La vida consagrada: secreto de la vida y de la libertad
Escuela de fe
«Si observamos la Historia, vemos cómo en torno a los monasterios la creación ha
podido prosperar, así como, con el despertarse del Espíritu de Dios en los
corazones de los hombres, vuelve el fulgor del Espíritu Creador también sobre la
tierra, un esplendor que, por la barbarie de la humana ansia de poder, se había
oscurecido y a veces incluso casi apagado». Son palabras del Papa Benedicto XVI
a los más de 350.000 miembros de los nuevos movimientos y comunidades eclesiales
que desbordaban la Plaza de San Pedro y hasta sus calles adyacentes, en la
pasada Vigilia de Pentecostés, que hacía «florecer de nuevo a la memoria, con
honda conmoción, el análogo encuentro en esta misma Plaza, el 30 de mayo de
1998, con el amado Juan Pablo II». Era, pues, la vida monástica, la vida
consagrada, la que el Santo Padre ponía ante los ojos de aquella multitud, como
el espejo donde contemplar el secreto de la vida y de la libertad. Escuelas de
vida y de libertad, precisamente, llamaba Benedicto XVI, el pasado sábado, a las
nuevas realidades eclesiales que no dejan de multiplicarse a lo largo y ancho
del mundo. Exactamente lo que reza el lema de la Jornada de los consagrados que,
de modo bien significativo, se celebra el próximo domingo, solemnidad de la
Santísima Trinidad: Escuelas de fe, que ahí está el secreto de la vida y de la
libertad verdaderas.
Hace diez años salía a la luz la Exhortación apostólica de Juan Pablo II Vita
consecrata, y ya entonces mostrábamos claramente en Alfa y Omega cómo los
consagrados son «el espejo en el que ha de mirarse la Iglesia entera», y por
tanto la Humanidad y la creación enteras: «La vida consagrada no es algo
superfluo, o una especie de adorno, o algo que hoy está de más, sino algo vital,
actualísimo, más actual y necesario que nunca; algo esencial y determinante en
la Iglesia. Tanto es así -subrayábamos en estas mismas páginas-, que sin vida
consagrada no hay Iglesia; sencillamente, porque la Iglesia es la esposa de
Cristo, su cuerpo, que ha sido rescatado al precio de su sangre y que le
pertenece por entero». Justamente esta pertenencia por entero a Cristo es la
esencia de la vida y de la libertad. «Jesús -decía Benedicto XVI a la multitud,
sobre todo de jóvenes, en la Plaza de San Pedro- no se contenta con venir a
nuestro encuentro. Él quiere más. Quiere la plena unidad. No debemos sólo saber
algo de Él, sino, mediante Él mismo, ser atraídos en Dios. Por eso Él -añade el
Papa- debe morir y resucitar. Porque ahora no se encuentra ya en un determinado
lugar, sino que ya su Espíritu, el Espíritu Santo, emana de Él y entra en
nuestros corazones, uniéndonos así con Jesús mismo y con el Padre, con el Dios
Uno y Trino». ¿Y cuál es el efecto? Benedicto XVI responde: «¡El Espíritu Santo,
a través del cual Dios viene a nosotros, nos trae vida y libertad, aquello
-precisamente- que todos anhelamos!»
La cultura dominante se empeña en llamar vida y libertad a la negación de toda
pertenencia, y por eso, en lugar de llenarse del esplendor del Espíritu, se
precipita en la oscuridad del «propio yo y sus ganas», esclavizado en realidad
por «la dictadura del relativismo», como con lucidez meridiana diagnosticó el
mismo Benedicto XVI la víspera de su elección. La alternativa a pertenecer del
todo a Cristo, no nos engañemos, no es otra que la nada. Sólo Cristo ha podido
vencerla, y esto es lo que proclaman, a toda la Iglesia en primer lugar, y con
ella a la tierra entera, los consagrados, religiosos y laicos. Lo dejó bien
claro ante el Papa uno de los testimonios de la pasada Vigilia de Pentecostés:
«La victoria de Cristo nos hace exultar de gozo y de gratitud al ver cómo Él,
aferrando toda nuestra humanidad, la lleva a una plenitud sin igual,
empujándonos a no vivir ya para nosotros mismos, sino para Aquel que murió y
resucitó por nosotros... Ésta es la derrota de la nada que siempre se cierne
sobre cada hombre, y que tantas veces les hace dudar de que exista una respuesta
que corresponda a las exigencias de verdad, de belleza, de justicia, de
felicidad de su corazón, porque nada es capaz de fascinarlo totalmente durante
mucho tiempo. En efecto, sin la resurrección de Cristo, sólo existe una
alternativa: la nada».
Sí, los consagrados nos están diciendo dónde está el todo -¿no afirma san Pablo
que Cristo está llamado a ser todo en todos?-, dónde está la eternidad que todo
corazón anhela. Si siempre ha sido necesario recordar que la vida consagrada
está en el corazón de la Iglesia, que, según proclama la Exhortación apostólica
a ella dedicada, «es importante, precisamente, por su sobreabundancia de
gratuidad y de amor, ¡cuánto más en un mundo que corre el riesgo de verse
asfixiado en la confusión de lo efímero!» Después de diez años, estas palabras
de Juan Pablo II, sin duda, ven indeciblemente incrementada su urgencia. No ya
para la supervivencia de la Iglesia, sino para la vida y la libertad mismas.
(A&O 502)