30. ¿Y POR QUÉ “ESO” VA A SER MALO?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
30. ¿Y POR QUÉ “ESO” VA A SER MALO
?
Antígona: leyes que nadie ha
puesto
La libertad, como la
vida,
solo la
merece quien sabe
conquistarla todos
los días.
Goethe
Un sueño aterrador
Raskolnikof,
el protagonista de “Crimen y Castigo” de Dostoievski, es un joven estudiante
de Derecho, convencido de que la conciencia es una simple imposición social.
De hecho, mata fríamente a una vieja usurera, y después del asesinato dice
no tener remordimiento alguno. Asegura haber vencido el prejuicio social de
la conciencia: "¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crimen matar a un parásito
vil y nocivo? No puedo concebir que sea más glorioso bombardear una ciudad
sitiada que matar a hachazos. No comprendo que pueda llamarse crimen a mi
acción. Tengo la conciencia tranquila".
Poco a poco su conducta
se vuelve cada vez más desequilibrada y acaba en la cárcel. Al final de la
novela, mientras cumple su condena en Siberia, sufre una pesadilla
inquietante. Sueña que el mundo es invadido por una plaga de microbios que
transmiten a los hombres la extraña locura de creer que cada uno está en
posesión de la verdad. Surgen discusiones interminables, porque nadie
considera que debe ceder, se hacen imposibles las relaciones familiares y
sociales y el mundo acaba convirtiéndose en un manicomio insoportable.
Reflexionando sobre este
sueño, Raskolnikof acaba
descubriendo que su teoría para justificar el crimen es parecida a la
conducta de aquellos hombres locos de su sueño.
Antígona: leyes que nadie ha puesto
Sófocles cuenta en una de
sus tragedias la historia de Polinices, un joven que muere en la rebelión
contra Creonte, el tirano de Tebas.
Creonte ordena, para dar
público escarmiento, que el cadáver de Polinices sea abandonado en el campo
para que lo devoren las alimañas. Y si alguno se atreve a darle sepultura,
morirá.
Pero Antígona, hermana de
Polinices, desafía la orden del tirano y entierra el cuerpo de su hermano.
La denuncian ante Creonte, que acusa a la muchacha de despreciar la ley.
Ella responde con valentía: "No creía yo que tus decretos tuvieran tanta
fuerza como para que un hombre pueda saltar por encima de las leyes no
escritas, inmutables, de los dioses; de esas leyes cuya vigencia no es de
ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron".
Aquel diálogo continúa,
chispeante, y es un buen reflejo de cómo la sociedad griega de hace
veinticinco siglos reconocía la existencia de unas leyes naturales
inmutables. Porque si el fundamento de la moral fuese la voluntad de los
pueblos, las decisiones de sus jefes, o las sentencias de sus jueces,
entonces, todo lo que se aprobara legalmente se convertiría en bueno, aunque
fuese mentir, robar o matar.
La ley moral debe surgir
de algo impreso en la naturaleza humana, que llamamos ley natural. Una ley
que obliga a todos los hombres, y que no siempre coincide con los gustos del
momento de cada gobernante, de cada sociedad, de cada persona.
—Pero ¿esas leyes no
suponen para el hombre una pérdida de libertad?
Todos aceptamos leyes
biológicas, físicas o matemáticas que limitan nuestra libertad. No nos
consideramos oprimidos por la ley de la gravedad, que nos impide volar o
tirarnos de un noveno piso; la aceptamos, sabiendo que ir en contra de ella
acabaría con nuestra vida. Nadie se considera menos libre por aceptar el
teorema de Pitágoras o el principio de Pascal. De manera semejante, la ley
natural no tiene por qué suponer para nadie una pérdida de libertad. Es más,
quienes no quieren aceptar esa norma recta de conducta, porque piensan que
así serán más libres, tarde o temprano se encuentran con que son esclavos de
su propios vicios y están siendo manejados por quienes explotan su
debilidad.
No somos poseedores de la
verdad, es la verdad quien nos posee. Somos servidores de la verdad, no sus
dueños ni sus autores.
¿Una moral sin Dios?
—Pero se puede tener una
moral muy exigente y elevada sin ser creyente.
Es cierto que existen
muchas personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y es cierto
también que se pueden encontrar doctrinas éticas respetables que excluyen la
fe.
Pero no veo, sin embargo,
cómo puede existir una ética que prescinda totalmente de Dios y pueda
considerarse racionalmente bien fundada. La ética se remite a la naturaleza,
y esta, a su autor, que es Dios.
Para fundamentar
cualquier ética es necesario saber quién es el hombre y quién es su creador
(Platón decía que no podemos conocer qué conducta nos hace buenos si no
conocemos quiénes somos). Una ética sin Dios, sin un ser superior, basada
solo en el consenso social, o en unas tradiciones culturales, ofrece pocas
garantías ante la patente debilidad del hombre o ante su capacidad de ser
manipulado.
Una referencia a Dios
sirve –y la historia parece empeñada en demostrarlo– no solo para justificar
la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para
mover a las personas a observarlas. El creyente se dirige a Dios no solo
como legislador sino también como juez. Conocer la ley moral y observarla
son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente –y presente sin
pretender acomodarlo al propio capricho, como es lógico– será más fácil que
se observen esas leyes morales.
En cambio, cuando se
prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta
convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en
función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que
difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a
mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa
pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar
que sea otro quien pague las consecuencias de mi error?
Quien no tiene conciencia
de pecado y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones,
se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y
determinador supremo de lo bueno y lo malo.
Eso no significa que el
creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos
no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es
bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una
voz moral que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí.
Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin
religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que
suponen sacrificios.
Esto sucede más aún
cuando la moral laica se transmite de una generación a otra sin apenas
reflexión. Como ha señalado Julián Marías, los que al principio sostuvieron
esos principios laicos como elemento de un debate ideológico, tenían al
menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían con pasión. Pero si
esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y después a los hijos
de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese
idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto
pierden vigor.
Cuando se niega que hay
un juicio y una vida después de la muerte, es bastante fácil que las
perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder.
Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido
de última responsabilidad tiende a diluirse.
—¿Y qué le dirías al que,
a pesar de buscar a Dios, no tiene fe?
Buscar a Dios es un paso
importante. Y casi siempre supone tener ya algo de fe. Si la búsqueda es
sincera, tarde o temprano lo encontrará. Yo recomendaría a esa persona que
pensara en su propia conducta y en la verdad, que reflexionara sobre qué
está bien y qué está mal, y que procurara actuar conforme a ello, pues tal
vez es Dios quien se lo está pidiendo. Y obrando bien estará en una buena
disposición para descubrir a quien es la fuente del bien.