el derecho de buscar
en los labios de los sacerdotes ».(134)
Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir « sin doblez y sin ninguna
falsificación, sino manifestando con franqueza la verdad delante de Dios » (2
Cor 4, 2). Con madurez responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar
o diluir el contenido del mensaje divino. Su tarea consiste en « no enseñar su
propia sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a
la conversión y la santidad ».(135)
Por lo tanto, la predicación no se puede reducir a la comunicación de
pensamientos propios, experiencias personales, simples explicaciones de
carácter psicológico,(136) sociológico o filantrópico y tampoco puede usar
excesivamente el encanto de la retórica empleada tanto en los medios de
comunicación social. Se trata de anunciar una Palabra de l que no se puede
disponer porque ha sido dada a la Iglesia a fin de que la custodie, examine y
transmita fielmente(137)
La conciencia de la misión
propia como heraldo del Evangelio se debe concretar siempre más en la pastoral,
de manera que, a la luz de la Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas
situaciones y ambientes en que el sacerdote desempeña su ministerio.
Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero ―
en la perspectiva de la fe y de su ministerio ― conozca, con constructivo
sentido crítico, las ideologías, el lenguaje, los entramados culturales, las
tipologías difundidas por los medios de comunicación y que, en gran parte,
condicionan las mentalidades.
Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: « Ay de mi si no evangelizara! » (1
Cor 9, 16), él sabrá utilizar todos los medios de transmisión, que le ofrecen
la ciencia y la tecnología modernas.
Sin lugar a duda, no depende todo solamente de estos medios o de la capacidad
humana, ya que la gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente del
trabajo de los hombres. Sin embargo, en el plan de Dios la predicación de la
Palabra es normalmente el canal privilegiado para la transmisión de la fe y
para la misión de evangelización.
La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío para el
sacerdote. Para los que hoy están fuera o lejos del anuncio de Cristo, el
presbítero sentirá particularmente urgente y actual la angustiosa pregunta: «
Cómo creerán sin haber oído de Él? Y cómo oirán si nadie les predica? » (Rom
10, 14).
Para responder a tales interrogantes, él se sentirá personalmente comprometido
a conocer particularmente la Sagrada Escritura por medio del estudio de una
sana exégesis, sobre todo patrística; la Palabra de Dios será materia de su
meditación ― que practicará de acuerdo con los diversos métodos probados
por la tradición espiritual de la Iglesia ―; así logrará tener una
comprensión de las Sagradas Escrituras animada por el amor.(138) Con este fin,
el presbítero sentirá el deber de preparar ― tanto remota como
próximamente la homilía litúrgica con gran atención a sus contenidos y al
equilibrio entre parte expositiva y práctica, así como a la pedagogía y a la
técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la buena dicción por respeto a
la dignidad del acto y de los destinatarios.(139)
47. Palabra y catequesis
La catequesis es una parte
destacada de esta misión de evangelización porque es un instrumento privilegiado
de enseñanza y maduración de la fe.(140)
El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del mismo, tiene
la responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la actividad catequética de
la comunidad, que le ha sido encomendada. Es importante que sepa integrar esta
labor dentro de un proyecto orgánico de evangelización, asegurando por encima
de todo, la comunión de la catequesis en la propia comunidad con la persona del
Obispo, con la Iglesia particular y con la Iglesia universal.(141)
De manera particular, sabrá suscitar la justa y oportuna colaboración y
responsabilidad con lo referente a la catequesis ― de los miembros de
institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, respetando el
carácter del instituto a que pertenecen; y también de los fieles laicos,(142)
preparados adecuadamente y demostrándoles agradecimiento y estima por su labor
catequética.
Pondrá especial afán en el cuidado de la formación inicial y permanente de los
catequistas. En la medida de lo posible, el sacerdote debe ser el catequista de
los catequistas, formando con ellos una verdadera comunidad de discípulos del
Señor, que sirva como punto de referencia para los catequizados.
Maestro,(143) y educador en la fe,(144) el sacerdote hará que la catequesis,
especialmente la de los sacramentos, sea una parte privilegiada en la educación
cristiana de la familia, en la enseñanza religiosa, en la formación de
movimientos apostólicos, etc.; y que se dirija a todas las categorías de
fieles: niños, jóvenes, adolescentes, adultos y ancianos. Sabrá transmitir la
enseñanza catequética haciendo uso de todas las ayudas, medios didácticos e
instrumentos de comunicación, que puedan ser eficaces a fin de que los fieles
― de un modo adecuado a su carácter, capacidad, edad y condición de vida
― estén en condiciones de aprender más plenamente la doctrina cristiana y
de ponerla en práctica de la manera más conveniente.(145)
Con esta finalidad, el presbítero no dejará de tener como principal punto de
referencia el Catecismo de la Iglesia Católica. De hecho, este texto constituye
una norma segura y auténtica de la enseñanza de la Iglesia.(146)
Si bien el ministerio de la
Palabra es un elemento fundamental en la labor sacerdotal, el núcleo y centro
vital es, sin duda, la Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y
eterno sacrificio de Cristo.(147)
La Eucaristía ― memorial sacramental de la muerte y resurrección de
Cristo, representación real y eficaz del único Sacrificio redentor, fuente y
culmen de la vida cristiana y de toda la evangelización (148) ― es el
medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que « todos los ministerios
eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados con la Eucaristía
y a ella se ordenan ».(149) El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo
Sacrificio, manifiesta así, del modo más evidente, su identidad.
De hecho, existe una intima unión entre la primacía de la Eucaristía, la
caridad pastoral y la unidad de vida del presbítero: (150) en ella encuentra
las señales decisivas para el itinerario de santidad al que está
específicamente llamado.
Si el presbítero presta a Cristo ― Sumo y Eterno Sacerdote ― la
inteligencia, la voluntad, la voz y las manos para que mediante su propio
ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de la redención, él
deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y como Él, vivir como don para
sus hermanos. Consecuentemente deberá aprender a unirse íntimamente a la
ofrenda, poniendo sobre el altar del sacrificio la vida entera como un signo
claro del amor gratuito y providente de Dios.
Es necesario recordar el
valor incalculable, que la celebración diaria de la Santa Misa tiene para el
sacerdote, aún cuando no estuviere presente ningún fiel.(151) Él la vivirá como
el momento central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de un
deseo sincero y como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo.
Pondrá cuidadosa atención para celebrarla con devoción, y participará
íntimamente con la mente y el corazón.
En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e
imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el
decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es importante que en la
celebración eucarística haya un adecuado cuidado de la limpieza del lugar, del
diseño del altar y del sagrario,(152) de la nobleza de los vasos sagrados, de
los ornamentos,(153) del canto,(154) de la música,(155) del silencio
sagrado,(156) etc. Todos estos elementos pueden contribuir a una mejor
participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a
estos aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, la prisa a,
la superficialidad y el desorden , vacían de significado y debilitan la función
de aumentar la fe.(157) El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y
no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una
primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.
El sacerdote, entonces, al poner todas sus capacidades para ayudar a que todos
los fieles participen vivamente en la celebración eucarística, debe atenerse al
rito establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente,
sin añadir, quitar o cambiar nada.(158)
Todos los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los
Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo
de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para que se cumplan fielmente las
normas litúrgicas referentes a la celebración eucarística en todos los lugares.
Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los
ornamentos sagrados prespcritos por las rúbricas.(159)
La centralidad de la
Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración del
Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del Sacramento. El
presbítero debe mostrarse modelo de la grey también en el devoto cuidado del
Señor en el sagrario y en la meditación asidua que hace ― siempre que sea
posible ― ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes
encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo
para la adoración en comunidad, y tributen atenciones y honores, mayores que a
cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la
Santa Misa. « La fe y el amor por la Eucaristía hacen imposible que la
presencia de Cristo en el sagrario permanezca solitaria ». (160)
La liturgia de las horas puede ser un momento privilegiado para la adoración
eucarística. Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo largo de la
jornada, del sacrificio de alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa
Misa el centro y la fuente sacramental. En ella, el sacerdote unido a Cristo es
la voz de la Iglesia para el mundo entero. La liturgia de las horas también se
celebrará comunitariamente cuando sea posible, y de una manera oportuna, para
que sea « intérprete y vehículo de la voz universal, que canta la gloria de
Dios y pide la salvación del hombre ».(161)
Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de canónigos.
Siempre se deberá evitar, tanto en la celebración comunitaria como en la
individual, reducirla al mero « deber » mecánico de una simple y rápida lectura
sin la necesaria atención al sentido del texto.
El Espíritu Santo para la
remisión de los pecados es un don de la resurrección, que se da a los
Apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les
serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos » (Jn 20,
22-23). Cristo confió la obra de reconciliación del hombre con Dios
exclusivamente a sus Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma misión.
Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del sacramento
de la reconciliación.(162) Como Cristo, son enviados a convertir a los
pecadores y a llevarlos otra vez al Padre.
La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos
sus hijos en su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, ésta se rejuvenece y
se construye en todas sus dimensiones: universal, diocesana y parroquial.
A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado muy
extendida en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo
y dedicación el ministerio de la formación de la conciencia, del perdón y de la
paz.
Conviene que él, en cierto sentido, sepa identificarse con este sacramento y
― asumiendo la actitud de Cristo ― se incline con misericordia,
como buen samaritano, sobre la humanidad herida y muestre la novedad cristiana
de la dimensión medicinal de la Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar.(164)
El presbítero deberá dedicar
tiempo y energía para escuchar las confesiones de los fieles, tanto por su
oficio (165) como por la ordenación sacramental, pues los cristianos ―
como demuestra la experiencia ― acuden con gusto a recibir este
Sacramento, allí donde saben que hay sacerdotes disponibles. Esto se aplica a
todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas
y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable
con los sacerdotes religiosos y los ancianos.
Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve el valor
de la confesión individual y la absolución personal e íntegra de los pecados en
el coloquio directo con el confesor.(166) La confesión y la absolución
colectiva se reserva sólo para casos extraordinarios contemplados en las
disposiciones vigentes y con las condiciones requeridas.(167) El confesor
tendrá oportunidad de iluminar la conciencia del penitente con unas palabras que,
aunque breves, serán apropiadas para su situación concreta. Éstas ayudarán a la
renovada orientación personal hacia la conversión e influirán profundamente en
su camino espiritual, también a través de una satisfacción oportuna.(168)
En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la Reconciliación
a nivel sacramental, superando el peligro de reducirla a una actividad
puramente psicológica o de simple formalidad.
Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina
vigente acerca del lugar y la sede para las confesiones.(169)
Como todo buen fiel, el
sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y
debilidades. É1 es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo
fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de
la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio
personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón. Además,
esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del
sacramento de la Reconciliación. En este sentido, es una cosa buena que los
fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad:
(170) a Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si viene
a faltarle por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico,
inspirado por auténtica fe y devoción, al Sacramento de la Penitencia. En un
sacerdote que no se confesara más o se confesara mal, su ser sacerdotal y su
hacer sacerdotal se resentirán muy rápidamente, y también la comunidad, de la
cual es pastor, se daría cuenta ».
De manera paralela al
Sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará de ejercer el
ministerio de la dirección espiritual. El descubrimiento y la difusión de esta
práctica, también en momentos distintos de la administración de la Penitencia,
es un beneficio grande para la Iglesia en el tiempo presente.(172) La actitud
generosa y activa de los presbíteros al practicarla constituye también una
ocasión importante para individualizar y sostener la vocación al sacerdocio y a
las distintas formas de vida consagrada.
Para contribuir al mejoramiento de su propia vida espiritual, es necesario que
los presbíteros practiquen ellos mismos la dirección espiritual. Al poner la
formación de sus almas en las manos de un hermano sabio, madurarán ―
desde los primeros pasos de su ministerio ― la conciencia de la
importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del
empeño pastoral. Para el uso de este eficaz medio de formación tan
experimentado en la Iglesia, los presbíteros tendrán plena libertad en la
elección de la persona a la que confiarán la dirección de la propia vida
espiritual.
El sacerdote está llamado a
ocuparse de otro aspecto de su ministerio, además de aquéllos ya analizados. Se
trata del desvelo por la vida de la comunidad, que le ha sido confiada, y que
se manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.
Pastor de la comunidad, el sacerdote existe y vive para ella; por ella reza,
estudia, trabaja y se sacrifica. Estará dispuesto a dar la vida por ella, la
amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo su amor y su afecto,(173)
dedicándose ― con todas sus fuerzas y sin limite de tiempo ― a
configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más hermosa y
digna de la complacencia del Padre y del amor del Espíritu Santo.
Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor, actuará de
manera que guíe su comunidad sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus
miembros, iluminando sus conciencias con la luz de la verdad revelada,
custodiando con autoridad la autenticidad evangélica de la vida cristiana,
corrigiendo los errores, perdonando, curando las heridas, consolando las
aflicciones, promoviendo la fraternidad.(174)
Este conjunto de atenciones, delicadas y complejas, además de garantizar un
testimonio de caridad siempre más transparente y eficaz, manifestará también la
profunda comunión, que debe existir entre el presbítero y su comunidad, que es
casi la continuación y la actualización de la comunión con Dios, con Cristo y
con la Iglesia.(175)
Para ser un buen guía de su
Pueblo, el presbítero estará también atento para conocer los signos de los
tiempos: desde aquellos amplios y profundos que se refieren a la Iglesia
universal y a su camino en la historia de los hombres, hasta aquellos otros más
próximos a la situación concreta de cada comunidad.
