Domingo 26 del Tiempo Ordinario C - Lázaro y el rico epulón - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Los ricos de corazón y los pobres de corazón
Comentario Teológico a la 1era Lectura: A. Gil Mondrego - La inminencia del
juicio
Comentario Teológico a la 2a lectura: Hilari Naguer - Noble profesión
Comentario Tológico
al Evangelio: Benedicto XVI - La parábola del rico epulón y el pobre
Lázaro (Lc 16, 19-31)
Santos Padres: San Ambrosio - El rico Epulón (Lc.16,19-31)
Santos Padres: San Agustín - El rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)
Aplicación: Alfredo
Sáenz, S.J - El infierno
Aplicación: Bendicto XVI - La parábola del hombre rico y del pobre Lázaro
Aplicación: San Juan Pablo II - El infierno como rechazo definitivo de
Dios
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - EL RICO EPULÓN Y EL POBRE LÁZARO Lc
16, 19-31
Directorio Homilético: Vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Los ricos de corazón y los pobres de corazón
b) Los fariseos aficionados al dinero (Lc/16/14-18)
14 Estaban oyendo todo esto los fariseos, que son aficionados al dinero, y
se burlaban de él. 15 Pero él les dijo: Vosotros os presentáis como justos
delante de los hombres, pero Dios conoce vuestro corazón; porque aquello que
es alto entre los hombres, es abominación ante Dios.
Los fariseos pasaban por aficionados al dinero. Jesús les echa en cara que
devoran las casas de las viudas (Lc.20:47). En la secta de Qumrán se los
llama «gente embustera, que tiene puesta la mira en pasarlo bien y vivir en
la abundancia». Del doctor de la ley Jokcanán (+287) se ha transmitido esta
sentencia: «Los miembros dependen del corazón, el corazón depende de la
bolsa.» Entre los fariseos, la pobreza es mirada como una maldición. La
riqueza es premio de la religiosidad, la pobreza es castigo por el pecado.
«Riquezas, honra y (larga) vida son premio de la humildad y del temor de
Yahveh» (Pro_22:4). Quien impugna la riqueza de los fariseos, pone también
en duda su fidelidad a la ley y su moralidad. Jesús osa hacerlo y trastorna
su doctrina. Él va de una parte a otra como pobre (Lc.8:1), predica la
renuncia a las posesiones y declara bienaventurados a los pobres, mientras
que lanza conminaciones -«¡ay de vosotros!»- contra los ricos. En favor de
ellos hay una larga tradición. Se burlan de él y lo desprecian.
Los fariseos, aficionados al dinero, aseguran su vida mediante las riquezas,
y su existencia delante de Dios mediante «obras de justicia»: no olvidan la
ley y hacen buenas obras. Se tienen por justos y están convencidos de que
también Dios aprueba este dictamen. Por sus riquezas reconocen que Dios
confirma su parecer. Jesús, en cambio, desbarata este juicio y este modo de
pensar, destruye su seguridad, reduce a escombros su construcción religiosa,
tras la que se atrincheran. Dios mira al corazón, a las intenciones de que
proceden las obras. No buscan a Dios, sino su honra, se buscan a sí mismos
(Mat_16:1-18). Al que Dios hace justo, ese es justo en verdad. Ahora bien,
Dios sólo hace justo al que es pequeño ante Dios. Lo que es alto entre los
hombres, es abominación ante Dios, impuro y repugnante como un ídolo. «El
hombre ser�� humillado, abatidos los varones, y bajados los ojos altivos»
(Isa_15:5). Por Jesús invierte Dios el juicio de los fariseos: «Gloríese el
hermano humilde en su exaltación, y el rico en su humillación, porque pasará
como flor de heno» (Stg_1:9 s). La primera bienaventuranza del sermón de la
montaña resuena en estas palabras: «Bienaventurados los pobres» (Lc.6:20),
«Bienaventurados los pobres en el espíritu» (Mat_5:3).
(…)
c) El rico epulón (Lc/16/19-31)
19 Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo, y todos
los días celebraba espléndidos banquetes. 20 A su puerta yacía un pobre,
llamado Lázaro, lleno de llagas, 21 el cual deseaba saciarse con lo que caía
de la mesa del rico, y hasta los perros se acercaban para lamerle las
llagas. 22 Sucedió, pues, que el pobre murió, y los ángeles lo llevaron al
seno de Abraham. Pero murió también el rico, y fue sepultado. 23 Y en el
abismo, estando en medio de tormentos, levantó los ojos y vio desde lejos a
Abraham, y a Lázaro en su seno. 24 Entonces gritó: Padre Abraham, ten
compasión de mí, y envía a Lázaro para que, mojando en agua la punta del
dedo, venga a refrescarme la lengua; que estoy sufriendo horrores en estas
llamas. 25 Pero Abraham le contestó: Hijo, acuérdate de que ya recibiste tus
bienes en tu vida, mientras Lázaro, en cambio, los males; ahora, pues, él
tiene aquí el consuelo, mientras tú el tormento. 26 Y además de todo esto,
entre nosotros y vosotros ha quedado establecido un inmenso vacío, de suerte
que los que quieren pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni tampoco
atravesar de ahí a nosotros.
Se ha alcanzado ya la primera cima de la narración. Con una imagen de gran
dramatismo se representa lo que significan las conminaciones lanzadas a los
ricos que están hartos y que ríen, así como las bienaventuranzas de los
desheredados, de los que tienen hambre y de los que lloran (Lc.6:20 ss). Lo
que aquí se relata es una amonestación a los ricos y un consuelo para los
pobres. Para el rico cada día es una fiesta regocijada, un espléndido
banquete. Todos los días se viste de fiesta: la indumentaria exterior es de
lana adornada de púrpura fenicia, la interior, de lino finísimo importado de
Egipto a Palestina. Las comidas son de fiesta. Este rico puede permitirse
aquello con que soñaba para el futuro el rico labrador: «Descansa, come,
bebe, y pásalo bien» (Lc.12:19). El reverso de la medalla, la contrapartida,
es el pobre. Cubierto de llagas está echado a la puerta que lleva al palacio
del rico; allá es llevado todos los días. El hambre lo atormenta. En las
casas acomodadas se utilizan en la comida las migajas para limpiarse las
manos y luego se tiran debajo de la mesa. El pobre suspira por ellas con
avidez, pero nadie se las da. Los perros medio salvajes que vagan por las
calles le lamen las llagas, sin que el pobre hombre pueda impedirlo. El
nombre del pobre es Lázaro, el-azar, que quiere decir: Dios ayuda. Es uno de
esos pobres que llevan su miseria con paciencia y confianza en Dios, que
sólo pueden soportar su existencia porque se fían de Dios; es uno de esos
que en los salmos y en las palabras de los profetas son consolados con las
promesas de Dios, de esos a quienes van dirigidas las bienaventuranzas del
sermón de la montaña.
El rico vive como si no existiera Dios. Lo tiene todo. ¿Qué falta le hace
Dios? No ve a Dios, no ve al pobre. Vive a sus anchas, nadando en el placer
y en la abundancia. No está contra Dios, ni tampoco oprime al pobre.
Únicamente está ciego para no ver a Dios, al pobre, «a Moisés y a los
profetas». El relato hace hincapié en lo que viene después de la muerte.
Ambos mueren, el rico y el pobre. Del pobre y del rico se dice la misma
palabra: «murió»; esto es común a los dos. En la muerte son los dos iguales.
Sigue el entierro. Todavía una última diferencia. El rico es sepultado con
pompa y fasto. El entierro del pobre no se cuenta, ni se menciona, porque ni
siquiera era digno de mención. Sin embargo, ha comenzado ya la gran
mutación. Los ángeles se lo llevan. «Cuando un justo pasa de este mundo al
otro, le salen al encuentro tres coros de ángeles puestos a su servicio.»
Llevan al pobre al banquete celestial. Allí recibe un puesto honorífico a la
derecha del padre de familia, Abraham (Mat_8:11). El rico va después de su
muerte al mundo inferior (el hades), que aquí se entiende como lugar de
castigo y de tormento. Los muertos se hallan en lugares diferentes, según
que en su vida terrena cumplieran o no la voluntad de Dios. La existencia
del hombre no se restringe a la vida de la tierra, sino que perdura todavía
después de la muerte. La historia narrada traza las líneas que van del ahora
al entonces, indicando lo que significa lo presente para el futuro. Hay
todavía algo más que el bienestar de la vida de la tierra.
