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HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA


Emiliano  Jiménez Hernández

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INDICE

INTRODUCCION

a) La historia de la Iglesia es historia de salvación

b) Dios pone su morada en la tierra

c) En el seno virginal de María

d) La historia de la Iglesia es nuestra historia


1. NACIMIENTO DE LA IGLESIA

a) La Iglesia nace de Cristo y del Espíritu

b) El Espíritu forma el cuerpo de Cristo



2. IGLESIA APOSTOLICA

a) La comunidad de Jerusalén

b) Iglesias fuera de Jerusalén

c) Santiago, obispo de Jerusalén


3. PABLO, APOSTOL DE LAS GENTES

a) El cristianismo entre los paganos

b) El concilio de Jerusalén

c) Oposición a Pablo


4. MISIONES DE PEDRO Y JUAN

a) Pedro en la región del Sarón

b) Pedro abandona Jerusalén

c) Pedro en Antioquía y Roma

d) San Juan y la Iglesia de Asia

e) El Evangelio de san Juan

f) La dispersión de los Apóstoles


5. LAS PERSECUCIONES DE LA IGLESIA

 a) La Iglesia en medio del Imperio romano

b) El conflicto con el Estado

c) Las persecuciones antes de Decio

d) Las persecuciones generales

e) El culto de los mártires


6. PRIMERAS HEREJIAS

a) Corrientes heterodoxas judeo-cristianas

b) Gnosticismo

c) El marcionismo

d) Maniqueos

e) Tendencias rigoristas


7. PRIMEROS ESCRITOS CRISTIANOS

 a) Padres apostólicos

b) Apologistas cristianos

c) Escritores antignóstigos

d) Escuelas cristianas de Oriente

e) Escritores latinos


8. VIDA CRISTIANA EN LA IGLESIA PRIMITIVA

a) La comunidad cristiana

b) Jerarquía y carismas

c) La iniciación cristiana

d) La disciplina penitencial

e) Los tiempos litúrgicos


9. LOS CRISTIANOS EN LA SOCIEDAD PAGANA

a) En el mundo sin ser del mundo

b) Virginidad y matrimonio

c) El martirio

d) Los orígenes del arte cristiano


10. LA IGLESIA EN EL IMPERIO CRISTIANO

a) Constantino, primer emperador cristiano

b) Juliano, el apóstata

c) De Joviniano a Teodosio II

d) El imperio bizantino

e) El cristianismo como religión del Imperio


11. HEREJIAS Y CONCILIOS

a) Herejías trinitarias

b) Herejías cristológicas

c) Herejías soteriológicas



12. LOS PADRES DE LA IGLESIA

Introducción

a) Santos Padres de Oriente

b) Santos Padres de Occidente


13. EL MONACATO

a) San Antonio, padre de los monjes

b) Las agrupaciones de anacoretas

c) Los cenobios de San Pacomio

d) La comunidad de San Basilio

e) El monacato en Occidente

f) La regla de San Benito



INTRODUCION

a) La historia de la Iglesia es historia de salvación

La historia de la Iglesia es historia de salvación, pues Dios es Señor de la historia y como tal la conduce. La encarnación de Dios (Jn 1,14) es el principio de la Iglesia y el fundamento de su historia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, que sigue vivo y en crecimiento. Cristo anunció la extensión de su reino como un crecimiento inesperado (Mt 13,31), sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas (Ef 2,10) y bajo la dirección del Espíritu Santo (Jn 16,13). Este desarrollo de la Iglesia se manifiesta en toda su vida: en el culto, en la teología, en la administración, en la doctrina y en la compresión de sí misma, siempre mayor a lo largo de los siglos. La historia de la Iglesia es una historia divino-humana o, si se quiere, la historia de lo divino en la tierra. Mediante la encarnación del Hijo, Dios ha querido participar en la historia humana: "En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1,2). En Cristo y por medio de Él, el Padre vuelve su rostro hacia nosotros con toda su gloria y amor.

Jesús viene al mundo como manifestación de Dios. Es la luz que brilla en las tinieblas. Al compartir con nosotros su vida y su luz nos permite caminar en la verdad (1Jn 1,5 7). En El tenemos la palabra de Dios en la que fueron hechas todas las cosas. Jesús, Palabra encarnada, es la meta de la creación, el blanco de los anhelos de la historia humana, el centro de la humanidad, el gozo de todos los corazones y la respuesta a todas sus aspiraciones y preguntas (GS 45). Toda la historia y el mundo tienen en Cristo su último sentido. Todo ha sido creado en El y en vistas a El. Por eso puede decir Pascal: "No solamente no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es ni nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos".

