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HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: 5. Las Persecuciones de la Iglesia  


Emiliano  Jiménez Hernández

Páginas relacionadas


 a) La Iglesia en medio del Imperio romano

b) El conflicto con el Estado

c) Las persecuciones antes de Decio

d) Las persecuciones generales

e) El culto de los mártires


 

 

a) La Iglesia en medio del Imperio romano

La toma de Jerusalén el año 70 supone la dispersión de la primitiva comunidad cristiana más allá de Palestina. La Iglesia, sin ser del mundo, comienza a vivir en medio del mundo (Jn 18,36). El cristianismo se difunde rápidamente en el Imperio romano. Palestina, ya en tiempos de Jesús, forma parte del Imperio romano (Lc 3,1-2). Los Apóstoles y los otros discípulos son, por consiguiente, súbditos de Roma. Por ello, la primera predicación cristiana, nacida en una geografía romana, se realiza y difunde en el Imperio romano. Desde Palestina, la buena nueva pasa a Asia Menor, que se convierte en el primer país cristiano, llegando hasta el norte de Africa y Roma. El Evangelio se extiende con los soldados, los comerciantes y los evangelizadores a lo largo de las vías de comunicación del Imperio, que en principio es tolerante con todas las religiones.

Los mismos escritores paganos constatan el rápido crecimiento del cristianismo. Así lo observa Plinio en su carta dirigida a Trajano. Y ya Tácito en el siglo I habla de una multitudo ingens. También los escritores cristianos del siglo II, Justino, Ireneo y Tertuliano ponderan este crecimiento. El cristianismo penetra en todas las clases de la sociedad. Ante todo, arraiga profundamente entre la gente pobre y sencilla. Pero, muy pronto, tiene seguidores entre la gente ilustrada y noble. Así, por ejemplo, el procónsul Sergio Paulo, Dionisio Areopagita, Pomponia Graecina, los Flavios y Acilios, Apolonio y otros. Los apologistas son todos gente erudita e ilustrada. Hasta en la corte se introduce el Evangelio, pues sabemos que San Pablo saluda a los de la casa del César. No mucho después abundan los cristianos y los mártires entre los militares. Baste citar a San Marcelo y San Sebastián.

La vida de los cristianos se nos describe en la carta a Diogneto: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad”.

Durante las primeras décadas de su historia, la Iglesia no constituye una realidad de suficiente amplitud para plantear problemas al Imperio romano. Los apóstoles y los discípulos de los apóstoles se dedican a edificar la comunidad cristiana. El entusiasmo y el amor entre los hermanos llenan su vida. Apenas si tienen contacto alguno con la cultura pagana. Viven la palabra de Jesús: “Estáis en el mundo, pero no sois del mundo” (Jn 18,36). Pero, poco a poco, comienzan a ser conocidos. El título de “cristianos”, dado en Antioquía hacia el año 42 a los discípulos de Cristo, parece un sobrenombre romano. En el 45, Pablo se entrevista en Chipre con el procurador Sergio Paulo. Suetonio menciona la presencia de cristianos en la comunidad judía de Roma, el año 49. En el 59, el procurador Festo envía a Pablo a Jerusalén con un informe sobre su caso. En todo esto no aparece ninguna hostilidad frente a los cristianos por parte de los funcionarios romanos. Estos intervienen en los conflictos entre judíos y cristianos, pero más bien para proteger a los cristianos, en los que no ven un peligro político.

 

b) El conflicto con el Estado

El segundo período de la Iglesia primitiva se caracteriza por la relación de la Iglesia con el mundo, con el Imperio romano y con la cultura helenista. Es el tiempo de las persecuciones, de las apologías y del comienzo de la teología contra las herejías. Ya en el año 64 la Iglesia comienza a sufrir la persecución. Nerón lleva al martirio a Pedro y Pablo. Se cumple lo que había predicho Jesús a sus discípulos: “Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt 10,16-22). Sin embargo, la persecución no frena la rápida difusión del cristianismo. El martirio suscita más bien una fuerza de atracción. Según Tertuliano: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”.