El rico se halla en el lugar del tormento, Lázaro sentado a la mesa del
banquete celestial, en el seno de Abraham (se comía recostado), en el lugar
de la felicidad y bienaventuranza. «Tras el juicio aparece el foso de los
tormentos, y enfrente el lugar de refrigerio, se hace visible el horno del
infierno, y enfrente la dicha del Edén (del Paraíso)», así se expresa el
cuarto libro de Esdras (7,36). De un lugar al otro se pueden ver y hablar
los unos con los otros. En el mundo inferior puede el rico levantar los ojos
y ver a Abraham desde lejos. Según el libro mencionado, las almas de los
réprobos se ven atormentadas porque observan cómo hay ángeles que en
profundo silencio guardan las moradas de las otras almas (4Esd_7:85). Lo que
dice Jesús en esta narración acerca de la vida de ultratumba se inspira en
las ideas de su ambiente. (…). Jesús utiliza las imágenes tradicionales para
anunciar su doctrina de forma más gráfica y penetrante. El pobre está
sentado a la mesa del banquete; el rico, lejos, está atormentado; el pobre
goza del puesto de honor, el rico sufre una sed terrible, el pobre está
harto, el rico ansía poder humedecer su lengua seca con un poco de agua. A
los impíos les aguardan «sed y tormentos» (4Esd_8:59). El que sufrió en su
vida terrena es consolado, el que gozó es atormentado. Esto suena como si en
el más allá todo se redujera a un reajuste de las suertes de la tierra.
Ahora bien, ¿por qué es atormentado el rico? ¿Sólo porque fue rico? ¿Por qué
es dichoso el pobre? ¿Sólo porque fue pobre? La primera parte de la
narración necesita ser completada. La primera cima reclama la segunda.
La suerte del rico en el más allá es desesperada. Los judíos estaban
convencidos de que su padre Abraham podía con su intercesión librarlos
incluso del infierno. «Los que caminan por el valle de lágrimas son los que
en esa hora son juzgados en el Gehinnon (el infierno); luego viene nuestro
padre Abraham, los hace subir y los acoge.» El rico avariento clama en su
tormento a su padre Abraham. ¡En vano! Entre el lugar del tormento y el
lugar de la bienaventuranza hay un foso infranqueable: no hay intercesión
que salve, no se puede esperar cambio de morada. Está desbaratada toda
esperanza.
27 El rico respondió: Ruégote siquiera, padre, que lo envíes a casa de mi
padre -28 porque tengo cinco hermanos-, con el fin de prevenirlos, para que
ellos no vengan también a este lugar de tormento. 29 Pero Abraham le
replica: Ya tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen. 30 él
insistió: No, padre Abraham; si, en cambio, se presenta a ellos alguno de
entre los muertos, se convertirán. 31 Pero Abraham le dijo: Si no escuchan a
Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de entre los muertos se
dejarán persuadir.
Ahora aparece claro por qué es atormentado el rico. Disfrutó de la riqueza,
se sentía seguro, no tenía órgano para percibir la constancia y el consuelo
que se nos da por la Escritura (Rom_15:4), era sordo a la palabra de Dios y
a su llamamiento. La riqueza y la vida en la abundancia habían vuelto ciego
al rico, ciego para no ver a Dios, ciego para no ver al pobre, ciego para la
otra vida; lo hicieron refractario al otro mundo. A las bienaventuranzas de
los que por su aflicción ponen su esperanza en Dios y por ello tienen el
corazón abierto a Dios, siguen las bienaventuranzas de los que son
accesibles a los hombres y a su miseria (cf. Mat_5:3-6; Mat_5:7-10). Lázaro,
que en su aflicción pone su esperanza en Dios, es admitido en el banquete
del reino. La riqueza encierra peligros…
En Moisés y en los profetas, en la Sagrada Escritura, Dios nos dejó
consignada su palabra, que quiere amonestarnos, apercibirnos, iluminarnos y
guiarnos para que no vayamos a dar en el lugar de los tormentos. «Y tenemos
así más confirmada la palabra profética, a la que hacéis bien en prestar
atención, como a lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el
día y salga el lucero de la mañana en vuestro corazón» (2Pe_1:19). Esta
palabra lleva a reformar los pensamientos conforme a los pensamientos de
Dios, es el comienzo del retorno a Dios y a la penitencia. El contenido de
la Escritura es Jesucristo, su muerte y su resurrección (2Pe_24:27.46). El
que oye la palabra de Jesús y la sigue es preservado de la suerte del rico,
ya que el fruto del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús es la
penitencia y la conversión (Hec_2:37 s).
El que no escucha la Sagrada Escritura, tampoco se deja convencer aunque
venga un mensajero del otro mundo. Incluso el mayor milagro, la resurrección
de un muerto, sería en vano. Lázaro de Betania fue resucitado, y con ello se
consumó el endurecimiento de los judíos hostiles a Cristo (Jua_11:46 ss).
Dios satisfizo el deseo del rico resucitando a Jesús de entre los muertos.
En él dio a los doctores de la ley y a los fariseos la señal que exigían al
igual que el rico: «Esta generación perversa y adúltera reclama una señal,
pero no se le dará más señal que la del profeta Jonás. Porque así como
estuvo Jonás en el vientre del monstruo marino tres días y tres noches, así
estará el Hijo del hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres
noches» (Mat_12:39 s).
El rico, que está en peligro de apoyarse en su riqueza y de fiarse de ella,
tiene que cambiar de dirección y buscar la voluntad de Dios. Fruto genuino
de tal cambio de dirección y de tal retorno a Dios es el amor al prójimo con
obras (Mat_3:10 s): «¿Sabéis qué ayuno quiero yo?, dice el Señor, Yahveh:
Romper las ataduras de iniquidad, deshacer los haces opresores, dejar ir
libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo; partir tu pan con el
hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu
rostro ante tu hermano» (Isa_58:6 s). La comunidad en la que pensaba ante
todo Lucas tenía necesidad de la amonestación, como la consignó Santiago en
una situación semejante: «Escuchad, hermanos míos queridos: ¿No escogió Dios
a los pobres según el mundo, pero ricos en la fe y herederos del reino que
prometió a los que le aman? ¡Y vosotros habéis afrentado al pobre!… Hablad y
actuad como quienes han de ser juzgados por una ley de libertad. Pues habrá
un juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia»
(Stg_2:5.6.12s).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
Comentario Teológico a la 1era Lectura: A. Gil Mondrego - La inminencia del
juicio
* Contexto histórico: Los éxitos del rey de Israel, JEROBOAN-II, al
restablecer las antiguas fronteras del reino davídico (II Rey. 14,25 ss)
alimentan el optimismo y orgullo nacional. Bien es verdad que el éxito es
coyuntural: el imperio asirio y el reino sirio viven momentos políticos
bajos; pero esta decadencia de las grandes potencias permite a Israel vivir
momentos de euforia y de prosperidad.
En Samaría, algunos de sus habitantes se enriquecen a costa de los otros, y
el lujo aparece por todas partes: se construyen "casas de sillares" (5.11);
el mobiliario es de lujo: "os acostáis en lechos de marfil" (6,4) se
divierten sin conocimiento (4,1;6,4-6) y sin preocupación alguna. Su fe en
Samaría es ciega: su pueblo es la flor y nata del mundo próspero. No prevén
ningún peligro posible, y actúan en consecuencia: "Queréis espantar el día
funesto aplicando un cetro de violencia" (v.3; cfr.9,10; Is.22,12 ss).
* Texto: Los caps. 3-6 de Amós están formados por una serie de breves
oráculos contra Israel y que desarrollan la temática del oráculo de amenaza
de 2,6 ss. Empiezan todos ellos con las fórmulas: "Escuchad esta
palabra...", "Ay de los que...".
En Am. 6,1-7 se describe, con amplitud, la conducta de los dirigentes de
Israel (vs.1-6), y acaba con un breve oráculo de condena (v.7).
Con gran ironía, Amós describe en los vv. 4-6 el lujo y goces a los que se
entrega esta gente despreocupada: el "arrellanarse en divanes" no sólo es un
lujo inaudito en Israel sino que también indica una actitud de
apoltronamiento, de "aquí me las den todas", de vivir la vida bien sin abrir
los ojos a la realidad.
