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LA IGLESIA COMUNIÓN: Catequesis del Santo Padre, Juan Pablo II, sobre las Verdades del Credo.

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 Iglesaia comunión

IGLESIA -3-

(LA IGLESIA: COMUNIÓN)

INDICE

La Iglesia, misterio de comunión fundada en el amor (15.I.92)


El primer germen de la comunión eclesial (29.I.92)


La Iglesia-comunión en el período que siguió a Pentecostés (5.II.92)


La Iglesia, misterio de comunión en la santidad (12.II.92)


La Iglesia, comunidad sacerdotal (18.III.92)


El bautismo, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (25.III.92)


La confirmación en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (1.IV.92)


La Eucaristía y la Iglesia (8.IV.92)


La Penitencia en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (15.IV.92)


La unción de los enfermos, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (29.IV.92)


El matrimonio en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (6.V.92)


El testimonio de la fe en la Iglesia, comunidad profética (13.V.1992)


El testimonio de la vida en Cristo en la Iglesia, comunidad profética (20.V.1992)


El testimonio de la esperanza en la Iglesia, comunidad profética (27.V.1992)


El testimonio de la caridad en la Iglesia, comunidad profética (3.VI.92)


La Iglesia, comunidad de carismas (24.VI.1992)

 

 

La Iglesia, misterio de comunión fundada en el amor (15.I.92)

1. Quiero comenzar también esta catequesis con un hermoso texto de la carta a los Efesios, que dice: 'Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo... en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad... de hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra' (Ef 1, 3.10). San Pablo, con vuelo de águila, con un profundo sentido del misterio de la Iglesia, se eleva a la contemplación del designio eterno de Dios, que quiere reunirlo todo en Cristo como Cabeza. Los hombres, elegidos desde la eternidad por el Padre en el Hijo amado, encuentran en Cristo el camino para alcanzar su fin de hijos adoptivos. Se unen a él convirtiéndose en su Cuerpo. Por él suben al Padre, como una sola realidad, junto con las cosas de la tierra y del cielo.

Este designio divino halla su realización histórica cuando Jesús instituye la Iglesia, que primero anuncia (Cfr. Mt 16,18) y luego funda con el sacrificio de su sangre y el mandato dado a los Apóstoles de apacentar su rebano. Es un hecho histórico y, al mismo tiempo, un misterio de comunión con Cristo. El apóstol no se limita a contemplar ese misterio; se siente impulsado a traducir esa verdad contemplada en un cántico de bendición: 'Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo...'

2. Para la realización de esta comunión de los hombres en Cristo, querida desde la eternidad por Dios, reviste una importancia esencial el mandamiento que Jesús mismos define 'el mandamiento mío' (Jn 15, 12). Lo llama 'un mandamiento nuevo': 'Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros' (Jn 13, 34). 'Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado' (Jn 15, 12).

El mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a si mismo, tiene sus raíces en el Antiguo Testamento. Pero Jesús lo sintetiza, lo formula con palabras lapidarias y le da un significado nuevo, como signo de que sus discípulos le pertenecen. 'En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros' (Jn 13, 35). Cristo mismo es el modelo vivo y constituye la medida de ese amor, del que habla en su mandamiento: 'Como yo os he amado', dice. Más aún, se presenta la fuente de ese amor, como 'la vid', que fructifica con ese amor en sus discípulos, que son sus 'sarmientos': 'Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mi y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mi no podéis hacer nada' (Jn 15, 5). De allí la observación: 'Permaneced en mi amor' (Jn 15, 9). La comunidad de los discípulos, enraizada en ese amor con que Cristo mismo los ha amado, es la Iglesia, Cuerpo de Cristo, única vid, de la que somos sarmientos. Es la Iglesia.comunión, la Iglesia.comunidad de amor, la Iglesia-misterio de amor.

3. Los miembros de esta comunidad aman a Cristo y, en él, se aman recíprocamente. Pero se trata de un amor que, derivando de aquel con que Jesús mismo los ha amado, se remonta a la fuente del amor de Cristo hombre-Dios, a saber, la comunión trinitaria. De esa comunión recibe toda su naturaleza, su característica sobrenatural, y a ella tiende como a su propia realización definitiva. Este misterio de comunión trinitaria, cristológica y eclesial, aflora en el texto de san Juan que reproduce la oración sacerdotal del Redentor en la última Cena. Esa tarde, Jesús dijo al Padre: 'No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mi, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado' (Jn 17, 20.21). 'Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí' (Jn 17, 23)

4. En esa oración final, Jesús trazaba el cuadro completo de las relaciones interhumanas y eclesiales, que tenían su origen en él y en la Trinidad, y proponía a los discípulos, y a todos nosotros, el modelo supremo de esa 'communio' que debe llegar a ser la Iglesia en virtud de su origen divino; él mismo, en su íntima comunión con el Padre en la vida trinitaria. Jesús en su mismo amor hacia nosotros mostraba la medida del mandamiento que dejaba a los discípulos, como había dicho en otra ocasión: 'Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial' (Mt 5, 48). Lo había dicho en el sermón de la montaña, cuando recomendó amar a los enemigos: 'Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos' (Mt 5, 44.45). En otras muchas ocasiones, y especialmente durante su pasión, Jesús confirmó que este amor perfecto del Padre era también su amor: el amor con que él mismo había amado a los suyos hasta el extremo.

5. Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. 'Que ellos también sean uno en nosotros', dice Jesús, 'para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos' (Jn 17, 26). Subraya que éste es el amor con que 'me has amado antes de la creación del mundo' (Jn 17, 24).

Y precisamente este amor, en el que se funda y edifica la Iglesia como 'communio' de los creyentes en Cristo, es la condición de su misión salvífica: que sean uno como nosotros (pide al Padre), para que 'el mundo conozca que tú me has enviado' (Jn 17, 23). Es la esencia del apostolado de la Iglesia: difundir y hacer aceptable, creíble, la verdad del amor de Cristo y de Dios atestiguado, hecho visible y practicado por ella. La expresión sacramental de este amor es la Eucaristía. En la Eucaristía la Iglesia, en cierto sentido renace y se renueva continuamente como la 'communio' que Cristo trajo al mundo, realizando así el designio eterno del Padre (Cfr Ef 1, 3.10). De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía la Iglesia encierra en sí el germen de la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que existe en la tierra, tal como dijo Pablo (Cfr Ef 1, 10): una comunión realmente universal y eterna.

 

 

 

El primer germen de la comunión eclesial (29.I.92)

1. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos 'entonces (es decir, después de la Ascensión de Cristo resucitado a los cielos) se volvieron a Jerusalén... Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago el de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos' (Hech 1, 12.14). Esta es la primera imagen de aquella comunidad, 'communio ecclesialis', que los Hechos .como se puede comprobar. nos describen con bastante detalle.

2. Era una comunidad reunida por voluntad del mismo Jesús que, poco antes de volver al Padre, había ordenado a sus discípulos que permanecieran unidos en espera del gran acontecimiento que les había anunciado: 'Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto' (Lc 24, 49).

El evangelista Lucas, autor también de los Hechos de los Apóstoles, nos introduce en esa primera comunidad de la Iglesia en Jerusalén, recordándonos la recomendación de Jesús mismo: 'mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días' (Hech 1, 4).

3. Esos textos nos dan a entender que esa primera comunidad de la Iglesia, que debía manifestarse a la luz del sol el día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo, se había formado por orden de Jesús mismo, que le había dado por así decir. su propia 'forma'. El último de esos textos nos presenta un detalle que merece nuestra atención: Jesús dio esa indicación 'mientras estaba comiendo con ellos' (Hech 1, 4). Una vez vuelto al Padre, la Eucaristía se convertirá para siempre en la expresión de la comunión de la Iglesia en la que Cristo se halla sacramentalmente presente. En esa cena de Jerusalén Jesús estaba presente visiblemente con su cuerpo resucitado, y celebraba con sus amigos la fiesta del Esposo que volvía para estar con ellos por algún tiempo.

4. Después de la Ascensión de Cristo, la pequeña comunidad continuaba su vida. Hemos leído ante todo que 'todos ellos (los Apóstoles) perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos' (Hech 1, 14). La primera imagen de la Iglesia nos la presente como una comunidad que perseveraba en la oración. Todos oraban para invocar el don del Espíritu Santo, que les había prometido Cristo antes de su pasión y, de nuevo, antes de su ascensión al cielo.

La oración (la oración en común) es la característica funda mental de esa 'comunión' en los comienzos de la Iglesia, y así seguirá siendo siempre. Lo demuestra en todos los siglos también hoy la oración en común, especialmente en su forma litúrgica, en nuestras iglesias, en las comunidades religiosas y, ) quiera Dios concedernos cada vez más esta gracia. en las familias cristianas.

El autor de los Hechos de los Apóstoles pone de relieve la perseverancia de esa oración: una oración constante, regular, bien distribuida y comunitaria. Se trata de otra característica de la comunidad eclesial, heredera de la comunidad primitiva, que es modelo para todas las generaciones futuras.

5. San Lucas subraya también la 'unanimidad' de esa oración (homothymadon). Esta palabra contribuye a destacar el significado comunitario de la oración. La oración de la comunidad primitiva .como sucederá siempre en la Iglesia. expresa y está al servicio de la 'comunión' espiritual y, al mismo tiempo, la crea, profundiza y consolida. En esta comunión de oración se superan las diferencias y las divisiones originadas por otros factores materiales y espirituales: la oración produce la unidad espiritual de la comunidad.

6. Otro detalle que destaca Lucas es el hecho de que los Apóstoles perseveraban en la oración 'en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos'. En este caso, se les aplica la palabra hermanos a los primos, que pertenecían a la familia de Jesús, y a los que los evangelios aluden en varios momentos de la vida de Jesús. Los evangelios hablan también de varias mujeres que se hallaban presentes y participaban activamente en la acción evangelizadora del Mesías. El mismo Lucas nos lo atestigua en su evangelio: 'Le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes' (Lc 8, 1.3). En los Hechos describe, asimismo, cómo se mantuvo esa situación evangélica durante los comienzos de la comunidad eclesial. Esas mujeres generosas se reunían en oración con los Apóstoles. El día de Pentecostés debían recibir el Espíritu Santo junto con ellos. Ya en esos días se vivía en la comunidad eclesial lo que diría luego el apóstol san Pablo: 'Ya no hay... ni hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús' (Gal 3, 28). Ya por aquellos días la Iglesia se manifestaba como el germen de la nueva humanidad, llamada en su totalidad a la comunión con Cristo.

7. San Lucas pone de relieve la presencia de María, la Madre de Jesús, en aquella primera comunidad (Cfr. Hech 1,14). Ya se sabe que María no había participado directamente en la actividad pública de Jesús. Pero el evangelio de Juan nos asegura que se hallaba presente en dos momentos decisivos: en Caná de Galilea, cuando, gracias también a su intervención, Jesús comenzó sus 'signos' mesiánicos, y en el Calvario. A su vez, Lucas, que en su evangelio destacó la importancia de María ante todo en la Anunciación, en la visitación, en el nacimiento, en la presentación en el templo y en el período de la vida oculta de Jesús en Nazaret, ahora, en los Hechos, nos la muestra como la mujer que, después de haber dado la vida humana al Hijo de Dios, está también presente en el nacimiento de la Iglesia, a través de la oración, el silencio, la comunión y la espera confiada.

8. El concilio Vaticano II, recogiendo esa tradición bimilenaria iniciada por Lucas y Juan, en el último capítulo de la constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium, VIII) destacó la particular importancia de la Madre de Cristo en la economía de la salvación, que se hace realidad en la Iglesia. María es la figura de la Iglesia (typus Ecclesiae), principalmente cuando se trata de la unión con Cristo. Y esa unión es la fuente de la 'communio ecclesialis', como hemos visto en las catequesis anteriores. Por ello, María está al lado de Cristo en la raíz de esta comunión.

Es preciso notar también que la presencia de la Madre de Cristo en la comunidad apostólica, el día de Pentecostés, fue preparada de modo particular a los pies de la cruz en el Gólgota, donde Jesús dio la vida 'para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos' (Jn 11, 52). El día de Pentecostés este 'reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos' comienza a realizarse mediante la acción del Espíritu Santo. María .que Jesús entregó como Madre al discípulo que amaba y, mediante él, a la comunidad apostólica de toda la Iglesia. está presente 'en la estancia superior' (Hech 1,13), para lograr y estar al servicio de la consolidación de la 'communio', que, por voluntad de Cristo, debe ser la Iglesia.

9..Eso vale para todos los tiempos, incluido el presente, en el que sentimos particularmente viva la necesidad de recurrir a la mujer que es tipo y Madre de la unidad de la Iglesia, como nos recomienda el Concilio, en un texto que resume la tradición y la doctrina cristiana, y con el que queremos concluir esta catequesis. Leemos en él: 'Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones a la Iglesia naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de todos los ángeles y bienaventurados, interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de Cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo pueblo de Dios, para gloria de la santísima e indivisible Trinidad' (Lumen gentium, 69).

 

 

 

La Iglesia-comunión en el período que siguió a Pentecostés (5.II.92)

1. Los primeros rasgos de la comunidad que se ib convertir en la Iglesia se encuentran ya antes de Pentecostés. La 'communio ecclesialis' se formó siguiendo las recomendaciones hechas directamente por Jesús, antes de su ascensión al cielo, en espera de la venida del Paráclito. Aquella comunidad ya poseía los elementos fundamentales que, después de la venida del Espíritu Santo, se consolidaron aún más y cobraron relieve. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen: 'Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones' (Hech 2, 4) y también: 'La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma' (Hech 4, 32). Estas últimas palabras expresan, tal vez de modo más claro y más concreto el contenido de la koinonia, o comunión eclesial. La enseñanza de los Apóstoles, la oración en común .también en el templo de Jerusalén (Cfr. Hech 2, 46). contribuían a esa unidad interior de los discípulos de Cristo: 'un solo corazón y una sola alma'.

2. Con vistas a esa unidad, un momento muy importante era la oración, alma de la comunión, de manera especial en las situaciones difíciles. Así, leemos que Pedro y Juan, después de haber sido puestos en libertad por el Sanedrín, 'vinieron a los suyos y les contaron todo lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y ancianos. Al oirlo, todos a una elevaron su voz a Dios y dijeron: Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos ...' (Hech 4, 23.24). 'Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía' (Hech 4, 31). El Consolador, como se ve, respondía también de modo inmediato a la oración de la comunidad apostólica. Era casi un coronamiento constante de Pentecostés.