Suetonio ya alude a las primeras medidas contra los cristianos: “Nerón afligió con suplicios a los cristianos, raza entregada a una superstición nueva y maléfica”. La ocasión y los pormenores de esta persecución los describe el historiador Tácito. El pretexto es el incendio de Roma, iniciado el 18 de julio del año 64, por iniciativa del Nerón, que en pocos días reduce a pavesas gran parte de la ciudad, dejando en la miseria a millares de ciudadanos. La indignación del pueblo es tan grande que Nerón siente miedo y señala a los cristianos como los causantes de la catástrofe, y, dado el ambiente que hay contra ellos, es fácil hacerlo creer al pueblo. De hecho, se persigue con crueldad a los cristianos, atan sus cuerpos a unos palos, rociados con materias inflamables, y les hacen servir de antorchas en medio de los jardines imperiales. El relato de Tácito dice: “Para acallar los rumores sobre el incendio de Roma, Nerón señaló como culpables a unos individuos odiosos por sus abominaciones, a los que el vulgo llama cristianos. Este nombre les venía de Chrestos, quien, durante el reinado de Tiberio, fue condenado al suplicio por el procurador Poncio Pilato. Reprimida de momento, aquella execrable superstición desborda de nuevo, no sólo en Judea, cuna de tal calamidad, sino en Roma, adonde afluye de todas partes toda atrocidad o infamia conocida. Fueron detenidos primero los que confesaban su fe; luego, por indicación suya, otros muchos, acusados no tanto de haber incendiado la ciudad cuanto de odio contra el género humano”.

En este texto encontramos los nombres de Chrestos y chrestiani, que aparecen también en Suetonio. Pero lo más importante es el motivo de la acusación: el odium humani generis. La expresión latina traduce la palabra griega misanthropía. Esta acusación, ya lanzada contra los judíos, apunta al hecho de que comunidad cristina es sospechosa en sus propias costumbres. Es fácil pasar de la idea de costumbres diferentes a la de costumbres inhumanas, ya que la civilización greco-romana se considera como la norma de la philanthropia, del humanismo. De aquí surgen las acusaciones, formuladas primero contra los judíos y renovadas contra los cristianos, de adoración de un asno, de homicidio ritual, de incesto. Es un primer estadio de la opinión de los paganos sobre los cristianos. Los cristianos comienzan a ser distinguidos de los judíos, pero las acusaciones lanzadas contra ellos se inspiran todavía en las que se hacían contra estos últimos.

Durante los reinados de Galba, Otón y Vitelio, que se suceden en el 68, no tenemos noticia de ninguna persecución. Lo mismo sucede bajo el imperio de Vespasiano (68-79) y de Tito (79-81). La atención del poder romano se concentra en la rebelión judía, y los cristianos parecen olvidados. Pero, en tiempos de Domiciano (81-96), la persecución es un hecho, según nos informa Melitón. Hegesipo recuerda que Domiciano hace comparecer ante sí a los descendientes de Judas, primo del Señor, que le han sido denunciados como descendientes de David. Se trata, pues, de la represión del mesianismo judío. Los parientes de Cristo se hallan implicados por el hecho de la descendencia davídica de Jesús proclamada en el kerigma.

Hay una región de la que nos consta con certeza que Domiciano persigue a los cristianos: Asia Menor. El Apocalipsis, como hemos visto, nos informa sobre un grupo de iglesias de Asia en las que hay persecuciones. El objeto del Apocalipsis es llevar un mensaje de esperanza a unos fieles que se hallan en dificultad por la persecución. También en Roma, Domiciano “castiga sin piedad toda resistencia en la aristocracia y entre los intelectuales”. Entre los personajes afectados hay cristianos, como Manio Acilio Glabrión, cónsul en el 91, ejecutado con otros dos aristócratas como “ateo” e “innovador”. Más tarde, una de las propiedades de los Acilii Glabriones sirve de cementerio para los cristianos. La tradición considera cristianos también a Flavio Clemente, primo de Tito y de Domiciano y, sobre todo, a su mujer Flavia Domitila. El primero es condenado a muerte el año 95 por ateísmo y “costumbres judías”, y ella es desterrada a la isla Poncia en el 96 El cementerio de Domitila es una de sus propiedades, destinada a sepultura de los cristianos.

Podemos preguntarnos a qué se debe este endurecimiento del poder imperial contra los cristianos y de los cristianos contra Roma. Por el lado romano, si los Flavios persiguen a los cristianos, es sólo en la medida en que se los confunde todavía con los judíos. Y así los miembros de la aristocracia romana son perseguidos por costumbres judías, como los parientes de Jesús son arrestados en Palestina como descendientes de David. Por ello la atención recae particularmente sobre las iglesias de Asia. El cristianismo de esta región está animado por corrientes mesiánicas. Aquí es donde aparece el milenarismo, es decir, la expectación de que Cristo establezca su reino universal centrado en Jerusalén. Papías relaciona tal doctrina con los presbíteros de Asia, discípulos de los Apóstoles (H.E. III,39,12). Es natural que las autoridades romanas confundan el milenarismo asiático con el nacionalismo judío. En realidad, durante el reinado de Domiciano en Asia y en Palestina, la literatura judía y la cristiana muestran un sorprendente paralelismo.

