Domingo 20 del Tiempo Ordinario C - No he venido a traer paz - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - El tiempo de la decisión
Comentario Teológico: Andrés Pardo - El riesgo del testimonio
Comentario Teológico: P. José A. Marcone, I.V.E. - Fuego, sangre y división
(Lc.12,49-53)
Comentario teológico: Hans Urs von Balthasar - A las tres lecturas
Comentario Teológico: Carta a los Hebreos - Fijos los ojos en Jesús
Santos Padres: San Ambrosio - Fuego purificador y pasión redentora (Lc 12,
49-53)
Santos Padres:
San Juan Crisóstomo - Homilía 35
Aplicación:
R. P. Alfredo Sáenz, S. J. - La tibieza
Aplicación: Benedicto XVI - Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No,
sino división
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Jesús no quiere dividir a los hombres
Aplicación: P. R. Cantalamessa - He venido a traer división en la tierra
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Signo de contradicción y Príncipe
de la paz Lc 12, 49-53
Directorio Homilético - Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - El tiempo de la decisión
49 Fuego vine a echar sobre la tierra. ¡Y cuánto desearía que ya estuviera
ardiendo! 50 Tengo un bautismo con que he de ser bautizado. ¡Y cuánta es mi
angustia hasta que esto se cumpla! 51 ¿Pensáis que he venido a poner paz en
la tierra? Nada de eso -os lo digo yo-, sino discordia. 52 Porque desde
ahora en adelante, en una casa de cinco personas, estarán en discordia tres
contra dos y dos contra tres: 53 el padre estará en discordia contra el
hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra
la madre; la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra.
Jesús aportó el tiempo de salvación. ¿Qué se puede percibir de esto? El
tiempo de salvación se anuncia como tiempo de paz; el Mesías es portador de
paz. ¿Qué se ha producido en realidad? Falta de paz, discordia hasta en las
mismas familias. Los discípulos no deben, sin embargo, perder la cabeza. El
tiempo que se ha inaugurado con Jesús es en primer lugar tiempo de decisión.
Jesús tiene que cumplir una misión que le ha sido confiada por Dios. La
misión reza así: Echar fuego sobre la tierra, traer el Espíritu Santo con su
fuerza purificadora y renovadora. Jesús tiene ardiente deseo de que se
verifique este envío del Espíritu. Pero antes debe él ser bautizado con un
bautismo, debe pasar por sufrimientos que lo azoten como oleadas de agua.
Está penetrado de angustia hasta que se cumpla la pasión mortal. La agonía
de Getsemaní envía ya por delante sus mensajeros. La salvación del tiempo
final no viene sin los trabajos de la pasión. El ansia por salvarse debe
infundir ánimos para soportar las angustias de la pasión. La elevación al
cielo se efectúa a través de la cruz. Jesús está en camino hacia Jerusalén,
donde le aguarda la gloria que seguirá a la muerte.
El Mesías es anunciado y esperado como portador de paz. Es el príncipe de la
paz; su nacimiento trae paz a los hombres en la tierra (Isa_9:5 s; Zac_9:10;
Luc_2:14; Efe_2:14 ss.). La paz es salvación, orden, unidad. Ahora bien,
antes de que se inicie el tiempo de paz y de salvación hay falta de paz,
división y discordia, incluso donde la paz debería tener principalmente su
asiento. El profeta Miqueas se expresó con las palabras siguientes acerca
del tiempo de infortunios y discordias que ha de preceder al tiempo de
salvación: «El hijo deshonra al padre, la hija se alza contra la madre, la
nuera contra la suegra, y los enemigos son sus mismos domésticos. Mas yo
esperaré en Yahveh, esperaré en el Dios de mi salvación, y mi Dios me oirá»
(Miq_7:6 s). Ahora tiene lugar la división. Acerca de Jesús se dividen las
familias, acerca de él deben decidirse los hombres (Miq_2:34). Esta división
y separación es señal de que han comenzado los acontecimientos finales, que
a cada cual exigen decisión.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
Comentario Teológico: Andrés Pardo - El riesgo del testimonio
Aceptar con todas las consecuencias la misión de ser profeta y portavoz de
Dios es una dura carga, llena de incomprensiones y de riesgos. Porque
mantener la fidelidad a Dios es más difícil que ser fiel a los hombres. El
profeta de todos los tiempos ha sufrido persecuciones y desconocimiento de
los más cercanos. Le pasó a Jeremías, porque hablaba claro; por eso
quisieron hundirle en el lodo del aljibe, para ahogar su palabra. Y le pasó
a Jesús, que soportó la cruz y la oposición de los pecadores, renunciando al
gozo inmediato. Es un aviso para los cristianos en los momentos de lucha o
desánimo.
Aceptar a Jesús nos lleva a ser presencia contestaria en medio de la
sociedad y dentro de la propia familia. El seguimiento de Cristo puede
suponer en el cristiano continuidad de sufrimientos, de conflictos,
separaciones, enemistades.
Cuando se medita la frase de Jesús en el evangelio de este domingo "Yo he
venido a prender fuego en el mundo", se comprende que hay que anunciar el
Evangelio con calor y pasión, sin tibiezas. Con palabras tibias contribuimos
a mantener medianías y situaciones difusas.
Siempre el cristiano ha de testimoniar el valor profundo de la paz, que no
es comodidad, aceptación de la injusticia o simple convivencia perezosa.
Porque Cristo luchó por la verdadera paz, que es la defensa del hombre,
murió víctima de la violencia. Quien sufre por amor al Crucificado debe ver
en ello una ratificación de la rectitud de su fe y del camino de su vida.
Comentario Teológico: P. José A. Marcone, I.V.E. - Fuego, sangre y
división (Lc.12,49-53)
Introducción
¿Para qué vino Jesús al mundo? El mismo Jesús se preocupó de responder a
esta pregunta varias veces. Por ejemplo en Lc.19,10 dice: “El Hijo del
hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido”. Y en Lc.5,32: “Yo no
vine a llamar a los justos sino a los pecadores para que se arrepientan”. Y
generalmente nos acordamos más de estas respuestas de Jesús: Jesús vino a
traer el perdón, la paz, a llamar a los hombres a una mayor comprensión, a
una mayor bondad y misericordia. Lo cual es absolutamente verdadero.
Sin embargo hoy Jesús completa su respuesta dándonos el tono justo de su
venida: “Yo vine a traer fuego; yo vine a traer sangre; yo no vine a traer
paz, yo vine a traer división; una división profunda aún entre los más
íntimos, en el seno de la misma familia”. Estas son palabras de Jesús y hay
que tomarlas muy en serio.
No las tomó en serio por ejemplo un famoso falso apologeta del siglo XIX de
apellido Renán. Él hablaba de Jesús como el ‘dulce Galileo’, identificándolo
con un hombre soñador y poeta, un pastor sencillo, idealista e ingenuo, que
se vio sobrepasado por su propia fama. Y dice que Jesús se hizo matar por
ingenuidad pastoril. Dice que se dejó “llevar suavemente cuesta abajo por la
cadena de sus embriagantes triunfos populares sin ver a lo que se exponía
hasta que fue demasiado tarde”.[1] Renán, entonces, nos presenta un Cristo
que no es hombre, es un molusco, un invertebrado, un flan, un pastel. Y
además un Cristo que no es Dios. Porque Renán también dice: “Jesucristo no
fue Dios; fue la más grande esperanza que ha cruzado sobre la pobre
Humanidad”. Lo rebaja quitándole la divinidad y reduciéndolo a puro hombre;
como se rebaja el vino agregándole tanta agua que ya pierde su naturaleza de
vino y deja de ser vino.
Tampoco tomó en serio las palabras de hoy un director de cine como Franco
Zefirelli. Produce una película que presenta a un Cristo melancólico y
romántico, bohemio y bonachón. Es el mismo Cristo que trasmite la imagen de
San Francisco de Asís en la película “Hermano Sol, hermana Luna”, donde
todos confunden a San Francisco con el novio de Santa Clara. Quieren hacer
de Cristo un chico bueno y soñador, en definitiva, inofensivo, que no mata
una mosca.
Y esta imagen de Cristo de Renán y de Zefirelli es la imagen que
lamentablemente se presenta en cientos de parroquias en los catecismos de
los sábados. Ni más ni menos. Un Cristo como el de Renán, ingenuo y puro
hombre. Un hombre como el de Zefirelli, tierno y sentimental.
Y se olvidan de las palabras de hoy: fuego, guerra, sangre, división. Cuando
se dice de alguien que entra ‘a sangre y fuego’, se dice de alguien que es
violento, que no tiene nada de sentimental. Y de hecho Jesucristo hoy dice
en el evangelio que entra en el mundo ‘a sangre y fuego’.
1. Fuego
“¡Fuego he venido a traer sobre la tierra, y cuánto quisiera que ya
estuviera ardiendo!”. No fue una palabra. Fue un grito. Un grito que brotó
de lo más profundo de su ser.
¿Qué significa este fuego? Este fuego significa, en primer lugar, el
Espíritu Santo. En el Nuevo Testamento, la identificación entre el Espíritu
Santo y el fuego queda en evidencia con claridad en Pentecostés. Allí el
Espíritu Santo descendió sobre la Iglesia naciente en forma de lenguas de
fuego. Cuando Jesús dice que vino a traer fuego sobre la tierra y que está
ansioso de que esté ya ardiendo, está diciendo que Él vino a traer el
Espíritu Santo y está ansioso hasta que el Espíritu Santo queme
interiormente el alma de los hombres y éstos estén llenos del Espíritu
Santo.
Cuando el fuego toma una madera primero la purifica de todas sus impurezas.
Luego se hace una brasa ardiente y ya casi no se distingue entre la madera y
el fuego: se han hecho una sola cosa. Así también el Espíritu Santo que
entra en un alma, primero la purifica quemándole todos los pecados, vicios y
defectos. Luego la va convirtiendo en Sí Mismo, hasta que el alma está tan
unida al Espíritu que ya no se distingue entre el Espíritu y el alma.
Este hecho de que el alma quede indisolublemente unida a Dios se realiza por
el amor que el alma le profesa al Espíritu y el amor del Espíritu hacia el
alma. Por eso el fuego es también símbolo del amor que transforma al alma en
el Amado. De hecho, el Espíritu, en Dios, es la Persona-Amor. El Espíritu
Santo es el amor. Y el amor es una pasión que lo arrolla todo, como el
fuego: “Las aguas torrenciales no podrían apagar el amor, ni ahogarlo los
ríos. Fuerte es el amor como la muerte” (Cant.8,6-7).