Dicen también los Hechos: 'Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón' (Hech 2, 46). Aunque también en ese tiempo el templo de Jerusalén era el lugar de oración, celebraban la Eucaristía 'por las casas', uniéndola a una alegre comida en común.

El sentido de la comunión era tan intenso que impulsaba a cada uno a poner sus propios bienes materiales al servicio de las necesidades de todos: 'Nadie consideraba como propiedad suya lo que le pertenecía, sino que todo era común entre ellos'. Eso no significa que tuviesen como principio el rechazo de la propiedad personal (privada); sólo indica una gran sensibilidad fraterna frente a las necesidades de los demás, como lo demuestran las palabras de Pedro en el incidente con Ananías y Safira (Cfr. Hech 5, 4).

Lo que se deduce claramente de los Hechos, y de otras fuentes neotestamentarias, es que la Iglesia primitiva era una comunidad que impulsaba a sus miembros a compartir unos con otros los bienes de que disponían, especialmente en favor de los más pobres.

3. Eso vale aún más con respecto al tesoro de verdad recibido y poseído. Se trata de bienes espirituales que debían compartir, es decir, comunicar, difundir, predicar, como enseñan los Apóstoles con el testimonio de su palabra y ejemplo: 'No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído' (Hech 4, 20). Por eso hablan, y el Señor confirma su testimonio. En efecto, 'por mano de los Apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo' (Hech 5,12).

El apóstol Juan expresaba este propósito y este compromiso de los Apóstoles con la declaración que hace en su primera carta: 'Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo' (1 Jn 1, 3). Este texto nos d entender la conciencia que tenían los Apóstoles, y la comunidad primitiva formada por ellos, sobre la comunión de la que la Iglesia saca su impulso hacia la evangelización, que a su vez sirve para un desarrollo ulterior de la comunidad ('communio ecclesialis').

En el centro de esta comunión, y de la comunión en que se abre, se encuentra Cristo. En efecto, escribe Juan: '(Os anunciamos) lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó' (1 Jn 1, 1.2). San Pablo, a su vez, escribe a los Corintios: 'Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su hijo Jesucristo, Señor nuestro' (1 Cor 1,9).

4. San Juan pone de relieve la comunión con Cristo en la verdad. San Pablo subraya la 'comunión en sus padecimientos', concebida y propuesta como comunión con la Pascua de Cristo, comunión en el misterio pascual, o sea, en el 'paso' redentor del sacrificio de la cruz a la manifestación del 'poder de la resurrección' (Flp 3, 10).

La comunión y la Pascua de Cristo, en la Iglesia primitiva, y en la de siempre, se convierte en fuente de comunión recíproca: 'Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él (1 Cor 12, 26). De aquí nace la tendencia a compartir los bienes temporales, que san Pablo recomienda dar a los pobres, casi para llevan a cabo una cierta compensación, en la equiparación de amor entre el dar de los que tienen y el recibir de los necesitados: 'Vuestra abundancia remedia sus necesidades, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad' (2 Cor 8, 14). Como se puede ver, los que dan, según el Apóstol, reciben al mismo tiempo. Y ese proceso no sirve sólo para nivelar la sociedad (Cfr. 2 Cor 8, 14.15), sino también para edificarla comunidad del Cuerpo-Iglesia, que 'recibe trabazón y cohesión...,realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor' (Ef 4,16). También mediante ese intercambio la Iglesia se realiza como 'communio'.

5. La fuente de todo sigue siendo siempre Cristo, en su misterio pascual. Ese 'paso' del sufrimiento al gozo fue comparado por Cristo, según el texto de Juan, con los dolores del parto: 'La mujer, cuando v dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo (Jn 16, 21). Este texto puede referirse también al dolor de la Madre de Jesús en el Calvario, como a la mujer que 'precede' y resume en si a la Iglesia en el 'paso' del dolor de la Pasión al gozo de la Resurrección. Jesús mismo aplica esa metáfora suya a los discípulos y a la Iglesia: 'También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar' (Jn 16, 22).

6. Para realizar la 'comunión' y alimentar la comunidad congregada en Cristo, interviene siempre el Espíritu Santo, de forma que en la Iglesia siempre se da la 'comunión en el Espíritu' (koinonia pneumatos), como dice san Pablo (Cfr. Flp 2,1). Precisamente mediante esta 'comunión en el Espíritu', también el compartir los bienes temporales entra en la esfera del misterio y sirve a la institución eclesial, incrementa la comunión y ésta se resuelve en un 'crecer en todo hasta aquel que es la Cabeza, Cristo' (Cfr. Ef 4, 15).

De Cristo, por él y en él, en virtud del Espíritu vivificante, la Iglesia se realiza como un Cuerpo 'que recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que IIevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes' (Ef 4, 16). De la experiencia de 'comunión' de los primeros cristianos, percibida en toda su profundidad, derivó la enseñanza de Pablo sobre la Iglesia como 'Cuerpo' de Cristo 'Cabeza'.

 

 

La Iglesia, misterio de comunión en la santidad (12.II.92)

1. Habló el Señor a Moisés, diciendo: Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo' (Lv 19, 1)2). La IIamada a la santidad pertenece a la esencia misma de la Alianza de Dios con los hombres ya en el Antiguo Testamento. 'Soy Dios, no hombre, en medio de ti yo soy el Santo' (Os 11, 9). Dios, que por su esencia es la suma santidad, el tres veces santo (Cfr. Is 6, 3), se acerca al hombre, al pueblo elegido, para insertarlo en el ámbito de la irradiación de esta santidad. Desde el inicio, en la Alianza de Dios con el hombre se inscribe la vocación a la santidad, más aún, la 'comunión' en la santidad de Dios mismo: 'Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa' (Ex 19, 6). En este texto del Éxodo están vinculadas la 'comunión' en la santidad de Dios mismo y la naturaleza sacerdotal del pueblo elegido. Es una primera revelación de la santidad del sacerdocio, que encontrará su cumplimiento definitivo en la Nueva Alianza mediante la sangre de Cristo, cuando se realice la 'adoración (culto) en espíritu y verdad', de la que Jesús mismos habla en Siquem, en su conversación con la samaritana (Cfr. Jn 4, 24).

2. La Iglesia como 'comunión' en la santidad de Dios y, por tanto, 'Comunión de los santos' constituye uno de los pensamientos)guía de la primera carta de san Pedro. La fuente de esta comunión es Jesucristo, de cuyo sacrificio deriva la consagración del hombre y de toda la creación. Escribe san Pedro: 'Cristo, para IIevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu' (1 Pe 3, 18). Gracias a la oblación de Cristo, que contiene en si la virtud santificadora del hombre y de toda la creación, el Apóstol puede declarar: 'Habéis sido rescatados... con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin manciIIa, Cristo' (1 Pe 1, 18.19). Y en este sentido: 'Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real (Cfr. Ex 19, 6), nación santa' (1 Pe 2, 9). En virtud del sacrificio de Cristo se puede participar en la santidad de Dios, actuar 'la comunión en la santidad'.

3. San Pedro escribe: 'Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas' (1 Pe 2, 21). Seguir las huellas de Jesucristo quiere decir revivir en vosotros su vida santa, de la que hemos sido hechos partícipes con la gracia santificante y consagrante recibida en el bautismo; quiere decir continuar realizando en la propia vida 'la petición de salvación dirigid Dios de parte de una buena conciencia, por medio de la resurrección de Jesucristo' (Cfr. 1 Pe 3, 21); quiere decir ponerse, mediante las buenas obras, en disposición de dar gloria a Dios ante el mundo y especialmente ante los no creyentes (Cfr. 1 Pe 2, 12; 3, 1 2). En esto consiste, según el Apóstol, el 'ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios, por medio de Jesucristo' (Cfr. 1 Pe 2, 5). En esto consiste el entrar en la 'construcción de un edificio espiritual... cual piedras vivas... para un sacerdocio santo' (1 Pe 2, 5).

El 'sacerdocio santo' se concreta al ofrecer sacrificios espirituales, que tienen su fuente y su modelo perfecto en el sacrificio de Cristo mismo. 'Pues más vale padecer por obrar el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal' (1 Pe 3, 17). De este modo se realiza la Iglesia como 'comunión' en la santidad. En virtud de Jesús y de obra del Espíritu Santo, la comunión del nuevo pueblo de Dios puede responder plenamente a la llamada de Dios: 'Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo'.

4. También en las cartas de san Pablo encontramos la misma enseñanza: 'Os exhorto, pues, hermanos, )escribe a los Romanos) por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual' (Rom 12, 1). 'Ofreceros vosotros mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y vuestros miembros, como armas de justicia al servicio de Dios' (Rom 6, 13). El paso de la muerte a la vida, según el Apóstol, se ha realizado por medio del sacramento del bautismo. Y ése es el bautismo .'en la muerte' de Cristo. 'Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva' (Rom 6, 4).

Como Pedro habla de 'piedras vivas' empleadas 'para la construcción de un edificio espiritual', así también Pablo usa la imagen del edificio: 'Vosotros sois (escribe) edificación de Dios' (1 Cor 3, 9), para después preguntar: '"No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?' (1 Cor 3, 16), y añadir, finalmente, casi respondiendo a su misma pregunta: 'El santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois este santuario' (1 Cor 3, 17).

La imagen del templo pone de relieve la participación de los cristianos en la santidad de Dios, su 'comunión' en la santidad, que se realiza por obra del Espíritu Santo. El Apóstol habla asimismo del 'sello del Espíritu Santo' (Cfr. Ef 1, 13), con el que los creyentes han sido marcados: Dios, es 'el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones' (2 Cor 1, 21-22).

5. Según estos textos de los dos Apóstoles, la 'comunión' en la santidad de Dios significa la santificación obrada en nosotros por el Espíritu Santo, en virtud del sacrificio de Cristo. Esta comunión se expresa mediante la oblación de sacrificios espirituales a ejemplo de Cristo. Por medio de esa oblación se realiza el 'sacerdocio santo'. A su servicio se desempeña el ministerio apostólico, que tiene como fin .escribe san Pablo. hacer que 'la oblación' de los fieles 'sea agradable, santificada por el Espíritu Santo' (Rom 15, 16). Así, el don del Espíritu Santo en la comunidad de la Iglesia fructifica con el ministerio de la santidad. La 'comunión' en la santidad se traduce para los fieles en un compromiso apostólico para la salvación de toda la humanidad.

6. Esa misma enseñanza de los apóstoles Pedro y Pablo aparece también en el Apocalipsis. En este libro, inmediatamente después del saludo inicial de 'gracia y paz' (Ap 1, 4), leemos la aclamación siguiente, dirigida a Cristo, 'Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos' (Ap 1, 5.6). En esta aclamación se expresa el amor agradecido y el júbilo de la Iglesia por la obra de santificación y de consagración sacerdotal que Cristo ha realizado 'con su sangre'. Otro pasaje precisa que la consagración alcanza a hombres y mujeres 'de toda raza, lengua, pueblo y nación' (Ap 5, 9) y esta multitud aparece luego 'de pie delante del trono (de Dios) y del Cordero' (Ap 7, 9) y da culto a Dios 'día y noche en su santuario' (Ap 7, 15).

Si la carta de Pedro muestra la 'comunión' en la santidad de Dios mediante Cristo como tarea fundamental de la Iglesia en la tierra, el Apocalipsis nos ofrece una visión escatológica de la comunión de los santos en Dios. Es el misterio de la Iglesia del cielo, donde confluye toda la santidad de la tierra, subiendo por los caminos de la inocencia y de la penitencia, que tienen como punto de partida el bautismo, la gracia que ese sacramento nos confiere, el carácter que imprime en el alma, conformándola y haciéndola participar, como escribe santo Tomás de Aquino, en el sacerdocio de Cristo crucificado (Cfr. S.Th. III, q. 63, a. 3). En la Iglesia del cielo la comunión de la santidad se ilumina con la gloria de Cristo resucitado.

 

 

La Iglesia, comunidad sacerdotal (18.III.92)

1. Hemos visto en la catequesis anterior que, según las cartas de Pedro y Pablo y el Apocalipsis de Juan, Cristo Señor, 'sacerdote tomado de entre los hombres' (Cfr. Hb 5, 1), hizo del nuevo pueblo: 'un reino de sacerdotes para su Dios y Padre' (Ap 1, 6; cfr. 5, 9)10). Así se realizó la 'comunión' en la santidad de Dios, según la petición dirigida por él ya en el antiguo Israel y que comprometía aún más al nuevo: 'Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo' (Lv 19, 2). La 'comunión' en la santidad de Dios se ha hecho realidad como fruto del sacrificio redentor de Cristo, en virtud del cual somos partícipes de aquel amor que 'ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo' (Rom 5, 5). El don del Espíritu santificador lleva a cabo en nosotros 'un sacerdocio santo' que, según Pedro, nos hace capaces de 'ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo' (1 Pe 2, 5). Así, pues, existe un 'sacerdocio santo'. Por ello, podemos reconocer en la Iglesia una comunidad sacerdotal, en el sentido que queremos explicar ahora.

2 . Leemos en el concilio Vaticano II, que cita la primera carta de Pedro, que 'los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (Cfr. 1 Pe 2, 4.10) (Lumen Gentium, 10). En ese texto, el Concilio vincula luego la oración, mediante la cual los cristianos dan gloria a Dios, con la ofrenda de sí mismos 'como hostia viva, santa y grata a Dios' (Cfr. Rom 12, 1) y con el testimonio que es preciso dar de Cristo. Vemos así resumida la vocación de todos los bautizados como participación en la misión mesiánica de Cristo, que es sacerdote, profeta y rey.

3. El Concilio considera la participación universal en el sacerdocio de Cristo, llamada también sacerdocio de los fieles (sacerdotium universale fidelium), en su relación particular con el sacerdocio ministerial: 'El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo' (Lumen Gentium, 10). El sacerdocio jerárquico como 'oficio' (officium) es un servicio particular, gracias al cual el sacerdocio universal de los fieles puede realizarse de modo que la Iglesia constituya la plenitud de la 'comunidad sacerdotal' según la medida de la repartición hecha por Cristo. 'Aquéllos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y la gracia de Dios (Lumen Gentium, 11).

4. El Concilio subraya que el sacerdocio universal de los fieles y el sacerdocio ministerial (o jerárquico) están ordenados el uno al otro. Al mismo tiempo afirma que entre ellos existe una diferencia esencial 'y no sólo en grado' (Lumen Gentium, 10). El sacerdocio jerárquico.ministerial no es un 'producto' del sacerdocio universal de los fieles. No proviene de una elección no una delegación de la comunidad de los creyentes, sino de una llamada divina particular: 'Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón' (Hb 5, 4). Un cristiano se convierte en sujeto de ese oficio en virtud de un específico sacramento, el del orden.