Entre las causas de las persecuciones se señala también el odio popular, que aparece en las calumnias que se esparcen contra los cristianos y en las caricaturas que se hacen de ellos. Este odio anticristiano lleva a considerarlos capaces de todos los crímenes. A esto se añade la naturaleza misma del cristianismo, que rechaza los dioses culto romanos. Poco a poco se añade la razón de Estado, que considera a los cristianos incompatibles con el Estado romano. Al ser acusados de ateos, se les ve como enemigos del Estado. San Policarpo, por ejemplo, se niega a proclamar al Cesar como Señor y la muchedumbre grita: “Es el aniquilador de nuestros dioses”. Obedientes a las leyes del Estado, se niegan a reconocer como Señor a otro que no sea Cristo. Esto les vale el martirio. Con firmeza se mantienen fieles a Cristo en medio de los tormentos (Mt 10,28; Mc 8,38). De Blandina, mártir en Lyón, se dice en las actas del martirio: “Ella, la pequeña y débil cristiana despreciada, revestida del grande e invencible Cristo, tenía que derribar al adversario en muchas batallas y en la lucha ser ceñida con la corona de la inmortalidad”.

Sólo el confesarse cristiano es motivo de condena a muerte. El odio a los cristianos, considerados como “enemigos de la humanidad”, lleva a considerarles responsables de todas las calamidades públicas. Las calumnias o falsas interpretaciones de las prácticas supuestamente antinaturales de los cristianos en sus reuniones secretas alimentan el odio contra ellos. Se les acusa de ateos, porque no participan en los ritos idolátricos de los templos paganos; se les considera bárbaros porque, en sus reuniones nocturnas, sacrifican a un niño y comen su carne y beben su sangre. Se les acusa de inmorales, pues se reúnen en la noche hombres y mujeres juntos. San Justino, en sus apologías responde a estas acusaciones, describiendo las celebraciones eucarísticas de los cristianos. Además, para los paganos del Imperio, con su panteón lleno de dioses, el cristianismo es algo inaudito. La fe cristiana algo totalmente nuevo. Sobre todo les llama la atención la vida de los cristianos. Nunca antes han visto un amor semejante. Ante ellos no pueden contener la exclamación: “Mirad cómo se aman” (Jn 13,34-35). La unidad entre fe y vida es algo único nunca antes visto. La fe para los cristianos no es algo reservado al templo y a unos momentos, sino que abarca toda la vida en todo lugar y tiempo.

 

c) Las persecuciones antes de Decio

El advenimiento de los Antoninos inaugura una etapa de distensión, a partir del reinado de Nerva. Juan regresa de Patmos para establecerse en Efeso. Durante el reinado de Nerva Clemente de Roma escribe su Epístola, en nombre de la iglesia de Roma, a la iglesia de Corinto, donde se han producido ciertos disturbios. Declara que no ha podido intervenir antes a causa de los incidentes y desgracias que han tenido lugar. Estas desgracias parecen ser las persecuciones romanas de tiempos de Domiciano. Clemente aprovecha la tregua que supone el advenimiento de Nerva para cumplir con su misión.

A Nerva le sucede Trajano (98-117), español y gran hombre de Estado. Pero en la Carta que le escribe Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, le pide instrucciones sobre el proceso entablado contra los cristianos (Epist X, 96): “¿Se ha de castigar el nombre a falta de pruebas o los crímenes inseparables del nombre?”. Plinio ha ejecutado a los que, interrogados repetidamente, se han negado a abjurar, señalando que “es imposible obligar a los que son verdaderamente cristianos”. Trajano responde que no se ha de buscar a los cristianos; pero, si son denunciados y se niegan a abjurar, conviene condenarlos; sin embargo, no hay que admitir denuncias anónimas, “que no son ya de nuestra época”.

El emperador Trajano añade su testimonio: “Hasta ahora he procedido así contra aquellos que me eran indicados como cristianos: les preguntaba si eran cristianos. Si confesaban, les hacía dos o tres veces la misma pregunta, amenazándoles con la misma muerte. Si continuaban obstinados, los mandaba ajusticiar. Pues no dudaba en absoluto que, cualesquiera que fuesen sus faltas, se les debía castigar por su terquedad e inflexible obstinación”. Entre los mártires más insignes durante su reinado están: San Simeón, obispo de Jerusalén, de ciento veinte años de edad; el Papa San Clemente, San Evaristo, los discípulos de San Pablo Onésimo y Timoteo y, sobre todo, San Ignacio de Antioquia, de cuyo martirio se conserva una hermosa relación. Sus cartas son para nosotros la más preciosa fuente sobre la situación de la Iglesia de su tiempo. La fe en Cristo le lleva a desear el martirio para estar con el Señor: “Busco al que ha muerto por nosotros; quiero al que ha resucitado por nosotros. Mi nacimiento es inminente”.