Tocan el arpa, como David, pero con un fin muy diverso: divertirse; beben en
copas que sólo estaban destinadas a uso cúltico (Ex 38. 3; Nm 4. 14).
Dedicándose a los placeres de la mesa creen servir a los intereses del
pueblo; sólo viven para la fiesta, "... pero no os doléis del desastre de
José".
El "pues ahora" del v. 7 introduce el oráculo de condena: la inminencia del
juicio divino caerá como jarro de agua fría sobre las ilusiones alienantes
de los samaritanos. Los que se llamaban flor y nata de los pueblos tendrán
el lugar que les corresponde: "encabezarán la cuerda de los deportados" (v.
1b).
Reflexiones: Nuestra postura, como la de esos habitantes de Samaría, se
parece muchas veces a la del avestruz: ni nos preocupan los demás ni somos
capaces de ver más allá de nuestras narices. Sólo nos interesa la alegría
del presente: el nuevo chalet de sillares y pizarra, el mueble muy bien
lacado, el último modelo de coche... ¿Y que otros pasan hambre...? Ni
abrimos los ojos. ¿Que países enteros no tienen nada que llevarse a la boca
o que hay millares de niños que lloran amargamente porque el hambre les
afecta incluso a sus músculos...? Ni nos enteramos. ¿Que el paro invade
Europa...? ¡Que trabajen los muy vagos! Nosotros seguimos arrellanados en
confortables divanes, comemos cordero y nos divertimos sin conocimiento.
Ni siquiera nos pasa por la imaginación el que podamos ir a la cabeza de los
deportados. Somos la flor y nata de la religiosidad mundial; junto a Polonia
somos los países marianos por excelencia; nuestros misioneros recorren el
mundo entero... ¡La católica España! Y mientras tanto sus dirigentes
continúan apoltronados en sus ideas sin preocuparse del futuro de su pueblo.
¡Si el profeta Amós levantara la cabeza!
(A. GIL MODREGO DABAR 1989/48)
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Comentario Teológico a la 2a lectura: Hilari Naguer - Noble profesión
Espléndida exhortación sobre el testimonio cristiano. El v.12 alude a cómo
Timoteo "hizo noble profesión ante muchos testigos".
No sabemos si se refiere a la profesión de fe bautismal o a una valiente
confesión ante perseguidores, en una ocasión que nosotros desconocemos.
Tanto si se trata del sacramento del bautismo como si es una persecución por
el nombre de Jesús, debe ponerse en relación con la confesión del propio
Jesús, que ante Poncio Pilato dio testimonio de la verdad y proclamó sin
temor su realeza (v.13). El discípulo de Jesús tampoco debe tener miedo de
proclamar la verdad delante de las autoridades de este mundo.
Pero hay también otro testimonio, en cierto modo más difícil, porque no es
la decisión heroica de un momento, de la que todo el mundo es más o menos
capaz, sino que está hecho de fidelidad indefectible en la práctica
cotidiana de las virtudes, ante Dios (religión, fe) y ante el prójimo
(justicia, amor, paciencia, delicadeza) (v.11). Bautismo sacramental,
martirio sangriento y martirio incruento de la fidelidad de cada día sólo
son posibles a partir de la fe, que significa vivir el presente pendientes
de un futuro que no palpamos, en función de la venida de JC y del Dios
inmortal, a quien "ningún hombre ha visto ni puede ver" (vv. 15-16)
(HILARI RAGUER MISA DOMINICAL 1977/17)
Comentario Tológico: Benedicto XVI - La parábola del rico epulón y el pobre
Lázaro (Lc 16, 19-31)
De nuevo nos encontramos en esta historia dos figuras contrastantes: el
rico, que lleva una vida disipada llena de placeres, y el pobre, que ni
siquiera puede tomar las migajas que los comensales tiran de la mesa,
siguiendo la costumbre de la época de limpiarse las manos con trozos de pan
y luego arrojarlos al suelo. En parte, los Padres han aplicado a esta
parábola el esquema de los dos hermanos, refiriéndolo a la relación entre
Israel (el rico) y la Iglesia (el pobre Lázaro), pero con ello han perdido
la tipología completamente diversa que aquí se plantea. Esto se ve ya en el
distinto desenlace. Mientras los textos precedentes sobre los dos hermanos
quedan abiertos, terminan con una pregunta y una invitación, aquí se
describe el destino irrevocable tanto de uno como del otro protagonista.
Como trasfondo que nos permite entender este relato hay que considerar la
serie de Salmos en los que se eleva a Dios la queja del pobre que vive en la
fe en Dios y obedece a sus preceptos, pero sólo conoce desgracias, mientras
los cínicos que desprecian a Dios van de éxito en éxito y disfrutan de toda
la felicidad en la tierra. Lázaro forma parte de aquellos pobres cuya voz
escuchamos, por ejemplo, en el Salmo 44: «Nos haces el escarnio de nuestros
vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean… Por tu causa nos degüellan
cada día, nos tratan como ovejas de matanza» (vv. 14.23; cf. Rm 8, 36). La
antigua sabiduría de Israel se fundaba sobre el presupuesto de que Dios
premia a los justos y castiga a los pecadores, de que, por tanto, al pecado
le corresponde la infelicidad y a la justicia la felicidad. Esta sabiduría
había entrado en crisis al menos desde el exilio. No era sólo el hecho de
que Israel como pueblo sufriera más en conjunto que los pueblos de su
alrededor, sino que lo expulsaron al exilio y lo oprimieron; también en el
ámbito privado se mostraba cada vez más claro que el cinismo es ventajoso y
que, en este mundo, el justo está destinado a sufrir. En los Salmos y en la
literatura sapiencial tardía vemos la búsqueda afanosa para resolver esta
contradicción, un nuevo intento de convertirse en «sabio», de entender
correctamente la vida, de encontrar y comprender de un modo nuevo a Dios,
que parece injusto o incluso del todo ausente.
Uno de los textos más penetrantes de esta búsqueda, el Salmo 73, puede
considerarse en este sentido como el trasfondo espiritual de nuestra
parábola. Allí vemos como cincelada la figura del rico que lleva una vida
regalada, ante el cual el orante —Lázaro— se lamenta: «Envidiaba a los
perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores,
están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los
demás. Por eso su collar es el orgullo… De las carnes les rezuma la maldad…
su boca se atreve con el cielo… Por eso mi pueblo se vuelve a ellos y se
bebe sus palabras. Ellos dicen: “¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar
el Altísimo?”» (Sal 73, 3-11).
El justo que sufre, y que ve todo esto, corre el peligro de extraviarse en
su fe. ¿Es que realmente Dios no ve? ¿No oye? ¿No le preocupa el destino de
los hombres? «¿Para qué he purificado yo mi corazón… ? ¿Para qué aguanto yo
todo el día y me corrijo cada mañana…? Mi corazón se agriaba.» (Sal 73,
13s.21). El cambio llega de repente, cuando el justo que sufre mira a Dios
en el santuario y, mirándolo, ensancha su horizonte. Ahora ve que la
aparente inteligencia de los cínicos ricos y exitosos, puesta a la luz, es
estupidez: este tipo de sabiduría significa ser «necio e ignorante», ser
«como un animal» (cf. Sal73, 22). Se quedan en la perspectiva del animal y
pierden la perspectiva del hombre que va más allá de lo material: hacia Dios
y la vida eterna.
En este punto podemos recurrir a otro Salmo, en el que uno que es perseguido
dice al final: «De tu despensa les llenarás el vientre, se saciarán sus
hijos… Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me
saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Aquí se contraponen dos tipos de
saciedad: el hartarse de bienes materiales y el llenarse «de tu semblante»,
la saciedad del corazón mediante el encuentro con el amor infinito. «Al
despertar» hace referencia en definitiva al despertar a una vida nueva,
eterna; pero también se refiere a un «despertar» más profundo ya en este
mundo: despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva forma de
saciedad.
El Salmo 73 habla de este despertar en la oración. En efecto, ahora el
orante ve que la felicidad del cínico, tan envidiada, es sólo «como un sueño
al despertar»; ve que el Señor, al despertar, «desprecia sus sombras» (cf.