5. 'El sacerdocio ministerial )siempre según el Concilio) por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios' (Lumen Gentium, 10). Mucho más ampliamente trata este punto el Concilio en el decreto sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes: 'El Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rom 12, 4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonarlos pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal... Los presbíteros, por la unión del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza' (Presbyterorum ordinis, 2; Cfr. santo Tomás, S.Th. III, q. 63, a. 3). Con el carácter se les confiere la gracia necesaria para desempeñar dignamente su ministerio: 'Como los presbíteros participan por su parte el ministerio de los Apóstoles, dales Dios gracia para que sean ministros de Cristo en las naciones, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio' (Presbyterorum ordinis, 2).

6. Como hemos dicho, el sacerdocio jerárquico.ministerial fue instituido en la Iglesia para actuar todos los recursos del sacerdocio universal de los fieles. El Concilio lo afirma en diversos puntos y en particular cuando trata de la participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía. Leemos: 'Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a si mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento' (Lumen Gentium, 11). Según esa doctrina, que pertenece a la más antigua tradición cristiana, la 'actividad' de la Iglesia no se reduce al ministerio jerárquico de los pastores, como si los laicos tuvieran que permanecer en un estado de pasividad. Toda la actividad cristiana que han desempeñado los laicos en todo tiempo, y especialmente el apostolado moderno de los laicos, da testimonio de la enseñanza conciliar, según la cual el sacerdocio de los fieles y el ministerio sacerdotal de la jerarquía eclesiástica están 'ordenados el uno al otro'.

7. 'Los ministros que poseen la sacra potestad )sostiene el Concilio) están al servicio de los hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación' (Lumen Gentium, 18). Por esto, el sacerdocio de la jerarquía tiene carácter ministerial. Precisamente por ello los obispos y los sacerdotes son en la Iglesia pastores. Su tarea consiste en estar al servicio de los fieles, como Jesucristo, el Buen Pastor, el único Pastor universal de la Iglesia y de toda la humanidad, que dice de sí mismo: 'El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos' (Mt 20, 28). A la luz de la enseñanza y del ejemplo del Buen Pastor, toda la Iglesia, partícipe de la gracia de la Redención difundida en todo el cuerpo de Cristo por el Espíritu Santo, es y actúa como una comunidad sacerdotal.

 

 

 

El bautismo, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (25.III.92)

1. Leemos en la constitución pastoral Lumen Gentium del concilio Vaticano II: 'El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes' (n. 11). Eso significa que el ejercicio del sacerdocio universal se halla ligado a los sacramentos, que ciertamente desempeñan un papel fundamental en la vida cristiana. Pero el Concilio asocia 'sacramentos' y 'virtudes'. Esta asociación significativa indica, por una parte, que la vida sacramental no puede reducirse a un conjunto de palabras y de gestos rituales: los sacramentos son expresiones de fe, esperanza y caridad. Por otra parte, dicha asociación subraya que el desarrollo de esas virtudes y de todas las demás en la vida cristiana es suscitado por los sacramentos. Podemos, pues, decir que, según la concepción católica, el culto sacramental tiene su prolongación natural en el florecimiento de la vida cristiana. El Concilio hace referencia, ante todo, al bautismo, sacramento que, al constituir a la persona humana como miembro de la Iglesia, la introduce en la comunidad sacerdotal. Leemos: 'Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia' (ib.). Es un texto denso de doctrina, derivada del Nuevo Testamento y desarrollada por la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia. En esta catequesis queremos captar sus puntos esenciales.

2. El Concilio comienza recordando que el bautismo hace entrar en la Iglesia, cuerpo de Cristo. Es un eco de san Pablo, que escribía: 'En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo' (1 Cor 12, 13). Es importante subrayar el papel y el valor del bautismo para el ingreso en la comunidad eclesial. También hoy hay personas que manifiestan poco aprecio hacia ese papel, descuidando o aplazando el bautismo, particularmente en el caso de los niños. Ahora bien, según la tradición consolidada de la Iglesia, la vida cristiana se inaugura no simplemente con disposiciones humanas, sino con un sacramento dotado de eficacia divina. El bautismo, como sacramento, es decir, como signo visible de la gracia invisible, es la puerta a través de la cual Dios actúa en el alma .también en la de un recién nacido. para unirla a sí mismo en Cristo y en la Iglesia. La hace partícipe de la Redención. Le infunde la 'vida nueva'. La inserta en la comunión de los santos. Le abre el acceso a todos los demás sacramentos, que tienen la función de llevar a su pleno desarrollo la vida cristiana. Por esto, el bautismo es como un renacimiento, por el que un hijo de hombre se convierte en hijo de Dios.

3. El Concilio, hablando de los bautizados, dice: 'regenerados como hijos de Dios'. Se trata de un eco de las palabras del apóstol Pedro, que bendice a Dios Padre porque 'por su gran misericordia... nos ha regenerado' (1 Pe 1, 3).Y es también un eco de la enseñanza de Jesús en la narración de la conversación con Nicodemo: 'En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios' (Jn 3, 5). Jesús nos enseña que es el Espíritu quien da origen al nuevo nacimiento. Lo subraya la carta a Tito, según la cual Dios nos ha salvado 'por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador' (Tit 3, 5.6). Ya el Bautista había anunciado el bautismo en el Espíritu (Cfr. Mt 3, 11). Y Jesús nos dice que el Espíritu Santo es 'el que da la vida' (Jn 6, 63). Nosotros profesamos la fe en esta verdad revelada, diciendo con el Credo nicenoconstantinopolitano: 'Et in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem'. Se trata de la vida nueva, por la que somos hijos de Dios en sentido evangélico: y es Cristo quien hace a los creyentes participes de su filiación divina por medio del bautismo, instituido por él como bautismo en el Espíritu. En este sacramento tiene lugar el nacimiento espiritual a la nueva vida, que es fruto de la Encarnación redentora: el bautismo hace que el ser humano viva la misma vida de Cristo resucitado. Es la dimensión soteriológica del bautismo, del que san Pablo afirma: 'cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte... pues, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos..., así también nosotros vivamos una vida nueva' (Rom 6, 3.4). Este pasaje de la carta a los Romanos nos permite comprender bien el aspecto sacerdotal del bautismo. Nos demuestra que recibir el bautismo significa estar unidos personalmente al misterio pascual de Jesús, que constituye la única ofrenda sacerdotal realmente perfecta y agradable a Dios. De esta unión todo bautizado recibe la capacidad de hacer que toda su existencia sea ofrenda sacerdotal unida a la de Cristo (Cfr. Rom 1 2, 1 ; 1 Pe 2, 4.5).

4. El bautismo, con la vida de Cristo, infunde en el alma su santidad, como nueva condición de pertenencia a Dios con la liberación y purificación. Así lo dice san Pablo a los Corintios: 'habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios' (1 Cor 6, 11). Siempre según la doctrina del Apóstol, toda la Iglesia es purificada por Cristo 'mediante el baño del agua, en virtud de la palabra': es 'santa e inmaculada' en sus miembros, en virtud del bautismo (Ef 5, 26), que es liberación del pecado también para bien de toda la comunidad, cuyo constante camino de crecimiento espiritual sostiene (Cfr. Ef 1, 21). Es evidente que la santificación bautismal produce en los cristianos .tanto individuos como comunidad. la posibilidad y la obligación de una vida santa. Según san Pablo, los bautizados están 'muertos al pecado' y deben renunciar ala vida de pecado (Rom 6, 2). Y recomienda: 'Consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús' (Rom 6, 11). En este sentido, el bautismo nos hace participar en la muerte y resurrección de Cristo, en su victoria sobre los poderes del mal. Ese es el significado del rito bautismal, en el que se pregunta al candidato: '¿Renuncias a Satanás?', para pedirle el compromiso legal por la total liberación del pecado y, por tanto, del poder de Satanás; el compromiso de luchar, a lo largo de toda la vida terrena, contra las seducciones de Satanás. Será una 'hermosa lucha', que hará al hombre más digno de su vocación celeste, pero también más perfeccionado en cuanto hombre. Por esta doble razón, la petición y la aceptación del compromiso merecen hacerse también en el bautismo de un niño, que responde por medio de sus padres y padrinos. En virtud del sacramento, es purificado y santificado por el Espíritu, que le infunde la vida nueva como participación en la vida de Cristo.

5. Además de la gracia vivificante y santificante del Espíritu, en el bautismo se recibe la impresión de un sello que se llama carácter, del que el Apóstol dice a los cristianos: 'Fuisteis s con el Espíritu Santo de la Promesa' (Ef 1, 13; cfr. 4, 30; 2 Cor 1, 22). El carácter (en griego sfragís) es signo de pertenencia: el bautizado se convierte en propiedad de Cristo, propiedad de Dios, y en esta pertenencia se realiza su santidad fundamental y definitiva, por la que san Pablo llamaba 'santos' a los cristianos (Rom 1 7; 1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 1, etc.). Es la santidad del sacerdocio universal de los miembros de la Iglesia, en la que se cumple de modo nuevo la Antigua promesa: 'Seréis para mi un reino de sacerdotes y una nación santa' (Ex 19, 6). Se trata de una consagración definitiva, permanente, obrada por el bautismo y fijada con un carácter indeleble.

6. El Concilio de Trento, intérprete de la tradición cristiana, afirmó que el carácter es un 'signo espiritual e indeleble', impreso en el alma por tres sacramentos: bautismo, confirmación y orden (DS 1609). Eso no significa que se trate de un signo visible, aunque en muchos bautizados son visibles algunos de sus efectos, como el sentido de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, que se manifiesta en las palabras y en las obras de los cristianos .presbíteros y laicos.realmente fieles. Una de esas manifestaciones puede ser el celo por el culto divino. En efecto, según la hermosa tradición cristiana, citada y confirmada por el concilio Vaticano II, los fieles 'están destinados por el carácter al culto de la religión cristiana', es decir, a tributar culto a Dios en la Iglesia de Cristo. Lo había sostenido, basándose en esa tradición, santo Tomás de Aquino, según el cual el carácter es 'potencia espiritual' (S.Th. III, q. 63, a. 2), que da la capacidad de participar en el culto de la Iglesia como miembros suyos reconocidos y convocados a la asamblea, especialmente a la ofrenda eucarística y a toda la vida sacramental. Y esa capacidad es inalienable y no puede serles arrebatada, pues deriva de un carácter indeleble. Es motivo de gozo descubrir este aspecto del misterio de la 'vida nueva', inaugurada por el bautismo, primera fuente sacramental del 'sacerdocio universal', cuya tarea fundamental consiste en rendir culto a Dios. Con todo, en este momento quiero añadir que la capacidad que encierra el carácter implica una misión y, por tanto, unar esponsabilidad: quien ha recibido la santidad de Cristo la debe manifestar al mundo 'en toda su conducta' (1 Pe 1, 15) y, en consecuencia, la ha de alimentar con la vida sacramental, en especial con la participación en el banquete eucarístico.

7. La gracia del Espíritu Santo infundida en el bautismo, hace vital el carácter. En su dinamismo, esa gracia produce todo el desarrollo de la vida de Cristo Sacerdote en nosotros: de Cristo que da el culto perfecto al Padre en la Encarnación, en la cruz y en el cielo, y admite al cristiano a la participación de su sacerdocio en la Iglesia, instituida para que sea en el mundo ante todo renovadora de su sacrificio. Y de la misma forma que Cristo en la tierra conformó toda su vid las exigencias de la oblación sacerdotal, así sus seguidores .como individuos y como comunidad. están llamados a extender la capacidad oblativa recibida con el carácter en un comportamiento que entre en el espíritu del sacerdocio universal, al que han sido admitidos con el bautismo.

8. El Concilio subraya en particular el desarrollo del testimonio de la fe: 'Regenerados como hijos de Dios, (los bautizados) están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia'. En efecto, el bautismo, según san Pablo, tiene como efecto una iluminación: 'Te iluminará Cristo' (Ef 5, 14; cfr. Hb 6, 4; 10, 32). Los bautizados, que han salido de la Antigua noche, deben vivir en esta luz: 'En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz' (Ef 5, 8). Esta vida en la luz se traduce también en la profesión pública de la fe, exigida por Jesús: 'Por todo aquel que se declara por mi ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos' (Mt 10, 32). Es una profesión personal que el cristiano hace en virtud de la gracia bautismal: una profesión de la fe 'recibida de Dios mediante la Iglesia', como dice el Concilio (Lumen Gentium, 11). Por tanto, se inserta en la profesión de la Iglesia universal, que cada día repite en coro, 'con obras y según la verdad' (1 Jn 3,18), su Credo.

 

 

La confirmación en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (1.IV.92)

1. Manteniendo como base el texto conciliar que dice: 'EL carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes' (Lumen Gentium, 11), en la catequesis de hoy seguiremos desarrollando esta verdad acerca de la Iglesia, concentrando nuestra atención en el sacramento de la confirmación. Leemos en la constitución Lumen Gentium: 'Por el sacramento de la confirmación (los fieles bautizados) se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras' (n. 11).

2. Un primer testimonio de este sacramento aparece en los Hechos de los Apóstoles, que nos narran cómo el diácono Felipe (persona diversa de Felipe, el Apóstol), uno de los siete hombres 'llenos de Espíritu y de Sabiduría' ordenados por los Apóstoles, había bajado a una ciudad de Samaria para predicar la buena nueva. 'La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba... Cuando creyeron a Felipe que anunciaba la buena nueva del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres... Al enterarse los Apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo' (Hech 8, 6.17).

El episodio nos muestra la relación que existía, desde los primeros tiempos de la Iglesia, entre el bautismo y una 'imposición de manos', nuevo acto sacramental para obtener y conferir el don del Espíritu Santo. Este rito es considerado como un complemento del bautismo. Le conceden tanta importancia que envían expresamente a Pedro y a Juan desde Jerusalén a Samaria con esa finalidad.

3. El papel que desempeñaron los dos Apóstoles en el don del Espíritu Santo es el origen del papel atribuido al obispo en el rito latino de la Iglesia. El rito, que consiste en la imposición de las manos, ha sido practicado por la Iglesia desde el siglo segundo, como lo atestigua la Tradición apostólica de Hipólito Romano (alrededor del año 200), el cual habla de un doble rito: la unción hecha por el presbítero antes del bautismo y, luego, la imposición de la mano a los bautizados, hecha por un obispo, que derrama sobre su cabeza el santo crisma. Así se manifiesta la distinción entre la unción bautismal y la unción propia de la confirmación.