El texto de Trajano es capital, pues contiene la jurisprudencia que perdura durante todo el siglo y que comentan los apologistas. Es de notar que no existe ninguna proscripción de los cristianos emanada del poder central, ni, por tanto, ninguna persecución de conjunto. Pero sí tienen lugar persecuciones locales. Además, el motivo de la acusación no se centra en crímenes concretos, sino solamente en el “nombre” cristiano. La investigación hecha por Plinio lleva a la conclusión de inocencia de los cristianos. Pero, en último término, el nombre cristiano constituye un motivo de condenación. Ese es el punto esencial, en que los apologistas basan su apología de los cristianos. Así, pues, los cristianos se hallan continuamente bajo la amenaza de una denuncia.

El reinado de Adriano (117-138), también español, es más apacible para los cristianos. Pero, durante el reinado de Antonino (138-161), se opera un cambio en las relaciones del cristianismo con el mundo greco-romano. Las primeras persecuciones están relacionadas con el conflicto entre el judaísmo y el Imperio. Ahora, poco a poco, los cristianos aparecen a los ojos de los paganos en una perspectiva distinta. Se reconoce su originalidad, aunque no se sabe cómo clasificarlos. Los cristianos aparecen como seres singulares, al margen de la sociedad. Esta es la imagen que se perfila a través de los testimonios que poseemos de tiempos de Antonino y Marco Aurelio (161-180), gran filósofo de la escuela estoica. Para los intelectuales de la época, los cristianos forman parte del mundo de los mistagogos orientales, a la vez inquietantes por sus poderes mágicos y despreciables por sus costumbres dudosas. El testimonio más antiguo es el de Frontón, maestro de Antonino y Marco Aurelio, cónsul en el 143, durante el reinado de Adriano. Las acusaciones que formula contra los cristianos nos son conocidas por Minucio Félix: adorar una cabeza de asno, inmolar y devorar a un niño en las ceremonias de iniciación, unirse incestuosamente después de un banquete los días de fiesta.

Ya en su primera Apología, hacia el 155, Justino hace alusión a esas mismas acusaciones. Se trata de los gnósticos. “¿Son culpables de las infamias que se atribuyen a los cristianos, como las extinciones de luz, las promiscuidades, los banquetes de carne humana? No lo sabemos”. Justino utiliza el texto de Frontón, pues su exposición sigue exactamente a la de Minucio Félix.  Justino da a entender que las acusaciones contra los cristianos son tal vez ciertas por lo que se refiere a los gnósticos. No cabe duda que los paganos confunden a los cristianos de la Iglesia, a los montanistas y a los gnósticos, confusión que, sin duda, perjudica a los cristianos.

Tenemos otro testimonio debido a la pluma de Luciano. Nacido el año 125, se establece en Atenas el año 165. Su obra pertenece a los reinados de Antonino, Marco Aurelio y Cómodo. En su Vida de Peregrino refiere cómo este personaje, a quien presenta como un charlatán, se convierte al cristianismo en Palestina. Una vez dentro de la Iglesia, obtiene con facilidad los primeros cargos; es “profeta”, “jefe de asamblea”, “interpreta los libros”, “compone libros”. Peregrino es profeta, presbítero, didáscalo. Apresado por su fe en Cristo, encarcelado y aureolado con la gloria de los confesores, recibe la visita de los cristianos, que le colman de presentes. De ese modo consigue una fortuna. Pero, al salir de la cárcel, se le excluye de la comunidad por haber comido idolotitos: un rasgo que corresponde a una comunidad judeo-cristiana. Peregrino continúa entonces sus peregrinaciones. Luciano presenta, pues, a los cristianos bajo distinta luz que Frontón: no son criminales, sino ingenuos, engañados por el primer impostor.

También en tiempos de Antonino, el filósofo cínico Crescente difunde en Roma, hacia 152-153, una serie de “infames calumnias”contra los cristianos, al decir de Justino: una segunda edición de los temas de Frontón. En cambio, Galiano, que reside en Roma entre 162 y 166, tiene un juicio más moderado. Reconoce el valor de los cristianos ante la muerte y admite que son capaces de llevar una vida filosófica. Pero les reprocha su credulidad. El cristianismo, para estos hombres, es inocente, pero está lleno de supersticiones sin fundamento. Marco Aurelio sólo les dedica una palabra: alude a su espíritu de oposición, que los lleva a entregarse a la muerte. El dato es interesante y caracteriza a determinados círculos, como el montanismo. Pero todo esto no constituye un ataque a fondo. La primera gran requisitoria contra el cristianismo es la de Celso. El cristianismo no aparece ya como un fanatismo o una superstición sin importancia y de tipo anecdótico. Celso presenta a Cristo, a los Apóstoles y a los cristianos como personas sin escrúpulos, engreídas de su propia importancia. Y no ve en sus doctrinas más que plagios mal asimilados del saber tradicional. Pérfidamente subraya que tal actitud es peligrosa para la ciudad.

