JOSE MARIA IRABURU
Hechos de los apóstoles de América
Hechos de los apóstoles de América
6. Fray Antonio de Roa, máximo penitente Al poco tiempo de la conquista de México, en 1533, siete agustinos, guiados por fray Francisco de la Cruz, llamado «el Venerable», iniciaron allí su labor misionera. Dos años después, consiguió fray Francisco en España seis compañeros más. Y al año siguiente logró para la Nueva España otros doce misioneros, entre los cuales fray Antonio de Roa. De esta expedición formó parte un notable catedrático de Salamanca, Alonso Gutiérrez que, ganado a última hora por «el Venerable», pasó a México, donde profesó en la Orden con el nombre de Alonso de la Veracruz. Fue éste, como decía Cervantes de Salazar, «el más eminente Maestro en Artes y en Teología que hay en esta tierra». En los cincuenta años siguientes, la Orden funda unos 40 conventos, extendiendo su labor misionera en tres direcciones: al sur de la ciudad de México, hacia Tlapa y Chilapa; al norte, entre México y Tampico; y al noroeste, especialmente en Michoacán (Ricard, Conquista 156-157). Los agustinos, como los franciscanos -no así los dominicos-, trabajaron con dedicación en la enseñanza, comprendiendo su necesidad para la evangelización y, por ejemplo, ya en 1537 tenían en México un colegio en el que, con la doctrina cristiana, se enseñaba a leer, escribir y gramática latina. Y en 1540 fundaron un convento y colegio en Tiripitío, Michoacán. Algunos consideran que fue «la primera Universidad de México. Puede que sea una exageración -escribe Francisco Martín Hernández-, pero de lo que no cabe duda es de que fueron los agustinos, con fray Alonso de Veracruz, los primeros en organizar intelectualmente los estudios en el ámbito de su corporación religiosa» (AV,Humanismo cristiano 96). «Fueron quizá los agustinos -estima Ricard-, entre las tres órdenes, quienes mayor confianza mostraron en la capacidad espiritual de los indios. Tuvieron para sus fieles muy altas ambiciones, y éste es el rasgo distintivo de su enseñanza. Intentaron iniciar a los indios en la vida contemplativa» (198). Las tres órdenes misioneras primeras de México tuvieron como dedicación fundamental la fundación y asistencia de pueblos de indios. «Sin embargo, en el arte de fundar pueblos, civilizarlos y administrarlos se llevaban la palma los agustinos, verdaderos maestros de civilización» (235). Este empeño lo realizaron principalmente en la región michoacana durante la primera evangelización. También se destacaron los agustinos, con los franciscanos, en la fundación de hospitales, que existían prácticamente en todos los pueblos administrados por ellos. Estos hospitales no eran solamente para los enfermos, sino que eran también albergues de viajeros, y verdaderos institutos de vida social y económica. Hemos de ocuparnos más de ellos al tratar del obispo Vasco de Quiroga. Pero ahora dedicaremos nuestra atención a uno de los más grandes misioneros agustinos de México. Fray Antonio de Roa se va a México Conocemos la historia admirable del agustino fray Antonio de Roa por la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España, escrita por el padre Juan de Grijalva, y publicada en México en 1624; y también por el libro del benemérito presbítero mexicano Lauro López Beltrán, Fray Antonio de Roa, taumaturgo penitente. Fernando Alvarez de la Puebla, distinguido caballero castellano, y Doña Inés López, en la villa burgalesa de Roa, perteneciente a la diócesis de Osma, tuvieron en 1491 un hijo a quien llamaron Fernando. De su madre recibió éste una formación espiritual que habría de valerle para toda su vida. «Su madre, asegura Grijalva, fue tan piadosa y buena cristiana que fue maestra de este gran contemplativo» (II,20), como se vio más tarde, siendo ya religioso. Desde chico «le llamaban el niño santo», y era «la estatura y los miembros bien proporcionados, y de robusta salud. Hombre de grandísima verdad, y de discreta conversación, muy piadoso con los pobres, humilde y templado». La precocidad religiosa de este joven da ocasión a que sea nombrado a los 14 años, siendo laico, canónigo de la Colegiata de Canónigos Regulares de San Agustín en Roa, función que desempeña día a día con la mayor fidelidad, aunque siempre se resiste a ser ordenado sacerdote. En 1524, a los 33 años, pasa de la vida litúrgica en la Colegiata y de las obras de caridad y apostolado en Roa a la vida religiosa, ingresando en los agustinos de Burgos, atraído por su devoción al santo Cristo Crucificado que allí se venera. Toma entonces el nombre de Antonio de Roa, profesa en 1528, y venciendo los frailes sus muchas resistencias, es ordenado sacerdote poco después. En 1536, fray Francisco de la Cruz, agustino adelantado en México, viaja a España consigue doce misioneros de su Orden, y entre ellos al padre Antonio de Roa. La marcha de fray Antonio fue muy sentida en Burgos, y ante la solicitud de fray Francisco de la Cruz, «le rogó el Padre Provincial que le dejase, y que le daría por él otros tres religiosos, los que quisiese escoger de toda la Provincia» (II,20)... Escribe Grijalva: «Vino este santo varón a estas partes el año de 1536, y quedó España tan triste cuanto nosotros alegres. La celda en que vivió en Burgos, que fueron doce años, era tan estimada de todos, que por reverencia no permitían que ninguno viviese en ella» (II,20). Cuando llegaron a México los doce agustinos, Fray Juan de Sevilla, como prior, y el padre Antonio de Roa fueron destinados a misionar lo que el cronista Grijalva llama Sierra Alta, es decir, la hoy llamada Sierra de Pachuca, al noreste de la ciudad de México, en el estado de Hidalgo. Los indios no vivían en poblaciones, sino diseminados por los riscos. Y por aquella región abrupta y montañosa, cuenta Grijalva, «entraron el Padre F. Juan de Sevilla y el bendito F. Antonio de Roa, corriendo por estas sierras como si fueran espíritus. Unas veces subían a las cumbres, y otras bajaban a las cavernas, que para bajar ataban unas maromas por debajo de los brazos, en busca de aquellos pobres indios, que vivían en las tinieblas. Hallaban gran dificultad en ellos, porque antes que entraran nuestros religiosos, les había hecho el Demonio muchas pláticas, representándoles la obligación que tenían a conservarse en su religión antigua, que viesen los grandes trabajos que padecían ya los de los llanos, después que habían mudado de religión, que ya ni el cielo les daba sus lluvias, ni el sol los miraba alebre, ni los podía sufrir la tierra... Estaban tan persuadidos los indios, y tan acobardados, que aun oir no los querían» (I,19). No había modo. «En esto pasaron un año entero sin hacer fruto alguno» (I,22). Así las cosas, Fray Antonio, «acordándose de que su vocación fue buscando la quietud y soledad del alma, y pareciéndole que la perdía en aquellos ejercicios, y viendo que era de poco efecto su trabajo, y que aprovechaba poco a los indios; o a lo que siempre se entendió, temiéndose de que no se hacía fruto por culpa suya, y pensando que otros acabarían mejor aquel negocio, como habían acabado otros de la misma dificultad, trató de volverse a Castilla. Propúsolo al Provincial, y tantas razones le dijo, que le convenció y le dio la licencia» (II,20). De este modo, su amigo del alma, «fray Juan de Sevilla se quedó solo [en Atotonilco el Grande] entre aquellas sierras con algunos pocos indios que había llevado de los llanos» (I,22). Mientras se arreglaba el viaje, se retiró fray Antonio al convento de Totolapan, que ya entonces reunía en su torno una fervorosa comunidad de indios conversos. De uno de ellos, que era mestizo, aprendió el idioma mexicano con tal rapidez y perfección que es para pensar «que tuvo no al mestizo, sino al mismo Dios por maestro» (II,20). Allí servían dos frailes, que se despedazaban para atender nueve pueblos. Y él les veía avergonzado, cada vez más dudoso de su intención de abandonar la Nueva España... Vuelve a Sierra Alta Hacia el año 1538, conocedor ya del idioma de los indios, volvió a Sierra Alta, con gran alegría de fray Juan de Sevilla. Y allí, siempre a pie, inició una vida misionera formidable, que habría de extenderse especialmente por las montañas de las Huaxtecas potosina, hidalguense y veracruzana. Logró convertir a muchos indios, y fundó conventos, con sus respectivos templos, en Molango, Xochicoatlán, Tlanchinol, Huejutla y Chichicaxtla. En Huejutla estableció su cuartel general. La iglesia y convento que él erigió son hoy la Catedral y el Obispado. En su gran Historia general de las cosas de Nueva España, describiendo fray Bernardino de Sahagún a los dioses, ídolos y cultos aberrantes, llega un momento en que se detiene, y se desahoga con esta exclamación: «Vosotros, los habitantes de esta Nueva España, que sois los mexicanos, tlaxcaltecas y los que habitáis en la tierra de Mechuacan, y todos los demás indios, sabed: Que todos habéis vivido en grandes tinieblas de infidelidad e idolatría en que os dejaron vuestros antepasados... Pues oíd ahora con atención, y entended con diligencia la misericordia que Nuestro Señor os ha hecho por sola su clemencia, en que os ha enviado la lumbre de la fe católica para que conozcáis que él solo es verdadero Dios, creador y redentor... y os escapéis de las manos del diablo en que habéis vivido hasta ahora, y vayáis a reinar con Dios en el cielo» (prólg. apénd. lib.I). Efectivamente, los indios de Sierra Alta -como aquellos terribles de la barranca de Metzititlán, que aullaban y bramaban cuando el padre Roa se les acercaba-, necesitaban verse liberados del maligno influjo del Demonio por el bendito poder de Cristo Salvador. Entendiéndolo así el padre Roa, cuenta Grijalva, y «quiso coger el agua en su fuente, y hacer la herida en la cabeza, declarando la guerra principal contra el Demonio. Empezó a poner Cruces en algunos lugares más frecuentados por el Demonio, para desviarlo de allí, y quedarse señor de la plaza. Y sucedía como el santo lo esperaba, porque apenas tremolaban las victoriosas banderas de la Cruz, cuando volvían los Demonios las espaldas, y desamparaban aquellos lugares. Todo esto era visible y notorio a los indios» (I,22). Verdadera fraternidad Nunca dejaba ya el padre Roa aquellas montañas, donde misionaba y servía incansablemente a los indios, como no fuera para visitar unas horas a su gran amigo, fray Juan de Sevilla, prior en Atotonilco el Grande. Se encontraban en la portería, conversaban un bueno rato, no más de una hora, se confesaban mutuamente y, sin comer juntos, volvía Roa a sus lugares de misión. Allí están pintados, en la portería del convento de Atotonilco, los dos amigos abrazados, con esta inscripción debajo: «Hæc est vera fraternitas». Asalto al ídolo máximo de los huaxtecos En Molango, ciudad de unos cuarenta mil habitantes, había un ídolo traído hace mucho tiempo de Metztitlán, de nombre Mola, que era el principal de todos los ídolos de la zona. En torno a su teocali piramidal, de 25 gradas, donde era adorado, había gran número de casas en las que habitaban los sacerdotes consagrados a su culto. Allí, un día de 1538, convocó el padre Roa a todos los sacerdotes y fieles idólatras, que se reunieron a miles. Sin temor alguno, el santo fraile desafió al demonio, que por aquel ídolo hablaba con voz cavernosa, y le increpó en el nombre de Cristo para que se fuera y dejara de engañar y oprimir a los indios. Luego, desde lo alto del templo, rodeado de sacerdotes y sirvientes del ídolo, predicó a la multitud con palabras proféticas de fuego. Hasta que, en un momento dado, los mismos sacerdotes y sus criados arrojaron el ídolo por las 25 gradas abajo, quedando de cabeza. En seguida, el furor de los idólatras desengañados hizo pedazos al ídolo al que tantas víctimas habían ofrecido. Y «esto que he contado -dice Grijalva- es de relación de los indios, que por tradición de sus padres lo refieren por cosa indubitable». Una vez terraplenado el lugar, se construyó allí una capilla dedicada a San Miguel, el gran arcángel vencedor del demonio. Digamos de paso que no pocos de los muchos santuarios que en México hay dedicados a San Miguel tienen en sus orígenes historias análogas. El Santo Cristo de Totolapan A unos 125 kilómetros de la ciudad de México, cerca de la Estación Cascada, se halla el pueblo de Totolapan, cuyo primer evangelizador y prior, en 1535, fue fray Jorge de Avila, que edificó casa y convento, y que desde allí evangelizó otros ocho pueblos del actual estado de Morelos. Pues bien, fray Antonio de Roa en 1542 fue nombrado prior de San Guillermo Totolapan, allí precisamente donde aprendió la lengua mexicana, cuando pensaba volverse a España. Tenía entonces 51 años, y su enamoramiento de Cristo Crucificado iba haciéndose cada vez más profundo... Por aquellos años, apenas llegaban imágenes de España y no había en el lugar todavía quien las hiciese. Y el padre Roa, acostumbrado a orar en Burgos ante aquel famoso cristo de los agustinos, tenía muy vivos deseos de conseguir un hermoso crucifijo, y «lo había pedido muchas veces con devoción y ahínco». Y un día de 1543, el quinto viernes de Cuaresma, el portero avisa al prior Roa que un indio ha traído un crucifijo para vender. Fray Antonio corre allí, desenvuelve el cristo del lienzo en que el indio lo traía, y sin hacer caso del indio, toma el crucifijo, besa sus pies y su costado, lo venera con emocionadas palabras, y se apresura a colocarlo en la reja del Coro, donde siempre había deseado tenerlo. En seguida llama a los frailes para darles tan buena nueva... Pero cuando trata de dar razón del indio, advierte que ni se ha fijado en él. Corren entonces a la portería, al pueblo, a los caminos, pero del indio nunca más se sabe nada. En 1583, cuarenta años más tarde, los agustinos lo trasladaron a su gran convento de México, donde esperaban que podría recibir más culto, y para ello, al parecer, lo sacaron de noche y ocultamente por una ventana que todavía se muestra. En 1861, con motivo de la exclaustración decretada por Benito Juárez, los agustinos hubieron de abandonar su grandioso templo de la ciudad de México. Y fue entonces, tras doscientos setenta y ocho años de ausencia, cuando el pueblo de Totolapan consiguió recuperar su santo cristo, y lo trajo cargando desde México. Éste es el origen del Santo Cristo de Totolapan, lleno de majestad y de belleza, tan venerado hasta el día de hoy. Fray Juan de Grijalva (1580-1638) Hasta aquí la historia del padre Roa viene a ser relativamente normal. Pero los capítulos de su vida en los que entramos ahora son en muchos aspectos tan increíbles, que se nos hace necesario presentar primero a quien fue su biógrafo, para argumentar así su credibilidad. El mexicano agustino fray Juan de Grijalva, nacido en Colima en 1580, fue para la historia de su Orden lo que Dávila Padilla para los dominicos, o lo que Motolinía y Mendieta fueron para los franciscanos. Personalidad muy distinguida entre los agustinos de la Nueva España, fue prior en Puebla y en México, profesor y rector del Colegio de San Pablo, Definidor, confesor del Virrey y, lo que más nos importa, fue también nombrado Cronista de su provincia agustiniana. De todos los conventos, en efecto, le fue entregada documentación histórica de primera mano, y basándose siempre en datos orales o escritos ciertos -él mismo dice que recibió «muy copiosas relaciones, pero no todas fueron dignas de la historia»-, en 1622 terminó de escribir su Crónica de la Orden de N. P. San Agustín en las Provincias de la Nueva España. En cuatro edades, desde el año de 1533 hasta el de 1592. Autor de otros muchos escritos y gran predicador, murió en México en 1638, a los 58 años de edad. Antes de publicarse obra histórica tan importante como la Crónica, fue aprobada en 1623 por el Arzobispo de México, y en ese mismo año un Capítulo que reunió a los nueve padres del Definitorio agustiniano, autorizó la obra declarando que era «la verdad de la historia». Finalmente, tras revisión y elogio de un censor dominico, recibió en 1624 licencia de publicación de la Real Audiencia de México. Por lo demás, el padre Grijalva, después de haber hecho crónica de muchas figuras ilustres de la Orden, dice: «ésta que queda escrita del bienaventurado padre fray Antonio de Roa es la más bien probada, porque como sus principales acciones fueron tan públicas, era un mundo entero el que las atestiguaba, y no eran solamente indios, sino también españoles» (II,23). Un «singularísimo camino» de penitencias Como hace notar Robert Ricard, en general fue muy grande la severidad penitencial de los primeros misioneros de México, pero aún así «se queda muy lejos de la austera vida ascética de fray Antonio de Roa: vio que los indios andaban descalzos, y él se quitó las sandalias para andar descalzo; vio que casi no tenían vestido y que dormían sobre el suelo, y él se vistió de ruda tela y se dio a dormir sobre una tabla; vio que comían raíces y pobrísimos alimentos, y él se privó del más leve gusto en el comer y en el beber. Por mucho tiempo no probó el vino, ni comió carne o pan. Identificado de este modo con sus pobres indios, logró conquistar sus corazones y convertirlos con rapidez» (Conquista 226). En efecto, como señala Grijalva en varias ocasiones, el testimonio de fray Antonio conmovió profundamente a los indios: «Es tan admirable la vida del bendito fray Antonio de Roa, tan grandes sus penitencias, tantos sus merecimientos, que puso en espanto estas naciones y enterneció las mismas peñas, que regadas con su sangre se ablandaron, y conservan hasta hoy rastros de aquellas maravillas» (II,20)... El padre Roa, quizá de andar siempre descalzo por los caminos, tenía una llaga crónica en un dedo del pie. Sin embargo, «nunca le vieron sentado, porque ni aun este pequeño descanso quiso dar a su cuerpo en veinte y cinco años que estuvo en esta tierra, y cuando algunas personas que hablaban con él no se querían sentar, él con mucho gusto y alegría les obligaba a que se sentasen, quedándose en pie» (II,20). Pero sobre todas estas cosas, que eran penitencias hasta cierto punto normales en los misioneros más austeros, otras penitencias de fray Antonio eran realmente inauditas. Fray Juan de Grijalva entendió bien la intención que en ellas llevaba el padre Roa cuando escribe: «Conociendo este siervo de Dios la condición de los indios, que es la que siempre vemos en gente sencilla y vulgar, que se mueven más por el ejemplo que por la doctrina, y les admira lo que ven con los ojos más que con otra ninguna noticia, se resolvió a seguir un particularísimo camino, y a hacer demostración en su cuerpo de todo aquello que les predicaba» (II,20) Tenía, por ejemplo, enseñados algunos indios de su mayor confianza, los que le acompañaban en sus misiones apostólicas, para que delante de los indios le atormentaran con las más crueles penitencias. Al salir del convento, habían de llevarle arrastrado con una soga al cuello, y cuando llegaban por el camino a una cruz, él la besaba de rodillas, con todo amor y reverencia, y «en haciendo esto, los indios le daban de bofetadas, y le escupían en el rostro, y le desnudaban el hábito, y le daban a dos manos cincuenta azotes, tan recios que le hacían reventar la sangre» (II,21). Y aquellos indios sencillos, ingenuos y compasivos, viendo la humillación y el sufrimiento de este «varón de dolores», se conmovían hasta las lágrimas. En seguida, predicando junto a la cruz, les exhortaba a la fe y a la conversión. Así era como «aquellos bárbaros indígenas, que veían y escuchaban al padre Roa, pasmados de espanto y llenos de asombro, llegaban a entender los dos puntos más importantes de nuestra fe: la inocencia de Cristo y la gravedad de nuestras culpas, la satisfacción de Cristo y la que nosotros debemos hacer» (López Beltrán 89). Representando la Pasión de Cristo El padre Roa, cuando regresaba, azotado y llagado, de sus itinerarios apostólicos, atendía a los fieles en el pueblo, y por la noche hacía una disciplina general, en la que él y los indios convertidos se azotaban. En las cuatro esquinas del atrio, sus compañeros indios habían preparado cuatro grandes hogueras, y esparcían sus brasas por el claustro. Entonces fray Antonio, descalzo y con una gran cruz a cuestas, a la luz de las hogueras, recorría lentamente aquel via crucis sobre las brasas, y terminaba siempre con una predicación más encendida que el fuego, que incendiaba el corazón de los indios. Acabado el sermón, echaban sobre él el agua hirviendo de una caldera, con la que bañaban todo su cuerpo llagado... Estas penitencias ordinarias del padre Roa se acrecentaban considerablemente en el santo tiempo de la Cuaresma. Durante estos cuarenta días, fuera de la liturgia, no hablaba ni una sola palabra, y ayunaba a pan y agua. Lunes, miércoles y viernes, sus expiaciones penitenciales se hacían indecibles. Un tribunal de indios, reproduciendo el juicio de Cristo, le sometían a juicio, insultándole y sometiéndole, en ocasiones desnudo, a todo tipo de injurias y humillaciones. Fray Antonio reconocía en público todas sus culpas, y cuando le hacían falsas acusaciones, guardaba silencio, imitando a Jesús. Condenado entonces a ser azotado, «le desnudaban de todas sus vestiduras quedándose en cueros, por imitar en esto también a su Maestro» (II,21). Después venían azotes, brasas, resina derretida, bofetadas, soga al cuello, tirones y patadas, para terminar pasando la noche atado a una columna, en una ermita de la huerta del convento, donde estaban pintadas todas las escenas de la Pasión del Señor. Al amanecer le desataban, vestía su hábito y se iba al coro a rezar Prima con su compañero, para seguir luego, de día, en sus ocupaciones habituales. El padre Grijalva escribía en 1622 todas estas cosas increíbles acerca de fray Antonio de Roa, muerto en 1563, cuando todavía vivían no pocos indios que habían sido testigos directos de los hechos narrados. Y precisa: «Esto que hemos dicho hacía entre año, y entre aquellas sierras, donde solo Dios lo veía, y aquellos bárbaros de cuyos ojos no se podía temer vanagloria, que en volviendo a su convento, de otra manera era, porque hacía sus penitencias tan secretas y con tan gran recato, que nunca le vieron los frailes y los españoles que por allí había, sino muy alegre y con el rostro risueño. Y por esto tenía en el convento de Molango unas ermitas pequeñas y apartadas, donde hasta hoy vemos rastro de su sangre. Aquí hacía de noche todos estos ejercicios» (II,21). Quiso Dios expresarnos su amor a los hombres, para que nos uniéramos a él por amor. Y así comenzó por declararnos su amor en la misma creación, dándonos la existencia y el mundo. Más abiertamente nos expresó su amor por la revelación de los profetas de Israel, y aún más plenamente por el hecho de la encarnación de su Hijo divino. Pero la máxima declaración del amor que Dios nos tiene se produjo precisamente en la Cruz del Calvario, donde Cristo dio su vida por nosotros (+Jn 3,16; Rm 5,8). Pues bien, el bendito padre Roa quiso decir a los indios con su propia vida esta palabra de Dios, quiso expresarles esta declaración suprema del amor divino, y por eso buscó en sus pasiones personales representar vivamente ante los indios, para convertirlos, la Pasión de nuestro Salvador. La espiritualidad cristiana de todos los siglos, tanto en Oriente como en Occidente, ha querido siempre imitar a Jesús penitente, que pasó en el desierto cuarenta días en oración y completo ayuno, y ha buscado también siempre participar con mortificaciones voluntarias de su terrible pasión redentora en la cruz. Y así la Iglesia católica, por ejemplo en la liturgia de Cuaresma, exhorta a los cristianos al «ayuno corporal» y a «las privaciones voluntarias». Y ésta es la ascesis cristiana tradicional, viva ayer y hoy. Así San Gregorio de Nacianzo, al enumerar las penalidades del ascetismo monástico, habla de ayunos, velas nocturnas, lágrimas y gemidos, rodillas con callos, pasar en pie toda la noche, pies descalzos, golpearse el pecho, recogimiento total de la vista, la palabra y el oído, en fin, «el placer de no tener placer» alguno (Orat. 6 de pace 1,2: MG 35,721-724). Y muchos santos, como San Pedro de Alcántara o el santo Cura de Ars, han recibido del Espíritu un especial carisma penitencial, y han conmovido al pueblo cristiano con la dureza extrema de sus mortificaciones. Otros santos ha habido, no menores, pero con vocación diversa, que mirando al Crucificado, han procurado con toda insistencia «el placer de no tener placer», el «padecer o morir» de Santa Teresa. En este mismo sentido, Santa Teresa del Niño Jesús escribe: «Experimenté el deseo de no amar más que a Dios, de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia repetía en mis comuniones las palabras de la Imitación: "¡Oh Jesús, dulzura inefable! Cambiadme en amargura todas las consolaciones de la tierra" (III,26,3). Esta oración brotaba de mis labios sin esfuerzo, sin violencia; me parecía repetirla, no por voluntad propia, sino como una niña que repite las palabras que una persona amiga le inspira» (Manuscrito A, f.36 vº). El padre Roa, pues, tuvo muchos hermanos, anteriores o posteriores a él, en el camino de la penitencia, aunque quizá ninguno fue llevado por el Espíritu Santo a extremos tan inauditos. Los cristianos modernos, sin embargo, sobre todo aquellos que viven en países ricos, no suelen practicar la mortificación, y ni siquiera llegan a entender su lenguaje, hasta el punto de que algunos llegan a impugnar las expiaciones voluntarias, que vienen a ser para ellos «locura y escándalo» (1Cor 1,23). Aunque por razones muy diversas, coinciden en esto con Lutero, que rechazaba con viva repulsión ideológica todo tipo de mortificaciones penitenciales (Trento 1551: Dz 1713). Estos modernos según el mundo, marginados del hoy siempre nuevo del Espíritu Santo, se avergüenzan, pues, del bendito fray Antonio de Roa, y sólo ven en él una derivación morbosa de la genuina espiritualidad cristiana. Pero en esto, como en tantas otras cosas, los indios mexicanos guardaban la mente más abierta a la verdad que quienes han abandonado o falseado el cristianismo, y ellos sí entendieron el inaudito lenguaje penitencial del bienaventurado padre Roa, viendo en él un hombre santo, es decir, un testigo del misterio divino. Ellos mismos, en su grandiosa y miserable religiosidad pagana, conocían oscuramente el valor de la penitencia, y practicaban durísimas y lamentables mortificaciones. Motolinía cuenta que «hombres y mujeres sacaban o pasaban por la oreja y por la lengua unas pajas tan gordas como cañas de trigo», para ofrecer su sangre a los ídolos. Y los sacerdotes paganos «hacían una cosa de las extrañas y crueles del mundo, que cortaban y hendían el miembro de la generación entre cuero y carne, y hacían tan grande abertura que pasaban por allí una soga, tan gruesa como el brazo por la muñeca, y el largor según la devoción» (Motolinía I,9, 106). De otras prácticas religiosas, igualmente penitenciales y sangrientas, da cuenta detallada fray Bernardino de Sahagún (p.ej. II, apénd.3). Fray Antonio de Roa entendía sus pasiones como un martirio, un testimonio en honor de Jesucristo para la conversión de los indios, y de hecho no practicaba sus espectaculares expiaciones estando con los frailes, sino sólo cuando estaba sirviendo a los indígenas. Por lo demás el padre Roa -acordándose del martirio de Santa Agueda, de quien se decía que no fue curada de sus heridas sino por el mismo Cristo-, no procuraba curar las heridas y quemaduras producidas por sus penitencias. Y sin embargo, los viernes cuaresmales estaba curado de las lesiones del miércoles, y el miércoles estaba sano de las del lunes... Por eso, como dice López Beltrán, «sus penitencias eran un milagro continuado» (99). El padre Grijalva, saliendo como otras veces al encuentro de posibles objeciones, dejan a un lado a los maliciosos que se ríen de todo esto, y dice a aquellas personas de buena voluntad, que quizá consideren imprudentes estas penitencias, que «se acuerden de las inauditas penitencias que San Jerónimo refiere» de los santos del desierto y de otras que vemos en la historia de la Iglesia, «de las que se dice que son más para admirar que para imitar. Y eso mismo puede juzgar de las que vamos contando, y dar gracias a N. S. de que en nuestros tiempos y en nuestra tierra nos haya dado un tan raro espectáculo, que en nada es inferior a los antiguos» (II,21). Humilde y obediente Nunca fray Antonio se tuvo en nada, ni veía en sus penitencias, realmente extraordinarias, otra cosa que un don de Dios. Por eso rogaba muchas veces a sus hermanos que le encomendasen al Señor, pues se veía como la más roñosa de las ovejas de Cristo. Y así cuando una vez el Provincial le mandó que moderase sus penitencias, «encogió los hombros, y obedeció el siervo de Dios sin hablar palabra. De allí a dos días volvió, y le dijo al Provincial que hasta allí había obedecido conforme a la obligación que tenía; pero que le era mandado que no dejase de hostigar el cuerpo, porque no se alzase a mayores. Entendió con esto el Provincial que era este segundo mandato de superior tribunal, y que aquel gran penitente debía tener alguna revelación, pues habiendo obedecido con tanta prontitud ahora venía con nuevo acuerdo. Y así le echó su bendición, y le dio licencia para que prosiguiese en todo aquello que Dios le ordenaba» (II,20). Pobre y alegre El padre Roa nunca tuvo en su celda ni silla, ni un banquillo, ni menos aún cama, pues a su cuerpo, agotado por el trabajo y herido por las penitencias, «nunca le dio más descanso que un breve sueño, o ya de rodillas o ya sentado en un rincón» (II,20). Cuando murió, poco hallaron en su chiquihuite -arca que en el XVI empleaban los religiosos-, y entre lo que había, encontraron las disciplinas y rallos con que hacía sufrir su cuerpo. El rallo es una plancha metálica que ha sido horadado atravesándole clavos. Los rallos que llevaba al pecho y las axilas, la cadena que llevaba ceñida al morir, así como su sombrero, bordón y pobre hábito, se conservan en los agustinos de Puebla de los Angeles. Por lo demás, nunca quiso comer carne, ni estando gravemente enfermo, y sus ayunos eran tan fuertes que «vivía casi de milagro» (López Beltrán 102). Los santos más penitentes, como un San Francisco de Asís, han sido los más alegres. Y ése era el caso de fray Antonio de Roa. «En tan penitente vida como ésta y con tan poca salud como tenía, dice Grijalva, estaba siempre tan alegre que parecía que gozaba ya algo de la bienaventuranza. Vivía el santo varón tan agradecido a nuestro Señor, que repetía muchas veces las palabras del salmista:Auditui meo dabis gaudium et letitiam, et exultabunt ossa humiliata [Hazme oir el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados, Sal 50,10]. De aquí nacía que traía siempre el rostro alegre, y las palabras que hablaba tan dulces, que se regocijaban en el Señor todos los que le veían y le oían» (II,21). Estaba siempre tan alegre que parecía ya gozar de la vida celeste, y tenía especial don para consolar y alegrar a indios y frailes. Orante y contemplativo «Era continuo en la oración y contemplación, y todo el tiempo que le sobraba gastaba en esto. De día le sobraba poco tiempo, porque lo gastaba todo en obras de caridad, enseñando, predicando y administrando los santos sacramentos a los indios. Pero las noches las pasaba todas en estos ejercicios. Estaba de rodillas siempre que rezaba o contemplaba, y ponía las rodillas a raíz del suelo, porque levantaba el hábito. El modo que tenía de meditar, según él mismo comunicó a fray Juan de la Cruz, era el que le enseñó su madre» (II,20), meditando cada día de la semana una frase del Padre nuestro. El domingo, el día que culmina la primera creación y que inicia la nueva, se representaba al Padre celestial, de quien viene todo bien en el cielo y en la tierra: Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum. El sábado, jurando fidelidad a Cristo, Rey del universo, suplicaba incesantemente: Adveniat Regnum tuum. El viernes, uniéndose a la Pasión de Jesús, no se cansaba de repetir: Fiat voluntas tua. Como él decía, volvía hacia atrás el Padre nuestro justamente para que esta súplica fuera en el viernes. El jueves meditaba en Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, alimentándolas amorosamente en la eucaristía con su propio cuerpo: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. El miércoles recordaba a aquel siervo del evangelio que «no tenía con qué pagar»... y «el señor, movido a compasión, le perdonó la deuda» (Mt 18,25.27), y oraba: Dimitte nobis debita nostra. El martes examinaba su conciencia con especial cuidado, y reconociendo sus culpas y su debilidad ante los peligros, decía: et ne nos inducas in tentationem. Y el lunes, pensando en el juicio final, se abandonaba a la misericordia de Dios diciendo: sed libera nos a malo. Como San Ignacio en Roma, mientras celebraba la misa en aquellos mismos años, fray Antonio lloraba y lloraba sin cesar, y a pesar de su herida en el pie, en las dos horas que duraba su misa, no sentía dolor alguno. Después, «en acabando de consumir, se quedaba elevado por más de media hora, sin tener movimiento de hombre vivo». Algo semejante la sucedía recientemente al beato Pío de Pietrelcina, padre capuchino. Y añade Grijalva: «Nadie extrañe estas cosas, ni tenga por imprudencia el tardarse tanto en el altar, y regalarse tanto con Dios tan en público. Porque a la verdad era mucho el secreto, por ser entonces como lo son ahora aquellas sierras tan solas, y que no había ojos humanos que las empañasen; porque solos estaban allí los ojos de Dios y los de los ángeles: porque los de los indios no embarazaban, ni nunca este santo varón se recataba de ellos» (II,20). Allí se estaban éstos, ellos también inmóviles y silenciosos, sin notar el paso del tiempo... En 1563 el padre Roa, estando de prior en Molango, y sintiéndose gravemente enfermo, convocó a los fieles de todos los pueblos vecinos que el había atendido durante años, para despedirse de ellos. Hacía entonces veinticinco años que estaba en la Nueva España, tenía 72 años, y sabía ya con seguridad que pronto le llamaría el Señor. Cuando ya todos estuvieron reunidos, les hizo una larga prédica, en la que recordó todos los pasos principales de su vida misionera, y les explicó por última vez los artículos fundamentales de la fe cristiana. Ya al final, se acercó a una hoguera que habían encendido cerca, y entrando en las grandes llamaradas, desde allí estuvo exhortando a los fieles, sin quemarse, para que temieran las penas posibles del infierno... El padre Grijalva comenta: «A mí me acobardara el escribir [estas cosas] si no hubieran sido tan públicas a los ojos de un mundo entero, notorias a todos, y recibidas de todos, sin que ninguno haya puesto duda, ni escrúpulo en ello». Muchos otros milagros del padre Roa -apenas verificables, por supuesto, al paso de tantos años- quedaron igualmente escritos (Crónica II,22), cuando aún vivían muchos de los informantes y testigos. Y el padre Grijalva añade: «Si las cosas que he escrito [de los santos varones de la Orden] admiraren por muy grandes, demos las gracias a Dios que es poderoso para hacerlas en sujetos tan humildes, y procuremos imitarles fiados en un Dios tan bueno que es para todos, y tan rico que no se agota». A morir a México Quiso ir a morir en el convento agustino de México, para ser así enterrado en la Casa matriz de la Orden. Y ya de camino, sin quererlo, iba arrastrando multitud de indios, que llorando a gritos, le pedían su bendición, «afligidos sobre todo por lo que les había dicho de que no volverían a ver su rostro» (Hch 20,38). En Metztitlán estaba de prior fray Juan de Sevilla, su íntimo amigo, que le acompañó el resto del camino. Llegado a México, se le impuso que no hiciera penitencia alguna y obedeciese en todo a los enfermeros, cosa que obedeció sin dificultad, aunque luego obtuvo licencia para continuar absteniéndose de comer carne. Fue enviado unos días al convento de los dominicos de Coyoacán, pueblo de buen clima y buenas aguas, donde los frailes predicadores le acogieron con gran afecto, y allí hizo confesión general. Pero agravándose su enfermedad, regresó a México. Recibidos los sacramentos de confortación para la muerte, quedó tres día sin habla, agarrado al crucifijo que le había acompañado en todas sus correrías apostólicas, fijos los ojos en él, y muchas veces llorando. Una hora antes de morir, pudo hablar y dijo: «Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacratísimo cuerpo». Y añadió: «Padre eterno, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y con esto murió a 14 de setiembre [de 1563], día de la Exaltación de la Cruz» (II,23).