4. A lo largo de los siglos cristianos se han consolidado costumbres diversas en Oriente y Occidente con respecto a la administración de la confirmación.

En la Iglesia oriental la confirmación es conferida inmediatamente después del bautismo (bautismo que se hace sin unción), mientras que en la Iglesia occidental, a un niño bautizado se le confiere la confirmación cuando llega al uso de la razón o más tarde, según establezca la respectiva Conferencia episcopal (Código de Derecho Canónico, c. 891).

En Oriente, el ministro de la confirmación es el sacerdote que bautiza; en Occidente, el ministro ordinario es el obispo, pero también algunos presbíteros reciben la facultad de administrar el sacramento.

Además, en Oriente el rito esencial consiste únicamente en la unción; en Occidente la unción se hace con la imposición de la mano (c. 880).

A estas diferencias entre Oriente y Occidente se añade la variedad de disposiciones que en la Iglesia occidental se han tomado con respecto a la edad más oportuna para la confirmación, según los tiempos, los lugares y las condiciones espirituales y culturales. Todo ello en virtud de la libertad que la Iglesia conserva en la determinación de las condiciones particulares de la celebración del rito sacramental.

5. El efecto esencial del sacramento de la confirmación es el perfeccionamiento del don del Espíritu Santo recibido en el bautismo, que hace a quien lo recibe capaz de dar testimonio de Cristo con la palabra y con la vida.

El bautismo realiza la purificación, la liberación del pecado, y confiere una vida nueva. La confirmación pone el acento en el aspecto positivo de la santificación y en la fuerza que da el Espíritu Santo al cristiano con vistas a una vida auténticamente cristiana y a un testimonio eficaz.

6. Como en el bautismo, también en el sacramento de la confirmación se imprime en el alma un carácter especial. Es un perfeccionamiento de la consagración bautismal, conferida por medio de dos gestos rituales, la imposición de las manos y la unción.

También la capacidad de ejercitar el culto, ya recibida en el bautismo, es corroborada con la confirmación. El sacerdocio universal queda más arraigado en la persona, y se hace más eficaz en su ejercicio. La función específica del carácter de la confirmación consiste en llevar a actos de testimonio y de acción cristiana, que ya San Pedro indicaba como derivaciones del sacerdocio universal (Cfr. 1 Pe 2, 11 ss.). Santo Tomás de Aquino precisa que quien ha recibido la confirmación da testimonio del nombre de Cristo, realiza las acciones propias del buen cristiano para la defensa y propagación de la fe, en virtud de la 'especial potestad' del carácter (Cfr. S.Th. III, q. 72, a. 5, in c. y ad 1), por el hecho de que queda investido de una función y de un mandato peculiar. Es una 'participación del sacerdocio de Cristo en los fieles, llamados al culto divino, que en el cristianismo es una derivación del sacerdocio de Cristo' (ib., q. 63, a. 3). También el dar testimonio público de Cristo entra en el ámbito del sacerdocio universal de los fieles que están llamados a darlo 'quasi ex officio' (ib., q. 72, a. 5, ad 2).

7. La gracia conferida por el sacramento de la confirmación es más específicamente un don de fortaleza. Dice el Concilio que los bautizados, con la confirmación 'se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo' (Lumen Gentium, 11). Este don responde a la necesidad de una energía superior para afrontar el 'combate espiritual' de la fe y de la caridad (Cfr. S. TH. III, q. 72, a. 5), para resistir a las tentaciones y para dar testimonio de la palabra y de la vida cristiana en el mundo, con valentía, fervor y perseverancia. En el sacramento, el Espíritu Santo confiere esta energía.

Jesús había aludido al peligro de sentir vergüenza de profesor la fe: 'Quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos Ángeles' (Lc 9, 26; cfr. Mc 8, 38). Avergonzarse de Cristo se manifiesta a menudo en diversas formas de 'respeto humano' que llevan a ocultar la propia fe y a buscar compromisos, inadmisibles para quien quiere ser de verdad su discípulo. ¡Cuántos hombres, incluso entre los cristianos, hoy recurren a compromisos!

Con el sacramento de la confirmación el Espíritu Santo infunde en el hombre el valor necesario para profesar la fe en Cristo. Profesar esta fe significa, según el texto conciliar que tomamos como punto de partida 'difundirla y defenderla por la palabra juntamente con las obras', como testigos coherentes y fieles.

8. Desde la Edad Media, la teología, desarrollada en un contexto de esfuerzo generoso por librar el 'combate espiritual' por la causa de Cristo, no vaciló en subrayar la fuerza que confiere la confirmación a los cristianos llamados a 'militar al servicio de Dios'. Y, a pesar de ello, descubrió también en este sacramento el valor oblativo y consagratorio que encierra, en virtud de la 'plenitud de la gracia' de Cristo (Cfr. SS. Th. III, q. 72, a. 1, ad 4). Santo Tomás explicaba la distinción y sucesión de la confirmación con respecto al bautismo de la siguiente manera: 'EL sacramento de la confirmación es como el coronamiento del bautismo: en el sentido que, si en el bautismo .según san Pablo. el cristiano es formado como un edificio espiritual (Cfr. 1 Cor 3, 9) y queda escrito como una carta espiritual (Cfr. 2 Cor 3, 2 3), en el sacramento de la confirmación este edificio espiritual es consagrado para convertirse en templo del Espíritu Santo, y esta carta queda sellada con el sello de la cruz' (S.Th. III, q.72,a. 11).

9. Como es sabido, se plantean diversos problemas pastorales en relación con la confirmación, y en especial con respecto a la edad más adecuada para recibir este sacramento.

Existe una tendencia reciente a retrasar el momento de conferir la confirmación hasta la edad de 15 a 18 años, con el fin de que la personalidad del sujeto sea más madura y pueda asumir con plena conciencia un compromiso más serio y estable de vida y de testimonio cristiano.

Otros, en cambio, prefieren conferirlo antes de esa edad. En cualquier caso, es de desear que se realice una preparación profunda a este sacramento que permita a los que lo reciben renovar las promesas del bautismo con plena conciencia de los dones que reciben y de las obligaciones que asumen. Sin una larga y seria preparación, correrían el peligro de reducir el sacramento a pura formalidad, o a un rito meramente externo; o, incluso, correrían el peligro de perder de vista el aspecto sacramental esencial, insistiendo unilateralmente en el compromiso moral.

10. Quiero concluir recordando que la confirmación es el sacramento adecuado para suscitar y sostener los esfuerzos de los fieles que quieren dedicarse al testimonio cristiano en la sociedad. Espero que todos los jóvenes cristianos merezcan )especialmente ellos, con la ayuda de la gracia de la confirmación) el elogio del apóstol san Juan: 'Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno' (1 Jn 2,14).

 

 

La Eucaristía y la Iglesia (8.IV.92)

1. Según el concilio Vaticano II, la verdad de la Iglesia como comunidad sacerdotal, que se realiza por medio de los sacramentos, alcanza su plenitud en la Eucaristía. En efecto, leemos en la Lumen Gentium que los fieles, 'participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella' (n. 11).

La Eucaristía es la fuente de la vida cristiana, pues quien participa de ella recibe el impulso y la fuerza necesaria para vivir como auténtico cristiano. La ofrenda de Cristo en la cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico comunica al creyente su dinamismo de amor generoso; el banquete eucarístico nutre a los fieles con el cuerpo y la sangre del Cordero divino, inmolado por nosotros y les da la fuerza para 'seguir sus huellas'(Cfr. 1 Pe 2, 21 ).

La Eucaristía es el culmen de toda la vida cristiana, porque los fieles llevan a ella todas sus oraciones y obras buenas, sus gozos y sufrimientos, y estas modestas ofrendas se unen a la oblación perfecta de Cristo, quedan plenamente santificadas y se elevan hasta Dios en un culto perfectamente agradable, que introduce a los fieles en la intimidad divina (Cfr. Jn 6, 56-57). Por ello, como escribe santo Tomás de Aquino, la Eucaristía es 'el coronamiento de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos' (S.Th. III, q. 66, a. 6).

2. El doctor angélico hace notar también que 'el efecto de este sacramento es la unidad del cuerpo místico (la Iglesia), sin la cual no puede existir la salvación. Por ello, es necesario recibir la Eucaristía, al menos con el deseo (in voto), para salvarse' (ib., III, q. 73, a. 1, arg. 2). En estas palabras se percibe el eco de lo que dijo Jesús mismo acerca de la necesidad de la Eucaristía para la vida cristiana: 'En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día' (Jn 6, 53.54).

Según estas palabras de Jesús, la Eucaristía es prenda de la resurrección futura, pero ya en el tiempo es fuente de vida eterna. Jesús no dice 'tendrá vida eterna' sino 'tiene vida eterna'. La vida eterna de Cristo, con el pan eucarístico, penetra y se da en la vida humana.

3. La Eucaristía requiere la participación de los miembros de la Iglesia. Según el Concilio, 'sea por la oblación, o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica (eucarística) una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto' (Lumen Gentium, 11).

La participación es común a todo el 'pueblo sacerdotal', admitido a unirse en la oblación y en la comunión. Pero es diversa según la situación en que se encuentran los miembros de la Iglesia de acuerdo con la institución sacramental. El ministerio sacerdotal desempeña un papel específico, pero no quita, sino que más bien promueve el papel del sacerdocio común. Se trata de un papel específico querido por Cristo, cuando encargó a sus Apóstoles que realizaran la Eucaristía en conmemoración suya, instituyendo para este oficio el sacramento del orden, conferido a obispos y presbíteros (y a los diáconos, como ministros del altar).

4. El ministerio sacerdotal tiene como finalidad la convocación del pueblo de Dios 'de suerte que todos los que a este pueblo pertenecen, por estar santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan a sí mismos como sacrificio viviente, santo y acepto a Dios (Rom 12, 1)' (Presbyterorum ordinis, 2).

Si, como ya puse de relieve en catequesis anteriores, el sacerdocio común está destinado a ofrecer sacrificios espirituales, los fieles pueden hacer esta ofrenda porque están 'santificados por el Espíritu Santo'. El Espíritu Santo, que animó la ofrenda de Cristo en la cruz (Cfr. Hb 9, 14), anima también la ofrenda de los fieles.

5. Según el Concilio, gracias al ministerio sacerdotal, los sacrificios espirituales pueden alcanzar su meta. 'Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, mediador único, que, por manos de ellos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía hasta que el Señor mismo retorne' (Presbyterorum ordinis, 2).

En virtud del bautismo y la confirmación, como hemos dicho en las catequesis anteriores, el cristiano es capacitado para participar 'quasi ex officio' en el culto divino, que tiene su centro y culmen en el sacrificio de Cristo, presente en la Eucaristía. Pero la ofrenda eucarística implica la intervención de un ministro ordenado, pues tiene lugar dentro del acto consagratorio realizado por el sacerdote en nombre de Cristo.

Así, el ministerio sacerdotal contribuye a la plena valoración del sacerdocio universal. Como recuerda el Concilio, citando a san Agustín, el ministerio de los presbíteros tiene como finalidad que 'toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, sea ofrecida como sacrificio universal a Dios por medio del gran sacerdote (Cristo), que también se ofreció a sí mismo en la pasión por nosotros para que fuéramos cuerpo de tan extensa cabeza (De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284)' (Presbyterorum ordinis, 2).

6. Realizada la ofrenda, la comunión eucarística que la sigue está destinada a proporcionar a los fieles las fuerzas espirituales necesarias para el pleno desarrollo del 'sacerdocio' y especialmente para la ofrenda de todos los sacrificios de su existencia diaria. 'Los presbíteros .leemos en el decreto Presbyterorum ordinis. enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la víctima divina en el sacrificio de la misa y a hacer, juntamente con ella, oblación de su propia vida'(n. 5).

Se puede decir que, según la intención de Jesús, que en la última cena formuló el nuevo mandamiento del amor, la comunión eucarística hace a los que participan de ella capaces de ponerlo en práctica: 'Amaos los unos a los otros, como yo os he amado' (Jn 13, 34;15, 12).

7. La participación en el banquete eucarístico es testimonio de unidad, como subraya el Concilio cuando escribe que los fieles, 'confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento' (Lumen gentium, 11).

Es la verdad que la fe de la Iglesia ha heredado de san Pablo, que escribía: 'El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan'(1 Cor 10, 16.17). Por esta razón, santo Tomás veía en la Eucaristía el sacramento de la unidad del 'cuerpo místico' (S. Th. III, q.72, a.3).

Quisiera concluir esta catequesis eclesiológico-eucarística subrayando que, si la comunión eucarística es el signo eficaz de la unidad, de ella todos los fieles reciben también un nuevo impulso al amor mutuo y a la reconciliación, así como la energía sacramental necesaria para mantener en las relaciones familiares y eclesiales una benéfica concordia.

 

 

La Penitencia en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (15.IV.92)

1. Como dice el concilio Vaticano II, 'el carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes' (Lumen Gentium, 11). En la catequesis de hoy queremos descubrir el reflejo de esta verdad en el sacramento de la reconciliación, que tradicionalmente es llamado sacramento de la penitencia. En él se realiza un ejercicio real del 'sacerdocio universal', común a todos los bautizados, porque es tarea fundamental del sacerdocio eliminar el obstáculo del pecado, que impide la relación vivificante con Dios. Ahora bien, este sacramento fue instituido para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo y en el los bautizados desempeñan un papel activo. No se limitan a recibir un perdón ritual y formal, como sujetos pasivos. Al contrario, con la ayuda de la gracia, toman la iniciativa de luchar contra el pecado, confesando sus culpas y pidiendo perdón por ellas. Los bautizados saben que el sacramento implica de su parte un acto de conversión. Y con esta conciencia participan activamente y desempeñan su papel en el sacramento, como se desprende del mismo rito.

2. Es preciso reconocer que en tiempos recientes se ha manifestado en muchos lugares una crisis de la frecuencia de los fieles al sacramento de la penitencia. Las razones, que guardan relación con las mismas condiciones espirituales y socio.culturales de grandes estratos de la humanidad de nuestro tiempo, pueden resumirse en dos.

. Por una parte, el sentido del pecado se ha debilitado también en la conciencia de cierto número de fieles que, bajo el influjo del clima de reivindicación de una libertad e independencia total del hombre, vigente en el mundo moderno, experimentan dificultad para reconocer la realidad y la gravedad del pecado y la propia culpabilidad, incluso delante de Dios.