Mysterium, en el Nuevo Testamento, designa el gran secreto de la sabiduría de Dios, del plan divino sobre la historia de los hombres, que sólo puede ser revelado por su palabra, por Cristo, la Palabra hecha carne (Jn 1,14). La encarnación de Cristo es la venida de Dios a un mundo cerrado, para que éste se abra a Dios y los cielos se abran para el mundo. Con Cristo encarnado la historia se cumple, llega la plenitud de los tiempos, pero esta plenitud es la apertura del mundo a la vida de Dios. El Hijo de Dios es el primogénito. En la creación del hombre "a imagen de Dios" hay ya una referencia a Cristo. El hombre ha sido creado en vistas a reproducir la imagen de Dios que es Cristo (Rm 8,29). Su creación, por consiguiente, está abierta a la encarnación: "Sólo Cristo descubre el hombre al hombre" (GS 22).
Con la encarnación de Jesucristo, el amor divino asume la dimensión de la historia. Jesús ama como un israelita, como el hijo del carpintero, como una persona de su tiempo.

Entra en la historia, actúa históricamente y configura la historia manifestando su amor divino y humano. Cristo ha inaugurado una historia de amor que, a medida que se despliega, desarrolla la fuerza de su vida, muerte y resurrección hasta que logre su plenitud. Este amor es la realidad más poderosa y decisiva de la historia. Es un amor que se arraiga y encarna en toda la vida humana, hasta crear la línea fronteriza entre los hombres: "Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amarse a sí mismo, hasta el desprecio de Dios, fundó la ciudad terrena; y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial" (S. Agustín).

b) Dios pone su morada en la tierra

La revelación divina tiene una dimensión histórica en cuanto que ha tenido un comienzo y un cumplimiento en el mundo y tiempo de los hombres, y una dimensión geográfica, en cuanto que ha tenido como centro una tierra particular y concreta, Palestina, patria del pueblo a quien Dios se manifestó con palabras y hechos, que se entrecruzan coherentemente. Es la tierra de Israel, tierra prometida, tierra santa, heredad de Yahveh.

La encarnación del Hijo de Dios ha sido integral y concreta. El Hijo de Dios ha querido ser un judío de Nazaret en Galilea; hablaba arameo, estaba sometido a padres piadosos de Israel, los acompañaba al templo de Jerusalén, donde lo encuentran "sentado en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles" (Lc 2,46). Jesús crece en medio de las costumbres y de las instituciones de la Palestina del siglo primero, aprendiendo los oficios de su época, observando el comportamiento de los pescadores, de los campesinos y de los comerciantes de su ambiente. Las escenas y los paisajes de los que se nutre la imaginación del futuro maestro, son de un país y de una época bien determinados.


Nutrido con la piedad de Israel, formado por la enseñanza de la Torá y de los profetas, Jesús se sitúa en la tradición espiritual del profetismo judío.

Como los profetas de otro tiempo, El es la boca de Dios. Su misma forma de hablar es típica de los profetas de Israel: el vocabulario, los géneros literarios, el paralelismo bíblico, los proverbios, las paradojas, las bienaventuranzas y hasta las acciones simbólicas son las de la tradición de Israel. Jesús está de tal manera ligado a la vida de Israel que el pueblo y la tradición espiritual, en que se sitúa, tienen algo de singular en la historia de la salvación de los hombres: este pueblo elegido y la tradición que ha dejado tienen una significación permanente para la humanidad. El Verbo de Dios, por su encarnación, ha entrado en una historia que lo prepara, lo anuncia y lo prefigura. Se puede decir que Cristo forma cuerpo con el pueblo que Dios se ha preparado en vistas del don que hará de su Hijo.

Así la historia de la alianza concluida con Abraham y con el pueblo de Israel, por Moisés, conservan para los discípulos de Jesús el papel de una pedagogía indispensable e insustituible. Pero, al mismo tiempo, el Hijo de Dios hecho hombre, asumiendo una raza, un país y una época, asume la naturaleza humana. "Pues el Hijo de Dios, por su encarnación, de alguna manera, se unió con todo hombre" (GS 22). La transcendencia de Cristo no lo aísla por encima de la familia humana, sino que le hace presente a todo hombre, más allá de todo particularismo. "No se le puede considerar extranjero con respecto a nadie ni en ninguna parte" (AG 8). "Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28). Cristo nos alcanza tanto en la unidad, que formamos, como en la singularidad de las personas en que se realiza nuestra naturaleza común de hombres. El Verbo de Dios, en su Encarnación, no viene a una creación que le sea extraña. "Todas las cosas han sido creadas por El y para El, y El es antes que todas las cosas y todas las cosas se mantienen en El" (Col 1,16 17).

