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Jutta Burgraff 
doctora en Pedagogía y 
doctora en Sagrada Teología
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Contenidos
1. Introducción
2. Valor del matrimonio
3. Amor a Cristo
4. Por el Reino de los Cielos
5. Dificultades
6. La lucha es imprescindible
7. El amor divino y el amor humano
8. Conclusión

 

 

1. Introducción

También actualmente hay quienes encuentran su felicidad en el celibato cristiano. A pesar de la ola de sensualidad y egoísmo con que nos inundan los medios de comunicación. Pese a todas las advertencias freudianas y a todas las publicaciones acerca del comportamiento sexual escandaloso, tanto dentro, como fuera de la Iglesia. Los miles de personas que actualmente viven el celibato según el ideal evangélico, son interiormente libres e independientes y aman con un amor fuerte, valiente y rebelde.

Adelantando un poco lo que pienso: estoy convencida de que el celibato se puede vivir también en el tercer milenio. Mientras más sea la insistencia con que se hace de él un tabú, mientras más se le ridiculiza, mientras más grotescamente se le desfigura y deforma, más urgente me parece hablar de él y reconocer el lugar que tiene dentro del cristianismo. Es lo que intento a continuación. Me propongo exponer, a grandes rasgos, cuál es el profundo sentido que, para los hombres y las mujeres de hoy, tiene el celibato voluntario.

2. Valor del matrimonio

Antes que nada, hay que dejar en claro que el celibato y el matrimonio no son una especie de contrarios, de antónimos, no se oponen. Para la gran mayoría de las personas, el matrimonio es la forma de vida más conveniente y adecuada y la que los conduce a la felicidad, a pesar de todas las dificultades que puedan surgir. En el matrimonio, se vive el amor humano, la disposición de darse a los demás. En la unión conyugal, la entrega personal a la pareja, alcanza una forma muy profunda e íntima. Esta unión comprende, por su esencia, tanto la dimensión física, como la dimensión espiritual del ser humano. Lo fundamental del matrimonio consiste en darse al otro con una reciprocidad sin reservas, con un amor personal e íntegro. Consiste en vivir y convivir con el otro; en la existencia común, que es tarea y responsabilidad compartida. Mediante la promesa matrimonial, un hombre y una mujer se deciden el uno por el otro. La promesa de dos cristianos ante Dios los une no sólo a su pareja, sino que en cierta forma a través de él o de ella, se unen al mismo tiempo a Jesucristo. No se entrega uno recíprocamente, se entrega también a Cristo a través del otro, de la otra. Los cónyuges no sólo viven para el otro. En realidad, viven juntos para Cristo; en su amor conyugal, aman también a Cristo. Mientras más unidos estén entre ellos, más se unirán a El. Su unión es un sacramento, una de las siete fuentes misteriosas de la participación en la vida divina.

Así, el matrimonio es un camino hacia Dios. Por esta razón, en la auténtica tradición de la Iglesia, la importancia dada al celibato no se ha entendido nunca como una disminución o rebaja del matrimonio. Tampoco podemos aceptar el maniqueísmo, que ve en lo corpóreo y en la procreación algo malo.[ 1] ¡El hombre incapaz de sentir no ha sido nunca un ideal cristiano! Quien no es capaz de tener pasión, deseos y sentimientos padece una deficiencia, pues carece de esta capacidad fundamental de la naturaleza humana. ¡El celibato nada tiene que ver con eso! En el celibato, se "renuncia" voluntariamente a algo que, de acuerdo a la voluntad del Creador, conduce al matrimonio.[ 2] Ese algo es la necesidad de darse completamente a otra persona, que es muchísimo más profundo que la mera tendencia sexual. Tal vez, en vez de "renuncia", deberíamos hablar de sacrificio. Al renunciar al matrimonio, la persona que se decide por el celibato, ofrece a Dios un sacrificio muy concreto y personal; en ningún caso desprecia el matrimonio. Por el contrario, en todas las religiones, se acostumbra a sacrificar no lo peor o malogrado —eso sería una verdadera ofensa a la divinidad—, sino lo más preciado.

Así como el hombre es capaz de escoger el matrimonio, también tiene la capacidad de renunciar a él. De esta manera, la vida célibe no representa solamente un estado, sino que constituye un valor en sí. El celibato es "otra" posibilidad, "otro" camino a través del cual, el hombre y la mujer pueden llegar a la plenitud.