Despreciados y calumniados, los cristianos se encuentran en una situación difícil. Hay un hecho particularmente temible, que forma parte de las costumbres romanas: ofrecer al pueblo, con ocasión de ciertas fiestas, unos espectáculos que exigen víctimas destinadas a los combates del circo. Los principales martirios de cristianos durante los reinados de Adriano y Marco Aurelio están relacionados con fiestas paganas. Así sucede con el martirio de Policarpo, que tiene lugar en Esmirna con ocasión de las fiestas ofrecidas por el asiarca Felipe. Y lo mismo, con los mártires de Lyon en el 177, que son arrojados a las fieras con ocasión de la fiesta que reúne anualmente en Lyon a los delegados de las tres Galias. Resulta sorprendente que emperadores liberales y filósofos como los Antoninos cuenten con mártires en sus reinados. Pero es que la civilización greco-romana como tal esconde, bajo su barniz humanista, un fondo de crueldad. Toda la argumentación de Justino se centra precisamente en mostrar a los emperadores filósofos la contradicción que  constituye la persecución de los cristianos.

Marco Aurelio (161-180), ilustre filósofo, no es, como falsamente se ha afirmado, protector de los cristianos. Creía estar por encima de semejante “fanatismo”. Bajo su reinado, en Lyon, en el 177, tiene lugar la persecución de innumerables mártires. En esta época tiene lugar el peligroso ataque literario de Celso. Atenágoras y Melitón de Sardes se ven obligados a dirigir al emperador Marco Aurelio cada uno un escrito en defensa de los cristianos, señal de que la situación en otras partes del Imperio no es tranquila, pero señal también de que se puede manifestar una cierta oposición. Los mártires más ilustres son: San Justino, San Policarpo, obispo de Esmirna y discípulo de San Juan Evangelista. De su martirio se nos conserva una preciosa relación escrita por los cristianos.

Bajo el reinado de Cómodo (180-192), los cristianos tienen en Marcia, mujer del emperador, una poderosa intercesora. No obstante, también en este “período de paz” hay mártires: los de Scilli en Africa y el docto Apolonio, hacia el 185, en Roma. Más sistemática es la persecución de Septimio Severo (193-211), que trata de impedir el crecimiento del cristianismo, prohibiendo las conversiones a él. Cómodo, el último de los Antoninos, asesinado el año 193, deja el Imperio en un estado de pavorosa anarquía. Entonces toma las riendas del poder Septimio Severo, un africano. Severo no es un filósofo, sino un administrador que se encarga de restablecer el orden en el Imperio. Las relaciones entre el Imperio y la Iglesia toman un nuevo cariz. Severo, al principio, no alberga contra los cristianos la antipatía intelectual de un Marco Aurelio, incluso tiene cristianos en su corte. Sabe que los cristianos le han apoyado en Asia en su lucha contra Pescenio Níger. No duda en proteger a unos cristianos de familia senatorial frente al furor de la plebe. Severo se muestra, en todo esto, realista. Los cristianos son ya una fuerza con la que hay que contar. La administración no debe privarse de hombres de valía por el hecho de ser cristianos. En la medida en que los cristianos sirvan al Estado, el emperador está dispuesto a protegerlos. Pero concibe el Imperio de manera autoritaria. Por eso, mientras algunos cristianos son favorables a un entendimiento con la ciudad romana, otros se muestran partidarios de una actitud más intransigente. De ahí surge el conflicto entre la Iglesia y el Imperio.

En el año 202 Severo publica un edicto prohibiendo el proselitismo de los cristianos, es decir, impidiendo prácticamente la difusión del cristianismo. Se trata del primer acto jurídico emanado directamente contra los cristianos. Las decisiones anteriores no reconocían al cristianismo un derecho de existencia legal, pero no se oponían a su existencia y difusión. La detención de los cristianos obedecía únicamente a determinadas circunstancias particulares. Ahora, por el contrario, se trata de una medida general que obliga a los funcionarios del Estado a reprimir el avance del cristianismo.

Hay que reconocer que Severo tiene cierta razón para inquietarse. El movimiento apocalíptico inquieta también a los mismos jefes de la Iglesia. En él hay ciertas tendencias que se oponen al deseo del emperador de restablecer el Imperio. Mientras Severo reforma las leyes sobre el matrimonio, procurando reforzar la familia, esos cristianos condenan el matrimonio e invitan a la continencia. Mientras las fronteras del Imperio se ven amenazadas por los partos al este y los escotos al norte, y es preciso movilizar todas las fuerzas, estos cristianos invitan a abstenerse del servicio militar. La misma repartición de las persecuciones prueba que Severo se dirige menos contra la Iglesia como tal que contra ciertas tendencias extremas. De hecho, los grupos afectados son los que se relacionan con las tendencias mesiánicas. Entre ellos hay católicos, pero también herejes. La persecución alcanza particularmente a los montanistas y a los marcionitas, cuyas tendencias ascéticas son bien conocidas y que han experimentado en esta época la influencia del montanismo. En cambio, en esta época en general no se molesta los obispos.

