Aunque la Iglesia es Santa, sus
miembros no todos lo son. Pueden y de hecho cometen injusticias, como las que
sufrió Galileo. Ante esta realidad debemos evitar dos errores: Uno sería el
querer justificar el pecado, el otro sería aprovecharse de los pecados de
algunos para desprestigiar a la Iglesia. Por este camino se ha llegado a
manipular y hasta cambiar la historia, exagerándola hasta el extremo. LA CIENCIA NECESITA LA FE Y LA FE
NECESITA LA CIENCIA El “ministro” de Cultura de la Santa
Sede analiza este binomio después del caso Galileo -Zenit CIUDAD DEL VATICANO, 7 nov 97 (ZENIT).- El caso Galileo ha sido durante más de tres siglos fuente de malentendidos y polémicas entre el mundo de la ciencia y la Iglesia católica. Cuando el 31 de octubre de 1992, Juan Pablo II reconoció públicamente los errores cometidos por el tribunal eclesiástico que juzgó las enseñanzas científicas de Galileo se abrió un nuevo panorama fecundo para la relación ciencia y fe. Las consecuencias de ese acto marcarán definitivamente la historia. El cardenal Pablo Poupard fue la
persona a quien el pontífice había encargado el estudio del caso y fue él quien
le presentó los resultados sobre los que después el Papa se pronunciaría. En
una entrevista concedida a “Zenit” el purpurado, tras revelar la manera en que
la comisión que presidía llegó a las históricas conclusiones, describe el
apasionante horizonte que se ha abierto para la relación fecunda entre la
ciencia y la fe: “El mito cultural de que existe incompatibilidad entre el espíritu
de ciencia y la fe cristiana empieza ya a declinar”. Por otra parte, “la
Iglesia se interroga hoy más que nunca sobre los fundamentos de su fe, sobre
cómo dar razón de su esperanza a este mundo moderno al que abrió sus puertas de
para en par en el Concilio Vaticano II”. En este momento de crisis de
ideologías, “la ciencia y la fe están llamadas a una seria reflexión… y a
tender puentes sólidos que garanticen la escucha y el enriquecimiento mutuos”.
En definitiva, para el cardenal Poupard, la Iglesia está “entrando en una nueva
fase histórica”. Basta prestar atención a los desafíos éticos que plantean las
nuevas fronteras de la ingeniería genética a la ciencia para comprender la
importancia de iluminar el mundo científico con el horizonte de la fe. En definitiva, “la experiencia
demuestra –explica el “ministro” de Cultura de la Santa Sede– que la ciencia ha
servido para purificar a la religión de múltiples errores y supersticiones;
mientras que la religión, a su vez, tiene la virtualidad de purificar la
ciencia de la idolatría de las ideologías materialistas y reduccionistas que
acaban por volverse contra la dignidad del hombre”.
EL
DIALOGO CIENCIA-FE, DESPUÉS DEL CASO GALILEO CIUDAD DEL VATICANO, 7 nov
(ZENIT).- El diálogo entre fe y cultura ha marcado el pontificado de Juan Pablo
II, que acaba de entrar en su vigésimo año. El pronunciamiento del Papa sobre
el caso Galileo Galilei supone el momento paradigmático de esta relación. El
cardenal Pablo Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, ha
mantenido una entrevista con Jesús Colina, director de “Zenit”, sobre este
apasionante capítulo de la historia de la ciencia y de la Iglesia –Eminencia, uno de los hechos más
notables del pontificado de Juan Pablo II en relación con la cultura ha sido
sin duda el acto del 31 de octubre de 1992, en el que el Papa reconoció
públicamente los errores cometidos por el tribunal eclesiástico que juzgó las
enseñanzas científicas de Galileo. Usted, como presidente de la comisión pontificia
que estudió el caso y que presentó sus resultados al Papa, ha sido testigo
privilegiado de este acontecimiento histórico. ¿Qué valoración nos puede hacer
de él? ¿Qué sentido debemos atribuir a esta intervención del Papa? –Pablo Poupard: Ciertamente, éste es
uno de los temas cruciales que ha preocupado al Papa desde el comienzo de su
pontificado, y por ello ha hecho todo lo posible por aclararlo. Respecto al
caso Galileo, la memoria cultural de la humanidad estaba manchada. Desde la
Ilustración hasta nuestros días, este caso se ha esgrimido como símbolo del
carácter reaccionario de la Iglesia. Piense en la presentación de Bertold
Brecht y de tantos otros, para quienes la Iglesia sería contraria al progreso,