3. Amor a Cristo

No obstante, el celibato no puede ser definido únicamente de un modo negativo. Si lo miramos tan sólo como una renuncia o negación, tendremos una percepción equivalente a la de aquél que, estando frente a un jardín, sólo ve la reja que lo cierra o de quien, al hablar del tenis, sólo piensa en el dolor muscular que este deporte puede causar. ¡Si actuáramos así, no habríamos comprendido nada de la belleza y de la grandeza del celibato cristiano! Quien lo escoge, no se decide por una existencia fría y cruda. Por el contrario, elige una comunidad de amor especial: una vida con Cristo y con su Iglesia; él (o ella) demuestra que puede dirigir todo su amor a Dios. Por supuesto, renuncia a una determinada forma de realización del amor humano; pero renuncia por un amor más grande. ¡El valor de nuestro amor y de nuestro esfuerzo depende, sobre todo, de a quién amemos y por quién efectuamos ese esfuerzo! Y, en este caso, es el mismo Dios el objeto inmediato de todo nuestro amor y nuestro esfuerzo. San Agustín advierte a las mujeres consagradas: "Si vosotras les debierais un gran amor a vuestros maridos, ¿cuánto más amor debéis a Aquél por quien no tenéis marido?"[ 3] El teólogo José Arquer señala: "Para ser lo que debe ser, (el celibato cristiano) tiene que ser vida en común con Dios, entrega consciente a Dios. Hacia afuera, parece una renuncia; en sí mismo, es íntima oración incesante"[ 4].

Como sabemos, el matrimonio se funda también en el misterio de la alianza de Cristo con su Iglesia. Pero no es el mismo esa relación, sino que sólo la representa. Mediante la decisión de vivir el celibato, el hombre y la mujer se encuentran en cierta forma incorporados en el misterio de esa relación esponsal[ 5]. El mysterium caritatis que, en el matrimonio está sólo insinuado, se encaja directamente en su vida y permite su plenitud a un nivel muy superior al natural. El hombre y la mujer viven una entrega total a un Tú, una relación directa entre Tú y yo, no a través de otra persona humana. Como personas, se unen al Cristo vivo y presente, en una relación directa e inmediata sólo con Dios. El Papa Juan Pablo II lo señala con claridad: "Dejarlo todo y seguir a Cristo (…) no puede compararse con el simple quedarse soltero o célibe, pues la virginidad no se limita únicamente al "no", sino que contiene un profundo "sí" en el orden esponsal: el entregarse por amor, de un modo total e indiviso"[ 6]. Quien vive el celibato, lo hace porque ha descubierto que Dios le ha querido por sí mismo y él (o ella) responde a ese amor divino con todas las energías del alma y del cuerpo. "La persona que se sabe tan amada por Dios, se entrega sólo a El"[ 7]. Su seguimiento de Cristo es radical. El celibato cristiano no tiene nada que ver con la mera soltería, tal vez involuntaria y que es llevada como un lastre, así como la virtud cristiana de la pobreza, tampoco tiene nada que ver con la miseria real, dolorosa e involuntaria.

En algunos ambientes, se considera moderno considerar tales pensamientos como una extravagancia idealista. Sin embargo, ello no nos puede paralizar. Debemos tener presente que, al inicio de la "explosión apostólica" que tuvo lugar en los primeros siglos del Cristianismo, era natural que muchas personas escogieran el celibato[ 8]. En la joven Iglesia, el celibato era considerado como un luminoso testimonio de fe, comparable al martirio. En aquel entonces, se veía en él una expresión del amor a Cristo, de la vitalidad del Pueblo de Dios.

4. Por el Reino de los Cielos

Con frecuencia, el celibato es considerado como una "soltería por el reino de los cielos". Esto significa algo así como: quien se decide por el amor de Dios manifiesta así el Reino de Dios. En su existencia física, toma anticipadamente lo que a todos los hombres les será otorgado en la Resurrección futura[ 9], ya que, luego de la Resurrección, "no se casarán y serán como ángeles del cielo"[ 10]. De esta manera, se hace "testigo profético, en el tiempo, de ese mundo futuro donde habita la justicia"[ 11].

Un cristiano vive con la mirada hacia el futuro, se orienta hacia un porvenir que no puede ser mejor, hacia el cielo. El cielo es la plenitud del bien, que el hombre ahora en su vida sobre la tierra y del cual aquí sólo puede participar. Es, por así decirlo, la plenitud de la recompensa divina[ 12]. "Por esta razón—explica un teólogo—, el gusto por la felicidad, el confiado optimismo, la alegría frente a la magnanimidad (…) no pertenecen además al cristianismo, sino que determinan totalmente la realidad cristiana, como la perspectiva y orientación hacia adelante, como la aurora de un día muy esperado"[ 13]. El cristiano no tiene ningún motivo para estar abatido, triste o desanimado, para conformarse con el status quo, para aceptar las cosas tal "como están" y no tener ninguna esperanza.