Buen gobierno de Cortés (1521-1524)
En octubre de 1522 el Emperador nombró a Hernán Cortés gobernador y capitán general de la Nueva España. «En el corto período de tres años (1521-1524) sentó las bases de la organización social y política de la nueva nación; hizo levantar sobre los escombros de la ciudad destruida una más hermosa y magnífica; expidió ordenanzas que nos muestran su genio creador; mandó explorar en todas direcciones la inmensa extensión del país; trajo plantas e introdujo cultivos desconocidos; abrió el campo para la propaganda de la fe; conquistó el amor y el respeto de los naturales y evitó, hasta donde pudo, que éstos fuesen depredados por los vencedores, a quienes sin embargo no descontentó» (Trueba, Zumárraga 7).
Siete años terribles (1524-1530)
Pero en 1524 cometió Cortés un error gravísimo... Abandonó la Nueva España, cuyo orden político apenas se iba estableciendo, para ir a dar su merecido al capitán Cristóbal de Olid, quien enviado por él a explorar las Hibueras (Honduras) al frente de seis navíos, se había rebelado contra su autoridad. Y aún cometió otro error igualmente grave: en lugar de dejar en su lugar a alguno de sus fieles capitanes, confió el gobierno a funcionarios o licenciados como Alonso de Estrada, Rodrigo de Albornoz y Alonso Zuazo.
Y a estos errores todavía añadió otro. Cuando, estando ya de camino, los oficiales reales Salazar y Chirinos advirtieron a Cortés del desgobierno consecuente a su ausencia, fiándose de ellos, les dio autoridad de gobierno, con resultados aún peores. Éstos, vueltos a México, saquearon la casa de Cortés, atropellaron a las indias nobles que allí vivían, atormentaron primero y ahorcaron después a su administrador Rodrigo de Paz, cometieron toda clase de tropelías con los indios y los amigos de Cortés, corrieron la voz de que éste había muerto, y robaron todo cuanto pudieron... Al decir de fray Juan de Zumárraga, «se pararon bien gordos de dinero».
A comienzos de 1526, un criado de Cortés, disfrazado y a escondidas, regresó a México con cartas de su señor, y se fue al convento de San Francisco. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que, sabiendo vivo a Cortés y viendo sus cartas, «los frailes franciscanos, y entre ellos fray Toribio Motolinía y un fray Diego de Altamirano, daban todos saltos de placer y muchas gracias a Dios por ello» (cp.188). Pronto y bien mandado, «con ímpetu y alarido», el capitán Tapia prendió a Salazar y a Chirinos, y los metió en sendas jaulas de gruesas vigas, que según consta en los libros del cabildo de México, costaron 7 pesos.
Así las cosas, «estando la tierra en gran turbación -escribe Zumárraga-, que todo se quemaba, sucedió la venida de don Hernando», quien volvía agotado de su desastrosa expedición a Honduras. Fue un regreso realmente apoteósico que debió sanarle el corazón de su amargura. Los indios venían hasta de los lugares más lejanos a limpiar los caminos y adornarlos con flores.
Como dice Lucas Alamán, un clásico entre los historiadores de México, «los indios lo recibieron con no menor aplauso que si hubiera sido el mismo Moctezuma: no cabían por las calles, con muchas danzas, bailes y músicas, y en la noche hicieron hogueras y luminarias» (Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana, IV). Seis días pasó en San Francisco de México, retirado con los frailes, como le escribe al Emperador, «hasta dar cuenta a Dios de mis culpas».
Durante los dos años de su imprudente ausencia, los enemigos de Cortés habían hecho llegar a España toda suerte de calumnias. Y Carlos I decide sujetarlo ajuicio de residencia, para lo cual envía a Luis Ponce de León, que muere en México en seguida, lo mismo que su sucesor Marcos de Aguilar, de tal modo que el encargado para juzgar a Cortés fue su viejo enemigo el tesorero Alonso de Estrada. Éste lo primero que hizo fue liberar a Salazar y Chirinos, y desterrar de la ciudad de México a Cortés, que se fue a Castilla a defender su honor y sus derechos.
Enterado el Emperador de los escándalos de la Nueva España decide que ésta fuera regida por una Audiencia Real, un cuerpo colegiado, y comete el gravísimo error de poner al frente de los oidores Parada, Maldonado, Matienzo y Delgadillo, a Nuño de Guzmán, un hombre que en esos años dio muestras inequívocas de ser un canalla. Junto a ellos nombra, como obispo de México y Protector de los indios -y aquí acierta plenamente-, a fray Juan de Zumárraga. Todos ellos llegan a México en agosto de 1528.
Fray Julián Garcés O. P. (1452-1542)
En octubre de 1527, en pleno desastre y turbulencia, llegó a la Nueva España el dominico fray Julián Garcés, como primer obispo de México. Hijo de familia noble, nació en 1452 en Munebrega, del reino de Aragón, y en la Orden de predicadores se había distinguido como filósofo y teólogo, biblista y predicador. Cuando en 1519 es nombrado obispo para la diócesis carolense -en honor de Carlos I-, de límites muy imprecisos, tiene 67 años. Esta diócesis imaginaria ve en 1525 concretada su sede en la ciudad de Tlaxcala, primer centro vital de la Iglesia en México. Allí se habían bautizado los cuatro señores tlaxcaltecas en 1520, teniendo como padrinos a Cortés y a sus capitanes Alvarado, Tapia, Sandoval y Olid.
El obispo Garcés, de paso a México en 1527, trata en la Española con hermanos suyos dominicos, como Montesinos y Las Casas, misioneros muy solícitos por la causa de los indios. Y al año siguiente conoce en la ciudad de México al franciscano fray Juan de Zumárraga, todavía obispo electo, aún no consagrado, de esta ciudad.
En 1527 inicia, pues, fray Julián Garcés su ministerio episcopal en la extensa diócesis de Tlaxcala a la edad, nada despreciable, de 75 años. Era muy estudioso, y se dice que de veinticuatro horas estudiaba doce, pero también era muy activo y excelente predicador. Funda el hospital de Perote, entre Veracruz y México, como albergue para viajeros, enfermos y pobres. Toda su renta la empleaba en limosnas y, como veremos, siempre apoyó al obispo Zumárraga, en las grandes luchas de éste. Murió Garcés piadosamente a fines de 1542, a los 90 años, y fue enterrado en la catedral de Puebla, a donde en 1539 había trasladado la sede tlaxcalteca.
Carta del obispo Garcés al Papa (1537)
Habiendo recibido fray Julián Garcés con la misma consagración episcopal el nombramiento de «Protector de los indios», entregó su vida, con una dedicación admirable, a evangelizarlos y defenderlos. De su fiel servicio episcopal es preciso destacar su Carta al Papa Pablo III, pues tuvo al parecer un influjo decisivo en la Bula Unigenitus Deus (2-6-1937), en la que se afirmaba la personalidad humana de los indios, y se condenaba su esclavización y mal trato, rechazando como falsos los motivos que se alegaban por entonces. Transcribimos de la carta citada algunos extractos:
«Los niños de los indios no son molestos con obstinación ni porfía a la fe católica, como lo son los moros y judíos, antes aprenden de tal manera las verdades de los cristianos que no solamente salen con ellas, sino que las agotan y es tanta su facilidad, que parece que se las beben. Aprenden más presto que los niños españoles y con más contento los artículos de la fe, por su orden, y las demás oraciones de la doctrina cristiana, reteniendo en la memoria fielmente lo que se les enseña... No son vocingleros, ni pendencieros; no porfiados, ni inquietos; no díscolos, ni soberbios; no injuriosos, ni rencillosos, sino agradables, bien enseñados y obedientísimos a sus maestros. Son afables y comedidos con sus compañeros, sin las quejas, murmuraciones, afrentas y los demás vicios que suelen tener los muchachos españoles. Según lo que aquella edad permite, son inclinadísimos a ser liberales. Tanto monta que lo que se les da, se dé a uno como a muchos; porque lo que uno recibe, se reparte luego entre todos.
«Son maravillosamente templados, no comedores ni bebedores, sino que parece que les es natural la modestia y compostura. Es contento verlos cuando andan, que van por su orden y concierto, y si les mandan sentar, se sientan, y si estar en pie, se están, y si arrodillar, se arrodillan...
«Tienen los ingenios sobremanera fáciles para que se les enseñe cualquier cosa. Si les mandan contar o leer o escribir, pintar, obrar en cualquiera arte mecánica o liberal, muestran luego grande claridad, presteza y facilidad de ingenios en aprender todos los principios, lo cual nace así del buen temple de la tierra y piadosas influencias del Cielo, como de su templada y simple comida, como muchas veces se me ha ofrecido considerando estas cosas.
«Cuando los recogen al monasterio para enseñarlos, no se quejan los que son ya grandecillos, ni ponen en disputa que sean tratados bien o mal, o castigados con demasiado rigor, o que los maestros los envíen tarde a sus casas, o que a los iguales se les encomienden desiguales oficios, o que a los desiguales, iguales. Nadie contradice, ni chista, ni se queja...
«Ya es tiempo de hablar contra los que han sentido mal de aquestos pobrecitos, y es bien confundir la vanísima opinión de los que los fingen incapaces y afirman que su incapacidad es ocasión bastante para excluirlos del gremio de la Iglesia. «Predicad el evangelio a toda criatura, dijo el Señor en el evangelio; el que creyere y fuere bautizado, será salvo». Llanamente hablaba de los hombres, y no de los brutos. No hizo excepción de gentes, ni excluyó naciones... A ningún hombre que con fe voluntaria pida el bautismo de la Iglesia, se le ha de cerrar la puerta, como lo enseña San Agustín, citando a San Cipriano.
«A nadie, pues, por amor de Dios, aparte desta obra la falsa doctrina de los que, instigados por sugestiones del demonio, afirman que estos indios son incapaces de nuestra religión. Esta voz realmente, que es de Satanás, afligido de que su culto y honra se destruye, y es voz que sale de las avarientas gargantas de los cristianos, cuya codicia es tanta que, por poder hartar su sed, quieren porfiar que las criaturas racionales hechas a imagen de Dios son bestias y jumentos, no a otro fin de que los que las tienen a cargo, no tengan cuidado de librarlas de las rabiosas manos de su codicia, sino que se las dejen usar en su servicio, conforme a su antojo...
«Y por hablar más en particular del ingenio y natural destos hombres, los cuales ha diez años que veo y trato en su propia tierra, quiero decir lo que vi y oí... Son con justo título racionales, tienen enteros sentidos y cabeza. Sus niños hacen ventaja a los nuestros en el vigor de su espíritu, y en más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos.
«De sus antepasados he oído que fueron sobremanera crueles, con una bárbara fiereza que salía de términos de hombres, pues eran tan sanguinolentos y crudos que comían carnes humanas. Pero cuanto fueron más desaforados y crueles, tanto más acepto sacrificio se ofrece a Dios si se convierten bien y con veras... Trabajemos por ganar sus ánimas, por las cuales Cristo Nuestro Señor derramó su sangre.
«Oponémosles por objeción su barbarie e idolatría, como si hubieran sido mejores nuestros padres... ¿Quién duda sino que, andando años, han de ser muchos destos indios muy santos y resplandecientes en toda virtud?... Si España, tan llena de espinas y abrojos de errores antes de la predicación de los Apóstoles, dio después en lo temporal y espiritual tales frutos, cuales ninguno antes pudiera entender que estaban por venir, porque esta mudanza es de la diestra del Muy Alto, también se ha de conceder que, siendo la misma omnipotencia la de Dios, y el mismo auxilio, favor y gracia, la que concede a todos como Redentor, podrá ser que el pueblo de los indios venga a ser maravilloso en este Nuevo Mundo... Advertid, dice el Salmista, que desta manera será bendito el hombre que teme al Señor; y dice luego el cómo: «Viendo a los hijos de tus hijos (que son los hombres pobres del Nuevo Mundo) que con su fe y virtudes por ventura han de sobrepujar a aquéllos por cuyo ministerio fueron convertidos a la fe»...
«Ahora es tanta la felicidad de sus ingenios (hablo de los niños), que escriben en latín y en romance mejor que nuestros españoles. Confiesan todos sus pecados, no con menos claridad y verdad que los que nacieron de padres cristianos, y estoy por decir que con más ganas... Tienen simplicidad de palomas, y para sus confesiones, todo el año es cuaresma. Toman disciplinas ordinarias, con ser cosa que los muchachos rehusan, y las reciben de su voluntad... Y lo que nuestros españoles tienen por más dificultoso, pues aún no quieren obedecer a los prelados que les mandan dejar las mancebas, esto hacen los indios con tanta facilidad que parece milagro, dejando las muchas mujeres que tuvieron en su paganismo, y contentándose con una en el matrimonio. Con estar muy hechos a hurtar por particular inclinación que a ello tienen, no rehusan la restitución ni la dilatan. Edifican grandes iglesias, adórnalas con las armas reales; labran también los conventos de los frailes que los tienen a cargo, y las casas de las mujeres devotas que envió la Reina doña Isabel, dándoles a ellas con tanta buena voluntad sus hijos, como a los frailes sus hijos».
A los 85 años, este anciano obispo enamorado de sus indios diocesanos, cuenta aquí al Papa una serie de casos concretos admirables -aunque entre ellos, por cierto, no refiere la muerte de los niños mártires de Tlaxcala, que fue unos diez años anterior a esta carta-, y concluye diciendo: Para explicar tantas cosas admirables como aquí vemos, «no buscamos juicio humano, sino que nos maravillamos del divino, pues quiere Dios despertar en los principios de aquesta nueva gente, los milagros antiguos y prometer el fruto con que florecieron los santos que ha muchos años que nuestra Iglesia reverencia. Ayúdales a los indios su poca comida, y el pobre y poco vestido, y la humildad y obediencia que les es natural, con no haber en el mundo nación que tenga con tanta abundancia todas las cosas necesarias como ésta...
«Una cosa quisiera yo, Santísimo Padre, que tuviera Vuestra Santidad por persuadida, y es que desde que comenzó a resplandecer por el mundo la verdad evangélica, desde que se declaró nuestra felicidad, desde que fuimos adoptados por hijos de Dios en virtud de la gracia de Nuestro Redentor, y desde que el camino de la salud fue promulgado por los Apóstoles, nunca jamás (a lo que yo entiendo) ha habido en la Iglesia católica más trabajoso hilado, ni cosa de más advertencia, que el repartir los talentos entre estos indios... Vean todo en ese pecho apostólico, que ninguna cosa se asienta más agradable que querer Vuestra Santidad que todos sus fieles acudan y asisten y velen en este negocio tan grave, con toda su fuerza y conato, deseo, voz y voto... tanto más cuanto vemos en Europa que se ejercita más la crueldad de los turcos contra los nuestros. De aquí saquemos oro de las entrañas de la fe de los indios. Esta riqueza es la que habemos de enviar para socorro de nuestros soldados. Ganémosle más tierra en las Indias al demonio que la que él nos hurta con sus turcos en Europa... Dilátense los términos de vuestros fieles, buen Jesús, Rey Nuestro» (Xirau, Idea 87-101).
Éste fue el primer obispo de Puebla de los Angeles.
Fray Juan de Zumárraga (1475-1548)
Hablaremos de este gran obispo franciscano ateniéndonos al artículo del jesuita Constantino Bayle, El IV centenario de Don Fray Juan de Zumárraga , a los datos que hallamos en los estudios de Alberto María Carreño, Don fray Juan de Zumárraga, y sobre todo, a la preciosa biografía de Alfonso Trueba, Zumárraga.
En 1527, estando Carlos I en Valladolid, capital entonces del reino, con ocasión de las Cortes generales, dejando a un lado los asuntos políticos, se retiró al próximo convento franciscano de Abrojo para pasar allí la Semana Santa. Pronto se fijó en el talante espiritual y firme del padre guardián del convento, fray Juan de Zumárraga, un vizcaíno de 60 años, alto y enjuto, nacido en Durango en 1475. Al despedirse, el Emperador quiso hacerle una importante limosna, pero él la rehusó, y cuando fue obligado a recibirla, la entregó a los pobres.
Vuelto Carlos I a sus negocios políticos, ha de enfrentar los graves problemas de la Nueva España. Es entonces cuando se equivoca gravemente al elegir los hombres que iban a formar la primera Audiencia, y cuando en cambio acierta por completo al presentar a la Santa Sede el nombre del padre Zumárraga para obispo de la ciudad de México. Fray Juan se resiste al nombramiento cuanto puede, y sólo lo acepta por obediencia. Carlos I, además, recordando en su conciencia el Testamento de su abuela la reina Isabel, nombra también al padre Zumárraga Protector de los indios:
«Por la presente vos cometemos y encargamos y mandamos que tengáis mucho cuidado de mirar y visitar los dichos indios y hacer que sean bien tratados e industriados y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica por las personas que los tienen o tuvieren a cargo y veáis las leyes y ordenanzas e instrucciones y provisiones que se han hecho o hicieren cerca del buen tratamiento y conversión de los dichos indios, las cuales haréis guardar y cumplir como en ellas se contiene, con mucha diligencia y cuidado» (Cédula real 10-1-1528).
Acompañado de los oficiales reales de la primera Audiencia, viaja fray Juan de Zumárraga a México, donde llega a fines de 1528. Trece días después, mueren los oidores honrados, Parada y Maldonado, y quedan los indignos, Matienzo y Delgadillo. Estos, sin esperar en el puerto a su presidente, Nuño de Guzmán, se dirigen a la capital. Al mismo tiempo, Zumárraga se aloja en San Francisco de México. Allí se reúne con los indios principales, y por medio de fray Pedro de Gante, les promete defensa y protección, al mismo tiempo que les ruega se abstengan de hacerle ningún regalo o donativo.
Zumárraga, al llegar a México como obispo-electo, se resistió al principio a tomar la jurisdicción eclesiástica, pero la asumió por la insistencia de franciscanos y dominicos. Hasta entonces, en España, había llevado una vida más bien retirada, y en esos años apenas es mencionado en las Crónicas de la Orden. Ahora, cuando presenta los documentos que le autorizan como obispo-electo y Protector de los indios, y ve que Presidente y oidores, en pie y descubiertos, los besan y colocan solemnemente sobre sus cabezas, cree ingenuamente que tiene autoridad reconocida para intervenir en lo que sea preciso. Pero quizá no se imagina los choques violentísimos que le esperan con las autoridades civiles...
Carta del obispo Zumárraga al Emperador (1529)
De los sucesos inmediatos tenemos detallada y fiel información por la carta que en 1539 Zumárraga dirigió a Carlos I. En cuanto se supo que el obispo estaba pronto para deshacer injusticias y defender a los indios de «delitos tan endiablados como abominables», acudieron a él de todas partes, con grave alarma de la Audiencia, que prohibió al punto, tanto a españoles como a indios, estas visitas bajo pena de horca. Zumárraga denunció este nuevo atropello desde el púlpito, y los oidores le enviaren un escrito «desvergonzado e infame», mandándole callar y limitarse a los servicios estrictamente religiosos.
Un atropello más de la Audiencia fue gravar con nuevos impuestos a los indios de Huejotzingo, repartimiento de Cortés. Cuando éstos acudieron a Zumárraga, amenazados de muerte por hacerlo, hubieron de acogerse a sagrado, refugiándose en el convento franciscano. Decidieron los frailes, reunidos en el convento de Huejotzingo, que uno de ellos, concretamente fray Antonio Ortiz, predicador tan elocuente como valiente, denunciara en el púlpito de la iglesia de México aquel libelo infame. Y así lo estaba haciendo ante los mismo oidores, cuando Delgadillo le mandó callar a gritos, «y así el alguacil y otros de la parcialidad del factor, diciendo injurias y desmintiéndole, tomaron al fraile predicador de los brazos y hábitos, y derrocáronle del púlpito abajo, y fue cosa de muy grande escándalo y alboroto».
La Audiencia, bajo la presidencia del infame Nuño de Guzmán, seguía haciendo de las suyas. Y como censuraba o impedía toda la correspondencia de los que eran leales a Cortés, no veía Zumárraga modo de enviar cartas de denuncia al Emperador. Entonces, «un marinero vizcaíno se ofreció al santo obispo en secreto de llevarlas y darlas en su mano al Emperador. Y así lo cumplió que las llevó dentro de una boya muy bien breada y echada a la mar, hasta que la pudo sacar a su salvo» (Mendieta V, 27).
En la carta de 1529, que refleja el ánimo valiente de Zumárraga, pide al rey que quite el mando a Nuño, de cuyas fechorías le informa, y retire también a Matienzo y Delgadillo. Ruega que se les sujete a juicio de residencia, que se tomen medidas eficaces para la defensa de los indios, que se acabe con toda forma de «infernal saca» de esclavos, que se prohiba severamente a los españoles «tomaren a algún indio su mujer, hija o hermana o hacienda o mantenimiento o otra cosa alguna, o le llamare perro, o le diere de palos o cuchilladas o bofetadas, o le matare; porque acá tienen por cotidiano agraviar estos pobres indios haciéndoles robos y fuerzas, que les parece que no es delito». Acusa también al factor Salazar, y pide, en fin, para todo remedios eficaces y urgentes, «porque todo va dando tumbos al abismo».
Más escándalos y abusos
Cristóbal de Angulo, clérigo, y Francisco García de Llerena, criado de Cortés, por defender a éste en el juicio de residencia, hubieron de refugiarse luego en los franciscanos de México. En marzo de 1530, los oidores mandaron allanar el asilo, secuestraron a los dos, los encadenaron y atormentaron. Y cuando Zumárraga, acompañado del dominico Garcés, obispo de Puebla, «con algunos de sus clérigos y con una cruz cubierta de luto fue a la cárcel» a reclamarlos, hubo allí tremendas violencias físicas y verbales, que Mendieta refiere. «Al mismo obispo le tiraron un bote de lanza, que le pasó por debajo del sobaco» (V,27).
Zumárraga, entonces, puso en entredicho a los oidores, que no hicieron caso, ahorcaron a Angulo y cortaron un pie a Llerena. Con esto, se suspendieron los cultos, quedando la ciudad entera sujeta a la pena eclesiástica de entredicho.
Así fueron las cosas, del atropello al escándalo, hasta que en 1530 el Consejo de Indias estableció una segunda Audiencia compuesta por hombres excelentes: Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Francisco Ceinos y Vasco de Quiroga, todos ellos presididos por don Antonio de Mendoza, que de momento, mientras llegaba, fue sustituido por el obispo de Santo Domingo Ramírez de Fuenleal.