Sal 73, 20). Y entonces el orante reconoce la verdadera felicidad: «Pero yo
siempre estaré contigo, tú agarras mi mano derecha… ¿No te tengo a ti en el
cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?… Para mí lo bueno es estar
junto a Dios.» (Sal 73, 23.25.28). No se trata de una vaga esperanza en el
más allá, sino del despertar a la percepción de la auténtica grandeza del
ser humano, de la que forma parte también naturalmente la llamada a la vida
eterna.
Con esto nos hemos alejado de la parábola sólo en apariencia. En realidad,
con este relato el Señor nos quiere introducir en ese proceso del
«despertar» que los Salmos describen. No se trata de una condena mezquina de
la riqueza y de los ricos nacida de la envidia. En los Salmos que hemos
considerado brevemente está superada la envidia; más aún, para el orante es
obvio que la envidia por este tipo de riqueza es necia, porque él ha
conocido el verdadero bien. Tras la crucifixión de Jesús, nos encontramos a
dos hombres acaudalados —Nicodemo y José de Arimatea— que han encontrado al
Señor y se están «despertando». El Señor nos quiere hacer pasar de un
ingenio necio a la verdadera sabiduría, enseñarnos a reconocer el bien
verdadero. Así, aunque no aparezca en el texto, a partir de los Salmos
podemos decir que el rico de vida licenciosa era ya en este mundo un hombre
de corazón fatuo, que con su despilfarro sólo quería ahogar el vacío en el
que se encontraba: en el más allá aparece sólo la verdad que ya existía en
este mundo. Naturalmente, esta parábola, al despertarnos, es al mismo tiempo
una exhortación al amor que ahora debemos dar a nuestros hermanos pobres y a
la responsabilidad que debemos tener respecto a ellos, tanto a gran escala,
en la sociedad mundial, como en el ámbito más reducido de nuestra vida
diaria.
En la descripción del más allá que sigue después en la parábola, Jesús se
atiene a las ideas corrientes en el judaísmo de su tiempo. En este sentido
no se puede forzar esta parte del texto: Jesús toma representaciones ya
existentes sin por ello incorporarlas formalmente a su doctrina sobre el más
allá. No obstante, aprueba claramente lo esencial de las imágenes usadas.
Por eso no carece de importancia que Jesús recurra aquí a las ideas sobre el
estado intermedio entre muerte y resurrección, que ya se habían generalizado
en la fe judía. El rico se encuentra en el Hades como un lugar provisional,
no en la «Gehenna» (el infierno), que es el nombre del estado final
(Jeremías, p. 152). Jesús no conoce una «resurrección en la muerte», pero,
como se ha dicho, esto no es lo que el Señor nos quiere enseñar con esta
parábola. Se trata más bien, como Jeremías ha explicado de modo convincente,
de la petición de signos, que aparece en un segundo punto de la parábola.
El hombre rico dice a Abraham desde el Hades lo que muchos hombres, entonces
como ahora, dicen o les gustaría decir a Dios: si quieres que te creamos y
que nuestras vidas se rijan por la palabra de revelación de la Biblia,
entonces debes ser más claro. Mándanos a alguien desde el más allá que nos
pueda decir que eso es realmente así. El problema de la petición de pruebas,
la exigencia de una mayor evidencia de la revelación, aparece a lo largo de
todo el Evangelio. La respuesta de Abraham, así como, al margen de la
parábola, la que da Jesús a la petición de pruebas por parte de sus
contemporáneos, es clara: quien no crea en la palabra de la Escritura
tampoco creerá a uno que venga del más allá. Las verdades supremas no pueden
someterse a la misma evidencia empírica que, por definición, es propia sólo
de las cosas materiales.
Abraham no puede enviar a Lázaro a la casa paterna del rico epulón. Pero hay
algo que nos llama la atención. Pensemos en la resurrección de Lázaro de
Betania que nos narra el Evangelio de Juan. ¿Qué ocurre? «Muchos judíos…
creyeron en él», nos dice el evangelista. Van a los fariseos y les cuentan
lo ocurrido, tras lo cual se reúne el Sanedrín para deliberar. Allí se ve la
cuestión desde el punto de vista político: se podía producir un movimiento
popular que alertaría a los romanos y provocar una situación peligrosa.
Entonces se decide matar a Jesús: el milagro no conduce a la fe, sino al
endurecimiento (cf. Jn 11, 45-53).
Pero nuestros pensamientos van más allá. ¿Acaso no reconocemos tras la
figura de Lázaro, que yace cubierto de llagas a la puerta del rico, el
misterio de Jesús, que «padeció fuera de la ciudad» (Hb 13, 12) y, desnudo y
clavado en la cruz, su cuerpo cubierto de sangre y heridas, fue expuesto a
la burla y al desprecio de la multitud?: «Pero yo soy un gusano, no un
hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 22, 7).
Este Lázaro auténtico ha resucitado, ha venido para decírnoslo. Así pues, si
en la historia de Lázaro vemos la respuesta de Jesús a la petición de signos
por parte de sus contemporáneos, estamos de acuerdo con la respuesta central
que Jesús da a esta exigencia. En Mateo se dice: «Esta generación perversa y
adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta
Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues
tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra»
(Mt 12, 39s). En Lucas leemos: «Esta generación es una generación perversa.
Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como
Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del
hombre para esta generación» (Lc 11, 29s).
No necesitamos analizar aquí las diferencias entre estas dos versiones. Una
cosa está clara: la señal de Dios para los hombres es el Hijo del hombre,
Jesús mismo. Y lo es de manera profunda en su misterio pascual, en el
misterio de muerte y resurrección. Él mismo es el «signo de Jonás». Él, el
crucificado y resucitado, es el verdadero Lázaro: creer en Él y seguirlo, es
el gran signo de Dios, es la invitación de la parábola, que es más que una
parábola. Ella habla de la realidad, de la realidad decisiva de la historia
por excelencia.
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (I), Planeta Chile 2007, 253-60
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Santos Padres: San Ambrosio - El rico Epulón (Lc.16,19-31)
13. Había un hombre rico que vestía de púrpura. Y puesto que se hace mención
del nombre, parece tratarse más de una historia que de una parábola. Con
toda intención, el Señor nos ha presentado aquí a un rico que gozó de todos
los placeres de este mundo, y que ahora, en el infierno, sufre el tormento
de un hambre que no se saciará jamás; y no en vano presenta, como asociados
a sus sufrimientos, a sus cinco hermanos, es decir, los cinco sentidos del
cuerpo, unidos por una especie de hermandad natural, los cuales se estaban
abrasando en el fuego de una infinidad de placeres abominables; y, por el
contrario, colocó a Lázaro en el seno de Abrahán, como en un puerto
tranquilo y en asilo de santidad, para enseñarnos que no debemos dejarnos
llevar de los placeres presentes ni, permaneciendo en los vicios vencidos
por el tedio, determinar una huida del trabajo. Trátese, pues, de ese Lázaro
que es pobre en este mundo, pero rico delante de Dios, o de aquel otro
hombre que, según el apóstol, es pobre de palabra, pero rico en fe (St 2, 5)
—a la verdad, no toda pobreza es santa, ni toda riqueza reprensible, sino
del mismo modo que la lujuria contamina las riquezas, así la santidad
recomienda la pobreza—,o del hombre apostólico que conserva íntegra su fe,
que no busca la belleza en las palabras, ni el acopio de argumentos, ni
tampoco los fastuosos ropajes de las frases, puesto que este tal recibió ya
su apropiada recompensa cuando luchó contra los herejes maniqueos: Marción,
Sabelio, Arrio y Fotino—éstos no son otra cosa que los hermanos de los
judíos, a los que están unidos por una hermandad llena de perfidia—,
reprimiendo los deseos de la carne que, como he dicho, sirven de incentivo a
los cinco sentidos, es decir, de ese que recibió la recompensa que se le
prometió, cuando se le entregó, en pago, riquezas sobreabundantes y una
soldada perpetua.
14. Y no es que creamos que es errado el sostener que este pasaje se refiere
a la fe que Lázaro recoge de la mesa de los ricos, ese Lázaro cuyas úlceras,
según el texto, daban asco al rico Epulón, que entre banquetes suntuosos y
convites llenos, de perfumes no podía soportar el mal olor de esas úlceras
que lamían los perros, a aquel que sentía hastío hasta del olor del aire y
de la misma naturaleza; y es que no hay duda que la arrogancia y el orgullo
de los ricos tienen signos propios para manifestarse y de tal manera se
olvidan éstos que son hombres, que, como si estuvieran por encima de la
naturaleza humana, encuentran en las miserias de los pobres un incentivo
para sus pasiones, se ríen del necesitado, insultan al mendigo y saquean a
esos mismos de los que se debían apiadar.