No obstante, quien se decide por el celibato no sólo pone de manifiesto un mundo futuro, sino que más que nada, da testimonio de que el futuro ya ha comenzado hoy y aquí. Esperar, en sentido cristiano no significa que uno se dirija hacia algo que podría ocurrir, sino que señala más bien algo que desea vivamente y que, en cierto sentido, ya se posee de un modo imperfecto y provisorio. De acuerdo a un conocido principio teológico, la presencia de Dios, de la cual vive quien tiene esperanza, es ya "el comienzo de la gloria"[ 14]. De tal manera que, para un cristiano, la vida eterna está, en la tierra, misteriosamente presente. ¡Dios nos ha prometido la felicidad, que comienza en esta vida! El amor de Dios no sólo es deseado y esperado, sino que se experimenta aquí. Los novísimos arrojan luces y sombras. Depende de nosotros descubrir, paulatinamente esas luces. Sólo cuando las hayamos descubierto todas, nuestro deseo de felicidad se encontrará completamente satisfecho.

El celibato "por el Reino de los Cielos" nos da un sabor anticipado de la felicidad eterna, pues comprende la dimensión más profunda y existencial de la humanidad y nos permite percibir algo de la vida en plenitud que nos quiere dar Cristo. Sin duda, es una forma de vivir que, tal como el matrimonio, conduce a una madurez afectiva de la persona. Entonces, ¿quién puede renunciar al amor matrimonial? ¿Quién puede suponer que no necesita el apoyo de una pareja? Ciertamente, sólo aquél a quien Cristo invita y llama personalmente. El celibato voluntario es una vocación cristiana, que no se puede "ganar". Sólo Dios puede regalarla, en una demostración de su amor libre, generoso y magnánimo. No obstante, todo cristiano debería estar dispuesto a aceptar este regalo, este don. Si una persona escucha la llamada de Dios, debe tener la audacia de abandonar la posición que se ha forjado, la vida que ha planeado, para entregarse del todo a la Divina Providencia. "Al detenerse, si se oye su llamada, en medio de todas las obligaciones y los deberes más apremiantes, al dejar de lado todo, da lo mismo lo que se haya tenido entre manos, para dedicarle a El una mirada…, ese es un acto de amor de adoración sin límites"[ 15].

Cuando un ser humano se sabe amado por Dios, cuando acepta la gracia del celibato cristiano y actúa en consecuencia, experimenta cada vez más claramente que el celibato, más que una renuncia, es un regalo, más que indigencia, es riqueza. Entonces entiende que es enteramente comprendido y protegido por Dios, en quien puede confiar y contarle todo lo que le sucede. Sí, una vida con Cristo es la felicidad más grande que se puede desear. Un benedictino alemán señala: "¿Dónde me siento a gusto? ¿Allí donde me he establecido? ¿Allí donde hay seres queridos, con los que puedo platicar? ¿O me siento a gusto con Dios? Viviré bien el celibato si me siento feliz con Dios"[ 16].

5. Dificultades

Tal "como todas las decisiones radicales y definitivas, que abraza la existencia total del hombre, el celibato es un vínculo de amor arduo y difícil"[ 17]. No podemos ignorar ingenuamente las exigencias del celibato frente a la tendencia natural del ser humano. Por el contrario, para que la entrega a Dios conduzca a una vida plena y feliz, es absolutamente necesario aceptar, con realismo, la existencia de posibles dificultades y encararlas.

La renuncia por amor a Dios, a la extraordinaria comunidad de amor que es el matrimonio, significa renunciar a una profunda fuente de felicidad y también a una ayuda natural recíproca, en el camino de la unión con Dios. El auténtico amor a una persona (en el plano natural) es el medio más eficaz para vencer el egoísmo y las pasiones desordenadas. Este amor hace al corazón suave, blando y comprensivo, enseña a ser generoso y capaz de comprender. Cuando se renuncia a un amor humano, puede sentirse uno rechazado, y dentro del corazón puede haber un vacío, con el cual nos debemos enfrentar seriamente. Este vacío sólo puede llenarse si se acepta el celibato como una oportunidad para vivir muy enamorados de Cristo. ¡Si Cristo llena el corazón, vencemos radicalmente la soledad! Pero si esto no ocurre, la persona puede convertirse en estrafalaria, amargada, puede enfriarse su corazón y volverse agrio su carácter. También puede suceder que se ahogue en un vaso de agua por cualquier pequeñez y llene el vacío del corazón con ambiciones mezquinas, por ej. el celo por dominar a los demás, o esforzarse por tener éxito a toda costa, por ganar dinero y lograr el aplauso de los demás. Esto es algo que muchas veces da pie a las críticas de quienes observan el celibato "desde fuera" (son los llamados "observadores imparciales"). El celibato se hace incomprensible tan pronto Cristo deja de ser el modelo.