La historia de la salvación, que comienza con un pueblo particular, culmina en un hijo de ese pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir de ese momento se extiende a todas las naciones, "mostrando la admirable condescendencia de la sabiduría eterna" (DV 13). Y, aunque los paganos son "injertados en Israel" (Rm 11,11 24), hay que decir que el plan original de Dios se refiere a toda la creación (Gn 1,1 2.4). En efecto, se concluyó una alianza, por medio de Noé, con todos los pueblos de la tierra (Gn 9,1 17; Si 44,17 19). Esta alianza es anterior a las selladas con Abraham y Moisés. Por otra parte, a partir de Abraham, Israel está llamado a comunicar a todas las familias de la tierra las bendiciones que ha recibido (Gn 12,1 5; Jr 4,2; Si 44,21).

Esta convicción domina la predicación de Jesús: en El, en su palabra y en su persona, Dios hace culminar los dones que ya había otorgado a Israel y, a través de Israel, al conjunto de las naciones (Mc 13,10; Mt 12,21; Lc 2,32). Jesús es la luz soberana y la verdadera sabiduría para todas las naciones (Mt 11,19; Lc 7,35). En su misma actividad muestra que el Dios de Abraham, ya reconocido por Israel como creador y señor (Sal 93,1 4; Is 6,1), se dispone a reinar sobre todos los que creerán al Evangelio: más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1,15; Mt 12,28; Lc 11,20; 17,21). La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la obediencia amorosa, que le hace ofrecer su vida y muerte al Padre (Mc 14,36), testifican que en Él el designio original de Dios sobre la creación, viciado por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1,14 15; 10,2 9; Mt 5,2.1 48). Estamos ante una nueva creación y ante el nuevo Adán (Rm 5,12 19; 1Co 15,20 22). La novedad es tal que la maldición, que golpea al Mesías crucificado, se convierte en bendición para todos los pueblos (Ga 3,13; Dt 21,22 23).

c) En el seno virginal de María

La concepción y nacimiento de Jesús significan un inicio nuevo en la historia, un comienzo que supera la historia, que supone una novedad para el hombre. Es Dios mismo quien comienza de nuevo. Lo que aquí empieza tiene las características de una nueva creación y se debe, por tanto, a una intervención particular y específica de Dios. Aparece realmente "Adán", Cristo que, como "al principio", viene "de Dios" (Lc 3,38). Tal nacimiento puede acontecer sólo en la "estéril", en el seno virginal de María. La promesa de Isaías (51,1) se cumple concretamente en María: Israel impotente y estéril ha dado fruto. En Jesús, Dios ha puesto en medio de la humanidad estéril y desesperada un comienzo nuevo, que no es fruto de la historia, sino don que viene de lo alto. Es Dios quien da la vida; la mujer acoge en su seno esa vida que viene de Dios. Sara, Raquel, Ana, Isabel, las mujeres estériles de la historia de la salvación, figuras de María, muestran la gratuidad de la vida, don de la potencia creadora de Dios.

Israel es la virgen esposa del Señor, madre de todos los pueblos (Sal 86). En la fecunda esterilidad de Israel brilla la gracia creadora de Dios. En la plenitud de los tiempos, la profecía se cumple, las figuras se hacen realidad en la mujer, que aparece como el verdadero resto de Israel, la verdadera hija de Sión (Cf So 3,14 17), la Virgen Madre: María. En María, la llena de gracia, aparece plenamente la fecundidad creadora de la gracia de Dios. María está situada en el punto final de la historia del pueblo escogido, en correspondencia con Abraham (Mt 1,2-16). Este, "el padre de los creyentes", era el germen y prototipo de la fe en el Dios salvador. En María llega a su culminación el ascenso espiritual por los largos caminos del desierto y del destierro que se concreta últimamente en el resto de Israel, en María, la hija de Sión, madre del Salvador. Así toda la historia de la salvación desemboca en Cristo, "nacido de mujer" (Ga 4,4). María es "el pueblo de Dios" que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia creadora de Dios.