y la fe sería opuesta a la ciencia. Pero no es verdad; al contrario, la fe ha
constituido a lo largo de la historia una fuerza propulsora de la ciencia. No
olvidemos que la ciencia moderna se ha desarrollado precisamente en el
Occidente cristiano y con el aliento de la Iglesia. La idea de Juan Pablo II era hacer,
de una vez por todas, una purificación de esta memoria cultural. De ahí la
iniciativa valiente del Papa de constituir una comisión que se ocupó de
estudiar el caso durante once años en sus aspectos exegéticos, epistemológicos,
históricos y culturales. –¿Cómo se desarrolló el trabajo de
la comisión? –Pablo Poupard: La Comisión
desarrolló una investigación exhaustiva. Básicamente, las preguntas a las que
se intentó contestar fueron: ¿qué fue lo que ocurrió?; ¿cómo se produjo el
conflicto?; ¿por qué se desarrollaron de este modo los hechos? Después de más
de tres siglos y medio, las circunstancias han cambiado mucho y a nosotros nos
parece evidente el error que cometieron la mayoría de los teólogos jueces de
Galileo. Se trata de un problema cultural; porque en aquel momento el horizonte
cultural era distinto al nuestro. Había una situación de transición en el campo
de los conocimientos astronómicos. Y en segundo lugar, ciertos teólogos
contemporáneos de Galileo –herederos de la concepción unitaria del mundo, que
se impuso de modo universal hasta el comienzo del siglo XVII– no supieron
interpretar el significado profundo –no literal– de las Sagradas Escrituras
cuando describen la estructura física del universo creado. Esto les llevó a
trasponer de forma indebida una cuestión de observación experimental al ámbito
de la fe. –De todos modos, Juan Pablo II,
reconoció la grandeza de Galileo, y el gran sufrimiento que padeció por parte
de hombres e instituciones de Iglesia. –Pablo Poupard: Si, es verdad; pero,
siendo objetivos, hay que reconocer que en torno a estos sufrimientos se ha
creado un mito. Pintores, escritores y científicos han descrito, durante los
últimos siglos, las mazmorras y las torturas sufridas por el condenado a causa
de la cerrazón de toda la Iglesia. Desde
luego, Galileo sufrió mucho; pero la verdad histórica es que fue condenado sólo
a “formalem carcerem” –una especie de reclusión domiciliaria–, varios jueces se
negaron a suscribir la sentencia, y el Papa de entonces no la firmó. Galileo
pudo seguir trabajando en su ciencia y murió el 8 de enero de 1642 en su casa
de Arcetri, cerca de Florencia. Viviani, que le acompañó durante su enfermedad,
testimonia que murió con firmeza filosófica y cristiana, a los setenta y siete
años de edad. Galileo,
el científico, vivió y murió como un buen creyente. –¿no causa perjuicio al Magisterio
de la Iglesia el reconocimiento de este error? –Pablo Poupard: No, en absoluto. No
está en juego la doctrina de la Iglesia que consiste fundamentalmente en el depósito
de la Revelación divina y que, como tal, es inmutable– sino el modo de
interpretar la Sagrada Escritura en sus descripciones del mundo físico. Al
término de los trabajos de la comisión, Juan Pablo II recordó la famosa
sentencia atribuida a Baronio: “La intención del Espíritu Santo fue
enseńarnos cómo se va al cielo, no cómo está estructurado el cielo”. Dios
ha confiado el conocimiento de la estructura del mundo físico a las
investigaciones de los hombres Como cito en mi libro sobre Galileo
(“Galileo Galilei, 350 anni di storia, 1633-1983”, pág. 10) “hay lecciones de
la Historia que no tenemos derecho a olvidar. La Revelación no tiene lugar al
mismo nivel de una cosmogonía. La asistencia divina no ha sido donada a la
Iglesia en la perspectiva de los problemas de orden científico-positivo. La
infeliz condena de Galileo está ahí para recordárnoslo. Éste es su aspecto
providencial”. –Antes de la rehabilitación de
Galileo por parte del Papa Juan Pablo II, el Concilio Vaticano II ya había
deplorado, en la “Gaudium et spes” “ ciertas actitudes que a veces no han
faltado entre los mismos cristianos por no haber entendido suficientemente la
legítima autonomía de la ciencia”. ¿No ha pasado demasiado tiempo hasta llegar
a esta rehabilitación? –Pablo Poupard: Sí, ha pasado mucho
tiempo; pero hacía falta para que se pudieran clarificar los criterios de
interpretación de la Sagrada Escritura a la hora de tratar temas científicos.