Asimismo, hay que contar siempre con el hecho de que, aunque la renuncia al matrimonio haya sido un acto gozoso, no significa que sus consecuencias, a lo largo de la vida, no puedan llegar a ser una pesada carga. La rutina puede insensibilizar o endurecer el corazón, el trabajo cotidiano puede cansar… Existe siempre el peligro de caer en aquello que por amor de Dios se ha dejado, en una especie de anquilosamiento o amargura internos. Precisamente en el periodo llamado "midlife" —con razón se le denomina "la segunda conversión"— la persona puede ser dominada por la apatía, el tedio y el hastío. Algunos se muestran entonces desilusionados, experimentan su debilidad y no quieren o no pueden atreverse a emprender una empresa de envergadura, a iniciar "algo grande". La decepción se generaliza y, con frecuencia encuentra su expresión en el afán de criticar, en estar de mal genio, en refunfuñar. El corazón guarda entonces rencor o resentimiento, se da fácilmente a las habladurías, a los chismes o bien se entrega al activismo y al ajetreo sin sentido, cae en la indiferencia, se vuelve insensible. Así, puede suceder que el celibato retrase el proceso de maduración psíquica o lo bloquee completamente. Sin embargo, una persona normal tratará una y otra vez, de vivir de su fe y vencer todos estos obstáculos que se oponen a una gozosa entrega a Dios, que en el celibato es verdadero diálogo de enamorados.

¡Ciertamente hay casos trágicos! No obstante, el celibato en sí es tan poco responsable de un eventual endurecimiento del corazón, como el matrimonio constituye una garantía de que ello no ocurrirá. ¿No conocemos muchos hombres y mujeres casados, lamentablemente dominados por el egoísmo, cuyos corazones se han enfriado y parece que les faltara la alegría, que están con frecuencia de malhumor y son estrechos de miras, de "criterio corto"? También el amor humano y la vida sexual pueden llegar a frustrar, sobre todo porque en ellos, se experimentan los límites y la relatividad de la unión. Ansiamos lo infinito, lo eterno y lo absoluto y no lo podemos alcanzar en esta vida. Tarde o temprano, el ser humano llega a un cierto punto, en que su deseo de unión no logra ser satisfecho[ 18]. No obstante, ello no significa de ninguna manera que las personas unidas en matrimonio no puedan ser cada día más felices.

6. La lucha es imprescindible

Es una verdad de perogrullo: siempre que se intenta alcanzar bienes altos, es necesario luchar. Luchar contra el peligro de la insensibilización, contra la apatía, la negligencia y la abulia y, también contra el desorden en la vida de los sentidos. Esa lucha es necesaria en cada matrimonio y, para quien se ha decidido por el celibato, es también importantísima.

Somos tanto cuerpo como alma y todas nuestras actividades espirituales se encuentran profundamente unidas a nuestra vida sensible. Además, nuestra naturaleza humana está debilitada por el pecado. Oponerse a la realidad y pretender contradecir los movimientos de la naturaleza, resulta del todo inútil. Una empresa con este fin conduciría únicamente a la rigidez de un estoicismo inhumano. Sería igualmente erróneo ceder ante todos los deseos y olvidar la realidad que verdaderamente se vive. Lo más conveniente es aceptarse como uno es. Se necesita sinceridad para reconocer sus sentimientos y no ocultarlos o simplemente reprimirlos; ello sólo conduciría a una actitud convulsiva. Frente al propio comportamiento, hay que sacar consecuencias, es necesario ser prudente y estar alerta: alejarse cuanto antes de la persona por la cual tenemos sentimientos que se oponen a nuestro compromiso de amor con Dios.