Por otra, hay algunos fieles que no ven la necesidad y la utilidad de recurrir al sacramento, y prefieren pedir más directamente a Dios el perdón: en este caso experimentan dificultad para admitir una mediación de la Iglesia en la reconciliación con Dios.

3. A estas dos dificultades responde brevemente el Concilio, que considera el pecado en su doble aspecto de ofensa a Dios y de herida a la Iglesia. Leemos en la Lumen Gentium: 'Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones' (n.11). Las palabras del Concilio, sintéticas, meditadas e iluminadas, sugieren varias reflexiones importantes para nuestra catequesis.

4. Ante todo, el Concilio recuerda que una característica esencial del pecado es ser ofensa a Dios. Se trata de un hecho enorme, que incluye el acto perverso de la criatura que, a sabiendas y voluntariamente, se opone a la voluntad de su Creador y Señor, violando la ley del bien y entrando, mediante una opción libre, bajo el yugo del mal. Es un acto de lesa majestad divina, ante el cual santo Tomás de Aquino no duda en decir que 'el pecado cometido contra Dios tiene una cierta infinidad, en virtud de la infinidad de la majestad divina' (S.Th. III, q. 1, a. 2, ad 2). Es preciso decir que es también un acto de lesa caridad divina, en cuanto infracción de la ley de la amistad y alianza que Dios estableció con su pueblo y con todo hombre mediante la sangre de Cristo; y, por tanto, un acto de infidelidad y, en la práctica, de rechazo de su amor. El pecado, por consiguiente, no es un simple error humano, y no comporta sólo un daño para el hombre: es una ofensa hecha a Dios, en cuanto que el pecador viola su ley de Creador y Señor, y hiere su amor de Padre. No se puede considerar el pecado exclusivamente desde el punto de vista de sus consecuencias psicológicas: el pecado adquiere su significado de la relación del hombre con Dios.

5. Es Jesús quien (de manera especial en la parábola del hijo pródigo) nos hace comprender que el pecado es ofensa al amor del Padre, cuando describe el desprecio ultrajante de un hijo hacia la autoridad y la casa de su padre. Son muy tristes las condiciones de vid las que se reduce el hijo: reflejan la situación de Adán y sus descendientes después del primer pecado. Pero el gran don que Jesús nos hace con su parábola es la revelación consoladora y confortante del amor misericordioso de un Padre que permanece con los brazos abiertos, en espera de que vuelva el hijo pródigo, para apresurarse a abrazarlo y perdonarlo, borrando todas las consecuencias del pecado y celebrando en su honor la fiesta de la vida nueva (Cfr. Lc 15, 11.32). ¡Cuánta esperanza ha encendido en los corazones! ¡¡Cuántos retornos a Dios ha facilitado, a lo largo de los siglos cristianos, la lectura de esta parábola, referida por Lucas, quien con plena razón ha sido definido 'el escribano de la mansedumbre de Cristo' (scriba mansuetudinis Christi)! El sacramento de la penitencia pertenece a la revelación que Jesús nos hizo del amor y de la bondad paterna de Dios.

6. El Concilio nos recuerda que el pecado es también una herida infligida a la Iglesia. En efecto, todo pecado va contra la santidad de la comunidad eclesial. Dado que todos los fieles son solidarios en la comunidad cristiana, no existe nunca un pecado que no tenga algún efecto sobre toda la comunidad. Como es verdad que el bien hecho por uno procura un beneficio y una ayuda a todos, también es verdad, por desgracia, que el mal cometido por uno va contra la perfección a la que todos tienden. Si cada alma que se eleva levanta al mundo entero, como dice la beata Isabel Leseur, también es verdad que todo acto de traición al amor divino perjudica a la condición humana y empobrece a la Iglesia. La reconciliación con Dios es también reconciliación con la Iglesia y, en cierto sentido, con toda la creación, cuya armonía ha quedado violada por el pecado. La Iglesia es la mediadora de esta reconciliación. Es un papel que le asignó su mismo Fundador, quien le confirió la misión y el poder de 'perdonar los pecados'. Toda reconciliación con Dios se realiza, pues, en relación explícita o implícita, consciente o inconsciente, con la Iglesia. Como escribe santo Tomás, 'no puede existir salvación sin la unidad de Cuerpo místico: nadie puede salvarse sin la Iglesia, como en el diluvio nadie se salvó fuera del arca de Noé, símbolo de la Iglesia, tal como enseña san Pedro (1 Pe 3, 20.21 ') (S.Th. III, q. 73, a. 3; cfr. Suppl., q. 17, a. 1). Sin duda, el poder de perdonar corresponde a Dios, y la remisión de los pecados es obra del Espíritu Santo. Con todo, el perdón proviene de la aplicación al pecador de la redención realizada en la cruz de Cristo (Cfr. Ef 1,7; Col 1,14.20), que confió a su Iglesia la misión y el ministerio de llevar en su nombre la salvación a todo el mundo (Cfr. S.Th. III, q. 84, a. 1). El perdón, por tanto, hay que pedirlo a Dios, y es Dios quien lo concede, pero no lo hace de forma independiente de la Iglesia, fundada por Jesucristo para la salvación de todos.

7. Sabemos que Cristo resucitado, para comunicar a los hombres los frutos de su pasión y muerte, confirió a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados: 'A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos' (Jn 20, 23). Como herederos de la misión y del poder de los Apóstoles, los presbíteros, en la Iglesia, perdonan los pecados en nombre de Cristo. Pero se puede decir que en el sacramento de la reconciliación el ministerio específico de los sacerdotes no excluye, sino que comprende el ejercicio del 'sacerdocio común' de los fieles, que confiesan sus pecados y piden el perdón bajo el influjo del Espíritu Santo, que los convierte en su interior con la gracia de Cristo redentor. Santo Tomás, cuando afirma este papel de los fieles, cita las famosas palabra de san Agustín: 'El que te creó sin ti, no te justificará sin ti' (San Agustín, Super Ioannem, serm. 169, c. 11; Santo Tomás, S.Th. III, q. 84, aa. 5 y 7).

El papel activo del cristiano en el sacramento de la penitencia consiste en reconocer sus propias culpas con una 'confesión' que, salvo casos excepcionales, se hace individualmente al sacerdote; con la manifestación del propio arrepentimiento por la ofensa hecha a Dios: 'contrición'; con la sumisión humilde al sacerdocio institucional de la Iglesia, para recibir el 'signo eficaz' del perdón divino; con el ofrecimiento de la 'satisfacción' impuesta por el sacerdote como signo de participación personal en el sacrificio reparador de Cristo, que se ofreció al Padre como hostia por nuestras culpas; y, finalmente, con la acción de gracias por el perdón obtenido.

8. Conviene recordar que todo cuando hemos dicho vale para el pecado que rompe la amistad con Dios y priva de la 'vida eterna)u y que, por ello, se llama 'mortal'. Recurrir al sacramento es necesario cuando se ha cometido incluso un solo pecado mortal (Cfr. Concilio de Trento, DS 1707). Pero el cristiano que cree en la eficacia del perdón sacramental recurre al sacramento, también fuera del caso de necesidad, con una cierta frecuencia, y encuentra en él el camino de una creciente delicadeza de conciencia y de una purificación cada vez más profunda, una fuente de paz, una ayuda en la lucha contra las tentaciones y en el esfuerzo por llevar una vida más acorde con las exigencias de la ley y del amor de Dios.

9.. La Iglesia está al lado del cristiano, como comunidad que 'colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones' (Lumen Gentium, 11). El cristiano nunca queda solo, ni siquiera cuando se halla en estado de pecado: siempre forma parte de la 'comunidad sacerdotal', que lo sostiene con la solidaridad de la caridad, la fraternidad y la oración, para obtenerle la reintegración en la amistad de Dios y en la compañía de los 'santos'. La Iglesia, comunidad de los santos, en el sacramento de la penitencia se manifiesta y actúa como comunidad sacerdotal de misericordia y perdón.

 

 

La unción de los enfermos, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (29.IV.92)

1. Se puede decir que la realidad de la comunidad sacerdotal se actúa y manifiesta de modo particularmente significativo en el sacramento de la unción de los enfermos, del que el apóstol Santiago escribe: '¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados' (St 5, 14.15).

Como se ve, la carta de Santiago recomienda la iniciativa del enfermo que, personalmente o por medio de sus seres queridos, solicita la presencia de los presbíteros. Se puede decir que de esta manera ya se da un ejercicio del sacerdocio común, mediante un acto personal de participación en la vida de la comunidad de los 'santos', a saber, de los congregados en el Espíritu Santo, del que se recibe la unción. Pero la carta d entender también que ayudar a los enfermos con la unción es una tarea del sacerdocio ministerial, llevado a cabo por los 'presbíteros'. Es un segundo momento de realización de la comunidad sacerdotal en la armoniosa participación activa en el sacramento.

2. El primer fundamento de este sacramento se puede descubrir en la solicitud y cuidado de Jesús por los enfermos. Los evangelistas nos relatan cómo, desde el inicio de su vida pública, trataba con gran amor y compasión sincera a los enfermos y a todos los demás necesitados y atribulados, que le pedían su intervención. San Mateo atestigua que 'sanaba toda enfermedad y toda dolencia' (Mt 9, 35).

Para Jesús esas innumerables curaciones milagrosas eran el signo de la salvación que quería aportar a los hombres. Con frecuencia establece claramente esta relación de significado, como cuando perdona los pecados al paralítico y sólo después realiza el milagro, para demostrar que 'el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar los pecados' (Mc 2, 10). Su mirada, por consiguiente, no se detenía sólo en la salud del cuerpo; buscaba también la curación del alma, la salvación espiritual.

3.. Este comportamiento de Jesús pertenecía a la economía de la misión mesiánica, que la profecía del libro de Isaías había descrito en términos de curación de los enfermos y de ayuda a los pobres (Cfr. Is 61, 1 ss.; Lc 4, 18)19). Es una misión que, ya durante su vida terrena, Jesús quiso confiar a sus discípulos, a fin de que socorriesen a los menesterosos y, en especial, curasen a los enfermos. En efecto, el evangelista san Mateo nos asegura que Jesús, 'llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia' (Mt 10, 1). Y Marcos dice de ellos que 'expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban' (Mc 6, 13). Es significativo que ya en la Iglesia primitiva no sólo se subrayara este aspecto de la misión mesiánica de Jesús, al que se hallan dedicadas numerosas páginas de los evangelios, sino también la obra confiada por él a sus discípulos y apóstoles, en conexión con su misión.

4. La Iglesia ha hecho suya la atención especial de Jesús para con los enfermos. Por una parte, ha suscitado muchas iniciativas de dedicación generosa a su curación. Por otra, con el sacramento de la unción, les ha proporcionado y les proporciona el contacto benéfico con la misericordia de Cristo mismo.

Es conveniente notar a este respecto que la enfermedad nunca es sólo un mal físico; al mismo tiempo se trata de una prueba moral y espiritual. El enfermo experimenta gran necesidad de fuerza interior para salir victorioso de esa prueba. Por medio de la unción sacramental, Cristo le manifiesta su amor y le comunica la fuerza interior que necesita. En la parábola del buen samaritano, el aceite derramado sobre las heridas del viajero asaltado en el camino de Jericó, sirve simplemente como medio de curación física. En el sacramento, la unción con el aceite resulta signo eficaz de gracia y de salvación también espiritual, mediante el ministerio de los presbíteros.

5.. En la carta de Santiago leemos que la unción y la oración sacerdotal tienen como efectos la salvación, la conformación y el perdón de los pecados. El concilio de Trento (DS 1696) comenta el texto de Santiago diciendo que, en este sacramento, se comunica una gracia del Espíritu Santo, cuya unción interna, por una parte, libra el alma del enfermo de las culpas y de las reliquias del pecado y, por otra, la alivia y fortalece, inspirándole gran confianza en la bondad misericordiosa de Dios. Así, le ayuda a soportar más fácilmente los inconvenientes y las penas de la enfermedad, y a resistir con mayor energía las tentaciones del demonio. Además, la unción a veces obtiene al enfermo también la salud del cuerpo, cuando conviene a la salvación de su alma. Esta es la doctrina de la Iglesia, expuesta por ese concilio.

Se da, por consiguiente, en el sacramento de la unción una gracia de fuerza que aumenta el valor y la capacidad de resistencia del enfermo. Esa gracia produce la curación espiritual, como perdón de los pecados, obrada por virtud de Cristo por el sacramento mismo, si no se encuentran obstáculos en la disposición del alma, y a veces también la curación corporal. Esta última no es la finalidad esencial del sacramento, pero, cuando se produce, manifiesta la salvación que Cristo proporciona por su gran caridad y misericordia hacia todos los necesitados, que ya revelaba durante su vida terrena. También en la actualidad su corazón palpita con ese amor, que perdura en su nueva vida en el cielo y que el Espíritu Santo derrama en las criaturas humanas.

6. El sacramento de la unción es, pues, una intervención eficaz de Cristo en todo caso de enfermedad grave o de debilidad orgánica debida a la edad avanzada, en que los 'presbíteros' de la Iglesia son llamados a administrarlo.

En el lenguaje tradicional se llamaba 'extrema unción', porque se consideraba como el sacramento de los moribundos. El concilio Vaticano II ya no usó esa expresión, para que la unción se juzgase mejor, como es, el sacramento de los enfermos graves. Por ello, no está bien esperar a los últimos momentos para pedir este sacramento, privando así al enfermo de la ayuda que la unción procura al alma y, a veces, también al cuerpo. Los mismos parientes y amigos del enfermo deben hacerse tempestivamente intérpretes de su voluntad de recibirlo en caso de enfermedad grave. Esta voluntad se debe suponer, si no consta un rechazo, incluso cuando el enfermo ya no tiene la posibilidad de expresarla formalmente. Forma parte de la misma adhesión a Cristo con la fe en su palabra y la aceptación de los medios de salvación por él instituidos y confiados al ministerio de la Iglesia. También la experiencia demuestra que el sacramento proporciona una fuerza espiritual, que transforma el ánimo del enfermo y le da alivio incluso en su situación física. Esta fuerza es útil especialmente en el momento de la muerte, porque contribuye al paso sereno al más allá. Oremos diariamente para que, al final de la vida, se nos conceda ese supremo don de gracia santificante y, al menos en perspectiva, ya beatificante.