De Mendoza escribe Vasconcelos: «Del hombre extraordinario que supo llevar adelante la obra de la conquista se puede decir como el más cumplido elogio, que era digno sucesor de las empresas y aun de los sueños de Don Hernando [Cortés]. La gran figura del Primer Virrey Don Antonio de Mendoza llena una época» (Breve historia de México 167).
Antes que los nuevos oidores, llegó Cortés de nuevo a México, en julio de 1530. Medio año después, en enero de 1531, llegaba a Nueva España la nueva Audiencia Real. Los oidores, siguiendo las instrucciones recibidas, se alojaron en las Casas de Cortés. En seguida abrieron proceso a Nuño de Guzmán, Matienzo y Delgadillo. Y fueron tantos los acusadores indios o españoles y tan graves los cargos que se presentaron contra ellos, cuenta Bernal Díaz del Castillo, «que estaban espantados el presidente y oidores que les tomaban residencia» (Historia 147). A Matienzo y Delgadillo los mandaron luego presos a España. Guzmán, ausente, no quiso presentarse en juicio ni entregar el mando de sus tropas, sino que se internó más adentro en Nueva Galicia.
Parece cierto que sin la enérgica rectificación obrada por la segunda Audiencia en estos años decisivos, toda la aventura de la Nueva España hubiera acabado en desastre irremediable, tanto en lo temporal como en lo espiritual. Motolinía asegura que si aquellos canallas de la primera Audiencia, que son «escoria y heces del mundo... no se tragaron ni acabaron los indios», fue gracias al «primer obispo de México don fray Juan de Zumárraga», y a los nobles hombres de la segunda Audiencia. Y por eso «bien son dignos de perpetua memoria los que tan buen remedio pusieron a esta tierra», pues desde que llegaron «les va a los indios de bien en mejor» (III,3, 320-321).
Humilde fraile y obispo enérgico
La tarea eclesial urgente en México era entonces realmente abrumadora. Zumárraga y Cortés se echaron a la calle, pidiendo por las casas limosnas para hacer la catedral. Todo estaba en la diócesis por hacer y por organizar. Y aquel obispo, que más parecía fraile que obispo, se entregó a la tarea como mejor supo y pudo. En el precioso retrato que fray Gerónimo de Mendieta nos dejó de Zumárraga, se ve a éste como un hombre sumamente humilde y observante, abnegado y pobre, incansablemente entregado a sus tareas espiscopales (V,28):
Fuera de la dignidad de las celebraciones litúrgicas, «tratábase como fraile menor», y solía ir solo por la calle, como un fraile más. Confirmaba «con tan grande espíritu y lágrimas, que movía a devoción a los que presentes se hallaban, y cuando lo ejercitaba no se acordaba de comer, ni jamás se cansaba, y no había otro remedio para acabar más de quitarle la mitra de la cabeza y ausentarse los padrinos, porque si esto no hacían, estuviera hasta las noches confirmando». Cuando se trasladaba para confirmar en un lugar, «iba casi solo con muy poca gente, por no dar vejación a los indios». «Era tan fraile de Santo Domingo y de S. Agustín en la afición, familiaridad y benevolencia, como de S. Francisco». «Su librería, que era mucha y buena, repartió, dejando parte de ella a la iglesia mayor y parte a los conventos de las tres órdenes». «Ayunaba los ayunos de la regla del padre S. Francisco como cuando estaba sujeto a la orden». «Los viernes iba al monasterio de S. Francisco y decía su culpa en el capítulo de los frailes, y recibía con extraña humildad las reprensiones y penitencias que le daba el que allí presidía». Los adornos de su persona o casa episcopal le daban grima: «Dícenme que ya no soy fraile sino obispo; pues yo más quiero ser fraile que obispo»...
El obispo Zumárraga, aunque siempre recibió la función episcopal como una cruz pesada y no buscada, ejerció el ministerio pastoral con gran dedicación y energía. Y él, que aprendió de niño el vasco y el castellano en el convento, mostró hablar el romance con particular soltura y claridad a la hora de fustigar vicios o defender su función pastoral. Y la misma firmeza que mostró frente a los abusos de las autoridades civiles la demostró también ante los excesos de algunos sacerdotes indignos que llegaban a Nueva España con imprudente licencia del Consejo de Indias, o incluso ante el siniestro proselitismo idolátrico de algún jefe indio.
Sus palabras o acciones más duras iban siempre contra los que hacían mal o escandalizaban a los indios. De unos clérigos infames dice que más que buscar ídolos entre los indios, «se andaban ambos a dos de noche por ídolas». De otro sacerdote: «Me tiene espantado y atónito, sabiendo él lo que sabemos de sus iniquidades y maldades infernales, y ser tan públicas que aun el aire parece tienen inficionado... No se podrá acabar conmigo que un miembro del Anticristo como éste [ande] suelto entre mis ovejas simples... Por tan meritorio tengo perseguir a éste como a los herejes. Y de mi voto hasta degradarle y relajarle no pararía, y que los indios lo viesen ahorcado me consolaría harto... Para que vean esos señores [del Consejo de Indias] a quién dieron licencia para volver a las Indias». Y de otro: «Yo lo quemaría si me fuese lícito... A lo menos yo no permitiré tal lobo entre mis ovejas, aunque el Papa lo mande y supiese ir a sus pies» (+Bayle 232-233).
Y hasta con los indios, llegado el caso, mostraba Zumárraga su dureza en la defensa de la fe. Se dio concretamente el caso de que uno de los señores de Texcoco, Don Carlos, había hecho proselitismo idolátrico, y Zumárraga hubo de actuar como inquisidor, hallándole culpable. «Para más seguridad, llevó la causa al Virrey y Oidores», y todos juzgaron lo mismo. Don Carlos, llegado el momento de su ejecución, «dijo que él recibía de buena voluntad, en penitencia de sus pecados, la sentencia, y pidió licencia para hablar a sus naturales que se quitasen de sus idolatrías». Pasado un tiempo, llegaron a Zumárraga desaprobatorias Cédulas reales, que mandaban entregar los bienes confiscados a los herederos de Don Carlos: «Nos ha parecido cosa muy rigurosa tratar de tal manera a persona nuevamente convertida a nuestra santa fe, y que por ventura no estaba instruido en las cosas de ella como era menester»... Los males y peligros de las Indias se veían de un modo sobre el terreno, y de otro desde España. Y es cosa notable que en América, ante la idolatría y apostasía de los neófitos, «los obispos, pedían el rigor de la Inquisición», ellos que eran los que mejor conocían y amaban a los indios; «y en la Corte, el Rey y el Consejo de Indias lo negaron». Por eso «los indios quedaron exentos del tribunal de la Inquisición» (+Bayle 260-261). Y es que en ocasiones a distancia se ve mejor.
La energía del obispo Zumárraga, en los años terribles, le llevó a decir a veces verdaderas barbaridades contra aquellos gobernantes infames, y muchas denuncias de éstos llegaron a España. Por eso la segunda Audiencia le trajo una real Cédula, en la que se le mandaba, siendo todavía obispo electo, acudir a España para defenderse de las acusaciones. Pero, una vez que los oidores le conocieron en México, ellos mismos escribieron cartas a su favor: «tenémoslo por muy buena persona», «le tengo por muy buen hombre» (24-241).
En España fue vindicado su nombre plenamente, y en 1533 recibió la consagración episcopal en Valladolid. Durante un año entonces «anduvo por España pobre y penitentemente», gestionando asuntos en favor de México, especialmente en todo lo referido a la defensa de los indios. Escribió en ese tiempo una Pastoral o exhortación a los religiosos de las Ordenes mendicantes para que pasen a la Nueva España y ayuden a la conversión de los indios. Y regresó en octubre de 1534, trayendo tres navíos con muchos artesanos, de diversos oficios, con sus mujeres, hijos y herramientas.
Dedicado a los indios
Lo mismo que el obispo Garcés, tenía Zumárraga un amor por los indios muy profundo. A él le fue dado en 1531 aquel encuentro maravilloso con el Beato Juan Diego. Y de él dice Mendieta: «Tenía más tierno amor a los indios convertidos, que ningún padre tiene a sus hijos. En sus enfermedades y trabajos lloraba con ellos, y nunca se cansaba de los servir y llevar sobre sus hombros como verdadero pastor». Y al propósito cuenta una buena anécdota: «Dijéronle a este varón de Dios una vez ciertos caballeros que no gustaban de verlo tan familiar para con los indios: "Mire vuestra señoría, señor reverendísimo, que estos indios, como andan tan desarrapados y sucios, dan de sí mal olor. Y como vuestra señoría no es mozo ni robusto, sino viejo y enfermo, le podría hacer mucho mal en tratar tanto con ellos". El obispo les respondió con gran fervor de espíritu: "Vosotros sois los que oléis mal y me causáis con vuestro mal olor asco y disgusto, pues buscáis tanto la vana curiosidad y vivís en delicadezas como si no fueseis cristianos; que estos pobres indios me huelen a mí al cielo, y me consuelan y dan salud, pues me enseñan la aspereza de la vida y la penitencia que tengo de hacer si me he de salvar"» (V,27).
El obispo Zumárraga, como buen mendicante, fue muy limosnero, y en su casa siempre hallaban de comer los pobres. Particular caridad mostró siempre con los enfermos, y promovió la institución de hospitales. A él se debe personalmente la fundación de un hospital en Veracruz, y sobre todo el establecimiento en 1540, en la ciudad de México, del Hospital del Amor de Dios, para los aquejados de enfermedades venéreas, no pocos entonces, y de todas partes ahuyentados. De este hospital para enfermos de bubas escribe a su sobrino Sancho García: «es la cosa en que más se servirá a Dios, y mejor memoria de toda la ciudad; y bien es que quede algo del primer obispo de México».
También procuró Zumárraga el bien de los indios, sobre todo de los pobres, trayendo burros de España. En 1956, el gran patriota y cristiano mexicano José Vasconcelos propuso levantar en México monumentos al burro, cuya imagen poética, por lo demás, había sido recreada no ha mucho por Juan Ramón Jiménez (Platero y yo, 1914).
«En lugar de tantas estatuas de generales que no han sabido pelear contra el extranjero, en vez de tanto busto de político que ha comprometido los intereses patrios, debería haber en alguna de nuestras plazas y en el sitio más dulce de nuestros parques, el monumento al primer borrico de los que trajo la conquista. Ello sería una manera de reivindicar las fuerzas que han levantado al indio, en vez de los que sólo le aconsejan odio y lo explotan. Enseñaríamos de esta suerte al indio a honrar lo que transformó el ambiente miserable que en nuestra patria prevalecía antes de la conquista. Lea cualquiera las crónicas de la conquista; era costumbre, reconocen todos los cronistas, que cada pueblo, cada parcialidad, cada cacique, dispusiese de uno o varios centenares de tamemes, es decir, indios destinados al oficio de bestias de carga; esclavos que sustituían al burro... El burrito africano, el asno español, llegaron a estas tierras a ofrecer su lomo paciente para alivio de la tamemes indios» (Breve hª 137-138).
Pues bien, fray Juan de Zumárraga fue uno de los impulsores decisivos de la traída a Nueva España de los burros, como animales de carga. El escribió un memorial al Consejo de Indias en el que decía: «Sería cosa muy conveniente que se proveyese a costa de S. M. viniesen cantidad de burras para que se vendiesen a los caciques y principales, y ellos las comprasen por premia, porque demás de haber esta granjería, sería excusar que no se cargasen los indios, y excusar hartas muertes suyas». La petición fue atendida, y el mismo Zumárraga andaba «caballero en su asnillo», según escribía en 1538: «Ando a pie mis cuatro o cinco leguas; el asno del obispo se cansa tan presto como él, y bájome de él y va retozando en el tropel de los indios... Cuando voy en él, salen [los indios] al camino a besar a él [al borrico], no osando llegar a mí».
Educador y evangelizador
El primer obispo de la ciudad de México era, por otra parte, un franciscano culto y bien letrado, que siempre concibió la evangelización de las Indias como un desarrollo integral del pueblo indígena, bajo la guía de la fe y el impulso de la caridad de Cristo. Así pues, en su visión de las cosas, la educación de los indios no era sino un elemento integrante de la evangelización.
La formación escolar de los indios mexicanos fue al principio tarea muy especialmente asumida por los franciscanos, que siempre hallaron su apoyo y ayuda en Zumárraga. A él se deben los colegios para muchachas indias abiertas en Texcoco, Huejotzingo, Cholula, Otumba y Coyoacán.
Pero en su gran obra de promoción de la cultura cristiana, en la que siempre se vio ayudado por el Virrey don Antonio de Mendoza, destaca su iniciativa para el establecimiento en 1536 del célebre Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, para muchachos indios, que, como sabemos, alcanzó un gran florecimiento. Y también fue él quien promovió ante el Concilio de Trento la fundación de la Universidad de México, que por fin fue establecida en 1551.
En 1546 recibió Zumárraga nombramiento como primer Arzobispo de México, con lo que vino a ser metropolitano de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca, Guatemala, México y Chiapa.
Impresor y editor
El arzobispo Zumárraga tenía verdadera pasión por la instrucción religiosa de los fieles, y buscaba todos los medios para difundir la buena doctrina. Como de España los libros llegaban pocos, mal y tarde, pensó que había que procurar modos para editar en la misma Nueva España. Y en 1533, antes que nadie en América, presentó al Consejo de Indias un memorial pidiendo licencias para establecer una imprenta en México. Acogida su solicitud, gestionó con el Virrey Mendoza para que Juan Cromberger, célebre impresor de Sevilla, enviase a México los oficiales y las máquinas necesarias «para imprimir libros de doctrina cristiana y de todas maneras de ciencias». En seguida, el obispo cedió la Casa de las campanas, contigua al obispado, como sede de la imprenta, que desde 1539 comenzó a trabajar, siendo la primera de América.
Alberto María Carreño hizo un buen estudio de las obras editadas por Zumárraga de 1539 a 1548, año en que murió (Zumárraga 11-33). Como editor verdaderamente católico, él publicaba siempre obras católicas, que elegía cuidadosamente, pensando ante todo en el bien espiritual de los fieles. Es significativo que varias de ellas llevan la palabra Doctrina en sus títulos, largos y floridos al estilo de la época: Doctrina Cristiana para los niños..., Doctrina cristiana muy provechosa..., Doctrina cristiana cierta..., Breve y más compendiosa Doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana... Y es que lo que Zumárraga buscaba sobre todo era que sus fieles tuviesen en abundancia el buen pan de la verdad cristiana. Y así como él mismo fue un gran lector -su cuantiosa biblioteca lo atestigua-, fue también un hombre muy llamado al apostolado del libro.
En este punto, fray Juan de Zumárraga continuó en México el mismo apostolado de la imprenta y del libro que unos decenios antes impulsaba desde Toledo otro franciscano, el Cardenal arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros. En efecto, Zumárraga imprimió a su costa y repartió entre los indios miles de cartillas de doctrina y de libros de oraciones. Y fue también el editor de los Catecismos mexicanos más antiguos, el de Pedro de Córdoba, dominico, y los de Alonso de Molina y Pedro de Gante, franciscanos. Si en aquellos diez años su actividad de editor no fue mayor, ello se debe en buena parte a la escasez del papel en la Nueva España.
Escritor
Aparte de algunas cartas y memoriales, a veces muy importantes, hemos de destacar en el autor Zumárraga su obra Doctrina breve muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica y a nuestra cristiandad, en estilo llano para común inteligencia (1544). En la Doctrina breve se aprecia con frecuencia lo que podríamos llamar un fundamentalismo biblista, cuyos orígenes habría que buscar en el mismo franciscanismo vivido por Zumárraga, en el ambiente suscitado en España por la Universidad de Alcalá, fundada en 1499 por el Cardenal franciscano Jiménez de Cisneros, y también, sin duda, como los estudios de José Alomoina pusieron de manifiesto, en el influjo directo de Erasmo (Carreño 17-24).
Zumárraga, por otra parte, lector de la Utopía de Tomás Moro -leyó y anotó con mucha atención la edición de Basilea, 1518-, participaba de un utopismo evangélico que fue muy frecuente en los primeros misioneros españoles de las Indias, como en Vasco de Quiroga o Santo Toribio de Mogrovejo. La ingenua docilidad de los indios y la situación de evangelización primera hacían desear para el Nuevo Mundo la implantación de una cristiandad verdadera, muy próxima a la Iglesia primitiva de los apóstoles, y bien alejada de los pecados y de las sutilezas teológicas que en Europa estaban haciendo estragos. Eran los tristes años de Lutero (Wittenberg, 1517) y de tantos más... Los extractos que siguen muestran bien estas tendencias (Xirau, Ideas 107-119):
«Lo que principalmente deben desear los que escriben es que la escritura sea a gloria de Jesucristo y convierta las ánimas de todos». Pero cuántos escritores y lectores ignoran esto... «Los más de los hombres con unas ardientes agonías se aplican a leer escrituras que más pueden dañar que aprovechar», y falta en cambio la buena doctrina, sencilla y pura, «y vemos asimismo que los que la tratan son pocos, y éstos muy fríamente».
Por otra parte, cuántos leen con curiosidad esto y lo otro, todo cuanto se publica, todo menos la misma Palabra divina.
«Y así desearía yo por cierto que cualquier mujercilla leyese el Evangelio y las Epístolas de San Pablo». Quisiera Dios que las Escrituras llegaran a ser conocidas por los indios, y que «el labrador, andando al campo, cantase alguna cosa tomada desde doctrina; y que lo mismo hiciese el tejedor estando en su telar, y que los caminantes hablando en cosas semejantes aliviasen el trabajo de su camino, y que todas las pláticas y hablas de los cristianos fuesen de la Sagrada Escritura».
¿Quiénes son los verdaderos teólogos? ¿Los que complican tanto las cosas de la fe que consiguen hacerlas tan frías como ininteligibles?
«En mi opinión aquel es verdadero teólogo, que enseña cómo se han de menospreciar las riquezas, y esto no con argumentos artificiosos, sino con entero afecto: con honestidad, con buena manera de vivir; y que enseña asimismo que el cristiano no debe tener confianza en las cosas deste mundo y que le conviene tener puesta toda su esperanza en solo Dios. Y también...», etc., etc. El santo arzobispo primero de México da un buen repaso a los a sí mismos se dan pomposamente el nombre de teólogos. Las cosas que tantas veces éstos estiman «groseras y de poca erudición» son justamente las que más fuerza tienen para glorificar a Dios y salvar a los hombres: «son las que Jesucristo principalmente enseñó, y éstas muchas veces manda a los Apóstoles».
Pero los dichos teólogos prefieren perderse, perdiendo a otros, en «las altas sabidurías».
Pues bien, «puédese consolar el vulgo de los cristianos con que estas sotilezas que en los sermones destos tiempos se tratan, los Apóstoles ciertamente no las enseñaron». No se enseña justamente aquello que Cristo y los Doce enseñaron, y se difunden en cambio las lucubraciones estériles que los teólogos van poniendo de moda. «¡Qué mala vergüenza es que haya cosa que tengamos nosotros en más que lo que Él enseñó!». Y en ésas estamos; preferimos el alimento de nuestros pensamientos y palabras a «la doctrina de Jesucristo. Y de aquí es que la traemos forzada y como de los cabellos a que concuerde con nuestro ruin vivir; y mientras vivimos por las vías que podemos huimos de no ser tenidos por poco letrados, mezclando con esta doctrina cristiana todo lo que nos hallamos en los autores gentiles. Las cosas que en ella son más principales no sólamente las corrompimos, pero -lo que negar no podemos- atribuimos a unos pocos hombres aquellas cosas que principalmente quiso Jesucristo que fuesen comunes a todos».
Buena doctrina, sana, sencilla, católica; eso es lo que necesita el pueblo.
«Pues digo que el primer grado del cristiano es saber qué es lo que Jesucristo enseñó; y el segundo, es obrar según sabe», y en esto ha de tenerse bien sabido que la buena doctrina se aprende «con oración más que con argumentos». Y si no, «mira ahora tú, cristiano, por tu vida, y dime: si algo deseas saber, ¿por qué te huelgas más de buscar otro autor que te enseñe, que al mismo Jesucristo?... No puedo acabar de entender qué es la causa por que queremos más deprender la sabiduría de Jesucristo de las escrituras de los hombres, que de la boca del mismo Jesucristo... ¡Que haya tantos millares de cristianos que, aun siendo letrados, jamás en toda su vida se aficionan siquiera a leer los Evangelios ni las Epístolas de los Apóstoles! Los moros saben y entienden su ley; y los judíos, aun el día de hoy, desde que nacen aprenden lo que les mandó su Moisés. Pues ¿por qué nosotros no hacemos lo mismo con Jesucristo?». ¿Y por qué no lo hacemos desde niños? «Porque lo que se aprende desde la niñez claro está que se encaja y embebe con mayor eficacia en los ánimos humanos: por eso conviene que lo primero que sepa el niño nombrar sea a Jesucristo, y que la primera niñez sea instruida en la doctrina cristiana». Todos hemos de venerar las Sagradas Escrituras que el Señor nos dio y nos ofrece día a día. Nosotros veneramos una reliquia, por ejemplo, una huella dejada en la piedra por el pie de Cristo, y nos arrodillamos y la besamos, y está bien hecho. «Pues de verdad, que sería más razón que acatásemos y reverenciásemos en estos santos Libros la vida de Jesucristo y su espíritu que siempre allí tiene vida, y como la tiene así también la da».
Sólo Cristo salva
Los misioneros que evangelizaron las Indias, igual que los primeros Apóstoles, creen con total firmeza que la salvación de la humanidad no está en sistemas filosóficos o en movimientos políticos, ni en métodos psíquicos o prácticas individuales o comunitarias, ni en nada que sea sólo humano, pues «lo que nace de la carne es carne», y sólamente «lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Ellos creen, sin vacilación alguna en su fe, que no hay salvación para los pueblos si no es en el nombre de Jesús; «porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación» (Hch 4,12). Esta es la fe de Zumárraga, la que una y otra vez expresa en su Doctrina breve:
«Sólo Jesucristo es el maestro y doctor venido del cielo, y sólo El es el que puede enseñar la verdad, pues que sólo El es eternal Sabiduría, y siendo solo hacedor de la salud humana, sólo El enseñó cosas saludables y sólo El por obras cumplió todo cuanto por palabras enseñó, y sólo El es el que puede dar todo cuanto quiso prometer».
«Si verdaderamente y de entero corazón somos cristianos, y si verdaderamente creemos que Jesucristo fue enviado del cielo para enseñarnos aquellas cosas que la sabiduría de los Filósofos no alcanzaban, y si verdaderamente esperamos de Jesucristo lo que ningunos príncipes, por muy ricos que sean, nos pueden dar... no nos ha de parecer cosa de cuantas hay en el mundo prudente ni sabia, si no es conforme a los decretos y mandamientos de Jesucristo».
Nunca se le ocurrió a fray Juan de Zumárraga que la paz social o la prosperidad económica o el desarrollo cultural o político podrían lograrse mejor en las Indias dejando de lado o colocando entre paréntesis las leyes de Dios dadas por Cristo. Todavía no se había inventado el catolicismo liberal. Él nunca contrapuso el bien común cívico y temporal con la salvación espiritual y eterna. Como todos los misioneros católicos de su tiempo, él creía con toda firmeza que la gracia de Cristo no destruye en nada la naturaleza individual, familiar y social del hombre, sino que es precisamente la única que puede sanarla y elevarla; porque «si queremos mirar en ello, hallaremos que no es otra cosa la doctrina de Jesucristo sino una restauración y renovación de nuestra naturaleza, que al principio fue creada en puridad y después por el pecado corrompida».
«Plega a Su inmensa bondad abrirnos de tal manera los ojos de nuestras ánimas... que ninguna otra cosa queramos ni deseemos, sino a solo El, pues sólo es vida del ánima: al cual sea gloria por siempre jamás. Amén».
Civilización de amor, no de odio
Fray Juan de Zumárraga quiere siempre que la conquista espiritual de los indios, dejando a un lado la violencia, se haga por la vía persuasiva de la Verdad y con la atracción del buen ejemplo. «Ciertamente con estas tales armas muy más presto traeríamos a la fe de Jesucristo a los enemigos del nombre cristiano, que no con amenazas ni con guerras; porque puesto caso que ayuntemos contra ellos todas cuantas fuerzas hay en el mundo, cierto es que no hay cosa más poderosa que la misma Verdad en sí».
Por otra parte, nunca piensa Zumárraga, como tantos piensan ahora, que los derechos de los indios sólamente se podrán sacar adelante enseñándoles a odiar a los blancos, y recordándoles una y otra vez las innumerables afrentas y opresiones que de éstos han recibido. Por el contrario, él, como fiel discípulo de Jesucristo, y como todos los misioneros primeros de las Indias, hace todo lo posible para que los indios y los blancos vivan en paz y amor mutuo, consciente de que sólamente así unos y otros, y concretamente los indios, podrán gozar de paz y prosperidad.
Por eso escribe estas palabras que convendría grabar en oro: «Entre éstas [dos razas, nativa y española] se requiere gran atadura y vínculo de amor, en lo cual consiste todo el bien desta Iglesia, así en lo espiritual como en lo temporal; ybienaventurado será el que amasare estas dos naciones en este vínculo de amor».
Y podría haber añadido: «Y maldito aquél que las separe sembrando entre ellas el odio y el rencor». Pero como buen franciscano, no lo hizo.
Final y muerte
Ya viejo de 80 años, enfermo y acabado, todavía en abril de 1548 realiza innumerables confirmaciones de indios. Agotado por el esfuerzo, hubo que traerle a México, donde escribió dos cartas de despedida. En una de ellas, preciosa, al Emperador, anunciándole que ya terminaba su vida:
«En cinco días de ausencia torné tan doliente que entiendo es Dios servido que apareje el alma... Es verdad que habrá cuarenta días que con la ayuda de religiosos comencé a confirmar los indios... Pasaron de cuatrocientas mil almas los que recibieron el olio y se confirmaron, y con tanto fervor que estaban por tres días o más en el monasterio, esperando recibirla; a lo cual atribuyen mi muerte, y yo la tengo por vida, y con tal contento salgo de ella, haciendo en el servicio de Dios y de S. M. mi oficio. Hago saber a V. M. cómo muero muy pobre, aunque muy contento»...
Finalmente, el domingo 3 de junio de 1548, estando con pleno juicio, falleció y pasó al Domingo eterno, siendo sus últimas palabras: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum». Y aunque él dispuso ser enterrado en San Francisco, se le dio sepultura en la Catedral, con muchas lágrimas de todos, según cuenta Mendieta: «El virrey y oficiales de la real Audiencia estuvieron a su entierro vestidos de lobas negras, dando muchos gemidos y suspiros, que no los podían disimular. El llanto y alarido del pueblo era tan grande y espantoso, que parecía ser llegado el día del juicio» (V,29).
Éste fue el primer obispo de la ciudad de México.
8. Don Vasco de Quiroga, de gobernante a obispo
Misión y civilización
En su libro Misión y evangelización en América, Pedro Borges pone de manifiesto tres cosas muy importantes: Primera, que en las Indias el esfuerzo evangelizador fue siempre acompañado por un denodado esfuerzo civilizador, según el cual se adiestraba a los indios en letras y oficios diversos, tratando de elevarlos a formas de vida personal y comunitaria más perfectas. Segunda, que ese empeño civilizador no trató de hispanizar al indígena, sino de introducirlo en una civilización mixta. Y tercera, que toda esa obra educadora de los indígenas fue directamente destinada a la fe, pues estaban convencidos los evangelizadores de que un cierto grado mínimo de elevación humana era condición necesaria para el cristianismo.
En 1552 escribía al respecto Francisco López de Gómara: «Tanta tierra como tengo dicho han descubierto, andado y convertido nuestros españoles en sesenta años de conquista. Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación, como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de alabanza en todas las partes del mundo. ¡Bendito Dios, que les dio tal gracia y poder! Buena loa y gloria es de nuestros reyes y hombres de España, que hayan hecho a los indios tomar y tener un Dios, una fe y un bautismo, y quitándoles la idolatría, los sacrificios de hombres, el comer carne humana, la sodomía y otros grandes y malos pecados, que nuestro buen Dios mucho aborrece y castiga. Hanles también quitado la muchedumbre de mujeres, envejecida costumbre y deleite entre todos aquellos hombres carnales; hanles mostrado letras, que sin ellas son los hombres como animales, y el uso del hierro, que tan necesario es al hombre; asimismo les han mostrado muchas buenas costumbres, artes y policía para mejor pasar la vida; lo cual todo, y aun cada cosa por sí, vale, sin duda ninguna, mucho más que la pluma ni las perlas ni la plata ni el oro que les han tomado, mayormente que no se servían de estos metales en moneda, que es su propio uso y provecho, aunque fuera mejor no les haber tomado nada» (Hª de las Indias, I p., in fine).
Y en 1563 decía Martín Cortés al Rey en una carta: «Los frailes, ya V. M. tiene entendido el servicio que en esta tierra han hecho y hacen a Nuestro Señor y a Vuestra Majestad que, cierto, sin que lo pueda esto negar nadie, todo el bien que hay en la tierra se debe a ellos, y no tan solamente en lo espiritual, pero en lo temporal, porque ellos les han dado ser y avezádoles a tener policía y orden entre ellos y aun obedecer a las audiencias» (+P. Borges, Misión VII).
