Cinco hijos sacerdotes
El ejemplo noble
hace fáciles
los hechos más difíciles.
Goethe
Alfonso Aguiló
Cortesía: Interrogantes.net
Dos vencedores
Juan Antonio Granados tiene veinte años. Es el segundo de siete hermanos. Ha
conocido una Congregación religiosa que inició sus pasos hace poco en
España, los Discípulos de los Corazones de Jesús y de María. Hace con ellos
unos ejercicios espirituales. Se plantea qué quiere Dios de su vida y no
halla respuesta clara. Si matrimonio, si sacerdocio. Ha empezado la carrera
de Ingeniero de Caminos. "En segundo de carrera estaba yo ya un tanto
inquieto. Todo iba bien, pero en mi vida faltaba algo. Visito un día un
convento de carmelitas con unos amigos. Estamos charlando con las hermanas
en el refectorio. Una de ellas lanza una pregunta: "¿Y usted qué estudia?".
"Caminos", digo. La monjita se descara: "Deje los caminos de los hombres y
siga los caminos de Dios". Nos reímos todos. Cosas de monjas, pienso. Pero
en el fondo había quedado herido, como si aquellas palabras me tocasen
hondo. "Señor, ¿qué quieres que haga?"".
Lo habla con un sacerdote amigo, que le fue aconsejando y que le señaló el
camino de la oración, de los ejercicios espirituales, de los sacramentos. "Y
sobre todo hice un descubrimiento fundamental: la vocación es amistad. El
Señor, frente a ti, te fascina con su presencia, ofrece más que cualquier
amor o pretensión humana: compartir su intimidad, su misión, siendo su
discípulo... El Señor decía: "¿A quién enviaré, quién irá, quién les
hablará?... ¡Si yo tengo mis brazos clavados...!". Tras muchos regateos,
tras un largo tira y afloja, aposté todo, me la jugué a una carta: "Heme
aquí, ¿qué quieres de mi?". Órdago a la grande. Dios vio mi órdago y me lo
ganó. Cierto es que Él siempre tiene un as en la manga. Fue la mejor jugada
porque en verdad ganamos los dos: dos vencedores, dos amigos, un proyecto
común."
Otro hermano
Juan Antonio no quería dar a sus padres la noticia de sopetón. Pensó
prepararles. La decisión la había tomado en Semana Santa y tenía todavía
tiempo, unos tres meses. Un día le dice a su madre: "Mamá, lee esto, a ver
qué te parece". Es el libro con las cartas del Hermano Rafael, un joven
arquitecto que ingresó en la Trapa de San Isidro de Dueñas. "Sobre todo esta
parte". Y le señalaba dos o tres páginas en que el monje se despedía de su
madre antes de marcharse de casa. ¡No hacía falta demasiada intuición
femenina para entender de qué iba el asunto! Su madre se lo cuenta a su
padre. Juan Antonio quiere decírselo pronto, pero su padre se le adelanta.
Están los tres comiendo en casa cuando su padre le pregunta: "¿Qué va a ser
de ti el año que viene?". Juan Antonio habla entonces claro: será sacerdote.
Se hace un silencio. Enseguida, el padre se levanta y le dice: "¡Dame un
abrazo!".
Luego vino su hermano mayor, José. "Mi vocación la llevaba en secreto. Era
mejor así. Ni siquiera mis padres lo sabían. ¿Lo sospechaban? Desde cuarto
de carrera tenía tomada la decisión. Dos o tres años de discernimiento me
hacían ver claro que el Señor me llamaba a una vida de consagración total.
No soy de los que tuvieron una iluminación prodigiosa. La luz se fue
haciendo poco a poco. Me atraía la pobreza del Señor, su llamada a dejarlo
todo. Había, claro, momentos de lucha, difíciles; quería esquivar una vía
que implicaba renunciar a formar una familia. La luz fue viniendo poco a
poco, hasta que en cuarto de carrera no había duda: había amanecido. Llegó
el último año, sexto. Tenía hechos mis planes. Mejor hablar con mis padres
ya al final, hacia mayo. En agosto había pensado marchar al noviciado. Pero
mi padre lo adelantó todo, porque me habló de la posibilidad de empezar a
trabajar en su empresa, y tuve finalmente que decirle que ya tenía "otra
oferta de trabajo". Me entendieron sin muchas explicaciones. Ellos ya tenían
experiencia, mi hermano Juan Antonio les había dicho lo mismo hacía apenas
un año. Tras el abrazo de rigor, mi padre reconoció, emocionado: "Ante un
contrincante así, ¡qué se puede hacer!". Luego nos sentamos y les expliqué
con más detalle el fraguarse de mi vocación. Mi padre permaneció un rato
absorto y acordándose de Juan Antonio, pronunció unas palabras que luego se
desvelarían proféticas: "¿No será una racha?".