7. El concilio Vaticano II subraya el empeño de la Iglesia que, con la santa unción, interviene en la hora de la enfermedad, de la vejez y, finalmente, de la muerte. 'Toda la Iglesia', dice el Concilio (Lumen Gentium, 11), pide al Señor que alivie los sufrimientos del enfermo, manifestando así el amor de Cristo hacia todos los enfermos. El presbítero, ministro del sacramento, expresa ese empeño de toda la Iglesia, 'comunidad sacerdotal', de la que también el enfermo es aún miembro activo, que participa y aporta. Por ello, la Iglesia exhorta a los que sufren a unirse a la pasión y muerte de Jesucristo para obtener de él la salvación y una vida más abundante para todo el pueblo de Dios. Así, pues, la finalidad del sacramento no es sólo el bien individual del enfermo, sino también el crecimiento espiritual de toda la Iglesia. Considerada a esta luz, la unción aparece .tal cual es. como una forma suprema de la participación en la ofrenda sacerdotal de Cristo, de la que decía san Pablo: 'Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia' (Col 1, 24).

8. Por consiguiente, hay que atraer la atención hacia la contribución de los enfermos al desarrollo de la vida espiritual de la Iglesia. Todos -los enfermos, sus seres queridos, los médicos y demás asistentes- deben ser cada vez más conscientes del valor de la enfermedad como ejercicio del 'sacerdocio universal', es decir, del sufrimiento unido a la pasión de Cristo. Todos han de ver en ellos la imagen del Cristo sufriente (Christus patiens), del Cristo que según el oráculo del libro de Isaías acerca del siervo (Cfr. 53, 4). tomó sobre sí nuestras enfermedades.

Por la fe y por las experiencias sabemos que la ofrenda que hacen los enfermos es muy fecunda para la Iglesia. Los miembros dolientes del Cuerpo místico son los que más contribuyen a la unción intima de toda la comunidad con Cristo Salvador. La comunidad debe ayudar a los enfermos de todos los modos que señala el Concilio, también por gratitud a causa de los beneficios que de ellos recibe.

 

 

El matrimonio en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental (6.V.92)

1. Según el concilio Vaticano II, la Iglesia es una 'comunidad sacerdotal ', cuyo 'carácter sagrado y orgánicamente estructurado' se actualiza por los sacramentos, entre los cuales ocupan un puesto especial el del orden y el del matrimonio.

A propósito del orden, leemos en la constitución Lumen Gentium: 'Aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios'; y a propósito del matrimonio: 'Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (Cfr. Ef 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse' (n. 11). En esta catequesis nos ocuparemos exclusivamente del sacramento del matrimonio. Sobre el sacerdocio ministerial volveremos a su debido tiempo.

2. Ya hemos recordado en una catequesis anterior que el primer milagro realizado por Jesús tuvo lugar en Caná, durante un banquete de bodas. Aunque el significado de ese milagro, con el que Jesús 'manifestó su gloria' (Jn 2, 11),va mucho más allá del hecho narrado, podemos descubrir en él el aprecio del Señor hacia el amor conyugal y hacia la institución del matrimonio, así como su intención de llevar la salvación a este aspecto fundamental de la vida y de la sociedad humana. Cristo da un vino nuevo, símbolo del amor nuevo. El episodio de Caná nos ayuda a caer en la cuenta de que el matrimonio se halla amenazado cuando el amor corre el peligro de agotarse. Con el sacramento, Jesús nos manifiesta de modo eficaz su intervención a fin de salvar y reforzar, mediante el don de la caridad teologal, el amor entre los cónyuges, y a fin de darles la fuerza para la fidelidad. Podemos añadir que el milagro, realizado por Jesús al comienzo de su vida pública, es un signo de la importancia del matrimonio en el plan salvífico de Dios y en la formación de la Iglesia.

Y, por último, se puede decir que la iniciativa de María, que pide y obtiene el milagro, anuncia su futuro papel en la economía del matrimonio cristiano: una presencia benévola, una intercesión y una ayuda para superar las dificultades, que nunca han de faltar.

A la luz de Caná, queremos subrayar ahora el aspecto del matrimonio que más nos interesa en este ciclo de catequesis eclesiológicas. Y es que en el matrimonio cristiano el sacerdocio común de los fieles se ejercita de modo notable, porque los cónyuges mismos son los ministros del sacramento.

El acto humano, 'por el cual los esposos )como dice el Concilio) se dan y se reciben mutuamente' (Gaudium et Spes, 48), ha sido elevado a la dignidad de sacramento. Los cónyuges se administran mutuamente el sacramento con su consentimiento reciproco.

El sacramento manifiesta el valor del consentimiento libre del hombre y la mujer, como afirmación de su personalidad y expresión del amor mutuo.

4. Siempre según el Concilio, los cónyuges cristianos, con el sacramento, 'significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (Cfr. Ef 5, 32)' (Lumen Gentium, 11).

'EL genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos a fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial' (Gaudium et Spes, 48).

Es muy importante esta última afirmación de la Gaudium et Spes, o sea, que los cónyuges están 'como consagrados por un sacramento especial'. Precisamente en esto se manifiesta el ejercicio de su sacerdocio de bautizados y confirmados.

5. En esta participación especial en el sacerdocio común de la Iglesia, los cónyuges pueden realizar su santidad. En efecto, con el sacramento, reciben la fuerza para cumplir su deber conyugal y familiar, y para progresar en la santificación mutua. 'Se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del pueblo de Dios, en su estado y forma de vida (Cfr. 1 Cor 7, 7)'(Lumen Gentium, 11).

El sacramento del matrimonio está orientado hacia la fecundidad. Es una inclinación ya insita en la naturaleza humana. 'Por su, índole natural (dice el Concilio) la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia' (Gaudium et Spes, 48).

El sacramento les proporciona fuerzas espirituales de fe, caridad y generosidad para el cumplimiento del deber de la procreación y la educación de la prole. Es un recurso de gracia divina, que corrobora y perfecciona la recta inclinación natural y configura la misma psicología de la pareja, que toma conciencia de su propia misión de 'cooperadores del amor de Dios creador', como dice el Concilio (Gaudium et Spes, 50).

La conciencia de cooperar en la obra divina de la creación, y en el amor que inspira esta obra, ayuda a los cónyuges a entender mejor el carácter sagrado de la procreación y del amor procreante, y refuerza la orientación de su amor hacia la transmisión de la vida.

7. El Concilio subraya también la misión educativa de los cónyuges. En efecto, leemos en la Gaudium et Spes: 'En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete' (n. 48). Pero esta exhortación se ilumina a la luz espiritual de la Lumen Gentium, que escribe: 'En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe' (n. 11). El Concilio, por consiguiente, proyecta una luz eclesial sobre la misión de los cónyuges.padres, en cuanto miembros de la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental.

Está claro que, para los creyentes, la educación cristiana es el don más hermoso que los padres puedan dar a sus hijos, y la manifestación más genuina y más elevada de su amor. Esa educación requiere una fe sincera y coherente, y una vida conforme a la fe.

8. El Concilio escribe, también, que la unión conyugal 'como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad' (Gaudium et Spes, 48). La fidelidad y la unidad vienen del 'don especial de la gracia y la caridad' (ib., 49) dado por el sacramento. Ese don asegura que, a imitación de Cristo que amó a la Iglesia, 'los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad' (ib., 48). Se trata de una fuerza inherente a la gracia del sacramento.

9. Por último, leemos en el Concilio que 'la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la Alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros' (ib., 48).

Así, pues, no sólo todo cristiano, considerado individualmente, sino la familia entera )formada por padres e hijos cristianos) como tal, está llamada a ser testigo de la vida, del amor y de la unidad que la Iglesia lleva en sí como propiedades derivadas de su naturaleza de comunidad sagrada, constituida, y que vive en la caridad de Cristo.

 

 

El testimonio de la fe en la Iglesia, comunidad profética (13.V.1992)

1. En las catequesis anteriores hemos hablado de la Iglesia como de una 'comunidad sacerdotal' de 'carácter sagrado y orgánicamente estructurado' que 'se actualiza por los sacramentos y por las virtudes' (Lumen Gentium, 11). Era un comentario al texto de la constitución conciliar Lumen Gentium, dedicado ala identidad de la Iglesia. Pero, en la misma constitución leemos que 'el pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre(cfr. Hb 13,15)' (ib., 12). Según el Concilio, por tanto, la Iglesia tiene un carácter profético como partícipe del mismo oficio profético de Cristo. De este carácter trataremos en esta catequesis y en las siguientes, siempre en la línea de la citada constitución dogmática, donde el Concilio expone más expresamente esta doctrina (ib., 12).

Hoy nos detendremos en los presupuestos que fundan el testimonio de fe de la Iglesia.

2. El texto conciliar, presentando a la Iglesia como 'comunidad profética', pone este carácter en relación con la función de 'testimonio' para el que fue querida y fundada por Jesús. En efecto, dice el Concilio que la Iglesia 'difunde el vivo testimonio de Cristo'. Es evidente la referencia a las palabras de Cristo, que se encuentran en el Nuevo Testamento. Ante todo a las que dirige el Señor resucitado a los Apóstoles, y que recogen los Hechos: 'Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos' (Hech 1, 8). Con estas palabras Jesucristo subraya que la actuación de la función de testimonio, que es la tarea particular de los Apóstoles, depende del envío del Espíritu Santo prometido por él y que tuvo lugar el día de Pentecostés. En virtud del Paráclito, que es espíritu de verdad, el testimonio acerca de Cristo crucificado y resucitado se transforma en compromiso y tarea también de los demás discípulos, y en particular de las mujeres, que junto con la Madre de Cristo se hallan presentes en el cenáculo de Jerusalén, como parte de la primitiva comunidad eclesial. Más aún, las mujeres ya han sido privilegiadas, pues fueron las primeras en llevar el anuncio y ser testigos de la resurrección de Cristo (Cfr. Mt 28, 1.10).

3. Cuando Jesús dice a los Apóstoles: 'seréis mis testigos' (Hech 1, 8), habla del testimonio de la fe en un sentido que encuentra en ellos una actuación bastante peculiar. En efecto, ellos fueron testigos oculares de las obras de Cristo, oyeron con sus propios oídos las palabras pronunciadas por él, y recogieron directamente de él las verdades de la revelación divina. Ellos fueron los primeros en responder con la fe a lo que habían visto y oído. Eso hace Simón Pedro cuando, en nombre de los Doce, confiesa que Jesús es 'el Cristo, el Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16). En otra ocasión, cerca de Cafarnaún, cuando algunos comenzaron a abandonar a Jesús tras el anuncio del misterio eucarístico, el mismo Simón Pedro no dudó en aclarar: 'Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios' (Jn 6, 68.69).

4. Este particular testimonio de fe de los Apóstoles era un 'don que viene de lo Alto' (Cfr. St 1,17). Y no sólo lo era para los mismos Apóstoles, sino también para aquellos a quienes entonces y más adelante transmitirían su testimonio. Jesús les dijo: "A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios" (Mc 4, 11). Y a Pedro, con vistas a un momento crítico, le garantiza: 'yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos' (Lc 22, 32).

Podemos, por consiguiente, decir, a la luz de estas páginas significativas del Nuevo Testamento, que, si la Iglesia, como pueblo de Dios, participa en el oficio profético de Cristo, difundiendo el vivo testimonio de él, como leemos en el Concilio (Cfr. Lumen Gentium, 12), ese testimonio de la fe de la Iglesia encuentra su fundamento y apoyo en el testimonio de los Apóstoles. Ese testimonio es primordial y fundamental para el oficio profético de todo el pueblo de Dios.

5. En otra constitución conciliar, la Dei Verbum, leemos que los Apóstoles, 'con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo le enseñó'. Pero también otros, junto con los Doce, cumplieron el mandato de Cristo acerca del testimonio de fe en el Evangelio, a saber 'los mismos Apóstoles (como Pablo) y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo' (n. 7).'Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario par una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree' (ib., 8).

Como se ve, según el Concilio existe una intima relación entre la Iglesia, los Apóstoles, Jesucristo y el Espíritu Santo. Es la línea de la continuidad entre el misterio cristológico y la institución apostólica y eclesial: misterio que incluye la presencia y la acción continua del Espíritu Santo.

6. Precisamente en la constitución sobre la divina revelación, el Concilio formula la verdad acerca de la Tradición, mediante la cual el testimonio apostólico perdura en la Iglesia como testimonio de fe de todo el pueblo de Dios. 'Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (Cfr. Lc 2, 19.51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios'(Dei Verbum, 8).

Según el Concilio, por tanto, este tender a la plenitud de la verdad divina, bajo la tutela del Espíritu de verdad, se actualiza mediante la comprensión, la experiencia (o sea, la inteligencia vivida de las cosas espirituales) y la enseñanza (Cfr. Dei Verbum, 10).

También en este campo, María es modelo para la Iglesia, por cuanto fue la primera que 'guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón' (Lc 2, 19 y 51).

7. Bajo el influjo del Espíritu Santo, la comunidad profesa su fe y aplica la verdad de fe a la vida. Por una parte está el esfuerzo de toda la Iglesia para comprender mejor la revelación, objeto de la fe: un estudio sistemático de la Escritura y una reflexión o meditación continua sobre el significado profundo y sobre el valor de la palabra de Dios. Por otra, la Iglesia da testimonio de la fe con su propia vida, mostrando las consecuencias y aplicaciones de la doctrina revelada y el valor superior que de ella deriva para el comportamiento humano. Enseñando los mandamientos promulgados por Cristo, sigue el camino que él abrió y manifiesta la excelencia del mensaje evangélico.

Todo cristiano debe 'reconocer a Cristo ante los hombres' (Cfr. Mt 10,32) en unión con toda la Iglesia y tener entre los no creyentes 'una conducta irreprensible' a fin de que alcancen la fe (Cfr. 1 Pe 2, 1 2).

8. Por estos caminos, señalados por el Concilio, se desarrolla y se transmite, con el testimonio 'comunitario de la Iglesia, aquel 'sentido de la fe' mediante el cual el pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo. 'Con este sentido de la fe .leemos en la Lumen Gentium. que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (Cfr. 1 Tes 2,13)' (n. 12),

El texto conciliar pone de relieve el hecho de que 'el Espíritu de verdad suscita y mantiene el sentido de la fe'. Gracias a ese 'sentido' en el que da frutos 'la unción' divina, 'el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe, guiado en todo por el sagrado Magisterio' (ib.). 'La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (Cfr. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando 'desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres' (ib.).

Adviértase que este texto conciliar muestra muy bien que ese 'consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres' no deriva de un referéndum o un plebiscito. Puede entenderse correctamente sólo si se tienen en cuenta las palabras de Cristo: 'Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños' (Mt 11, 25).