Entonces el fuego de nuestro texto es el Espíritu Santo que es un fuego “que
purificará y abrasará los corazones y que debe encenderse en la cruz”.[2] De
hecho, este fuego que es el Espíritu Santo se encendió en la cruz, cuando
Cristo, al morir “exhaló su espíritu” (Mt.27,50). El Espíritu Santo es fuego
que purifica las conciencias. Ya en el Antiguo Testamento el fuego
simbolizaba la acción soberana de Dios y de su Espíritu para purificar las
conciencias (cf. Is.1,25; Za.13,9; Ml.3,2-3). Esta interpretación se
confirma con Hech.1,5; dice Jesús: “Juan bautizó con agua, pero ustedes
dentro de pocos días serán bautizados en Espíritu Santo”.
Así se explica la ‘oposición’ entre el bautismo de agua de Juan y el
bautismo de fuego del Espíritu Santo de Cristo, presentado por el mismo
Juan. El bautismo de agua de Juan era una llamada a la conversión, al
arrepentimiento interior. El de Cristo, a través del agua del sacramento del
Bautismo, incluye una acción concreta del Espíritu que lava del pecado y
purifica más profundamente. De hecho, “el fuego es un medio de purificación
menos material y más eficaz que el agua”.[3]
Pero para tener una noción completa acerca de qué clase de fuego es el
Espíritu Santo es necesario tener en cuenta aquella otra frase de San Juan
Bautista, refiriéndose a Cristo: “En su mano tiene el bieldo para limpiar su
era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que
no se apaga” (Lc.3,17). Porque el Espíritu Santo que es fuego, tendrá una
acción distinta según sea el material sobre el que se aplica. Sobre el alma
buena que busca sinceramente la unión con Dios, el Espíritu Santo será un
fuego que la acrisolará, es decir, la purificará y la enriquecerá, acrecerá
su valor. Es la labor del Espíritu Santo que es fuego de amor. Pero en aquel
que ha rehusado creer en Cristo y ha despreciado su llamada al
arrepentimiento y a la santidad, el Espíritu Santo será un fuego que
destruirá como el fuego destruye la paja sin valor, convirtiéndola en ceniza
sin peso. Es la labor del Espíritu Santo en cuanto fuego del juicio.
De nosotros depende qué tipo de fuego será Jesús para nosotros: “el que
recibe a Jesús y su mensaje es colmado del Espíritu Santo. Para el que
rechaza a Jesús, este encuentro se convierte en un juicio”.[4]
Pero hay que tener en cuenta que “Jesús atribuye a su entero obrar el
carácter del fuego”. Jesús “quiere encender, investir, incendiar y, como el
fuego, abrazar, encerrar en su ámbito, penetrando todo”.[5] La acción de
Jesús es todo lo contrario del aceite, que resbala por todos lados y por el
que todo resbala. Es todo lo contrario del merengue y del pastel. Jesús es
fuego. Jesús nunca dijo: “Yo soy la miel de la vida”.
Jesús, cuando dice que vino a traer fuego, quiere decir que su acción debe
envolver toda la vida del que acepta el encuentro con Él. Su presencia debe
permear todos los ámbitos del hombre y todos los momentos de su vida. No
solamente se debe vivir de acuerdo a las máximas de Jesús el domingo en la
Misa, sino todos los días, de lunes a domingo, las 24 horas de día. No
solamente se debe ser cristiano en la iglesia. Sino también en el trabajo,
en el ómnibus, en la calle, con los vecinos, dentro del hogar, en el
deporte, en la escuela, en la universidad. Ningún ámbito debe quedar
excluido, como no hay un solo ámbito que el fuego perdone cuando embiste.
2. Sangre
¿Cuál es el significado de la frase “tengo que recibir un bautismo”? Queda
aclarado en Mc.10,38 cuando Jesús les responde a los hijos del Zebedeo que
le pedían un puesto de honor: “Jesús les dijo: «No sabéis lo que pedís.
¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo
con que yo voy a ser bautizado?»”. No hay duda que la copa o el cáliz de
Jesús es los sufrimientos de la pasión. Por lo tanto, el bautismo de Jesús
es también la pasión.
Pero ‘bautismo’ en griego significa ‘inmersión’. “Tengo que recibir un
bautismo” significa “tengo que recibir una inmersión”. ¿A qué inmersión se
refiere? Se refiere a la inmersión que Él va a realizar en su propia sangre,
en la pasión. ¿Qué significa ‘¡qué angustia siento hasta que esto se cumpla
plenamente!’? En primer lugar, significa que Jesús, impulsado por su inmenso
amor, tiene un gran deseo de sufrir para consumar la salvación de los
hombres.
Pero dice, ‘hasta que se cumpla plenamente’. Por eso, en segundo lugar
significa que quiere que los hombres participen de ese bautismo. A eso
apunta el ‘plenamente’. Apunta a que el Cristo Total, la Iglesia, se sumerja
en esa sangre. Que nosotros nos sumerjamos significa que nos bauticemos y
llevemos las promesas bautismales hasta sus últimas consecuencias. Esto
significa que nosotros también debemos sumergirnos en nuestra propia sangre,
es decir, sacrificarnos por los demás hasta el derramamiento de sangre. Esto
es lo que se dice en la segunda lectura: “Pensad en aquel que tuvo que
sufrir semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no os dejaréis
abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, no
habéis resistido todavía hasta derramar vuestra sangre” (Heb.12,1-4).
3. División
La tercera proposición del evangelio de hoy es consecuencia de las dos
primeras. La acción del fuego en el juicio es la acción del que discierne,
del que divide. Por eso es que Jesucristo dice también: “¿Ustedes piensan
que yo vine a traer la paz? No, no vine a traer la paz sino la división”. En
la formulación de Mateo la división se expresa con un término más fuerte:
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz,
sino espada” (Mt.10,34).
Y la acción de la sangre, la acción de la pasión, la acción de la cruz es
también dividir los corazones de los hombres: “Nosotros predicamos a un
Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles;
mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de
Dios y sabiduría de Dios” (1Cor.1,23-24).
¿Por qué el fuego de Jesucristo es división? Porque el fuego es el que sirve
para discernir entre lo que vale o no vale. Hay algo que se llama crisol. El
crisol es un vaso especial donde se funden metales. Se lo somete a la acción
del fuego, a una gran temperatura y se derriten los metales. Los metales que
son nobles, los que valen, como el oro o la plata, permanecen. Mientras que
los metales que no valen mucho, como el plomo o el estaño, se separan y se
ponen aparte.
El fuego de Jesucristo hace lo mismo. Él no es gris, Él es blanco o negro.
Él no es verdad y falsedad al mismo tiempo: él es verdad. Bien definido. Él
no es sí y no al mismo tiempo, como dice San Pablo (cf. 2Cor.1,19). Es sí o
es no, pero no los dos al mismo tiempo. Jesucristo es el Amén de Dios.
Jesucristo no es el bien y el mal al mismo tiempo: Jesucristo es el bien.
Además, todos aquellos que se confrontan con Jesucristo deben necesariamente
tomar una posición. No pueden permanecer indiferentes. Por eso dice
Jesucristo que Él va a ser causa de división en el seno de una misma
familia. Ni siquiera los nexos familiares, que son tan fuertes, van a
resistir la fuerza de división que trae Jesucristo.
Esto es tan esencial a la misión de Jesucristo que va a ser revelado desde
los inicios del Evangelio. Alguien tan apacible como lo es el anciano Simeón
lo va nombrar como una de las características esenciales de Jesús. En
efecto, cuando Jesús tiene apenas cuarenta días de vida y es presentado en
el templo, Simeón le anuncia a la Virgen María: “ ‘Este niño será causa de
caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a
ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente
los pensamientos íntimos de muchos’.” (Lc.2,34-35). Al decir ‘los
pensamientos íntimos de muchos’ se está refiriendo a la intención del
corazón, es decir, allí donde se fragua la decisión de aceptar o rechazar a
Cristo.
“La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo
hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y
el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero
a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el
poder de llegar a ser hijos de Dios.” (Jn.1,9-12)
Lo que hace que Jesús sea causa de división es la verdad. Ante la verdad es
necesario tomar posición. No se puede aceptar la verdad a medias. O se la
acepta o se la rechaza, no queda otra posibilidad. Así por ejemplo, la
doctrina católica sobre la homosexualidad. Sabemos que es un grave pecado y
está asentada en una mentira sobre la naturaleza y la dignidad humanas. La
homosexualidad es una falsedad. Lo dice San Pablo. Es un pecado grave. Sin
embargo hay hombres que son perseguidos por afirmar que la homosexualidad es
gravemente inmoral. En Holanda, en el año 2007, un obispo predicó acerca de
la homosexualidad, haciendo ver que es inmoral y fue procesado y condenado a
cárcel. Y así sucede con muchas otras verdades acerca de la vida humana: el
aborto, la eutanasia, etc.
La verdad no es negociable. No se puede renunciar a la verdad por la
búsqueda de una armonía. No se puede pactar un compromiso a costa de la
verdad. Y esto divide.
Jesús “de ninguna manera quiere justificar todo, abolir la distinción entre
bueno y malo, poner todo de acuerdo”.[6] Como dijo hace muy poco, en junio
de 2013, el obispo de Chicago, el Cardenal Georges: “Jesús es
Misericordioso, pero no es estúpido; sabe la diferencia entre lo que está
bien y lo que está mal”, en referencia a falsos católicos que afirmaban que
la homosexualidad estaba bien.[7] Él viene a hacer pasar todo por la prueba
del fuego: el fuego del amor y el fuego del juicio.
Y la cruz también divide. En un mundo como el de hoy la cruz es escandalosa.
En el mundo de hoy y en todo ambiente de mentalidad mundana, en todos los
tiempos, la cruz levanta la persecución del mundo y, por lo tanto, la
división. La cruz siempre trazará una línea que divide a unos hombres de
otros, aún dentro de una misma familia. Esa línea contrapone a dos clases de
hombres. Porque la cruz se contrapone abiertamente a los principios del
mundo. La contraposición es la siguiente: la humildad de la cruz contra los
éxitos espectaculares del mundo, los sufrimientos de la cruz contra el
placer del mundo, la mansedumbre de la cruz contra la violencia del mundo,
el servicio de la cruz contra el poder del mundo. La cruz genera desprecio y
persecución. La cruz, que es sangre y que es bautismo, también divide.
Conclusión
Todo cristiano ha sido llamado a ser otro Cristo y a producir los mismos
efectos de Cristo. Por eso todo cristiano en el mundo debe ser fuego, debe
estar ansioso por padecer y debe obligar a los hombres a tomar partido
frente a la verdad del Evangelio.
Nosotros también tenemos que ser ese fuego, tenemos que ser fuego por
participación. Así como somos Dios por participación.
