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Vocación de Todos a la Santidad

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Vocación de todos los miembros de la Iglesia a la Santidad

 

Todo hijo de la Iglesia debe comprender que está llamado a ser santo[1]. El ser siempre y enteramente santos, como santo es el que os llamó [2] neotestamentario sitúa al cristiano en el horizonte de una vida conforme al designio divino que pide la perfección en el amor. Es precisamente el Señor Jesús quien invita a seguir su camino hacia la plenitud, enseñando: Por lo tanto sean perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos[3]. La palabra del Señor invita a todos cuantos la oyen a la vida santa. «El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y a cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador»[4]. El Concilio Vaticano II ha sido muy claro al respecto dedicándole todo un capítulo de la Constitución Dogmática Lumen gentium [5]. En él leemos un pasaje fundamental en el que conviene reflexionar: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición [6]están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esa perfección empeñan los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo»[7].

La vocación a la vida cristiana y el llamado a la santidad son, pues, equivalentes, ya que todo fiel está llamado a la santidad[8]. La santidad está en la misma línea que la conformación con Aquel que precisamente es Maestro y Modelo de santidad. Nadie pues que realmente quiera ser cristiano puede considerarse exento del imperativo de aspirar a la santidad. Ninguna excusa, como la dificultad de ese camino o las atracciones del mundo o lo complejo de la vida hodierna, puede aducirse para escamotear el destino de felicidad al que Dios llama al hombre. No hay, pues, excusas válidas para desoír el llamado a caminar hacia la plenitud, hacia la felicidad plena. Existe sí la libertad de decir «no». Siempre existe esa posibilidad, pero al decir «no» la persona se está cerrando al designio que Dios le tiene preparado, es decir, está renunciando a su felicidad. Es posible decir «no», pero esa es una actitud no libre de gravísimas consecuencias para la persona y para la misión que está llamada a realizar en el mundo. En el fondo, decir «no» es optar por la muerte. Es sin duda rechazar la Vida que trae el Señor Jesús, es no conformarse a la vida cristiana que de Él proviene, es cerrarse al camino de profunda transformación y quedarse sumergido en las propias inconsistencias, en el anti-amor, en la anti-vida.

No es el caso abundar aquí sobre la naturaleza de este llamado a la santidad y el designio divino sobre el ser humano[9], pues además del Concilio Vaticano II no pocos autores se han ocupado de él[10], y por lo demás hoy es un asunto bien conocido. Hay, sin embargo, algunas cosas que conviene poner de relieve.

Si bien la santidad en la Iglesia es la misma para todos[11], ella no se manifiesta de una única forma. Por ello la insistencia en que cada uno ha de santificarse en el género de vida al cual ha sido llamado, siguiendo en él al Señor Jesús, modelo de toda santidad.

 

Jóvenes, no tengan miedo de ser santos

 

Cada uno, en su estado de vida y en su ocupación, desde sus circunstancias concretas, «debe avanzar por el camino de fe viva, que suscita esperanza y se traduce en obra de amor»[12]. Así, el obispo se ha de santificar como obispo concreto, el sacerdote como sacerdote concreto, el diácono como tal, las diversas categorías de personas que han sido llamadas a la vida de plena disponibilidad en su llamado y circunstancias concretas, los laicos casados como casados[13], y los laicos no casados aspirando a la perfección de la caridad como laicos. Así pues, cada uno ha de buscar santificarse en su propio estado, condición de vida y en sus circunstancias concretas. Esta es una enseñanza de siempre, si bien el Vaticano II ha sido ocasión para que recupere toda su fuerza doctrinal[14].

Esta vinculación de la misma vida cristiana con la santidad está fundada en el bautismo, cuyas virtudes cada bautizado debe procurar conservar, manteniéndose en la relación con Dios que la gracia posibilita y evitando toda ruptura en esa relación fundamental. Igualmente se trata no sólo de permanecer en el amor y así permanecer con Dios[15], sino de poner por obra la gracia amorosa que el Espíritu derrama en los corazones[16]. El cristiano que realmente aspira a ser coherente ha de vivir según la fe en todos los momentos de su vida, nutriéndose de la gracia y celebrando la fe de tal modo que toda su vida se desarrolle en presencia de Dios, en espíritu de oración, aspirando a que los dinamismos de comunión se alienten en el ejemplo del don eucarístico. No existe eso de cristiano en cómodas cuotas horarias, diarias ni mucho menos semanales. La vida cristiana debe manifestarse cotidianamente y en todos los momentos. Así, cada uno irá cooperando desde su libertad con la gracia recibida, creciendo en amorosa adhesión al Señor Jesús y conformándose con Él, tendiendo a la perfección del amor de la que nos da paradigmático ejemplo. Así pues, una vez más con la esperanza de que quede del todo claro: «Todos los cristianos, por tanto, están llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado de vida»[17]. Es decir, todos, en los distintos estados y condiciones de vida, han de orientar su existencia según el Plan de Dios evitando dar cabida a pensamientos, sentimientos, deseos o acciones que obstaculizan ese designio divino y llevan a considerar como permanente este mundo que pasa[18], y buscando seguir cada vez más de cerca el Plan amoroso de Dios hasta producir los frutos del Espíritu, viviendo y actuando según Él[19].