María es la mujer en cuyo seno Dios se hace plenamente presente entre nosotros. El Antiguo Testamento culmina en María que, al mismo tiempo, es el punto de partida del Nuevo Testamento, del tiempo mesiánico, del tiempo de la Iglesia, que se prolonga hasta la consumación final de la historia de la salvación. María es, por ello, imagen de la Iglesia, donde se realiza el nacimiento de los hijos de Dios: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibamos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5).


d) La historia de la Iglesia es nuestra historia

Desde la encarnación de Cristo, la salvación acontece en el mundo, en el interior de la historia; la salvación tiene lugar en Cristo, persona histórica, localizable en un punto concreto de nuestro espacio tiempo. Pero ya el cristianismo naciente se abre paso en los tres ambientes, que corresponden a las tres lenguas que figuran en la cruz de Jesús: el judaísmo, la cultura griega y la civilización romana. El cristianismo brota del judaísmo, penetra en él y se enfrenta con él. Desde Judea se abre al mundo griego, penetrando en su filosofía y enfrentándose con sus herejías teológicas. Y, finalmente, la Iglesia penetra en el Imperio romano, gozando de su organización jurídica, sufriendo su persecución, y superando su oposición.


El contacto con los diversos pueblos y culturas provoca en la Iglesia cambios profundos. Su desarrollo no siempre sigue una línea recta. Pero "Dios escribe derecho con líneas torcidas", pues este desarrollo se lleva a cabo bajo la asistencia del Espíritu Santo (Mt 16,18; 28,20). El concilio Vaticano II nos recuerda que "la Iglesia, por virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como fiel esposa de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo". Sin embargo, la Iglesia sabe muy bien que "no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios" y sabe también que aún hoy día "es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de sus mensajeros, a quienes está confiado el Evangelio" (GS 43; CEC 853).

La Iglesia desde el principio está llamada a extenderse en todos los pueblos "hasta los confines de la tierra" (Mt 28,19-20). Sólo al fin de los tiempos irrumpirá el reino de Dios con toda su plenitud. Hasta entonces es Iglesia de pecadores, necesitada de renovación todos los días. Pero en su esencia, a lo largo de su historia, la Iglesia permanece fiel a sí misma, infalible en su núcleo e inequívocamente inmutable. La historia de la Iglesia no puede olvidar que es historia de la Iglesia de Dios, que tiene su origen en Jesucristo, con un orden jerárquico y sacramental establecido por El, que camina en el tiempo asistida por el Espíritu Santo y se orienta a la consumación escatológica. Esta identidad de la Iglesia se mantiene a través de todos los cambios de forma en que se manifiesta a lo largo de todas las épocas.

Nosotros somos herederos y protagonistas de la historia de la Iglesia. En ella conocemos nuestros orígenes. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y nosotros somos sus miembros con nuestras cualidades y defectos. Nada extraño que en su historia nos encontremos con deficiencias y pecados. Pero en esa historia está la acción de Dios, "pues el Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos, está presente en esta evolución" (GS 26). Para mirar al futuro con esperanza necesitamos ahondar en nuestras raíces, conocer la historia, con sus grandezas y miserias, de la que procedemos. Amar a nuestra Madre, la Iglesia, significa asomarnos a su historia, conocer el ayer de nuestra comunidad de fe, esperanza y amor, que nos engarza a través de las diversas generaciones con Jesucristo, nuestro Señor. Tantos santos, tantos misioneros han mantenido viva la tradición de la Buena Noticia para que llegara hasta nosotros: "Cristo, el único mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia.

La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (LG 8), anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga. Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor (CEC 771).

Los acontecimientos y personas, que constituyen la historia de la Iglesia, nos interesan hoy a nosotros, que entramos en esa historia de salvación. La historia no es lo pasado, sino el pasado que llega vivo hasta el presente. El tiempo que va de Cristo a su parusía es el tiempo de la Iglesia en el mundo. Tiempo misterioso de crecimiento, semejante al grano de mostaza (Mt 13,31). Como el grano de trigo germina y brota, echa tallo y espiga, pero permanece siempre trigo (Mc 4,28), así la Iglesia se realiza en la historia con formas diversas, pero permanece siempre igual a sí misma, madurando hasta "completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24). El cuerpo de Cristo es, pues, el verdadero sujeto de la historia. La historia de la Iglesia es la historia del seguimiento de Cristo a lo largo de sus veinte siglos.



 





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