Nosotros debemos tomar muy en serio este evangelio. Primero recibir el
fuego: recibir el Espíritu Santo, que es amor que quema. Segundo, ser fuego
que arrasa por el amor. Ser fuego que discierne, que divide. Aún más: si en
nuestra acción de cristianos no somos signo de contradicción, es sospechoso.
Los sacerdotes chinos recién ordenados, apenas entran en contacto con sus
comunidades católicas clandestinas, necesitan ser tomados presos y
permanecer un buen tiempo en prisión. Porque es el único modo en que los
fieles chinos pueden saber que ese sacerdote no es un infiltrado ni un falso
sacerdote. Si no son puestos en la cárcel su comunidad sospecha de que sean
verdaderos sacerdotes católicos. Son signos de contradicción y por eso son
aceptados por sus ovejas.
Debemos ser sumergidos en la sangre, un baño por inmersión en la sangre de
Cristo: debemos ser fieles a las promesas bautismales. Debemos bañarnos,
bautizarnos en nuestra propia sangre, sacrificándonos por los demás.
Debe verificarse en nosotros esta poesía del Oficio de Lectura del
Breviario.
¡Espada de dos filos
es, Señor, tu palabra!
Penetra como fuego
y divide la entraña.
¡Nada como tu voz,
es terrible tu espada!
¡Nada como tu aliento,
es dulce tu palabra!
(…)
Espada de dos filos
que me cercena el alma,
que hiere a sangre y fuego
esta carne mimada,
que mata los ardores
para encender la gracia.
Vivir de tus incendios,
luchar por tus batallas,
dejar por los caminos
rumor de tus sandalias.
¡Espada de dos filos
es, Señor, tu palabra![8]
Si somos fuego y somos sangre, seremos también división, espada. No debemos
callar ninguna verdad del Evangelio por temor a ser perseguidos.
En medio de este fuego, esta sangre y esta división que Jesús viene a traer,
está su Madre. La espada que busca a Jesús para matarlo, la espada que
contradice al Hijo, atravesará también a la Madre, el alma de su Madre, como
dijo el anciano Simeón: “Y a ti una espada te atravesará el corazón”
(Lc.2,34-35).
[1] Leonardo Castellani.
[2] Nota de la Biblia de Jerusalén a Lc.12,49.
[3] Nota de la Biblia de Jerusalén a Mt.3,11.
[4] Klemens Stock S.I., La Liturgia della Parola.
Spiegazione dei Vangeli domenicali e festivi, Anno C (Luca), ADP, Roma 2003,
p. 274-277.
[5] Klemens Stock S.I., La Liturgia della Parola,
… ibidem.
[6] Klemens Stock S.I., La Liturgia della Parola,
… ibidem.
[7] NOTICIAS GLOBALES, USA: La identidad
católica. No colaborar con los pro-gay. Año XVI. Número 1083, 17/13.
Gacetilla n° 1198. Buenos Aires, 8 agosto 2013.
[8] Otro texto que puede darnos la idea de lo
‘terrible’ que es la Palabra es el Salmo 28, “Manifestación de Dios en la
tempestad”, Lunes I, Laudes. Entre otras cosas dice: “La voz del Señor es
potente; la voz del Señor descuaja los cedros. La voz del Señor lanza llamas
de fuego. La voz del Señor retuerce los robles”.
Comentario teológico: Hans Urs von Balthasar - A las tres lecturas
1. «No paz, sino división».
El fuego que según el evangelio Jesús ha venido a prender en el mundo, es el
fuego del amor divino que debe alcanzar a los hombres. A partir de la cruz,
su terrible bautismo, comenzará a arder. Pero no todos se dejaran inflamar
por la exigencia absoluta e incondicional de este fuego, de manera que aquel
amor, que querría y podría conducir a los hombres a la unidad, los divide a
causa de su resistencia. Más clara e inexorablemente que antes de Cristo, la
humanidad entera se dividirá en dos reinos, bloques o Estados, lo que
Agustín designa como la «ciudad de Dios», dominada por el amor, y la «ciudad
de este mundo», dominada por la concupiscencia. Jesús muestra que la
división rompe los vínculos familiares más íntimos y, según la descripción
de Pablo, a menudo atraviesa incluso los corazones de los hombres, donde la
carne lucha contra el espíritu (Ga 5,17), y el «hombre desgraciado» «no hace
lo que quiere, sino lo que (en el fondo) detesta» (Rm 7,15). Pero esto no es
para Jesús ni para Pablo una trágica fatalidad, sino una lucha que ha de
mantenerse hasta la victoria final: porque el amor y el odio no son dos
principios igualmente eternos (como pensaban los maniqueos), sino porque
nosotros podemos «vencer al mal a fuerza de bien» (Rm 12,21), para lo cual
se nos da la fuerza de la gracia de Dios.
2. «Jeremías se hundió en el lodo».
La lucha es dura, porque el «reino de este mundo» está lleno de crueldad. La
guerra, la tortura y las múltiples formas de crueldad han reinado en el
mundo desde siempre, y parece como si hubieran aumentado más aún a raíz de
la aparición de Cristo, el «príncipe de la paz». Jesús divide y agrava las
oposiciones. Lo que le sucede a Jeremías en la primera lectura no es más que
un ejemplo de las innumerables atrocidades que se cometen en el mundo, a
veces también en nombre de la religión. El profeta es sometido a semejante
tortura, que según las intenciones de sus autores debería haberlo matado, a
causa de la palabra de Dios que se oponía al ciego deseo de guerra de
Israel. Los hombres piadosos piden a Dios en los salmos con bastante
frecuencia que los libre del lodo en el que se encuentran hundidos (Sal
40,3; 69,15) y Job se compara a sí mismo con este lodo (10,9; 13,12 etc.).
Pablo dice que ha sido relegado al último lugar y considerado como «la
basura del mundo» (1 Co 4,9.13).
3. «Sin miedo a la ignominia».
En esta «pelea» de la que habla también la segunda lectura, y de la que el
cristiano siente la tentación de retirarse, sólo importa una cosa: tener
«fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», recordando «al que
soportó la oposición de los pecadores». Innumerables hombres, «una nube
ingente de espectadores», de testigos de la fe, han hecho esto antes que
nosotros y han sido puestos a prueba, a menudo más duramente, llegando
incluso a derramar su «sangre». Jesús ha tomado sobre sí abundantemente la
ignominia del mundo, todo su viacrucis estuvo acompañado del escarnio y del
desprecio. Fue precisamente a través de este fango de la ignominia como él
llegó a sentarse «a la derecha del Padre». El que contempla este ejemplo se
avergonzará de permanecer tan lejos de él en lo que a la ignominia se
refiere.
(HANS URS von BALTHASAR LUZ DE LA PALABRA Comentarios a las lecturas
dominicales A-B-C Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 277 s.)
Comentario Teológico: Carta a los Hebreos - Fijos los ojos en Jesús
La carta a los Hebreos presenta a Jesús como objeto de contemplación: "Fijos
los ojos en Jesús ... recordad al que soportó la oposición de los
pecadores". Esto es decisivo para Hebreos: de hecho la carta no intenta sino
poner ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús. El objetivo es que la
contemplación de Jesucristo y de su camino hacia Dios conduzca a una íntima
experiencia personal, es decir, a la fe viva. El camino de la plena entrega
interior a Dios es el único acceso a la verdadera vida en Dios.
Con la mirada puesta en la firma constancia de Jesús el autor exhorta:
"quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata y corramos en la
carrera que nos toca, sin retirarnos".
Se considera el pecado "como un lastre que se nos pega", experiencia típica
de personas y comunidades ya viejas; es la mediocridad, la cerrazón, la poca
generosidad, la dimisión ante los auténticos objetivos de la vida, el miedo,
el desánimo, el cansancio.
Todo esto puede superarse si clavamos nuestra mirada en Jesús: "el es el que
comienza y completa nuestra fe".
El es el que "comienza" y "acaba" todos nuestros movimientos interiores
hacia Dios. El menor de nuestros pensamientos dirigidos hacia Dios es
suscitado en nosotros por el Espíritu de Jesús.
Jesús no es un ser lejano, distanciado, está en el corazón del mundo, en lo
más profundo de mi vida, para animarla, desde el primer movimiento de la fe,
hasta su perfecta consumación.
Jesús, modelo único de Hijo, suscita desde el interior todas las verdaderas
actitudes filiales de los hombres ante Dios.
"El cual renunciando al gozo inmediato soportó la cruz, sin miedo a la
ignominia". Para que nuestro corazón se quede fijo en Jesús es muy
conveniente fijar los ojos todos los días en un crucifijo. Gesto físico y
simbólico que deberíamos practicar como mínimo durante un cuarto de hora
cada día. A través de la cruz que retiene nuestra mirada y nuestro
pensamiento, es preciso contemplar la actitud profunda de Jesús, su
"aguante" su "humillación", su capacidad extraordinaria de "renunciar al
gozo" por amor a nosotros y al Padre.
"Y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre
en vuestra pelea contra el pecado".
-"Vamos a pedir -como quiere S. Ignacio en la contemplación de los misterios
de Cristo, "conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre y
por mí se entrega hasta la muerte, para que más le ame y le siga".
(mercaba domingo 20 c)
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Santos Padres: San Ambrosio - Fuego purificador y pasión redentora
(Lc 12, 49-53)
131. Yo he venido a poner fuego en la tierra, y ¿qué he de querer sino que
arda? Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me angustio hasta que eso se
cumpla! En los párrafos anteriores nos ha expresado su deseo de vernos
vigilantes, esperando en todo momento la venida del Señor de la salvación,
para que nadie, mientras abandona y olvida con negligencia su trabajo,
difiriéndole de un día para otro, cuando llegue, por la propia muerte, el
juicio futuro, pierda la recompensa de su esfuerzo. Aunque la presentación
general del precepto va dirigida a todos, sin embargo, el tenor de la
comparación siguiente parece estar dirigida a los dispensadores, es decir, a
los sacerdotes (obispos), por lo cual deben saber que, al fin de la vida, se
harán acreedores de un gran castigo si, preocupados por el bienestar de este
mundo, gobiernan con negligencia la casa del Señor y el pueblo a ellos
encomendado.