15. El que quiera puede adherirse, como un nuevo Lázaro, a los dos puntos de
vista. A éste tal le comparo con aquel otro que fue azotado muchas veces por
los judíos (cf. 2 Co 11, 24) para, por este medio, comunicar a los creyentes
la paciencia y llamar a los gentiles, ofreciendo, por así decir, las llagas
de su cuerpo para que fuesen lamidas por los perros ; porque está escrito:
Volverán por la tarde y padecerán hambre, como los perros (Sal 58, 15). No
hay duda que la mujer cananea a quien se dijo: Nadie coge el pan de los
hijos y lo da a los perros, comprendió completamente este misterio. Entendió
claramente que este pan no es un pan visible, sino aquel al que éste
simboliza, y por eso respondió: Bien, Señor, pero los cachorritos comen de
las migas que caen de la mesa de sus señores. Esas migas son de este pan. Y
porque el pan es la palabra, y la fe es algo propio de la palabra, por eso
se dice que las migas son como los dogmas de fe. Y así, para confirmar que
esa afirmación era exacta, les respondió el Señor: ¡Oh mujer! ¡Grande es tu
fe! (Mt 15, 22ss).
16. ¡Oh felices úlceras que logran aniquilar el dolor eterno! ¡Oh migas
abundantes que hacéis imposible el ayuno sin fin, que colmáis de bienes
eternos al pobre que os recoge! El jefe de la sinagoga os tiraba de su mesa
al atentar contra los misterios internos de las Escrituras de los Profetas y
de la Ley ; en efecto, las migas son las palabras de las Escrituras, de las
que se dice: Has dado las espaldas a mis palabras (Sal 49, 17). El escriba
os rechazaba, pero Pablo os recogía con todo cuidado cuando, por medio de su
sufrimiento, atraía hacia sí al pueblo. Todos aquellos que vieron que no
temía a la mordedura de la serpiente y que creyeron cuando vieron que la
sacudía (Hch 28, 3ss), le lamían su llaga. Como también le lamió y creyó
aquel guardián de la cárcel que le lavó las heridas (ibíd., 16, 33).
Bienaventurados esos perros sobre los que cae ese líquido de las úlceras, ya
que él colmará sus corazones y fortalecerá sus gargantas con el fin de que
estén preparados para guardar la casa, defender los rebaños y vigilar a los
lobos.
17. Pon ante tu vista ahora a los arrianos, que no se preocupan sino de
placeres de este mundo, buscando la alianza con el poder real, con el fin de
atacar con las armas de la guerra la verdad de la Iglesia; ¿no te parece
verlos sobre esos lechos elaborados de púrpura y lino, defendiendo sus
errores como si fueran verdades, pródigos en discursos altisonantes,
teniendo la vanagloria de hablar de que la tierra tembló bajo el cuerpo del
Señor, que el cielo se cubrió de tinieblas, que su palabra hacía apaciguar
el mar, cuando, en realidad, niegan que era verdadero Hijo de Dios? Y
contempla también a ese pobre que, sabiendo que el reino de Dios no consiste
en palabras, sino en la virtud (1 Co 4, 20), expresó su pensamiento con
brevedad diciendo: Tú eres el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16); ¿no te parece
que esas grandes riquezas padecen una gran necesidad y, por el contrario,
esta pobreza lo posee todo? La herejía, que nada en la abundancia, ha
compuesto muchos evangelios; la fe, pobre, ha conservado el único Evangelio
que ha recibido; la rica filosofía se ha inventado muchos dioses; la
Iglesia, pobre, sólo conoce un Dios.
18. Así pues, entre ese rico y este pobre existe “un gran abismo”, ya que
después de la muerte no se podrán cambiar los méritos; por eso se nos
muestra al rico en el infierno deseando que el pobre le dé un poco de agua
refrescante, ya que el agua es el reconstituyente del alma atormentada por
los sufrimientos; por eso, haciendo alusión a ésta, dice Isaías: Sacaréis
con alegría el agua de las fuentes de la salud (12, 3). Pero ¿por qué aquél
es torturado antes del juicio? Sencillamente, porque, para el lujurioso, el
hecho de no gozar de los placeres supone ya un castigo. Porque, en efecto,
el Señor dice: Allí habrá llanto y crujir de dientes, cuando viereis a
Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de los cielos
(Lc 13, 28).
19. Tarde comienza este rico a ser maestro, puesto que es tiempo de aprender
y no de enseñar. En este pasaje, el Señor proclama con toda claridad que el
Antiguo Testamento es el fundamento de la fe, destrozando la maldad de los
judíos y echando fuera las malas intenciones de los herejes, que son quienes
hacen naufragar a las mentes más débiles; en realidad, pequeños son todos
aquellos que todavía no conocen el progreso en la virtud.
20. Sin embargo, es lícito notar que tanto la parábola anterior del
administrador aquel (Lc 16, 1ss) como la presente de este rico, contienen un
reclamo a la misericordia, y fácilmente, lo que quiso enseñar allí a los
santos, a quienes llama sus amigos y a quienes les entrega sus mansiones,
esto mismo desea que comprendan los pobres ahora.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.8, 13-20, BAC
Madrid 1966, pág. 481-86
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Santos Padres: San Agustín - El rico epulón y el pobre Lázaro (Lc
16, 19-31)
1. Si la lectura santa nos llena de terror saludable en esta vida, nadie nos
atemorizará después de ella. El fruto del temor es la corrección. No dije
solamente «si nos llena de terror la lectura divina», sino «si nos llena de
saludable terror». Son muchos los que saben temer y no saben convertirse.
¿Qué existe de más estéril que el temor infructuoso? ¡Cómo se asustaron y
temblaron todos nuestros corazones al escuchar que aquel rico soberbio,
despreciador del pobre que yacía a su puerta, era atormentado en el
infierno, de modo que ni siquiera las preces de súplica podían servirle de
nada, y cuando se le respondió, no con crueldad, sino con justicia, que no
se podía acudir en su auxilio!
En el tiempo en que la misericordia de Dios le hubiese venido en ayuda si se
hubiese convertido, se descuidó al amparo de la impunidad y mereció el
tormento. Se le perdonaba cuando era soberbio y gozaba jactándose de sus
riquezas, sin pensar en los tormentos futuros en los que aquella soberbia le
impedía creer y a los que tampoco temía. Pero, al fin, llegó a ellos. ¿Qué
significa «al fin»? ¿Cuál fue la duración de su dignidad y de su soberbia?
La misma que la de la flor del heno, como habéis escuchado ahora al leer la
carta del apóstol Pedro recogiendo un testimonio profético: Toda carne es
heno, y la nobleza del hombre como la flor del heno. El heno se secó y la
flor cayó. La palabra del Señor, en cambio, permanece para siempre.
2. Aunque esta carne se vista de púrpura y lino, ¿qué otra cosa es sino
carne y sangre y heno que se seca? Y por más que los hombres le tributen
dignidad y honores, es ciertamente flor, pero flor de heno. Una vez seco el
heno, no puede permanecer la flor; como el heno se seca, así la flor cae.
Tenemos, pues, a qué agarrarnos para no caer, puesto que la palabra del
Señor permanece para siempre.
¿Acaso no despreció la palabra de Dios, hermanos? ¿Acaso miró con desdén
esta nuestra fragilidad y mortalidad y dijo «es carne, es heno; que se seque
el heno y caiga su flor; no se venga en su ayuda»? Al contrario, tomó
nuestro heno para hacernos oro. La palabra del Señor, que permanece para
siempre, no consideró indigno de sí hacerse temporalmente heno, no para
sufrir ella misma cambio alguno, sino para otorgar al heno un cambio en
mejor: La Palabra se hizo carne y habitó en medio de nosotros. El Señor
padeció por nosotros, y fue sepultado, y resucitó, y subió al cielo y está
sentado a la derecha del Padre, no ya como heno, sino como oro incorrupto e
incorruptible.
