Discurso del Papa Francisco a sacerdotes, religiosos y seminaristas de Egipto: Texto y Video
Homilía del Papa en la celebración de la Santa Misa en Egipto
EL CAIRO, 29 Abr. 17 / (ACI).- Antes de regresar a Roma, el Papa
Francisco se reunió en el Seminario Al-Maadi con sacerdotes, religiosos,
religiosas y seminaristas para orar junto a ellos. Tras la oración el Santo
Padre les dirigió un discurso en el que detalló 7 tentaciones que pueden
asaltar a la persona consagrada y cómo derrotarlas.
"El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños
a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja
dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la
murmuración", advirtió Francisco.
A continuación, el texto completo del discurso
del Papa:
Al Salamò Alaikum! / La paz esté con vosotros.
«Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Cristo ha vencido para siempre la muerte. Gocemos y alegrémonos en él».
Me siento muy feliz de estar con vosotros en este lugar donde se forman los
sacerdotes, y que simboliza el corazón de la Iglesia Católica en Egipto. Con
alegría saludo en vosotros, sacerdotes, consagrados y consagradas de la
pequeña grey católica de Egipto, a la «levadura» que Dios prepara para esta
bendita Tierra, para que, junto con nuestros hermanos ortodoxos, crezca en
ella su Reino (cf. Mt 13,13).
Deseo, en primer lugar, daros las gracias por vuestro testimonio y por todo
el bien que hacéis cada día, trabajando en medio de numerosos retos y, a
menudo, con pocos consuelos. Deseo también animaros. No tengáis miedo al
peso de cada día, al peso de las circunstancias difíciles por las que
algunos de vosotros tenéis que atravesar. Nosotros veneramos la Santa Cruz,
que es signo e instrumento de nuestra salvación. Quien huye de la Cruz,
escapa de la resurrección.
«No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el
reino» (Lc 12,32).
Se trata, por tanto, de creer, de dar testimonio de la verdad, de sembrar y
cultivar sin esperar ver la cosecha. De hecho, nosotros cosechamos los
frutos que han sembrado muchos otros hermanos, consagrados y no consagrados,
que han trabajado generosamente en la viña del Señor. Vuestra historia está
llena de ellos.
En medio de tantos motivos para desanimarse, de numerosos profetas de
destrucción y de condena, de tantas voces negativas y desesperadas, sed una
fuerza positiva, sed la luz y la sal de esta sociedad, la locomotora que
empuja el tren hacia adelante, llevándolo hacia la meta, sed sembradores de
esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia.
Todo esto será posible si la persona consagrada no cede a las tentaciones
que encuentra cada día en su camino. Me gustaría destacar algunas
significativas.
1- La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el
deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes prados
y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la
desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está siempre lleno
de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso
cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su
corazón está roto. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud,
pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra
fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu Padre,
que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).
2- La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los
demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o
sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el consagrado es aquel
que con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo en una oportunidad,
y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en
realidad no quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose a los pastores,
dice: «fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb
12,12; cf. Is 35,3).
3- La tentación de la murmuración y de la envidia. El peligro es grave
cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de
regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la
envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración.
Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están
creciendo, y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les
quita su valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo
cualquier organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una
familia dividida no puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia
del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el
instrumento y el arma.
4- La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la
diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que
están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos
con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la
pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado.
Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres,
carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu Santo.
5- La tentación del «faraonismo», es decir, de endurecer el corazón y
cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de
los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse
servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el
comienzo entre los discípulos, los cuales — dice el Evangelio— «por el
camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El antídoto
a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y
el servidor de todos» (Mc 9,35).
6- La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio:
«Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el
camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí
mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se
justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo,
donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf.
1Co 12,12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de
escándalo y de conflicto.
7- La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su
identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón
dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En
realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina
sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad
como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en
vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es decir, parte de la
Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto más enraizado está en la
tierra, más alto crece hacia el cielo.
Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es fácil, pero es
posible si estamos injertados en Jesús: «Permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). Cuanto más enraizados
estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos. Así el consagrado
conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la
gratitud en su vida con Dios y en su misión. La calidad de nuestra
consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual.
Egipto ha contribuido a enriquecer a la Iglesia con el inestimable tesoro de
la vida monástica. Os exhorto, por tanto, a sacar provecho del ejemplo de
san Pablo el eremita, de san Antonio Abad, de los santos Padres del desierto
y de los numerosos monjes que con su vida y ejemplo han abierto las puertas
del cielo a muchos hermanos y hermanas; de este modo, también vosotros
seréis sal y luz, es decir, motivo de salvación para vosotros mismos y para
todos los demás, creyentes y no creyentes y, especialmente, para los
últimos, los necesitados, los abandonados y los descartados.
Que la Sagrada Familia os proteja y os bendiga a todos, a vuestro País y a
todos sus habitantes. Desde el fondo de mi corazón deseo a cada uno de
vosotros lo mejor, y a través de vosotros saludo a los fieles que Dios ha
confiado a vuestro cuidado. Que el Señor os conceda los frutos de su
Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad,
modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23).
Os tendré siempre presentes en mi corazón y en mis oraciones. Ánimo y
adelante, guiados por el Espíritu Santo. «Este es el día en que actúo el
Señor, sea nuestra alegría». Y por favor, no olvidéis de rezar por mí.