Estos criterios no estaban claros en el ambiente cultural unitario de aquel
entonces; ahora están ya muy asentados, y ello garantiza, en gran parte, que no
se vuelvan a repetir equivocaciones parecidas. De todos modos, hay que insistir en que el acto de 1992 no ha sido
una rehabilitación. Galileo Galilei, como científico y como persona, ya estaba
rehabilitado desde hacía mucho tiempo. De hecho, cuando en 1741 se alcanzó la
prueba óptica del giro de la tierra alrededor del sol, Benedicto XIV mandó que
el Santo Oficio concediera el imprimátur a la primera edición de las obras
completas de Galileo. En la siguiente edición de libros
prohibidos, la de 1757, fueron retirados todos los que apoyaban la teoría
heliocéntrica y, por tanto, también los de Galileo. Todavía más tarde, en 1822,
hubo una ulterior reforma de la sentencia errónea de 1633, cuando, por decisión
de Pío VII, se concedió el imprimátur al canónigo romano Giuseppe Settele
–profesor de astronomía y de matemática en la universidad La Sapienza de Roma–
para su obra Elementos de óptica y de astronomía, en la que aceptaba la tesis
de Galileo. –Uno de los aspectos de la cultura
que más desconcierto provocan en los fieles es el aparente conflicto entre los
resultados de la ciencia y la enseñanza de la fe. La intervención del Papa en
el caso Galileo, ¿puede servir para relanzar el diálogo entre la ciencia y la
fe? –Pablo Poupard: En efecto. Además de
purificar la memoria cultural, el Santo Padre quería que los problemas
subyacentes a este caso obligasen a reflexionar sobre la naturaleza de la
ciencia y de la fe. Juan Pablo II saca una enseñanza muy importante para el
futuro: la irrupción de una novedad científica y metodológica obliga a las
distintas disciplinas del saber a delimitar mejor el propio campo y método. De
hecho, en el siglo pasado y a comienzos del nuestro, el progreso en las ciencias
históricas obligó a los exegetas a reflexionar sobre el modo de interpretar la
Sagrada Escritura. –¿cuáles son los
principales retos con que la iglesia se encuentra hoy en su diálogo con la
ciencia y con la cultura actual? –Pablo Poupard: Me atrevería a
reducirlos a tres. 1 El primero de los retos podríamos
cifrarlo en el carácter frenético del desarrollo de la ciencia, que se realiza
en muchas ocasiones no sólo al margen de la religión, sino también de la moral.
2 En segundo lugar, está el influjo
que continúan teniendo en el pensamiento científico los ídolos del
cientifismo:, hace pasar por científicas toda una serie de objeciones a la fe
completamente ERRONEAS. QUE NO TIENEN BASE EN LA CIENCIA –¿Quiere decir que hay pocas
esperanzas para un diálogo fructífero entre la ciencia y la fe? –Pablo Poupard: No, en absoluto; las
perspectivas de este diálogo son más bien prometedoras. Hace tres años dirigí
un libro que mira precisamente a abrir una serie de perspectivas que permitan
iniciar un diálogo renovado entre ciencia y fe, sin complejos ni desconfianzas
mutuas, partiendo para ello de la esperanza que da la clarificación del caso
Galileo. –¿En qué contexto se sitúa hoy, en el
umbral del tercer milenio, el diálogo ciencia-fe? –Pablo Poupard: En un contexto
esperanzador. El mito cultural de que existe incompatibilidad entre el espíritu
de la ciencia y la fe cristiana empieza ya a declinar. Resulta cada vez más
claro que la fe de la modernidad –c aracterizada por una relación puramente
científica con el mundo– le falta algo esencial para contactar con el aspecto
más íntimo de la realidad y para ser fuente de sentido. Por otra parte, también
la Iglesia se interroga hoy más que nunca sobre los fundamentos de su fe, sobre
cómo dar razón de su esperanza a este mundo moderno al que abrió sus puertas de
par en par en el Concilio Vaticano II. Vivimos en un contexto de crisis del
paradigma cultural. La ciencia, que es cada vez más consciente de sus propios
límites y de su necesidad de fundamentación, sigue desafiando a la Iglesia con
una exigencia de rigor racional en la presentación de su mensaje (cf. Libro del
