36. Lujuria ¿UN 'RESPIRO' DE VEZ EN CUANDO?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
36. LA LUJURIA ¿UN “RESPIRO” DE VEZ EN CUANDO?
Vidas arruinadas por la
lujuria
¿Confesar los propios
pecados a otro hombre?
Cuando el amor
desenfrenado
entra en el corazón,
va royendo todos los
demás sentimientos;
vive a expensas del
honor,
de la fe y de la palabra
dada.
Alejandro Dumas
Somos humanos...
—Todo el mundo tiene
deseos y apetencias sexuales. Y como somos humanos, no podemos ignorar que
lo natural es que tengamos debilidades. Muchos piensan que no se le debe dar
mayor importancia.
Cuando se dice “somos
humanos”, muchos parecen querer justificar que lo natural en el hombre es no
tener dominio sobre las pasiones y los instintos.
Sin embargo, debemos
esperar algo más de nosotros mismos. Somos seres dotados de inteligencia,
voluntad y libertad. Dios nos ha otorgado el don de la sexualidad no para
deshonrarlo, abusar de él y degradarlo, sino para darle un uso conforme a
nuestra naturaleza de personas racionales.
Decir “somos humanos”, en
ese sentido, conduce a un lenguaje equívoco:
§ He estado viendo
una película pornográfica cuando mi mujer estaba fuera. ¿Qué quieres que te
diga...? Somos humanos.
§ Mi novio me
dice... lo que dicen todos. Que si es verdad que le quiero, que se lo
demuestre. Que “eso” es necesario para el conocimiento mutuo. Que es muy
importante para enamorarse de una persona “saber cómo funciona en eso”.
Somos humanos.
§ La otra noche,
en un congreso en otra ciudad, coincidí en el hotel con una rubia
encantadora. Todo el mundo lo hace. Las cosas son diferentes hoy día. Somos
humanos.
§ Muchas revistas
traen algunas páginas un poco fuertes. Las lee todo el mundo. Es verdad que
son bastante morbosas, pero me gusta estar en lo que pasa y en lo que se ve
en la sociedad de hoy. Somos humanos.
Dices que “lo hace todo
el mundo”, que “somos humanos”, que todo eso no te afecta tanto, que ya eres
adulto, que eres capaz de asimilarlo. No te engañes. Porque serás tú mismo
quien recoja las consecuencias en tu propio corazón. Porque esas
claudicaciones van levantando en tu interior un muro que va endureciéndose
más y más, hasta que al final no hay piqueta que lo derribe. Un dique en el
que, aunque te cueste reconocerlo, muchos bloques no son otra cosa que
egoísmo, y el egoísmo es un refugio equivocado, que acabará por oscurecer
esa relación tuya quizá antes transparente.
Algunos dicen que es
imposible vivir hoy sin concederse de vez en cuando “un respiro” en cuestión
de sexo. Parece una forma poco razonable de justificarse. Además, con ese
planteamiento, a esas personas no debería molestarles que se dudara de la
honestidad de sus padres, de su mujer, o de su marido. Considerar la lujuria
o la infidelidad como unos simples caprichos que no se pueden dejar es una
triste forma de engañarse.
Vidas arruinadas por la lujuria
Todos hemos conocido o
hemos oído hablar de personas cuya vida ha quedado destrozada por el mal uso
del sexo. Quizá en el arranque de sus desdichas hubiera mucho de pretendida
ingenuidad. Y en el asentarse de la adicción, un silencioso alimentar las
propias debilidades.
Eran “pequeñas
tonterías”, “cosillas sin importancia”. “Probar, que no pasa nada”. “Nuevas
emociones”. “Una simple concesión sin más trascendencia, que no hace mal a
nadie. Además, lo hace todo el mundo... Somos humanos”.
Sin embargo, como ha
señalado la Madre Angélica, los frutos de ese dejarse arrastrar por la
adicción al sexo tienen un coste, para ti y para tu alma. Son errores
personales que nada tienen de inofensivos. A partir del momento en que se
sucumbe, ese error –el pecado– deja de ser algo imaginario para entrar en la
propia vida. Ahora se trata de mi error, de mi pecado. Está en mi memoria.