Esta capacidad de discernimiento requiere la constante y adecuada puesta al día
en el estudio de los problemas teológicos y pastorales, en el ejercicio de una
sabia reflexión sobre los datos sociales, culturales y científicos, que
caracterizan nuestro tiempo.
En el desarrollo de su ministerio, los presbíteros sabrán traducir esta
exigencia en una constante y sincera actitud para sentir con la Iglesia, de tal
manera que trabajarán siempre en el vínculo de la comunión con el Papa, con los
Obispos, con los demás hermanos en el sacerdocio, así como con los fieles
consagrados por medio de la profesión de los votos evangélicos y con los fieles
laicos.
Éstos mismos, por otro lado, podrán requerir ― en la forma adecuada y
teniendo en cuenta la capacidad de cada uno ― la cooperación de los
fieles consagrados y de los fieles laicos, en el ejercicio de su actividad.
La Iglesia, convencida de
las profundas motivaciones teológicas y pastorales, que sostienen la relación
entre celibato y sacerdocio, e iluminada por el testimonio, que confirma
también hoy ― a pesar de los dolorosos casos negativos ― la validez
espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales , ha confirmado, en
el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio,
la « firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato libremente
escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito
latino ».(176)
El celibato, en efecto, es un don, que la Iglesia ha recibido y quiere
custodiar, convencida de que éste es un bien para si misma y para el mundo.
Como todo valor evangélico,
también el celibato debe ser vivido como una novedad liberadora, como
testimonio de radicalidad en el seguimiento de Cristo y como signo de la
realidad escatológica. « No todos pueden entenderlo, sino sólo aquellos a los
que les ha sido concedido. Existen, en efecto, eunucos que han nacido así del
vientre de su madre; otros han sido hechos eunucos por los hombres y hay
también algunos, que se han hecho eunucos por el Reino de los cielos. El que
pueda entender, que entienda » (Mt 19, 10-12).(177).
Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es particularmente
importante que el sacerdote entienda desde la formación del seminario la
motivación teológica y espiritual de la disciplina sobre el celibato. (178)
Éste, como don y carisma particular de Dios, requiere la observancia de la
castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia por el Reino de
los cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a
Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio de Dios
y de los hombres. (179).
La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto
expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la cual
encuentra su razón última en el estrecho vínculo, que el celibato tiene con la
sagrada ordenación, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo
de la Iglesia.(180)
La carta a los Efesios (cf 5, 25-27) pone en estrecha relación la oblación
sacerdotal de Cristo (cf 5, 25) con la santificación de la Iglesia (cf 5, 26),
amada con amor esponsal. Insertado sacramentalmente en este sacerdocio de amor
exclusivo de Cristo por la Iglesia, su Esposa fiel, el presbítero expresa con
su compromiso de celibato dicho amor, que se convierte en caudalosa fuente de
eficacia pastoral.
El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre el
ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado simplemente como una
institución impuesta por ley, porque el que recibe el sacramento del Orden se
compromete a ello con plena conciencia y libertad (181) después de una
preparación que dura varios años, de una profunda reflexión y oración asidua.
Una vez que ha llegado a la firme convicción de que Cristo le concede este don
por el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume
para toda la vida, reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hecho
durante el rito de la ordenación diaconal. (182)
Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el carisma del
celibato, mostrando cómo éste está en íntima conexión con el ministerio sagrado
― en su doble dimensión de relación con Cristo y con la Iglesia ―
y, por otro, la libertad de aquél, que lo asume.(183) El presbítero, entonces,
consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título,(184) debe ser bien
consciente de que ha recibido un don, sancionado por un preciso vínculo
jurídico, del que deriva la obligación moral de la observancia. Este vínculo,
asumido libremente, tiene carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es
signo de aquella realidad esponsal, que se realiza en la ordenación
sacramental. Con ésta, el sacerdote adquiere también esta paternidad espiritual
― pero real ― que tiene dimensión universal y que, de modo
particular, se concreta con respecto a la comunidad, que le ha sido confiada.
(185)
El celibato, así entendido,
es entrega de sí mismo « en » y « con » Cristo a su Iglesia, y expresa el
servicio del sacerdote a la Iglesia « en » y « con » el Señor.(186) Se permanecería
en una continua inmadurez si el celibato fuese vivido como « un tributo, que se
paga al Señor » para acceder a las sagradas Ordenes, y no más bien como « un
don, que se recibe de su misericordia »,(187) como elección de libertad y grata
acogida de una particular vocación de amor por Dios y por los hombres.
El ejemplo es el Señor mismo quien, yendo en contra de la que se puede
considerar la cultura dominante de su tiempo, ha elegido libremente vivir
célibe. En su seguimiento, sus discípulos han dejado « todo » para cumplir la
misión, que les había sido confiada (Lc 18, 28-30).
Por tal motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar
el don de la continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los
candidatos al Orden sagrado entre los célibes (cf 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 1
Tim 3, 2-12; 5,9; Tit 1, 6-8).(l88)
En el actual clima cultural,
condicionado a menudo por una visión del hombre carente de valores y, sobre
todo, incapaz de dar un sentido pleno, positivo y liberador a la <<
sexualidad>> humana, aparece con
frecuencia el interrogante sobre el valor del celibato sacerdotal o, por lo
menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo y su profunda
sintonía con el sacerdocio ministerial
Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo de los
siglos, la decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias Orientales de
conferir el sacerdocio ministerial sólo a aquellos hombres que han recibido de
Dios el don de la castidad en el celibato. La disciplina de otras Iglesias
Orientales, que admiten al sacerdocio a hombres casados, no se contrapone a la
de la Iglesia Latina: de hecho, las mismas Iglesias Orientales exigen el
celibato de los Obispos; tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no
permiten sucesivas nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y
solamente, de la ordenación de hombres, que ya estaban casados.
Las dificultades, que algunos presentan hoy,(189) se fundan a menudo en
argumentos pretenciosos, como, por ejemplo, la acusación de espiritualismo
desencarnado, o que la continencia comporte desconfianza o desprecio hacia la <<
sexualidad>> , o también buscan
motivo al considerar los casos difíciles y dolorosos, o del mismo modo
generalizan casos particulares. Se olvida, por el contrario, el testimonio
ofrecido por la inmensa mayoría de los sacerdotes, que viven el propio celibato
con libertad interior, con ricas motivaciones evangélicas, con fecundidad espiritual,
en un horizonte de convencida y alegre fidelidad a la propia vocación y misión.
Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de sereno
equilibrio y de progreso espiritual, deben ser puestas en práctica todas
aquellas medidas que alejan al sacerdote de toda posible dificultad.(190)
Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la debida
prudencia en las relaciones con las personas cuya proximidad puede poner en
peligro la fidelidad a este don, e incluso suscitar el escándalo de los fieles.
(191) En los casos particulares se debe someter al juicio del Obispo, que tiene
la obligación de impartir normas precisas sobre esta materia.(192)
Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas, que han sido
garantizadas por la experiencia de la Iglesia, y que son ahora más necesarias
debido a las circunstancias actuales, por las cuales prudentemente evitarán
frecuentar lugares y asistir a espectáculos, o realizar lecturas, que pueden
poner en peligro la observancia de la castidad en el celibato. (193) En el
hacer uso de los medios de comunicación social, como agentes o como
usufructuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda
dañar la vocación.
Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo
sexual, éstos deberán encontrar en la comunión con Cristo y con la Iglesia, y
en la devoción a Santa María Virgen, así como en la consideración del ejemplo
de los sacerdotes santos de todos los tiempos, la fuerza necesaria para superar
las dificultades, que encuentran en su camino y para actuar con aquella
madurez, que los hace creíbles ante el mundo.(194)
La obediencia es un valor
sacerdotal de primordial importancia. El mismo sacrificio de Jesús sobre la
Cruz adquirió significado y valor salvífico a causa de su obediencia y de su
fidelidad a la voluntad del Padre. Él fue « obediente hasta la muerte, y muerte
de Cruz » (Fil 2, 8). La carta a los Hebreos subraya también que Jesús « con lo
que padeció experimentó la obediencia » (Hebr 5, 8). Se puede decir, por tanto,
que la obediencia al Padre está en el mismo corazón del Sacerdocio de Cristo.
Al igual que para Cristo, también para el presbítero la obediencia expresa la
voluntad de Dios, que le es manifestada por medio de los Superiores. Esta
disponibilidad debe ser entendida como una verdadera actuación de la libertad
personal, consecuencia de una elección madurada constantemente en la presencia
de Dios en la oración. La virtud de la obediencia, intrínsecamente requerida
por el sacramento y por la estructura jerárquica de la Iglesia, es claramente
prometida por el clérigo, primeramente en el rito de la ordenación diaconal y,
después, en el de la ordenación presbiteral. Con ésta el presbítero refuerza su
voluntad de sumisión, entrando de este modo en la dinámica de la obediencia de
Cristo, que se ha hecho Siervo obediente hasta la muerte de Cruz (cf Fil 2,
7-8).(195)
En la cultura contemporánea se subraya el valor de la subjetividad y de la
autonomía de cada persona, como algo intrínseco a la propia dignidad. Este
valor, en sí mismo positivo, cuando es absolutizado y exigido fuera de su justo
contexto, adquiere un valor negativo.(196) Esto puede manifestarse también en
el ámbito eclesial y en la misma vida del sacerdote, si la fe, la vida
cristiana y la actividad desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen
reducidas a un hecho puramente subjetivo.
El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al servicio de
Cristo y de la Iglesia. Éste, por tanto, se pondrá en disposición de acoger
cuanto le es indicado justamente por los Superiores y, si no está legítimamente
impedido, debe aceptar y cumplir fielmente el encargo, que le ha sido confiado
por su Ordinario.(197)
El presbítero tiene una «
obligación especial de respeto y obediencia » al Sumo Pontífice y al propio
Ordinario.(198) En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él
está dedicado al servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y
fundamento de unidad es el Obispo;(199) éste último tiene sobre ella toda la
potestad ordinaria, propia e inmediata, necesaria para el ejercicio de su
oficio pastoral.(200) La subordinación jerárquica requerida por el sacramento
del Orden encuentra su actualización eclesiológico-estructural en referencia al
propio Obispo y al Romano Pontífice; éste último tiene el primado (principatus)
de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares.(201)
La obligación de adherir al Magisterio en materia de fe y de moral está
intrínsecamente ligada a todas las funciones, que el sacerdote debe desarrollar
en la Iglesia. El disentir en este campo debe considerarse algo grave, en
cuanto que produce escándalo y desorientación entre los fieles.
Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la Iglesia
tiene necesidad de normas: ya que su estructura jerárquica y orgánica es
visible, el ejercicio de las funciones divinamente confiadas a Ella ―
especialmente la de guía y la de celebración de los sacramentos ―, debe
ser organizado adecuadamente.(202)
En cuanto ministro de Cristo y de su Iglesia, el presbítero asume generosamente
el compromiso de observar fielmente todas y cada una de las normas, evitando
toda forma de adhesión parcial según criterios subjetivos, que crean división y
repercuten―con notable daño pastoral ― sobre los fieles laicos y
sobre la opinión pública. En efecto, « las leyes canónicas, por su misma
naturaleza, exigen la observancia » y requieren que « todo lo que sea mandado
por la cabeza, sea observado por los miembros ».(203)
Con la obediencia a la Autoridad constituida, el sacerdote ― entre otras
cosas ― favorecerá la mutua caridad dentro del presbiterio, y fomentará
la unidad, que tiene su fundamento en la verdad.
Para que la observancia de
la obediencia sea real y pueda alimentar la comunión eclesial, todos los que
han sido constituidos en autoridad ― los Ordinarios, los Superiores
religiosos, los Moderadores de Sociedades de vida apostólica ―, además de
ofrecer el necesario y constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad
el propio carisma institucional, bien sea previniendo, bien requiriendo con el
modo y en el momento oportuno ― la adhesión a todas las disposiciones en
el ámbito magisterial y disciplinar. (204)
Tal adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino que estimula
la madura espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir una postura pastoral
serena y equilibrada, creando una armonía en la que la capacidad personal se
funde en una superior unidad.
Entre varios aspectos del
problema, hoy mayormente relevantes, merece la pena que se ponga en evidencia
el del respeto convencido de las normas litúrgicas.
La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo,(205) « la cumbre
hacia la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de
la que mana toda su fuerza ».(206) Ella constituye un ámbito en el que el
sacerdote debe tener particular conciencia de ser ministro y de obedecer
fielmente a la Iglesia. « Regular la sagrada liturgia compete únicamente a la
autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según norma de
derecho, en el Obispo ».(207) El sacerdote, por tanto, en tal materia no
añadirá, quitará o cambiará nada por propia iniciativa.(208)
Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por excelencia actos
de Cristo y de la Iglesia, y que el sacerdote administra en la persona de
Cristo y en nombre de la Iglesia, para el bien de los fieles.(209) Éstos tienen
verdadero derecho a participar en las celebraciones litúrgicas tal como las
quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de cada ministro, ni
tampoco según particularismos rituales no aprobados, expresiones de grupos, que
tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.
Es necesario que los
sacerdotes, en el ejercicio de su ministerio, no sólo participen
responsablemente en la definición de los planes pastorales, que el Obispo
― con la colaboración del Consejo Presbiteral (210) ― determina,
sino que además armonicen con éstos las realizaciones prácticas en la propia
comunidad.
La sabia creatividad, el espíritu de iniciativa propio de la madurez de los
presbíteros, no sólo no serán suprimidos, sino que podrán ser adecuadamente
valorados en beneficio de la fecundidad pastoral. Tomar caminos diversos en
este campo puede significar, de hecho, el debilitamiento de la misma obra de
evangelización.