132. Pero como el provecho de aquellos que son apartados del error por temor
del suplicio, es mínimo, y escaso también el cúmulo de sus méritos (porque
ciertamente es de mucho mayor valor la caridad y el amor), el Señor agudiza
nuestro interés para merecer su gracia y nos inflama en el deseo de poseer a
Dios, diciéndonos: He venido a poner fuego a la tierra, pero no un fuego que
destruye los bienes, sino ese que hace germinar la buena voluntad y
enriquece los vasos de oro de la casa de Dios destruyendo el heno y la paja
(1 Co 3, 12ss); ese fuego divino que agosta los deseos terrenos, elaborados
por los placeres mundanos, los cuales deben perecer como obra de la carne;
ese fuego, en fin, que era el que ardía con fuerza dentro de los huesos de
los profetas, como dice ese gran santo que fue Jeremías: Lo que arde dentro
de mis huesos es como un fuego abrasador (Jr 20, 9). En efecto, el fuego del
que está escrito: Arderá un fuego delante de Él (Sal 96, 3) es el fuego del
Señor. Y aun el propio Señor es ese fuego, como Él mismo lo dijo: Yo soy el
fuego que quema y no consume (Ex 3, 22; cf. 24, 17; Dt 4, 24: Hb 12, 29);
porque el fuego del Señor es una luz eterna, y con este fuego es con el que
se encienden esas lámparas de las que se dijo más arriba: Estén vuestros
lomos ceñidos y encendidas vuestras lámparas. Y puesto que el día de esta
vida es como una noche, es necesaria una luz. También Ammaus y Cleofás
fueron testigos de este fuego que el Señor les había infundido, cuando
dijeron: ¿No ardían nuestros corazones, mientras en el camino nos explicaba
las Escrituras? (Lc 24, 32). Ellos aprendieron, en efecto, con claridad cuál
es la acción propia de este fuego, que ilumina lo más íntimo del corazón.
Por eso, quizás, el Señor vendrá al fin con la señal del fuego (cf. Is 66,
15-16), con objeto de destruir, en el momento de la resurrección, todos los
vicios, llenar los deseos de cada cual con su presencia y arrojar luz sobre
los méritos y sobre los misterios.
133. Tanta es la condescendencia del Señor, que atestigua tener en su
corazón un gran deseo de infundirnos la devoción, de consumar en nosotros la
perfección y de llevar a cabo, en favor nuestro, su pasión. Este Señor, que
nada tenía que debiese estar sujeto al dolor, quiso angustiarse por nuestros
sufrimientos, y en el momento de la muerte se dejó llevar de una tristeza,
que no era causada por el miedo a su propia muerte, sino motivada por el
retraso de nuestra redención; y por eso está escrito: ¡Y qué angustiado
estoy hasta que se cumpla! Lo cual nos explica claramente que Él, que se
angustia hasta que se cumpla lo que desea, está seguro de que se va a llevar
a cabo. Pero también dijo en otro lugar: Mi alma está triste hasta la muerte
(Mt 26, 38). El Señor no está triste por la muerte, sino hasta la muerte,
porque lo que le angustia no es el temor a ella, sino el sentimiento de su
condición corporal. Pero Él que se hizo carne, debió tomar también todo lo
que era propio de la carne, como el tener hambre, sed, angustia, tristeza,
aunque la divinidad no conozca alteración por estas impresiones. Al mismo
tiempo nos enseñó que, en la lucha contra el dolor, la muerte corporal es
una liberación del sufrimiento y no un paroxismo del dolor.
134. ¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no
traigo la paz, sino la separación, Porque en adelante listarán en una casa
cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres. Se dividirá el padre
contra el hijo y éste contra su padre, y la madre contra la hija y la hija
contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
Aunque de casi todos los pasajes evangélicos se puede extraer un sentido
espiritual, sin embargo, en este actual se exige, con mayor insistencia,
ablandar el sentido literal con una profundización espiritual, para que a
nadie le resulte dura esta sencilla narración, sobre todo tratándose de la
sacrosanta religión, que invita siempre, con exhortaciones llenas de
humanidad y con el ejemplo de una piedad humilde, a todos, aun a los
extraños a la fe, a que la reverencien, con el fin de lograr, por medio de
una educación atrayente, la aniquilación de unos prejuicios, endurecidos por
supersticiones, y obligar dulcemente a los corazones, cautivos del error, a
creer con fe, con esa fe que ha logrado vencerles a base de bondad. En
verdad, cuando los corazones, faltos de fortaleza, no pueden comprender las
profundidades de la fe, creen que hay que adorar todas aquellas cosas que se
les ha mandado hacer, y, de la misma manera que las cosas justas son un
testigo de un ser justo y las santas de uno santo, así también los bienes de
un ser testimonian la bondad de su autor.
135. Si, pues, el Señor ha unido en un mismo mandamiento la reverencia a la
divinidad y la gracia de la bondad, diciendo: Amarás al Señor, tu Dios, y
amarás a tu prójimo, ¿vamos a creer que ha querido dar un cambio a ese
mandamiento hasta el punto de desterrar dicha relación y romper esos lazos
de afecto, pensando que puede haber mandado esa división entre sus hijos
queridos? Si esto es así, ¿cómo va a ser nuestra paz El, que hizo de dos
pueblos uno solo? (Ef 2, 14). Y ¿cómo explicar esa afirmación suya: Mi paz
os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27) si ha venido a separar a los hijos de sus
padres y a éstos de sus hijos, deshaciendo así sus lazos? ¿Cómo coordinar
aquel maldito quien no honra a su padre (Dt 27, 16) y esto otro de que quien
abandona a su padre, practica la religión?
136. Pero nada más que nos damos cuenta de que la religión ocupa el primer
lugar en importancia y la piedad el segundo, veremos que esta paradoja se
aclara bastante; porque ciertamente es necesario posponer las cosas humanas
a las divinas. Pues, si hay que dar el honor correspondiente a los padres,
¡cuánto más al Creador de los padres, a quien tú debes dar gracias por tus
mismos padres! Y si ellos no le reconocen en absoluto como a su Padre, ¿cómo
los puedes tú reconocer a ellos? En realidad, Él no dice que haya que
renunciar a todo lo querido, sino que hay que dar a Dios el primer lugar. Y
por eso lees en otro libro: El que ama a su padre o a su madre más que a Mí,
no es digno de Mí (Mt 10, 37). No se te prohíbe amar a tus padres, sino el
anteponerlos a Dios; porque las cosas buenas de la naturaleza son dones del
Señor, y nadie debe amar más el beneficio que ha recibido que a Dios, que es
quien conserva el beneficio recibido de Él. Luego, aun literalmente, no
carecen los inteligentes de una explicación religiosa, aunque, no obstante,
creemos que hace falta investigar más para buscar un sentido más profundo, y
por eso añade:
137. Estarán en una casa cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres.
Y ¿quiénes son estos cinco, cuando parece que las palabras que siguen citan
seis personas, es decir, el padre y el hijo, la madre y la hija, la suegra y
la nuera? No hay duda que la madre y la suegra se pueden identificar, porque
la que es madre de un hijo, es, al mismo tiempo, suegra de su esposa, de
modo que, aun literalmente, no resulta absurdo ese cálculo del número y
claramente aparece cómo la fe no está presa bajo las ataduras de la
naturaleza, puesto que, aunque están obligados a los deberes de la piedad,
con todo, permanecen libres por la fe.
138. No parece, por tanto, algo superfluo el que tratemos de dar una
solución a este pasaje con una interpretación mística. La casa es una, y
único también el hombre; en efecto, cada hombre es una morada de Dios o del
diablo. Por eso una casa espiritual es lo mismo que un hombre espiritual,
como leemos en la epístola de Pedro: Vosotros, como piedras vivas, sois
edificados como una casa espiritual para un sacerdocio santo (1 P 2, 5). En
esta casa, pues, están divididos dos contra tres y tres contra dos.
Frecuentemente leemos que el cuerpo y el alma son dos realidades; y, cuando
se reúnen dos sobre la tierra (Mt 18, 19), de los dos se hacen uno (Ef 2,
14). Y en otra parte: Castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre (2 Co 9,
27), es decir, que uno es el que sirve y otro distinto aquel a quien está
sujeto.
139. Si ya hemos reconocido a esos “dos”, tratemos ahora de conocer a los
otros “tres”, a los que es fácil llegar partiendo de esos dos. En efecto,
tres son las disposiciones del alma, mientras reside en el cuerpo, una
racional, otra concupiscible e irascible la tercera, esto es: logisticón,
episimeticón, zimicón. No se trata, pues, de una lucha de dos contra dos,
sino de dos contra tres y tres contra dos. Pues el hombre, por la venida de
Cristo, de irracional que era se hizo racional. Antes éramos semejantes a
los animales que carecen de razón, éramos carnales, terrenos, según consta:
Tierra eres y a la tierra volverás (Gn 3, 9). Pero vino el Hijo de Dios,
envió su Espíritu a nuestros corazones (Ga 4, 6) y nos hemos convertido en
hijos espirituales.
140. Podemos decir que en esta casa se encuentran otros cinco, a saber: el
olfato, el tacto, el gusto, la vista y el oído. Por tanto, si según lo que
oímos o leemos, ponemos a un lado el sentido de la vista y del oído,
excluyendo los placeres superfluos del cuerpo, que proceden del gusto, del
tacto y del olfato, vemos que ya está la división de dos contra tres; y es
que el espíritu, cuando tiene ya hábitos, no se deja dominar por el
atractivo de los vicios, sino que, para acercarse a la virtud, se abstiene
de las cosas agradables del placer y no consiente con nada que la pueda
llevar hacia el error, antes, por el contrario, por medio de la división,
logra que se distancien los deseos del corazón de los deberes de la virtud.
Pero si este pasaje lo referimos a los cinco sentidos del cuerpo, entonces
los vicios y pecados corporales quedan fuera de esta interpretación. Cabe
también ver en esos cinco a aquellos que el rico lujurioso del Evangelio (Lc
16, 23ss) llama hermanos suyos y que, cuando se nos muestra atormentado en
el infierno, ruega se les avise para que sepan despreciar las comodidades en
este mundo a fin de que sus anhelos de virtud puedan encontrar el descanso
después de esta vida.
141. Otra interpretación que alguno da consiste en considerar al cuerpo y al
alma separados del gusto, tacto y olfato de la lujuria, los cuales en una
misma casa están en lucha contra los vicios que les asaltan; ese cuerpo y
esa alma que se someten a la Ley de Dios, apartándose de la ley del pecado.
Aunque su desacuerdo haya venido a la naturaleza motivado por la
prevaricación del primer hombre, de suerte que, si cada uno ama sus deseos,
no pueden caminar juntos hacia la virtud, sin embargo, una vez que el Señor
destierra tanto las enemistades como la ley de los mandamientos (Ef 2,
14-16) por medio de su cruz salvífica, pueden juntarse y unirse en amistad,
puesto que Cristo, nuestra paz, descendiendo del cielo, hizo de los dos
pueblos uno, derrumbando el muro de separación de la enemistad, anulando en
su carne la ley de los mandamientos, formulada en decretos, para hacer en sí
mismo de los dos un solo hombre nuevo, estableciendo la paz y
reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios (ibíd.). Y ¿quiénes son
estas realidades sino una la parte interna y otra la externa? Una considera
el vigor del alma y la otra representa la sensibilidad del cuerpo; y es
cierto que ambas estarán plenamente de acuerdo en la unión de sus
inseparables sentimientos, cuando la carne, sometida a la parte más noble,
obedezca a los imperios salvadores de ésta; y eso no porque la carne tome la
naturaleza del alma, penetrando ésta, por medio de su sutileza, en la
materia, sino que es la carne, la que, renunciando a los placeres y limpia
de toda mancha de pecados, comenzará a caminar por la senda de una vida
celestial por medio de su amor a la obediencia, no resistiendo, como antes,
a la ley del espíritu, sino más bien, al estar liberada de la ley del pecado
por la misma ley del alma y por el Espíritu de la vida, para que la carne
sea ya como algo espiritual, estará dispuesta a no servir ya más a los
vicios para ser una imitadora o mejor alguien que persigue con ahínco la
virtud.