Pues bien, uno de los modelos más perfectos en México de esta acción a un tiempo civilizadora y evangelizadora lo hallamos en don Vasco de Quiroga (ib. 97-103). Éste fue el primer obispo de Michoacán.
Don Vasco de Quiroga (+1565)
La atractiva figura de Vasco de Quiroga ha sido objeto de muchos estudios modernos.
Entre ellos cabe destacar los artículos de Fintan Warren, Vasco de Quiroga, fundador de hospitales y Colegios; Manuel Merino,V. de Q. en los cronistas agustinianos; Fidel de Lejarza, V. de Q. en las crónicas franciscanas; y Pedro Borges, V. de Q. en el ambiente misionero de la Nueva España; así como la biografía Tata Vasco, un gran reformador del siglo XVI, escrita por Paul L. Callens. También hemos de recordar el precioso estudio de Paulino Castañeda sobre la Información en derecho de Vasco de Quiroga.
Don Vasco, nacido hacia 1470 en Madrigal de las Altas Torres -donde nació la reina Isabel y donde murió fray Luis de León-, provincia de Avila, es un jurista de gran prestigio. Fue juez de residencia en Orán, y representó a la Corona en los tratados de paz con el rey de Tremecén (1526). Ejerce ahora un alto cargo en la Cancillería real de Valladolid, y sigue con particular atención la aventura hispana de las Indias.
«Tenía 22 años de edad, dice Callens, cuando Cristóbal Colón desembarcó en la isla de Guanahaní. Tenía 43 cuando Vasco Núñez de Balboa divisó por primera vez el Océano Pacífico. Tenía 51 cuando Cortés terminó su conquista de México. Poco a poco y a medida que llegaban nuevos datos y crónicas de los nuevos descubrimientos, se iban haciendo nuevos mapas que guardaba como precioso tesoro» (23).
Como buen jurista, formado probablemente en Salamanca, posee también una excelente formación en cánones y en teología dogmática. Era, en fin, a sus 60 años, un distinguido humanista cristiano, al estilo de su gran contemporáneo, el canciller inglés Santo Tomás Moro.
Carta de la reina Isabel
El 2 de enero de 1530 estalló en las manos de Don Vasco una carta que iba a cambiar su vida. La reina Isabel, esposa de Carlos I, escribe a «su muy amado súbdito» proponiéndole formar parte de la nueva Audiencia que en breve partiría para la Nueva España, donde las cosas iban de mal en peor. Cartas semejantes recibieron altas personalidades del Reino, y más de uno se dio por excusado: aquélla era una aventura demasiado dura y arriesgada, en la que no había mucho por ganar...
Vasco de Quiroga aceptó la propuesta inmediatamente, y a principios de setiembre de ese año se reúne en Sevilla con los otros tres oidores, Alonso Maldonado, Francisco Ceynos y Juan de Salmerón. Mientras don Antonio de Mendoza arreglaba sus asuntos personales, el obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, sería el presidente de esta Real Audiencia.
Segunda Audiencia en México
El 9 de enero de 1531, los nuevos oidores, vestidos con sus elegantes capas negras, a la española, con las insignias de su oficio real y haciendo guardia al Sello Real, llevado en caja fuerte a lomos de una mula ataviada de terciopelo y oro, hacen su solemne entrada en la ciudad de México. La ciudad, víctima de tantos atropellos en los últimos años, se engalana tímidamente, y la recepción oficial, harto tensa, corre a cargo de fray Juan de Zumárraga, obispo electo, y de los miserables Delgadillo y Matienzo. En torno a aquel puñado de españoles, una inmensa muchedumbre de indios, muchos de ellos afectados por las infamias de la primera Audiencia, se mantiene cortés, distante y a la expectativa.
En la ciudad se mezclan innumerables ruinas, especialmente las de los imponentes teocalis derruidos, y un gran número de casas y templos en construcción, algunos grandiosos, en la piedra gris y la volcánica rojiza que se trae de las próximas sierras de Santa Catalina.
Dificultades abrumadoras
Indios y españoles, amigos o enemigos éstos de Cortés, se dan cuenta luego de que la segunda Audiencia no es en nada semejante a la primera. Ésta viene a escuchar sinceramente las quejas de unos y otros, decidida a imponer la justicia, castigando a quien sea si lo ha merecido, y está empeñada sobre todo en restaurar el prestigio de la Corona española, que con los abusos y atropellos de los últimos años está por los suelos.
En esa primera fase, Don Vasco y los otros oidores tienen ocasión de informarse bien acerca de la situación de la Nueva España, pues oyendo quejas, acusaciones y defensas, pasan casi todo el día y a veces parte de la noche, de modo que apenas logran dormir lo necesario. Es necesario imponer restituciones enormes, pues enormes habían sido los robos en los terribles años anteriores. Se hace preciso sofocar intentos, más o menos abiertos, de esclavizar a los indios. Es urgente sanear una economía completamente anárquica, y establecer una Casa de la Moneda. Y estando ocupados en tan graves problemas, indios amotinados tratan una noche de asaltar la sede de los oidores, aunque son dispersados por los soldados españoles.
Tras los años terribles de la primera Audiencia, las cosas han quedado en situación pésima, y hay que empezar todo de nuevo, cosa que, como ya vimos, se hace por medio de una Junta en la que se reúnen las primeras personalidades de México. En aquel mundo inmenso y revuelto, poblado por innumerables naciones hostiles entre sí y de lenguas diversas, parece casi imposible que un grupo pequeño de españoles sea capaz de amalgamar una grande, única y próspera nación.
Sólamente los frailes misioneros parecen saber en ese momento lo que debe hacerse, y lo van haciendo por su parte. Pero incluso a ellos es preciso refrenar, pues en la anterior Audiencia habían tomado ya la costumbre de criticar continuamente desde los púlpitos los actos de las autoridades civiles. La nueva Audiencia se ve obligada a prohibir esto expresamente, y refiere Salmerón en una carta de 1531: «Hízosele sobre lo pasado al dicho prior una reprensión larga, de que él quedó confuso»...
Vasco de Quiroga ve en la Nueva España un mundo de posibilidades inmensas, trabado por sin fin de dificultades enormes, y no cesa de pensar en posibles soluciones. Los franciscanos han construído ya muchas iglesias, y como escribe Zumárraga en 1531 al capítulo franciscano reunido en Tolosa, «cada convento de los nuestros tiene otra casa junto para enseñar en ella a los niños, donde hay escuela, dormitorio, refectorio y una devota capilla». Todos los muchachos llevan un régimen de vida muy religioso -«levántanse a media noche a los maitines»-, y los más aprovechados de ellos son enviados de vez en cuando como misioneros de los suyos, para enseñarles la verdad y quitarles los ídolos, «por lo cual algunos han sido muertos inhumanamente por sus propios padres, más viven coronados en la gloria con Cristo» (Mendieta V,30).
No, este sistema heroico a Don Vasco no le acaba de convencer. Ocasiona un contraste demasiado violento entre los niños y muchachos profundamente cristianizados, y la masa innumerable de sus familias, todavía a medio evangelizar... Sin rechazar estas escuelas conventuales, habría que pensar en otros modos de evangelizar y civilizar a los indios.
Pueblos-hospitales
El 14 de agosto de 1531, a los seis meses de su llegada, Vasco de Quiroga escribe al Consejo de Indias pidiendo licencia para organizar pueblos de indios. En esos meses, escuchando tantas quejas de los indios, había conocido su mala situación, y «teniendo siempre en cuenta la dignidad humana de los indios», escribe al Consejo proponiendo la creación de unos pueblos indígenas, una institución original que educaba al indígena dentro de una convivencia humana y cristiana.
No debe engañarnos hoy el sentido moderno del término hospital, ya que estos hospitales de indios fundados por Quiroga eran a un tiempo pueblo para vivir, hospital y escuela, centros de instrucción misional, artesanal y agraria, y también albergue para viajeros.
Deseoso Quiroga de llevar sus proyectos a la práctica cuanto antes, sin esperar la respuesta a su carta, busca dos docenas de indios cristianos y de vida honesta, compra en 1532 unas tierras a dos leguas de la capital, hace acopio de bastimentos para los indios que habían de dedicarse un tiempo a la construcción de casas, levanta una gran cruz y funda así su primer población indígena, dándole el nombre de Santa Fe.
Frente al pueblo, construye Quiroga un pequeño oratorio, para poder estar cerca de los indios. Allí ora, hace largas lecturas meditativas, estudia el náhuatl, y escribe los sermones que se habían de leer en la iglesia. La original experiencia de Santa Fe va adelante con gran prosperidad, llega a contar 30.000 habitantes, y da ocasión a que miles de indios reciban el bautismo, constituyan cristianamente sus matrimonios, se hagan ordenados y laboriosos, practiquen con gran devoción oraciones y penitencias, obras de caridad y cultos litúrgicos, al tiempo que en el hospital acogen a indios que a veces vienen de lejos, y ya convertidos, llevan lejos noticia de aquel pueblo admirable.
Escribiendo Zumárraga al Consejo de Indias (8-2-1537), trata de Vasco de Quiroga, todavía oidor, y habla del «amor visceral que este buen hombre les muestra a los indios»; en efecto, «siendo oidor, gasta cuanto S. M. le manda dar de salario a no tener un real y vender sus vestidos para proveer a las congregaciones cristianas que tiene..., haciéndoles casas repartidas en familias y comprándoles tierras y ovejas con que se puedan sustentar».
Conviene señalar, por otra parte, como lo hace Paulino Castañeda, que «para cuando Quiroga exponía su punto de vista, la idea de las reducciones era un clima de opinión y abundaban las Cédulas reales». Concretamente en Nueva España, nos consta la solicitud de fray Juan de Zumárraga para que «los pueblos se junten y estén en policía y no derramados por las sierras y montes en chozas, como bestias fieras, porque así se mueren sin tener quien les cure cuerpo ni alma, ni hay número de religiosos que baste a administrar sacramentos ni doctrinas a gente tan derramada y distante» (108-109). Y las disposiciones de la Corona española, ya desde un comienzo, sobre la conveniencia de agrupar a los indios en poblados -1501, 1503, 1509, 1512, 1516, etc.- fueron continuas (P. Borges, Misión 80-88).
El mayor mérito de Vasco de Quiroga está en haber soñado y realizado un alto ideal evangélico de vida comunitaria entre los indios. Acierta Marcel Bataillon, el historiador francés, cuando dice que «más que a una sociedad económicamente feliz y justa, aspira Quiroga a una sociedad que viva conforme a la bienaventuranza cristiana. O mejor dicho, no hace distinción entre los dos ideales.
Para él, como para otros, se trata de cristianizar a los naturales de América, de incorporarlos al cuerpo místico de Cristo, sin echar a perder sus buenas cualidades. Así se fundará en el Nuevo Mundo una «Iglesia nueva y primitiva», mientras los cristianos de Europa se empeñan, como dice Erasmo, en «meter un mundo en el cristianismo y torcer la Escritura divina hasta conformarla con las costumbres del tiempo», en vez de «enmendar las costumbres y enderezarlas con la regla de las Escrituras»» (Erasmo y España 821).
Diversos autores, y uno de los primeros Silvio A. Zavala, en La «Utopía» de Tomás Moro en la Nueva España, han estudiado la inspiración utópica de la gran obra de Vasco de Quiroga. Este tuvo, en efecto, y anotó profusamente la obra de Moro en la edición de Lovaina de 1516. Si lo tópico (de topos, lugar) es lo que existe de hecho en la realidad presente, lo utópico es aquello que no tiene lugar en la realidad existente, aunque sería deseable que lo tuviera. Quiroga cita a Moro, y hay sin duda numerosos puntos de contacto entre los planteamientos de uno y otro.
Pero en tanto que en la Utopía de Moro sólo hay una fantasía de ideales apenas realizables, de inspiración renacentista y sin huellas cristianas del mundo de la gracia -el único mundo en el que los más altos sueños pueden hacerse realidades-, los pueblos-hospitales de Quiroga tienen planteamientos muy realistas y netamente cristianos. La Utopía de Moro nunca se realizó, pero la de Quiroga, como veremos, tuvo numerosas y durables realizaciones, especialmente en Michoacán.
Por lo demás, la inspiración primaria del utopismo de Quiroga no viene de Moro, sino del Evangelio. No es un sueño impracticable, sino históricamente realizado. No se fundamenta sólo en las fuerzas de la naturaleza humana, sino principalmente en el don de la gracia de Cristo. En efecto, Vasco de Quiroga, ya en la primera exposición de su proyecto, en la carta del 14 de agosto de 1531, dice que una vez fundados los pueblos «yo me ofrezco con la ayuda de Dios a plantar un género de cristianos a las derechas, como todos debíamos ser y Dios manda que seamos, y por ventura como los de la primitiva Iglesia, pues poderoso es Dios tanto agora para hacer cumplir todo aquello que sea servido y fuere conforme a su voluntad».
Muchos de los misioneros que pasaron al Nuevo Mundo tenían estos mismos sueños, pero es probable que, al menos en sus formas de realización comunitaria, la más altas realizaciones históricas del utopismo evangélico fueron en las Indias los pueblos-hospitales de Vasco de Quiroga y las reducciones jesuitas del Paraguay, de las que en otra parte trataremos.
La región rebelde de Michoacán
En cuanto la segunda Audiencia fue arreglando las cuestiones más urgentes, pensó en afrontar otras que estaban pendientes de solución, y entre ellas la pacificación de Michoacán, región próxima a la capital, al oeste. La Real Audiencia eligió enviar como Visitador a don Vasco de Quiroga, que en Santa Fe y en otras ocasiones había mostrado grandes cualidades en su trato con los indios. Aún así, la empresa se presentaba como algo sumamente difícil.
En efecto, poco después de la caída del poder azteca, el rey Caltzontzin reconoció en Michoacán, sin resistencia armada, la autoridad de la Corona española, y pidió el bautismo, seguido de muchos de los suyos. Todo hacía pensar que la obra de la Corona y de la Iglesia en la región de los tarascos no iba a encontrar especiales dificultades. Pero en seguida se vinieron abajo tan buenas esperanzas, cuando Nuño de Guzmán, en los años terribles de su Audiencia, queriendo quizá emular las obras de Cortés, o deseando más bien destrozarlas, hizo incursión armada en aquella región, cometiendo toda clase de abusos y atropellos, apresando a Caltzontzin y a sus nobles, y exigiendo siempre oro y más tributos.
En el Proceso de residencia instruido contra Nuño de Guzmán en averiguación del tormento y muerte que mandó dar a Caltzontzin, rey de Michoacán, se recogen testimonios que narran en términos macabros cómo Guzmán, por su avidez de riquezas, mandó atarlo a un palo y quemarle los pies a fuego lento, en tanto que el rey repetía que «lo mataban con injusticia. Con lágrimas llamaba a Dios y a Santa María. Llamó a un indio, don Alonso, y le habló un poco», disponiendo que «después de quemado, cogiese los polvos y cenizas de él que quedasen, y los llevase a Michoacán... y que lo contase todo, y que viesen el galardón que le daban los cristianos, y que les mostrase su ceniza, y que las guardasen y tuviesen en memoria» (+Callens 35).
Tras este suceso horrible, muchos de los indios tarascos nada más quisieron oir de cristianismo, volvieron a sus ídolos, se internaron en bosques y montañas, y se mostraron dispuestos a la muerte antes que sujetarse a la Corona española. Y éste era el problema que Quiroga debía solucionar...
Pacificación de Michoacán
Vasco de Quiroga tenía ya 63 años cuando, haciéndose acompañar sólamente por un secretario, un soldado y algunos intérpretes, acomete la empresa de adentrarse en Michoacán, región apenas conocida, para ofrecer la paz y el Evangelio. Una vez en Tzintzuntzan, presentó sus respetos al jefe Pedro Ganca y a sus oficiales, saludándoles en el nombre del Rey de España. En prolongadas conversaciones, Quiroga les hace entender que la Corona deplora profundamente los crímenes hasta entonces cometidos allí, promete dar justo castigo a los culpables, y de nuevo ofrece su amistad. Los indios acogen con sorpresa y agrado aquella embajada tan llena de dignidad y buenos sentimientos. Y escuchan a Quiroga cosas aún más concretas:
«Solamente tengo amor y afecto para con la nación indígena. Los mexicanos que vienen en mi compañía pueden testificar de esto y deciros cómo miles de personas viven en la actualidad felices en poblaciones que yo he edificado para ellos. Lo que hice en Santa Fe, deseo hacerlo aquí también. Pero necesito vuestra cooperación. Vuestra práctica de tomar varias esposas debe desaparecer. Debéis aprender a vivir felices con una sola mujer que os sea fiel, de la misma manera que vosotros le seáis fieles a ella. Debéis también renunciar a vuestros ídolos y adorar al único verdadero Dios. Esas informes masas que vosotros habéis fabricado con vuestras propias manos no pueden protegeros. No pueden protegerse ni a sí mismas. Traédmelas, de manera que yo pueda destruirlas y al mismo tiempo libertaros de las cadenas con que el demonio, príncipe de la mentira, os tiene atados» (R. Aguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga. Documentos 46-47; +Callens 63-65).
Se difundió pronto entre los indios de Michoacán la propuesta pacífica y positiva que aquella alta autoridad hispana les hacía, y muchos la acogieron, empezando por el jefe Don Pedro, que de sus cuatro esposas despidió a tres y se casó con una solemnemente en la Iglesia. La personalidad de Don Vasco les resultaba desconcertantemente atractiva. En una ocasión en que algunos indios conversaban con él, y le contaban las vejaciones que habían sufrido en las incursiones de Guzmán, mostrándoles dibujos hechos en lienzos, quedaron conmovidos no sólo al comprobar que Quiroga entendía aquellos pictogramas, sino al ver que se echaba a llorar...
A los indios resentidos, que no se fiaban, sino que preferían seguir su vida nómada, Don Vasco trataba de persuadirles: «Si rehusáis seguir mi consejo, les decía, e insistís en esconderos en los bosques, muy pronto os vais a asemejar a las bestias salvajes que viven con vosotros. El Dios que hizo los bosques, también hizo los hermosos valles con sus resplandecientes lagos. Con un poco de cuidado y cultivo, vuestro suelo puede convertirse en uno de los más fértiles y proveeros de todo el alimento que necesitéis. Esta tierra es vuestra, es vuestra para que la gocéis bajo mi protección» (ib.).
Con la colaboración que algunos franciscanos y agustinos prestaron, acudiendo a la llamada de Don Vasco, en tres o cuatro años se logra la pacificación completa de Michoacán.
Ya entonces, en setiembre de 1533, antes del obligado regreso de Vasco a la capital, fundó un poblado-hospital con el nombre de Santa Fe de la Laguna, o de Michoacán, al norte de la laguna de Páztcuaro, quedando Rector de él Francisco de Castilleja, intérprete del tarasco. El poblado prosperó, y «no sólo proporcionaba instrucción y asistencia a los indios tarascos, sino hasta a los chichimecas mismos, tribus nómadas conocidas por su desnudez y agresividad. Acerca de estos últimos afirma Castilleja, tan pronto como en 1536, que hubo día en el que se hicieron cristianos en el hospital más de quinientos de ellos. Quiroga prosiguió atendiendo con especial cuidado a la conversión de los chichimecas, aun con posterioridad a su consagración, en 1538, como obispo de Michoacán» (Warren 34).
Primer obispo de Michoacán (1538)
Asegurada la paz, urgía establecer en Michoacán una diócesis distinta a la de México, y una vez conseguidas las autorizaciones pertinentes del Consejo de Indias, en 1535, por sugerencia del obispo Zumárraga, se propone a Carlos I como posible obispo a Vasco de Quiroga. No obstante ser un hombre seglar y ya de 68 años -muy viejo para la media de vida de aquella época-, son grandes su cualidades y también sus méritos en el trato con los indios, concretamente con los de Michoacán.
En 1536 se aprueba en Roma al candidato presentado, y en 1537 llegan a México las Bulas correspondientes de Pablo III. Los frailes de la Nueva España reciben la noticia con alegría, en tanto que no pocos españoles civiles muestran su recelo ante lo que pueda hacer un obispo que asume con tanto valor y eficacia la causa de los indios... En rápida sucesión recibe Don Vasco las órdenes sagradas menores y mayores, y en diciembre de 1538, en la capital de México, es consagrado obispo por fray Juan de Zumárraga. Y poco después parte para su diócesis, que está todavía sin hacer.
La sede episcopal de Pátzcuaro
Quiroga, de su tiempo de Visitador real, ya conocía bastante bien Michoacán, región bellísima en la que alternan prados, bosques y montañas. Y no vaciló en situar su sede en Pátzcuaro, a orillas del lago de su nombre, poco debajo de Tzintzuntzan, localidad entonces más importante, pero más oscura, situada entre dos grandes montañas. En la iglesia franciscana de esta población tomó posesión de su sede el 6 de agosto de 1538.
Pronto se estableció en su sede de Pátzcuaro, y quiso hacer una grandiosa Catedral de cinco naves, distribuidas como los dedos de una mano, para lo que recabó ayudas del Emperador y de los colonizadores españoles. Pero un informe negativo, acerca del terreno poco firme por la proximidad del lago, redujo el proyecto a una sola nave.
Una de las primeras iniciativas del obispo Quiroga fue encargar, a los mismos antiguos fabricantes de los ídolos, que hicieran, según sus instrucciones, pero con su técnica tradicional, una imagen de la Santa Madre de Dios. Así lo hicieron, con caña de maíz bien seca y molida, resultando una bella y ligerísima imagen. Vestida y decorada, comenzó a recibir culto en el Hospital de Santa Marta, en Páztcuaro, donde realizó varias curaciones y recibió el nombre de Nuestra Señora de la Salud. Pasó después a la Catedral proyectada, que con el tiempo fue Basílica, y allí recibe un culto muy devoto hasta el día de hoy.
El obispo Quiroga siempre tuvo especial afecto por la zona de Páztcuaro, donde fundó su Catedral y sede episcopal. Y así, cuando el Virrey Mendoza fundó con 60 familias que había traído de España la ciudad que nombró como Valladolid, el obispo Quiroga se apresuró a defender la supremacía de Páztcuaro y Tzintzuntzan. La historia, sin embargo, hizo de Valladolid, hoy Morelia, la bella capital de Michoacán.
El Seminario «Colegio de San Nicolás»
Allí también, en Pátzcuaro, fundó en 1542 el obispo Quiroga, el Colegio de San Nicolás. En este Seminario, uno de los primeros de América, anterior al concilio de Trento, convivían indios y españoles, que aprendían latín, teología dogmática y moral, y se ejercitaban en la vida espiritual. Comulgaban una vez al mes, hacían diariamente oraciones y lecturas espirituales, y sólo salían de la casa de día y con un compañero. Casi todos hablaban tanto el español como el tarasco.
Con gran pena de Don Vasco, sin embargo, ningún indio llegó a la ordenación, pues, como decía Zumárraga, expresando la experiencia primera de las tres órdenes, «estos nativos pretenden más al matrimonio que a la continencia». En todo caso, el Seminario, bajo los continuos cuidados de su fundador, dio grandes frutos, pues para 1576 eran ya más 200 los sacerdotes seculares y otros tantos los religiosos que de él habían salido.
Y también bajo la protección de don Vasco floreció la Casa de Altos Estudios en Tiripetío, cuya dirección encargó a su amigo agustino fray Alonso de la Vera Cruz.
Fundador de pueblos cristianos
A los 77 años, en 1547, fue a España, donde consiguió ayudas para sus fundaciones, gestionó en favor de los indios, y procuró reclutar sacerdotes misioneros. Hasta entonces su diócesis se había apoyado fundamentalmente en los religiosos, sobre todo en los agustinos, sus colaboradores más próximos. Pero, como los otros obispos mexicanos de aquellos años, tuvo Quiroga con los religiosos pleitos interminables y sumamente enojosos (Ricard, Conquista III,1: 364-376). Quería, pues, Don Vasco disponer de un clero propio. Conoce también en Valladolid a Pedro Fabro, uno de los jesuitas más próximos a San Ignacio, hace los ejercicios espirituales y trata con insistencia de conseguir jesuitas para su diócesis; pero éstos no llegarán a Michoacán sino siete años después de su muerte.
En 1555 participa Quiroga en el primer Concilio de México, convocado por Montúfar, el sucesor de Zumárraga; Concilio de gran importancia, precedente inmediato a los grandes Concilios que en Lima presidieron Loayza y Santo Toribio de Mogrovejo.
En seguida, contando ya Don Vasco con los sacerdotes que van saliendo del Colegio de San Nicolás, con la colaboración de los religiosos, agustinos sobre todo, y con los sacerdotes por él traídos de España, da un impulso nuevo a la fundación de pueblos-hospitales y nuevas parroquias.
Según informan las Relaciones geográficas de Michoacán, hacia 1580, hubo un gran número de hospitales fundados por el obispo Quiroga. Al parecer, «el mayor número de fundaciones efectuadas personalmente por el obispo correspondió a la parte oriental de la Diócesis, mientras que en la occidental muchos de los hospitales debieron su existencia a los religiosos que atendían espiritualmente los pueblos. En el distrito de Ajuchitlán hubo sendos hospitales en cada una de sus cuatro cabeceras, y catorce en los aledaños, todos fundados por Quiroga. A él se le atribuyen también los de Chilchota, Taimeo y Necotlán»... Los hospitales se multiplicaron tanto «que el obispo Juan de Medina afirmaba en 1582 que apenas había en la Diócesis una villa con veinte o treinta casas que no se gloriara de poseer su propio hospital. El número total de los existentes en la Diócesis lo calculaba en superior a doscientos» (Warren 38).
Al obispo Quiroga sus feligreses le llaman con toda razón Tata Vasco (tata, en tarasco, papá, padrecito). A los 93 años todavía asiste a la colocación de los fundamentos de nuevas construcciones. Y «una vez que una iglesia y un hospital han sido construidos en un cierto lugar [esto era lo más costoso], no hay mayor problema en inducir a la población indígena a que venga y construya sus casas en los alrededores, y así formar bien ordenadas y pacíficas comunidades cristianas» (Callens 119). Con todo esto, una buena parte de la actual geografía urbana de Michoacán debe su existencia al impulso de Don Vasco.
El obispo Quiroga tenía un extraordinario sentido práctico para promover en los indios su bien espiritual y material. En Michoacán, el cultivo de los plátanos y de otras semillas, la importación de especies animales, así como el aprendizaje de variadas artes y oficios, tienen en Tata Vasco su origen, reconocido por el agradecimiento. A él se debe también que cada pueblo tuviera una o algunas especialidades artesanales, y que en los mercados unos y otros pueblos hicierantrueque justo de sus productos.
Como refiere Alfonso Trueba, «ordenó que sólo en un pueblo se ocupasen de cortar madera (Capula); que sólo en otro (Cocupao, hoy Quiroga) estas maderas se labrasen y pintasen de un modo original y primoroso; que otro (Teremendo) se ocupase únicamente en curtir pieles; que en diversos lugares (Patamban y Tzintzuntzan) sólamente hicieran utensilios de barro; que otro se dedicara al cobre (Santa Clara del Cobre); y finalmente que otro se especializara en los trabajos de herrería (San Felipe de los Herreros). De esta manera consiguió que los hijos tomasen el oficio de los padres y que éstos les comunicasen los secretos de su arte. El plan de don Vasco se ha observado casi hasta nuestros días, y es argumento de la veneración en que se tiene la memoria del fundador» (Don Vasco, IUS, México 1958,39). Si visitando hoy aquellos preciosos pueblos, advertimos en las tejas de las casas el brillo de un barniz especial, y preguntamos a los paisanos de quién procede aquella técnica y estilo, nos dirán: «Del Tata Vasco».
«Información en derecho», y en amor
Al poco tiempo de su llegada a México como oidor, Vasco de Quiroga redactó una Información en derecho, dirigida probablemente a algún alto funcionario del Consejo de Indias. Llegaban a España por entonces «muchos informes, a veces contradictorios, provocando multitud de cédulas reales, a veces contradictorias» (P. Castañeda 42). Pues bien, frente a las informaciones torcidas, que habían dado lugar a una cédula real (20-2-1534) en la que se permitía que los indios fueran «herrados y vendidos o comprados», y que era así «revocatoria de aquella [otra del 5-11-1529] santa y bendita», escribe Quiroga una informaciónen derecho, es decir, verdadera (ed. P. Castañeda; +V. de Q. y Obispado de Michoacán 27-51; Xirau 143-154).
Es éste un documento en el que se refleja muy bien el amor de Vasco de Quiroga a los indios, un alto sentido de la justicia, de la pacificación y de la evangelización de las Indias, al mismo tiempo que un sano utopismo cristiano, por el que desea con toda esperanza para el Nuevo Mundo una renovación de la edad dorada y de la Iglesia primitiva de los apóstoles.