En una sociedad secularizada
y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos
externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente
la necesidad de que el presbítero ― hombre de Dios, dispensador de Sus
misterios ― sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el
vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del
que desempeña un ministerio público.(211) El presbítero debe ser reconocible
sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que
ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel―más
aún, por todo hombre (212) ― su identidad y su pertenencia a Dios y a la
Iglesia.
Por esta razón, el clérigo debe llevar « un traje eclesiástico decoroso, según
las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legitimas
costumbres locales ».(213) El traje, cuando es distinto del talar, debe ser
diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y
sacralidad de su ministerio. La forma y el color deben ser establecidos por la
Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho
universal.
Por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no
se pueden considerar legitimas costumbres y deben ser removidas por la
autoridad competente .(214)
Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje
eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la
propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la
Iglesia.(215)
La pobreza de Jesús tiene
una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para
enriquecernos por medio de su pobreza (cf 2 Cor 8, 9).
La carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse de si
mismo y el espíritu de servicio, que debe animar el ministerio pastoral. Dice
San Pablo que Jesús no consideró « un bien codiciable el ser igual a Dios, sino
que se humilló a Sí mismo tomando forma de Siervo » (Fil 2, 6-7). En verdad,
difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus
hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por un bienestar
excesivo.
A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido todo del
Padre desde la eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta la ofrenda total de
su vida.
El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse con Él en la
libertad interior ante todos los bienes y riquezas del mundo.(216) El Señor nos
enseña que Dios es el verdadero bien y que la verdadera riqueza es conseguir la
vida eterna: « De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después
pierde la propia alma? Y qué podría dar el hombre a cambio de su alma? » (Mc 8,
36-37).
El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cf Núm 18, 20), sabe que
su misión ― como la de la Iglesia ― se desarrolla en medio del
mundo, y es consciente de que los bienes creados son necesarios para el
desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el sacerdote ha de usar estos
bienes con sentido de responsabilidad, recta intención, moderación y
desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es
consciente, en fin, de que todo debe ser usado para la edificación del Reino de
Dios,(217) y por ello se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su
ministerio (Lc 10, 7; Mt 10, 9-10; 1 Cor 9, 14; 1 Gal 6, 6).(218)
Recordando que el don, que ha recibido, es gratuito, ha de estar dispuesto a
dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25); (219) Y a emplear para el bien de
la Iglesia y para obras de caridad todo lo que recibe por ejercer su oficio,
después de haber satisfecho su honesto sustento y de haber cumplido los deberes
del propio estado.(220)
El presbítero ― si bien no asume la pobreza con una promesa pública
― está obligado a llevar una vida sencilla; por tanto, se abstendrá de
todo lo que huela a vanidad; (221) abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con
el fin de seguir a Jesucristo más de cerca.(222) En todo (habitación, medios de
transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de afectación y
de lujo.(223)
Amigo de los más pobres, él reservará a ellos las más delicadas atenciones de
su caridad pastoral, con una opción preferencial por todas las formas de
pobreza ― viejas y nuevas ―, que están trágicamente presentes en
nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que debe ser
liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males.
Existe una « relación
esencial ( ... ) entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del
Hijo », que deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y
el sacerdocio de Cristo.(224)
En dicha relación está radica da la espiritualidad mariana de todo presbítero.
La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa si no toma
seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado, que quiso
confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a través de él, a todos los
sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra de redención.
Como a Juan al pie de la Cruz, así es confiada María a cada presbítero, como
Madre de modo especial (cf Jn 19, 26-27).
Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por Jesús
crucificado y resucitado, deben acoger en su vida a María como a su Madre: será
Ella, por tanto, objeto de sus continuas atenciones y de sus oraciones. La
Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre, que los conduce a Cristo, a la
vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los guía al Reino de los
Cielos.
Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su
sacerdocio: ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal; la Virgen,
pues, sabe y quiere proteger a los sacerdotes de los peligros, cansancios y
desánimos: Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda
crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cf Lc 2,
40).
No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El
presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde,
obediente y casto, que pueda dar testimonio de caridad a través de la donación
total al Señor y a la Iglesia.(225)
Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la Virgen representa a la
Iglesia del modo más puro, « sin mancha ni arruga », totalmente « santa e
inmaculada » (Ef 5, 27). La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre
ante la mirada del presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en
favor de la propia comunidad, para que también ésta última sea « Iglesia
totalmente gloriosa » (ibid.) mediante el don sacerdotal de la propia vida.
La formación permanente es
una exigencia, que nace y se desarrolla a partir de la recepción del sacramento
del Orden, con el cual el sacerdote no es sólo « consagrado » por el Padre, «
enviado » por el Hijo, sino también « animado » por el Espíritu Santo. Esta
exigencia, por tanto, surge de la gracia, que libera una fuerza sobrenatural,
destinada a asimilar progresivamente y de modo siempre más amplio y profundo
toda la vida y la acción del presbítero en la fidelidad al don recibido: « Te
recuerdo ― escribe S. Pablo a Timoteo ― de reavivar el don de Dios,
que está en ti » (2 Tim 1, 6).
Se trata de una necesidad intrínseca al mismo don divino,(226) que debe ser
continuamente « vivificado » para que el presbítero pueda responder
adecuadamente a su vocación. Él, en cuanto hombre situado históricamente, tiene
necesidad de perfeccionarse en todos los aspectos de su existencia humana y
espiritual para poder alcanzar aquella conformación con Cristo, que es el
principio unificador de todas las cosas.
Las rápidas y difundidas transformaciones y un tejido social frecuentemente
secularizado, típicos del mundo contemporáneo, son otros factores, que hacen
absolutamente ineludible el deber del presbítero de estar adecuadamente
preparado, para no perder la propia identidad y para responder a las
necesidades de la nueva evangelización. A este grave deber corresponde un preciso
derecho de parte de los fieles, sobre los cuales recaen positivamente los
efectos de la buena formación y de la santidad de los sacerdotes.(227)
La vida espiritual del
sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a aquel continuo trabajo sobre sí
mismos, que permite profundizar y recoger en armónica síntesis tanto la
formación espiritual, como la humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que
se debe iniciar desde el tiempo del seminario, debe ser favorecido por los
Obispos a todos los niveles: nacional, regional y, principalmente, diocesano.
Es motivo de alegría constatar que son ya muchas las Diócesis y las
Conferencias Episcopales actualmente empeñadas en prometedoras iniciativas para
dar una verdadera formación permanente a los propios sacerdotes. Es de desear
que todas las Diócesis puedan dar respuesta a esta necesidad. De todos modos,
donde esto no fuera momentáneamente posible, es aconsejable que ellas se pongan
de acuerdo entre sí, o tomen contacto con instituciones o personas
especialmente preparadas para desempeñar una tarea tan delicada.(225)
La formación permanente es
un medio necesario para que el presbítero de hoy alcance el fin de su vocación,
que es el servicio de Dios y de su Pueblo.
Esta formación consiste, en la práctica, en ayudar a todos los sacerdotes a dar
una respuesta generosa en el empeño requerido por la dignidad y
responsabilidad, que Dios les ha confiado por medio del sacramento del Orden;
en cuidar, defender y desarrollar su específica identidad y vocación; en
santificarse a sí mismos y a los demás mediante el ejercicio del ministerio.
Esto significa que el presbítero debe evitar toda forma de dualismo entre
espiritualidad y ministerio, origen profundo de ciertas crisis.
Está claro que para alcanzar estos fines de orden sobrenatural, deben ser
descubiertos y analizados los criterios generales sobre los que se debe
estructurar la formación permanente de los presbíteros.
Tales criterios o principios generales de organización deben ser pensados a
partir de la finalidad, que se han propuesto o, mejor dicho, deben ser buscados
en ella.
La formación permanente es
un derecho y un deber del presbítero e impartirla es un derecho y un deber de
la Iglesia. Por tanto, así lo establece la ley universal.(229) En efecto, como
la vocación al ministerio sagrado se recibe en la Iglesia, solamente a Ella le
compete impartir la específica formación, según la responsabilidad propia de
tal ministerio. La formación permanente, por tanto, siendo una actividad unida
al ejercicio del sacerdocio ministerial, pertenece a la responsabilidad del
Papa y de los Obispos. La Iglesia tiene, por tanto, el deber y el derecho de
continuar formando a sus ministros, ayudándolos a progresar en la respuesta
generosa al don, que Dios les ha concedido.
A su vez, el ministro ha recibido también, como exigencia del don, que recibió
en la ordenación, el derecho a tener la ayuda necesaria por parte de la Iglesia
para realizar eficaz y santamente su servicio.
La actividad de formación se
basa sobre una exigencia dinámica, intrínseca al carisma ministerial, que es en
sí mismo permanente e irreversible. Aquella, por tanto, no puede nunca
considerarse terminada, ni por parte de la Iglesia, que la da, ni por parte del
ministro, que la recibe. Es necesario, entonces, que sea pensada y desarrollada
de modo que todos los presbíteros puedan recibirla siempre, teniendo en cuenta
las posibilidades y características, que se relacionan con el cambio de la
edad, de la condición de vida y de las tareas confiadas.(230)
Tal formación debe
comprender y armonizar todas las dimensiones de la vida sacerdotal; es decir,
debe tender a ayudar a cada presbítero: a desarrollar una personalidad humana
madurada en el espíritu de servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo
recibido; a estar intelectualmente preparado en las ciencias teológicas y
también en las humanas en cuanto relacionadas con el propio ministerio, de
manera que desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a
poseer una vida espiritual profunda, nutrida por la intimidad con Jesucristo y
del amor por la Iglesia; a ejercer su ministerio pastoral con empeño y
dedicación.
En definitiva, tal formación debe ser completa: humana, espiritual,
intelectual, pastoral, sistemática y personalizada.
Esta formación es
extremadamente importante en el mundo de hoy como, por otra parte, siempre lo
ha sido. El presbítero no debe olvidar que es un hombre elegido entre los demás
hombres para estar al servicio del hombre.
Para santificarse y para conseguir resultados en su misión sacerdotal, deberá
presentarse con un bagaje de virtudes humanas, que lo hagan digno de la estima
de sus hermanos.
En particular, deberá practicar la bondad de corazón, la paciencia, la
amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el equilibrio, la
fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las obligaciones libremente
asumidas, etc.(231)
También es importante que el sacerdote reflexione sobre su comportamiento
social, sobre la corrección en las variadas formas de relaciones humanas, sobre
los valores de la amistad, sobre el señorío del trato, etc.
Teniendo presente cuanto ya
ha sido ampliamente expuesto acerca de la vida espiritual, sólo se presentarán
algunos medios prácticos de formación.
Sería necesario, en primer lugar, profundizar en los aspectos principales de la
existencia sacerdotal haciendo referencia, en particular, a la enseñanza
bíblica, patrística y hagiográfica, en la cual el presbítero debe estar
continuamente al día, no sólo mediante la lectura de buenos libros, sino
también participando en cursos de estudio, congresos, etc.(232)
Algunas sesiones particulares podrían estar dedicadas al cuidado de la
celebración de los Sacramentos, así como también al estudio de cuestiones de
espiritualidad, tales como las virtudes cristianas y humanas, el modo de rezar,
la relación entre la vida espiritual y el ministerio litúrgico, etc.
Más concretamente, es deseable que cada presbítero, quizás con ocasión de los
periódicos ejercicios espirituales, elabore un proyecto concreto de vida
personal ― a ser posible de acuerdo con el propio director espiritual
― para el cual se señalan algunos puntos: 1) meditación diaria sobre la
Palabra o sobre un misterio de la fe; 2) encuentro diario y personal con Jesús
en la Eucaristía, además de la devota celebración de la Santa Misa; 3) devoción
mariana (rosario, consagración o acto de abandono, coloquio intimo); 4) momento
de formación doctrinal y hagiográfica; 5) descanso debido; 6) renovado empeño
sobre la puesta en práctica de las indicaciones del propio Obispo y de la
propia convicción en el modo de adherirse al Magisterio y a la disciplina
eclesiástica; 7) cuidado de la comunión y de la amistad sacerdotal.
Teniendo en cuenta la gran
influencia que las corrientes humanístico-filosóficas tienen en la cultura
moderna, así como también el hecho de que algunos presbíteros no han recibido
la adecuada preparación en tales disciplinas, quizás también porque provengan
de orientaciones escolásticas diversas, se hace necesario que, en los
encuentros, estén presentes los temas más relevantes de carácter humanístico y
filosófico o que, en cualquier caso, « tengan una relación con las ciencias
sagradas, particularmente en cuanto pueden ser útiles en el ejercicio del
ministerio pastoral ». (233) Estas temáticas constituyen también una valiosa
ayuda para tratar correctamente los principales argumentos de teología
fundamental, dogmática y moral, de Sagrada Escritura, de liturgia, de derecho
canónico, de ecumenismo, etc., teniendo presente que la enseñanza de estas
materias no debe ser problemática, ni solamente teórica o informativa, sino que
debe llevar a la auténtica formación, es decir, a la oración, a la comunión y a
la acción pastoral.
Debe hacerse de tal manera que, en los encuentros sacerdotales, los documentos
del Magisterio sean profundizados comunitariamente, bajo una guía autorizada,
de modo que se facilite en la pastoral diocesana la unidad de interpretación y
de praxis que tanto beneficia a la obra de la evangelización.