Es real. No es algo de lo que pueda desentenderme fácilmente.
Quien se haya dejado
llevar por el desorden sexual debe pararse a pensar, y decidirse a tomar una
ducha fresca, intelectualmente hablando, que le despierte de los engaños
consigo mismo, y así valore debidamente esos actos, esos programas de
televisión, esas películas, esas páginas de internet, esas revistas o libros
que acostumbra a ver o a leer. Dicen que no tiene importancia, pero en el
fondo saben bien que el pecado siempre tiene importancia.
¿Pecado?
—Pero mucha gente no cree
en el pecado...
La historia de la
humanidad muestra con claridad que la conciencia del pecado es algo que
siempre ha pesado sobre el hombre, pues el hombre es un ser que necesita
remedio al sentimiento de culpa que le producen sus errores personales.
Todas las religiones, e incluso los cultos más antiguos de la época
precristiana, hablan del perdón y la expiación de los pecados, y todos los
sistemas de pensamiento se plantean de una forma u otra el problema de la
liberación del pecado.
Todo hombre comete
errores. Unos serán más graves que otros, y unos más culpables que otros,
pero todos comprometen en cierta manera su felicidad. El pecado siempre
produce un daño a uno mismo, se quiera reconocer o no. De la misma manera
que, por ejemplo, la droga destruye la salud del cuerpo, podría decirse que
el pecado, si no hay arrepentimiento y rectificación, va deteriorando la
salud del espíritu y arruinando la vida entera del hombre.
—¿Y consideras importante
la castidad para la fe de una persona?
Bernanos decía
que si no había perdido la fe era porque Dios había tenido a bien guardarle
de la lujuria. Me parece una afirmación acertada, porque en el arranque de
todo alejamiento de Dios suele haber una claudicación en esta materia.
Concretando un poco
No se debe eludir ni
tergiversar la realidad. Por más que se intente disfrazar, el adulterio es
pecado. La unión sexual antes del matrimonio, la masturbación, la actividad
homosexual, las películas y revistas pornográficas, todo eso, cuando se
admite y se consiente, es pecado.
—Pero nadie está exento
del pecado...; ¿es que, entonces, nadie puede ser feliz?
Es cierto que nadie puede
evitar totalmente el pecado. Pero, ante su natural acoso, caben dos
actitudes: el afincamiento en él, o el arrepentimiento y el perdón.
Cuando uno se empeña en
ignorar el pecado, acaba sucediendo lo mismo que cuando la basura se acumula
dentro de casa y no se echa fuera. Al principio esa dejadez parece más
cómoda, pero acaba por convertir la vida en algo muy desagradable.
Cada vez que se te
presenta una ocasión de pecar, se te ofrece también una oportunidad de
elegir el camino de la verdad. Mientras no consientas, mientras digas “no”
–no importa cuantas veces tengas que repetir ese “no”–, no habrá pecado. Lo
que importa es resistir la tentación, no acercarse a ella temerariamente,
esforzarse con determinación.
Cada vez que se imponga
tu debilidad y caigas en el mal, estás haciéndote daño a ti mismo, y quizá
también a otros, y además estás rechazando a Dios. Te instalas en la
mentira, una mentira quizá satisfactoria a corto plazo, pero que acabará por
atraparte en la soledad o en la desesperación si no sales pronto de ella. Si
es ahí donde te encuentras en estos momentos, sabes bien de lo que te estoy
hablando y debes rogar a Dios que te conceda valor para cambiar.
Debes decirle a Dios que
le necesitas, para salir del pecado o para no caer en él. No es necesario
que recites una larga oración formal. Una súplica de ayuda será oída, pero
debes seguir rezando hasta salir de aquello. Dios está junto a ti. No hace
falta que le expliques tu caso. Ha sido testigo de todo.
¿Confesar los propios pecados a otro hombre?
—¿Y no es demasiado pedir
que haya que confesarse y manifestar los propios errores ante otro hombre?