«Creo cierto que aquesta gente de toda esta tierra y Nuevo Mundo, que cuasi toda es de una calidad, muy mansa y humilde, tímida y obediente, naturalmente más convendría que se atrajesen y cazasen con cebo de buena doctrina y cristiana conversación, que no que se espantasen con temores de guerra y espantos de ella». Son los primeros años de la conquista en México, y los siniestros años de la primera Audiencia han dejado una horrible huella. «Esto digo porque al cabo por estas inadvertencias y malicias y inhumanidades, esto de esta tierra temo se ha de acabar todo, que no nos ha de quedar sino el cargo que no lleve descargo ni restitución ante Dios, si El no lo remedia, y la lástima de haberse asolado una tierra y nuevo mundo tal como éste. Y si la verdad se ha de decir, necesario es que así se diga, que... disimular lo malo y callar la verdad, yo no sé si es de prudentes y discretos, pero cierto sé que no es de mi condición, mientras a hablar me obligare mi cargo».
Todo se puede conseguir con los indios «yendo a ellos como vino Cristo a nosotros, haciéndoles bienes y no males, piedades y no crueldades, predicándoles, sanándoles y curando los enfermos, y en fin, las otras obras de misericordia y de la bondad y piedad cristianas..., porque de ver esta bondad se admirasen, y admirándose creyesen, y creyendo se convirtiesen y edificasen, et glorificent Patrem nostrum qui in coelis est [Mt 5,16]». Es justamente lo que en Michoacán hizo don Vasco, en lugar de los crímenes de Guzmán.
«En esta edad dorada de este Nuevo Mundo»... Don Vasco de Quiroga, como muchos otros misioneros, como los franciscanos, concretamente, veía la acción de Cristo en las Indias con una altísima esperanza, pues confiaba que se realizara «en esta primitiva nueva y renaciente Iglesia de este Nuevo Mundo, una sombra y dibujo de aquella primitiva Iglesia del tiempo de los santos apóstoles, porque yo no veo en ello ni en su manera de ellos [los indios] cosa alguna que de su parte lo estorbe ni resista, si de nuestra parte no se impide, porque... aquestos naturales vémoslos todos naturalmente inclinados a todas estas cosas que son fundamento de nuestra fe y religión cristiana, que son humildad, paciencia y obediencia, y descuido y menosprecio de estas pompas, faustos de nuestro mundo y de otras pasiones del ánima, y tan despojados de todo ello, que parece que no les falta sino la fe, y saber las cosas de la instrucción cristiana para ser perfectos y verdaderos cristianos». En efecto, estos indios están «casi en todo en aquella buena simplicidad, obediencia y humildad y contentamiento de aquellos hombres de oro del siglo dorado de la primera edad, siendo como son por otra parte de tan ricos ingenios y pronta voluntad, y docilísimos y hechos de cera para cuanto de ellos se quiera hacer».
Por otra parte, el optimismo casi milenarista de Vasco de Quiroga no le lleva a sueños paganos de una Arcadia renacentista, ni incurre tampoco en esas ingenuidades rousseaunianas que tantos estragos han causado a la humanidad con sus esperanzas naturalistas. El piensa, en cristiano, que «aunque es verdad que sin la gracia y clemencia divina no se puede hacer, ni edificar edificio que algo valga, pero mucho y no poco aprovecha cuando éste cae y dora sobre buenos propios naturales que conforman con el edificio». Así pues, ya que tantas cosas buenas hay en los indios, «trabajemos mucho [para] conservarnos en ellas y convertirlo todo en mejor con la doctrina cristiana, restauradora de aquella santa inocencia que perdimos todos en Adán, quitándoles lo malo y guardándoles lo bueno».
Es ésta una convicción fundamental. Los cristianos han de obrar con los indios «convirtiéndoles todo lo bueno que tuviesen en mejor, y no quitándoles lo bueno que tengan suyo, que nosotros deberíamos tener como cristianos, que es mucha humildad y poca codicia; y [no] poniéndoles lo nuestro malo, en que hacemos más daño en esta nueva Iglesia con ejemplos malos que les damos, que por ventura hacían en la primitiva Iglesia los infieles con crueldades y martirios, porque aquéllos eran infieles, y no era maravilla, y nosotros somos cristianos».
En fin, «si todo esto es así según y como dicho es se entiende, pienso con la ayuda de Dios que no se hará poco en lo que toca el bien común de toda la república de este Nuevo Mundo... [y que cuanto se haga servirá] al servicio de Dios Nuestro Señor y al de su Majestad, y a la utilidad de conquistadores y pobladores, y al descargo de la conciencia de todos, y al sano entendimiento de un tan grande y tan intrincado negocio como éste, que no sé yo si otro de más importancia hay hoy en todo el mundo, aunque no dejo de conocer también que nada de esto ha de ser creído si no fuese primero experimentado y visto».
Al extractar la prosa de Vasco de Quiroga la hemos aliviado de sus interminables redundancias, propias del estilo preciso y pesado de los textos jurídicos. El mismo es consciente de su estilo desmañado, que hace de sus escritos una «ensalada mal guisada y sin sal». Sin embargo, en los textos de don Vasco surge en ocasiones el destello de expresiones felices, como no podría ser menos habiendo nacido aquéllos de una mente lúcida y de un corazón apasionado.
Reglas y ordenanzas de los pueblos-hospitales
El pensamiento concreto de Vasco de Quiroga sobre los pueblos de indios por él fundados se expresa en las Reglas y Ordenanzas para el gobierno de los hospitales de Santa Fe de México y Michoacán, dispuestas por su fundador, el Rvmo. y venerable Sr. D. Vasco de Quiroga, Obispo de Michoacán (AV, V. de Q. y Obispado de Michoacán 153-171; +Xirau, Idea 125-137). En pocas páginas, da el obispo Quiroga normas de vida comunitaria al mismo tiempo altas y practicables, en las que se funden hábilmente ideales utópicos cristianos y costumbres indígenas y españolas. La sabiduría de estas disposiciones se ha visto probada por su larga vigencia histórica.
En cada pueblo hay indios que viven en el mismo caserío, y otros que habitan en el campo; pero la organización es semejante en unos y otros. Cada grupo familiar, «abuelos, padres, hijos, nietos y bisnietos», se sujetan a la autoridad patriarcal de «el más antiguo abuelo», y pueden llegar a ser «hasta ocho o diez o doce casados» que conviven en un gran edificio; pasando de ahí, habrán de construir otra casa y grupo familiar. Se forma así como un gran árbol, en el que la autoridad va de la raíz hacia las ramas, y así también, en dirección inversa, va la obediencia y el servicio, de modo que «se pueda excusar mucho de criados y criadas y otros servidores».
Bajo la alta dirección de un Rector, único español y eclesiástico del poblado, gobierna un Principal, que es elegido para tres o seis años por todos los padres de familia de «la República del Hospital», haciendo la elección muy en conciencia y «dicha y oída primero la misa del Espíritu Santo». Con éste Principal, «elijan tres o cuatro Regidores, y que éste se elijan cada año, de manera que ande la rueda por todos los casados hábiles». Si hay conflictos y quejas, «entre vosotros mismos, con el Rector y Regidores, lo averiguaréis llana y amigablemente, y todos digan verdad y nadie la niegue, porque no hay necesidad de ser ir a quejar al juez a otra parte, donde paguéis derechos, y después os echen a la cárcel. Y esto hagáis aunque cada uno sea perdidoso; que vale más así, con paz y concordia, perder, que ganar pleiteando y aborreciendo al prójimo, y procurando venderle y dañarle, pues habéis de ser en este Hospital todos hermanos en Jesucristo» (+1Cor 6,1-8).
Mientras los indios viven como miembros del pueblo, gozan del usufructo de las huertas y tierras, que son de propiedad comunal. Y toda «cosa que sea raíz, así del dicho Hospital como de los dichos huertos y familias, no pueda ser enajenada, sino que siempre se quede perpetuamente inajenable en el dicho Hospital y Colegio de Santa Fe, para la conservación, mantención y concierto de él y de su hospitalidad». Los trabajos han de ser realizados por todos, «con toda buena voluntad y ofreciéndoos a ello, pues tan fácil y moderado es y ha de ser».
En efecto, normalmente serán suficientes «las seis horas del trabajo en común», que debe repartirse entre todos. Y lo así ganado, «se reparta entre vosotros todos cómoda y honestamente, según que cada uno, según su calidad y necesidad, lo haya menester para sí y para su familia; de manera que ninguno padezca en el Hospital necesidad [+Hch 4,32-34]. Cumplido todo estos, y las otras cosas y costas del Hospital, lo que sobrare de ello se emplee en otras obras pías y remedio de necesitados», y así, acordándose de los indios pobres, vivan «en este Hospital y Colegio con toda quietud y sosiego, y sin mucho trabajo y muy moderado, y con mucho servicio de Dios Nuestro Señor».
Los muchachos cásense «de catorce años para arriba, y ellas de doce,... y si posible es, con la voluntad de los padres». Mientras que los oficios y artes serán particulares, «ha de ser este oficio de la agricultura común a todos», y los niños han de ejercitarse en él desde la escuela, de modo que «después de las horas de la doctrina, se ejerciten dos días de la semana, sacándolos su maestro al campo, en alguna tierra señalada para ello, y esto a manera de regocijo, juego y pasatiempo, una hora o dos cada día, que se menoscabe aquellos días de las horas de la doctrina, pues esto también es doctrina y moral de buenas costumbres». Busca ante todo Don Vasco una vida sencilla, sin pleitos ni gastos evitables, sin actividades ni trabajos innecesarios. Y así, por ejemplo, «los vestidos sean, como al presente los usáis, de algodón y lana, blancos, limpios y honestos, sin pinturas, sin otras labores costosas y demasiadamente curiosas. Y de éstos, dos pares de ellos, unos con que pareceréis en público en la plaza y en la iglesia, los días festivos; y otros no tales, para el día de trabajo; y en cada familia los sepáis hacer, como al presente lo hacéis, sin ser menester otra costa de sastres y oficiales; y si posible es, os conforméis todos en el vestir de una manera lo más que podáis, porque sea causa de más conformidad entre vosotros, y así cese la envidia y soberbia de querer andar vestidos y aventajados los unos más y mejor que los otros»...
En fin, «la fiesta de la Exaltación de la Cruz tengáis en gran y especial veneración, por lo que representa, y porque entonces, sin advertirse antes en ello, ni haberlo pensado, fue Nuestro Señor servido que se alzasen en cada uno de los Hospitales de Santa Fe, en diversos años, las primeras cruces altas que allí se alzaron, forte [por fortuna] no sin misterio, porque, como después de así alzadas se advirtió en ello, creció más el deseo de perseverar en la dicha obra y hospitalidad y limosna».
Muerte pacífica
Ya al final de su vida, Tata Vasco se había hecho familiar en todos los pueblos y casas, en parroquias y mercados, y en cualquier lugar estaba como en su casa: todos, indios y españoles, conocían y querían a aquel anciano obispo, a quien principalmente se debía la fisonomía del Michoacán renovado.
Un día de enero de 1565, llega un día Tata Vasco a la encantadora población de Uruapan, uno de los más bellos lugares de Michoacán -que ya es decir-. Él mismo había trazado el plano de sus calles y canalizaciones de agua, y había construido allí iglesia, hospital y escuela. A su iniciativa se debía también la especialización del pueblo en trabajos de esmaltes y lacas. A él acuden aquel día sus diocesanos para besarle la mano y pedirle su bendición.
Pero el buen viejito de 95 años, que ya lleva veintisiete años de obispo, se siente desfallecer. Lo llevan al Hospital del Santo Sepulcro, donde queda recluido, y allí, en una tarde de marzo, entrega su alma al Creador. Entre llantos y oraciones, llevan su cuerpo en cortejo fúnebre a la Catedral de Páztcuaro, donde yace este gran renovador cristiano del mundo presente, a la espera de Cristo, el Señor, que cuando venga establecerá «un cielo nuevo y una nueva tierra» (Ap 21,1; +2Pe 3,13).
Hacemos nuestras, para terminar, las palabras del mexicano Nemesio Rodríguez Lois sobre Don Vasco de Quiroga: «Es él una figura excepcional, única, cuya vida hay que leer de rodillas y con el sombrero en la mano» (Forjadores 55).
Éste fue el primer obispo de Michoacán.
9. Beato Sebastián de Aparicio, el de las carretas
Un santo analfabeto
Conocemos bien la santa vida del Beato Sebastián de Aparicio, pues al morir en 1600 la fama de santidad de este gallego-mexicano es tan grande, que ya en 1603 el rey Felipe III escribe al obispo de Tlaxcala para que haga información procesal de su vida y milagros. Y el obispo, en 1604, le remite la biografía escrita por fray Juan de Torquemada. Muy tempranas son también las vidas escritas por el médico Bartolomé Sánchez Parejo, fray Bartolomé de Letona (1662) y fray Diego de Leyva (1685). En ellas y en otros antiguos documentos se apoyan las recientes biografías de los franciscanos Alejandro Torres (19682), Gaspar Calvo Moralejo (19762) y Matías Campazas (19852), según las cuales va mi relato.
El 20 de enero de 1502, en el pueblo gallego de Gudiña, en el matrimonio de Juan Aparicio y Teresa del Prado, nace después de dos niñas un varón, al que le ponen por nombre el santo del día: Sebastián. Nada hace presagiar que la vida de este niño va a ser tan preciosa. En realidad no es sino un chico gallego como otros tantos, que nunca aprenderá a leer y a escribir -la escuela entonces era cosa de pocos-, y que desde niño, en cambio, será instruido en las oraciones, en el catecismo, y en las muy diversas artes campesinas: hacer leña, cuidar los animales, regar, cultivar el campo, arreglar el carro, las cercas y tejados, y tantas cosas más que va a seguir ejercitando toda su vida. A los cinco o seis años, aquejado de una grave enfermedad contagiosa, y aislado por su madre en una choza solitaria, recibe en la noche la visita misteriosa de una loba que le libra de su tumor. Según Sánchez Parejo, el mismo Sebastián «refirió este suceso varias veces a sus amigos, cuando ya era fraile» (Campazas 11).
Un hombre casto
Pasada la adolescencia entre los suyos, emigra a Castilla en su primera juventud, buscando trabajo. Lo encuentra en Salamanca, en la casa de una viuda joven y rica, que se enamoró perdidamente del mozo. Asistido por la gracia del Salvador, huyó Sebastián a tiempo de aquel incendio de lujuria, sin chamuscarse en él siquiera. En la extremeña Zafra, entra al servicio de Pedro de Figueroa, pariente del Duque de Feria.
También de allí, alertado por Cristo, hubo de huir Sebastián, pues una de las hijas del amo comenzó a rondarle con exceso. Así dispuso la Providencia que se llegara Sebastián a Sanlúcar de Barrameda, de donde partían los barcos hacia América. Allí sirvió siete años, muy bien pagado, en una casa fuerte, lo que le permitió enviar a sus hermanas las dotes matrimoniales entonces en uso. En este lugar venció otra vez, sostenido por Cristo, violentos asedios femeninos, que procedieron esta vez de la hija del dueño y también de una joven de Ayamonte. De estos sucesos dio noticia él mismo, siendo ya fraile.
Se ve que las mujeres sentían gran atracción por este joven gallego. Pero aún era más amado y preferido por nuestro Señor Jesucristo.
Puebla de los Angeles
A los 31 años, en 1533, se decide Sebastián a entrar en la corriente migratoria hacia América, y se radica hasta 1542 en la ciudad mexicana de Puebla de los Angeles, fundada por Motolinía dos años antes con cuarenta familias, precisamente para acoger emigrantes españoles. Llega, pues, cuando la ciudad está naciendo, y todo tipo de trabajo y profesión son necesarios...
Sebastián cultiva, sin gran provecho, trigo y maíz. Pero pronto inicia una labor de más envergadura. Por aquellos años el ganado caballar y vacuno llevado por los españoles se ha multiplicado de tal modo que es ya, concretamente en la región de Puebla, ganado cimarrón. Sebastián, iniciador del charro mexicano, se dedica a perseguir novillos, lacearlos y domarlos, para formar con ellos buenas yuntas de bueyes.
Por otra parte, por Puebla pasan interminables caravanas que del puerto de Veracruz se dirigen a la ciudad de México, siguiendo un camino ya abierto desde 1522. Asociado Sebastián con otro gallego, probablemente carpintero, forma una pequeña sociedad de carretas de transporte -quizá la primera del Nuevo Mundo-, que evita a los indígenas el duro trabajo de portear cargas. Más aún, conseguido el permiso de la Audiencia Real, abre aquel camino al tráfico rodado, trabajando de ingeniero y de peón, y enseñando a trabajar a indios y españoles. Las carretas de Aparicio, durante siete años, recorren sin cesar aquellas primeras «carreteras» de América, como buenas carretas gallegas, chirriantes y seguras...
Entre México y Zacatecas
En 1542 deshace la sociedad con su amigo gallego y se traslada a la ciudad de México con miras aún más amplias. Según cuenta el padre Letona, «formó con su industria una gran cuadrilla de carros», también la primera en esta ocasión, e «intentó desde México buscar y abrir camino de carros para Zacatecas (que hasta entonces ninguno se había atrevido a hacerlo). Y aunque con notable trabajo salió con su intento; y lo prosiguió, mejorando con el mayor y mejor comercio del Reino: siendo su primer inventor» (Campazas 21). Durante diez años transporta Aparicio minerales de plata de las minas de Zacatecas a la Casa de Moneda de México, y también transporta viajeros.
Amigo de los chichimecas
Esta empresa es por esos años sumamente audaz y arriesgada, pues los carros, con su preciosa carga, han de atravesar territorios dominados por los terribles indios chichimecas. De éstos escribía hacia 1600 fray Jerónimo de Mendieta:
«Chichimeco es nombre común de unos indios infieles o bárbaros, que no teniendo asiento cierto (especialmente en verano), andan discurriendo de una parte a otra. Traen los cuerpos del todo desnudos, duermen en la tierra desnuda aunque sea empantanada, con perpetua sanidad. Sufren mortales fríos, nieves, calores, hambre y sed, y no se entristecen. Son dispuestos, nerviosos, fornidos y desbarbados. No tienen reyes ni señores, mas entre sí mismos eligen capitanes. Tampoco tienen ley alguna ni religión concertada. Sacrificante ante ídolos de piedras y barro, sangrándose las orejas y otras partes del cuerpo. De la religión cristiana tienen mucha noticia por los frailes menores, y no otros, que siempre andan entre ellos. Y si alguno se convierte, es con mucho trabajo y perseverancia de los ministros...
«Tienen estos chichimecos entre sí guerras civiles muy sangrientas, y enemistades mortales, así nuevas como antiguas. Pelean desnudos, untados con matices de diferentes colores, con sólo arcos medidos a su estatura. Es cosa increíble cómo con espantable ferocidad menosprecian el resto de los que se les ponen delante, aunque sea hombres armados y de caballos encubetados. La certinidad, ánimo, destreza y facilidad con que juegan esta diabólica arma, no se puede explicar». Causaron mucho tiempo especiales estragos «por el camino de Zacatecas y de otras minas de aquella comarca. Ha sido Nuestro Señor servido que por medio de religiosos y diligencias de los virreyes, hayan venido de paz, de seis o siete años a esta parte, pidiéndola ellos mismos de la suya. Y en esta buena obra no poco se les debe a los indios de la provincia de Tlaxcala (demás de la obligación antigua de haberse por medio de ellos ganado esta tierra), porque dieron al virrey D. Luis de Velasco el mozo cuatrocientos vecinos casados, con sus mujeres e hijos, para que fuesen a poblar juntamente con los chichimecos que venía de paz, para que con su comunicación y comercio se pusiesen en policía y en costumbres cristianas, y para ello se hicieron seis poblaciones con sus monasterios de frailes menores que los enseñasen y doctrinasen» (Hª ecl. indiana, pról. V libro, IIª p., extracto).
Por estas regiones -como en una película del far west, aunque dos siglos antes que en Estados Unidos-, circularon diez años las carretas de Aparicio, de México a Guadalajara, y de ésta a Santa María de Zacatecas. Y como dice el doctor Parejo, «lo que más me admira, entre todas estas cosas heroicas y dignas de estimación, es la benevolencia y buen nombre que entre los indios chichimecas tenía granjeada su pródiga liberalidad y sencillo pecho, que, con ser gente caribe y bárbara, que se comen unos a otros, reconociendo a Aparicio, le traen frutas y otros regalillos, mostrándose deseosos de quererle servir y agradar; y no solo eso, pero le ayudaban al trabajo y avío de sus carretas todo el tiempo que podían hacerlo... Esto tenía granjeado Aparicio con las buenas obras, agasajo y gruesas limosnas que les hacía» (Campazas 22).
En tantos años de trabajos y viajes le ocurrieron a Sebastián innumerables aventuras, en las que se reflejan tanto su bondad como su valor y fuerza. Llegando una vez con sus carretas a la plaza mayor de México, una de ellas aplastó la mercancía de un cacharrero, el cual, sin avenirse a razones, desafió espada en mano al jefe de la caravana. Sebastián, domador de novillos, pronto dio en tierra con el bravucón, poniéndole la rodilla el pecho y el pomo de la espada sobre el rostro. El cacharrero pidió perdón por el amor de Dios, y esto fue suficiente para Aparicio, que le ayudó a levantarse, diciéndole: «De buen mediador te has valido».
Devoto probable de la Virgen de Guadalupe
En 1531 se produjeron las apariciones benditas de la Señora del Tepeyac al indio Juan Diego, y poco después se alzó la primera capilla en honor de la Guadalupana. En la gran peste de 1544-1545, los franciscanos de Tlatelolco acudieron en rogativa desde su convento a la Virgen del Tepeyac. Y en 1568 Bernal Díaz del Castillo habla de «la santa iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla...; y miren los santos milagros que ha hecho y hace cada día» (210). No parece, pues, atrevido suponer que Aparicio, tan cristiano y piadoso, se hallaría entre los devotos de la Virgen de Guadalupe, y que con sus continuos viajes habría sido propagador de su devoción por la Nueva España. Como bien supone Calvo Moralejo (65), sería Sebastián uno de los muchos españoles de quienes en 1582 escribía el inglés Phillips:
«Siempre que los españoles pasan junto a esta iglesia, aunque sea a caballo, se apean, entran a la iglesia, se arrodillan ante la imagen y ruegan a Nuestra Señora que los libre de todo mal; de manera que vayan a pie o a caballo, no pasarán de largo sin entrar en la iglesia a orar... A esa imagen llaman en español Nuestra Señora de Guadalupe».
Tlalnepantla
En 1552, tras dieciocho años de carretero y empresario, y ya con 50 años de edad, vende Aparicio sus carros, y se establece en una hermosa hacienda de Tlalnepantla, cerca de México. No sin razón le llaman «Aparicio, el Rico». En Chapultepec, en las afueras de México, adquiere una hacienda ganadera, y así se arraiga para siempre en su nueva patria, como tantas veces recomendaban las autoridades civiles y religiosas. Fray Martín de Hojacastro, el que sería después obispo de Tlaxcala, escribía en 1544 al emperador: «Ha menester que los españoles no sean en esta tierra así como viandantes para disfrutar la tierra sin provecho, antes haciéndose naturales de ella la conserven y aumenten». Para estos años ya Sebastián Aparicio es absolutamente mexicano.
La casa de Aparicio en Tlalnepantla fue testigo de muchas obras de misericordia, así corporales como espirituales. En efecto, en palabras del doctor Pareja, era «refrigerio de sedientos, hartura de hambrientos, posada de peregrinos, alivio de caminantes, albergue y roca de los miserables indios» (Calvo 77). Allí Aparicio enseñaba a trabajar, daba aperos y semillas, perdonaba deudas, arreglaba carretas, enseñaba las oraciones, se esforzaba en aprender la lengua de los indios...
En su forma de vivir, no obstante su riqueza, se distinguía por una austeridad desconcertante. Vestía como cualquiera, aunque sabía trajearse adecuadamente en las ocasiones señaladas. No tenía cama, sino que dormía sobre un petate o en una manta tendida al suelo. Comía como la gente pobre tortillas de maíz con chile y poco más, y añadía algo de carne cocida en domingos y fiestas. No pocas veces pasaba la noche a caballo, protegiendo su hacienda de animales malignos, y alguna vez le vieron dormido sobre su montura, apoyado en su lanza. Todos los días rezaba el rosario, y de su tierra gallega conservó siempre una gran devoción al santo Señor Santiago.
Chapultepec y Atzcapotzalco, dos bodas
A los 55 años pasó Aparicio a vivir al pueblo de Atzcapotzalco, donde un hidalgo, con más pretensiones que riquezas, trató de conseguirle como rico y honesto marido para su hija. Aparicio preguntó al padre cuál era la dote que pretendían para la joven, y cuando supo que eran 600 pesos, los entregó al padre y él quedó libre de ulteriores apremios.
Pocos años después ha de trasladarse a Chapultepec, donde la abundancia de ganado requería su presencia. Allí tiene una enfermedad muy grave y recibe los últimos sacramentos, pensando ya en morirse. Recuparada la salud, muchos le recomiendan que se case. Tras muchas dudas y oraciones, acepta el consejo, y a los 60 años, en 1562, se casa con la hija de un amigo vecino de Chapultepec en la iglesia de los franciscanos de Tacuba, haciendo con su esposa vida virginal. Pensando estaban sus suegros en entablar proceso para obtener la nulidad del matrimonio, cuando la esposa muere, en el primer año de casados, y Aparicio, después de entregar a sus suegros los 2.000 pesos de la dote, de nuevo se va a vivir a Atzcapotzalco.
Un segundo matrimonio contrajo a los 67 años en Atzcapotzalco, con una «indita noble y virtuosa, llamada María Esteban», hija jovencita, como su primera esposa, de un amigo suyo. Fue también éste un matrimonio virginal, como Sebastián lo asegura en cláusula del testamento hecho entonces: «Para mayor gloria y honra de Dios declaro que mi mujer queda virgen como la recibí de sus padres, porque me desposé con ella para tener algún regalo en su compañía, por hallarme mal solo y para ampararla y servirla de mi hacienda». Para ésta, como para su primera esposa, fue como un padre muy bueno.
Pero tampoco esta felicidad terrena había de durarle, pues antes del año la esposa muere en un accidente, al caerse de un árbol donde recogía fruta. Aparicio la quiso mucho, como también a su primera esposa, y de ellas decía muchos años después que «había criado dos palomitas para el cielo, blancas como la leche».
Los extraños caminos del Señor
Sebastián de Aparicio, humilde y casto al estilo de San José, debió sentir como éste muchas veces profundas perplejidades ante los planes de Dios sobre él. Siempre inclinado a la austeridad de vida, el Señor ponía en sus manos la riqueza. Siempre inclinado al celibato, la Providencia le llevaba a dos matrimonios, seguidos -nuevo desconcierto- de prematura viudez. Pasando por graves enfermedades, el Señor le daba larga vida... Muchas veces se preguntaría Sebastián «¿pero qué es lo que el Señor quiere hacer conmigo?». Y una y otra vez su perplejidad tomaría forma de súplica incesante: «enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad» (Sal 85,11)...
Una gravísima enfermedad ahora le inclina a hacer su testamento, dejando todos sus bienes a los dominicos de Atzcapotzalco, con el encargo de que parte de su hacienda se empleara en favor de sus queridos indios mexicanos. Pero la salud vuelve completamente, y aumenta el desconcierto interior en Sebastián, a quien Dios da al mismo tiempo graves enfermedades y muy larga vida. Cada vez está más ajeno a sus tierras y ganados, y pasa más horas de oración en la iglesia. Cada vez son más largas y frecuentes sus visitas al convento franciscano de Tlanepantla. Una voz interior, probablemente antigua, le llama con fuerza siempre creciente a la vida religiosa, pero esta inclinación no halla en sí mismo sino dudas, y se ve contrariada por los consejos de sus amigos, incluso por las evasivas y largas de su mismo confesor.
Tiene ya 70 años, y aún no conoce su vocación definitiva. ¿Cómo se explica esto?... «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10). ¿Será que una pertinaz infidelidad a la gracia, obstinadamente mantenida durante tantos años, le ha impedido conocer su verdadera vocación? ¿O será más bien que esta misma vida suya, llena de zig zags, no es sino fidelidad a un misterioso plan divino?... Todo hace pensar que Sebastián de Aparicio pasó realmente las moradas, las Moradas del Castillo interior teresiano, con todas sus purificaciones e iluminaciones progresivas, hasta llegar a la cámara real, donde había de consumarse su unión con el Señor.
Verdaderamente la vida de Sebastián de Aparicio nos asegura una vez más que los caminos de la Providencia divina son misteriosos. Si él mantuvo su castidad virginal incólume en dos matrimonios y tras los graves peligros pasados en Salamanca, San Lúcar y Zafra; si guardó su devoción cristiana viviendo solo y en continuos viajes de carretero; si conservó su corazón de pobre en medio de no pequeñas riquezas, es porque siempre estuvo guardado y animado por el mismo Cristo. Ahora bien, si continuamente fue guiado por el Señor, esto nos lleva a pensar que su extraña y cambiante vida no fue sino el desarrollo fiel de un misterioso plan divino. Quiso Dios que Sebastián de Aparicio fuera todo lo que fue hasta llegar a fraile franciscano.
Portero de clarisas en México
El tiempo de «Aparicio el Rico» ha terminado ya definitivamente. Este hombre bueno, aunque parezca cosa imposible, «en todo el tiempo que fue señor de carros y labranza ganó cosa mal ganada -dice el doctor Parejo-, ni que le remordiese la conciencia a la restitución» (Calvo 81). Un verdadero milagro de la gracia de Cristo. Él mismo, ya viejo, pudo decir con toda verdad: «Siempre he trabajado por el amor de Dios» (Calvo 48).