Debe darse particular importancia, en la formación intelectual, al tratamiento
de temas, que hoy tienen mayor relevancia en el debate cultural y en la praxis
pastoral, como, por ejemplo, aquellos relativos a la ética social, a la
bioética, etc.
Un tratamiento especial debe ser reservado a los problemas presentados por el
progreso científico, particularmente influyentes sobre la mentalidad y la vida
de los hombres contemporáneos. Los presbíteros no deberán eximirse de
mantenerse adecuadamente actualizados y preparados para responder a las
preguntas, que la ciencia puede presentar en su progreso, no dejando de
consultar a expertos preparados y seguros.
Es del mayor interés estudiar, profundizar y difundir la doctrina social de la
Iglesia. Siguiendo el empuje de la enseñanza magisterial, es necesario que el
interés de todos los sacerdotes ― y, a través de ellos, de todos los
fieles ― en favor de los necesitados no quede a nivel de piadoso deseo,
sino que se concrete en un empeño de la propia vida. « Hoy más que nunca la
Iglesia es consciente de que su mensaje social encontrará credibilidad por el
testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna » (234)
Una exigencia imprescindible para la formación intelectual de los sacerdotes es
el conocimiento y la utilización, en su actividad ministerial, de los medios de
comunicación social. Éstos, si están bien utilizados, constituyen un
providencial instrumento de evangelización, pudiendo llegar no sólo a una gran
cantidad de fieles y de alejados, sino también incidir profundamente sobre su
mentalidad y sobre su modo de actuar.
A tal efecto, seria oportuno que el Obispo o la misma Conferencia Episcopal
preparasen programas e instrumentos técnicos adecuados a este fin.
Para una adecuada formación
pastoral es necesario realizar encuentros, que tengan como objetivo principal
la reflexión sobre el plan pastoral de la Diócesis. En ellos, no debería faltar
tampoco el estudio de todas las cuestiones relacionadas con la vida y la
práctica pastoral de los presbíteros como, por ejemplo, la moral fundamental,
la ética en la vi da profesional y social, etc.
Deberá prestarse especial atención a conocer la vida y la espiritualidad de los
diáconos permanentes ― donde existan ―, de los religiosos y
religiosas, así como también de los fieles laicos.
Otros temas a tratar, particularmente útiles, pueden ser los relacionados con
la catequesis, la familia, las vocaciones sacerdotales y religiosas, los
jóvenes, los ancianos, los enfermos, el ecumenismo, los « alejados », etc.
Es muy importante para la pastoral, en las actuales circunstancias, organizar
ciclos especiales para profundizar y asimilar el Catecismo de la Iglesia
Católica,que ― de modo especial para los sacerdotes ― constituye un
precioso instrumento de formación tanto para la predicación como, en general,
para la obra de evangelización.
Para que la formación
permanente sea completa, es necesario que esté estructurada « no como algo, que
sucede de vez en cuando, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que
se desarrolla en etapas y se reviste de modalidades precisas » (235) Esto
comporta la necesidad de crear una cierta estructura organizativa, que
establezca oportunamente los instrumentos, los tiempos y los contenidos para su
concreta y adecuada realización.
Tal organización debe estar acompañada por el hábito del estudio personal, ya
que también resultarían de escasa utilidad los cursos periódicos si no
estuvieran acompañados de la aplicación al estudio.(236)
Si bien es impartida a
todos, la formación permanente tiene como objetivo directo el servicio a cada
uno de aquellos, que la reciben. De este modo, junto con los medios colectivos
o comunes, deben existir además todos los demás medios, que tienden a concretar
la formación de cada uno.
Por esta razón debe ser favorecida, sobre todo entre los responsables directos,
la conciencia de tener que llegar a cada sacerdote personalmente, haciéndose
cargo de cada uno, no contentándose con poner a disposición de todos las
distintas oportunidades.
A su vez, cada presbítero debe sentirse animado, con la palabra y el ejemplo de
su Obispo y de sus hermanos en el sacerdocio, a asumir la responsabilidad de la
propia formación, siendo el primer formador de sí mismo.(237)
El itinerario de los
encuentros sacerdotales debe tener la característica de la unidad y del
progreso por etapas.
Tal unidad debe apuntar a la conformación con Cristo, de modo que la verdad de
fe, la vida espiritual y la actividad ministerial lleven a la progresiva
maduración de todo el presbiterio.
El camino formativo unitario está marcado por etapas bien definidas. Esto
exigirá una específica atención a las diversas edades de los presbíteros, no
descuidando ninguna, como también una verificación de las etapas ya cumplidas,
con la advertencia de acordar entre ellos los caminos formativos comunitarios
con los personales, sin los cuales los primeros no podrían surtir efecto.
Los encuentros de los sacerdotes deben considerarse necesarios para crecer en
la comunión, para una toma de conciencia cada vez mayor y para un adecuado
examen de los problemas propios de cada edad.
Acerca de los contenidos de tales reuniones, se pueden tomar los temas
eventualmente propuestos por las Conferencias Episcopales nacionales y
regionales. En todo caso, es necesario que éstos sean establecidos en un
preciso plan de formación de la Diócesis que, de ser posible, se actualice cada
año.(238)
Su organización y desarrollo podrán ser prudentemente confiados por el Obispo a
Facultades o Institutos teológicos y pastorales, al Seminario, a organismos o
federaciones empeñadas en la formación sacerdotal,(239) o a algún otro Centro o
Instituto que, según las posibilidades y la oportunidad, podrá ser diocesano,
regional o nacional. En todo caso debe quedar garantizada la correspondencia a
las exigencias de ortodoxia doctrinal, de fidelidad al Magisterio y a la
disciplina eclesiástica, la competencia científica y el adecuado conocimiento
de las reales situaciones pastorales.
Será responsabilidad del
Obispo, también a través de eventuales cooperaciones prudentemente elegidas,
proveer para que en el año sucesivo a la ordenación presbiteral o a la
diaconal, sea programado un año llamado pastoral. Esto facilitará el paso de la
indispensable vida propia del seminario al ejercicio del sagrado ministerio,
procediendo gradualmente, facilitando una progresiva y armónica maduración
humana y específicamente sacerdotal.(240)
Durante el curso de este año, será conveniente evitar que los nuevos ordenados
sean colocados en situaciones excesivamente gravosas o delicadas, así como
también se deberán evitar destinos en los cuales éstos se encuentren actuando
lejos de sus hermanos. Es más, sería conveniente, en la medida de las
posibilidades, favorecer alguna oportuna forma de vida en común.
Este período de formación podría transcurrir en una residencia destinada a
propósito para este fin (Casa del Clero) o en un lugar, que pueda constituir un
preciso y sereno punto de referencia para todos los sacerdotes, que están en
las primeras experiencias pastorales. Esto facilitará el coloquio y el diálogo
con el Obispo y con los hermanos, la oración en común (Liturgia de las Horas,
concelebración y adoración eucarística, Santo Rosario, etc.), el intercambio de
experiencias, el animarse recíprocamente, el florecer de buenas relaciones de
amistad.
Sería oportuno que el Obispo enviase a los nuevos sacerdotes con hermanos de
vida ejemplar y celo pastoral. La primera destinación, no obstante las
frecuentemente graves urgencias pastorales, debería responder, sobre todo, a la
exigencia de encaminar correctamente a los jóvenes presbíteros. El sacrificio
de un año podrá entonces ser más fructuoso para el futuro.
No es superfluo subrayar el hecho de que este año, delicado y precioso, deberá
favorecer la plena maduración del conocimiento entre el presbítero y su Obispo,
que, comenzada en el Seminario, debe convertirse en una auténtica relación de
hijo con su padre.
en lo que se refiere a la parte intelectual, este año no deberá ser tanto un
período de aprendizaje de nuevas materias, sino más bien de profunda
asimilación e interiorización de lo que ha sido estudiado en los cursos
institucionales. De este modo se favorecerá la formación de una mentalidad
capaz de valorar los particulares a la luz del plan de Dios.(241)
En este contexto, podrán oportunamente estructurarse lecciones y seminarios de
praxis de la confesión, de liturgia, de catequesis y de predicación, de derecho
canónico, de espiritualidad sacerdotal, laical y religiosa, de doctrina social,
de la comunicación y de sus medios, de conocimiento de las sectas o de las
nuevas formas de religión, etc.
En definitiva, la tarea de síntesis debe constituir el camino por el que
transcurre el año pastoral. Cada elemento debe corresponder al proyecto
fundamental de maduración de la vida espiritual.
El éxito del año pastoral está siempre condicionado por el empeño personal del
mismo interesado, que debe tender cada día a la santidad, en la continua
búsqueda de los medios de santificación, que lo han ayudado desde el seminario.
Existen algunos factores,
que pueden insinuar el desánimo en quien ejerce una actividad pastoral: el
peligro de la rutina; el cansancio físico debido al gran trabajo al que, hoy
especialmente, están sometidos los presbíteros a causa del empeño pastoral; el
mismo cansancio psicológico causado, a menudo, por la lucha continua contra la
incomprensión, los malentendidos, los prejuicios, el ir contra fuerzas
organizadas y poderosas, que tienden a dar la impresión que hoy el sacerdote
pertenece a una minoría culturalmente obsoleta.
No obstante las urgencias pastorales, es más, justamente para hacer frente a
éstas de modo adecuado, es conveniente que se concedan a los presbíteros
tiempos más o menos amplios ― de acuerdo con las reales posibilidades
― para poder estar por un tiempo más largo y más intenso con el Señor
Jesús, recobrando fuerza y ánimo para continuar el camino de santificación.
Para responder a esta particular exigencia, en muchas diócesis ya han sido
experimentadas, a menudo con resultados prometedores, diversas iniciativas.
Estas experiencias son válidas y pueden ser tomadas en consideración, no
obstante las dificultades, que se encuentran en algunas zonas donde mayormente
se sufre la carencia numérica de presbíteros.
Para este fin, podrían tener una función notable los monasterios, los
santuarios u otros lugares de espiritualidad, a ser posible fuera de los
grandes centros, dejando al presbítero libre de responsabilidades pastorales
directas.
En algunos casos podrá ser útil que estos períodos tengan una finalidad de
estudio o de actualización en las ciencias sagradas, sin olvidar, al mismo
tiempo, el fin de fortalecimiento espiritual y apostólico.
En todo caso, sea cuidadosamente evitado el peligro de considerar el período
sabático como un tiempo de vacaciones o de reivindicarlo como un derecho.
Es deseable, donde sea
posible, erigir una « Casa del Clero » que podría constituir lugar de encuentro
para tener los citados encuentros de formación, y de referencia para otras
muchas circunstancias. Tal casa debería ofrecer todas aquellas estructuras
organizativas, que puedan hacerla confortable y atrayente.
Allí donde aún no existiese y las necesidades lo sugirieran, es aconsejable
crear, a nivel nacional o regional, estructuras adaptadas para la recuperación
física, psíquica y espiritual de los sacerdotes con especiales necesidades.
85. Retiros y Ejercicios Espirituales
Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los Retiros y los
Ejercicios Espirituales son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada
formación permanente del clero. Ellos conservan hoy también toda su necesidad y
actualidad. Contra una praxis, que tiende a vaciar al hombre de todo lo que sea
interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios y a sí mismo haciendo un
reposo espiritual para sumergirse en la meditación y en la oración.
Por este motivo la legislación canónica establece que los clérigos: « están
llamados a participar de los retiros espirituales, según las disposiciones del
derecho particular ».(242) Los dos modos más usuales, que podrían ser
prescriptos por el Obispo en la propia diócesis son: el retiro espiritual de un
día ― de ser posible mensual ― y los Ejercicios Espirituales
anuales.
Es muy oportuno que el Obispo programe y organice los Retiros y los Ejercicios
Espirituales de modo que cada sacerdote tenga la posibilidad de elegirlos entre
los que normalmente se hacen, en la Diócesis o fuera de ella, dados por
sacerdotes ejemplares o por Institutos religiosos especialmente experimentados
por su mismo carisma en la formación espiritual, o en monasterios.
Además es aconsejable la organización de un retiro especial para los sacerdotes
ordenados en los últimos años, en el que tenga parte activa el mismo
Obispo.(243)
Durante tales encuentros, es importante que se traten temas espirituales, se
ofrezcan largos espacios de silencio y de oración y sean particularmente
cuidadas las celebraciones litúrgicas, el sacramento de la Penitencia, la adoración
eucarística, la dirección espiritual y los actos de veneración y culto a la
Virgen María.
Para conferir mayor importancia y eficacia a estos instrumentos de formación,
el Obispo podría nombrar en particular un sacerdote con la tarea de organizar
los tiempos y los modos de su desarrollo.
En todo caso, es necesario que los retiros y especialmente los Ejercicios
Espirituales anuales sean vividos como tiempos de oración y no como cursos de
actualización teológico-pastoral.
Aun reconociendo las
dificultades que la formación permanente suele encontrar, a causa sobre todo de
las numerosas y gravosas obligaciones a las que están sometidos los sacerdotes,
hay que decir que todas las dificultades son superables cuando se pone empeño
para dirigirla con responsabilidad.
Para mantenerse a la altura de las circunstancias y afrontar las exigencias del
urgente trabajo de evangelización, se hace necesaria ― entre otros
instrumentos ― una animada acción de gobierno pastoral dirigida a hacerse
cargo de los sacerdotes de modo muy particular. Es indispensable que los
Obispos exijan, con la fuerza del amor, que sus sacerdotes sigan generosamente
las legitimas disposiciones emanadas en esta materia.