 

 

El testimonio de la vida en Cristo en la Iglesia, comunidad profética (20.V.1992)

1. La Iglesia ejercita el oficio profético, del que hemos hablado en la catequesis anterior, por medio del testimonio de la fe. Este testimonio comprende y pone de relieve todos los aspectos de la vida y la enseñanza de Cristo. Lo afirma el concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes, cuando presenta a Jesucristo como el hombre nuevo, que proyecta su luz sobre los enigmas de la vida y la muerte, de otra forma insolubles. 'EL misterio del hombre .dice el Concilio. sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado' (Gaudium et Spes, 22). Y, más adelante, afirma que ésta es la ayuda que la Iglesia desea ofrecer a los hombres para que descubran o redescubran en la revelación divina su genuina y completa identidad. 'Como a la Iglesia .leemos. se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el último fin del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos' (ib., 41). Eso significa que el oficio profético de la Iglesia, que consiste en anunciar la verdad divina, implica también la revelación al hombre de la verdad sobre él mismo, verdad que sólo en Cristo se manifiesta en toda su plenitud.

2. La Iglesia muestra al hombre esta verdad no sólo de forma teórica o abstracta, sino también de un modo que podemos definir existencial o muy concreto, porque su vocación es dar al hombre la vida que está en Cristo crucificado y resucitado: como Jesús mismo anuncia a los Apóstoles, 'porque yo vivo y también vosotros viviréis' (Jn 14,19).

El regalo al hombre de una vida nueva en Cristo tiene su inicio en el momento del bautismo. San Pablo lo afirma de modo inigualable en la carta a los Romanos: '¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante... Así también vosotros, considerados como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús' (Rom 6, 3.5. 11). Es el misterio del bautismo, como inauguración de la vida nueva participada por el 'hombre nuevo', Cristo, a los que son injertados sacramentalmente en su único cuerpo, que es la Iglesia.

3. Se puede decir que, en el bautismo y en los demás sacramentos, de verdad 'la Iglesia manifiesta plenamente al hombre el sentido de su propia existencia', de un modo vivo y vital. Se podría hablar de una 'evangelización sacramental', que se halla incluida en el oficio profético de la Iglesia y ayuda a comprender mejor la verdad acerca de la Iglesia como 'comunidad profética' .

El profetismo de la Iglesia se manifiesta al anunciar y producir sacramentalmente la 'sequela Christi', que se transforma en imitación de Cristo no sólo en sentido moral, sino también como auténtica reproducción de la vida de Cristo en el hombre. Una 'vida nueva' (Rom 6, 4), una vida divina, que por medio de Cristo es participada al hombre como afirma en repetidas ocasiones san Pablo: 'A vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos..., Dios os vivificó juntamente con él (Cristo)' (Col 2, 13); 'el que está en Cristo es una nueva creación' (2 Cor 5,17).

4. Así, pues, Cristo es la respuesta divina que la Iglesia d los problemas humanos fundamentales: Cristo, que es el hombre perfecto. El Concilio dice que 'el que sigue a Cristo... se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre' (Gaudium et Spes, 41). La Iglesia, al dar testimonio de la vida de Cristo, 'hombre perfecto', señal todo hombre el camino que lleva a la plenitud de realización de su propia humanidad. Asimismo, presenta a todos con su predicación un auténtico modelo de vida e infunde en los creyentes con los os sacramentos la energía vital que permite el desarrollo de la vida nueva, que se transmite de miembro a miembro en la comunidad eclesial. Por esto, Jesús llama a sus discípulos 'sal de la tierra' y 'luz del mundo' (Mt 5, 13.14).

5. En su testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia d conocer a los hombres a aquel que en su existencia terrena realizó del modo más perfecto 'el mayor y el primer mandamiento' (Mt 22, 38)40), que él mismo enunció. Lo realizó en su doble dimensión. En efecto, con su vida y con su muerte, Jesucristo mostró lo que significa amar a Dios 'sobre todas las cosas' con una actitud de reverencia y obediencia al Padre, que le llevaba a decir: 'Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra' (Jn 4, 34). También confirmó y realizó de modo perfecto el amor al prójimo, con respecto al cual se definía y se comportaba como 'el Hijo del hombre (que) no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28).

6. La Iglesia es testigo de la verdad de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (Cfr. Mt 5, 3.12). Trata de multiplicar en el mundo: . 'los pobres de espíritu', que no buscan en los bienes materiales ni en el dinero la finalidad de la vida; 'los mansos', que revelan el 'corazón manso y humilde' de Cristo y renuncian a la violencia; 'los limpios de corazón', que viven en la verdad y en la lealtad; 'los que tienen hambre y sed de justicia', es decir, de la santidad divina que quiere establecerse en la vida individual y social; . 'los misericordiosos', que tienen compasión de los que sufren y les ayudan; 'los que trabajan por la paz', que promueven la reconciliación y la armonía entre los individuos y las naciones.

7. La Iglesia es testigo y portadora de la ofrenda sacrificial que Cristo hizo de sí mismo. Sigue el camino de la cruz y recuerda siempre la fecundidad del sufrimiento soportado y ofrecido en unión con el sacrificio del Salvador. Su oficio profético se ejercita en el reconocimiento del valor de la cruz. Por ello, la Iglesia se esfuerza por vivir de modo especial la bienaventuranza de los que lloran y los perseguidos.

Jesús anunció persecuciones a sus discípulos (Cfr. Mt 24, 9 y paralelos). La perseverancia en las persecuciones es parte del testimonio que la Iglesia da de Cristo: desde el martirio de san Esteban (Cfr. Hech 7, 55-60), de los Apóstoles, de sus primeros sucesores y de tantos cristianos, hasta los sufrimientos de los obispos, sacerdotes, religiosos y simples fieles, que también en nuestro tiempo han derramado su sangre y sufrido torturas, encarcelamientos y humillaciones de todo tipo por su fidelidad a Cristo.

La Iglesia es testigo de la resurrección; testigo de la alegría de la buena nueva; testigo de la felicidad eterna y de la que da Cristo resucitado ya en la vida terrena, como veremos en la próxima catequesis.

8. Al dar este múltiple testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia ejercita su oficio profético. Al mismo tiempo, mediante este testimonio profético 'manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación' como nos dijo el Concilio (Gaudium et Spes, 22).

Se trata de una misión profética que tiene un sentido netamente cristocéntrico y que, precisamente por ello, reviste un profundo valor antropológico, como luz y fuerza de vida que brota del Verbo encarnado. En esta misión en favor del hombre se encuentra comprometida hoy más que nunca la Iglesia, pues es consciente de que en la salvación del hombre se alcanza la gloria de Dios. Por esto, he dicho desde mi primera encíclica, Redemptor hominis, que 'el hombre es el camino de la Iglesia (n. 14).

 

 

El testimonio de la esperanza en la Iglesia, comunidad profética (27.V.1992)

1. Por ser testigo de la vida de Cristo y en Cristo, como hemos visto en la catequesis anterior, la Iglesia es también testigo de la esperanza: de la esperanza evangélica, que en Cristo encuentra su fuente. El concilio Vaticano II dice de Cristo en la constitución pastoral Gaudium et Spes: 'EL Señor es el fin de la historia humana..., centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones' (n. 45). En ese texto el Concilio recuerda las palabras de Pablo VI que, en una alocución había dicho de Cristo que es 'el centro de los deseos de la historia y la civilización' (Discurso 3.II.1965). Como se ve, la esperanza testimoniada por la Iglesia reviste dimensiones muy vastas, más aún, podríamos decir que es inmensa.

2. Se trata, ante todo, de la esperanza de la vida eterna. Esa esperanza responde al deseo de inmortalidad que el hombre lleva en su corazón en virtud de la naturaleza espiritual del alma. La Iglesia predica que la vida eterna es el 'paso' a una vida nueva: a la vida en Dios, donde 'no habrá ya muerte ni habrá llanto' (Ap 21, 4). Gracias a Cristo, que (como dice san Pablo) es 'el primogénito de entre los muertos' (Col 1, 18; cfr. 1 Cor 15, 20), gracias a su resurrección, el hombre puede vivir en la perspectiva de la vida eterna anunciada y traída por él.

3. Se trata de la esperanza de la felicidad en Dios. A esta felicidad estamos todos llamados, como nos revela el mandato de Jesús: 'Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva toda la creación' (Mc 16, 15). En otra ocasión Jesús asegura a sus discípulos que 'en la casa de mi Padre hay muchas mansiones' (Jn 14, 2) y que, dejándolos en la tierra, va al cielo 'a prepararos el lugar, para que donde esté yo, estéis también vosotros' (Jn 1 4, 3).

4. Se trata de la esperanza de estar con Cristo 'en la casa del Padre' después de la muerte. El apóstol Pablo estaba lleno de esa esperanza, hasta el punto que pudo decir: 'deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor' (Flp 1, 23). 'Esperamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor' (2 Cor 5, 8). La esperanza cristiana nos asegura, además, que 'el exilio fuera del cuerpo' no durará y que nuestra felicidad en compañía del Señor alcanzará su plenitud con la resurrección de los cuerpos al fin del mundo. Jesús nos ofrece la certeza: la pone en relación con la Eucaristía: 'EL que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día' (Jn 6, 54) Es una auténtica resurrección de los cuerpos, con la plena reintegración de la persona en la nueva vida del cielo, y no una reencarnación entendida como vuelta a la vida en la misma tierra, en otros cuerpos. En la revelación de Cristo, predicada y testimoniada por la Iglesia, la esperanza de la resurrección se coloca en el contexto de 'un cielo nuevo y una tierra nueva' (Ap 21, 1), en donde encuentra plenitud de realización la 'vida nueva' participad los hombres por el Verbo encarnado.

5. Si la Iglesia da testimonio de esta esperanza .esperanza de la vida eterna, de la resurrección de los cuerpos, de la felicidad eterna en Dios., lo hace como eco de la enseñanza de los Apóstoles, y especialmente de san Pablo, según el cual Cristo mismo es fuente y fundamento de esta esperanza. 'Cristo Jesús, nuestra esperanza', dice el Apóstol (1 Tim 1, 1 ); y también escribe que en Cristo se nos ha revelado 'el misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio... que es Cristo..., la esperanza de la gloria' (Col 1, 26.27).

El profetismo de la esperanza tiene, pues, su fundamento en Cristo, y de Él depende el crecimiento actual de la 'vida eterna'.

6. Pero la esperanza que deriva de Cristo, aun teniendo un término último, que está más allá de todo confín temporal, al mismo tiempo penetra en la vida del cristiano también en el tiempo. Lo afirma san Pablo: 'En él (Cristo) también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria' (Ef 1, 13.14). En efecto, 'es Dios el que nos conforta... en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones' (2 Cor 1, 21.22).

La esperanza es, por consiguiente, un don del Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, por el cual el hombre, ya en el tiempo, vive la eternidad: vive en Cristo como participe de la vida eterna, que el Hijo recibe del Padre y d sus discípulos (Cfr. Jn 5, 26; 6, 54)57; 10, 28; 17, 2). San Pablo dice que ésta es la esperanza que 'no falla' (Rom 5, 5), porque se apoya en el poder del amor de Dios, que 'ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado' (ib.).

De esta esperanza es testigo la Iglesia, que la anuncia y lleva como don a las personas que aceptan a Cristo y viven en él, y al conjunto de todos los hombres y de todos los pueblos, a los que debe y quiere dar a conocer, según la voluntad de Cristo, el evangelio del reino' (Mt 24, 14).

7. También frente a las dificultades de la vida presente y a las dolorosas experiencias de prevaricaciones y fracasos del hombre en la historia, la esperanza es la fuente del optimismo cristiano. Ciertamente la Iglesia no puede cerrar los ojos ante el abundante mal que existe en el mundo. Con todo, sabe que puede contar con la presencia victoriosa de Cristo, y en esa certeza inspira su acción larga y pacientemente, recordando siempre aquella declaración de su Fundador en el discurso de despedida a los Apóstoles: .Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis tribulación. Pero '¡ánimo!: yo he vencido al mundo' (Jn 16, 33).

La certeza de esta victoria de Cristo, que se va haciendo cada vez más profunda en la historia, es la causa del optimismo sobrenatural de la Iglesia al mirar el mundo y la vida, que traduce en acción el don de la esperanza. La Iglesia se ha entrenado en la historia a resistir y a continuar en su obra como ministra de Cristo crucificado y resucitado: pero es en virtud del Espíritu Santo como espera obtener siempre nuevas victorias espirituales, infundiendo en las almas y propagando en el mundo el fermento evangélico de gracia y de verdad (Cfr. Jn 16. 13). La Iglesia quiere transmitir a sus miembros y, en cuanto le sea posible, a todos los hombres ese optimismo cristiano, hecho de confianza, valentía y perseverancia clarividente. Hace suyas las palabras del Apóstol Pablo en la carta a los Romanos: 'EL Dios (dador) de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo' (Rom 15,13). El Dios de la esperanza es 'el Dios de la paciencia y del consuelo'(Rom 15, 5).

8. Podemos decir que el mundo en que Cristo ha obtenido su victoria pascual se ha convertido, en virtud de su redención, en la 'isla de la divina esperanza'.

 

 

El testimonio de la caridad en la Iglesia, comunidad profética (3.VI.92)

1. En la constitución dogmática Lumen Gentium del concilio Vaticano II leemos: 'El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad' (n. 12). En las anteriores catequesis hemos hablado del testimonio del amor. Es un tema de suma importancia, pues, como dice san Pablo, de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, 'la mayor es la caridad' (Cfr. 1 Cor 13, 13). Pablo demuestra que conoce muy bien el valor que Cristo dio al mandamiento del amor. En el curso de los siglos la Iglesia no ha olvidado nunca esa enseñanza. Siempre ha sentido el deber de dar testimonio del evangelio de caridad con palabras y obras, a ejemplo de Cristo que, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, 'pasó haciendo el bien' (Hech 10, 38).

Jesús puso de relieve el carácter central del mandamiento de la caridad cuando lo llamó su mandamiento: 'Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado' (Jn 15,12). No se trata sólo del amor al prójimo como lo prescribió el Antiguo Testamento, sino de un 'mandamiento nuevo' (Jn 13, 34). Es 'nuevo' porque el modelo es el amor de Cristo 'como yo os he amado', expresión humana perfecta del amor de Dios hacia los hombres. Y, más en particular, es el amor de Cristo en su manifestación suprema, la del sacrificio: 'Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos' (Jn 15,13).