Hermanos amadísimos, se nos promete un cambio. Sin embargo, hasta que
lleguemos a él ha de pasar este heno; es decir, toda dignidad de la carne
pasa con el mundo, toda esta fragilidad envejece. Había pasado en aquel rico
el heno; había pasado también la flor, pero si en el tiempo de su heno y en
el de la flor del heno hubiera comprendido la Palabra del Señor que
permanece para siempre, y depuestas y allanadas las alturas de la soberbia
se hubiese postrado ante Dios y, en el caso de que no hubiese querido
arrojar sus riquezas, hubiese al menos dado algo de ellas a los pobres que
yacían a su puerta, se le hubiese socorrido después del tiempo de este heno.
No sin motivo pedía misericordia quien cuando pudo no la ejercitó.
3. Por tanto, hermanos míos, al escuchar cuando se leía el Evangelio aquella
voz: Padre Abrahán, envía a Lázaro que moje su dedo en agua y gotee sobre mi
lengua, porque me atormento en esta llama, ¡cómo fuimos sacudidos todos en
el corazón por si nos acaeciera algo semejante a nosotros después de esta
vida y nuestras súplicas fueran vanas!
Cuando esta vida haya transcurrido, no habrá lugar para la corrección. Esta
vida es como un estadio; o vencemos en él o somos vencidos. ¿Acaso quien ha
sido vencido en el estadio busca luchar fuera de él aspirando a la corona
que perdió? ¿Qué hacer, pues? Si hemos sentido temor, o terror, si se
estremecieron nuestras vísceras, cambiémonos mientras es tiempo. Este es el
más fructuoso temor.
Nadie puede, hermanos, cambiar sin el temor, sin la tribulación, sin
temblor. Golpeamos el pecho cuando nos punza la conciencia de nuestros
pecados. Lo que golpeamos es algo que está dentro, algún mal pensamiento;
salga fuera en confesión y tal vez no habrá nada que nos punce. Salgan fuera
en confesión todos los pecados. Pues aquel rico, inflado en medio del lino,
tenía dentro algo que ojalá hubiera saltado fuera mientras vivía. Tal vez no
hubiese sido enviado a la llama perpetua.
Pero como entonces era soberbio, aquel humor le había causado un tumor, no
una erupción. El pobre Lázaro, en cambio, yacía a la puerta lleno de
úlceras. Nadie, hermanos, se avergüence de confesar sus pecados. El yacer es
propio de la humildad. Sin embargo, ved cómo se vuelven las tornas. Una vez
pasada la tribulación del reconocerse pecadores, viene el descanso de los
merecimientos: vendrán los ángeles, tomarán a este ulceroso y lo pondrán en
el seno de Abrahán, es decir, en el descanso sempiterno, en el lugar secreto
del Padre. Seno, en efecto, significa lugar secreto donde descanse el
fatigado.
4. Este yacía a la puerta lleno de úlceras; el rico le miraba con desprecio.
Deseaba aquél saciarse con las migas que caían de la mesa de éste; él, que
alimentaba a los perros con sus úlceras, no era alimentado por el rico.
Considerad, hermanos, que se trata de un pobre que siente necesidad.
Dichoso, dijo, quien se preocupa del necesitado y del pobre. Prestadle
atención y no lo despreciéis como al ulceroso que yacía a la puerta.
Da al pobre, porque quien recibe es aquel que quiso sentir necesidad en la
tierra y enriquecer desde el cielo. Dice, en efecto, el Señor: Tuve hambre y
me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; fui huésped y me
recibisteis, etc. Y ellos: ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento o desnudo
o huésped? Y él: Cuando lo hicisteis a uno de mis pequeñuelos, a mí me lo
hicisteis. Misericordiosamente quiso que en cierto modo su persona estuviera
en los pequeñuelos que están fatigados en la tierra, viniendo desde el cielo
en su socorro.
Das, pues, a Cristo cuando das a un necesitado. ¿O temes que o bien tal
guardián pierda algo, o bien tal rico no recompense? Omnipotente es Dios,
omnipotente es Cristo; nada puedes perder. Confíaselo a él y nada perderás.
¿Cuándo se lo confías? Cuando lo das a un pobre. Tales riquezas no pasarán,
aun cuando la carne haya pasado como heno y la nobleza del hombre como flor
de heno. Por tanto, hermanos, si unánimemente nos hemos sentido llenos de
terror, corrijámonos ahora, mientras es tiempo, para no sufrir después de
esta vida las penas y los tormentos de la llama ardiente, como los que
sufrió el rico soberbio e inmisericorde; entonces no será el tiempo de venir
en ayuda, porque no es el tiempo de la corrección. Se acude en socorro de
alguno en el momento en que se le corrige. Esta vida es la de la corrección,
esta vida es la del auxilio y del socorro. Vueltos al Señor...
(SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón
113B, 1-4, BAC Madrid 1983, 649-53)
Aplicación:
Alfredo Sáenz, S.J - El infierno
Pocas verdades han sido enseñadas con más claridad en el Santo Evangelio que
la existencia del infierno, del cual el Señor nos habla hoy con tanta
fuerza, según acabamos de oírlo. Sin embargo, inexplicablemente, es una de
las afirmaciones más controvertidas, no sólo por los que no tienen el don de
la fe o han caído en la herejía, sino también dentro de la Iglesia. Hoy se
predica poco sobre este asunto, y fácilmente se deja caer en el olvido una
verdad tan saludable. No se reflexiona suficientemente que el temor del
infierno es el principio de la prudencia y conduce a la conversión. En este
sentido se puede decir que la consideración del infierno ha salvado a muchas
almas. Pío XII, en su momento, dirigiéndose a los párrocos y predicadores de
Roma, les decía que “la Iglesia tiene el sagrado deber de anunciarla (la
verdad sobre el infierno), de enseñarla sin ninguna atenuación, como Cristo
la ha revelado… y esto obliga en conciencia a todo sacerdote”. Juan Pablo
II, por su parte, en la exhortación apostólica Reconciliado et Paenitentia,
enseña que “la Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de su
mensaje esencial, una catequesis sobre lo que el lenguaje cristiano
tradicional designa como los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio
(particular y universal), infierno y gloria”.
Concentrémonos ahora en el mensaje de este domingo. Ante todo advertimos
cómo el destino del hombre después de la muerte se encuentra en estrecha
relación con su modo de vivir en la tierra. Ello no es más que una
aplicación concreta de la enseñanza que Jesucristo nos impartió en otro
lugar sobre la “puerta estrecha” y el “ancho camino”, que conducen la una a
la gloria y el otro a la perdición. En este sentido, podríamos decir que es
el mismo hombre quien elige el cielo o el infierno. No que neguemos, por
supuesto, el juicio de Jesucristo y su consiguiente sentencia; lo que
queremos afirmar es que cuando alguien se condena, es porque consciente y
libremente ha elegido un modo de vida contrario a la ley divina. El infierno
no será para él otra cosa que continuar eternamente separado de ese Dios a
quien despreció en la tierra. Contrariamente, el que vive unido a Dios por
el amor, seguirá amándolo para siempre, y ese será su gozo eterno en el
cielo. Epulón prefirió gozar en la tierra, ofreciendo a sus sentidos
placeres incesantes –”recuerda que has recibido tus bienes en la vida”, le
dice Abraham–, y así renunció al cielo; Lázaro, en cambio, recibió con
abnegación y soportó con paciencia el hambre, las privaciones y la
enfermedad, y así pudo ser feliz para siempre.
Enseñan los teólogos que el primer y más terrible suplicio es la llamada
“pena de daño”, que consiste en la privación de la vista de Dios. Así como
hay un abismo entre el Creador y la creatura, que la redención de Cristo
logra superar, los que se han apartado de Dios para volverse a las cosas de
la tierra, que eso es el pecado, y no se han arrepentido, encontrarán
también en la otra vida un abismo que los separa de los bienes eternos que
el mismo Dios tiene destinados a los que le aman. Pena terrible, que causará
una aflicción definitiva en los condenados, quienes verán con toda claridad
la magnitud de lo que han perdido por los fútiles placeres que entonces les
parecerán bien insignificantes.
Para entender la intensidad de este tormento, debemos recordar que el hombre
ha sido creado para Dios. Su perfección es la unión con Él. Aun cuando se
intente negar esto y vivir como si Dios no existiera, permanece en el alma
esa tendencia al absoluto, imposible de suprimir, a pesar de todos los
sustitutos que el hombre se busque para saciar su sed de infinito. Los
ídolos modernos no son más que una caricatura supletoria para canalizar el
ansia de absoluto del que ha renegado del verdadero Dios.
