Homilía del Papa Francisco en la Santa Misa en Egipto:Texto y Video
Discurso a Sacerdotes, Religiosos y Seminaristas de Egipto
EL CAIRO, 29 Abr. 17- En su segundo día de visita en
Egipto, el Papa Francisco celebró la Santa Misa en el estadio del Ejército
del Aire de El Cairo ante unas 15.000 fieles.
El Santo Padre aseguró en su homilía que “quien no pasa a través de la
experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se
condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios
sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja
nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder”.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa:
Al Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.
Hoy, III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron
los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que se
puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección y vida.
Muerte: los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de
desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es inútil
esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados. Su camino es
un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia del Crucificado. La
crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y la «necedad» de la Cruz (cf. 1
Co 1,18; 2,2), ha terminado por sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que
habían construido su existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado
consigo a la tumba todas sus aspiraciones. No podían creer que el Maestro y
el Salvador que había resucitado a los muertos y curado a los enfermos
pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza.
No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan
infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de
Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios. De hecho,
los muertos en el sepulcro de la estrechez de su entendimiento.
Cuantas veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de
Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas veces se
desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la
omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia
del amor, del perdón y de la vida. Los discípulos reconocieron a Jesús «al
partir el pan», en la Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que
oscurece nuestros ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de
nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios.
Resurrección: en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más
angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino
para que descubran que él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
Jesús trasforma su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la
esperanza humana comienza a brillar la divina: «Lo que es imposible para los
hombres es posible para Dios» (Lc 18,27; cf. 1,37). Cuando el hombre toca
fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la
ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo,
Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción
en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a
Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb
11,34).
Los dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado,
regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar
testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su
incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han hallado
la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y de los
Profetas; han encontrado el sentido de la aparente derrota de la Cruz.
Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la
Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De
hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre
concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la
omnipotencia y el poder.
Vida: el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos
discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera
y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI, Audiencia General,
11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una fe que nace de la
Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección.
Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y
vana también vuestra fe» (1 Co 15,14).
El Resucitado desaparece de su vista, para enseñarnos que no podemos retener
a Jesús en su visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin
haber visto» (Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él
está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y
con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y regresaron
a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia. «Hemos visto al
Señor […]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc 24,32).
La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve
llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del
temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que
se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve
tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de
nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón
(cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4).[1] Para
Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita.
La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más
honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar
a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace
ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para
amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir
la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos
da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha
caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al
encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a
socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45). La verdadera
fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma
fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En
realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la
humildad y en la conciencia de ser pequeño.
Queridos hermanos y hermanas:
A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único
extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier
otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.
Ahora, como los discípulos de Emaús, regresad a vuestra Jerusalén, es decir,
a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra
patria llenos de alegría, de valentía y de fe. No tengáis miedo a abrir
vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejad que él transforme vuestras
incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás. No tengáis
miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el
tesoro del creyente.
La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra,
iluminen nuestros corazones y os bendigan a vosotros y al amado Egipto que,
en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha
dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de
santos y santas.
Al Massih Kam / Bilhakika kam! – Cristo ha Resucitado. / Verdaderamente ha
Resucitado.