EL MAESTRO EN LA REFLEXIÓN
TEOLÓGICA
DESDE LA ÉPOCA MODERNA HASTA NUESTROS DÍAS:... el retorno...2
por P. Bruno Forte
3.
El retorno a la historia
en las teologías del siglo XX:
Jesucristo, el Maestro viviente en nosotros -
2 -
Una circularidad análoga es afirmada —en una relación más directa con los análisis del presente histórico— por las teologías de la praxis, narrativas y políticas: «Reflexionar partiendo de la praxis histórica liberadora equivale a reflexionar a la luz del futuro sobre lo que se cree y se espera, sobre una acción transformadora del presente, pero no in vitro, sino enraizando donde late en este momento determinado el pulso de la historia, iluminando el presente con la palabra del Señor de la historia, que se comprometió definitivamente con el hoy del devenir de la humanidad para llevarlo a su cumplimiento».(36) El Maestro es Alguien que se ha manchado las manos con la historia real de los hombres, haciendo de ella la historia de Dios con ellos y por tanto el camino de su liberación plena y duradera: escucharle y seguirle significa vivir el esfuerzo de tomarse en serio las dos formas de experiencia «que deberán ser mantenidas continua y críticamente unidas entre sí..., por una parte, la tradición entera de experiencia del gran movimiento judeo-cristiano, y por otra, la nueva experiencia humana que hoy hacen cristianos y no cristianos».(37)
También aquí es la circularidad hermenéutica sujeto-objeto, la recíproca relación que se pone en la historia entre la Palabra que viene y las situaciones humanas, lo que hace brotar el pensamiento y la praxis de la fe: no en el sentido de reducir la Palabra a la historia ni en el de reducir la historia de la Palabra, sino en el sentido vivo e intenso de leer la Palabra, con toda su normatividad, en la historia, y la historia, con toda su precariedad y complejidad, en la Palabra. El éxodo se abre al advenimiento y el advenimiento viene a demorar en el éxodo: el Maestro se hace vivo y presente en nosotros, en el corazón de la historia, y atrae de este modo el futuro de Dios al presente de los hombres, que aceptan como él existir para Otro, para los otros. De cara al martirio, Dietrich Bonhoeffer escribía desde la cárcel donde la barbarie nazi le había encerrado: «El "ser-para-los-demás" de Jesús es la experiencia de la trascendencia.
Sólo desde la libertad de sí mismos, sólo del "ser-para-los-demás"hasta la muerte nace la omnipotencia, la omnisciencia, la omnipresencia. Fe es participar de este ser de Jesús... Nuestra relación con Dios no es una relación "religiosa" con un ser, el más alto, el más poderoso, el mejor que pueda pensarse —ésta no es trascendencia auténtica—, sino que es una vida nueva en el "ser-para-los-demás", en la participación del ser de Jesús. Lo trascendente no es asunto infinito, inalcanzable, sino el prójimo que se nos presenta una y otra vez, que es alcanzable. ¡Dios en forma humana!... "¡el hombre para los demás!", y por eso crucificado. El hombre que vive a partir de lo trascendente».(38)
Eso es Jesús Maestro, no como un modelo exterior y lejano, sino como el Dios cercano, doliente, junto a nosotros, en nosotros, en lo vivo de las tensiones de la historia: «Jesucristo no se sitúa ante la realidad como un extraño; sólo él ha experimentado en su cuerpo la esencia de lo real para decir palabras que nadie en la tierra sabe decir; sólo él ha evitado la caída en la ideología, y es el ser real claro y limpio que llevó en sí mismo y cumplió la esencia de la historia y personificó su ley».(39) Jesús es el Maestro porque sólo él hace presente al Último en el centro y el corazón del penúltimo: «Sólo Cristo nos da la realidad última, la justificación de nuestra vida ante Dios, y no obstante esto, o mejor, a causa de esto, no se nos quitan o se nos ahorran las realidades penúltimas... La vida cristiana es el alborear de las realidades últimas en mí, es la vida de Jesucristo en mí; pero también es siempre un vivir en las realidades penúltimas en espera de las supremas».(40)
Se proyecta así una teología de Jesús Maestro que tenga simultáneamente los tres ingresos en la historia y sea, por consiguiente, intensamente bíblica y rica en la escucha del testimonio viviente del pasado fontal de la fe, densamente existencia y concreto, atento a la complejidad del presente en el que se produce, tendiendo a conjugar las dos dimensiones en una apertura permanente a lo nuevo de la promesa de Dios. El Concilio Vaticano II ha ofrecido un testimonio emblemático de una empresa como ésta: rico en memoria de la Palabra de Dios y de los Padres, atento a la compañía del hombre del mundo contemporáneo, se ha situado como profecía de futuro, nuevo inicio de la situación histórica del cristianismo.
Concilio de la historia, el Vaticano II la ha asumido en la memoria del origen, en la conciencia del presente y en la redescubierta apertura al futuro, que no sólo determina la índole escatológica de la Iglesia peregrinante, sino que ofrece el horizonte más vasto para la presencia y la acción del pueblo de Dios en la andadura mundana. Esta fuerte percepción de estar entre los tiempos ha consentido a la reflexión del Concilio el conjugar éxodo y acontecimiento de la manera más fiel a la complejidad de la vivencia eclesial y mundana: el sentido del Misterio y de la primacía de la Palabra de Dios se añade a la solicitud —a veces hasta demasiado optimista— por el hombre moderno; el sentido de la comunión radicada en las profundidades de la Trinidad santa se empalma con la relevancia de la condición histórica del pueblo de Dios y de sus relaciones con la complejidad de lo humano, el sentido de la escatología se traduce en un fuerte llamamiento a la perenne conversión y reforma.