La existencia de un « plan de formación permanente » significa que éste sea no
sólo concebido o programado, sino realizado. Por esto, es necesaria una clara
estructuración del trabajo, con objetivos, contenidos e instrumentos para
realizarlo.
El primer y principal
responsable de la propia formación permanente es el mismo presbítero. En
realidad, a cada sacerdote incumbe el deber de ser fiel al don de Dios y al
dinamismo de conversión cotidiana, que viene del mismo don.(244)
Tal deber deriva del hecho de que ninguno puede sustituir al propio presbítero
en el vigilar sobre sí mismo (cf 1 Tim 4, 16). Él, en efecto, por participar
del único sacerdocio de Cristo, está llamado a revelar y a actuar, según una
vocación suya, única e irrepetible, algún aspecto de la extraordinaria riqueza
de gracia, que ha recibido.
Por otra parte, las condiciones y situaciones de vida de cada sacerdote son
tales que, también desde un punto de vista meramente humano, exigen que él tome
parte personalmente en su propia formación, de manera que ponga en ejercicio
las propias capacidades y posibilidades.
Él, por tanto, participará activamente en los encuentros de formación, dando su
propia contribución en base a sus competencias y posibilidades concretas, y se
ocupará de proveerse y de leer libros y revistas, que sean de segura doctrina y
de experimentada utilidad para su vida espiritual y para un fructuoso desempeño
de su ministerio.
Entre las lecturas, el primer puesto debe ser ocupado por la Sagrada Escritura;
después por los escritos de los Padres, de los Maestros de espiritualidad
antiguos y modernos, y de los Documentos del Magisterio eclesiástico, los
cuales constituyen la fuente más autorizada y actualizada de la formación
permanente. Los presbíteros, por tanto, los estudiarán y profundizarán de modo
directo y personal para poderlos presentar adecuadamente a los fieles laicos.
En todos los aspectos de la
existencia sacerdotal emergerán los « particulares vínculos de caridad
apostólica, de ministerio y de fraternidad »,(245) en los cuales se funda la
ayuda recíproca, que se prestarán los presbíteros.(246) Es de desear que crezca
y se desarrolle la cooperación de todos los presbíteros en el cuidado de su
vida espiritual y humana, así como del servicio ministerial. La ayuda, que en
este campo se debe prestar a los sacerdotes, puede encontrar un sólido apoyo en
diversas Asociaciones sacerdotales, que tienden a formar una espiritualidad
verdaderamente diocesana. Se trata de Asociaciones que « teniendo estatutos aprobados
por la autoridad competente, estimulan a la santidad en el ejercicio del
ministerio y favorecen la unidad de los clérigos entre sí y con el propio
Obispo »(247)
Desde este punto de vista, hay que respetar con gran cuidado el derecho de cada
sacerdote diocesano a practicar la propia vida espiritual del modo que
considere más oportuno, siempre de acuerdo ― como es obvio ― con
las características de la propia vocación, así como con los vínculos, que de
ella derivan.
E1 trabajo, que estas Asociaciones, como también el de los Movimientos
aprobados, cumplen en favor de los sacerdotes, es tenido en gran consideración
por la Iglesia,(248)que lo reconoce como un signo de la vitalidad con que el
Espíritu Santo la renueva continuamente.
Por amplia y difícil que sea
la porción del Pueblo de Dios, que le ha sido confiada, el Obispo debe prestar
una atención del todo particular en lo que se refiere a la formación permanente
de sus presbíteros.(249)
Existe, en efecto, una relación especial entre éstos y el Obispo, debido al «
hecho que los presbíteros reciben a través de él su sacerdocio y comparten con
él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios »(250) Eso determina también que
el Obispo tenga responsabilidades específicas en el campo de la formación
sacerdotal.
Tales responsabilidades se expresan tanto en relación con cada uno de los
presbíteros ― para quienes la formación debe ser lo más personalizada
posible ―, como en relación con el conjunto de todos los que forman el
presbiterio diocesano. En este sentido, el Obispo cultivará con empeño la
comunicación y la comunión entre los presbíteros, teniendo cuidado, en
particular, de custodiar y promover la verdadera índole de la formación
permanente, educar sus conciencias acerca de su importancia y necesidad y,
finalmente, programarla y organizarla, estableciendo un plan de formación con
las estructuras necesarias y las personas adecuadas para llevarlo a cabo.(251)
Al ocuparse de la formación de sus sacerdotes, es necesario que el Obispo se
comprometa con la propia y personal formación permanente. La experiencia enseña
que, en la medida en que el Obispo está más convencido y empeñado en la propia
formación, tanto más sabrá estimular y sostener la de su presbiterio.
En esta delicada tarea, el Obispo ― si bien desempeña un papel
insustituible e indelegable sabrá pedir la colaboración del Consejo presbiteral
que, por su naturaleza y finalidad, parece el organismo idóneo para ayudarlo
especialmente en lo que se refiere, por ejemplo, a la elaboración del plan de
formación.
Todo Obispo, pues, se sentirá sostenido y ayudado en su tarea por sus demás
hermanos en el Episcopado, reunidos en Conferencia.(252)
Ninguna formación es posible
si no hay, además del sujeto que se debe formar, también el sujeto que forma,
el formador. La bondad y la eficacia de un plan de formación dependen en parte
de las estructuras pero, principalmente, de las personas de los formadores.
Es evidente que la responsabilidad del Obispo hacia esos formadores es
particularmente delicada e importante.
Es necesario, por tanto, que el mismo Obispo nombre un « grupo de formadores »
y que las personas sean elegidas entre aquellos sacerdotes altamente
cualificados y estimados por su preparación y madurez humana, espiritual,
cultural y pastoral. Los formadores, en efecto, deben ser ante todo hombres de
oración, docentes con marcado sentido sobrenatural, de profunda vida
espiritual, de conducta ejemplar, con adecuada experiencia en el ministerio
sacerdotal, capaces de conjugar ― como los Padres de la Iglesia y los
santos maestros de todos los tiempos ― las exigencias espirituales con
aquellas más propiamente humanas del sacerdote. Éstos pueden ser elegidos
también entre los miembros de los Seminarios, de los Centros o Instituciones
académicas aprobadas por la Autoridad eclesiástica, y también entre aquellos
Institutos cuyo carisma se refiere justamente a la vida y la espiritualidad
sacerdotal. En todo caso deben ser garantizadas la ortodoxia de la doctrina y la
fidelidad a la disciplina eclesiástica. Los formadores, además, deben ser
colaboradores de confianza del Obispo, que es siempre el responsable último de
la formación de sus más preciados colaboradores.
Es oportuno que se cree también un grupo de programación y de realización con
el fin de ayudar al Obispo a fijar los contenidos, que deben desarrollarse cada
año en cada uno de los ámbitos de la formación permanente; preparar los
elementos necesarios; predisponer los cursos, las sesiones, los encuentros y los
retiros; organizar oportunamente los calendarios, de modo que se prevean las
ausencias y las sustituciones de los presbíteros, etc. Para una buena
programación se puede también realizar la consulta de algún especialista en
temas particulares.
Mientras que es suficiente un solo grupo de formadores, sin embargo es posible
que existan ― si las necesidades lo requieren ― varios grupos de
programación y de realización.
En lo referente sobre todo a
los medios colectivos, la programación de los diferentes medios de formación
permanente y de sus contenidos concretos puede ser establecida de común acuerdo
entre varias Iglesias particulares, tanto a nivel nacional y regional ― a
través de las respectivas Conferencias de los Obispos ― como,
principalmente, entre Diócesis limítrofes o cercanas. Así, por ejemplo, se
podrían utilizar ― si se consideran adecuadas ― las estructuras
interdiocesanas, como las Facultades y los Institutos teológicos y pastorales,
y también los organismos o las federaciones empeñados en la formación
presbiteral. Tal unión de fuerzas, además de realizar una auténtica comunión
entre las Iglesias particulares, podría ofrecer a todos más cualificadas y
estimulantes posibilidades para la formación permanente.(253 )
Además, los Institutos de
estudio, de investigación y los Centros de espiritualidad, así como también los
Monasterios de observancia ejemplar y los Santuarios constituyen otros puntos
de referencia para la actualización teológica y pastoral, para lugares de
silencio, oración, confesión sacramental y dirección espiritual, saludable
reposo incluso físico, momentos de fraternidad sacerdotal. De este modo también
las familias religiosas podrían colaborar en la formación permanente y
contribuir a la renovación del clero exigida por la nueva evangelización del
Tercer Milenio.
Durante los primeros años
posteriores a la ordenación, se debería facilitar a los sacerdotes la
posibilidad de encontrar las condiciones de vida y ministerio, que les permitan
traducir en obras los ideales forjados durante el período de formación en el
seminario.(254) Estos primeros años, que constituyen una necesaria verificación
de la formación inicial después del delicado primer impacto con la realidad,
son los más decisivos para el futuro. Estos años requieren, pues, una armónica
maduración para hacer frente ― con fe y con fortaleza ― a los
momentos de dificultad. Con este fin, los jóvenes sacerdotes deberán tener la
posibilidad de una relación personal con el propio Obispo y con un sabio padre
espiritual; les serán facilitados tiempos de descanso, de meditación, de retiro
mensual.
Teniendo presente cuanto ya se ha dicho para el año pastoral, es necesario
organizar, en los primeros años de sacerdocio, encuentros anuales de formación
en los que se elaboren y profundicen adecuados temas teológicos, jurídicos,
espirituales y culturales, sesiones especiales dedicadas a problemas de moral,
de pastoral, de liturgia, etc. Tales encuentros pueden también ser ocasión para
renovar el permiso de confesar, según lo que está establecido por el Código de
Derecho Canónico y por el Obispo.(255) Sería útil también que a los jóvenes
presbíteros se facilitara la posibilidad de una convivencia familiar entre
ellos y con los más maduros, de modo que sea posible el intercambio de
experiencias, el conocimiento recíproco y también la delicada práctica evangélica
de la corrección fraterna.
Conviene, en definitiva, que el clero joven crezca en un ambiente espiritual de
auténtica fraternidad y delicadeza, que se manifiesta en la atención personal,
también en lo que respecta a la salud física y a los diversos aspectos
materiales de la vida.
Transcurrido
un cierto número de años de ministerio, los presbíteros adquieren una sólida
experiencia y el gran mérito de gastarse por completo por el crecimiento del
Reino de Dios en el trabajo cotidiano. Este grupo de sacerdotes constituye un
gran recurso espiritual y pastoral.
Ellos necesitan que les den ánimos, que los valoren con inteligencia y que les
sea posible profundizar en la formación en todas sus dimensiones, con el fin de
examinarse a sí mismos y a su propio actuar; reavivar las motivaciones del
sagrado ministerio; reflexionar sobre las metodologías pastorales a la luz de
lo que es esencial; sobre su comunión con el presbiterio; la amistad con el
propio Obispo; la superación de eventuales sentimientos de cansancio, de
frustración, de soledad; redescubrir, en definitiva, el manantial de la
espiritualidad sacerdotal.(256)
Por este motivo, es importante que estos presbíteros se beneficien de
especiales y profundas sesiones de formación en las cuales ― además de
los contenidos teológicos y pastorales ― se examinen todas las
dificultades psicológicas y afectivas, que pudieran nacer durante tal período.
Es aconsejable, por tanto, que en tales encuentros estén presentes no sólo el
Obispo, sino también aquellos expertos, que puedan dar una válida y segura
contribución para la solución de los problemas expuestos.
Los
presbíteros ancianos o de edad avanzada, a los cuales se debe otorgar
delicadamente todo signo de consideración, entran también ellos en el circuito
vital de la formación permanente, considerada quizás no tanto como un estudio
profundo o debate cultural, sino como «confirmación serena y segura de la
función, que todavía están llamados a desempeñar en el Presbiterio». ( 257)
Además de la formación organizada para los sacerdotes de edad madura, éstos
podrán convenientemente disfrutar de momentos, ambientes y encuentros
especialmente dirigidos a profundizar en el sentido contemplativo de la vida
sacerdotal; para redescubrir y gustar de la riqueza doctrinal de cuanto ha sido
ya estudiado; para sentirse ― como lo son ― útiles, pudiendo ser
valorados en formas adecuadas de verdadero y propio ministerio, sobre todo como
expertos confesores y directores espirituales. De modo particular, éstos podrán
compartir con los demás las propias experiencias, animar, acoger, escuchar y
dar serenidad a sus hermanos, estar disponibles cuando se les pida el servicio
de « convertirse ellos mismos en valiosos maestros y formadores de otros
sacerdotes ».(258)
Independientemente
de la edad, los presbíteros se pueden encontrar en « una situación de debilidad
física o de cansancio moral » (259) Éstos, ofreciendo sus sufrimientos,
contribuyen de modo eminente a la obra de la redención, dando « un testimonio
signado por la elección de la cruz acogida con la esperanza y la alegría
pascual ,».(260)
A esta categoría de presbíteros, la formación permanente debe ofrecer estímulos
para « continuar de modo sereno y fuerte su servicio a la Iglesia »,(261) Y
para ser signo elocuente de la primacía del ser sobre el obrar, de los
contenidos sobre las técnicas, de la gracia sobre la eficacia exterior. De este
modo, podrán vivir la experiencia de S. Pablo: « Me alegro en los
padecimientos, que sufro por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los
padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia » (Col 1, 2).
El Obispo y sus sacerdotes jamás deberán dejar de realizar visitas periódicas a
estos hermanos enfermos, que podrán ser informados, sobre todo, de los
acontecimientos de la diócesis, de modo que se sientan miembros vivos del
presbiterio y de la Iglesia universal, a la que edifican con sus sufrimientos.
