Dios llama a los que quiere, pero luego uno mismo también tiene que querer.
Nunca sabe un hombre
de lo que es capaz
hasta que lo intenta.
Charles Dickens
Unos pocos ejemplos de
llamada de Dios y respuesta de hombre
Para entregarse a Dios es fundamental que queramos aceptar y amar la voluntad de
Dios, con más o menos entusiasmo. El amor se siente, pero el amor no es solo
sentimiento. El amor también se demuestra, se prueba, se madura. La voluntad
tiene un papel importante. Así lo contaba San Josemaría Escrivá: "Te decidiste,
más por reflexión que por fuego y entusiasmo. Aunque deseabas tenerlo, no hubo
lugar para el sentimiento: te entregaste, al convencerte de que Dios lo quería.
Y, desde aquel instante, no has vuelto a "sentir" ninguna duda seria; sí, en
cambio, una alegría tranquila, serena, que en ocasiones se desborda. Así paga
Dios las audacias del Amor".
Nuestra vida no está predeterminada, no está escrita. Está abierta a nuestras
decisiones libres. Dios tiene unos planes para cada uno de nosotros, pero, al
crearnos, ha querido correr el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha
querido que la historia de cada uno de nosotros sea una historia verdadera, que
depende mucho en cada momento de nuestras decisiones personales. Nuestra
historia –como ha escrito José Miguel Cejas– no es como una película con final
determinado, ya grabada de antemano. Y lo mismo le sucedió a los santos.
Unos pocos ejemplos de llamada de Dios y respuesta de hombre El apóstol Pedro
podría haber desesperado por su traición al Señor, como le sucedió a Judas. Y
quizá entonces los demás Apóstoles hubiesen contemplado, en vez de su
arrepentimiento, el balanceo de su cuerpo, colgado de un árbol en Palestina.
Juan Crisóstomo veía clara la llamada de Dios, pero su madre le puso tantas
dificultades, derramó tantas lágrimas, que se desanimó. Podrían haber quedado
las cosas así, y habría sido quizá el mejor orador del foro, pero su viejo amigo
Basilio le animó a seguir la llamada de Dios pese al inicial disgusto de su
madre.
Agustín de Hipona podría haber acabado sus días siendo lo que fue durante largo
tiempo, un hombre enredado en sus frivolidades y sus amoríos. Sus amigos
hubiesen movido la cabeza sobre su tumba pensando quizá: "genio y figura...". Al
escuchar de una casa vecina aquel "Toma y lee", mientras leía las Epístolas de
San Pablo, podía haber dicho: "Bah, casualidades sin importancia", y haber
cerrado el libro tranquilamente.
Tomás Moro podría haber muerto confortablemente como Lord Canciller de
Inglaterra, cediendo ante las inmorales razones de Enrique VIII, alegando
"poderosas razones de Estado" y traicionando sus principios. Podría haberse
ablandado ante los llantos y los razonamientos de su mujer, cuando marchaba
hacia la Torre de Londres, camino del cadalso. Podía haber aceptado una
"solución de compromiso", diciéndose: "realmente, no están los tiempos para
estos heroísmos...".
Y Juan Ciudad podría haber acabado su existencia de cualquier modo. Era un
hombre inquieto y alocado, que recorría el mundo en busca de aventuras. Se había
salvado una vez de la horca de puro milagro, y lo acabaron expulsando del
ejército. Y si llegó hasta Viena en la campaña contra los turcos y hasta Ceuta
en sus interminables correrías, la muerte podría haberle esperado en cualquier
parte de Europa. Pero murió siendo San Juan de Dios. Cuando escuchó en Granada
la predicación de San Juan de Ávila, en vez de arrepentirse y llorar por su mala
vida pasada, podría haber dicho: "Tengo cuarenta y dos años. Es demasiado tarde
para cambiar". O quizá podía haberlo diluido todo en un "pero qué bien habla
este cura", y ya está.
Santa Joaquina Vedruna tenía treinta y tres años y ocho hijos cuando falleció su
marido en Barcelona en 1816. Podía haber pensado que Dios le había dado ya
bastantes ocupaciones con lo que tenía. Y se entregó a la educación de su hijos,
pero también a la vida de oración y a la obras de caridad, y acabó descubriendo
que Dios la llamaba para ser fundadora de una orden religiosa, la Congregación
de las Carmelitas de la Caridad. Pasó por mil penalidades, pero su fundación se
extendió de forma prodigiosa y hoy sus religiosas se cuentan por millares y
atienden más de doscientos colegios y hospitales en todo el mundo.
Santa Luisa de Marillac también había quedado viuda muy joven, con treinta y
cuatro años, en 1625. Conoció por entonces a San Vicente de Paúl, que había
fundado unos grupos de personas que se dedicaban a ayudar a los pobres, atender
a los enfermos e instruir a los ignorantes. Esos grupos de caridad existían en
numerosos lugares, pero muchos de ellos languidecían y se necesitaba a alguien
que los coordinara y animara. Ella podía haberse desentendido, pero se entregó a
esa tarea con el convencimiento de que Dios se lo pedía. Fue una aportación
providencial, pues durante años recorrió toda Francia con una energía prodigiosa
y una actividad desbordante. Más adelante fundó la Congregación de Hijas de la
Caridad, y cuando falleció, en 1660, era ya la más grande de las comunidades
religiosas femeninas existentes. Hoy cuenta con unas 23.000 religiosas en más de
dos mil quinientas casas repartidas por los lugares de más necesidad de los
cinco continentes.
Santa Vicenta María López y Vicuña, después de unos ejercicios espirituales que
hizo en Madrid en 1866, cuanto tenía diecinueve años, vio que Dios le pedía que
fundara una nueva institución, las Hijas de María Inmaculada. Podía haberse
desanimado ante las diversas resistencias familiares y de todo tipo que se le
presentaron, pero supo ser fiel a lo que Dios le pedía y en 1876 tomaron el
hábito las tres primeras religiosas, que se dedicarían con ella a dar educación
cristiana a las chicas más pobres y abandonadas de la ciudad. La Congregación se
extendió enseguida de modo sorprendente por toda España, a pesar de las muchas
dificultades. Y aunque no tuvo mucho tiempo, pues falleció muy joven, con solo
cuarenta y tres años, su obra prosiguió después con gran fuerza, de manera que
hoy cuenta con ciento treinta colegios y residencias repartidas por todo el
mundo.
Los santos no fueron santos inexorablemente. La santidad es una respuesta libre
a la gracia, que nunca ahoga la libertad. Ni tu historia, ni la mía, ni la de
ellos, está ni estaba escrita de antemano. Nadie está predeterminado para ser un
santo, un mediocre o un criminal. Nerón acabó siendo un auténtico degenerado,
pero pudo haber sido aquel magnífico emperador que presagiaba en su primera
juventud bajo la tutela de Séneca. Los santos supieron encontrar en los
acontecimientos cotidianos de la vida el querer de Dios. Supieron ver latir la
voluntad de Dios entre en los consejos de un amigo, en las palabras de un niño o
en la predicación de un sacerdote. Lo encontraron porque fueron humildes, como
San Pedro. Y coherentes, como Santo Tomás Moro. Porque buscaban la verdad, como
San Agustín. Porque nunca pensaron que era demasiado tarde, como San Juan de
Dios. Porque emprendieron las fundaciones que Dios les inspiraba, pese a los
numerosos motivos que tenían para no hacerlo.