En esta luz Jesús Maestro se presenta de veras como el sentido y la esperanza de la historia: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro».(41) El Maestro es la revelación del corazón humano, la vida nueva del mundo: «Realmente, el misterio del hombre, sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado, pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al proprio hombre y le descubre la grandeza de su vocación».(42)
Esta conciencia histórica de la fe se la ha apropiado la Tertio millennio adveniente,(43)releyendo el camino de los siglos a partir del acontecimiento de Jesucristo, Maestro y Señor, «nuevo comienzo de todo»,(44) según una "teología de la historia", que reconoce al mismo tiempo el drama del "mysterium iniquitatis" (incluso entre los hijos de la Iglesia) y la consoladora certeza de la fidelidad divina, que obra mediante el Espíritu en el tiempo. Así esta lectura de fe sale al encuentro de las inquietudes de la época posmoderna, marcada por la crisis de las certezas ideológicas y por la sensación de naufragio y caída que la misma ha significado para muchos. Para la fe cristiana, la muerte del Crucificado es la muerte de la muerte, pues Quien muere es el Señor de la vida: la "teología de la historia" no es más que el esfuerzo de dar razón —frente al dolor del tiempo— de esta esperanza suscitada por la Cruz del Hijo de Dios.
La misma pregunta de la cruz de la historia ha motivado en lo profundo las modernas "filosofías de la historia", cuya parábola de triunfo y decadencia repropone con nueva actualidad en este final de milenio el escándalo de la Cruz del Hijo de Dios como único y posible sentido del sufrimiento del devenir y por tanto como fundamento y contenido central de una visión del mundo y de la vida que pueda dar significado y esperanza a la historia. Cuando la violencia ejercida por la ideología sobre lo real ha chocado con la dura resistencia de la realidad misma, se ha visto evidente que no basta cambiar el mundo y la vida en el pensamiento para luego cambiarlos efectivamente en la concreta complejidad que les caracteriza. La crisis de las ideologías de progreso histórico es la crisis de una totalidad cerrada, es la rotura de un horizonte que ha querido imponerse como último, y que —justo en la fragilidad y en la incompleción de lo que ha producido— se ha manifestado claramente penúltimo.
Sin duda, el naufragio de los sistemas de totalidad puede ceder el puesto a un simple vuelco, a una especie de totalidad negativa, de amor a las tinieblas: una patente prueba de esta posibilidad es el resultado nihilista, que la superación dialéctica de la razón moderna asume en muchas formas del denominado "posmoderno". Allí donde la ideología ofrecía un sentido a todo, el sinsentido parece ahora triunfar sobre todas las cosas, y la indiferencia, como pérdida del gusto a plantearse la pregunta sobre el sentido, parece llegar a ser la actitud dominante.
Se abre camino la fascinación de un pensamiento débil, que niegue todas las presunciones de pensamiento fuerte, conservando una sola, la más terrible: la de abrazar todo el horizonte. Si la nada se ha volcado del todo, y el sinsentido es la simple negación de que haya un sentido, el horizonte resulta muy bajo: el país extranjero que parecía asomarse allende el ocaso de la razón moderna, se queda en tierra olvidada, otro lugar no tomado en serio... Aquí es donde emerge el desafío último que una teología sobre Jesús Maestro, del hombre y de la historia, rica de la herencia de la peregrinación cristiana en el tiempo, puede ofrecer a la conciencia de todos en nuestro presente: semejante teología deberá ante todo testimoniar el "adviento", que en el Señor y Maestro se nos asoma, y consiguientemente poner de relieve la fuerza objetiva de la salvación que en Cristo alcanza a todas las cosas y se hace presente a todo ser humano, llamándolo a la decisión suprema (el "Nolite timere. Ego vobiscum sum" del programa alberoniano referido a la figura de Jesús Maestro).
Pero tal teología deberá ofrecer asimismo el sentido que la luz del Dios que viene arroja sobre los humildes días del éxodo, y rescatar no sólo el hoy de la decisión, con su no y su sí transformante, sino también las obras y los días que lo preceden y siguen (el "Ab hinc illuminare volo" del mismo sueño alberoniano, que releva cómo «toda la luz ha de recibirse de Jesús Maestro»). La teología de la historia se presenta en esta perspectiva como una teología de la esperanza, fundada en el acontecimiento trinitario de la Cruz y Resurrección del Hijo, y por tanto de la continua reforma, que provoca el corazón de cada uno y de la Iglesia a hacerse terreno de adviento de la novedad inasible del Dios de la vida y de la historia (el "Poenitens cor tenete", que completa el programa de Don Alberione). Jesús Maestro deviene así la promesa y el desafío de los tiempos nuevos, entrecerrados al ocaso del "siglo breve" y al final de los mitos totalitarios que tan dramáticamente lo han marcado: «El cristianismo hoy —escribía Luigi Pareyson— no es algo ante lo cual se pueda permanecer indiferentes. Es necesario optar o a favor o en contra. No hay término medio: toda posición de compromiso ha sido arramblada por la crisis de la cultura moderna».(45) Ante el Maestro que viene y llama hay que tomar posición: «il faut choisir!».(46)