Las clarisas de México, a poco de su fundación, pasan por graves penurias económicas. Y el confesor de Aparicio sugiere a éste que les ayude con sus bienes y sus conocimientos de la Nueva España. La respuesta es inmediata: «Padre, delo por hecho; mas de mi persona ¿qué he de hacer?»... El mismo confesor le indica la posibilidad de que sirviera a las clarisas como donado, portero y mandadero. Aquí es cuando Sebastián comienza a entrever la claridad de la vida religiosa... A fines de 1573, ante notario, cede todos sus bienes, que ascendían a unos 20.000 pesos, a las clarisas, y sólo de mala gana, por contentar a su precavido confesor, deja 1.000 pesos a su disposición por si no persevera.
Y entonces, cuando en México los numerosos conocidos de Sebastián empiezan a no entender nada de su vida, viendo que el antiguo empresario y rico hacendado se ha transformado en modesto criado de un convento femenino de clausura, entonces es precisamente cuando a él se le van aclarando las cosas: por fin su vida exterior va coincidiendo con sus inclinaciones interiores más profundas y persistentes. Es la primera vez que ocurre en su vida.
Fraile francisco
La vocación religiosa de Sebastián, después de más de un año de mandadero y sacristán de las clarisas, queda probada suficientemente, y el 9 de junio de 1574, a los 72 años de edad, es investido del hábito franciscano en el convento de México. Los buenos frailes de San Francisco, que le conocían y estimaban hacía mucho tiempo, tuvieron la generosidad de recibir a este anciano, que probablemente estimarían próximo a su fin... Pero el buen hermano lego Sebastián da en el noviciado muestras no solo de oración y virtud, sino también de laboriosidad: barre, friega, cocina, atiende a cien cosas, siempre con serena alegría.
Sin embargo, en este año de noviciado fray Sebastián va a sufrir no poco, por una parte de la convivencia, no siempre respetuosa, de sus jóvenes compañeros de noviciado, y por otra, sobre todo, de las impugnaciones del Demonio... Y además de todo esto, sus hermanos de comunidad no acaban de ponerse de acuerdo sobre la conveniencia de admitirlo definitivamente a la profesión religiosa, pues aunque reconocen su bondad, lo ven muy anciano para tomar sobre sí las austeridades de la Regla franciscana. En ese tiempo tan duro para él, fray Sebastián tiene visiones de San Francisco y de su querido apóstol Santiago, el de Galicia, que le confirman en su vocación. Al referir con toda sencillez estas visiones a un novicio que dudaba de volverse al mundo, confirmó a éste en su vocación.
Finalmente, llegado el momento, y después de tres días de deliberación, deciden recibirlo, de modo que el 13 de junio de 1575 recita la solemne fórmula:
«Yo, fray Sebastián de Aparicio, hago voto y prometo a Dios vivir en obediencia, sin cosa alguna propia y en castidad, vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, guardando la Regla de los frailes menores».
Y un fraile firma por él, pues es analfabeto.
Mendigo de Dios en Puebla
Fray Sebastián, ya fraile, con toda la alegría del Evangelio en el pecho, y con sus 73 años, se va a pie a su primer destino, Santiago de Tecali, convento situado a unos treinta kilómetros al este de Puebla. En este pueblo de unos 6.000 vecinos, siendo el único hermano lego, sirve un año de portero, cocinero, hortelano y limosnero.
Pero en seguida le llaman a Puebla de los Angeles, donde el gran convento franciscano, con su centenar de frailes, empeñados en mil tareas de evangelización y educación de los indios, necesitan un buen limosnero. Aquí, donde había comenzado su vida seglar en Nueva España, va a transcurrir el resto de su vida.
A sus 75 años, con el sombrero de paja a la espalda, el hábito remendado, la bota, «su compañera», siempre al hombro, el rosario en una mano y la aguijada en la otra para conducir sus bueyes, fray Sebastián retoma su carreta y se hace de nuevo a los caminos, recorriendo sin cesar una región de unos 250 kilómetros a la redonda, esta vez para recoger ayudas no sólo para los frailes de su comunidad, sino también para los pobres que en el convento se atienden día a día. «Ahí viene Aparicio», se decían con alegría los que le veían llegar. Y su fórmula era: «Guárdeos Dios, hermano, ¿hay algo que dar, por Dios, a San Francisco?»... «Aparicio el Rico» se ha transformado de verdad en un «fraile mendicante».
A los otros limosneros les dice siempre: «No pidáis a los pobres, que harto hacen los miserables en sustentarse en su pobreza». Más aún, él daba a los pobres muchas veces su propia ropa o les repartía de los bienes que había reunido para el convento. El superior no veía clara la conveniencia de tal proceder, pero fray Sebastián le decía: «Más que me dé cien azotes, que no tengo de dejar de dar lo que me piden por amor de Dios».
A los sesenta años había comenzado el Hermano Aparicio a beber algo de vino, que «casi no era nada». Y ahora, ya fraile y penitente, siempre llevaba consigo la bota, quizá para que no le tuvieran por santo, quizá para reconfortarse en momentos de agotamiento, tal vez para ambas cosas. Un día del Corpus se encontró con él don Diego Romano, obispo de Tlaxcala, y como le apreciaba mucho, le dijo a fray Sebastián si podía ayudarle en algo. No tuvo mucho que pensar el buen fraile. Acercándole la bota, le dijo: «Que me llenéis esta pobretilla» (Calvo 150)...
A la sombra de la Cruz
El viejito que los frailes franciscos han recibido por pura generosidad, va a servirles de limosnero 23 años, de los 75 a los 98. Siempre de aquí para allá, muchas noches las pasa al sereno, a la luz de las estrellas, al cobijo de su carreta. Incluso cuando estaba en el convento, no necesitaba celda y prefería dormir en el patio bajo su carro. El padre Alonso Ponce, Comisario General franciscano, en una Relación breve de 1586, decía de fray Sebastián:
«Siendo de casi 90 años de edad, anda con su carreta de cuatro bueyes, sin ayuda ninguna de fraile español, ni indio, ni otra persona, acarreando leña y maíz y otras cosas necesarias para el sustento de aquel convento, y nunca le hace mal dormir en el campo al sol, ni al agua, antes este es su contento y regalo, y cuando está en el convento ha de tener la puerta de la celda abierta y ver el cielo desde la cama en que duerme, porque de otra manera se angustia y muere; si se le moja la ropa nunca se la quita, sino que el mismo cuerpo la enjuga, y si por estar sucia la ha de lavar, sin aguardar a que se seque se la viste y él la enjuga y seca con el calor del cuerpo, sin que de nada de esto se le renazca enfermedad, ni indisposición alguna» (Campaza 40).
Los datos son ciertos, pero no parece tan exacta la apreciación idílica de los mismos. En realidad fray Aparicio pasó en estos años de ancianidad, siempre de camino, innumerables penalidades. A veces sus penitencias eran consideradas como manías; pero eran en realidad mortificaciones. Así, poco antes de morir, le dice a su mismo superior: «Piensa, padre Guardián, que el dormir yo en el campo y fuera de techado es por mi gusto; no, sino porque este bellaco gusanillo del cuerpo padezca, porque si no hacemos penitencia, no iremos al cielo» (Calvo 108).
Y según refiere el doctor Pareja, a un fraile que le aconsejaba ofrecerlo todo a Dios, le responde: «Hartos días ha que se lo he ofrecido, y bien veo que si no fuera por su amor, era imposible tolerarlo; porque os certifico, Padre, que ando tan molido y cansado, que ya no hay miembro en el cuerpo que no me duela; y a un puedo certificaros que hasta los cabellos de la cabeza siento que me afligen, cuando de noche me quiero acostar o tomar algún reposo» (Campazas 40).
Consolado por los ángeles
También es cierto que el Hermano Aparicio se vio asistido muchas veces por consolaciones celestiales, como suele suceder tantas veces a los santos, cuando por amor de Dios renuncian a todo placer mundano. Él tuvo, concretamente, una gran devoción a los ángeles, especialmente al de su guarda, y experimentó muchas veces sus favores.
El mismo fray Sebastián contó al provincial Alonso de Cepeda una anécdota bien significativa. Le refirió que «caminando para Puebla hizo noche junto a una gran barranca que está en el camino de Huejotzingo. Y estando acostado en el suelo, debajo de una carreta, como acostumbraba, era tanta el agua que llovía que corrían arroyos hacia él, sin poderlo remediar, ni hacer otra diligencia más que ofrecer a Dios nuestro Señor aquel trabajo que padecía, con una total resignación y conformidad con su voluntad santísima».
Pero Dios acudió en auxilio de su siervo. Un hermosísimo mancebo se apareció y con una vihuela comenzó a tocar tan suave y dulcemente, que le pareció estar en la gloria, olvidándose de la incomodidad de la lluvia, y levantándose para acercarse al músico, éste se iba retirando, hasta que saltando la barranca de un salto, desapareció, dejando a Aparicio muy consolado» (Campazas 57). Otra vez, con la carreta atascada en el barro, se le presenta un joven vestido de blanco para ofrecerle su ayuda. «¡Qué ayuda me podéis dar vos, le dice, cuando ocho bueyes no pueden sacarla!». Pero cuando ve que el joven sacaba el carro con toda facilidad, comenta en voz alta: «¡A fe que no sois vos de acá!» (Campazas 71)...
Fueron numerosas las ocasiones en que a fray Sebastián, como a Cristo después del ayuno en el desierto, «se acercaron los ángeles y le servían» (Mt 4,11), o como en la agonía de Getsemaní, «un ángel del cielo se le apareció para confortarle» (Lc 22,43).
Impugnado por los demonios
Como también es normal en quienes han vencido ya el mundo y la carne, fray Sebastián experimentó terribles impugnaciones del Demonio en muchas ocasiones. En la hacienda de Tlanepantla, agarrado a las astas de un toro furioso, luchó a brazo partido contra el Demonio. En las clarisas de México los combates contra el Maligno era tan fuertes que la abadesa le puso una noche dos hombres para su defensa, pero salieron tan molidos y aterrados por dos leones que por nada del mundo aceptaron volver a cumplir tal oficio.
Ya de fraile, según cuenta el doctor Pareja, el demonio «le quitaba de su pobre cama la poca ropa con que se cubría y abrigaba, y, echándosela por la ventana del dormitorio, lo dejaba yerto de frío y en punto de acabársele la vida. Otras veces, dándole grandes golpazos, lo atormentaba y molía; otras lo cogía en alto y, dejándolo caer como quien juega a la pelota, lo atormentaba, inquietándolo; de manera que muchas veces se vio desconsoladísimo y afligido» (Campazas 31).
Los ataques continuaron en muchas ocasiones. En una de ellas los demonios le dijeron que iban a despeñarlo porque Dios les había dado orden de hacerlo. A lo que respondió fray Sebastián muy tranquilo: «Pues si Dios os lo mandó ¿qué aguardáis? Haced lo que Él os manda, que yo estoy muy contento de hacer lo que a Dios le agrada»...
Tan acostumbrado estaba nuestro Hermano a estos combates, que al Provincial de los Descalzos, fray Juan de Santa Ana, le dijo que ya no le importaban nada, «aunque viese más demonios que mosquitos». Y poco antes de morir, a los hermanos que le recomendaban acogerse a Dios para librarse de los asedios del Malo les dice: «Gracias a Dios, ha mucho tiempo que ese maldito no llega a mí, por haberle ya muchas veces vencido».
«Florecillas» de fray Sebastián
De los 568 testigos que depusieron en el proceso que la Iglesia hizo a su muerte, y de otros relatos, nos quedan muchas anécdotas, de las que referiremos algunas. Al mismo fray Juan de Santa Ana, buen amigo suyo, le contó fray Sebastián esta anécdota:
«Habéis de saber que todas las veces que voy al convento, procuro llevar a los coristas y estudiantes fruta u otra cosa que merienden, y cuando no lo hago me esconden las herramientas de las carretas (que sin duda las letras deben hacer golosos a los mozos), y esta vez que no les llevé nada, me cercaron con mucho ruido y alboroto; me pusieron tendido sobre una tabla, diciendo que ya estaba muerto, y cantando lo que cantan cuando entierran a los muertos, me llevaban por el claustro adelante a enterrar entre las coles de la huerta, donde tenían ya hecho el hoyo. Acertolo a ver desde su corredor el Guardián, que era entonces el R. P. fray Buenaventura Paredes, y preguntó: -¿Dónde lleváis a Aparicio? Y respondieron: -Padre nuestro, está muerto y lo llevamos a enterrar. Entonces dije yo: -Padre Guardián, ¿yo estoy muerto? Y visto por el Guardián que había yo respondido, les dijo: -¿Pues cómo habla si está muerto? A lo cual los dichos coristas dijeron: -Padre nuestro, muchos muertos hablan y uno de ellos es el Hermano Aparicio. Y por último el Guardián les mandó que me dejasen, que de otra suerte ya estuviera enterrado» (Campazas 47).
En una ocasión un religioso le exhortaba a amar a Dios, ya que Dios tanto le quería. A lo que fray Sebastián respondió con dudosa exactitud teológica, pero con toda veracidad de corazón: «Más le quiero yo a Él, pues sólo por Él he trabajado toda mi vida, sin descansar un punto, y por su amor me dejaría hacer pedazos». Aquel gallego analfabeto, pura bondad para todos, tenía en cambio sus problemas para amar a los judíos, y alegaba: «No son nuestros prójimos los que no creen en Jesucristo, sino herejes». Y cuando le hacían ver que Jesucristo, la Virgen María y San José, así como los santos apóstoles, eran judíos, respondía conteniendo su indignación: «Mirad que decís herejía»...
El Hermano Aparicio, tan devoto de la Eucaristía, sufría no poco a veces por no poder estar siempre presente en los oficios litúrgicos. Por eso en ocasiones, cuando estaba con el ganado en el monte, lo dejaba abandonado y se iba al convento a la hora de la misa. Y a los que ponían objeciones les decía: «Allá queda mi Padre San Francisco, cuya hacienda es ésa; él la guardará, y yo os aseguro que no faltará nada». Como así fue siempre.
Regresaba fray Sebastián con su carro bien cargado de Tlaxcala a Puebla, cuando se le rompió un eje. No habiendo en el momento remedio humano posible, invoca a San Francisco, y el carro sigue rodando como antes. Y a uno que le dice asombrado al ver la escena: «Padre Aparicio, ¿qué diremos de esto?», le contesta simplemente: «Qué hemos de decir, sino que mi Padre San Francisco va teniendo la rueda para que no se caiga» (Campazas 53-4).
Señorío fraternal sobre los animales
En realidad, fray Sebastián era bueno con todos, con los novicios de coro, a quienes les llamaba «novillos», y también con los mismos novillos, a quienes les decía «coristillas». Tenía sobre los animales un ascendiente verdaderamente sorprendente. A sus bueyes, Blanquillo, Aceituno..., hasta una docena que tenía, o al jefe de ellos, Gachupín, les hablaba y reconvenía como a hermanos pequeños, y le hacían caso siempre. Cuando se le meten a comer en una milpa, y una mujer se acerca gritando desolada, fray Sebastián le tranquiliza: «No se preocupe, hermana, mis bueyes no hacen daño». Y éstos obedientes se retiran, dejando los maizales intactos.
En otra ocasión, acarreando piedra para la construcción del convento de Puebla, un buey se le cansó hasta el agotamiento, y hubo que desuncirlo. Fray Sebastián entonces, por seguir con el trabajo, se acerca a una vaca que está por allí paciendo con su ternero, le echa su cordón franciscano al cuello, y sin que ella se resista, la pone al yugo y sigue en su trabajo. Y al ternerillo, que protesta sin cesar con grandes mugidos, le manda callar y calla. El antiguo domador de novillos los amansa ahora en el nombre de Jesús o de San Francisco.
Regresando una vez de Atlixco con unas carretas bien cargadas de trigo, se detiene el Hermano Aparicio a descansar, momento que las hormigas aprovechan para hacer su trabajo. «Padre, le dice un indio, las hormigas están hurtando el trigo a toda prisa, y si no lo remedia, tienen traza de llevárselo todo». Fray Sebastián se acerca allí muy serio y les dice: «De San Francisco es el trigo que habéis hurtado; ahora mirad lo que hacéis». Fue suficiente para que lo devolvieran todo.
A un hermano le confesaba una vez: «Muchas veces me coge la noche en la sabana y, sin otra ayuda que la misericordia de Dios, como me veo solo y tan enfermo, vuelvo los ojos al cielo, al Padre universal de la clemencia, y dígole: «Ya sabe que esto que llevo en esta carreta es para el sustento de vuestros siervos y que estos bueyes que me ayudan a jalar la carreta son de San Francisco; también sabéis mi imposibilidad para poderlos guardar y recoger esta noche, y así los pongo en vuestras manos y dejo en vuestra guardia para que me los guardéis y traigáis en pastos cercanos, donde con facilidad los halle». Con esto me acuesto debajo de la carreta y paso la noche; y a la mañana, cuando me levanto con el cuidado de buscarlos, los veo tan cerca de mí que, llamándolos, se vienen al yugo y los unzo, y sigo mi jornada» (Calvo 146).
«No perder a Dios de vista»
Fray Sebastián de Aparicio, con todas estos prodigios, nada tenía de hombreexcéntrico; bien al contrario, su vida estaba perfectamente centrada en su centro, que es Dios. Desde Él actuaba siempre, y con Él y para Él vivía en todo momento. Y si San Francisco mandaba en su Regla a todos los hermanos legos rezar 76 Padrenuestros cada día, ésta era, con el Ave María, la oración continua del Hermano Aparicio. No salía de ahí, y en el «hágase tu voluntad» él decía todo lo que tenía que decir, y no tenía más que pensar o expresar. Fray Sebastián era, como bien dice Calvo Moralejo, «el Santo del Padre Nuestro» (131).
Noches enteras pasaba en oración de rodillas, mirando al cielo. «No tenía horas determinadas de oración, refiere el padre Letona, porque la tenía continua. en especial los últimos años de su vida andaba siempre tan absorto en Dios que no atendía a las palabras y preguntas que le hacían... Los 24 años que vivió en el convento de Puebla, jamás durmió debajo de techado, sino siempre en campo raso por no perder de vista el cielo» (Campazas 87). Varias veces le vieron, frailes y seglares, elevado durante la oración en éxtasis, pero lo más común era verle entre sus bueyes, a veces, cuando no podía menos, hasta en días de fiesta.
«Lo que yo hago -le confesaba a un fraile- es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro». Y a esto añadía: «Si no fuera así, ¿quién había de pasar la vida que yo paso? A Él ofrezco los trabajos ordinarios de cada día, y a mi Padre San Francisco, por quienes los hago; ellos me lo reciban en descuento de mis pecados para que con eso me salve».
Como decía su biógrafo Sánchez Parejo, «toda su confianza y cuidado estaba puesto en sólo Dios. Él era su compañía, su comida, su bebida, su techo y amparo y, como dijo su padre San Francisco, y todas mis cosas» (Calvo 133).
Devoto seguro de la Virgen María
El Señor, San Francisco, el apóstol Santiago, y la dulcísima Virgen María... Muchos testigos afirmaron que la mano de fray Sebastián de Aparicio, siempre que no estaba ocupada en algún trabajo, se ocupaba en pasar una y otra vez el Rosario de la Virgen, sin cansarse de ello nunca.
En una fiesta de la Virgen, llega fray Sebastián al convento de Cholula en el momento de la comunión, y allá se acerca a comulgar, desaliñado y con la bota al cinto, recogiéndose después a dar gracias. En ello está cuando se le aparece la Virgen, y él la contempla arrobado... Cuando el padre Sancho de Landa se le interpone, le dice el hermano Aparicio: «Quitáos, quitáos, ¿no veis aquella gran Señora, que baja por las escaleras? ¡Miradla! ¿No es muy hermosa?». Pero el padre Sancho no ve nada: «¿Estás loco, Sebastián?... ¿Dónde hay mujer?»... Luego comprendió que se trataba de una visión del santo Hermano (Compazas 89).
98 años...
El 20 de enero, día de San Sebastián, de 1600, el Hermano Aparicio cumple 98 años, y una vez honrado su patrono, está trabajando con sus carretas. Todavía le aguantaba la salud, aunque una antigua hernia le daba cada vez más sufrimientos. El 20 de febrero, viene a casa desde el monte de Tlaxcala con un carro de leña, cuando los dolores de la hernia se le agudizan hasta producirle náusea y vómitos. Se las arregla, quién sabe cómo, para llegar al convento de Puebla, donde fray Juan de San Buenaventura, también gallego, le recibe, espantándose de verle tan desfallecido.
Allá queda fray Sebastián en el patio, bajo la carreta, en el lugar acostumbrado. Pero el padre Guardián le obliga a guardar cama en la enfermería. Cinco días dura allí, sobre la cama inusual. Y a su paisano fray Juan de San Buenaventura se le queja: «¿Qué os parece?, cómo no me quieren dejar donde tengo consuelo»... Él, de hacía tiempo, como los indios, tenía preferencia por sentarse directamente en el suelo: «Mejor está la tierra sobre la tierra», solía decir.
Pide entonces que le traigan a la celda el Santísimo, y que le dejen adorarlo postrado en tierra. Más tarde el padre Guardián le acerca el crucifijo, para que le pida perdón al Señor por sus pecados: «¿Ahora habíamos de aguardar a eso? -le dice fray Sebastián-. Muchos días ha que somos viejos amigos»... Otro fraile le pone en guardia contra posibles asaltos del demonio: «Ya está vencido -le responde-. Todo lo veo en paz. El Señor sea bendito».
El 25 de febrero, con 98 años, postrado en tierra, al modo de San Francisco, fray Sebastián de Aparicio entrega a Dios su espíritu al tiempo que dice «Jesús».
En seguida se abre su proceso de beatificación, y llegan a documentarse hasta 968 milagros... Por fin, tras tantas demoras, en 1789 es declarado Beato, y desde entonces su cuerpo incorrupto -parece un hombre dormido, de unos 60 años- descansa en una urna de plata y cristal en el convento franciscano de Puebla de los Angeles. Hay en la plaza, sin esperar a Roma, un hermoso monumento en granito y bronce, con una inscripción bien clara:
San Sebastián de Aparicio
Precursor de los caminos de América
1502-1600
San Felipe de Jesús (1572-1597)
Estando en Puebla el beato Sebastián, pasó por el noviciado un tal Felipe de las Casas Martínez, que venía de México, y que no duró mucho. Nacido en mayo de 1572 en México, eran sus padres Antonio, toledano de Illescas, y Antonia, andaluza de Sevilla, que a poco de casados habían emigrado a Nueva España. Hemos de hacer aquí breve memoria de su breve vida, 24 años, pues aunque loshechos apostólicos de San Felipe de Jesús no se realizaron en América, su muerte martirial fecundó sin duda la acción misionera de los apóstoles de las Indias, especialmente de México.
Era Felipillo un muchacho tan inquieto y travieso, que cuando mostró intención de irse al noviciado de Puebla para hacerse franciscano, una mujer del servicio de la casa comentó: «Eso será cuando la higuera reverdezca», aludiendo a una higuera seca que había en el patio. En efecto, al poco tiempo regresó a su casa, y sin asentar su vida en nada, se embarcó para Filipinas en busca de fortuna y aventuras.
Allí vivió como pudo, hasta que de nuevo prestó oído a la llamada del Señor, y dejándolo todo, ingresó en los franciscanos de Manila. Esta vez arraigó de veras en la vida religiosa, y llegado el tiempo de ser ordenado sacerdote, en 1596, como no había obispo en Filipinas, embarcó rumbo a México en el galeón San Felipe. Pero la navegación fue desastrosa, y a merced de los tifones, el galeón embarrancó en las costas del Japón.
Cuando San Francisco de Javier partió del Japón en 1551, dejó unos 2.000 cristianos, y la Iglesia siguió floreciendo tanto que ya en 1579 había en el imperio del Sol Naciente unos 150.000 cristianos y 54 jesuitas, 22 de ellos sacerdotes. En la isla de Kyushu, sólo en dos años, se bautizaron 70.000 japoneses.
En ese tiempo, la geografía política del Japón se distribuía en más de sesenta feudos, pero en 1582, después de un tiempo de confusión y luchas, se alzó cómo único emperador Hideyoshi, es decir, Taikosama, «altísimo señor». Favorable en un principio hacia la nueva religión, cambió de idea en 1587, instigado por los bonzos, y decretó la expulsión de los misioneros y la demolición de los templos cristianos. La orden, sin embargo, no se aplicó rigurosamente, y los misioneros, vestidos a la japonesa, quedaron en una clandestinidad tolerada.
En esta situación tan precaria, llegó la primera expedición de franciscanos, que inmediatamente comenzó una gran actividad misionera, y en 1596, en noviembre, embarrancó en Urando el galeón San Felipe. El gobernador del lugar, conociendo las riquezas del navío, dio orden de expropiación, y el emperador, para encubrir el robo, promulgó de nuevo en Osaka y Meako el edicto de 1587, alegando que los frailes hacían un proselitismo ilegal y que preparaban una invasión militar.
La orden, posteriormente, quedó restringida a «sólo los que han llegado de Filipinas y a sus acompañantes». Quedaban, pues, condenados a la ejecución 5 franciscanos de Meako con 15 japoneses bautizados, y 1 franciscano con 2 japoneses cristianos de Osaka. A ellos se añadieron voluntariamente Pablo Miki, Juan de Goto y Diego Kisai, tres japoneses que estaban con los jesuitas de Osaka y que quisieron ser recibidos in extremis en la Compañía. Veintiséis en total. Entre los franciscanos había cuatro españoles, fray Pedro Bautista, de Avila, fray Martín de la Ascensión, de Vergara según parece, fray Francisco Blanco, de Orense, y fray Francisco de Miguel, de Valladolid. Y con ellos, fray Gonzalo García, indio portugués, y fray Felipe de Jesús, mexicano.
Conocida la noticia, no cundió el pánico entre los cristianos, sino un alegre entusiasmo desconcertante para los paganos. Los neófitos acudían a las casas custodiadas de los misioneros, para ofrecerles sus bienes y sus vidas. San Pedro Bautista, superior de los franciscanos, escribía a última hora: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo por hacernos esta merced de padecer con alegría por su amor».
Hasta los niños cristianos participaban del alegre coraje de sus mayores. A uno de ellos le preguntó un misionero: «¿Y qué harás tú cuando se enteren que eres cristiano». A lo que el chico, poniéndose de rodillas e inclinando la cabeza, contestó: «Haré así». «¿Y qué le dirás al verdugo cuando vaya a matarte?»... «Diré "¡Jesús, María! ¡Jesús, María!", hasta que me hayan cortado la cabeza»... Por su parte, fray Felipe de Jesús, siempre el mismo, aún tenía ganas de broma, y decía: «Dios hizo que se perdiera el San Felipe para ganar a fray Felipe».
Apostolado de los mártires
El 3 de enero de 1597, en Meako, se les cortó a los mártires la mitad de la oreja izquierda, y las víctimas, de tres en tres, fueron llevadas por la ciudad en carretas, precedidas por el edicto mortal. En seguida, queriendo el emperador infundir en sus súbditos horror al cristianismo, dispuso que fueran llevados, por Hirosima y Yamaguchi, hacia el este, hasta Nagasaki, en la isla Kyushu, donde era muy grande la presencia de cristianos. Allí, en una colina que domina sobre la ciudad y la bahía, fueron dispuestos los mártires ante las cruces que les habían preparado. «¡Qué abrazado estaba con su cruz fray Felipe!», contaba un testigo...
Veintiséis cruces fueron levantadas por fin, quedando los mártires sujetos a ellas por cinco argollas. Fray Martín de la Ascensión cantaba el Benedictus a voz en grito. Luis Ibaraki, de doce años, el más pequeño, repite una y otra vez: «Paraíso, paraíso, Jesús, María». Antonio, de trece años, «que estaba al lado de Luis, fijos los ojos en el cielo, y después de invocar los nombres de Jesús y María, entonó el salmo Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, pues en ella se les hace aprender a los niños ciertos salmos». Otros cantaban el Te Deum con entusiasmo. Y la muchedumbre de cristianos aclamaba con los mártires: «¡Jesús, María!».
Según contaba un testigo, «Pablo Miki, nuestro hermano, al verse en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho beneficio tan inestimable. Y añadió después: "Al llegar este momento, no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo"».
¿Y fray Felipe de Jesús, qué decía? En medio de esa sinfonía martirial, no decía nada, pues el sedile de su cruz quedaba muy bajo, y estaba casi colgando de la argolla que le sujetaba el cuello. Apenas logró gritar tres veces el nombre de Jesús, haciendo verdadero su santo nombre: Felipe de Jesús. Viéndole acabado, lo mataron al modo acostumbrado: dos lanzas atravesaron sus costados, y cruzándose en el pecho, salieron por sus hombros. Así murieron todos, pero él, que llegó a Japón el último, fue el primero en morir por Cristo.