Los sucesores de Severo -Caracalla, Heliogábalo, Alejandro Severo- no urgen el edicto. De hecho, los dos centros de donde poseemos noticias son Egipto y Africa. Sobre Egipto nos dice Eusebio que, el año 202, son enviados de todas partes a Alejandría numerosos cristianos para ser allí martirizados. Sabemos que es decapitado Leónidas, padre de Orígenes. Entonces a Orígenes, a pesar de su corta edad, se le encarga la catequesis porque los demás han partido. Las persecuciones se prolongan en Egipto durante los años siguientes, siendo prefecto Serbaciano Aquila. Eusebio presenta a Orígenes asistiendo a los cristianos detenidos, tanto en la prisión como en el tribunal e incluso en el lugar de su martirio, suscitando contra sí mismo el furor de los paganos. Entre los que mueren después de haber sido instruidos por él, Eusebio nombra a Plutarco, hermano de Heracleón, obispo de Alejandría; a Sereno, que es quemado; a Heráclides y Herón, el primero catecúmeno y el segundo neófito; a otro Sereno, que es decapitado. Entre las mujeres, Herais, catecúmena, “recibió el bautismo por el fuego”. Eusebio se extiende sobre todo en el martirio de Potamiana, que es quemada, en compañía de su madre, con pez hirviendo. Un pagano, Basílides, auditor de Orígenes, que acompaña a Potamiana, se declara cristiano, es bautizado por los hermanos y decapitado.

Como se ve los mártires son principalmente neófitos y catecúmenos, de acuerdo con la naturaleza del decreto de Severo, que prohíbe el proselitismo. El delito condenado es prepararse al bautismo o recibirlo. La medida no afecta a los viejos cristianos; por otra parte, exige una especial circunspección para la admisión al catecumenado. Así se explica la peligrosidad del cargo de catequista. Es una violación directa de la ley. Se comprende que la mayoría lo declinen y que se necesite el ardor de un Orígenes para aceptarlo.

En Cartago aparece la misma situación. Aquí estamos informados por Tertuliano. Una primera persecución tiene lugar el año 203, bajo el mandato del procurador Hilariano. Sus víctimas son el catequista Sáturo, un neófito, Perpetua con su esclava Felicidad y cuatro catecúmenos. La situación es singularmente paralela a la de Alejandría. Pero aquí es condenado también el catequista. Poseemos las Actas de estos mártires. Por esta época sitúa el martirologio en la Galia el martirio de san Ireneo. En Capadocia es encarcelado un obispo, Alejandro, que más tarde será obispo de Jerusalén. Tertuliano nos dice, en fin, que en tiempos de Caracalla el procónsul de Africa, Scápula, da muerte a algunos cristianos, a consecuencia de denuncias.

El emperador Alejandro Severo (222-235) es más benévolo con los cristianos. Toda una serie de mujeres de la familia imperial desempeña entonces un papel muy importante en la política. Especialmente relevante para el cristianismo es el hecho de que la madre de Alejandro Severo, la ambiciosa y competente Julia Mammea, está relacionada con Orígenes y con Hipólito de Roma. Los cristianos pueden presentarse como corporación legal y, como tales, adquirir bienes. Y, en consecuencia, comienzan a levantar sus propios edificios de culto. Sin embargo, la tradición coloca en este tiempo el martirio de la popular Santa Cecilia, cuyas actas son legendarias, y de los Papas Calixto (217-222) y Urbano (222-230).

Alejandro, el último de los Severos, muere asesinado el año 235. A partir de entonces comienza un período de desorden en que el poder está en las manos de jefes militares, los cuales procuran mantener la disciplina del Imperio. Varios de ellos persiguen a los cristianos por ver en ellos un elemento de desunión. Maximino el Tracio (235-238), que sucede a Alejandro, es un general valeroso, pero de escasa visión. Movido del odio a su predecesor, inicia una nueva persecución cristiana, dirigida casi exclusivamente contra los obispos (H.E. VI,28). Entre los mártires de esta persecución se destacan San Ponciano e Hipólito. Después de la breve dinastía de los gordianos, Felipe el Arabe (244-249) reanuda la política de tolerancia, aunque durante su reinado se desencadena una violenta persecución contra los cristianos de Alejandría. El hecho se debe a circunstancias locales que no tienen nada que ver con la política imperial (H. E. VI,40). Esta tolerancia explica la gran prosperidad a que llega la Iglesia a mediados del siglo III.