Cuando un hombre se
arrodilla en el confesonario porque ha pecado –escribe GeorgeWeigel–,
en aquel preciso momento contribuye a aumentar su propia dignidad como
hombre. Aunque esos pecados pesen mucho en su conciencia, y hayan disminuido
gravemente su dignidad, el acto en sí de volverse hacia Dios es una
manifestación de la especial dignidad del hombre, de su grandeza espiritual,
de la grandeza del encuentro personal entre el hombre y Dios en la verdad
interior de su conciencia.
Los no creyentes se
preguntan si es apropiado revelar los más íntimos secretos a alguien que tal
vez sea un extraño. La confesión fue, sin duda, una innovación audaz de la
fe cristiana. Es un mandato del propio Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a
los apóstoles ese poder para perdonar los pecados: “a quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos”. La confesión es una de las innovaciones más impresionantes del
Evangelio.
Por otra parte, cuando el
sacerdote confiesa, además de perdonar los pecados, actúa de alguna manera
como acompañante del drama de la vida de otro hombre. Acompaña a otro ser
humano como él, estimula su criterio espiritual, le ayuda a hacer más
profunda su fe y a mejorar su discernimiento cristiano, que no ha de quedar
en una mera letanía de prohibiciones morales. En el confesonario, el
sacerdote se encuentra con el hombre en lo más hondo de su humanidad, ayuda
a cada persona a internarse en el drama cristiano de su propia vida, única e
irrepetible. Un drama lleno de paz y esperanza, pero presidido por la
inevitable tensión dramática de la vida: la tensión entre la persona que soy
y la persona que debo ser.
La Iglesia busca
reconciliar al hombre con Dios, con los otros hombres, con toda la creación.
Y una de las maneras que tiene de hacerlo es recordar al mundo la realidad
del pecado, porque esa reconciliación es imposible sin nombrar el mal que
origina la división y la ruptura.
El pecado es una parte
esencial de la verdad acerca del hombre. El hombre puede hacer el mal, y lo
hace. Y abre con ello una doble herida: en él mismo y en sus relaciones con
su familia, amigos, vecinos, colegas y hasta con la gente que no conoce.
Llamar por su nombre al bien y al mal es el primer paso hacia la conversión,
el perdón, la reconciliación, la reconstrucción de cada hombre y de toda la
humanidad. Tomarse en serio el pecado es tomarse en serio la libertad
humana. Cuanto más se acercan los hombres a Dios, más se acercan a lo más
profundo de su humanidad y a la verdad del mundo.
Dios no desea sino
nuestro propio bien. Desobedecer sus mandatos es ir contra nuestra verdad
como hombres, causarnos daño a nosotros mismos. “El pecado –ha escrito
Javier Echevarría– no se queda en algo periférico que deja inmutado al que
lo realiza. Precisamente por su condición de acto contra nuestra verdad,
contra lo que verdaderamente somos y contra lo que verdaderamente estamos
llamados a ser, incide en lo más íntimo de nuestra naturaleza humana,
deformándola. Todo pecado hiere al hombre, descompone el equilibrio entre la
dimensión sensible y la espiritual, y genera en el alma un desorden íntimo
entre las diversas facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad.
Después, y como consecuencia del pecado, nuestras potencias operativas
aparecen debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre sí: a la mente,
sometida al influjo de las pasiones, le resulta arduo acoger la luz de la
verdad y separarla de las nieblas de lo falso; la voluntad encuentra
dificultad para elegir el bien, y se siente tenazmente atraída por la
búsqueda de la autoafirmación y del placer, aun cuando se opongan al bien y
a la justicia; nuestros afectos y deseos tienden a centrarse con egoísmo en
nosotros mismos”.
Pecar es dar la espalda a
Dios. A partir del momento en que reconozcas la verdad –esa verdad sencilla
y liberadora, bien presente y clara cuando no nos resistimos a verla–, a
partir de ese momento en que –en palabras de Lloyd Alexander– “has tenido el
valor de mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y de
darle su verdadero nombre, a partir de entonces carece de poder sobre ti y
puedes superarlo”.