En esta vida, asimismo, las pasiones ofrecen al alma múltiples motivos de
ocupación, pero después de la muerte, separada del cuerpo, imposibilitada de
gozar con los sentidos, se enfrentará con la realidad de estar hecha para
Dios, sin atenuantes que la distraigan. Por un lado, el condenado podrá ver
claramente que su existencia no tiene otra finalidad que la unión con Dios,
y por otro comprobará aterrado y sin sombra de duda que lo ha perdido para
siempre. Ello será causa de una suerte de desgarramiento interior que lo
hará sufrir enormemente: “Perecer para el reino de Dios, expatriarse de la
ciudad de Dios, enajenarse de la vida de Dios, carecer de la dulzura de
Dios… es una pena tan grande, que no puede haber tormento alguno entre los
conocidos que se le pueda comparar”, dice San Agustín.
Además de la pérdida irreparable que implica la “pena de daño”, los réprobos
sufrirán también la llamada “pena de sentido”, que atormenta el alma de los
condenados desde el momento de la muerte, y que después de la resurrección
va a afligir también a sus cuerpos.
Así como el pecado es un apartamiento de Dios, que se castiga con la pena de
daño, es también un goce desordenado de las creaturas, que será reprimido
con la pena de sentido, merced a la cual se restablece el orden vulnerado
por la mala conducta; si antes el pecador disfrutó injustamente, debe ahora
sufrir justamente. Esta pena es designada en el Evangelio con la palabra
fuego, que vemos aquí cómo tortura al rico Epulón: “estas llamas me
atormentan”. Aunque no podemos determinar la naturaleza de este fuego,
podemos sí afirmar que existe realmente, y que significa un verdadero
padecimiento para los condenados.
Todo lo que podemos imaginar del suplicio del infierno se ve enormemente
agravado por el hecho de tratarse de penas eternas. Es, sin duda, uno de los
aspectos más impresionantes de esta verdad: el condenado queda fijado
definitivamente y para siempre en esa penosísima situación. Dice el Dante en
su Divina Comedia que en la puerta del infierno se puede leer esta
inscripción: “Abandonad toda esperanza los que entráis aquí”. Cuando el
Señor describe el juicio final, al referirse a los condenados afirma con
claridad que la eternidad es inseparable del infierno: “Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno”. Ahora, en la parábola, hace decir a Abraham:
“Los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se
puede pasar de allí hasta aquí”, indicando con estas palabras la
imposibilidad de la rehabilitación de los condenados al infierno. Aunque
diversos herejes sostuvieron alguna vez la reconciliación al fin de los
tiempos, o el aniquilamiento de los condenados, la Iglesia ha enseñado
claramente lo equivocado de estas afirmaciones, reiterando la eternidad de
las penas del infierno.
Decíamos al principio cómo esta verdad es silenciada a veces en la
catequesis y la predicación, so pretexto de combatir lo que llaman “la
religión del temor”. Con absoluto menosprecio de la doctrina expresa del
Evangelio, pretenden algunos enmendarle la plana al mismo Jesucristo,
soslayando estas enseñanzas que Él transmitió tan claramente. Por supuesto
que es más perfecto buscar a Dios pura y solamente en razón de su bondad,
pero no puede desconocerse la saludable influencia del santo temor a la
justicia divina. Ante todo, porque viendo la magnitud del castigo, captamos
mejor la generosidad del perdón y la misericordia de Dios, lo que nos mueve
a amarlo más. Y asimismo, como recuerda San Ignacio en el libro de los
Ejercicios Espirituales, “para que si del amor del Señor eterno me olvidare
por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en
pecado”.
Continuaremos ahora el Santo Sacrificio de la Misa. En ella, el pan y el
vino se convertirán en el Cuerpo y Sangre de Cristo, quien se hará presente
sobre el altar, entre otros fines, para ofrecer al Padre un digno desagravio
por los pecados del mundo. Cuando se eleven la hostia y el cáliz, pensemos
que el sacerdote los presenta para aplacar la cólera de Dios, e impedir así
que el rayo de su divina justicia caiga sobre nosotros con el merecido
castigo por nuestras ofensas.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed.Gladius, 1994, pp. 270-274.
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Aplicación: Bendicto XVI - La parábola del hombre rico y del pobre Lázaro
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy el evangelio de san Lucas presenta la parábola del hombre rico y del
pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). El rico personifica el uso injusto de las
riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y egoísta,
pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en cuenta de ningún
modo al mendigo que está a su puerta. El pobre, al contrario, representa a
la persona de la que solamente Dios se cuida: a diferencia del rico, tiene
un nombre, Lázaro, abreviatura de Eleázaro (Eleazar), que significa
precisamente “Dios le ayuda”. A quien está olvidado de todos, Dios no lo
olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del
Señor. La narración muestra cómo la iniquidad terrena es vencida por la
justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido “en el seno de
Abraham”, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba
“en el infierno, en medio de los tormentos”. Se trata de una nueva situación
inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la
vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada.
Esta parábola se presta también a una lectura en clave social. Sigue siendo
memorable la que hizo hace precisamente cuarenta años el Papa Pablo VI en la
encíclica Populorum progressio. Hablando de la lucha contra el hambre,
escribió: “Se trata de construir un mundo donde todo hombre (…) pueda vivir
una vida plenamente humana, (…) donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la
misma mesa que el rico” (n. 47). Las causas de las numerosas situaciones de
miseria son —recuerda la encíclica—, por una parte, “las servidumbres que le
vienen de la parte de los hombres” y, por otra, “una naturaleza
insuficientemente dominada” (ib.). Por desgracia, ciertas poblaciones sufren
por ambos factores a la vez. Pero no podemos olvidar otras muchas
situaciones de emergencia humanitaria en diversas regiones del planeta, en
las que los conflictos por el poder político y económico contribuyen a
agravar problemas ambientales ya serios. El llamamiento que en aquel
entonces hizo Pablo VI: “Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento
dramático, a los pueblos opulentos” (Populorum progressio, 3), conserva hoy
toda su urgencia. No podemos decir que no conocemos el camino que hay que
recorrer: tenemos la ley y los profetas, nos dice Jesús en el Evangelio.
Quien no quiere escucharlos, no cambiará ni siquiera si alguien de entre los
muertos vuelve para amonestarlo.
La Virgen María nos ayude a aprovechar el tiempo presente para escuchar y
poner en práctica esta palabra de Dios. Nos obtenga que estemos más atentos
a los hermanos necesitados, para compartir con ellos lo mucho o lo poco que
tenemos, y contribuir, comenzando por nosotros mismos, a difundir la lógica
y el estilo de la auténtica solidaridad.
(Ángelus del Papa Benedicto XVI el día domingo 30 de septiembre de 2007)
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Aplicación: San Juan Pablo II - El infierno como rechazo definitivo de
Dios
1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia,
el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar
definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la
comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala
la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de
un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de
premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de
infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto
modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la
vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la
última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha
cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la
misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje
simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la
condición de los muertos no estaba aun plenamente iluminada por la
Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían
en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38,
17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7,
9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal
6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos,
sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte
y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que
corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado
«de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo
Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un
horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42;
cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43).
Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico
epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva,
sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los
que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de
una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en
no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la
presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno
deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y
vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la
situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja
de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre
este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin
estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa
permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección.
Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado
que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los
seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor.
La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja
definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que
sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que
caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata
de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a
las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para
nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos
exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a
vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado
conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado
implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos
la utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o
angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la
libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás,
dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15;
Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se
refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo
atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en
tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (…),
líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».
(Audiencia de San Juan Pablo II el día miércoles 28 de julio de 1999)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - EL RICO EPULÓN Y EL POBRE LÁZARO Lc
16, 19-31
El mundo reclama risa y dice a sus seguidores ríe y el mundo reirá contigo.
Jesús, por el contrario, dice a sus seguidores “Bienaventurados los que
lloran porque ellos serán consolados”[1].
El motivo de ésta parábola son las burlas que los fariseos hacen de Jesús
cuando habla sobre el peligro de las riquezas[2].
“No podéis servir a Dios y al dinero”.
¿Por qué Dios y el dinero?
Son la respuesta al primer sentimiento religioso del hombre.