Mal momento para decirlo
Y efectivamente lo era. Carlos vino después. Estudiaba por aquel entonces
tercero de Caminos. Había seguido más o menos la misma formación que sus
hermanos. "Toda vocación es un proceso largo: el mío había comenzado tiempo
atrás, pero siempre como algo que se puede aplazar, como una de esas grandes
decisiones lejanas que en el correr cotidiano de la vida no inquietan. Tres
hechos vinieron a turbar esa aparente calma. El primero fue la entrada de
mis hermanos Juan Antonio y José en el noviciado. Su respuesta era también
una llamada dirigida a mí: aquella decisión eternamente dilatable, se
transformaba ahora en algo cercano y que me interpelaba directamente. El
segundo fue el viaje a Manila con el Papa para participar en la Jornada
Mundial de la Juventud. Fue en enero, en plenos exámenes parciales de
tercero de Caminos. Recuerdo cómo me impresionó la llamada del Papa en la
Vigilia del Luneta Park de Manila. Aquellas palabras me parecieron dirigidas
a mí, eran como un fuego interior. A pesar de todo, todavía no se
concretaron en nada: aquello fue un primer aldabonazo del Señor a entregarme
de lleno. El golpe tercero y definitivo fueron los ejercicios espirituales
en Villaescusa, en concreto la vigilia de la noche del Viernes Santo. El
Señor con toda claridad me hizo ver que me quería junto a Él. Era, como ya
me había anunciado mi hermano Juan Antonio años atrás, haciendo de profeta,
tan claro como un elefante que se pasea por una chatarrería. Aquella luz
iluminaba toda la vida pasada, dejando ver la mano del Señor en cada pequeño
acontecimiento. Ahora ya no hacía falta elegir nada, yo era el que había
sido elegido.
"Faltaba dar mis padres la noticia. Una noche, en que vi que mis padres
estaban aún despiertos, me acerqué a su cuarto y entré sin llamar. Mi padre
leía en la cama y mi madre estaba de pie trayendo un vaso de agua de la
cocina. No sabía cómo decirlo. Me miraron. Les miré. Y entonces mi madre
comenzó a reírse. En fin, el caso es que comencé. Debo decir que mis padres
ya eran expertos en vocaciones, con lo cual se conocían la situación.
Abrazos, besos, risas de mi madre. Eran las siete de la mañana cuando me
despertó la voz de mi padre. Habría pasado la noche pensando en ello (la
verdad es que no elegí un buen momento para decírselo): "¿Estás seguro de lo
que vas a hacer?". Luego he pensado muchas veces en estas palabras. Era la
voz de mi padre, era la voz de mi madre también, era la voz de Dios que me
invitaba a poner toda la seguridad en Él."
Cuando los amores no llenan
Eduardo fue el cuarto. Estudiaba Arquitectura. Veía a sus hermanos abandonar
el hogar y pasaba él a ocupar la "primogenitura". "Comencé a salir con una
chica pero había un reducto de mi corazón que se quedaba vacío. Cuando lo
dejamos, la abuela dijo una de sus frases lapidarias que tenían un fondo de
verdad: "Eduardo también se irá de sacerdote". Los últimos años de
Arquitectura ya estaba haciendo un discernimiento vocacional. Fue un tiempo
de muchas dudas. Esto no quitaba de mi interior la incertidumbre. Seguía
enamorándome y desenamorándome. Pero, a pesar de todo, la voz interior era
cada día más fuerte. Y responder a la llamada se convertía en la verdadera
asignatura pendiente que yo tenía que cursar: "Dios mío, ¿qué quieres de mí?
¿Qué quieres Tú de mi vida?". Mi madre notaba durante este año mi
preocupación. Sabía que no era por estudios sino por algo más profundo.
Muchas veces se acercaba a mí para indagar. Yo sentía su apoyo. Hablaba con
ella de mi falta de claridad con respecto al futuro, incluso de mis amores y
desamores. Pero nunca llegué a comentarle las dudas más hondas." Es entonces
cuando Eduardo conoce en la Escuela de Arquitectura al nuevo capellán, un
misionero colombiano de la fraternidad Verbum Dei. Se hacen amigos. Termina
yendo a unos Ejercicios de tres días que dirige este sacerdote. Allí escucha
claramente una llamada que le llena de paz. "Recuerdo cuando les dije a mis
padres, en el coche, que me iba misionero y cómo había sido todo. Mi madre
lloró y calló. Lágrimas y silencio. Dijo algo así como "Ya lo sabía yo...".