No nos puede asustar lo que la tradición cristiana ha denominado comúnmente ascética, lucha interior o dominio de sí mismo. Para muchas personas éstos son términos extraños, hasta incómodos. Tal vez su recto significado fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. La lucha ascética es rechazada por amplios sectores de nuestra sociedad. Este mismo rechazo es, en muchos casos, el verdadero responsable del fracaso de algunas vidas célibes. No se trata de que, debido a las exageraciones del pasado, se renuncie a todo tipo de vida ascética; más bien, ésta debe ser fundada y puesta en práctica en forma inteligente, prudente y oportuna. Una conocida religiosa alemana explica con claridad que el dominio de sí mismo "se tiene que lograr por amor al Señor, sin miedo, con un amor confiado, con una gran libertad y con un corazón generoso"[ 19]. La ascética conduce al encuentro con Dios; a través de ella no se busca la propia perfección, sino que su objetivo es el amor de Dios. Hay que tener bien claro que no se trata de "no hacer nada malo" y de no caer jamás. Hay que tener el valor de levantarse una y otra vez. Dios nos es más suave y más grato cuando elevamos a El nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros ascéticos y nuestra impecabilidad moral.

A lo largo de nuestra vida, podemos experimentar etapas de oscuridad y sufrir decepciones. La estabilidad emocional y la madurez espiritual son bienes cuyo desarrollo no es lineal o ininterrumpido; por el contrario, generalmente se alcanzan a través de pocas o muchas situaciones de crisis. Sin embargo, una crisis no es una catástrofe. Hay que descubrir las posibilidades que se esconden detrás de cada situación difícil. Luego de una prueba y mediante ella, el amor se hace más maduro y más profundo. Con el tiempo y después de cada "tempestad", el amor y el deseo de darse a los demás pueden renovarse, purificarse y crecer. Para ello, es imprescindible comprender bien lo que se ha vivido en esa temporada, no huir, no distraerse, no engañarse con un posible "cambio de compañera o compañero", pues en realidad, lo único que hay que cambiar es el propio yo[ 20].

Para superar una crisis es necesario "volver", "retornar" al momento en que iniciamos la unión, entonces, podemos renovar ese compromiso de amor; decir, de todo corazón, nuevamente, que sí. El filósofo Dietrich von Hildebrand aclara, con acierto: "Ahora bien, ese volver al momento inicial en que Dios tocó lo más profundo de nuestra alma, es lo esencial de toda renovación que no se puede confundir con un retornar con todos los detalles al comienzo. Es un volver no necesariamente al escenario original; pero sí al entusiasmo, al ardor y al celo iniciales"[ 21]. No puedo negar el conocimiento y la experiencia que he recogido en el camino de la vida. Si reitero el "sí" original, lo hago a conciencia y, si cabe, más libre que la primera vez, con el entusiasmo de la juventud y la madurez que dan los años. Con el paso del tiempo, amamos cada vez más, porque queremos amar y estamos también más dispuestos a sacrificarnos por quien amamos.

Las posibilidades de maduración de un ser humano —hombre o mujer, soltero o casado— son tan grandes como el amor del que vive. Si una persona se preocupa sólo de sí misma y de su prestigio (de lo que digan los demás), se convierte en un ser interiormente pobre, abúlico, de corto criterio y estrecho de miras. El obstáculo decisivo para lograr una personalidad armónica y, en definitiva, vivir feliz, es el egocentrismo, el carácter agarrotado, la relación neurótica hacia el mundo y hacia quienes nos rodean. Quien ha escogido el celibato tiene que aprender siempre, en una dimensión más profunda, el desprendimiento cristiano. Tenemos que mirar, una y otra vez, a Aquél por quien nos hemos decidido. En otras palabras, debemos estar dispuestos a separarnos cada vez más de los bienes terrenos, especialmente, de aquellos propios de lo que la gente denomina "una vida tranquila", en que todo está ordenado y predeterminado. Primero, se debe luchar contra las faltas e imperfecciones, por ej., contra pequeñas competencias con otras personas, contra la envidia, el sentimiento de alegría por el mal ajeno, una exagerada susceptibilidad, pensar únicamente en la carrera, en fin. De esta manera, el corazón se vuelve cada vez más puro y es más libre para amar a Dios.