cardenal Poupard “Buscar la verdad en la cultura contemporánea”, Ciudad Nueva,
Buenos Aires, 1995, pp. 52-53). La Iglesia tiene conciencia de estar entrando
en una nueva fase histórica; y, al mismo tiempo, sabe que la esperanza que ha
puesto en Cristo –y que ofrece al mundo de hoy como su riqueza mayor– no se
verá defraudada. –¿En qué campos se realiza hoy en
día el diálogo entre la ciencia y la fe? ––Pablo Poupard: Uno de los campos
de más importancia en la actualidad es el de la antropología, que, con sus
posibles aplicaciones, tiene una incidencia más directa que nunca sobre la
persona y sobre el pensamiento humano. Se trata de aplicaciones científicas
que, a veces, parecen amenazar los fundamentos mismos de lo humano. Cerrando el
caso de Galileo, Juan Pablo II hace un llamamiento a todos los científicos y
hombres de cultura para que presenten una antropología que sea capaz de acoger
todos los descubrimientos de las ciencias humanas y que respete al mismo tiempo
la singularidad irrepetible de la persona humana. El Santo Padre parece clamar:
Estad atentos vosotros, ingenieros, científicos, que estáis dispuestos a
manipular y a experimentar; estad atentos y preguntaos: ¿respetáis
suficientemente la humanidad del hombre, o estáis más bien contribuyendo a
destrozarla? EL PAPA PIDE A LOS CIENTÍFICOS QUE RESPETEN AL SER HUMANO, NO MANIPULARLO
NI EXPERIMENTAR CON ÉL. –¿Cuáles son las bases para este
diálogo entre la ciencia y la fe que el Papa promueve? –Paul Poupard: Lo primero que habría
que decir es que tanto la ciencia como la fe son dos elementos fundamentales de
la cultura que pueden ser caracterizados por su relación a la verdad. En la
actualidad, junto con una tendencia a la
fragmentación y a la disgregación cultural que amenaza con acarrear
graves consecuencias para el futuro del hombre, se constata un deseo cada vez
mayor de que el cuerpo imponente de los conocimientos científicos encuentre su
razón de ser en el marco de una visión más amplia, que abarque una visión
integral del hombre y de sus relaciones con Dios y con el conjunto del
universo. El servicio a la verdad propio de la ciencia es plenamente compatible
con el servicio a la Verdad –con mayúscula– propio de la religión. La ciencia
ha servido para purificar a la religión de múltiples errores y supersticiones;
mientras que la religión, a su vez, tiene la virtualidad de purificar a la
ciencia de la idolatría de las ideologías materialistas y reduccionistas que
acaban por volverse contra la dignidad del hombre. La autonomía de la ciencia
tiene una razón: la búsqueda de la verdad. Y un sentido: el servicio al hombre.
Una ciencia sin religión difícilmente puede ser fiel a su compromiso de
búsqueda de la verdad en favor del hombre. A este respecto, me vienen a la
memoria unas palabras del Papa Pablo VI: la religión podrá parecer ausente
cuando permite y llega a ordenar a los científicos a no obedecer más que a las
leyes de la verdad; pero una mirada más atenta advertirá que la Iglesia está
cerca de ellos. La religión podrá parecer ausente de la ciencia, pero no lo
está. Este espíritu de Pablo IV es el que
hoy se despliega en Juan Pablo II. Quisiera recordar las palabras que dirigió a
los científicos, en la UNESCO, el 2 de junio de 1980: “Todos ustedes unidos
representan una potencia enorme: la potencia de las inteligencias y de las
conciencias. ¡Muéstrense más poderosos que los más poderosos de nuestro mundo
contemporáneo! ¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡La paz del mundo
depende de la primacía del Espíritu!
¡Sí! El porvenir pacífico de la
humanidad depende del amor”. Hoy más que nunca observamos cómo la
ciencia sin conciencia entraña la destrucción del hombre: de Hiroshima a
Nagasaki, de Auschwitz a Chernobyl. Nuestro universo –que ha resultado ser
infinitamente más vasto de lo que Galileo podía siquiera imaginar– necesita
ensanchar urgentemente su alma. El mérito histórico de Juan Pablo II está en
convocar para esta tarea a los hombres de ciencia y fe.
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