Felipillo, santo
Cuentan que en ese momento reverdeció en ramas y frutos la higuera seca del patio de su casa en México, y que la sirvienta aquella comenzó a gritar por las calles: «¡Felipillo, santo! ¡Felipillo, santo!»... En todo caso, lo cierto es que en 1627 fue beatificado -cuarenta y un años antes de que Rosa de Lima lo fuera-, y que dos años después ya tenía Oficio y Misa en la diócesis de México, con sus compañeros mártires. Lo cierto es también que en 1862 fueron todos canonizados por el papa Pío IX, y que una de las dos iglesias romanas dedicadas a la Virgen de Guadalupe -la de Vía Aurelia, 677- le tiene por segundo titular.
Como también es cosa cierta que en la colina de los mártires de Nagasaki, la iglesia que corona el conjunto de construcciones está dedicada a San Felipe de Jesús.
10. Beato Pedro de San José, fundador de los bethlemitas
Las Islas Afortunadas
Para los romanos las Canarias eran, por su belleza y fertilidad, las Islas Afortunadas. Los indígenas eran gente fuerte, de buena talla, hábiles artesanos y cultivadores, bien dotados para la música y la poesía. Descubiertas estas islas antiguamente por los fenicios, quedaron olvidadas de nuevo, sin recibir más visitas que las de algunas expediciones de marinos árabes, vascos y catalanes.
A comienzos del siglo XV, en la corte de Carlos VI de Francia había un gentilhombre altivo y fiero, chambelán del rey, a quien, según cuentan, los cortesanos llamaban por lo bajo bête en court. Este caballero seguro de sí mismo, en lugar de ofenderse por el nombre, lo asumió, y vino a llamarse don Juan de Béthencourt. Un buen día se propuso conquistar las islas Canarias con la ayuda de Francia, pero al no conseguir ese apoyo, lo buscó y consiguió en España en 1417. Y Enrique III de Castilla le nombró gobernador de las islas, cargo al que Béthencourt renunció poco tiempo después.
Los Betancur, familia cristiana
Pues bien, en una de las siete islas mayores, en Tenerife, en el pueblo de Vilaflor, de la comarca de Chasna, al sur del Teide, nació dos siglos más tarde, en 1626, Pedro Betancur. Ya para entonces el apellido había tomado forma castellana. Los padres de este niño, Amador Betancur González de la Rosa y Ana García, aun siendo de noble linaje, formaban un hogar pobre y humilde, en el que tuvieron dos hijos y dos hijas, además de Pedro, el mayor y protagonista de nuestra historia.
Tanto Amador como Ana eran muy buenos cristianos. Años más tarde recordaba Pedro, estando en Guatemala, que su padre hacía mucha oración y grandes penitencias, sobre todo de ayunos: «parecía un esqueleto vivo»; y que murió un Viernes santo. «Mi madre fue muy contemplativa de la pasión del Señor. Aún recuerdo cómo en sus tareas de casa cantaba en voz suave algunos pasos de la Pasión, acompañados de fervor y de lágrimas. Tenía facilidad para componer coplitas piadosas. Y en domingos y sábados celebraba con ellas, gozosamente, el misterio de la resurrección, y daba el parabién a la Virgen».
Tuvo Pedro de Betancur tempranos biógrafos, como su propio director espiritual, el jesuita Manuel Lobo (1667), y poco después el padre Francisco Vásquez de Herrera, un franciscano que le trató durante diez años. A esas biografías fundamentales se añaden las de F. A. de Montalvo (1683), fray Giuseppe de la Madre de Dio (1729), y otras más recientes, como la de Marta Pilón. Nosotros seguimos aquí a Máximo Soto-Hall, y sobre todo la obra más reciente de Carlos E. Mesa, Pedro de Betancur, el hombre que fue caridad.
Pastor con dudas
De niño y muchacho, Pedro cuidó en Vilaflor el rebaño de ovejas de su familia, en aquellos bellísimos parajes presididos por el gran Teide. Desde chico fue Pedro muy cristiano, y de él cuentan que, cuando estaba solo en el monte con el rebaño, clavaba el bastón en el suelo, como reloj de sol, y así calculaba cuándo debía abstenerse de comer y beber para guardar el ayuno eucarístico.
De sí mismo recordaba Pedro años más tarde: «Conocí a un pastorcillo que concurriendo al campo con otros zagalejos del mismo oficio, mientras el ganado pac��a, él se apartaba de la vista de los compañeros, y a la sombra de algún árbol se ocupaba en oración y en disciplinas y pasaba largos ratos con los brazos en cruz... Ya en aquellos años acostumbraba ayunar a pan y agua cuatro días a la semana».
En las montañas tenía mucho tiempo para rezar, para pensar y para soñar. Y eran años en que con frecuencia llegaban de las Indias hispanas noticias capaces de encender el corazón de quienes tenían avidez de oro o de almas... Pero los años pasaban, y su madre viuda pensó en casarlo con una buena moza: «Aunque la joven sea una joya, le contestó Pedro, mi inclinación es de Iglesia. Y aunque escasamente leo y aún no me he ejercitado en escribir, abrigo esperanzas de que saliendo de este rincón de la isla y del mundo podré servir a Dios en ministerios de Iglesia y de caridad».
Con todo, aunque esta voluntad fuera firme, el modo de realizarla quedaba perdido en un niebla inquietante, que no había modo de disipar. Entonces Pedro, como en otras ocasiones de su vida, quiso conocer la voluntad de Dios por la mediación de otra persona, y decidió: «Lo consultaré con mi tía, que es mujer de Dios. Y haré lo que ella indique».
Su tía, después de pensarlo y encomendarlo a Dios, le dijo: «El servicio de Dios te espera en las Indias». En ese tiempo se le apareció un anciano venerable que le dio el mismo consejo. Y Pedro, sin dudarlo más, embarcó en la primera ocasión. Ya en el barco, antes de partir, escribió con lágrimas a su madre, para despedirse: «Deme su bendición y su licencia, que le pido de rodillas sobre esta nave en que embarco para la provincia de Honduras». La nave partió el 18 de setiembre de 1649, teniendo Pedro 23 años.
Guatemala
Llegado a La Habana, estuvo Pedro acogido por más de un año en la casa de un buen clérigo natural de Tenerife, y anotó por entonces en un cuadernito de memorias: «Me puse a oficio de tejedor a cuatro de setiembre de 1650 años». Pero él sentía que no era aquel el lugar donde debía quedarse, y embarcó para Honduras cuando hubo ocasión. Y una vez en tierra, en cuanto escuchó la palabra Guatemala reconoció en ella su destino: «A esa ciudad quiero ir. Me siento animado a encaminarme a ella luego que he oído nombrarla, siendo así que es ésta la vez primera que oigo tal nombre».
Inmediatamente se puso en camino a pie. Guatemala, dentro del Virreynato de México, era entonces una Audiencia presidida por un gobernador, que era también capitán general. Y atravesando Pedro aquellos paisajes tan hermosos, presididos por la majestad de los volcanes, pudo recordar sus amadas islas Canarias.
Llegó por fin un día a los altos de Petapa, sobre el valle de Panchoy, y besó la tierra arrodillado, como si fuera ya consciente de haber avistado la tierra prometida donde le quería Dios. Rezó la Salve Regina y, encomendándose a la Virgen, siguió su camino hacia la capital, Santiago de los Caballeros, a la que llegó el 18 febrero de 1651, hacia las dos de la tarde. Y en ese momento, justamente cuando Pedro de rodillas besaba la tierra, se produjo el gran temblor que registran las crónicas...
La gran ciudad
La hermosa ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala conoció cuatro lugares diversos. Don Pedro de Alvarado, capitán de Cortés, en 1524, fundó la ciudad en el lugar llamado Tecpán Goathemalán, consagrándola al apóstol Santiago, y colocándola bajo la protección de la Virgen del Socorro, primera escultura llegada de España.
El mismo Alvarado volvió a fundarla en 1527, en el valle de Almolonga, donde fue arrasada en 1541 por el volcán Hunapuh. La tercera situación de la ciudad, en 1542, fue en el valle de Panchoy, a donde llegó el Hermano Pedro. Destruída dos siglos después por el terremoto de 1773, fue refundada en el valle de la Ermita en 1776.
Aquella capital tenía a mediados del XVII, cuando llegó Pedro, un ambiente muy religioso, por un lado, y muy profano, por otro. Diez conventos de varones y cuatro de religiosas, cinco ermitas y veinticuatro templos daban a la ciudad, con otros nobles edificios, una fisonomía realmente hermosa. Era por entonces aquella capital la segunda ciudad de América, después de México, y en ella se mezclaban santos y pícaros, gran riqueza y gran miseria, piadosas procesiones y peleas de gallos famosas en todo el continente...
Primeras impresiones
Como hemos dicho, apenas entraba Pedro en la capital, cuando tembló la tierra, y sus convulsiones produjeron daños y víctimas. El mismo se sintió agotado del viaje y enfermo, y así vino a dar en el Hospital Real de Santiago. Entonces, pobre y sin amigos, tuvo Betancur el primer contacto con el dolor y la miseria de Guatemala, y pudo conocer también de cerca el doloroso abandono de muchos pobres indios y negros...
Era entonces costumbre de caballeros visitar los Hospitales, para prestar en ellos su ayuda. Y así fue como el capitán Antonio Lorenzo de Betancur vino a conocer en el Hospital a un inmigrante de su mismo apellido. No eran parientes sino en grado muy remoto, pero cuando Pedro sanó, el capitán le recibió en su casa.
En seguida visitó la iglesia de San Francisco, y en ella tomó de confesor al padre Fernando Espino, natural de Guatemala, excelente religioso, comisario entonces de los Terciarios franciscanos. De acuerdo con él, dejó la casa de su pariente, y para poder llevar una vida más orante y penitente, pasó a comer como pobre en la portería de San Francisco, alojándose de noche en la ermita del Calvario o en el claustro alto de los franciscanos.
Obrero y estudiante
También por indicación del padre Espino, trabajó como obrero desde la cuaresma de 1651 en la fábrica de paños del alférez Pedro de Armengol, retomando así su oficio de tejedor principiante. Allí entabló gran amistad con el hijo del dueño, también de nombre Pedro, que sería más tarde sacerdote. El joven Armengol, que se hizo a un tiempo su amigo y su maestro, le prestaba libros espirituales, como el catecismo de Belarmino y la Imitación de Cristo, y le ejercitaba en la lectura y escritura.
Ya por entonces se entregaba Pedro a largas oraciones y numerosas penitencias, sobre todo de ayunos. Comía una vez al día, y ayunaba del jueves al mediodía hasta el sábado a la misma hora. En las noches del jueves al viernes hacía de nazareno voluntario, y cargaba una cruz llevándola hasta el Calvario. A fines de 1653 ingresó en la Congregación mariana de los jesuitas y se hizo hermano de la cuerda en San Francisco, y al año siguiente ingresó en la hermandad de la Virgen del Carmen.
Una vida tan penitencial y devota suscitaba en sus compañeros de fábrica ironías y burlas o comentarios de admiración y simpatía. Aquella era, por lo demás, una fábrica un tanto especial, en la que unos cuatrocientos hombres pagaban por sus delitos, en un régimen que hoy decimos de redención de penas por el trabajo. Con el tiempo estos hombres llegaron a estimar a Pedro, y más de uno se acercó al Señor por su ejemplo y su palabra.
Dudas y fracasos
Ya por entonces Pedro de Betancur comenzó a recibir dirección espiritual del padre jesuita Manuel Lobo, y se propuso tomar el camino del sacerdocio. A sus 27 años, alternaba el trabajo en la fábrica, los estudios de latín en el Colegio de los jesuitas y sus frecuentes visitas a los hospitales para servir en ellos a los más necesitados.
De estos años de estudiante se guarda este apunte suyo: «Desde hoy, día de Pascua del Espíritu Santo. Mayo 24 de 1654. A honra de la Pasión de mi Redentor Jesucristo -Dios me dé esfuerzo- cinco mil y tantos azotes de aquí al Viernes Santo. Más todos los días al Calvario, y si no pudiere, en penitencia, una hora de rodillas con la cruz a cuestas. Más he de rezar en ese tiempo cinco mil y tantos credos»...
Pedro, siguiendo tan dura ascesis, se desvivía por entregarse a Dios entero, sin saber todavía apenas cómo. Pero las cosas iban mal. Entre fábrica y colegio, hospitales y devociones, apenas dormía, y lo que era peor: sus progresos en las letras eran mínimos. Hubo de ir a sentarse en la escuela al banco ignominioso de los torpes, ganándose así el título de modorro. Como decía su biógrafo Montalvo: «En la devoción, águila, y en las letras, topo».
Y aún se complicaron más las cosas cuando el patrón Armengol, después de algunas indirectas, un día le propuso abiertamente que se asociara al negocio de la fábrica y que se casase con su hija. Pedro, que en su ingenuidad, no había advertido las insinuaciones de la muchacha, quedó anonadado y tuvo que explicar sus intenciones de consagrarse al Señor.
Así las cosas, tuvo que dejar su casa y trabajo, y pasó a vivir en casa de don Diego de Vilches, oficial de sastre, también oriundo al parecer de Tenerife. Pensaba Pedro que, con menos trabajos, podría salir adelante con su latín, pero ni así. Finalmente, tuvo que abandonar los estudios y renunciar al sacerdocio.
Vivir la doctrina de la cruz, dejándolo todo
Dejó entonces Pedro la casa de Vilches, y subiendo por el camino que le trajo unos años antes a la ciudad, se fue al pueblecito de Petapa, donde en una ermita de los dominicos recibía culto muy devoto la Virgen del Socorro. Allí fue a pedir luz a la santísima Virgen, la que es Madre del Buen Consejo, pues no sabía ya qué rumbo darle a su vida. Y fue allí donde recibió la iluminación interior que buscaba. Debía regresar a Guatemala, y dedicarse al servicio de Dios, dejándolo todo.
De vuelta a la ciudad, el padre Espino le mandó a vivir en el Calvario, y allí recibió un día la visita de aquel anciano misterioso que ya le había orientado en Tenerife: «No os canséis, Pedro, con estudiar, que no es eso para vos. Andad y echaos el hábito de la Tercera Orden y estableceos en el Calvario. ¿Qué mejor retiro para servir a Dios que ése?»
Otro día encontró Pedro en el Calvario a un cristiano muy bueno y piadoso, don Gregorio de Mesa y Ayala, que allí solía ir a rezar. Este hombre de pocas palabras, señalándole el crucifijo, le explicó la doctrina de la cruz. Y Pedro escribió aquellas normas de vida en cuatro hojas de un cuadernillo, y las meditó con frecuencia con el vivo deseo de vivirlas:
«Cuando nos sucede alguna aflicción hemos de entender que aquello es la Cruz de Cristo y hacer cuenta que nos la da a besar.
Cuando hicieras alguna cosa, has de entrar en consulta interiormente y ver por qué lo haces: si por agradar a Dios o al dicho de los hombres, porque suele ser el demonio entrar por la vanidad. Hazlo para honra y gloria de Dios. Si haces tus cosas fuera de Dios, perdido vas.
«Si deseas padecer por Cristo, y te dicen algo escabroso y te azoras, advierte que ésa es la escuela de Dios y donde aprenden los humildes. Y aunque te digan lo que quisieren, nunca te quejes a nadie, sino a Dios.
«Es que disculpa, Dios lo culpa. El que se culpa, Dios le disculpa. Cuando pensares que no eres nada, entonces eres algo.lo que se haga en todo la voluntad de Dios.
«Ten siempre devoción de encomendar a Dios a los que nos ofenden de obra o de palabra, porque el que esto hiciere cumple con el Evangelio.
«Procura siempre el más bajo lugar y asiento y humíllate en todo por Dios.
«Recréate siempre con la cruz de Cristo: todo el deseo del siervo de Dios ha de ser con Cristo.
«Persuádete, hombre, que no hay más de dos cosas buenas, que son: Dios y el alma» (Mesa 71-72).
Hermano terciario franciscano
Un día el padre Espino, viendo la orientación que iba tomando la vida de Pedro, le ofreció ser lego de la orden franciscana; pero éste quería ser simplemente terciario: «Quedaré muy contento, padre Espino, con el hábito de tercero descubierto. En imaginándome con hábito de lego me hallo súbitamente seco y desabrido. Creo será más discreto me quede con obligaciones de religioso y con libertad de secular».
El 8 de julio de 1656 fue recibido el Hermano Pedro en la Orden Tercera franciscana. Y como él no tenía los veinte pesos precisos para adquirir el hábito, un buen caballero, Esteban de Salazar, se los dio, y así pudo vestir su hábito con inmensa satisfacción: «Estimo más este saco de jerga que un Toisón». Y se diría que, con aquel santo hábito, pasó de un salto de la bondad a la santidad.
El padre Espino contaba que por entonces «dobló las mortificaciones», y aunque las hacía muy grandes, «tenía el rostro lleno y muy rojo». A veces este padre espiritual le negaba permiso para ciertas penitencias, y él obedecía con toda docilidad. El, que de su madre había aprendido el arte de hacer coplas y aforismos, solía decir: «Más vale el gordo alegre, humilde y obediente, que el flaco triste, soberbio y penitente».
En quince días sabía ya el Hermano Pedro de memoria los veinte capítulos de la Regla que dio San Francisco a los terceros, aprobada por el papa Nicolás IV. Y cuando el padre Espino le explicó que ninguno de aquellos preceptos le obligaban bajo pecado, ni siquiera venial, él respondía muy prudente: «Así es, padre, pero Regla es la que regula el vivir».
Guardián del Calvario
Con los Hermanos terciarios inició Pedro una profunda fraternidad espiritual. Para hacer sus oraciones y para tomar sus disciplinas penitenciales solían reunirse en el Calvario, donde Pedro vivía, a extramuros de la ciudad, en un lugar frondoso, lleno de encanto religioso. Y en una de estas reuniones el santo Cristo comenzó a sudar sangre.
Quisieron los Hermanos llamar un notario que diera fe del patente milagro, pero Pedro se opuso vivamente: «Por el amor de Dios, Hermanos, no hagáis tal diligencia. Que el sudar de este Santo Cristo es efecto de mis culpas y pecados. ¿No veis que la ciudad ha de sufrir alboroto?». Años después refería este suceso a su amigo Pedro Armengol, el joven, pidiéndole secreto. Y en su cuadernillo aparece escrito por esas fechas: «Desde nueve de enero me acompaña mi Jesús Nazareno. Año de 1655». Tenía entonces 29 años, y le quedaban doce de vida.
Como ermitaño del Calvario, el Hermano Pedro barría y arreglaba la ermita, y atendía pequeños cultos. El inició la costumbre de rezar el rosario cantado y en forma procesional, y esta práctica se extendió por la ciudad, de modo que cada sábado se rezaba así el rosario por un barrio distinto. Su confesor, el padre Espino, solía decir misa en el Calvario viernes y domingos. La gente comenzó a acudir a la ermita cada vez en mayor número, y aprovechaba para tratar con aquel santo terciario.
Un hombre que recibe consejos
El Calvario era para el Hermano Pedro como un oasis de paz y gozo espiritual, pero cada vez que bajaba a la ciudad, cada vez que visitaba los hospitales o pedía limosna para los pobres, volvía con el corazón destrozado: «¿Qué he de hacer, Señor, por estas gentes necesitadas?»... Una vez y otra daba vueltas en su interior a esta pregunta, sin saber cómo orientar en concreto la pujanza inmensa de su caridad interior. Hasta que por fin, como otras veces, recibió el Hermano Pedro respuesta a sus preguntas más profundas por una luz que Dios quiso darle a través de personas.
Ya dice San Juan de la Cruz que «el alma humilde no se puede acabar de satisfacer sin gobierno de consejo humano» (2 Subida 22,11). Pues bien, así procedió siempre el Hermano Pedro, cuando en Tenerife consultó con aquella señora espiritual, tía suya, si debía casarse, y permanecer en casa con su madre, o salir del pueblo para dedicarse a la Iglesia.
Un día, en la puerta del Calvario, un negro anciano que vivía del socorro del Hermano Pedro, viéndole a éste preocupado, se atrevió a decirle: «No os trajo Dios a esta tierra sólo para cuidar del Calvario. Andad y salid de aquí, que hay muchos pobres y necesitados a quienes podéis ser de mucho provecho y en que sirváis a Dios y os aprovechéis a vos mismo y a ellos». Estas palabras atravesaron el corazón de Pedro, siempre alerta a los signos que Dios pudiera darle por medio de otras personas.
Otro día llegó al Calvario arrastrándose un personaje popular, Marquitos, un impedido medio simple y balbuciente, muy dado a la oración y la penitencia. A él le consultó el Hermano Pedro si no sería ya el momento de «buscar edificio a propósito para enseñar a niños y abrigar pobres forasteros». Marquitos contestó que para conocer la voluntad de Dios hacía falta oraciones y penitencias: «Recorramos veintisiete santuarios de esta ciudad en honor de las veintisiete leguas que dicen que hay desde Jerusalén a Nazareth, y veréis cómo en el recorrido nos mostrará Dios el lugar de sus preferencias». El negro quedó de guardia en el Calvario, y al atardecer ellos partieron como mendigos de la voluntad de Dios providente. Al amanecer regresaron agotados, Marquitos por tullido, y Pedro porque la mayor parte del camino había tenido que cargar con él.
De allí partió el Hermano Pedro, sin descansar, para oir misa en la iglesia de los Remedios. Y pasó después a visitar a una anciana moribunda, María Esquivel, cuya casita quedaba junto al santuario de Santa Cruz. Aquella mujer dispuso entonces, por testamento verbal, que su casa y lugar se vendieran para pagar su entierro y decir misas por ella. Murió en seguida, el Hermano la enterró, y se procuró en limosnas los 40 pesos necesarios para adquirir aquel lugar.
«De esta manera llegaba a su desenlace la idea lanzada por un negro bozal, apoyada por un tullido y facilitada por una vieja agonizante. ¡Caminos misteriosos de la Providencia!» (Mesa 96).
El Hospital de Belén
En aquella pobre casita con techo de paja no se podía hacer mucho, pero se hizo. En primer lugar, se dispuso un oratorio en honor de la Virgen, presidido por una imagen de Nuestra Señora legada por María Esquivel. En seguida se compraron unas camas para convalecientes o forasteros pobres. Durante el día, se recogían las camas, y aquello se transformaba en escuela, de niñas por la mañana, y de niños por la tarde.
Un maestro pagado y un vecino voluntario -Pablo Sánchez, más tarde franciscano, y autor de un Catecismo cristiano-, se ocupaban de la enseñanza. El Hermano Pedro daba a los niños instrucciones religiosas, y se mezclaba con ellos en la algazara de las recreaciones. Con ellos bailaba y cantaba una copla de su invención: «Aves, vengan todas, / vengan a danzar, / que aunque tengan alas / les he de ganar».
El amor preferente del Hermano Pedro iba hacia los enfermos, y especialmente hacia los convalecientes, que apenas podían acabar de sanar a causa de su miseria y abandono. Había entonces en la ciudad el Hospital Real de Santiago, el de San Lázaro para leprosos, el de San Pedro para clérigos, y el de San Alejo, en el que los dominicos atendían a los indios. Todos ellos eran apenas suficientes, pues estaban escasamente dotados por la Corona y por los donativos de particulares.
A ellos acudía sólamente la gente pobre, los negros, y sobre todo los indios, muchos más en número. Cuando acudían éstos, humildes y acobardados por la enfermedad, apenas entendían la lengua con frecuencia, y en cuanto sanaban, aún convalecientes, se veían en la calle, sin asistencia, trabajo ni albergue. Este abismo de miseria era el que atraía a Pedro de Betancur con el vértigo apasionado de la caridad de Cristo.
Un día en que el Hermano Pedro hacía su ronda como limosnero de su pobre albergue, encontró en la portería de San Francisco una viejecita negra, antigua esclava abandonada. «¿Quién cuida de vos, señora?», le preguntó, y cuando supo que estaba completamente desamparada, cargó con ella. Esta fue la primera cliente del santo Hospital, pero pronto hubo muchos más convalecientes, y en 1661 pudo el Hermano Pedro adquirir un solar contiguo para ampliar la casa de Belén.
Vive de la Providencia
Era entonces obispo un buen religioso agustino, fray Payo Enríquez de Rivera, que fue más tarde obispo de Michoacán, y después arzobispo y Virrey de México. El obispo, buen amigo del Hermano Pedro, le preguntó cómo pensaba sacar adelante su Hospital. «¿Qué sé yo, señor?», le respondió Pedro con toda tranquilidad. «¿Pues quién lo sabe, Hermano?», le replicó el obispo. «Eso, Dios lo sabe; yo, no». A lo que el obispo dijo: «Pues vaya, Hermano, y haga lo que Dios le inspire, y avise lo que se ofreciere, que somos amigos».
Conseguida licencia del obispo y del Presidente de la gobernación de Guatemala, el Hermano Pedro escribió al rey Felipe IV, encargando en 1663 al Hermano terciario Antonio de la Cruz que viajase a España para conseguir del Consejo de Indias las autorizaciones necesarias. Así fue el Hospital adelante, siempre con limosnas y con la colaboración directa de los Hermanos terciarios, uno de los cuales, el Hermano Nicolás de León, le avisó un día que estaban debiendo una buena cantidad de pesos. «¿Cómo debemos?», le contestó Pedro extrañado: «Yo no debo nada». Y concluyó: «Dios lo debe».
En efecto, la obra realizada por iniciativa divina, era Dios quien día a día la llevaba adelante con el Hermano Pedro. Unas veces era el Señor quien por su santo siervo movía el corazón de los buenos cristianos, y así Pedro, en carta de febrero de 1666, comunicaba a don Agustín Ponce de León, funcionario del Real Consejo, que un buen número de «vecinos, movidos por Dios», se habían comprometido a servir al Hospital, dando «de comer en el día que cada uno tiene señalado, que es un día de cada mes, tocándole a cada uno doce comidas cada año». Otras veces sin estas ayudas humanas, el Señor ayudaba al Hospital, como vemos en el Evangelio, multiplicando los panes y peces, los pesos y los materiales de construcción...
Un día hubo de salir el Hermano Pedro a pedir limosna urgente para pagar una deuda de 50 pesos, pues rebuscando dinero, sólo había reunido 30 pesos. En la primera casa visitada, la de María Ramírez, contaron el dinero que llevaba, y comprobaron que tenía ya los 50 pesos. El Hermano se puso de rodillas ante un crucifijo que había en la casa, y con la cara en el suelo permaneció inmóvil largo rato, y luego regreso al Hospital. Otro día fue a la casa de doña Isabel de Astorga, a pedirle «enviado de San José» un cierto número de maderos que ella tenía guardados, sin que nadie lo supiese. Ante el asombro de la señora, el Hermano Pedro le dijo: «Por ahí verá, hermana, que vengo enviado de aquel divino carpintero, tan maestro en hacer las cruces, que sólo la que él cargó no hizo, porque esa la hicieron mis pecados». Y al hacer este recuerdo de la Pasión, el Hermano se echó a llorar.
La señora, viéndole medio desmayado, le exigió que aceptara un poco de chocolate. Obedeció Pedro, y tomó tres tragos en nombre de la Sagrada Familia, y dice el cronista que «quedó con el rostro florido y alegre». Se llevó luego los maderos, y aún le sobraron catorce... En la vida del Hermano Pedro, como en la de Jesús, o en la de santos como Juan de Dios, Juan Macías, Martín de Porres, Juan Bosco y tantos otros, hubo muchas de estas multiplicaciones milagrosas en favor de pobres y necesitados.
En una ocasión, había ido el Hermano Pedro con su alforja a pedir a la tienda de Miguel de Ochoa, y mientras este buen cristiano le iba dando panes, las alforjas engullían más y más sin acabar de llenarse nunca. Ante el asombro del donante, el Hermano Pedro le dijo muy tranquilo: «Si apuesta a largueza con Dios, sepa que Dios es infinito en dar y para recibir tiene muchos pobres». En casos como éste, cuando el Hermano Pedro advertía estos milagros, no se extrañaba lo más mínimo, pero, emocionado a veces hasta las lágrimas, solía postrarse rostro en tierra o se retiraba a la oración una noche entera.
Los vecinos de Guatemala, que eran buenos limosneros, conociendo la bondad del Hermano Pedro y la de su Hospital, le ofrecieron fundar unas rentas fijas. Pero aquel santo varón, que tanto gozaba en depender inmediatamente de la Providencia divina, no quiso aceptarlo: «Les agradezco, hermanos, pero prefiero la limosna de cada día, gota a gota. La renta fija me parece que viene en menoscabo de la confianza que hemos de librar en la Divina Providencia».
Fundador por necesidad
En 1665 obtuvo Pedro del señor obispo permiso para dejar su apellido, como hacían los religiosos, y llamarse en adelante Pedro de San José. Se sintió muy feliz cuando el buen obispo agustino le concedió el privilegio por escrito, y se apresuró a mostrar aquel documento en el Hospital a sus amigos. Entonces escribió delante de ellos en un papel: «Pido por amor de Dios que todos los que me quisieran hacer caridad firmen aquí y digan: Pedro de San José». Así lo hicieron veintisiete personas.
El Hermano Pedro, a medida que crecía el Hospital, comprendió pronto la necesidad de que una comunidad religiosa, centrada en la oración, la penitencia y el servicio a los pobres, lo atendiera de modo estable. Por entonces, varios Hermanos suyos terciarios se habían dedicado al Hospital, y él les dió una Reglade vida muy sencilla, en la que se prescribía un tiempo de culto al Santísimo, el rezo del Rosario en varias horas del día -en lugar del Oficio divino, sustitución habitual en los Hermanos legos-, la lectura de la Imitación de Cristo, y el servicio a pobres y enfermos. Todo lo cual, decía, había de guardarse «sin decaecer en cosa alguna»; y añadía: «con todo lo demás que Dios Nuestro Señor les dictare», dejando así abierta su norma de vida a ulteriores desarrollos.