 

d) Las persecuciones generales

El antagonismo del Estado crece a medida que el cristianismo es más conocido, pues aparece objetivamente contrario al paganismo. Roma quizá hubiera tolerado la doctrina cristiana, pero cree que debe destruir una Iglesia organizada, constituida jerárquicamente. En el siglo III, como consecuencia de conmociones políticas y económicas, el Imperio sufre una grave crisis. Por otra parte, hacia el año 250 la organización de la Iglesia progresa tanto que el Estado pagano reconoce el peligro que le amenaza por parte del cristianismo, y mucho más cuando el emperador Decio (249-251) quiere reorganizar el imperio sobre una nueva base religiosa común. La lucha entra en su fase decisiva; se desencadena la primera persecución general. Es el primer intento sistemático, llevado a cabo en todo el Imperio, de aniquilar el cristianismo.

El desencadenamiento de la persecución se debe a que los cristianos se niegan a tomar parte en los sacrificios oficiales prescritos en todo el Imperio para impetrar protección contra una epidemia. Se establecen comisiones sacrificiales ante las cuales todos deben sacrificar y hacerse extender un justificante, un “libelo”. Esto lleva a que se den muchos mártires y, aún más, confesores, pero también muchos apostatan (lapsi). Algunos consiguen el libelo sin haber sacrificado; después de la persecución, este tipo de apostasía es tratado por la Iglesia con cierta benevolencia. La persecución de Decio termina con la entrada de los godos en la Dacia. El emperador sucumbe en la batalla contra ellos. Bajo el reinado de Decio los mártires insignes son: el Papa San Fabián, San Bábilas de Antioquía, San Alejandro de Jerusalén, San Saturnino de Tolosa,  San Trófimo de Arlés, Santa Apolonia de Alejandría y Santa Agueda de Sicilia.

Las medidas de Decio las mantiene el emperador Valeriano (253-260). Pero no se ponen en práctica hasta el año 257, tras un repentino cambio de actitud respecto a los cristianos, que desencadena un ataque con calculada minuciosidad, dirigido contra los elementos más significados de la Iglesia: el clero, las asambleas de la comunidad, los jueces y senadores cristianos. Mueren mártires: en Roma, el papa Sixto II (+ 258),  su diácono Lorenzo y San Tarsicio. En Cartago, san Cipriano, el gran defensor de la unidad de la Iglesia. San Dionisio de Alejandría sufre varios destierros. En Tarragona, San Fructuoso, obispo, y los diáconos Augurio y Eulogio.

Galieno, hijo de Valeriano, apenas constituido único emperador en el 260, deroga los edictos de persecución. Comienza entonces una época de paz de cuarenta años, que tiene gran importancia. La organización interna de la Iglesia avanza sin impedimentos, y otro tanto su crecimiento por todo el Imperio. La Iglesia se fortalece tanto que la tormenta que luego se desencadena ya no puede afectarla de una manera decisiva. Pero, a los dieciocho años de reinado, el emperador Diocleciano (284-305) se deja arrastrar a perseguir a los cristianos por su yerno y coemperador Galerio (293-311), que odia fanáticamente la nueva religión. Para devolver al Imperio su prestigio, todo lo no pagano debe ser eliminado como no romano.

Después de tres edictos del 303, en los que decreta que las Iglesias cristianas deben ser arrasadas, los libros sagrados entregados, el clero encarcelado y forzado a sacrificar mediante el tormento, comienza una persecución general mediante el cuarto edicto del 304. Se trata de la más sangrienta de las persecuciones, designada la era de los mártires. Fuera de los dominios de Constancio Cloro, se generaliza en todas partes. Mártires insignes son: Legión Tebea, del cantón de Wallis, en Suiza, con su jefe San Mauricio; San Marcelo, de la legión VII Gémina, en León, y los Santos Emeterio y Celedonio, en Calahorra; San Sebastián, cuyo martirio es muy popular; los Papas San Marcelino (296-304) y San Marcelo (307-308); Santa Inés, de cuyo martirio existen varias leyendas; Santa Lucía, igualmente muy popular y objeto de leyendas; los cuatro mártires coronados; Santa Catalina de Alejandría, y otros muchos. En España: San Vicente de Huesca, martirizado en Valencia; Santa Eulalia de Mérida; los dieciocho mártires de Zaragoza, cantados por Prudencio; los santos Justo y Pástor; Santa Leocadia de Toledo; los santos Vicente, Sabina y Cristeta, de Avila, y otros muchos. En Barcelona se conmemora una Santa Eulalia.