No siempre es necesario que la voluntad y la vida de los sentidos vayan unidas. Ello se realizará definitiva y totalmente sólo en el Cielo. No obstante, se puede decir, sin exagerar, que en el caso de muchas personas que se han decidido por el celibato, ello se realiza ya en la tierra. Efectivamente, esas personas no aman a Dios solamente porque han tomado la noble decisión de hacerlo, sino que lo aman con toda la fuerza de su corazón. ¡Están felices de amarlo! Este mismo amor puede conducir algunas veces a combatir ciertos sentimientos y deseos del corazón. Es el caso de Abraham, al declararse dispuesto a sacrificar a su hijo. Dietrich von Hildebrand describe magistralmente lo ocurrido: "Abraham, al escuchar que Dios le mandaba sacrificar a su hijo Isaac, tuvo que responder ¡sí! con su voluntad. Pero su corazón tenía que sangrar y responder con la tristeza más grande. Su obediencia al precepto no habría sido más perfecta si su corazón hubiera reaccionado con alegría. Al contrario, se hubiera tratado de una actividad monstruosa. Según la voluntad de Dios, el sacrificio de su hijo requería una respuesta del corazón de Abraham: la del dolor más profundo"[ 22]. Algo parecido padeció Cristo en el monte de los olivos; claro que hay que tener en cuenta la infinita distancia entre Abraham y el Hijo de Dios.

¿Qué consecuencias tiene todo esto para nuestra vida? Tanto en el matrimonio, como en el celibato, todos tenemos que sacrificar algo por un amor más alto. Hacemos algunos sacrificios para ser fieles a aquél a quien un día nos entregamos voluntariamente. Pienso que el profundizar en la pasión del Señor puede ayudar a superar las tentaciones o, en general, las dificultades en el ámbito afectivo. Si las inspiraciones divinas, lo que Dios nos pide, sólo nos causaran felicidad, si nunca sufriéramos contradicción entre los deseos del corazón y la decisión de nuestra voluntad, entonces, deberíamos preguntarnos si nuestra vida de fe es realmente viva. ¡Tal vez seguimos a Cristo de muy lejos! De tan lejos, que no experimentamos ni rastro de su cruz.

Por el contrario, si nos asombramos de que al seguir a Cristo nos encontramos con su cruz y, más aún, nos quejamos de ello, puede ser ésta también una señal de que no estamos aún lo suficientemente cerca del Señor. Arquer lo explica acertadamente: "Un cierto tono de queja (…) se encuentra (…) en contradicción con la esencia del amor. El amante acepta gustoso el sacrificio y no echa en cara al amado lo que él le manda. Desde el fondo de su ser, el célibe dice alegremente que sí a ese dolor, saluda la cruz que lo une con Cristo"[ 23].

Ciertamente, el celibato es un regalo divino que lleva consigo la locura de la cruz. En este punto, hay que aclarar, eso sí, que lo que se ama no es la cruz, sino al Crucificado. Si queremos estar más cerca del Señor, ¡no podemos pretender tener las cosas mejor que él! El amor empuja hacia la expresión, hacia la objetivación de la entrega… Se alegra de sacrificarse por quien ama; ansía mostrarle que le ama sobre todas las cosas. La novia abandona la casa paterna, disuelve su comunidad de vida con aquéllos a los cuales hasta entonces pertenecía, de los que se rodeaba, para seguir al hombre que eligió por amor. Quien se ha decidido por Cristo tiene tanta más razón para entregarse de una manera aún más radical.

7. El amor divino y el amor humano

En el celibato y en el matrimonio pueden surgir dificultades y conflictos. Sin duda, una cierta disposición a vencerse a sí mismo es necesaria cuando se quiere ser fiel toda la vida. Me he referido especialmente a este punto, porque hoy apenas se menciona. Sin embargo, no creo que la lucha ascética sea lo más importante. Un autor espiritual explica con gran claridad: "Si tienes corazón te puedes salvar. De eso se trata en nuestra vida interior, de que tenemos un corazón capaz de amar, que se deja maravillar, pletórico de anhelos, de cariño, con ansias de entrega"[ 24]. Y para modelar el corazón de ese modo, no alcanzan nuestras fuerzas, simplemente no llegamos. Felizmente, podemos esperar una ayuda muy grande de Dios y de otras personas. Me gustaría referirme brevemente a este tema.

En ciertos ambientes, se acostumbra poner de relieve —no sin cierta fruición— todos los factores psicológicos que harían casi imposible la perseverancia en el celibato. Se olvida lo más importante: la gracia especial que Dios da a todo el que se le entrega, a quien confía en él. De esta manera, se falsea la situación objetiva. El amor infinito de Cristo permite mantener encendido el corazón y hace posible la estabilidad emocional. La gracia penetra hasta las capas más profundas del corazón y les da su calor, las "acrisola". La gracia conduce a la persona hacia el radio de acción divina, la coge en su amor. "El, que llama al alma, la llenará consigo mismo, si el alma sigue su llamada"[ 25]. De nosotros espera Dios un mínimo de disposición, de abrirse siempre a su amor. Lo dice claramente el salmista: "Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón" (Ps 94, 7-8).