Así, la Iglesia tiene la misión de testimoniar el amor de Cristo hacia los hombres, amor dispuesto al sacrificio. La caridad no es simplemente manifestación de solidaridad humana: es participación en el mismo amor divino.

2. Jesús dice: 'En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros' (Jn 13, 35). El amor que nos enseña Cristo con su palabra y su ejemplo es el signo que debe distinguir a sus discípulos. Cristo manifiesta el vivo deseo que arde en su corazón cuando confiesa: 'He venido aa a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!'.(Lc 12, 49). El fuego significa la intensidad y la fuerza del amor de caridad. Jesús pide a sus seguidores que se les reconozca por esta forma de amor. La Iglesia sabe que bajo esta forma el amor se convierte en testimonio de Cristo. La Iglesia es capaz de dar este testimonio porque, al recibir la vida de Cristo, recibe su amor. Es Cristo quien ha encendido el fuego del amor en los corazones (Cfr. Lc 12, 49) y sigue encendiéndolo siempre y por doquier. La Iglesia es responsable de la difusión de este fuego en el universo. Todo auténtico testimonio de Cristo implica la caridad; requiere el deseo de evitar toda herida al amor. Así, también a toda la Iglesia se la debe reconocer por medio de la caridad.

3. La caridad encendida por Cristo en el mundo es amor sin limites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre personas, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que desearían limitar la caridad a las fronteras de un pueblo. Con su amor, abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el seno de su propio pueblo, sino también a estimar y mar a los miembros de las demás naciones, e incluso a los pueblos mismos.

4. La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo; trata de vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, incluso hacia aquellos que algunos quisieran considerar enemigos. Poniendo en práctica el mandamiento del amor de Cristo, la Iglesia exige justicia social y, por consiguiente, justa participación de los bienes materiales en la sociedad y ayuda a los más pobres, a todos los desdichados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y la reconciliación en la sociedad.

5. La caridad de la Iglesia implica esencialmente una actitud de perdón, a imitación de la benevolencia de Cristo que, aun condenando el pecado, se comportó como 'amigo de pecadores' (Cfr. Mt 11, 19; Lc 19, 5.10) y no quiso condenarlos (Cfr. Jn 8, 11). De este modo, la Iglesia se esfuerza por reproducir en sí, y en el espíritu de sus hijos, la disposición generosa de Jesús, que perdonó y pidió al Padre que perdonar los que lo habían llevado al suplicio (Cfr. Lc 23, 34).

Los cristianos saben que no pueden recurrir nunca a la venganza y que, según la respuesta de Jesús a Pedro, deben perdonar todas las ofensas, sin cansarse jamás (Cfr. Mt 18, 22). Cada vez que recitan el Padre nuestro reafirman su deseo de perdonar. El testimonio del perdón, dado y recomendado por la Iglesia, está ligado a la revelación de la misericordia divina: precisamente para asemejarse al Padre celeste, según la exhortación de Jesús (Cfr. Lc 6, 36.38; Mt 6, 14.15;18, 33.35), los cristianos se inclinan a la indulgencia, a la comprensión y a la paz. Con esto no descuidan la justicia, que nunca se debe separar de la misericordia.

6. La caridad se manifiesta también en el respeto y en la estima hacia toda persona humana, que la Iglesia quiere practicar y recomienda practicar. Ha recibido la misión de difundir la verdad de la revelación y dar a conocer el camino de la salvación, establecido por Cristo. Pero, siguiendo a Jesucristo, dirige su mensaje a hombres que, como personas, reconoce libres, y les desea el pleno desarrollo de su personalidad, con la ayuda de la gracia. En su obra, por tanto, toma el camino de la persuasión, del diálogo, de la búsqueda común de la verdad y del bien; y, aunque se mantiene firme en su enseñanza de las verdades de fe y de los principios de la moral, se dirige a los hombres proponiéndoselos, más que imponiéndoselos, respetuosa y confiada en su capacidad de juicio.

7. La caridad requiere, asimismo, una disponibilidad para servir al prójimo. Y en la Iglesia de todos los tiempos siempre han sido muchos los que se dedican a este servicio. Podemos decir que ninguna sociedad religiosa ha suscitado tantas obras de caridad como la Iglesia: servicio a los enfermos, a los minusválidos, servicio a los jóvenes en las escuelas, a las poblaciones azotadas por desastres naturales y otras calamidades, ayuda a toda clase de pobres y necesitados. También hoy se repite este fenómeno, que a veces parece prodigioso: a cada nueva necesidad que va apareciendo en el mundo responden nuevas iniciativas de socorro y de asistencia por parte de los cristianos que viven según el espíritu del Evangelio. Es una caridad testimoniada en la Iglesia, a menudo, con heroísmo. En ella son numerosos los mártires de la caridad. Aquí recordamos sólo a Maximiliano Kolbe, que se entregó a la muerte para salvar a un padre de familia.

8. Debemos reconocer que, al ser la Iglesia una comunidad compuesta también por pecadores, no han faltado a lo largo de los siglos las transgresiones al mandamiento del amor. Se trata de faltas de individuos y de grupos, que se adornaban con el nombre cristiano, en el plano de las relaciones recíprocas, sea de orden interpersonal, sea de dimensión social e internacional. Es la dolorosa realidad que se descubre en la historia de los hombres y de las naciones, y también en la historia de la Iglesia. Conscientes de la propia vocación al amor, a ejemplo de Cristo, los cristianos confiesan con humildad y arrepentimiento esas culpas contra el amor, pero sin dejar de creer en el amor, que, según san Pablo, 'todo lo soporta' y 'no acaba nunca' (1 Cor 13, 7.8). Pero, aunque la historia de la humanidad y de la Iglesia misma abunda en pecados contra la caridad, que entristecen y causan dolor, al mismo tiempo se debe reconocer con gozo y gratitud que en todos los siglos cristianos se han dado maravillosos testimonios que confirman el amor, y que muchas veces .como hemos recordado. se trata de testimonios heroicos.

El heroísmo de la caridad de las personas va acompañado por el imponente testimonio de las obras de caridad de carácter social. No es posible hacer aquí un elenco de las mismas, aun sucinto. La historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos cristianos hasta hoy, está llena de este tipo de obras. Y, a pesar de ello, la dimensión de los sufrimientos y de las necesidades humanas rebasa siempre las posibilidades de ayuda. Ahora bien, el amor es y sigue siendo invencible (omnia vincit amor), incluso cuando da la impresión de no tener otras armas, fuera de la confianza indestructible en la verdad y en la gracia de Cristo.

9. Podemos resumir y concluir con una aseveración, que encuentra en la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de sus santos, una confirmación que podríamos definir experimental: la Iglesia, en su enseñanza y en sus esfuerzos por alcanzar la santidad, siempre ha mantenido vivo el ideal evangélico de la caridad; ha suscitado innumerables ejemplos de caridad, a menudo llevada hasta el heroísmo; ha producido una amplia difusión del amor en la humanidad; está en el origen, más o menos reconocido, de muchas instituciones de solidaridad y colaboración social que constituyen un tejido indispensable de la civilización moderna; y, finalmente, ha progresado y sigue siempre progresando en la conciencia de las exigencias de la caridad y en el cumplimiento de las tareas que esas exigencias le imponen: todo esto bajo el influjo del Espíritu Santo, que es Amor eterno e infinito.

 

 

La Iglesia, comunidad de carismas (24.VI.1992)

1. 'El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y lo adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12, 11) sus dones, con los que los hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia' (Lumen Gentium, 12). Esto es lo que enseña el concilio Vaticano II.

Así, pues, la participación del pueblo de Dios en la misión mesiánica no deriva sólo de la estructura ministerial y de la vida sacramental de la Iglesia. Proviene también de otra fuente, la de los dones espirituales o carismas.

Esta doctrina, recordada por el Concilio, se funda en el Nuevo Testamento y contribuye a mostrar que el desarrollo de la comunidad eclesial no depende únicamente de la institución de los ministerios y de los sacramentos, sino que también es impulsado por imprevisibles y libres dones del Espíritu, que obra también más allá de todos los canales establecidos. A través de estas gracias especiales, resulta manifiesto que el sacerdocio universal de la comunidad eclesial es guiado por el Espíritu con una libertad soberana ('según quiere', dice san Pablo: 1 Cor 12, 11), que a veces asombra.

2. San Pablo describe la variedad y diversidad de los carismas, que es preciso atribuir a la acción del único Espíritu (1 Cor 12, 4).

Cada uno de nosotros recibe múltiples dones, que convienen a su persona y a su misión. Según esta diversidad, nunca existe un camino individual de santidad y de misión que sea idéntico a los demás. El Espíritu Santo manifiesta respeto a toda persona y quiere promover un desarrollo original para cada uno en la vida espiritual y en el testimonio.

3. Con todo, es preciso tener presente que los dones espirituales deben aceptarse no sólo para beneficio personal, sino ante todo para el bien de la Iglesia: 'Que cada cual .escribe san Pedro. ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios (1 Pe 4, 10).

En virtud de estos carismas, la vida de la comunidad está llena de riqueza espiritual y de servicios de todo género. Y la diversidad es necesaria para una riqueza espiritual más amplia: cada uno presta una contribución personal que los demás no ofrecen. La comunidad espiritual vive de la aportación de todos.

4. La diversidad de los carismas es también necesaria para un mejor ordenamiento de toda la vida del cuerpo de Cristo. Lo subraya san Pablo cuando ilustra el objetivo y la utilidad de los dones espirituales: 'Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte' (1 Cor 12, 27).

En el único cuerpo que formamos, cada uno debe desempeñar su propio papel según el carisma recibido. Nadie puede pretender recibir todos los carismas, ni debe envidiar los carismas de los demás. Hay que respetar y valorar el carisma de cada uno en orden al bien del cuerpo entero.

5. Conviene notar que acerca de los carismas, sobre todo en el caso de los carismas extraordinarios, se requiere el discernimiento.

Este discernimiento es concedido por el mismo Espíritu Santo, que guía la inteligencia por el camino de la verdad y de la sabiduría. Pero, dado que Cristo ha puesto a toda la comunidad eclesial bajo la guía de la autoridad eclesiástica, a ésta compete juzgar el valor y la autenticidad de los carismas. Escribe el Concilio: 'Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (Cfr. 1 Tes 5, 12 y 19.21)' (Lumen Gentium, 12).

6. Se pueden señalar algunos criterios de discernimiento generalmente seguidos tanto por la autoridad eclesiástica como por los maestros y directores espirituales:

a. Espíritu Santo no puede ser contrario a la fe que el mismo Espíritu inspira a toda la Iglesia. 'Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios' (1 Jn 4, 2.3).

b. La presencia del 'fruto del Espíritu: amor, alegría, paz' (Gal 5, 22). Todo don del Espíritu favorece el progreso del amor, tanto en la misma persona, como en la comunidad; por ello, produce alegría y paz.

Si un carisma provoca turbación y confusión, significa o que no es auténtico o que no es utilizado de forma correcta. Como dice san Pablo: 'Dios no es un Dios de confusión, sino de paz' (1 Cor 1 4, 44)

Sin la caridad, incluso los carismas más extraordinarios carecen de utilidad (1 Cor 13,1)3; Mt 7, 22)23).

c. La armonía con la autoridad de la iglesia y la aceptación de sus disposiciones. Después de haber fijado reglas muy estrictas para el uso de los carismas en la Iglesia de Corinto, san Pablo dice: 'Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor' (1 Cor 14, 37). El auténtico carismático se reconoce por su docilidad sincera hacia los pastores de la Iglesia. Un carisma no puede suscitar la rebelión ni provocar la ruptura de la unidad.

d. El uso de los carismas en la comunidad eclesial está sometido a una regla sencilla: 'Todo sea para edificación' (1 Cor 14, 26); es decir, los carismas se aceptan en la medida en que aportan una contribución constructiva a la vida de la comunidad, vida de unión con Dios y de comunión fraterna. San Pablo insiste mucho en esta regla (1 Cor 14, 4.5.12.18.19. 26.32).

7. Entre los diversos dones, san Pablo (como ya hemos observado) estimaba mucho el de la profecía, hasta el punto que recomendaba: 'Aspirad también a los dones espirituales, especialmente a la profecía' (1 Cor 14,1). La historia de la Iglesia, y en especial la de los santos, enseña que a menudo el Espíritu Santo inspira palabras proféticas destinadas a promover el desarrollo o la reforma de la vida de la comunidad cristiana. A veces, estas palabras se dirigen en especial a los que ejercen la autoridad, como en el caso de santa Catalina de Siena, que intervino ante el Papa para obtener su regreso de Aviñón a Roma. Son muchos los fieles, y sobre todo los santos y las santas, que han llevado a los Papas y a los demás pastores de la Iglesia la luz y la confortación necesarias para el cumplimiento de su misión, especialmente en momentos difíciles para la Iglesia.

8. Este hecho muestra la posibilidad y la utilidad de la libertad de palabra en la Iglesia: libertad que puede también manifestar se mediante la forma de una crítica constructiva. Lo que importa es que la palabra exprese de verdad una inspiración profética, derivada del Espíritu. Como dice san Pablo, 'donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad' (2 Cor 3, 17). El Espíritu Santo desarrolla en los fieles un comportamiento de sinceridad y de confianza recíproca (Cfr. Ef 4, 25) y los capacita para amonestarse mutuamente (Cfr. Rom 15,14; Col 1,16).

La crítica es útil en la comunidad, que debe reformarse siempre y tratar de corregir sus propias imperfecciones. En muchos casos le ayuda a dar un nuevo paso hacia adelante. Pero, si viene del Espíritu Santo, la crítica no puede menos de estar animada por el deseo de progreso en la verdad y en la caridad. No puede hacerse con amargura; no puede traducirse en ofensas, en actos o juicios que vayan en perjuicio del honor de personas o grupos. Debe estar llena de respeto y afecto fraterno y filial, evitando el recurso a formas inoportunas de publicidad; y debe atenerse a las indicaciones dadas por el Señor para la corrección fraterna (Cfr. Mt 18,15.16).

9. Si ésta es la línea de la libertad de palabra, se puede decir que no existe oposición entre carisma e institución, puesto que es el único Espíritu quien con diversos carismas anima a la Iglesia. Los dones espirituales sirven también en el ejercicio de los ministerios. Esos dones son concedidos por el Espíritu para contribuir a la extensión del reino de Dios. En este sentido, se puede decir que la Iglesia es una comunidad de carismas.

 


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