142. Y el alma tampoco sucumbe ante los atractivos del cuerpo ni se deja
vencer por la delectación de los placeres carnales, antes, por el contrario,
con mente pura y desprendida de la servidumbre de este mundo, convierte y
atrae los sentidos del cuerpo hacia sus gustos, de suerte que, con el hábito
de oír y leer, se irá robusteciendo la virtud y se saciará de alimentos
espirituales, con cuya virtud no existirá para ella el hambre; en efecto, la
sabiduría es el alimento del alma, y es un alimento lleno de suavidad, ya
que no comunica pesadez a los miembros ni se convierte en algo vergonzoso,
sino en ornato de la naturaleza; entonces es precisamente cuando el alma,
antes llena de todos los placeres, se transforma en templo de Dios, y lo que
fue antes morada de todos los vicios comienza a ser un santuario de
virtudes. Lo cual se lleva, en verdad, a cabo cuando la carne, vuelta a su
realidad primera, reconoce aquello que alimenta su vitalidad y, depuesto
todo juicio de soberbia, se une estrechamente al alma que la gobierna; ése
era su estado cuando recibió como morada todos los lugares del paraíso, aun
los más recónditos, antes de haber sentido el hambre sacrílega, envenenada
por la serpiente mortífera, y de haber despreciado, por el placer de comer,
el recuerdo de los preceptos divinos, recuerdo que anidaba dentro de los
sentimientos del alma.
143. Se nos ha revelado que este pecado procede del cuerpo y del alma,
siendo ambos como padres de él; en realidad, cuando la naturaleza corporal
fue tentada, el alma sintió una morbosa compasión. Si ella hubiese refrenado
el apetito del cuerpo, se hubiese extinguido en su misma fuente el origen
del pecado, que se comunicó al alma como por un acto de virilidad del
cuerpo, quedando también corrompido en ella su vigor y engendrándole, al
quedar embarazada de agentes extraños. Así, el sexo más fuerte y potente
resulta como dominado por el poderoso impulso de la pasión viril, mientras
que el otro se aplica a guardar una actitud más suave que violenta.
144. Y por esta razón, los movimientos de las distintas pasiones han
adquirido un mayor relieve. Pero cuando el alma vuelva a entrar en sí misma,
avergonzada, en su pudor, de un parto deforme, entonces renegará de su
bastardo heredero, renunciará a las pasiones y tomará horror al pecado. Y
también la carne, cuando, anonadada por los duros trabajos y aburrida por lo
penoso de su lamentable infortunio, se haya dolido intensamente de verse
dominada por esas pasiones que eran como espinas de este mundo y que ella
misma había engendrado, entonces se apresurará a desnudarse del hombre viejo
para separarse de él, con el fin de no ser una madre poco previsora que
traiciona a la posteridad que de ella nacerá. Igualmente, el movimiento
irracional de los apetitos, atraído por el cebo de los vicios, como haciendo
caso al agradable aspecto de una cierta apariencia, se les ha como unido
para vivir en sociedad. Y por eso, al vicio, precisamente por haberse unido
a los movimientos de los apetitos perversos, se le puede considerar como la
nuera del cuerpo y del alma.
145. Y así, mientras permaneció en la misma casa esa unión inseparable e
indivisible, estrechada por la conspiración de los vicios, no era posible
división alguna. Pero, cuando Cristo trajo a la tierra el fuego que abrasaba
los delitos de la carne, o la espada que es como el cuchillo, que simboliza
un poder que se ejerce y “que penetra en lo más secreto del espíritu y de la
médula” (Hb 4, 12), entonces la carne y el alma, renovados por el misterio
de la regeneración y olvidando lo que eran, comienzan a ser lo que no eran,
separándose de la compañía del antiguo vicio, antes tan querido para ellos,
y rompen así todo lazo con su pródiga posteridad; y todo para que, en
realidad, los padres se dividan contra los hijos, es decir, la templanza del
cuerpo destierre la intemperancia, y el alma evite la unión con la culpa, no
dando lugar en sí a esa realidad externa a ella, venida de fuera, que es el
vicio.
146. Los hijos también están divididos contra los padres cuando esos vicios
inveterados se rinden a la censura senil del hombre renovado, logrando que
ese vicio joven, gracias a la piedad filial, sea alejado del modo de vivir
de una casa seria No está, ciertamente, fuera de propósito el creer que
también éstos se dividirán, con el fin de hacerse mejores que sus padres,
sobre todo atendiendo a lo que dice más adelante: Si alguno viene a Mí y no
aborrece a su padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y
aun su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). Y por eso, según
la interpretación más clara, el hijo que sigue a Cristo saca ventaja a sus
padres paganos; pues la religión es algo más elevado que los deberes de la
piedad filial.
147. Existe también otro sentido más profundo; a la verdad, el pecado nace
de la carne y actúa, por así decirlo, en su seno, y por eso, refiriéndose a
esto, dijo el Apóstol: Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo
hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7, 20). Cuando la sangre del
Señor, derramada por la redención de este mundo, abolió los vicios, logró
que el hombre pasara de la desgracia a su amistad —porque abundó el pecado,
para que sobreabundara la gracia (Rm 5, 20) y consiguió que la penitencia,
hija del pecado, fuera capaz de empujar a ese hombre hacia el cambio de vida
y a que desease la gracia del espíritu. Y así aquello mismo que me era
mortal me valdrá para la salvación (cf. Rm 7, 10). Y por eso el pecado,
cuando ha sido lavado por las aguas de la fuente, se divorcia de la carne
que le había engendrado, y, en fin, este proceso del paso de la culpa a un
deseo sincero de penitencia, le es necesario a todo aquel que desee
redimirse del pecado.
148. También es un hecho que la palabra de Dios cambia la concupiscencia de
las cosas malas, y aun ese apetito más fuerte de deseo pasional, en un
anhelo vehemente de caridad y amor divinos, y en la misma naturaleza se
lleva a cabo una transformación, logrando que, al ser despreciado el apetito
del cuerpo y del alma, el placer de los misterios celestiales sea mucho más
deseable que aquél. Pues el espíritu se alimenta del conocimiento de las
cosas, y, una vez cautivado por las promesas de los bienes futuros, puesto
que está en un estado más elevado, va cogiendo asco a las antiguas obras del
alma, pues el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son
para él locura; mientras que el hombre espiritual juzga de todo, pero a él
nadie le puede juzgar (1 Co 2, 14ss).
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 131-148, BAC
Madrid 1966, pág. 411-22
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Santos
Padres: San Juan Crisóstomo - Homilía 35
No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz,
sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la madre
de su hija, y a la nuera de su suegra. Y los enemigos del hombre, los de su
propia casa (Mt 10,34ss),
NO VINE A TRAER PAZ, SINO ESPADA
1. Nuevamente presenta el Señor cosas duras, y con mucha energía por cierto,
saliendo al paso de la objeción que podía ponérsele. Podían, en efecto,
haberle dicho sus oyentes: ¿Luego tú has venido para matarnos a nosotros y a
quienes nos sigan y llenar de guerra al mundo? Mas es Él quien les dice
primero: No he venido a traer paz a la tierra. Entonces, ¿cómo es que les
manda que al entrar en cualquier casa saluden con saludo de paz? ¿Cómo es
también que los ángeles cantaron: Gloria a Dios en lo más alto y en la
tierra paz? ¿Cómo, es, en fin, que todos los profetas la anunciaron como
noticia buena? Porque la paz principalmente consiste en cortar lo enfermo y
en separar lo rebelde. Sólo a este precio se puede unir el cielo con la
tierra. De este modo, cortando lo ya incurable, el médico salva el resto del
cuerpo, y apartando los elementos de discordia, salva el general al
ejército. Tal sucedió también en la torre famosa. Una paz mala la deshizo
una saludable discordia, y de ahí vino la verdadera paz . De este modo
también Pablo trató de disociar a los que estaban muy de acuerdo contra él .
En el caso de Naboth, la concordia entre Acab y Jezabel fue peor que cualquier guerra . No siempre la concordia es buena; pues muy concordes entre sí andan también los bandoleros. La guerra, pues, no es obra que el Señor intente, sino que viene de la disposición de los hombres. Él ciertamente querría que todos los hombres tuvieran un sentir único en orden a la religión; mas como los sentires están en desacuerdo, de ahí la guerra. Sin embargo, no se lo dijo así. ¿Qué les dijo, pues?
No he venido a traer la paz. Era un modo de consolarlos. No penséis—viene a
decirles—que tenéis vosotros la culpa de esta guerra; soy yo quien la
preparo, por estar los hombres en tales disposiciones. No os turbéis, pues,
como si aconteciera algo inesperado. Yo he venido justamente para traer la
guerra. Ésta es mi voluntad. No os turbéis, pues, de que la tierra arda en
guerras e insidias. Cuando lo malo quede separado, entonces se unirá el
cielo con lo bueno. Todo esto les decía, preparándolos contra la mala
sospecha de que el vulgo les haría blanco. Y notad que no usó la palabra
"guerra", sino otra más enérgica: la espada. Y si esto suena con dureza y
desagradablemente, no hay por qué maravillarse. El Señor quería ejercitar el
oído de sus discípulos con la aspereza de las palabras, a fin de que,
puestos en la dificultad de las cosas, no se volvieran atrás, y conforme a
eso modela sus sentencias. Que no viniera luego nadie diciendo que los había
convencido a fuerza de halagos y echando un velo sobre lo difícil. De ahí
que lo mismo que podía haberles dicho de otro modo, se lo explica de éste,
más desagradable y espantoso. Más valía, en efecto, que la realidad se
mostrara un poco más blanda que no las palabras respecto a la realidad.