Aunque las lágrimas me hacían ver que lo sabía pero no lo sabía..."
"La mejor nota"
La cosa sonaba a efecto dominó: cae una ficha, luego otra, y otra... hasta
la última. Después de cuatro hermanos religiosos, ¿no está cantado el
quinto? Luis, el pequeño, se resiste a ver así las cosas. Protesta. Insiste
en que cada vocación es personal. Que no vale apropiarse de la llamada de
otro. A decir verdad, si de alguien podía su madre sospechar una vocación,
era de él. Fue el único que dio muestras de llamada precoz. En el colegio se
hacían encuestas para orientar en la elección de carrera. Muy pequeño debía
de ser cuando le dieron aquel cuestionario en que se le hacía una pregunta
clásica: "¿Qué te gustaría ser de mayor?". Luis mostró tres preferencias:
ingeniero (como su padre), profesor de matemáticas y... sacerdote. Todos los
niños sueñan siempre con una vocación fantástica, astronauta o piloto de
Fórmula Uno. La cosa no pasó de ahí. Pero Luis lo debió ir viendo cada vez
más claro, y los campos de trabajo en verano, los campamentos y Ejercicios
Espirituales le mostraron su camino. Cuando su hermano Juan Antonio reúne a
todos los hermanos en su habitación y empieza con un "tengo algo que
deciros" (una frase que luego se haría célebre, a fuerza de repetirse), Luis
tiene quince años y se le ponen ojos como platos porque su hermano se le ha
adelantado en una vocación que él ya tenía clara. Cuando, año y pico
después, su madre va al colegio a recoger las notas de Selectividad de Luis,
el director le dice: "La mejor nota". A su madre le da un vuelco el corazón:
"Dios mío, qué cosas tienes. Salgo entre nubes, me dan ganas de saltar de
alegría, de llorar. Porque él, Señor, Tú lo sabes, no necesita esa nota para
la opción elegida: responder a tu llamada, seguirte. Es necesario mucho más,
dejarlo todo, incluida la puntuación, la mejor, y lo que se divisa en el
horizonte, para servirte en pobreza, castidad y obediencia. Pero, qué
bonito, Dios mío, que sea para Ti, la mejor nota de Selectividad, que suba
directa al Cielo como el sacrificio de Abel. Ayúdanos a presentarte los
mejores frutos y desprendernos de ellos, ofrecértelos sin apegos, sin que
nuestras manos se aferren a ellos. Gracias por todo, Señor, y también, por
qué no, por la mejor nota de Selectividad, para Ti".
Primero los padres
"¿Quién sabe –concluía José– el dolor que costaba aquello a mi madre? Nunca
me lo hizo ver. Si se le escapaba alguna vez, había que estar atento para
percibirlo. Mi madre no pudo verme de sacerdote. Tampoco de diácono. El día
de su muerte, 3 de junio de 1998, estaba yo en Roma, estudiante de tercer
año de Teología. Entre un examen de Moral y otro de Derecho Canónico, tuve
que correr al aeropuerto y volar a Madrid. Tiempo después, en la primera
Misa de mi sacerdocio, tuve presente especialmente a mi madre. Tampoco vivió
mi madre el sacerdocio primero, el de Juan Antonio. Pero toda la historia de
nuestra vocación ha sido una racha de síes que fue precedida de muchos otros
síes de mis padres".
Todo este relato me recuerda una carta de Juan Pablo II a los sacerdotes en
1995, en la que habla de la figura de la madre del sacerdote. "La madre es
la mujer a la cual debemos la vida. Nos ha concebido en su seno, nos ha dado
a luz en medio de los dolores de parto con los que cada mujer alumbra una
nueva vida. Por la generación se establece un vínculo especial, casi
sagrado, entre el ser humano y su madre. ¡Cuántos de nosotros deben también
a la propia madre la vocación sacerdotal! La experiencia enseña que muchas
veces la madre cultiva en el propio corazón por muchos años el deseo de la
vocación sacerdotal para el hijo y la obtiene orando con insistente
confianza y profunda humildad. Así, sin imponer la propia voluntad, ella
favorece, con la eficacia típica de la fe, el inicio de la aspiración al
sacerdocio en el alma de su hijo, aspiración que dará fruto en el momento
oportuno."