27. ¿LA FE AYUDA A DISFRUTAR DE LA VIDA?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
27. ¿LA FE AYUDA A DISFRUTAR DE LA VIDA?
Afortunadamente, Dios no es
kantiano
¿Qué tipo de persona quiero
ser?
No hay en el mundo
señorío
como la
libertad del corazón.
Baltasar Gracián
Afortunadamente, Dios no es kantiano
—Pero si el hombre hace
el bien por miedo al castigo de la naturaleza, o para conseguir el premio
del cielo, o para encontrar un consuelo divino en la tierra..., ¿no está
entonces actuando de forma egoísta?
La moral exige cierta
abnegación y renuncia, pero esa renuncia no es el fin que se busca. Desear
el propio bien, y esperar gozar de él en el futuro, no tiene por qué ser
egoísmo.
Si Dios fuese kantiano
–decía C. S. Lewis–, y por tanto, no nos aceptara hasta que fuésemos a Él
impulsados por los más puros y mejores motivos, entonces nadie podría
salvarse. Kant pensaba que ninguna acción tenía valor moral a menos que
fuese hecha como fruto de una pura reverencia a la ley moral, es decir, sin
contar para nada con el atractivo o la inclinación hacia esa buena obra.
Y, ciertamente, a veces
la opinión popular parece estar de parte de Kant. Parece como si perdiera
valor la actuación de una persona que hace lo que le gusta hacer. Las mismas
palabras “pero a él le gusta hacerlo” suelen indicar “y por tanto no tiene
mérito”. Sin embargo, frente a Kant se alza la verdad subrayada por
Aristóteles: “cuanto más virtuoso se vuelve el hombre, tanto más disfruta de
los actos de virtud”.
Afortunadamente, Dios no
es orgulloso ni kantiano, y la esperanza de recompensa o el miedo al castigo
no tienen por qué pervertirlo todo. Hay diversos tipos de recompensas. Unas
pueden ser adecuadas a determinada acción, y otras no. El dinero, por
ejemplo, no es recompensa natural para el amor, y por eso llamaríamos
mercenario al hombre que se casara por dinero. En cambio, el matrimonio
parece un premio apropiado para quien ama verdaderamente a una persona, y no
llamaríamos mercenario a un enamorado por desear conquistar a su pareja y
llegar a casarse. Una recompensa apropiada y conveniente a una acción, no
tiene por qué envilecer esa acción; al contrario, es su natural culminación.
El atractivo del bien
—De acuerdo, pero todos
los enamorados esperan con ilusión el día de su boda, y en cambio los
hombres no siempre anhelan hacer el bien.
En el caso de los
enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy
fácil sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la
pasión no es siempre una garantía ante la erosión del tiempo, y que incluso
puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia. No
hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos desatinos.
Pero es cierto lo que
dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. Y muchas veces,
simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese
bien.
Pongamos un caso práctico
de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que solo quienes alcanzan un
buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar
de los bienes asociados a la cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un
chico o una chica empiezan a estudiar la tabla periódica de elementos, o los
músculos del cuerpo humano, o unos datos de historia o de geografía, o unas
leyes físicas o matemáticas, o han de realizar cualquier otro esfuerzo
propio de la vida escolar, esos chicos no siempre acertarán a vislumbrar de
modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O, por
lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que
espera ilusionadamente casarse con el objeto de sus amores.
Algunos de esos chicos
–no demasiados– estudiarán con una gran ilusión, y tendrán presente ese
lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán
fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus padres, eludir un
castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y es
cierto que hay que descubrirles bienes o fines más altos, pero no conviene
ser utópicos. Ya irán descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y
llegará un día en que comprenderán claramente su necesidad, y se alegrarán
de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá
indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra.
Sin embargo, el cambio va teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de
la recompensa, que entonces ya desearán y agradecerán por sí misma.
Los educadores
demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos esa pasión por
aprender, haciéndoles vislumbrar el fin por el que se están esforzando.
Motivar a los alumnos haciéndoles pensar en un premio futuro no tiene por
qué ser algo corruptor. Puede ser la clave de la verdadera motivación.
Y algo parecido sucede
con la llamada natural del hombre hacia el bien. El anhelo de alcanzarlo
está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos
de sus aspectos, y nos falte motivación o conocimiento. Puede que haya
momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer el bien, que quizá se
nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del
mal. No es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El
acierto de nuestra vida depende radicalmente de nuestra capacidad de
descubrir el bien y de decidirnos por él.
¿Qué tipo de persona quiero ser?
Cuando alguien se plantea
qué tipo de persona quiere ser, y cómo lograrlo, se enfrenta a cuestiones
importantes.
Su acierto en el vivir
estará muy ligado a no eludir esas preguntas. No basta con pensar un poco en
ellas, pues muchas personas fracasan en su vida –escribió Tomás Moro– no por
haberse negado a pensar en esas cuestiones, sino por haber pensado poco en
ellas.
—Entonces, ¿hay que estar
planteándose continuamente cómo se debe ser?
Continuamente quizá no,
porque acabaría por ser algo enfermizo. Pero si eludimos de modo habitual
esas preguntas sobre el sentido de nuestra vida, o si escondemos zonas de
nuestra vida a la luz de esas cuestiones fundamentales, estaríamos acotando
en nosotros una especie de área de autoengaño.
—Pero aunque pienses en
eso, no es fácil aclararse en lo que debes hacer.
A veces puede haber
dudas, pero lo habitual es que el contraste entre el bien y el mal acabe
apareciendo con claridad para quien busca con rectitud. No se trata, como es
lógico, de dividir la humanidad entre santos y demonios; la cuestión es
dejarse guiar o no por la honestidad. Además, también se aprende de los
errores.
—Pero hay una fuerte
presión del ambiente, y a veces casi parece que ser bueno equivale a ser
tonto.
A veces puede parecerlo,
y efectivamente la presión del ambiente tiene mucha fuerza. Ya lo decía
Chesterton: “¡Es tan sencillo, tan fácil y agradable entregarse en las manos
del conformismo...; y tan duro, en cambio, atreverse a ser lo que se es, y a
creer lo que se cree, por la fidelidad a nuestra propia alma...!”.
Por naturaleza, todo
hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad nos lleva hacia
él. El mal en sí es algo negativo, y no puede, por tanto, ejercer atracción
ninguna sobre el hombre. Lo que sucede es que el mal no suele presentarse
químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y nos atrae por los
destellos de bien que lo recubren. Pero también en esto se demuestra la
inteligencia, pues, al fin y al cabo, la manera más inteligente de utilizar
la inteligencia es ser éticamente bueno.
Tenemos el mal pegado al
cuerpo, y la lucha contra él no es nada sencilla. Por eso no debemos
menospreciar ninguna ayuda. Y la de Dios es importante.