El número de los cristianos ha crecido considerablemente; se nota ya en la configuración de la vida ciudadana con la construcción de iglesias y la situación de cristianos en posición influyente. Pero las persecuciones se suceden hasta que sube al poder Constantino el Grande (312-337). Con Constantino, tras la victoria de Monte Milvio (312) y el edicto de Milán (313), y sobre todo con Teodosio (394) el cristianismo se convierte en la religión del Imperio. La celebración de los cultos paganos es declarada delito de lesa majestad. Desde este momento la organización de la Iglesia se apoya en las regiones en las que está dividido el Imperio; los concilios ecuménicos llevan el sello de concilios imperiales y la posición preeminente del obispo de Roma mantiene la comunión con los patriarcas orientales. Durante este tiempo, en que la Iglesia vive en armonía con el Estado, el emperador pasa a ser considerado como enviado de Dios, defensor de la Iglesia contra los herejes e incrédulos. Los escritores formados en la filosofía neoplatónica griega ven a la Iglesia como maestra de la verdad. Mientras que los teólogos que viven en contacto con la filosofía popular romana, de tendencia más bien práctica, ven principalmente a la Iglesia como sociedad jurídica con su autoridad y leyes precisas

Pero el rápido crecimiento del número de cristianos, que supone la libertad de la Iglesia, no puede evitar que la cristianización resulte frecuentemente muy superficial. Los paganos no dejan sus vicios en las aguas del bautismo. Sin embargo Cristo y el testimonio de vida cristiana de los mártires que les han precedido florece también ahora, dando frutos en los confesores de la fe. El culto litúrgico se celebra con mayor solemnidad, aunque con menos participación interior. En este período tenemos grandes santos obispos y teólogos, que forman como verdaderos pastores a sus comunidades. En Milán está San Ambrosio y en el norte de Africa, San Agustín.

 

 e) El culto de los mártires

La doctrina de la comunión de los santos es una verdad fundamental de la fe cristiana (Jn 15,1; Rm 12,5; 1Co 10,16s; 2Co 13,13; Ef 4,16). Gracias a esta cada uno sostiene y ayuda al otro (Ga 6,2; Col 1,24). Esta doctrina es también expresión de otra idea fundamental del mensaje cristiano: la idea de la mediación, como participación del único mediador Jesucristo. La conciencia viva de esta mediación se muestra en la alta estima del martirio cristiano. El culto de los mártires es una de las manifestaciones más valiosas y significativas de la piedad católica en los primeros siglos. Este culto de los mártires es, además, una de las raíces del florecimiento del culto de los santos. La autenticidad conmovedora de los relatos de los martirios, el insistente tratamiento del tema por parte de los escritores cristianos, así como las innumerables inscripciones en las paredes de las catacumbas, son una muestra del importante papel desempeñado por el martirio y el culto de los mártires en la vida espiritual y temporal de cada día de los cristianos a partir del siglo II. Aquellos que, bajo crueles tormentos, han mantenido su fe y la han sellado con su muerte se convierten en los más significativos testigos del Señor, testigos de su doctrina y de su victoria contra el enemigo; por eso se les dio el nombre griego de mártires, “testigos”. La muerte de los mártires no es para los cristianos señal de derrota, sino de victoria sobre todo lo que se  opone al reino de Dios, victoria sobre el perseguidor, el Estado, sobre el paganismo y especialmente sobre el motor del mismo, el demonio.

A los mártires se les considera como especialmente favorecidos de la gracia; se les atribuye un puesto de privilegio al lado de Dios; se les considera dignos de participar con sus sufrimientos en el triunfo de Cristo. Con su sangre han “atestiguado” a Cristo como Salvador del mundo; el día del juicio aparecerán con Cristo para juzgar con él. Por eso sus restos son rodeados de especial veneración. Incluso en vida, los que han sufrido cárceles o castigos corporales, aunque sin llegar a morir, gozan de un puesto especial en la Iglesia. Según Tertuliano y otros escritores,  mediaban en la reconciliación de los que habían caído y no estaban en paz con la Iglesia.

La comunidad cristiana de Esmirna, en el año 156, da a conocer en un escrito el martirio de su obispo Policarpo, que en la hoguera ha orado así: “Te glorifico por haberme hecho digno en este día y esta hora de poder participar entre tus mártires del cáliz de tu Cristo”. En el mismo escrito, la comunidad promete celebrar la muerte de su obispo todos los años junto a su tumba. Al principio las conmemoraciones se hacen sólo por eminentes personalidades, como los papas Calixto (+ 222), Pontiano (+ 235) y Fabiano (+ 250), o también por el presbítero Hipólito (+ 258). Después se venera también a los “confesores”. En Roma revisten especial importancia los sepulcros donde han sido enterrados muchos mártires: las catacumbas. Tras la libertad de la Iglesia en el siglo IV se intensifica enormemente el culto de los sepulcros de los mártires, como una forma de venerar sus reliquias. La comunidad se reúne para la celebración eucarística alrededor o encima del sepulcro del mártir.

 

 

 





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