QUÉ GUERRA TRAE EL SEÑOR
2. De ahí que ni aun con eso se contentara, sino que, desenvolviendo más
particularmente qué clase de guerra venía a traer, les hace ver que era más
dura que una guerra civil, y así les dice: He venido a separar al hombre de
su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra. No sólo los
amigos —dice—, no sólo los ciudadanos, los parientes mismos, se levantarán
unos contra otros y la naturaleza misma se escindirá contra sí misma. Porque
yo he venido—dice—a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre,
y a la nuera de su suegra. Porque no es ya que la guerra sea entre
domésticos, sino que se enciende entre los más queridos y allegados. Ahí
tenéis una buena prueba del poder del Señor, pues oyéndole decir tales
cosas, las aceptaron sus discípulos, y éstos persuadieron a otros a que
también las aceptaran.
Sin embargo, no era Él autor de ellas, sino la propia maldad de los hombres. Ahora, que Él diga ser quien lo hace, es modo ordinario de hablar de la Escritura. Así dice en otra parte: Dios les dio ojos para que no vieran . De modo semejante se expresa aquí el Señor. Es que quería, como antes he dicho, que, meditando sus discípulos en sus palabras, no se turbaran cuando fueran insultados y maltratados. Ahora bien, si hay quienes piensan que estas palabras son demasiado duras, acuérdense de la historia antigua. En los pasados tiempos acontecieron hechos que demuestran perfectamente el parentesco entre uno y otro Testamento y cómo el que ahora dice esto es el mismo que antaño mandara lo otro. Porque fue así que en la historia del pueblo judío hubo ocasiones en que sólo cuando cada uno hubo dado muerte a su vecino, sólo entonces se calmó la cólera divina; por ejemplo, cuando fundieron- el becerro de oro y cuando se iniciaron en los ritos de Beelphegor . ¿Dónde están, pues, ahora los que sueñan con que el Dios del Antiguo Testamento es malo, y el del Nuevo bueno?
¡Bueno, cuando ha llenado el mundo de sangre de parientes! Sin embargo, nosotros afirmamos que aun esto es obra de su amor a los hombres. De ahí justamente que para hacer ver que es el mismo que el que ordenó lo antiguo, recuerda el Señor una profecía, que, si bien no se dijo a este propósito, viene, sin embargo, a expresar lo mismo. ¿Qué profecía es ésa? Los enemigos del hombre, los de su propia casa .
Porque también entre los judíos aconteció algo semejante a lo que aquí
dice el Señor. Había entre ellos profetas y pseudo-profetas. El pueblo
andaba dividido y las familias estaban escindidas. Unos se adherían a unos y
otros a otros. De ahí la exhortación del profeta: No creáis a los amigos, no
os fieis de vuestros guías. Guárdate de la propia compañera de tu lecho y no
le confíes secreto alguno, pues los enemigos del hombre son sus propios
domésticos. Así hablaba el Señor, porque quería que el que había de recibir
su palabra estuviera por encima de todas las cosas. Porque lo malo no es el
morir, sino el mal morir. Por eso dijo también: Fuego he venido a traer a la
tierra . Palabras con que nos significa la vehemencia y ardor del amor que
nos exige. Como Él nos ha amado tanto, así quiere también ser amado de
nosotros. Estas palabras tenían que templarlos para la lucha y levantarlos
por encima de todo. Porque si los otros—les viene a decir—tendrán que
menospreciar parientes, hijos y padres, considerad qué tales habremos de ser
nosotros maestros de ellos. Porque las cosas arduas de mi doctrina no han de
terminar en vosotros, sino que pasarán tam-bién a los que después de
vosotros vinieren. Porque, como yo he venido a traer grandes bienes, también
exijo grande obediencia y resolución.
AMOR SOBRE TODO AMOR
El que ama a su padre o a su madre por encima de mí, no es digno de mí. Y el
que ama a su hijo o a su hija por encima de mí, no es digno de mí. Y el que
no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí. Mirad la dignidad
del Maestro. Mirad cómo se muestra a sí mismo hijo legítimo del Padre, pues
manda que todo se abandone y todo se posponga a su amor. Y ¿qué digo—dice--,
que no améis a amigos ni parientes por encima de mí? La propia vida que
antepongáis a mi amor, estáis ya lejos de ser mis discípulos. — ¿Pues qué?
¿No está todo esto en contradicción con el Antiguo Testamento? — ¡De ninguna
manera! Su concordia es absoluta. Allí, en efecto, no Sólo aborrece Dios a
los idólatras, sino que manda que se los apedree; y en el Deuteronomio,
admirando a los que así obran, dice Moisés: El que dice a su padre y a su
madre: No os he visto; el que no conoce a sus hermanos y no sabe quiénes son
sus hijos, ése es el que guarda tus mandamientos . Y si es cierto que Pablo
ordena muchas cosas acerca de los padres y manda que se les obedezca en
iodo, no hay que maravillarse de ello, pues sólo manda que se les obedezca
en aquello que no va contra la piedad para con Dios. Y, a la verdad, fuera
de eso, cosa santa es que se les tribute todo honor. Más, cuando exijan algo
más del honor debido, no se les debe obedecer. De ahí que diga Lucas: El que
viene a mí y no aborrece a su padre, y a su madre, y a su mujer, y a sus
hijos, y a sus hermanos, más aún, a su propia vida, no puede ser mi
discípulo . Sin embargo, no nos manda el Señor que los aborrezcamos de modo
absoluto, pues ello sería sobremanera inicuo. Si quieren—dice ser amados por
encima de mí, entonces, sí, aborrécelos en eso. Pues eso sería la perdición
tanto del que es amado como del que ama.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre Mateo (1), Homilía 35, 1-2, BAC Madrid
1955, p. 696-701).
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Aplicación: R. P. Alfredo Sáenz, S. J. - La tibieza
El evangelio que acabamos de escuchar nos presenta a Jesucristo como
queriendo invadir el mundo de los hombres con el fuego que trae de lo alto.
Enseña San Ambrosio que el Redentor nos exhorta aquí a “desear poseer a
Dios”, ya que el fuego es Dios mismo que se entrega a los hombres en la
exuberancia de su amor infinito. Dios es fuego consumidor y devorador, nos
enseña la Escritura. Fuego divino de verdad absoluta, sagrada doctrina que
purifica las inteligencias de los que creen, con la fuerza del Espíritu
Santo, y las ilumina para que puedan penetrar siempre más en el misterio de
Dios. Fuego capaz de comunicar a los corazones los mismos incendios de amor
en que la Trinidad vive desde siempre y para siempre, haciendo que los
hombres ardan en deseos de una vida santa. Fuego purificador de la
misericordia divina que consume con la fuerza sobrenatural del perdón las
escorias del pecado en el alma. No pongamos obstáculo a la voracidad
enamorada de Jesucristo: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus
fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. Abramos las puertas del
alma al amor divino que quiere brindarnos su luz y su santidad para
asociarnos a la vida trinitaria, ya que la vida misma de Dios es el amor,
como dice San Juan.
Pero hoy el Salvador se refiere también a un bautismo. El bautismo evoca un
baño regenerador, una limpieza total, de pies a cabeza. El bautismo del que
acá nos habla Cristo, y cuya realización anhela, no es sino el bautismo de
la Cruz, el bautismo en su sangre. El amor infinito de Dios quiere
derramarse sobre el mundo, al modo de un bautismo universal, alcanzando a
todos los hombres a través de la Encamación y de la Pasión del Hijo de Dios.
El ansia redentora del Señor es tal que en su “impaciencia” por consumar
nuestra salvación anhela desde ya los dolores de la cruz. El que dijo que no
hay amor más grande que dar la vida por sus amigos, dirige hoy una mirada, a
la vez anhelante y angustiosa, al bautismo del Calvario, que inundará el
mundo entero con la sangre divina, soberanamente redentora.
Aquel que no conoció el pecado y está por encima de todo dolor o
sufrimiento, ha querido entristecerse por nosotros y por nuestras
desgracias, ha querido sepultar nuestras miserias con el manto santificador
de su dolor victimal.
El fuego del cielo y la sangre de Cristo nos impelen hoy a sacudir la
tentación de la tibieza. No hay lugar para ella en el fuego que consume y en
la sangre que se derrama toda entera. La entrega debe ser total, como lo es
también la purificación:
¿Seremos capaces de arrastrarnos en la mediocridad cuando el Señor se nos
brinda en amor irrestricto? ¿Seremos capaces de dejarnos vencer por el
egoísmo cuando Jesús no reservó nada para sí en el bautismo del Gólgota,
entregándose hasta la última gota de sangre? ¿Seremos capaces de instalarnos
en la comodidad y en el hedonismo mientras contemplamos los dolores atroces
de la Pasión? Qué bien entendemos la repulsa de Jesús por los tibios cuando
lo recordamos en los tormentos acerbísimos de su muerte, y cuánto nos
impulsan a quemar nuestra vida, sin ahorrarnos nada, por la gloria de Dios.
La tibieza obra en el alma al modo de un cáncer, tanto más peligrosa cuanto
que, como aquella enfermedad, muchas veces va obrando subterráneamente sus
efectos devastadores. Sin que lo advirtamos, la vida espiritual comienza un
proceso de resquebrajamiento y destrucción, porque no tenemos solicitud y
celo por las cosas de Dios. El temor al sacrificio, a la entrega, a lo que
Dios nos pide, paraliza las fuerzas espirituales y va hipotecando el camino
de la perfección. El Señor quiere que nuestra alma arda vigorosamente al
contacto de la “llama de amor viva” de su amor, y nosotros preferimos
quedarnos en la tibieza, que sólo sirve para ablandar el espíritu,
mereciendo la terrible condena dirigida al ángel de la Iglesia de Laodicea:
“porque eres tibio te vomitaré de mi boca”.
La tibieza se muestra a través de síntomas que aparecen de a poco, como la
gota de agua que cayendo incesantemente va minando el muro más sólido hasta
que se derrumba Comencemos a preocuparnos cuando nos damos cuenta de que
huimos fácilmente de las cosas espirituales y buscamos disminuir las
exigencias de la verdadera devoción. Cuando soslayamos el trabajo necesario
para la gloria de Dios, ahogando todo impulso de generosidad apostólica.
Pero por sobre todo debemos inquietamos verdaderamente cuando el pecado
venial nos deja indiferentes, ya que la neutralidad frente a estas faltas es
el verdadero termómetro de la tibieza. Si advertimos en nuestro interior
alguno de estos síntomas letales reaccionemos vigorosamente, acerquémonos al
que trajo fuego a la tierra, y dejemos que esa divina combustión consuma las
escorias de nuestra alma y la encienda en la verdadera caridad.