La santidad es el gran regalo para el ser humano. Por los misterios de la Anunciación-Encarnación, Vida, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Verbo Encarnado, el amor de Dios se abre de modo inefable a la humanidad y posibilita el restablecimiento, a niveles impensados, como «hijos en el Hijo», de la amistad con Dios. Esta santidad es pues decisiva para la felicidad del ser humano. Es meta fundamental a la que se debe tender para alcanzar la plenitud. No es superflua, en lo más mínimo, aunque es gratuita. Se debe siempre a la iniciativa y al don de Dios, pero requiere de una colaboración entusiasta y eficaz. El deber querer ser santo es algo que debe ir con naturalidad con la vida cristiana. Todo creyente debe dejarse invadir por un intenso ardor por aspirar a la propia santidad. No hacerlo es demencial. Todo bautizado debe tomar conciencia de qué significa realmente ser bautizado y valorar tan magno tesoro pensando, sintiendo y actuando como cristiano. Es, pues, necesario que cada uno ponga el mayor interés y dedique lo mejor de sí a responder a la gracia, cooperando con ella desde su libertad para vivir cristianamente y así acoger el designio divino y llegar a ser santo, para llegar a ser feliz.

 

La vocación de ser santos es para todos llamada general a la santidad

 

Pienso que la asincronía existencial que el secularismo ha introducido de manera flagrante en la vida de los seres humanos de hoy es el mayor peligro de la seducción del mundo en el aquí y ahora. La coherencia y unidad del ser humano no pueden ser juguete de los ritmos de la vida hodierna, ya que su felicidad eterna está en juego. Así pues, si un bautizado no encuentra en sí el suficiente entusiasmo para entregarse con todo su ser a la hermosa tarea de hacerse ser humano pleno en amistad con Dios, ha de preguntarse, ante todo, ¿qué mentira le tiene embotado el corazón? ¿por qué se permite la locura de vivir en una dualidad exis- tencial, por un lado lo que dice creer y por otro su vida diaria? La santidad es una apasionante tarea que, cuando se la entiende como lo que en verdad es, despierta un entusiasmo desbordante y una opción fundamental firme por vivir a plenitud la vida cristiana, viviendo, precisamente, en cristiano los diversos actos en que se va manifestando la existencia[20].

En el proceso de valorar la santidad y de entusiasmarse por ella, hay una persona que ilumina toda santificación en la Iglesia. Es María[21], Virgen y Madre, que brilla ante todos como paradigma ejemplar de todas las virtudes[22]. Ella que es el fruto adelantado de la reconciliación «en cierta manera reúne en sí y refleja las más altas verdades de la fe. Al honrarla en la predicación y en el culto, atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre»[23]. María, por su adherencia y unión con el Señor Jesús, es modelo extraordinario de santidad, que se expresa en su fe, esperanza y amor, y desde esa santidad, ejerciendo tiernamente la tarea de ser Madre de todos sus «hijos en su Hijo», que le fue explicitada al pie de la Cruz[24], coopera a la santidad de cada uno ayudando a su nacimiento, guiándolo, educándolo en la adhesión y comunión con el Señor Jesús[25].

 

NOTAS

[1] Para profundizar en el llamado universal, a todos los seres humanos, a la santidad se puede ver Armando Bandera, O.P., La vocación cristiana en la Iglesia, RIALP, Madrid 1988, pp. 33ss.

[2] 1Pe 1,15; también ver v. 16 y Lev 11,44s.; 19,2; 20,7.26.

[3] Mt 5,48.

[4] Lumen gentium 40a.

[5] El capítulo 5 de la Constitución se llama Universal vocación a la santidad en la Iglesia.

[6] Con independencia de las distinciones que existen en razón del Sagrado Orden o de llamados especiales, todos los hijos de la Iglesia están llamados a ser santos en la condición y oficio que como miembros del Pueblo de Dios tienen.

[7] Lumen gentium 40b. Sub.n.

[8] El Código de Derecho Canónico, buena expresión del espíritu del Concilio, dice: «Todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua santificación» (c. 210).

[9] Ver 1Tes 4,3; Ef 1,4.

[10] Ver p. ej. Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, BAC, Madrid 1966, pp. 723ss.; Antonio Royo Marín, O.P., Espiritualidad de los seglares, BAC, Madrid 1968, pp. 24ss.; G. Philips, La Iglesia y su misterio, Herder, Barcelona 1968, vol. II, pp. 87ss.; Justo Collantes, S.J., La Iglesia de la Palabra, BAC, Madrid 1972, vol. II, pp. 41ss.; también se puede ver un artículo mío: La santidad: un llamado para todos, en Huellas de un peregrinar, Fondo Editorial (FE), Lima 1991, pp. 23ss.

[11] Ver Lumen gentium 41a.

[12] Lug. cit.

[13] «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de Dios» (Lumen gentium 41e).

[14] Este énfasis en que el designio divino llama a cada uno a ser santo en sus características concretas, aunque, como se ha dicho, es de siempre y el Vaticano II lo destaca de forma muy intensa, en la forma en que acabo de presentarlo se inspira en San Alfonso María de Ligorio, el gran moralista del siglo XVIII, autor de Las glorias de María.

[15] Ver 1Jn 4,16.

[16] Ver Rom 5,5.

[17] Lumen gentium 42e.

[18] Ver lug. cit.

[19] Ver Gál 5,22-26.

[20] Ver Veritatis splendor 67.

[21] Ver Puebla 333.

[22] Ver Lumen gentium 65.

[23] Lug. cit.

[24] Ver Jn 19,26.

[25] Ver Lumen gentium 63.

 

Universal llamada a la santidad


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