De un particular y afectuoso cuidado deberán estar rodeados los presbíteros que
se aproximan a concluir su jornada terrena, gastada al servicio de Dios para la
salvación de sus hermanos.
Al continuo consuelo de la fe, a la pronta administración de los Sacramentos,
se seguirán los sufragios por parte de todo el presbiterio.
El
sacerdote puede experimentar a cualquier edad y en cualquier situación, el
sentido de la soledad.(262) Ésta, lejos de ser entendida como aislamiento
psicológico, puede ser del todo normal y consecuencia de vivir sinceramente el
Evangelio y constituir una preciosa dimensión de la propia vida. En algunos
casos, sin embargo, podría deberse a especiales dificultades, como
marginaciones, incomprensiones, desviaciones, abandonos, imprudencias, limitaciones
de carácter propias y de otros, calumnias, humillaciones, etc. De aquí se
podría derivar un agudo sentido de frustración que sería sumamente perjudicial.
Sin embargo, también estos momentos de dificultad se pueden convertir, con la
ayuda del Señor, en ocasiones privilegiadas para un crecimiento en el camino de
la santidad y del apostolado. En ellos, en efecto, el sacerdote puede descubrir
que « se trata de una soledad habitada por la presencia del Señor »,(263)
Obviamente esto no puede hacer olvidar la grave responsabilidad del Obispo y de
todo el presbiterio por evitar toda soledad producida por descuido de la
comunión sacerdotal.
No hay que olvidarse tampoco de aquellos hermanos, que han abandonado el
ministerio, con el fin de ofrecerles la ayuda necesaria, sobre todo con la
oración y la penitencia. La debida postura de caridad hacia ellos no debe
inducir jamás a considerar la posibilidad de confiarles tareas eclesiásticas,
que puedan crear confusión y desconcierto, sobre todo entre los fieles, a
propósito de su situación.
El Dueño de la mies, que llama y envía a los operarios, que deben trabajar en
su campo (cf Mt 9, 38), ha prometido con fidelidad eterna: « os daré pastores
según mi corazón » (Jer 3, 15). La esperanza de recibir abundantes y santas
vocaciones sacerdotales, ya constatable en varios países, así como la certeza
de que el Señor no permitirá que falte a Su Iglesia la luz necesaria para
afrontar la apasionante aventura de arrojar las redes al lago, están basadas
sobre la fidelidad divina, siempre viva y operante en la Iglesia.(264)
Al don de Dios, la Iglesia responde con acciones de gracias, fidelidad,
docilidad al Espíritu, y con una oración humilde e insistente.
Para realizar su misión apostólica, todo sacerdote llevará esculpidas en el
corazón las palabras del Señor: « Padre, yo te he glorificado en esta tierra,
pues he cumplido la obra, que Tú me has encargado: dar la vida eterna a los
hombres » (Jn 17, 2-4). Para ésto, el sacerdote gastará la propia vida por el bien
de sus hermanos, y vivirá así ― como un signo de caridad sobrenatural
― en la obediencia, en la castidad del celibato, en la sencillez de vida
y en el respeto a la disciplina y la comunión de la Iglesia.
En su obra evangelizadora, el presbítero trasciende el orden natural para
adherir « a las cosas que se refieren a Dios » (Hebr 5, 1). El sacerdote, pues,
está llamado a elevar al hombre generándolo a la vida divina y haciéndolo
crecer en la relación con Dios hasta llegar a la plenitud de Cristo. Ésta es la
razón por la que un sacerdote auténtico, movido por su fidelidad a Cristo y a
la Iglesia, constituye una fuerza incomparable de verdadero progreso para bien
del mundo entero.
« La nueva evangelización requiere nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes,
que se esfuerzan por vivir su ministerio como camino específico hacia la
santidad ».(265) ¡Las obras de Dios las hacen los hombres de Dios!
Como Cristo, el sacerdote debe presentarse al mundo como modelo de vida
sobrenatural: « os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como he
hecho Yo » (Jn 13, 15).
El testimonio dado con la vida es lo que eleva al presbítero; el testimonio es,
además, la más elocuente predicación. La misma disciplina eclesiástica, vivida
por auténticas motivaciones interiores, es una ayuda magnífica para vivir la
propia identidad, para fomentar la caridad y para dar ese auténtico testimonio
de vida sin el cual la preparación cultural o la programación más rigurosa
resultarían vanas ilusiones. De nada sirve el « hacer », si falta el « estar
con Cristo ».
Aquí está el horizonte de la identidad, de la vida, del ministerio, de la
formación permanente del sacerdote. Un deber de trabajo inmenso, abierto,
valiente, iluminado por la fe, sostenido por la esperanza, radicado en la
caridad.
En esta obra tan necesaria como urgente, nadie está solo. Es necesario que los
presbíteros sean ayudados por una acción de gobierno pastoral de los propios
Obispos, que sea ejemplar, vigorosa, llena de autoridad, realizada siempre en
perfecta y transparente comunión con la Sede Apostólica y apoyada por la
colaboración fraterna del entero presbiterio y de todo el Pueblo de Dios.
A María, Madre de la Esperanza, se confíe todo sacerdote. En Ella, « modelo del
amor materno, que debe animar a todos los que coadyuvan a la regeneración de
los hombres en la misión apostólica de la Iglesia »,(266) Los sacerdotes
encontrarán la ayuda, que les permitirá renovar sus vidas; la protección
constante de María hará brotar de sus vidas sacerdotales una fuerza evangelizadora
cada vez más intensa y renovada, a las puertas del tercer milenio de la
Redención.
Su Santidad el papa Juan Pablo II, el 31 de enero de 1994, ha aprobado el
presente Directorio y ha autorizado la publicación
JOSÉ T. Card. SÁNCHEZ
Prefecto
+ CRESCENZIO SEPE
Arzob. tit. de Grado
Secretario
A
MARIA SANTISIMA
Oh María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.
Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo para salvar a los pobres y contritos de
corazón:
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.
Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas
hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.
Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.
Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los sacerdotes. ¡Amén! (267)
(1) Entre los documentos más recientes, Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II,
Constitución dogmática sobre la iglesia Lumen gentium 28; Decreto sobre la
formación sacerdotal Optatam totius 22; Decreto sobre el oficio pastoral de los
Obispos en la Iglesia Christus Dominis 16; Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterum Ordinis; PABLO Vl, Carta Enc. Sacerdotalis
coelibatus (24 junio 1967): AAS 59 (1967), 657-697; S. CONGREGACIÓN PARA EL
CLERO, Carta circular lnter ea (4 noviembre 1969): AAS 62 (1970), 123-134;
SINODO DE LOS OBISPOS, Documento sobre el sacerdocio ministerial Ultimis
temporibus((30 noviembre 1971): AAS 63 (1971), 898-922; Codex Iuris Canonici
(25 enero 1983), can. 273-289; 232-264; 1008-1054; CONGREGACIÓN PARA LA
EDUCACIÓN CATÓLICA, Ratio fundamentalis InstitutionisSacerdotalis (19
marzo1985), 101; JUAN PABLO II, Cartas a los Sacerdotes con ocasión del Jueves
Santo; catequesis sobre los sacerdotes, en las Audiencias Generales del 31
marzo al 22 septiembre 1993.
(2) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992): AAS 84 (1992), 657-804.
(3)
Ibid., 18: o.c., 685.
(4)
CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.
(5) CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 1
(6). JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 11 O.C., 675.
(7) Ibid., 15: O.C., 680.
(8)
Ibid., 21: O.C., 688; cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis,
2; 12.
(9) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 12C:
O.C., 676.
(10) Ibid., 18: O.C., 685-686; Mensaje
de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990),III: «
L’Osservatore Romano » 29-30 de octubre de 1990.
(11) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 16;O.C., 682.
(12)
Cfr. ibid. 12: o.c., 675-677.
(13) Cfr. CONC.ECUM. TRIDENT., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis: DS
1763-1778;JUAN PABLO II Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 11 - 18:
o.c., 673-686; Catequesis en la Audiencia general del 31 marzo 1993: «
L’Osservatore Romano », 1 abril 1993.
(14)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, CONST. DOGM. Lumen gentium 18-31; Decr. Presbyterorum
Ordinis 2; C I.C can. 1008.
(15) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium,10, Decr.
Presbyterorum Ordinis 2.
(16) .Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. Apostolicam Actuositatem 3; JUAN PABLO
II, Ex. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 14: AAS 81
(1989), 409-413.
(17) Cfr. JUAN PABLOII, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 13-14:
o.c., 677-679; Catequesis en la Audiencia General del 31 marzo 1993: «
L’Ossetvatore Romano », 1· abril 1993.
(18) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 18:
o.c., 684-686.
(19) Cfr. ibid, 15 oc, 679-681.
(20)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 10; - Decr. Presbyterorum
Ordinis, 4.
(21) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5 ;Catecismo de
la Iglesia Católica, 1120.
(22) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6
(23) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 16:o.c;681.
(24)
cfr.ibid.
(25) ibid.,3: oc., 661
(26) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 28; Decr. Presbyterorum Ordinis 7;
Decr. Christus
Dominus, 28; Decr. Ad Gentes 19; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal
Pastores dabo vobis 17: o.c. 683.
(27) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 28; Pontificale Romanum
Ordinatio Episcoporum Presbyterorum et diaconorum cap. I, n. 51, Ed. typica altera,
1990, p. 26.
(28)
CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen
gentium 28.
(29) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap.post-sinodal Pastores dabo vobis, 16: O.C.,
681
(30) Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la Iglesia como
comunión Communiones notio (28 de mayo de 1992), 10: AAS 85 (1993), 844.
(31) Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, 23a: AAS 83 (1991),
269.
(32) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 10; cfr. JUAN
PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 32: o.c., 709-710.
(33) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis 7.
(34) Cfr. C.I.C., can. 266 § 1.
(35)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium 23; 26; S. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Nt. dir. Postquam
Apostoli (25 marzo 1980), 5; 14; 23: AAS 72 (1980) 346-347; 353-354; 360-361;
TERTULIANO, De praescriptione 20, 5-9: CCL 1, 201 -202.
(36) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II , Const. dogm. Lumen gentium 23 Decr.
Presbyterorum Ordinis 10; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo
vobis 32: o.c., 709-710; S. CONCREGACIÓN PARA EL CLERO, Nt. Direc. Postquam
Apostoli (25 marzo 1980): AAS 72 (1980) 343-364; CONGREGACIÓN PARA LA
EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de
las Iglesias dependientes de la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos ( 1· octubre 1989), 4; C.I.C., can. 271.
(37) Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS, Guía pastoral
para los sacerdotes Diocesanos de las Iglesias dependientes de la Congregación
para la Evangelización de los Pueblos ( 1· de octubre 1989); JUAN PABLO II,
Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 54.67: AAS 83 (1991),
301-302, 315-316
(38) Cfr. S. AGUSTíN, In lohannis Evangelium Tractatus 123, 5: CCL 36, 678.
(39) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 21: O.C.,
688-690; C.I.C., can. 274.
(40)
Cfr. C.l.C., can. 275 § 2; 529 § 1
(41) Cfr. ibid. can. 574 § 1.
(42)
Cfr. CONC. ECUM. TRIDENT. Sessio XXIII, De sacramento Ordinis, cap. 1 e 4, can.
3, 4, ó: DS 1763-1776; CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 10; S. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE
LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunas cuestiones
referentes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6 agosto
1983), 1: AAS 75 (1983), 1001.
(43)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, dogm. Lumen gentium 9.
(44) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 7.
(45)Cfr. CONCREGACIÓN PARA LA
EVANCELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de
las Iglesias dependientes de la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos ( 1· octubre 1989), 3.
(46) Cfr. S. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos de la
Iglesia Católica sobre algunas cuestiones con respecto al ministro de la
Eucaristía Sacerdotium ministeriale (ó de agosto de 1983), [I. 3, III. 2: MS 75
( 1983), 1001-1009; Catecismo de la Iglesia Católica 875.
(47)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. presbyterorum Ordinis 11.
(48) Cfr. JUAN PABLO II Discurso al
Episcopado de Suiza ( 15 de junio de 1984): Insegnamenti, VII/1 (1984), 1784
(49) Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Simposio
internacional sobre « El sacerdote hoy »: « L’Osservatore Romano », 29 mayo
1993; Discurso a los participantes del symposium internazionale « lus in vita
et in missione Ecclesiae », (23 de abril de 1993), en « L’Osservatore Romano »,
25 de abril de 1993.
(50) . JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 12: o.c.,
676; Cfr. Conc. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. lumen gentium, 1.
(51) Cfr. CONC.ECUM. VATICANO II Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(52) Cfr. S. AGUSTÍN, Sermo 46, 30: CCL 41 555-557.
(53) JUAN PABLO II, Ex. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 28: o.c., 701-702.
(54) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm Lumen gentium28; Decr. Presbyterorum
Ordinis 7; 15.
(55) Cfr C.I.C can. 331; 333 § 1.
(56)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm.Lumen gentium 22; Decr. Christus Dominus 4; C.l.C., can. 336.
(57) Cfr. CONGRECACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la Iglesia como
comunión Communionis notio (28 mayo 1992), 14: AAS 85 (1993), 847.
(58) Cfr. C.I.C. can. 902; S. CONGREGACIÓN PARA LOS SACRAMENTOS Y EL CULTO
DIVINO, Decr. part. Promulgato Codice ( 12 septiembre 1983), II, I, 153: Notitiae 19 (1983),
542.