El hecho de que Jesucristo haya venido a traer el fuego purificador y a
derramar la sangre de su bautismo, implica inevitablemente una tremenda
lucha con los elementos contrarios. La sangre y el fuego han sido siempre
signos de guerra. “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os
digo que he venido a traer la división”. La redención pondrá en juego las
afecciones más delicadas, como lo son el amor humano de los padres y de los
hijos. No es que el Señor quiera la división. Por el contrario, nadie anhela
más que Él la unión de los hombres, “que todos sean uno”, que se forme “un
solo rebaño”. Sin embargo, lo que aquí pretende es anunciar una consecuencia
necesaria del designio salvador. El amor de Dios es inamovible, pero la
adhesión o rechazo que despierta en los hombres producirá inevitablemente la
separación, más todavía, el antagonismo perpetuo entre el bien y el mal. No
temamos, pues, la división si ella es consecuencia de nuestra fidelidad a la
verdad y a la gracia, ya que el mismo Salvador nos lo anuncia como un efecto
ineludible.
La división a que el Señor se refiere no es una instancia pasiva, como si
cada cual ocupara un lugar distante, o viviera dándole la espalda al otro.
Trátase de una división agónica, militante: “el padre contra el hijo”, “el
hijo contra el padre”, “la hija contra la madre…”
Esta lucha, repetimos, no es querida por el amor de Jesucristo, sino que
proviene de la malicia de Satanás y sus secuaces. “No es del propósito de
Cristo este combate, sino de sus enemigos”, explica San Juan Crisóstomo,
pero es necesario para el triunfo de la verdad y del bien, que sufren la
oposición del mal y de las pasiones desordenadas, sus aliados. Como enseña
San Jerónimo, “un combate beneficioso debía poner fin a una mala paz”.
Lamentablemente existe en la Iglesia una corriente poderosa, en medios y en
prestigio, que alimenta permanentemente la quimera pacifista, contra la
enseñanza clara del Santo Evangelio. Olvidan que el magisterio eclesiástico,
escuchando las palabras de Jesucristo: “Os doy mi paz… no como la del
mundo”, distingue entre una verdadera y una falsa paz, no escatimando
exhortaciones a combatir a Satanás y a sus cómplices terrenos. Juan Pablo II
nos dice, haciéndose eco de la enseñanza secular de la tradición: “Ser
cristiano debe decir vigilar, como vigila el soldado en la guardia…, y
cuidar con gran celo”. Y más claramente aún: “La lucha es con frecuencia una
necesidad moral, un deber. Manifiesta la fuerza del carácter, puede hacer
florecer un heroísmo auténtico. «La vida del hombre sobre la tierra es un
combate», dice el libro de Job; el hombre tiene que enfrentarse con el mal y
luchar por el bien todos los días. El verdadero bien moral no es fácil, hay
que conquistarlo sin cesar, en uno mismo, en los demás, en la vida social e
internacional”.
La división que hoy anuncia Jesucristo nos debe impulsar al combate
incansable por la verdad y el bien, hasta que toda la vida de los hombres,
individual y social, pueda ser presentada al Padre como una ofrenda
aceptable. Mientras este ideal no se encuentre realizado, será preciso que
rechacemos la tentación de la cobardía y del cansancio, y luchemos
denodadamente en pos del ideal cristiano.
Lejos de nosotros esa actitud pacata, ese catolicismo de sacristía que sólo
concibe la vida cristiana como un asunto personal e íntimo con Dios. Sin
duda que de la intimidad con el Señor saldrá el corazón pletórico de
caridad, pero es necesario que ese impulso generoso se prolongue al exterior
y refluya en la misma organización económica y política. Como acabamos de
escuchar, el Papa nos exhorta a esta confesión plena del Evangelio, sin
recortes ni timideces liberales, ya que no es el disimulo ni la “mesura” de
la falsa prudencia lo que nos enseña hoy Aquel que dijo que quiere incendiar
el mundo con el fuego que ha traído del cielo.
Continuamos ahora el Santo Sacrificio de la Misa, que actualiza el bautismo
de sangre del Calvario. Pidámosle a Jesucristo que, por la virtud de su
purísima sangre, encienda nuestros corazones y nuestra vida toda en el fuego
de su amor, al tiempo que nos comunique su fortaleza para que podamos
sobrellevar sin desaliento el buen combate al que nos convoca el evangelio
de este domingo.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed.Gladius, 1994, pp. 243-247.
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Aplicación: Benedicto XVI - Pensáis que he venido a traer al mundo
paz? No, sino división
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo hay una expresión de Jesús que siempre atrae
nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia
Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos:
“¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Y añade:
“En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos
contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el
padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra
la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12, 51-53). Quien conozca, aunque
sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por
excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, “es nuestra paz” (Ef 2,
14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar
el reino de Dios, que es amor, alegría y paz.
¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor
cuando dice —según la redacción de san Lucas— que ha venido a traer la
“división”, o —según la redacción de san Mateo— la “espada”? (Mt 10, 34).
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es
sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es
fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está
decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el
enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este
enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente
incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin
componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y
se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas,
incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres
es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe
anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los
pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en “instrumentos de su
paz”, según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz
inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el
esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando
personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la
lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el
fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a
ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con
el mal.
Angelus del Papa Benedicto XVI el día domingo 19 de agosto de 2007 en
Castelgandolfo
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Jesús no quiere dividir a los
hombres
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la Liturgia de hoy escuchamos estas palabras de la Carta a los Hebreos:
«Corramos, con constancia, en la carrera que nos toca... fijos los ojos en
el que inició y completa nuestra fe, Jesús» (Hb 12, 1-2). Se trata de una
expresión que debemos subrayar de modo particular en este Año de la fe.
También nosotros, durante todo este año, mantenemos la mirada fija en Jesús,
porque la fe, que es nuestro «sí» a la relación filial con Dios, viene de
Él, viene de Jesús. Es Él el único mediador de esta relación entre nosotros
y nuestro Padre que está en el cielo. Jesús es el Hijo, y nosotros somos
hijos en Él.
Pero la Palabra de Dios de este domingo contiene también una palabra de
Jesús que nos pone en crisis, y que se ha de explicar, porque de otro modo
puede generar malentendidos.
Jesús dice a los discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la
tierra? No, sino división» (Lc 12, 51). ¿Qué significa esto? Significa que
la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la
vida con un poco de religión, como si fuese un pastel que se lo decora con
nata. No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio- base
de la vida, y Dios no es vacío, Dios no es neutro, Dios es siempre positivo,
Dio es amor, y el amor es positivo. Después de que Jesús vino al mundo no se
puede actuar como si no conociéramos a Dios. Como si fuese una cosa
abstracta, vacía, de referencia puramente nominal; no, Dios tiene un rostro
concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida
que se dona a todos nosotros.
Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no
es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí, al contrario: Jesús es
nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los
sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una
componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al
egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto
requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide;
lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es
Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para
Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u
obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es «signo de contradicción»
(Lc 2, 34).
Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza, de hecho, el uso de la
fuerza para difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la verdadera
fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta
renunciar a toda violencia. ¡Fe y violencia son incompatibles! ¡Fe y
violencia son incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van juntas. El
cristiano no es violento, pero es fuerte. ¿Con qué fortaleza? La de la
mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor.
Queridos amigos, también entre los parientes de Jesús hubo algunos que a un
cierto punto no compartieron su modo de vivir y de predicar, nos lo dice el
Evangelio (cf. Mc 3, 20-21). Pero su Madre lo siguió siempre fielmente,
manteniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y
en su misterio. Y al final, gracias a la fe de María, los familiares de
Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana (cf. Hch 1,
14). Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a mantener la mirada
bien fija en Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando cuesta.
(Ángelus, Plaza San Pedro, domingo 18 de agosto de 2013)
Aplicación: P. R. Cantalamessa - He venido a traer división en la
tierra
El pasaje del Evangelio de este domingo contiene algunas de las palabras más
provocadoras jamás pronunciadas por Jesús: «¿Creéis que estoy aquí para dar
paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá
cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres;
estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la
madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y
la nuera contra la suegra».
¡Y pensar que quien dice estas palabras es la misma persona cuyo nacimiento
fue saludado con las palabras: «Paz en la tierra a los hombres», y que
durante su vida había proclamado: «Bienaventurados los que trabajan por la
paz»! ¡La misma persona que, en el momento de su prendimiento, ordenó a
Pedro: «¡Mete la espada en la vaina!» (Mt 26, 52)! ¿Como se explica esta
contradicción?
Es muy sencillo. Se trata de ver cuál es la paz y la unidad que Jesús ha
venido a traer y cuál es la paz y la unidad que ha venido a suprimir. Él ha
venido a traer la paz y la unidad en el bien, la que conduce a la vida
eterna, y ha venido a quitar esa falsa paz y unidad que sólo sirve para
adormecer las conciencias y llevar a la ruina.
No es que Jesús haya venido a propósito para traer la división y la guerra,
sino que de su venida resultará inevitablemente división y contraste, porque
Él sitúa a las personas ante la disyuntiva. Y ante la necesidad de
decidirse, se sabe que la libertad humana reaccionará de forma variada. Su
palabra y su propia persona sacará a la luz lo que está más oculto en lo
profundo del corazón humano. El anciano Simeón lo había predicho al tomar en
brazos a Jesús Niño: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en
Israel, y para ser señal de contradicción a fin de que queden al descubierto
las intenciones de muchos corazones» (Lucas 2, 35).
La primera víctima de esta contradicción, el primero en sufrir la «espada»
que ha venido a traer a la tierra, será precisamente Él, que en este choque
perderá la vida. Después de Él, la persona más directamente involucrada en
este drama es María, Su Madre, a la que de hecho Simeón, en aquella ocasión,
dijo: «Y a ti una espada te traspasará el alma».
Jesús mismo distingue los dos tipos de paz. Dice a los apóstoles: «Mi paz os
dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro
corazón ni tenga temor» (Juan 14,27). Después de haber destruido, con su
muerte, la falsa paz y solidaridad del género humano en el mal y en el
pecado, inaugura la nueva paz y unidad que es fruto del Espíritu. Ésta es la
paz que ofrece a los apóstoles la tarde de Pascua, diciendo: «¡Paz a
vosotros!».
Jesús dice que esta «división» puede ocurrir también dentro de la familia:
entre padre e hijo, madre e hija, hermano y hermana, nuera y suegra. Y
lamentablemente sabemos que esto a veces es cierto y doloroso. La persona
que ha descubierto al Señor y quiere seguirle en serio se encuentra con
frecuencia en la difícil situación de tener que elegir: o contentar a los de
casa y descuidar a Dios y las prácticas religiosas, o seguir éstas y estar
en contraste con los suyos, que le echan en cara cada minuto que emplea en
Dios y en las prácticas de piedad.