En otro orden de cosas, nuestro corazón anhela dar y recibir amor humano. Algunas corrientes espiritualistas han intentado negarlo. Tal vez esta sea la razón por la cual, algunas personas célibes carecen de naturalidad, parecen contraídas y consideran sus compromisos religiosos como una pesada carga. Una vida espiritual sana será normalmente posible cuando se vive en un ambiente amable, cuando se mantienen buenas relaciones con los demás. Creo que no debemos tener miedo al amor humano. Si la vida afectiva se encuentra fundada en Cristo y está empapada de su gracia (y si estamos dispuestos a luchar), entonces el amor humano es, para nosotros, una gran ayuda en el camino hacia Dios. El amor humano no es sólo el amor matrimonial, sino que tiene también otras formas. Para aquellos llamados al celibato cristiano, me parece que la amistad tiene una significación muy importante[ 26]. Junto al amor de Dios, el amor de amistad hacia una persona, especialmente si está animada por el mismo ideal, puede ayudar a permanecer en el camino iniciado y contribuir a que se avance más rápidamente.

En la tradición cristiana, el valor de la amistad ha sido muchas veces elogiado. San Agustín observa incluso: "Sin un amigo, nada en el mundo nos parece amable"[ 27]. Luego de su conversión, este gran Padre de la Iglesia se sentía confirmado, animado y alentado por sus amigos, a realizar grandes empresas. Si alguien tiene a su lado personas a quienes quiere y en quienes tiene confianza, entonces todo parece más fácil. Si esas personas siguen, incondicionalmente y cueste lo que cueste, el mismo camino, si se esfuerzan por seguirlo (o por lo menos lo entienden bien) entonces suele ocurrir que la amistad anima y no es un obstáculo para avanzar.

La amistad es un bien muy alto que —me parece— pertenece al verdadero amor cristiano. En una de las afirmaciones centrales del Evangelio, Cristo dice a sus discípulos: "Os he llamado amigos" (Io 15, 15). Podemos y debemos hacer amistad con Dios y con los hombres. Sobre esto, creo que tenemos claro que, en lo relativo a las amistades entre hombres y mujeres, debemos ser muy prudentes y sinceros, ante Dios y ante uno mismo.

Estar cerca de Jesucristo no significa de ninguna manera despreciar, ni menospreciar el amor humano. Una actitud así verdaderamente endurecería el corazón. Por el contrario, Dietrich von Hildebrand se refiere a los efectos de la cercanía de Cristo: "El corazón se hace incomparablemente más sensitivo y ardiente, y queda dotado con una afectividad inaudita. Al mismo tiempo está purificado de toda afectividad ilegítima"[ 28]. Quien realmente ama a Dios, no necesita tener ningún miedo a "apegarse" a las criaturas. El conocido filósofo anglicano C. S. Lewis señala que, únicamente si amamos muy poco a Dios, existe el peligro de que los hombres amen, por así decirlo, "al margen de Dios", con un amor de idolatría. Lewis se refiere a aquellos que por motivos religiosos, más bien pseudoreligiosos, intentan reprimir sus sentimientos, para evitar todo tipo de enredos. "Creo —señala Lewis— que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo… Es probable que sea imposible amar a un ser humano simplemente demasiado. Podemos amarlo demasiado ¡en proporción! a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado"[ 29]. El celibato cristiano no conduce a la soledad, al aislamiento. Cuando comprendemos bien lo que Dios quiere de nosotros y cuando somos dóciles a su gracia, podemos amar apasionadamente a Dios y a los hombres y nos dejamos, gustosamente, amar por ellos.

8. Conclusión

Para terminar, quiero destacar una vez más: el celibato es un camino que lleva a la vida plena que Cristo nos ha prometido. El celibato exige —tal como el matrimonio— mucha vitalidad, pues requiere que la motivación original, con que se inició la entrega personal, siga viva durante toda la vida. Ello solamente es posible con una auténtica vida de oración. Sólo en el diálogo con Dios mismo, se puede comprender el verdadero sentido del celibato. Únicamente el trato con Jesucristo puede llenar el vacío del corazón. Sólo cuando se experimenta la cruz, el Señor puede curar nuestra naturaleza herida.