(59) Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae III, q. 82, a. 2 ad 2; Sent. IV
d. 13, q. 1, a. 2, q. 2; CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium 41, 57; S. CONGREGACIÓN DE LOS
RITOS, Decreto general Eclesiae semper (7 marzo 1965): AAS 57 (1965), 410-412;
Instrucción Eucaristicum Mysterium (25 mayo 1965): AAS 57 (1967), 565-566.
(60) Cfr. S. CONGREGACIÓN DE LOS RITOS, Instrucción Eucaristicum Mysterium (25
mayo 1967), 47: AAS 59 (1967), 565-566.
(61)
Cfr. C:I.C. can. 273.
(62)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbiterorum
Ordinis 15; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 65; 79:
O.C., 770-772; 796-798.
(63) S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Ephesios, XX 1-2: « Si el Señor me revelara
que cada uno por su cuenta y todos juntos ( .. . ), vosotros estáis unidos de
corazón en una inquebrantable sumisión al Obispo y al presbíterio, dividiendo
el único pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para
vivir siempre en Jesucristo»: Patres Apostolici; ed. F.X. FUNK, II, 203-205.
(64) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 17: o.c.,
683; cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum ordinis, 8;
C.I.C, can. 275 § 1.
(65) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap.
post-sinodal Pastores dabo vobis,74; o.c., 790, CONGREGACION PARA LA
EVANGELIZACION DE LOS PUEBLOS, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de
las Iglesias independientes de la congregación para la Evangelizacion de los
Pueblos (1° octubre 1989),6
(66) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 369, 498,
499.
(67) Cfr. Pontificale Romanum, De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum el
Diaconorum, cap. II, nn. 105; 130, editio typica altera, 1990, pp. 54; 66-67;
CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8.
(68) Cfr. C.I.C., can. 265.
(69) Cfr. JUAN PABLO II, Discurso en la
Catedral de Quito a los Obispos, a los Sacerdotes y a los Seminaristas (29
enero 1985):Insegnamenti; VIII/1 (1985), 247-253.
(70) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 31: o.c.,
708.
(71)
Cfr. ibid., 17; 74: o.c., 683; 790.
(72) Cfr. C.I.C, can. 498 § 1, 2·.
(73) JUAN PABLO II,Ex.ap.post-sinodal
Pastores dabo vobis, 31:o.c.,708-709.
(74)
Cfr. ibid., 31; 41; 68: o.c. 708; 728-729; 775-777.
(75) Cfr. C.I.C., can. 271.
(76) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 74: o.c., 790.
(77) JUAN PABLO II, Catequesis en la
Audiencia General del 4 agosto 1993, n. 4: « L’Osservatore Romano », 5 agosto
1993.
(78)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 12-14.
(79) Cfr. ibid 8.
(80) Cfr. S. AGUSTÍN, Sermones 355, 356, De vita et moribus clericorum: PL
39,1568-1581.
(81) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm Lumen gentium 28c; Decr.
Presbiterorum ordinis 8; Decr. Christus Dominus 30a.
(82) Cfr. S. CONCREGACIÓN PARA LOS
OBISPOS, Directorio Eclesiae Imago (22 febrero 1973), n. 112; C.I.C., can. 280;
245 § 2; 550 § 1; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis
81: o.c., 799-800.
(83)
Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. Sacrosanstum Concilium 26; 99; Liturgia
Horarum, Instituto Generalis n. 25.
(84) Cfr. C.I.C, can. 278 § 2; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores
dabo vobis, 31; 68; 81: o.c., 708, 777- 799.
(85) Cfr. C.I.C, can. 550 § 2.
(86)
Cfr ibid., can. 545 § 1.
(87) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en
la Audiencia general del 7 julio 1993: « L’Osservatore Romano », 8 julio 1993;
CONC. ECUM.
VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15b.
(88) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 15: o.c.,
679-680.
(89) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9;
C.I.C., can. 275 § 2; 529 § 2.
(90) JUAN PABLO II, Ex. ap. post-sinodal
Pastores dabo vobis, 74:o.c., 788.
(91)
Cfr. Cl.C, can. 529 § 2.
(92) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 74:
o.c., 788; PABLO VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), Ill: MS 56
(1964), 647.
(93) Cfr. JUAN PABLO II,Catequesis en la
Audiencia General del 7 julio 1993: « L’Osservatore Romano », 8 julio 1993.
(94)
Cfr. C.I.C ., can. 529 § 1.
(95)
Cfr. Conc. ECUM .VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 11; C.I.C.,can 233 § 1.
(96) Cfr JUAN PABLO II , Ex. ap. post
sinodal Pastores dabo vobis, 74c:o.c.,789.
(97) Cfr. C.I.C., can 287§ 2 ;S. CONGREGACION PAR EL CLERO, Decr. Quidam
Episcopi (8 de marzo de 1982),AAS 74 (1982), 642-645.
(98) Cfr. CONGREGACION PARA LA EVANGELIZACION DE LOS PUEBLOS, Guía pastoral
para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias dependientes de la Congregación
para la Evangelización de los Pueblos, (1 octubre 1989), 9;S CONGREGACION PARA
EL CLERO, Decr.Quidam Episcopi (8 de marzo de 1982), AAS 74 (1982), 642-645.
(99) JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 28 julio 1993, n. 3:
« L’Osservatore Romano », 29 julio 1993; Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const.
past.Gaudim et Spes, 43; SINODO DE LOS OBISPOS, documento sobre al sacerdocio
ministerial Ultimis temporibus (30 noviembre 1971), II, I, 2b: AAS 63 (1971),
912-913; C.I.C. can. 285 5 3, 287 § l.
(100) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2442; cfr. C.I.C., can. 227.
(101) SINODO DE LOS OBISPOS, Documento sobre el sacerdocio ministerial Ultimis
temporibus (30 de noviembre de 1971), 11, I, 2b: AAS 63 (1971), 913.
(102) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 5:
o.c., 663-665.
(103) Cfr. JUAN PABLO II, Discurso inaugural a la IV Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano (Santo Domingo, 12-28 de octubre de 1992), n. 24:
AAS 85 (1993), 826
(104) Ibid, 1: o.c., 808-809.
(105)
Ibid., 25: o.c., 827.
(106) Cfr. ibid
(107) JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo ( 13 de abril de
1987), 10: AAS 79 (1987), 1292.
(108)
Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 1·.
(109)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; JUAN PABLO
II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 23; 26; 38; 46; 48: o.c.,
691-694; 697-700; 720-723; 738-740; 742-745; C.l.C, can. 246 5 1; 276 5 2, 2·.
(110) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; C.I.C,
can. 246 5 4; 276 5 2, 5; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores
dabo vobis, 26; 48: o.c., 697-700; 742-745.
(111) Cfr. CONC.ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C.,
can. 239; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 40,
50, 81: o.c. 724-726; 746-748; 799-800.
(112) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr.Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C, can.
246 § 2; 276 § 2, 3; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo
vobis, 26, 72: o.c. 697-700; 783-797.
(113) Cfr C.I.C, 1174 § 1.
(114) CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; JUAN PABLO II,
Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72: o.c.,
697-700; 718-723; 740-742; 748-750; 751-753;783 -787.
(115)
Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°.
(116)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4; 13; 18; JUAN
PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26; 47; 53; 70; 72:
o.c., 697-700; 740-742; 751-753; 778-782; 783-787.
(117) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C.,
can. 276 § 2, 4; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodalPastores dabo vobis,
80: o.c., 798-800.
(118) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C.,
can. 246 § 3; 276 § 2, 5; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post sinodal Pastores dabo
vobis, 36; 38; 45; 82: o.c., 715-718; 720-723; 736-738; 800-804.
(119) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18 JUAN PABLO
II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26, 37-38; 47; 51; 53; 72:
o.c., 697-700; 718-723; 740-742; 748-750; 751-753; 783-787.
(120) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. PresbyterorumOrdinis, 18c.
(121) JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes Novo incipiente con motivo del
Jueves Santo 1979, 8 abril 1979, 1: AAS 71 (1979), 394; Exhort. ap.
post-sinodal Pastores dabo vobis, 80: o.c., 798-799.
(122)
Cfr.POSIDONIO, Vita Sancti Aurelii Augustini, 31: PL 32, 63-66.
(123)
Cfr. Liturgia Horarum Institutio Generalis nn. 3-4.
(124) Cfr. Pontificale Romanum - De ordinatione Episcopi Presbyterorum et
Diaconorum cap. 11, n. 151, Ed. typica altera 1990, pp. 87-88.
(125) Cfr. CONC. ECUM . VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 18; SINODO DE
LOS OBISPOS, Documento sobre el sacerdocio ministerial; Ultimis temporibus (30
noviembre 1971), II, I, 3: AAS 63 (1971), 913-915; JUAN PABLO II, Exhort. ap.
post-sinodal Pastores dabo vobis 46-47: o.c., 738-742; Catequesis en la
Audiencia General; del 2 junio 1993, n. 3: « L’Osservatore Romano », 3 junio
1993.
(126) « Numquam enim minus solus sum, quam cum solus esse videor »: Epist. 33 (Maur. 49), 1: CSEL
82, 229.
(127) Cfr. CONC. ECUM . VATICANO I I, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14; JUAN PABLO II,
Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 23: O.C., 691-694.
(128)
Cfr. C.I.C., can. 279 § 1.
(129) Cfr.
CONC. ECUM. VATICANO I I, Const. Dei
Verbum, 5; Catecismo de la Iglesia Católica, 1-2, 142.
(130) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 150-152, 185-187.
(131) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la audiencia general, 21 abril 1993, ó:
« L’Osservatore Romano » 22 abril 1993.
(132)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 25.
(133) Cfr. C.I.C cc. 757, 762, 776.
(134)
Cfr. CONC.ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.
(135) Ibid; Cfr. JUAN PABLO II, EX. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis26:
o.c., 697-700.
(136) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la audiencia general, 21 abril 1993: «
L’Osservatore Romano », 22 abril 1993.
(137) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const.
Dogm. Dei Verbum 10; JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 21
abril de 1993: « L’Osservatore Romano », 22 abril de 1993.
(138)
Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 43, a. 5.
(139)
Cfr.C.I.C, Can. 769.
(140) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap.
Catechesi Tradendae, ( 16 octubre 1979), 18: AAS 71 (1979), 1291-1292.
(141) Cfr. C.I.C., Can. 768.
(142) Cfr. C.I.C., c. 776.
(143)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9.
(144) Cfr. ibid.,6.
(145) Cfr. C.I.C., c. 779.
(146) Cfr. JUAN PABLO 11, Const. apost. Fidei Depositum (
11 octubre 1992), 4.
(147) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en
la audiencia general, 12 mayo 1993, n. 3: « L’Osservatore Romano » 14 mayo
1993.
(148)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5.
(149) Ibid
(150) Cfr. ibid 5, 13; SAN JUSTINO, Apología I, 67: PG ó, 429-432; SAN ACUSTIN,
In lohannis Evangelium Tractatus, 26, 13-15: CCL 36, 266-268.
(151)
Cfr. C.I.C., can. 904.
(152)
Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 128.
(153)
Cfr. ibid. 122-124.
(154) Cfr. ibid. 112, 114, 116.
(155) Cfr. ibid. 120.
(156) Cfr. ibid. 30.
(157) Cfr. C.I.C, c. 899 § 3.
(158)
Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. Sacrosanstum Concilium, 22; C.I.C., c. 846 §
1.
(159) Cfr. C.I.C., can. 929; Missale
Romanum Institutio Generalis nn. 81 y 298; S. CONGRECACIÓN PARA EL CULTO
DIVINO, Instrucción Liturgicae Instaurationes (5 de septiembre de 1970), 8 c:
AAS 62 (1970), 701.
(160) JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 9 junio 1993, n 6,
« L’Osservatore Romano », 10 de junio de 1993; Cfr. Exhort. ap. post-sinodal
Pastores dabo vobis 48: o.c., 744; S. CONCRECACIÓN DE LOS RITOS, Instr.
Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967), 50: AAS 59 (1967), 539-573; Catecismo
de la Iglesia Católica 1418.
(161) JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 2 junio 1993, n. 5;
« L’Ossetvatore Romano », 3 junio 1993; Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const.
Sacrosanctum Concilium 99-100.
(162) Cfr. CONC.ECUM. TRIDENT., ses. VI, de iustificatione, c. 14; se. XIV, de
poenitentia, c. 1, 2, 5-7, can. 10; ses. XXIII, de ordine, c. 1: DS 1542-1543;
1668-1672; 1679-1688; CONC.ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2, 5;
C.I.C., can. 965.
(163) Cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica, 1443-1445.
(164) Cfr. C.I.C., can. 966 § 1; 978 § 1; 981; JUAN PABLO II, Discurso a la
Penitenciaría Apostólica (27 de marzo de 1993): L’Osservatore Romano, 28 marzo
1993.
(165)
Cfr. C.I.C., can. 986.
(166) Cfr. ibid, can. 960; JUAN PABLO
II, Carta enc. Redemptor hominis, 20: AAS 71 (1979) 309-316.
(167) Cfr. C.I.C., can. 961-963; PABLO VI, Alocución (20 marzo 1978), AAS 70
(1978), 328-332; JUAN PABLO II, Alocución (30 enero 1981): AAS 73 (1981),
201-204; Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et Poenitentia (2 diciembre
1984), 33: AAS 77 (1985), 269-271.
(168)
Cfr. C.I.C., can. 978 § 1; 981.
(169) Cfr. ibid., can. 964
(170) Cfr. ibid., can. 276 5 2, 5; CONC. ECUM. VATICANO II, Decr.