Pero el choque llega también más profundamente, dentro de la propia persona,
y se configura como lucha entre la carne y el espíritu, entre el reclamo del
egoísmo y de los sentidos y el de la conciencia. La división y el conflicto
comienzan dentro de nosotros. Pablo lo explicó de maravilla: «La carne de
hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene deseos
contrarios a la carne; estas cosas se oponen recíprocamente, de manera que
no hacéis lo que querríais».
El hombre está apegado a su pequeña paz y tranquilidad, aunque es precaria e
ilusoria, y esta imagen de Jesús que viene a traer el desconcierto podría
indisponerle y hacerle considerar a Cristo como un enemigo de su quietud. Es
necesario intentar superar esta impresión y darnos cuenta de que también
esto es amor por parte de Jesús, tal vez el más puro y genuino.
(P. R. Cantalamessa, Comentarios, ROMA, viernes, 17 agosto 2007)
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Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Signo de contradicción y
Príncipe de la paz Lc 12, 49-53
Jeremías profetiza lo que manda Dios y es fiel a su misión. Quisiera ganar
el amor de su pueblo con predicación y mensajes de paz y optimismo. Siente
como nadie el legítimo amor a la Tierra Santa, a sus tradiciones, a su
capital, a su templo. Pero sólo puede ofrecer perspectivas de destrucción:
“Siempre que hablo tengo que gritar: ¡Ruina! ¡Guerra! ¡Devastación!”[1]. El
mensaje que transmite en nombre de Yahvé es duramente antipatriótico: “Que
se rindan a Babilonia; que se expatríen; que abran las puertas al enemigo”.
Debe cumplir su misión: “destruir, arrancar, asolar, arruinar”[2]. Sólo
sobre estas ruinas, con el “resto”, purificado y convertido, realizará Dios
su obra salvífica.
Los hombres de Israel se enojan porque contradice sus pensamientos. Es
normal que los profetas palaciegos y los sacerdotes, en nombre de la
religión tradicional que consideraba invulnerable el templo, y todos los
jefes civiles y militares en nombre del fiero patriotismo que siempre animó
a Israel, se pusieran en contra de este Profeta de calamidades: “¡Ay de mí,
madre mía! ¿Por qué me engendraste? Soy objeto de querella y de contienda
para todos: Todos me maldicen”[3], y por esta razón lo quieren eliminar.
Jeremías como tipo de Jesús-Profeta, es rechazado por su pueblo[4].
La carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como modelo de fidelidad a Dios.
Jesús sufre la cruz para alcanzar el cielo y nos deja un ejemplo para que
sigamos sus huellas[5]. Hay que sufrir mucho para ser fiel a Dios.
El Evangelio nos presenta a Jesús fiel a su misión. Tiene que ir a la pasión
y muerte por todos nosotros y va a ser signo de contradicción entre los
hombres. Los que quieren ser fieles a Jesús deben abrazarse a la cruz. Ésta
será la piedra de toque que dividirá a los hombres en adelante.
El cristiano fiel molesta a los hombres mundanos aunque no les diga nada. Su
vida les reprocha. Si andamos bien con todos y en especial con la gente del
mundo hay que tener cuidado no sea que hayamos traicionado en algo,
condescendiendo con el mundo, la doctrina del Señor.
Hay que ser bueno y amable con todos pero no podemos rechazar la vera
doctrina de Jesús para andar bien con los hombres[6]. Si negamos a Cristo Él
nos negará ante su Padre. Si lo confesamos El dará testimonio a nuestro
favor[7].
No quiere esto decir que el cristiano deba pelearse con todos. Sólo tiene
que ser fiel a las enseñanzas de Jesús. Su ejemplo debe arrastrar a la
conversión. No hay que despreciar a nadie y hacerse “todo a todos para
salvar a toda costa a algunos”[8] pero siendo fieles.
Muchas veces, podemos hacernos mundanos y caer bien a todos pero hemos
traicionado a Jesús.
No nos sorprendamos que nos marginen o nos desprecien si somos fieles porque
así lo hicieron con Jesús y con todos los santos.
Jesús es signo de contradicción como lo profetizó Simeón a María[9]. Durante
toda su vida dividió a los hombres: los que le fueron fieles y los que se
fueron de su lado por la infidelidad. Ante su doctrina de la cruz y de la
Eucaristía, incluso algunos discípulos, lo dejaron. En el Calvario sólo una
pequeña grey se mantuvo junto a Él y en todo la historia hasta ahora se ha
manifestado esa división que Cristo hace entre los hombres. Hoy la
manifestación de esta división está muy atenuada por el relativismo y el
secularismo reinante hasta en los mismos cristianos.
“Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba”[10].
La división de la que habla el Señor en el Evangelio es en la misma familia,
“porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos”.
Recuerdo que en el pasado régimen comunista muchos hijos o padres eran
premiados por denunciar que sus familiares eran hostiles al régimen,
situación que, a veces, les acarreaba a los acusados la tortura o la muerte.
Es de experiencia que en muchas familias se da división por los criterios
morales y aquel hombre que quiere ser fiel a las enseñanzas de Cristo tendrá
persecución de parte del mundo[11]. Dentro de la misma familia eclesial se
da división por la fidelidad a Cristo. El progresismo quiere hacer
componendas entre Cristo y el mundo y se hace infiel a Cristo aunque
pertenezca nominalmente a la Iglesia. En la gran familia que es la Iglesia
hay división por la fidelidad a Cristo. En ella se encuentran los buenos
pastores, los mercenarios, los lobos vestidos de ovejas, los buenos
cristianos y los cristianos sólo de nombre, los que cumplen con sus deberes
y los que desconocen absolutamente las enseñanzas de Jesús aunque estén
bautizados.
También la división por Cristo se da en nuestra propia alma. ¡Cuántas
contradicciones! ¡Cuántas veces nos dejamos arrastrar por las pasiones y por
el hombre viejo que lucha contra el hombre según Cristo! Hasta que no mueran
en nosotros todos los afectos desordenados no tendremos sosiego[12].
¿Y quién nos va a pacificar? El que ahora produce la contradicción, Jesús.
El, ahora que todavía no hemos muerto al hombre viejo, produce la guerra y
enciende el fuego del amor verdadero para que lo amemos y nos vayamos tras
Él. Cuando hayamos muerto al hombre viejo y podamos decir con San Pablo:
“Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive
en mí”[13] no será Él “signo de contradicción” en nuestra alma sino
“Príncipe de paz”[14].
[1] Jr 20, 8
[2] Jr 1, 10
[3] Jr 15, 10
[4] Cf. José Ma. Solé, Ministros de la Palabra,
“C”, Herder, Barcelona 1979, 200-203
[5] Cf. 1 P 2, 21
[6] Cf. Hch 5, 29
[7] Cf. Lc 12, 8-9
[8] 1 Co 9, 22
[9] Cf. Lc 2, 34
[10] Si 2, 1
[11] Cf. Jn 15, 18-21
[12] Cf. San Juan de la Cruz, Subida del Monte
Carmelo, L.1, c. 13, O.C…, 122-5
[13] Ga 2, 19-20
[14] Is 9, 5
Directorio Homilético - Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario
CEC 575-576: Cristo, un “signo de contradicción”
CEC 1816: el discípulo debe dar testimonio de la fe con autenticidad y
valentía
CEC 2471-2474: dar testimonio de la Verdad
CEC 946-957, 1370, 2683-2684: nuestra comunión con los santos
CEC 1161: las imágenes sagradas manifiestan “el gran número de los testigos”
575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un "signo
de contradicción" (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén,
aquellas a las que el Evangelio de S. Juan denomina con frecuencia "los
Judíos" (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19),
más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49).
Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas.
Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc
13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come
varias veces en casa de fariseos (cf. Lc 7, 36; 14, 1). Jesús confirma
doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la
resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de
piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse
a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al
prójimo (cf. Mc 12, 28-34).
576 A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las
instituciones esenciales del Pueblo elegido:
– Contra el sometimiento a la Ley en la integridad de sus preceptos
escritos, y, para los fariseos, su interpretación por la tradición oral.
– Contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde
Dios habita de una manera privilegiada.
– Contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir.
1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino
también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: "Todos vivan
preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el
camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la
Iglesia" (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son
requeridos para la salvación: "Por todo aquél que se declare por mí ante los
hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los
cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante
mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32-33).
II "DAR TESTIMONIO DE LA VERDAD"
2471 Ante Pilato, Cristo proclama que había "venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad" (Jn 18,37). El cristiano no debe "avergonzarse de
dar testimonio del Señor" (2 Tm 1,8). En las situaciones que exigen dar
testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo
de S. Pablo ante sus jueces. Debe guardar una "conciencia limpia ante Dios y
ante los hombres" (Hch 24,16).
2472 El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia los
impulsa a actuar como testigos del evangelio y de las obligaciones que de
ello se derivan. Este testimonio es trasmisión de la fe en palabras y obras.
El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad
(cf Mt 18,16):
Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a
manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre
nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo
que les ha fortalecido con la confirmación (AG 11).
2473 El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un
testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo,
muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la
verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un
acto de fortaleza. "Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado
llegar a Dios" (S. Ignacio de Antioquía, Rom 4,1).
2474 Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de
quienes llegaron al final para dar testimonio de su fe. Son las actas de los
Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de
sangre:
No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este
siglo. Es mejor para mí mori r (para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta
las extremidades de la tierra. Es a él a quien busco, a quien murió por
nosotros. A él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se
acerca...(S. Ignacio de Antioquía, Rom. 6,1-2).
Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser
contado en el número de tus mártires...Has cumplido tu promesa, Dios de la
fidelidad y de la verdad. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo,
te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo
amado. Por él, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora
y en los siglos venideros. Amén. (S. Policarpo, mart. 14,2-3).
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Ejemplos
Para vencer a todos los enemigos
Un hombre de la nobleza, padecía horriblemente de gota. Pero además de este
enemigo que le atormentaba el cuerpo tenía otro que le atormentaba el alma:
un hombre al que profesaba un odio mortal.
Un día hermoso, viéndose con los dolores un poco calmados, quiso hacer una
excursión por los alrededores. Pero en el momento que menos lo esperaba, vio
que se acercaban dos hombre con cara de forajidos que le agarraron, y se lo
llevaron a un cuarto pequeño de una torre elevada. Allí estuvo cuatro años,
y no recibió como alimento más que pan duro y agua. Hambriento, mortificado,
tuvo tiempo de pensar en Dios y de convencerse de que no hay otra felicidad
que la virtud.
Cuando sus parientes y amigos, conocedores de su cautividad, fueron a
librarle le encontraron sano y curado. En la tribulación había vencido a sus
dos enemigos: la gota y el odio que profesaba a aquel hombre a quien perdonó
de corazón.
Y es que para vencer a todos los enemigos no hay medio más seguro que le
sacrificio y la mortifiación.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 128)
(Cortesía: iveargentina.org et alii)