En la medida en que el hombre se entregue más a Dios, más se entregará a las demás personas, será más capaz de amar. El celibato "por el reino de los Cielos" —precisamente porque se funda en la negación de sí mismo, porque es una entrega generosa— forja una personalidad con una capacidad muy grande de dar, de brindar amistad. El grado de su entrega y de su cariño dependen de cuán vivo sea el amor de Dios. La cercanía a Cristo, la confianza absoluta con El, hacen de la persona un "master" en amor, también en amor matrimonial, pues la persona realiza, en su vida, aquello de lo que el matrimonio es sólo un símbolo: el amor esponsal con Cristo.

Sólo una palabra antes de acabar. La más perfecta unión con Cristo no está unida, por naturaleza, a ninguna forma de vida. Es un rasgo característico, propio de los santos y, como tal, asequible tanto a los casados, como a los solteros. En definitiva, lo único que importa es que cada uno descubra cuál es su camino y lo siga fielmente, teniendo la seguridad que Dios lo ha llamado personalmente por ese camino, desde toda la eternidad.

 

Notas

[1] Cfr. Juan Pablo II, "Die Erlösung des Leibes und die SakramentalitŠt der Ehe. Kathechesen 1981-1984", Vallendar 1985, pp. 84, 105 y 112.

[2] Cfr. Juan Pablo II, ob. cit., p. 110.

[3] Aurelius Augustinus, cit. en Josef Arquer, "Zölibat leben bringt doch überhaupt nichts!. Die charismathische Ehelosigkeit und ihre Bedeutung für die Gesamtkirche", en Michael Müller (editor), "Kirche und Sex", Aachen 1994, p. 262.

[4] Arquer, loc. cit.

[5] Cfr. Juan Pablo II: Carta apostólica Mulieris Dignitatem, 1988, N¡ 20.

[6] Juan Pablo II, loc. cit.

[7] Karol Wojtyla, "Liebe und Verantwortung", München 1979, p. 218.

[8] Cfr. Marc TrŽmeau, "Der gottgeweihte Zšlibat", Wien 1981, pp. 17-30.

[9] Cfr. Juan Pablo II, "Die Erlšsung des Leibes…", ob. cit., p. 87.

[10] Cfr. Mc 12, 25.

[11] Alvaro del Portillo, "Escritos sobre el sacerdocio", 2a. edición, Madrid 1970, p. 92.

[12] Cfr. Juan Pablo II, "Die Erlšsung des Leibes…", ob. cit., p. 116.

[13] Ladislaus Boros, "Im Menschen Gott begegnen», Mainz 1967, pp. 103 y ss.

[14] Sto. Tomás de Aquino, "Summa Theologiae» II-II, q. 24 a. 3 ad 2.

[15] Dietrich von Hildebrand, "Reinheit und JungfrŠulichkeit, 4a. edición, St. Ottilien 1981, p. 180.

[16] Anselm Grün, "Ehelos - des Lebens wegen", Münsterschwarzach 1989, p. 57.

[17] Del Portillo, ob. cit., p. 104.

[18] Cfr. Wojtyla, "Liebe und Verantwortung", ob. cit., p. 220.

[19] Isa Vermehren, "Vom Reichtum der Ehelosen", en: Klaus M. Becker y Jürgen Eberle (editores), "Der Zšlibat des Priesters", St. Ottilien 1995, p. 95.

[20] Dietrich von Hildebrand, "Zšlibat und Glaubenskrise", Regensburg 1970, p. 40.

[21] Dietrich von Hildebrand, "†ber das Herz", Regensburg 1967, p. 189.

[22] Dietrich von Hildebrand, "El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina", Madrid 1996, p. 203.

[23] Arquer, ob. cit. p. 265.

[24] Grün, ob. cit., pp. 30 y 31.

[25] Von Hildebrand, "Reinheit und JungfrŠulichkeit", ob. cit., p. 174.

[26] Ver sobre esta materia, las explicaciones del Papa Juan Pablo II en: "Predigt zum Thema Priester, Diakone, Seminaristen im Dom zu Fulda» am 17.11.1980 (Homilías a los sacerdotes, diáconos y seminaristas, en la catedral de Fulda, el 17 de noviembre de 1980), en Verlautbarungen des Apostolischen Stuhls 25, Bonn 1980, pp. 110 y 111.

[27] San Agustín, citado en Anselm Grün, ob. cit., p. 45.

[28] Dietrich von Hildebrand, "El corazón…", ob. cit., p. 206.

[29] Clive Staples Lewis, "Los cuatro amores", 2a. edición, Madrid 1993, pp. 135 y 136.

 


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