Presbyterorum Ordinis 18b
(171) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Reconciliato et Poenitentia, (2
diciembre 1984), 31: AAS 77 (1985), 266, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo
vobis, 26: o.c., 699.
(172) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et Poenitentia
(2 diciembre 1984), 32: AAS 77 (1985), 267-269.
(173) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 22-23: O.C.,
690-694; Cfr. Carta ap. Mulieris dignitatem ( 15 agosto 1988) 26: AAS 80(1988),
1715-1716.
(174) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr.
Presbyterorum Ordinis, 6; C.I.C., can. 529 § 1.
(175) S. JUAN CRISÓSTOMO, De sacerdote, III, ó: PG, 48,643-644:« El nacimiento
espiritual de las almas es privilegio de los sacerdotes: ellos las hacen nacer
a la vida de la gracia por medio del bautismo por medio de ellos, nos
revestimos de Cristo, somos sepultados con el Hijo de Dios y llegamos a ser
miembros de aquella santa Cabeza (cfr. Rom 6, 1; Gal 3,27). Por lo tanto,
nosotros debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y
venerarlos más que a nuestros padres. Éstos últimos nos han engendrado por
medio de la sangre y de la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13);los sacerdotes
en cambio, nos hacen nacer como hijos de Dios, pues son los instrumentos de
nuestra bienaventurada regeneración, de nuestra libertad y de nuestra adopción
en el orden de la gracia ».
(176) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 29:
O.C.,704. Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II,Decr. Presbyterorum Ordinis, 16;PABLO VI,
Carta Enc. Sacerdotalis coelibatus (24 de junio de 1967),14: AAS 59 (1967),662;
C.I.C, can. 277 §
(177) Cfr. JUAN PABLO II Carta Enc. Veritatis splendor ( 6 agosto 1993) 22b-c: AAS
85 (1993), 1151.
(178) Cfr CONC.ECUM.VATICANO II, Decr.
Optatam totius 10; C.I.C., can. 247 §1; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN
CATÓLICA, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 marzo 1985), 48;
Orientaciones educativas para la formación en el celibato sacerdotal (11 de
abril de 1974), n. 16.
(179) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 16; JUAN PABLO
II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo Novo incipiente (8 de abril de
1979), 8: AAS 71 (1979) 405-409, Ex. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 29:
o.c., 703-705; C.I C., can. 277 § 1.
(180) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr Presbyterorum Ordinis16a; PABLO VI,
Carta Enc. Sacerdotalis coelibatus (24 junio 1967), 14: AAS 59 (1967), 662
(181) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 16c,
C.I.C., can. 1036, 1037.
(182) Cfr. Pontificale Romanum - De ordinatione Episcopi Presbyterorum et
Diaconorum cap. III, n. 228, Ed. tvpica altera, 1990, p. 134 JUAN PABLO II,
Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo 1979 novo incipiente(8 abril 1979),
9: AAS 71 (1979), 409-411.
(183) Cfr. SINODO DE LOS OBISPOS, Documento Ultimus temporibus (30 noviembre
1971),11, I, 4c: AAS 63 (1971), 916-917
(184) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16b.
(185) Cfr. ibid.
(186) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 29:
o.c., 703-705.
(187) S. CONGRECACIÓN PARA LA EDUCACIÓN
CATÓLICA, Orientaciones educativas para la formación en el celibato sacerdotal
( 11 abril 1974), n. 16.
(188) Para la interpretación de estos textos, Cfr. CONC.DE ELVIRA, (a. 300-305)
can. 27; 33: BRUNS HERM. Canones Apostolorum et Conciliorum saec. IV-VII, II,
5-6; CONC. DE NEOCESAREA (a. 314), can. 1: Pont.Commissio ad redigendum C.I.C
Orientalis, IX, ½, 74-82; CONC. ECUM. NICENO l(a. 325), can. 3: Conc. Oecum.
Decr., ó; SINODO ROMANO (a. 386):Concilia Africae a. 345-325, CCL 149, (in
Conc. de Telepte), 58-63; CONC. DE CARTAGO (a. 390): ibid., 13; 133 ss.; CONC. TRULLANO (a. 691), can.
3, 6, 12, 13, 26, 30, 48: Pont. Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX,
I/1, 125-186; SIRICIO, decretal Directa (a. 386): PL 13, 1131-1147; INOCENCIO
I, carta Dominus inter (a. 405): BRUNS Cit. 274-277. S. LEÓN MANO, carta a
Rusticus (a. 456): PL 54, 1191; EUSEBIO DA CESAREA, Demonstratio Evangelica, 1,
9: PG 22, 82 (78-83); EPIFANIO DE SALAMINA, Panarion, PG 41, 868, 1024;
Expositio Fidei, PG 42, 822-826.
(189) Cfr. JUAN PABLO II, Carta a todos
los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo 1993 (8 abril 1993):
AAS 85 (1993) 880-883; para posteriores profundizaciones, Cfr. Solo per amore
riflessioniSul celibato sacerdotale a cargo de la Congregación para el Clero,
Ed. Paoline,
1993; Identita e missione del Sacerdote, a cargo di G. PITTAU-C.SEPE, Ed. Città Nuova 1994
(190) S. JUAN CRISOSTOMO, De Sacerdotio VI 2: PG 48, 679: « El alma del
sacerdote debe ser más pura que los rayos del sol, para que el Espíritu Santo
no lo abandone y para que pueda decir: Ya no soy yo el que vive sino que es
Cristo quien vive enmí (Gal 2, 20). Si los anacoretas del desierto, alejados de
la ciudad y de los encuentros públicos y de todo ruido propio de esos lugares,
gozando plenamente del puerto y de la bonanza, no se confían en la seguridad
propia de la vida, sino que agregan multitud de otros cuidados, creciendo en
virtudes y cuidando de hacer y decir las cosas con diligencia, para poder
presentarse en la presencia de Dios con confianza e intacta pureza, en todo lo
que resulta a las facultades humanas; ¿qué fuerza y violencia te parece que
serán necesarias al sacerdote, para sustraer su alma de toda mancha y conservar
intacta la belleza espiritual? Él ciertamente necesita una mayor pureza que los
monjes. Y, sin embargo, justamente él, que necesita más, está expuesto a
mayores ocasiones inevitables, en las cuales puede resultar contaminado si, con
asidua sobriedad y vigilancia , no hace que su alma sea inaccesible a esas
insidias »
(191) Cfr. C.I C., can 277 §
2
(192) Cfr. Ibid. can. 277 § 3.
(193) Cfr. CONC. ECUM.VATICANO II, DECR. Presbyterorum Ordinis 16c.
(194) PABLO VI , Carta Enc . Sacerdotalis coelibatus ( 24 junio 1967 ) , 79-8
1: AAS 59 (1967) 688-689; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo
vobis 29: o.c., 703-705.
(195)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 15c; JUAN PABLO II,
Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis ,27: o.c., 700-701.
(196) Cfr. JUAN PABLO II, Carta Enc. Veritatis splendor
( 6 agosto 1993 ), 31; 32; 106: AAS. 85 (1993), 1159-1160; 1216.
(197)
Cfr. C.I.C., can. 274 §2.
(198) Cfr C.I.C., can. 273.
(199)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 23a.
(200)
Cfr. ibid., 27a, C.I.C, can. 381§ 1.
(201)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Christus Dominus 2a; Const.
dogm. Lumen gentium 22b; C.I.C., can. 333 §1.
(202) Cfr. JUAN PABLO II, Const. ap. Sacrae disciplanae leges (25 enero 1983):
AAS 75 (1983) Pars II, XIII; Discurso a los participantes del Symposium
Internationale « IUS in vita et in missione Ecclesiae » (23 abril 1993), en «
L’Osservatore Romano », 25 abril 1993.
(203) Cfr. JUAN PABLOII, Const. Ap.
Sacrae disciplinae leges (25 enero 1983): AAS 75 (1983) Pars II, XIII.
(204) Cfr. C.I.C., can. 392.
(205)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum ConciIium, 7.
(206) Cfr. ibid. 10.
(207)
C.I.C., can. 838.
(208)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum ConciIium, 22.
(209) Cfr. C.I.C., can. 846 § 1.
(210) Cfr. S. CONCREGACIÓN PARA EL
CLERO, Carta circular Omnis Christifideles (25 enero 1973), 9.
(211) Cfr. JUAN PABLO II, Carta al Card. Vicario deRoma (8 septiembre 1982): «
L’Osservatore Romano », 18-19 octubre 1982.
(212) Cfr. PABLO VI, Alocuciones al clero ( 17 febrero 1969; 17 febrero 1972;
10 febrero 1978): AAS 61 (1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; JUAN
PABLO II, Carta a todos los sacerdotes en ocasión del Jueves Santo de 1979 novo
incipiente (7 abril 1979), 7: AAS 71, 403-405; Alocuciones al clero (9
noviembre 1978; 19 abril 1979): Insegnamenti, I (1978), 116, II (1979), 929.
(213)
C.I.C., can. 284.
(214) Cfr. PABLO VI , Motu Proprio
Ecclesiae Sanctae, I 25 §2d: AAS 58 (1966), 770; S. CONCRECACIÓN PARA LOS
OBISPOS, Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire
incontro (27 enero 1976); S. CONCRECACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Carta
circular The document (6 enero 1980): « L’Osservatore Romano » supl., 12 de
abril de 1980.
(215) Cfr. PABLO VI, Catequesis en la Audiencia general del 17 de septiembre de
1969; Alocución al clero (1 marzo 1973): Insegnamenti VII (1969), 1065; XI
(1973),176.
(216)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II , Decr. Presbyterorum
Ordinis 17 a.d; 20-21.
(217) Cfr.ibid., 17 a.c.; JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia general del
21 de julio de 1993, n. 3: « L’Osservatore Romano », 22 julio 1993.
(218) Cfr. C.I.C., can. 286 Y 1392.
(219) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 17 d.
(220) Cfr. ibid. 17c; C.I.C., can. 282, 222 § 2, 529 § 1.
(221) Cfr. C.I.C., can. 282 § 1.
(222)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr.Presbyterorum Ordinis17 d.
(223) Cfr.ibid. 17 e.
(224) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 30 junio 1993:
« L’Osservatore Romano », 30 junio - 1 julio 1993.
(225)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis; 18b.
(226) Cfr. JUAN PABLO II, Ex. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 70: o.c.,
778-782.
(227) Cfr. ibid.
(228) Cfr. ibid., 79: o.c., 797.
(229)
Cfr. C.I.C, can. 279.
(230) Cfr. JUAN PABLO II, Ex. ap.
post-sinodal Pastores dabo vobis, 76: o.c., 793-794.
(231)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum
Ordinis 3 .
(232) Cfr. ibid. 19; Decr. Optatam totius 22; C.I.C can. 279 § 2; CONGREGACION
PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA , Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (
19 marzo 1985),101.
(233)
C.I.C, can. 279 § 3.
(234) Cfr. JUAN PABLO II, Enc.
Centesimus annus (1 mayo 1991), 57: AAS 83 (1991), 862-863.
(235) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 79:o.c., 797.
(236)
Cfr. ibid.
(237) Cfr. ibid.
(238) Cfr. ibid.
(239) Cfr. ibid.; CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Optatam totius 22; Decr. Presbyterorum Ordinis l9c.
(240) Cfr. PABLO VI, Motu Proprio Ecclesiae Sanctae (6 de agosto de 1966), I,
7: AAS 58 (1966), 761; S. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Carta circular a los
Presidentes de las Conferencias Episcopales Inter ea (4 noviembre 1969), 16:
AAS 62 (1970), 130-131; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Ratio
Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 marzo 1985), 63; 101; C.I.C., can.
1032 § 2
(241) Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Ratio Fundamentalis
Institutionis Sacerdotalis ( 19 marzo 1985), 63.
(242)
C.I.C., can. 276 § 2, 4; Cfr. can. 533 § 2; 550 § 3.
(243) Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA
EDUCACIÓN CATÓLICA,Ratio Fundamentalis institutionis Sacerdotalis(19 marzo
1985), 101.
(244) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 70:o.c.,
778-782.
(245) CON. ECUM. VATICANO. II, Decr. Presbyterorum Ordinis,8
(246) Cfr. ibid.
(247) C.I.C., can. 278 §.2 Cfr. CON. ECUM VATICANO II, Presbyterorum Ordinis,8
(248) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 8;C.I.C, can. 278
5 2; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 81: o.c.
799-800
(249) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO.II, Decr. Christus Dominus 16 d.
(250) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 79:o.c., 797.
(251)
Cfr. ibid. : o.c. 797-798.
(252)
Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Optatam
totius 22; CONCREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLI CA , Ratio Fundamentalis
Institutionis Sacerdotalis ( 19 marzo 1985), 101.
(253) JUAN PABLO II, Exhort. Ap. Post-Sinodal Pastores dabo vobis, 79:o.c.
796-798.
(254) Cfr ibid, 76: O.C., 793-794
(255) Cfr C.I.C, Can. 970; 972.
(256) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 77: O.C., 794-795.
(257)
Ibid: o.c., 794.
(258) Ibid.
(259) Ibid.
(260) Ibid, 41: O.C. 727.
(261) Ibid., 77: O.C. 794.
(262) Cfr. ibid., 74; o.c., 794.
(263) Ibid.
(264) Cfr. ibid., 82: o.c., 800.
(265) Ibid., 82 O.C, 801.
(266)
CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 65.
(267) JUAN PABLO II, Ex. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 82: O.C.,
803-804.
Volver al Inicio del Documento