Los franciscanos, especialmente el padre Espinel, apoyaban con cariño la obra del Hermano Pedro, aunque no todos, como el padre Juan de Araújo. Y permitió Dios en su providencia que éste, precisamente, fuera en 1667 nombrado guardián del convento. Una de sus primeras medidas fue poner estorbos y restricciones a los Hermanos terciarios que servían el Hospital del Hermano Pedro, hasta el punto que éstos se vieron en la necesidad de abandonar el hábito de terciarios franciscanos, y con permiso del obispo, vistieron un nuevo. La Orden se le iba formando al Hermano Pedro según aquello del evangelio: «sin que él sepa cómo» (Mc 4,27).
Primeros Hermanos
Seis Hermanos estuvieron con Pedro al principio, y éste decía en su testamento que «mejoraron tanto que pudieron ser ejemplares de vidas de donde todos trasladasen perfecciones a las suyas. Cinco de ellos pasaron con brevedad al Señor».
Uno de ellos, Pedro Fernández, llegó al Hospital con veinte años, y decidido a conseguir la santidad cuanto antes, se entregó a una extremada vida penitente. Próximo a la muerte, en la cuaresma de 1667, pidió que le dejasen morir en el suelo. «Más vale, Hermano -le dijo Pedro-, morir en la cama por obediencia que en el suelo por voluntad». Aceptó el moribundo, y Pedro le dijo como despedida: «Nos avisará, Hermano, lo que hay por allá»...
Otro Hermano primero fue un caballero llamado Rodrigo de Tovar y Salinas, rico hacendado de Costa Rica, que se desprendió de todos sus bienes para irse a servir a los pobres en el Hospital de Belén. Sin embargo, no dejó todo por completo, pues conservó un genio altivo y violento. El día en que se le advirtió que, de no humillarse, no podría recibir el hábito, reaccionó con palabrotas y juramentos. Era entonces el tiempo de oración, y el Hermano Pedro, quitándose el rosario que llevaba al cuello, se lo echó a don Rodrigo sobre los hombros, como tenue cadena, y atrayéndole, le abrazó, al tiempo que le decía: «Véngase conmigo, hermano, que ha de ser mi compañero hasta que muera». Entró así con él en el oratorio, y así rezaron juntos de rodillas ante la Virgen, sujetos ambos por el yugo suave del rosario. Aunque todavía hizo intento el Hermano Rodrigo de abandonar el Hospital de Belén, no mucho después murió en él santamente gracias a la paciencia y caridad del Hermano Pedro.
Fray Rodrigo de la Cruz
La llegada de un gran personaje al pequeño mundo de aquellas ciudades hispanoamericanas era realmente por entonces un acontecimiento que despertaba una ansiosa expectación. A fines de 1666 se supo que llegaba a la ciudad el ilustre caballero don Rodrigo de Arias Maldonado.
Este joven, de noble linaje, pariente de los duques de Alba y de los condes-duques de Benavente, aún no tenía treinta años, pero ya en 1661, sucediendo a su padre, había sido nombrado gobernador de Costa Rica, y allí había conquistado la región de Talamanca. Un día, al fin, por las alamedas de Santa Lucía y el Calvario, las damas y caballeros pudieron ver pasar a aquel famoso caballero, nacido en Marbella, Málaga, vestido con elegancia, acompañado de su séquito, erguido sobre su brioso caballo.
Los capitalinos de Guatemala nunca habían conocido un caballero de tan cumplida prestancia, y pronto don Rodrigo hizo estragos en los corazones femeninos. De la vida que en la capital hacía este personaje tan notable quiso un día enterarse, curioso, el gobernador Arias Maldonado, y le pidió a su bien informado barbero que le dijera lo que de él se contaba. El barbero le contó entonces una historia bien extraña. Le habían dicho que, pasando el otro día don Rodrigo junto al Hospital de Belén, el Hermano Pedro comentó: «¿Ven al señor gobernador, con esa pompa vana y con la majestad con que va? Pues ése es el que mi Dios tiene ya preparado para mi sucesor en este hospital»...
Ni el gobernador ni nadie prestó crédito entonces a tales palabras, que no parecían ser más que un disparate curioso. Pero, en efecto, poco después don Rodrigo pidió ingresar en la comunidad del Hospital de Belén, y el Hermano Pedro, después de algunas pruebas bien duras y humillantes, le recibió con alegría, dándole el nombre de fray Rodrigo de la Cruz. Este, más tarde, no aceptó el título de marqués de Talamanca, ni su renta anual de 12.000 ducados. Sólo cuatro meses pudieron vivir juntos Pedro y Rodrigo, pero fueron suficientes para que en su testamento el Hermano Pedro le designara Hermano Mayor del Hospital de Belén.
Oración y penitencia
Cuando le preguntaron al Beato Pedro de San José qué es orar, respondió que «estar en la presencia de Dios», y lo explicó más: «Estarse todo el día y la noche alabando a Dios, amando a Dios, obrando por Dios, comunicando con Dios». Eso es lo que él hacía, y por eso una vez que, a pleno sol, le dijeron por qué no se cubría, dijo: «Bien está sin sombrero quien está en la presencia de Dios».
Además de esa oración continua, que en él era la fundamental, los rezos del Hermano Pedro eran los más elementales, padrenuestros y avemarías, salves y rosarios incesantes, además de la misa, los novenarios y otras devociones. Las noches y el alba eran sus tiempos preferidos para la oración, pues apenas dormía, y durante el día practicaba como hemos visto una oración continua. En sus frecuentes itinerarios de limosnero o al visitar enfermos, entraba muchas veces en los templos para honrar al Santísimo y a la Virgen María. En su oración repetía en ocasiones versos de su invención, como éste: «Concédeme, buen Señor, / fe, esperanza y caridad, / y pues sois tan poderoso / una profunda humildad / y antes y después de aquesto / que haga vuestra voluntad».
Con tan simples escalas, el Hermano Pedro ascendió a las más altas cumbres de la oración contemplativa, en la que no raramente quedaba extático. Así una noche, en que estaba hablando con el hermano Nicolás de Santa María de temas espirituales, quedó suspenso en mitad de la plaza durante una hora, con los brazos alzados...
Por lo que se refiere a sus penitencias, el Beato Pedro era hermano espiritual de un Antonio de Roa o de un San Pedro de Alcántara. Enseñado ya de niño por sus padres en Tenerife, practicó siempre en Guatemala increíbles ayunos, que fueron crecientes. En catorce años no se le vió emplear cama ni mesa, ni abrigarse con mantas. Vestía un tosco sayal por fuera, y una áspera túnica interior de cáñamo, que se ceñía al cuerpo con cordeles. Así andaba todo el día, sirviendo y rezando aquí y allá. Para «engañar el sueño», como él decía, ponía a veces los dos puños, uno sobre otro, contra una pared y, de pie o de rodillas, apoyaba en ellos la cabeza un rato. Su director espiritual, el padre Lobo, decía que el mero hecho de que el Hermano Pedro se conservase vivo era ya un milagro continuado.
Siendo obrero-estudiante, como vimos, hizo en 1654 promesa de darse «cinco mil y tantos azotes» en honor de la Pasión de Cristo. En realidad, según fue él mismo apuntando, los azotes de ese año sumaron 8.472. Y ya en el Hospital de Belén siguió con sus disciplinas cada día, que se aplicaba en un mínimo oratorio en el que nadie entraba -«la sala de armas», como él decía-. En aquella tinajerahizo Pedro pintar dos escenas de la Pasión del Señor, con San Juan y la Dolorosa.
Por otra parte, aunque el Beato Pedro apreció mucho la mortificación voluntaria, todavía tuvo en más estima el valor santificante de las penas de la vida, y así lo enseñaba a sus hermanos:
«Vale más una pequeña cruz, un dolorcito, una pena o congoja o enfermedad que Dios envía, que los ayunos, disciplinas, cilicios, penitencias y mortificaciones que nosotros hacemos, si se lleva por Dios lo que el Señor concede». Y daba esta razón: «Porque en lo que nosotros hacemos y tomamos por nuestra mano, va envuelto nuestro propio querer; pero lo que Dios envía, si lo admitimos como de su mano con resignación y humildad, allí está la voluntad de Dios y, en nuestra conformidad con ella, nuestro logro y ganancia».
El humilde mendigo
La humildad del Beato Pedro era absoluta. Su norma era: «Confiar en Dios y desconfiar de mí». Por eso no hizo cosa privada importante sin consultar al confesor, ni nada público sin sujetarse a obediencia. Nunca desdeñó tampoco el consejo de los personajes más despreciados, como Marquitos, pensando que sus cosas personales no merecían más altos consejeros. No le gustaba cubrir su cabeza, ni que le llamaran señor, y prefería sentarse en el suelo.
Una vez el prior de los dominicos, que no le conocía sino de oídas, quiso ponerle a prueba, y en un encuentro trató de avergonzarle con toda clase de acusaciones y reproches, llamándole «hipocritón y embustero engañamundos», y diciéndole que más le valía trabajar y dejarse de rarezas. La humildad de Pedro, cabizbajo, en la respuesta fue tan sincera, -«¡qué bien dice mi Padre, y cómo me ha conocido!»-, que el prior quedó emocionado, y abrazándole le dijo: «Mire, Hermano Pedro, que desde hoy somos amigos y hermanos».
Nunca se vio afectado el Hermano Pedro de respetos humanos, y no se le daba nada ir por las calles descalzo y vestido de sayal, pidiendo limosna aquí y allá, cargando con sus bolsas y talegas, o llevando al hombro maderos o la olla de comida para sus necesitados. Para la edificación del Hospital y para el sostenimiento de enfermos y convalecientes, el Hermano Pedro acudía con toda sencillez a la mendicidad. Iba pidiendo de puerta en puerta, sin que nunca las negativas le hicieran perder la sonrisa. Por lo demás, tanto su bondad apacible como su fuerza persuasiva, movían el corazón de los cristianos, de modo que las ayudas fueron siempre creciendo, y el Hospital pudo terminarse con sorprendente rapidez.
La humildad absoluta ante Dios y ante los hombres, la humildad tanto en el modo de ser como en el modo de realizar las obras de asistencia y apostolado, fue siempre la característica fundamental del Hermano Pedro, que supo infundirla desde el primer momento en sus hermanos: «Nosotros, los de Belén, les decía, debemos estar debajo de los pies de todos y andar arrastrándonos por el suelo como las escobas».
Consolador y apóstol
El Beato Pedro, por otra parte, no limitó su caridad al cuidado de los cuerpos enfermos, sino que desempeñó siempre un ministerio de consolación muy singular, ayudando a sanar, con el amor de Cristo, los corazones heridos y afligidos. En aquellas noches cálidas y estrelladas de Guatemala, era una costumbre muy personal del Hermano Pedro salir a callejear por la ciudad en busca de pecadores o desgraciados. Mientras tocaba una campanilla, lanzaba su pregón: «¡Un padrenuestro y un avemaría por las benditas ánimas del purgatorio y por los que están en pecado mortal!»; y añadía como cantilena: «Acordaos, hermanos, / que un alma tenemos, / y si la perdemos, / no la recobramos»...
En este extraño ministerio el Hermano Pedro dio, por la gracia de Cristo, frutos muy notables. Una vez halló en la noche una prostituta, y él le dijo sólamente: «Lástima os tengo». Eso bastó para que ella rompiera a llorar con amargura, marchara a su casa y dejara su mala vida. La humildad no daba al Hermano Pedro ninguna timidez o encogimiento a la hora de obrar el bien de sus hermanos; al contrario, le quitaba todo temor y le hacía libre.
En otra ocasión, con la excusa de repartir unas cedulitas de difuntos, se entró en la casa de una mala mujer, y alejando a los admiradores de la bella, se limitó a decirle en privado «de parte de Dios» que estaba «condenada» si no cambiaba de vida, cosa que ella hizo luego. Es algo muy cierto que los santos con acciones apostólicas mínimas han conseguido grandes efectos de conversión, mientras que las actividades apostólicas de los pecadores, aun cuando sean numerosas -que no suelen serlo-, apenas causan nada, como no sea ruidos y gastos.
La caridad sin límites del Hermano Pedro llegaba también, y muy especialmente, a los difuntos. El padre Lobo decía que Pedro «fue tan solícito procurador de las almas del purgatorio, que parece que no daba paso ni hacía obra que no fuese ordenada a abreviarles las penas y trasladarlas a la gloria». El Hermano escribía en pequeñas cédulas los nombres de los difuntos, las metía en un bolso, y pedía a los fieles que sacaran alguna cédula, y que se encargaran de encomendar a aquel difunto. Por las ánimas del purgatorio, como hemos visto, pedía oraciones de noche, por las calles, a toque de campanilla. Y para procurar la salvación de los difuntos construyó dos ermitas en las salidas principales de la ciudad, con aposentos para los guardianes, y las limosnas que se recogían en ellas daban para más de mil misas anuales en favor de los difuntos.
Devoto de la Virgen María
Iniciado de niño en la devoción a Nuestra Señora de la Candelaria, fue el Beato Pedro por la vida siempre acogido al amparo de la Virgen, venerándola en sus santuarios y diversas advocaciones. En el Hospital de Belén tenía entronizada la pequeña y hermosa imagen que, en aquel mismo lugar, cuando apenas era un tugurio, había recibido ya culto privado de María Esquivel. A esta Virgen de Belén, del 24 de enero al 2 de febrero, la Candelaria, se le rezaba a dos coros un rosario continuo, y Pedro se encargaba de que siempre hubiera fieles rezándolo.
En sus continuas correrías, era el Hermano Pedro un peregrino incansable de todos los templos y altares de la Virgen, aunque también él tenía sus preferencias, por ejemplo, hacia la Virgen de las Mercedes, a la que dedicaba todos los meses una noche entera. «Sus negocios leves, decía su amigo, el sacerdote Armengol, los ventilaba Pedro ante la imagen de su oratorio; pero en siendo negocio grave se iba a Nuestra Señora de las Mercedes».
Poco después de 1600, con motivo de la disputa teológica sobre la Inmaculada, en España y también en América muchas personas, e incluso Cabildos enteros, se comprometieron con el voto de sangre a defender la limpia Concepción hasta la muerte. Así lo hizo también el Beato Pedro, escribiendo la firma con su propia sangre en el año 1654. Pocos años más tarde llegó noticia de que el papa Alejandro VII, en una Bula de 1661, había declarado a la Virgen María inmune de toda mancha de pecado desde el primer momento de su concepción. Hubo con este motivo muchos festejos religiosos en Guatemala, y muy especiales entre los franciscanos, que en esto siempre habían seguido la sentencia de Duns Scoto. ¿Y el Hermano Pedro qué hizo en esta ocasión?
«Lo que hizo, cuenta su biógrafo Vázquez de Herrera, fue perder el juicio; andar de aquí para allí, componiendo altares, ideando símbolos, practicando ideas, saltando, corriendo, suspendiéndose, hablando solo, escribiendo en el aire, componiendo coplas, cantando a voces, alabando la concepción purísima, sin acordarse de comer, beber, dormir en todo el tiempo que duraron las fiestas, que no fueron pocos días. Y esto es lo que vimos que hacía; lo que no vimos, Dios lo sabe»...
El Hermano Pedro veía la devoción a María como el camino real para la perfecta unión con Dios, y así decía a todos: «Buscad la amistad de Dios por medio de la Virgen». Habiendo apreciado que no siempre los fieles atendían con devoción el toque nocturno de las campanas, fue de casa en casa exhortando a que «en amor y reverencia de Nuestra Señora» se rezase el avemaría de rodillas al toque de prima noche, «en la calle o en su casa o donde le cogiere», y lo mismo pidió a los sacerdotes que fomentasen en sus feligreses.
La devoción del Rosario perpetuo, que los dominicos iniciaron con los fieles de Bolonia en 1647, y que comenzó en 1651 en Guatemala, recibió del Hermano Pedro un impulso decisivo, pues él animó a muchas personas y familias, para que en días y horas señalados, se comprometieran a mantener siempre viva la corona de oraciones a la Virgen.
Amor al misterio de Belén
Cuenta Tomás de Celano que San Francisco de Asís siempre llevaba en su corazón los pasos de la vida de Cristo, pero muy especialmente «la humildad de su encarnación y el amor infinito de su pasión santísima». Ese amor profundísimo al misterio de Belén le llevó en Greccio a disponer en la Navidad un pesebre, un nacimiento que hiciera visible la gloria de aquel Misterio formidable (I Vida 30)...
Pues algo semejante es lo que el Hermano Pedro, terciario franciscano, hacía año tras año cuando se acercaba la Navidad. En su sombrero, que nunca empleaba para cubrirse, llevaba por las calles durante el Adviento una imagen del Niño Jesús, con otros motivos navideños, y con entusiasmo contagioso, exhortaba a la gente para que se preparase a la Navidad con oraciones, ayunos y obras buenas. Y llegada la Noche Santa, media ciudad se reunía en torno al Hospital de Belén, y partía por las calles de la ciudad una solemne procesión, con el clero y el pueblo, con los terciarios y los niños vestidos de pastores y zagales.
En aquellas celebraciones del misterio de Belén, el Hermano Pedro «perdía el juicio», y como enajenado de alegría, saltaba y danzaba, cantando villancicos tradicionales o inventados por él. Asistía después en la iglesia de San Francisco a la misa del gallo, y más tarde se iba camino de Almolonga, a tres millas de la ciudad, para felicitar a la Inmaculada Concepción. Volvía después a su Hospital de Belén, donde festejaba con sus pobres y enfermos...
Poco antes de morir, dejó dicho a sus religiosos: «Hermanos míos, por el amor del Niño Jesús, pierdan el juicio en llegando la pascua. Y por El les pido que sean humildes y no apetezcan mandar».
Amor a Cristo en su pasión y eucaristía
De sus padres Amador y Ana, trajo siempre el Hermano Pedro hacia la pasión de Cristo una gran devoción, que en la ermita del Calvario se vio altamente iluminada con las enseñanzas de don Gregorio de Mesa y Ayala, como ya vimos. En ese amor al Crucificado se arraigaban las innumerables penitencias expiatorias del Hermano Pedro, y aquellos viacrucis nocturnos, en los que cargando una pesada cruz, hacía en la oscuridad sus estaciones por las diversas iglesias de la ciudad, hasta el amanecer...
Y en ese amor al Crucificado radicaba el amor de Pedro hacia el Misterio eucarístico. Oía misa cada día, una vez al menos, y comulgaba cuatro veces por semana, que era lo que le habían autorizado. Y durante el día, en su frecuente callejeo de caridad, sentía una atracción casi irresistible hacia el Cristo presente en el sagrario de las iglesias.
La vista de un sagrario, con frecuencia, le dejaba suspenso, cortando la actividad que llevaba. Una vez, en que le había sucedido esto, el Hermano que llevaba de compañero, siguió a sus trabajos, y le reprochó luego al Hermano Pedro que le había dejado solo. Y éste se excusó diciendo: «No está en mi mano. En viéndome ante el Santísimo Sacramento me pierdo y enajeno, olvidado de todo».
La devoción del Hermano Pedro a Cristo en la eucaristía llegaba a su culmen en la fiesta del Corpus Christi, solemnidad en la que España y la América hispana competían en el esplendor de las celebraciones populares. El señor obispo, fray Payo Enríquez de Rivera, conociendo bien la devoción de Pedro, le nombróalférez de la procesión. El Hermano ponía su manto en un asta, como una bandera, y agitándola se iba a la plaza a cumplir su función, mientras gritaba con todas sus fuerzas: «Alegría cristianos, cristianos alegría». Luego, colocándose ante el precioso palio que cobijaba la Custodia, tremolaba su rústico estandarte, y cantaba y danzaba con graciosos pasos durante las dos horas que duraba la procesión, dando así rienda suelta a la expresión de su gozo. Eso mismo había hecho San Francisco Solano pocos años antes, y lo mismo hacía en 1695, en el Corpus del pueblo mexicano de Dolores, el también franciscano fray Antonio Margil...
Había en el entusiasmo del Hermano Pedro tal sinceridad, que la muchedumbre presente nunca se rió de él ni lo consideró un loco, sino que miraba esas muestras de amor con toda devoción y respeto. Aunque la verdad es que el Beato Pedro, ante el Misterio eucarístico, «perdía el juicio», como él mismo lo reconocía: «Yo no puedo más / con este misterio. / Ya que pierdo el juicio, / Él me dé remedio»...
Amigo de los animales
Como San Francisco de Asís, y como otros santos americanos, Martín de Porres, Sebastián de Aparicio, etc., mostró muchas veces el Beato Pedro de San José un maravilloso dominio sobre los animales. En su proceso de beatificación constan varios casos muy notables. Perros y gatos, lechuzas y tecolotes, muchos fueron sus amigos y beneficiados. También con los ratones hizo un especial pacto amistoso, encargándose de su alimento, siempre que respetaran cuidadosamente, como así hicieron, los bienes del Hospital de Belén.
Pero quizá la historia más curiosa y mejor documentada es la que hace referencia a un cierto mulo del Hospital de Belén. Tenía Pedro Arias, amigo y bienhechor del Hermano Pedro, un mulo muy fuerte y de un genio imposible, con el que nadie podía hacer carrera. Un día se lo dio al Beato Pedro para el Hospital de Belén, no sin advertirle que apenas era tratable. «¿De la obra de los pobres es?, le dijo el Hermano. Pues ya es hijo de obediencia». Y haciendo sobre él la señal de la cruz, se le acercó suavemente y le echó encima el cordón franciscano: «Sepa, hermano, le dijo, que va a servir a los pobres».
El mulo se dejó conducir como un cordero, y durante muchos años sirvió al Hospital, donde llegó a ser uno más, trabajando duramente y entrándose a visitar a los enfermos en las salas. A la muerte del Hermano Pedro, los bethlemitas le concedieron oficialmente la jubilación, y con ellos estuvo hasta que murió de viejo. En su tumba alguien puso un letrero: «Aunque parezca un vil cuento, / aquí donde ustedes ven / yace un famoso jumento / que fue fraile del convento / de Belén. Amén».
Muerte del Hermano Pedro
En 1667, a los 41 años, después de 15 en Guatemala, el Hermano Rodrigo conoció que iba a morir. Ya en marzo le dio por escribir su nombre entre las cedulillas de los difuntos, para encomendarse así a los sufragios de los fieles. En ese tiempo, visitó a la señora Nicolasa González, abnegada colaboradora del Hospital, y le dijo: «Vengo a despedirme. Es posible que ya no volvamos a vernos». Y añadió: «No llores, porque mejor hermano te seré allá que no he sido acá».
Poco después tuvo que guardar cama, y cuando el médico y los Hermanos le anunciaban la muerte, se alegraba tanto que parecía recobrar ánimos y salud. Pasó días de grandes dolores, aunque éstos desaparecieron al final: «Ya no siento nada, dijo. El Señor que conoce mi gran miseria, no quiere que yo me inquiete por el dolor».
Un día fray Rodrigo de la Cruz se atrevió a pedirle una bendición. Y el Hermano Pedro, incorporándose, le puso al cuello un emblema del nacimiento del Niño Jesús, para que lo llevasen siempre los Hermanos mayores de la fraternidad. Y después le bendijo: «Con la humildad que puedo, aunque indigno pecador, te bendigo en el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios te haga humilde».
A su celda de moribundo acudió su querido obispo, fray Payo, y el gobernador don Sebastián Álvarez Alfonso, buen cristiano, que hizo muchas obras de caridad. Y también acudió la comunidad franciscana, que le cantó a coro los himnos religiosos que él más apreciaba. Y los Hermanos terceros, también en coro, con músicos de arpa, vihuela y violón... Y a sus Hermanos del Hospital, entristecidos, que se lamentaban de su muerte tan temprana, les animaba diciendo: «Antes por eso he de morir, porque conviene saber, hermanitos, que a Dios nadie le hace falta».
También, cómo no, acudió en esos días finales el Demonio para acosarle. En vida le había hostigado más de una vez, tomando en ocasiones la forma de gato o de perros rabiosos o de globo de fuego amenazante. Ahora se ve que venía con argumentos contra la fe, pues el Hermano Pedro, que para despreciarle le llamaba el Calcillas, le rechazaba diciéndole: «Yo que soy un ignorante ¿qué entiendo de argumentos? A los maestros y confesores con ellos». Y cuando unos Hermanos, para consolarle, le aseguraron que ya estaba próximo a la muerte, el Hermano Pedro, se rió con alegría, y haciendo castañetas con los dedos, comentó: «¡Me huelgo por el Calcillas!»...
Guardó entera su conciencia hasta un cuarto de hora antes de morir. Solía en sus últimos días apretar en las manos un crucifijo, y mantener sus ojos fijos en una imagen de San José, a quien ya desde el bautismo estaba encomendado. «Me parece que vivo más en el aire que en la tierra», confesó con voz débil. Murió el 25 de abril de abril de 1667. Un siglo después, en 1771, declaró Clemente XIV que sus virtudes habían sido heroicas. Y dos siglos más tarde, el 22 de junio de 1980, fue beatificado por Juan Pablo II.
En El genio del cristianismo (1802), Chateaubriand se hace eco de lo que fue el entierro del santo Hermano Pedro: Todos, especialmente los pobres, indios y negros, «besaban sus pies, cortaban pedazos de sus vestidos, y le hubieran mutilado para llevarse alguna reliquia a no rodear de guardias el féretro. A primera vista parecía un tirano presa del furor del pueblo, y era tan sólo un obscuro religioso a quien se defendía del amor y de la gratitud de los pobres».
Unos días después de la muerte del Hermano Pedro, el 2 de mayo, llegaban a Guatemala licencias reales para el Hospital de Belén. Fray Rodrigo de la Cruz, por deseo del Hermano Pedro, le sucedió al frente de la incipiente Orden. Después de algunas tensiones, con la ayuda del buen obispo fray Payo y con el prudente consejo del provincial franciscano fray Cristóbal de Xerez Serrano, natural de Guatemala, fray Rodrigo y los suyos tomaron hábito propio en octubre de 1667, el día de Santa Teresa.
En 1673, Clemente X aprobó la congregación nueva y sus constituciones. Y en 1710, Clemente XI erigió la «Congregación de los Betlemitas de las Indias Occidentales en verdadera religión con votos solemnes».
Por esos años se extendió la Orden en América con gran rapidez. Llegó a Lima en 1671, donde se formó el Hospital más célebre de las Indias. Apenas cincuenta años después de la muerte del Hermano Pedro, la Orden tenía ya 21 Hospitales, como los de Cajamarca, Trujillo, Cuzco, Potosí, Quito, La Habana, Buenos Aires, Piura, Payta y también Canarias. En México, de cuya capital había sido nombrado arzobispo el obispo fray Payo Enríquez de Rivera, primer Protector de los bethlemitas, hubo 11 casas, como las de Oaxaca, Puebla y Guanajuato. Esta primera expansión de la Orden, fue propiciada por fray Rodrigo, que después de presidirla casi cincuenta años, murió en México en 1716, a los 80 años de edad.
A principios del siglo XIX, la Orden tenía cinco noviciados -Guatemala, México, La Habana, Quito y Cuzco-, y atendía más de 30 Hospitales. Precisamente por estos años la Orden, muy enriquecida con donativos y propiedades, se vio envuelta en graves problemas, con ocasión de los movimientos americanos independentistas. En la casa de Guatemala se fraguó en 1813 la conspiración que preparó la independencia, cosa que ganó para la Orden la hostilidad de España. Y por esos años, el bethlemita fray Antonio de San Alberto acompañó a Bolívar en sus campañas militares, y éste le nombró su médico de cámara con rango de teniente coronel. Por el contrario, en Argentina, el prior bethlemita fray José de las Animas fue en 1812 el segundo jefe de la conspiración de Alzaga, y una vez descubierta ésta, fue juzgado y ahorcado. Finalmente la Orden fue suprimida en 1820 por un decreto de las Cortes de Cádiz.
A poco de morir el Beato Pedro, dos viudas piadosas, Agustina Delgado y su hija Mariana de Jesús, se ofrecieron para servir el Hospital de Belén, y aceptadas por fray Rodrigo, comenzaron a vivir en una casita contigua bajo la misma regla. Un Brevepontificio de 1674 aprobó esta hermandad. Muchos años después, la guatemalteca Encarnación Rosal, natural de Quezaltenango (1820-1886), hizo su profesión religiosa en manos del último bethlemita, y fue reformadora de la rama femenina de la Orden de Belén, orientándola principalmente hacia la educación.
En la actualidad, las Hermanas Bethlemitas son unas 800, distribuidas, en más de 80 casas, por América y por otras regiones del mundo.
En cuanto a la Orden masculina, en 1984, cuando sólo faltaban seis años para su total extinción canónica -que ocurre a los cien años de la muerte del último religioso-, el tinerfeño don Luis Alvarez García, entonces Secretario-Canciller de su diócesis natal, logró con varios jóvenes guatemaltecos la restauración canónica de la Orden bethlemita, abriendo casa primero en La Laguna, y después en Guatemala.