El hombre se conoce indigente y busca un apoyo o en Dios y abraza la
religión o se da a las cosas temporales.
¿Qué hace Jesús para ayudarnos en la elección? Habla del pobre que aceptó su
pobreza y se salvó y del rico que fue mal rico y se condenó. Jesús habla de
la realidad del cielo y del infierno.
Hoy día se quiere negar la realidad del infierno y se dice que los que creen
en el infierno son supersticiosos, es decir, irreligiosos. Los que dicen así
niegan entonces que Jesús fue un hombre religioso porque Jesús habló muchas
veces del infierno.
El infierno existe y es el temor al infierno el principio de la
sabiduría[3].
Se quiere hacer irreal el infierno, un cuentito para niños que se portan
mal… y el hacer creer que no existe el infierno es un cuento del diablo para
cazar a los tontos.
Por otro lado se pondera una rigidez artificial. El verdadero hombre no teme
nada. Lo cual, es antinatural porque el temor existirá mientras exista el
mal en el mundo. El hombre teme naturalmente todo lo que atente contra su
ser. Sólo no temen los presuntuosos porque creen que van a solucionar todo
por ellos mismos o los desesperados que pueden quitarse la vida porque no
les importa.
Todos tememos ante la posibilidad de la muerte corporal pero ese temor es
anteúltimo, ya que el temor último viene de temer la pérdida del fundamento
de nuestra existencia que es Dios. El hombre teme perder la plenificación de
su ser que es el cielo y caer en la no-plenitud de su ser que es el
infierno.
Todo deseo de felicidad es participación del cielo y toda frustración de
felicidad querida es participación del infierno.
El temor al infierno es un escudo del amor de Dios, es una precaución
humana, inspirada en el conocimiento de la debilidad humana de caer y
condenarse.
Por eso dice la Escritura:
“El sabio siente temor y se aparta del mal”[4].
“El temor es el principio de la sabiduría”[5].
El temor a las penas del infierno se llama temor servil y es bueno y
recomendable. Es el paso anterior al temor filial que nace del amor a Dios.
Debemos meditar en el infierno y debemos hablar de él. El temor al infierno
mantiene la esperanza viva en alcanzar el cielo. La esperanza nos da certeza
de alcanzarlo y el temor protege nuestra esperanza de la ilusión de creernos
invulnerables y de la realidad de la pérdida de la plenitud de nuestro ser,
deseo natural de todo hombre.
“Esperan en el Señor los que le temen”[6].
Lázaro es un ejemplo visible del que llora en ésta vida y es consolado en el
cielo. No se salva Lázaro sólo por ser pobre, sino por aceptar con
resignación su pobreza. No se condena el rico por ser rico sino por su apego
a las riquezas y su falta de misericordia con el pobre.
El Señor, muchas veces, en el Evangelio nos exhorta a cargar nuestra cruz, a
morir en esta vida para gozar en la vida eterna.
Jesús en ésta parábola nos recuerda la existencia del infierno y del cielo y
quiere que lloremos por nuestros pecados, por los pecados ajenos y
especialmente lloremos por su ausencia, suspirando por gozar de su presencia
en la vida eterna.
El verdadero hombre religioso llora permanentemente por el dolor de dejar
todo para alcanzar el cielo. Para vivir en el amor es necesario la entrega
total: la muerte. Lázaro se alegra en el seno de Abraham porque sufrió en la
tierra y el rico es atormentado porque la pasó muy bien, olvidado del cielo.
Jesús ante el primer reclamo del rico atestigua la existencia de un lugar de
tormento y de un lugar de consuelo, infierno y cielo, y llama al desapego de
los bienes de este mundo para alcanzar el cielo. Aquí es necesario que
aclare lo siguiente: para el justo no todo es llorar y para el necio no todo
es gozar. El justo que vive ya el desapego de las cosas de la tierra goza el
cielo anticipadamente y según el grado de desapego más o menos.
Jesús enseña otras verdades: que no se puede salir de un lugar para pasar al
otro, o sea, que las cosas quedan así después de la muerte y son
irreversibles. Que los ricos ya no tienen derechos ni poder. Que no hay
descanso en el infierno, ni una gota de agua. Que los que se condenan se
condenan porque quieren, pues Dios no les hace faltar medios para salvarse y
que la fe es un acto de humildad que usa de los medios ordinarios como son
en este caso las palabras de Moisés y los profetas y que cuando no hay
humildad, que también es una forma de llorar, por más que sucedan cosas
extraordinarias no se creerá.
El rico pide a Abraham que envíe a su casa a Lázaro para avisarle a sus
hermanos lo mal que se pasa en el infierno[7].
En este final de la parábola teniendo ante sus ojos a los fariseos Jesús les
critica su falta de fe. No creen a Moisés, ni a los profetas y por eso no
creen tampoco en Él.
No creerían ni ante un signo. No creyeron al ver la resurrección del otro
Lázaro, es más querían eliminarlo por ser un testimonio: “los príncipes de
los sacerdotes resolvieron dar muerte a Lázaro, porque a causa de él, muchos
judíos se les iban y creían en Jesús”[8]. Jesús era un estorbo y Lázaro
también. Tampoco creyeron en la resurrección de Jesús.
Quienes resisten a los medios ordinarios de la Providencia y requieren
siempre nuevos portentos, aunque sucedieren estos, reclamarán otros mayores
y ni aún por ellos se dejaran persuadir.
“Si creyeseis en Moisés, creerías en mí, porque él escribió de mí”[9].
Dios es libre para llamar a la fe una o mil veces y por eso hay que estar
atento. Decían en el Medioevo: “temo a Jesús que pasa y no vuelve”. Dios
pasa por la vida de todos los hombres llamándolos a la fe.
La vida del verdadero hombre religioso es una vida crucificada. “El que no
toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí”[10] y el seguir a Jesús
crucificado hace brotar lágrimas de los ojos y a veces lágrimas de sangre.
Sea lo que sea y cueste lo que cueste nos espera el consuelo y la alegría
eterna.
En una gota de agua negada, Jesús encierra el sufrimiento eterno y en un
abismo la separación eterna de Dios. Finalmente la necesidad de la humildad
para tener fe.
[1] Cf. Sheen Fulton J., Vida de Cristo…, 119.
[2] Cf. Lc 16, 13-14
[3] Cf. Sal 110, 10
[4] Pr 14, 16
[5] Pr 1, 7
[6] Sal 113, 11
[7] Cf. v.28-31
[8] Jn 12, 10-11
[9] Jn 5, 46
[10] Mt 10, 38
Directorio Homilético: Vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario
CEC 1939-1942: la solidaridad humana
CEC 2437-2449: la solidaridad entre las naciones, el amor a los pobres
CEC 2831: el hambre en el mundo, solidaridad y oración
CEC 633, 1021, 2463, 2831: Lázaro
CEC 1033-1037: el Infierno
III LA SOLIDARIDAD HUMANA
1939 El principio de solidaridad, enunciado también con el nombre de
"amistad" o "caridad social", es una exigencia directa de la fraternidad
humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA 10):
Un error, "hoy ampliamente extendido, es el olvido de esta ley de
solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad
de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres,
cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de
redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del
cielo, en favor de la humanidad pecadora" (Pío XII, enc. "Summi
pontificatus").
1940 La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de
bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de
un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor
resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida
negociada.
1941 Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda
de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de
los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y
los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La
solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida,
la paz del mundo depende de ella.
1942 La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales.
Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la
vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha
abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las
palabras del Señor: "Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas
cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,33):
Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese
sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo
caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de
los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de
ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear
condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del
hombre y del cristiano (Pío XII, discurso de 1 Junio 1941).
V JUSTICIA Y SOLIDARIDAD ENTRE LAS NACIONES
2437 En el plano internacional la desigualdad de los recursos y de los
medios económicos es tal que crea entre las naciones un verdadero "abismo"
(SRS 14). Por un lado están los que poseen y desarrollan los medios de
crecimiento, y por otro, los que acumulan deudas.
2438 Diversas causas, de naturaleza religiosa, política, económica y
financiera, confieren hoy a la cuestión social "una dimensión mundial" (SRS
9). La solidaridad es necesaria entre las naciones cuyas políticas son ya
interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar
con los "mecanismos perversos" que obstaculizan el desarrolla de los países
menos avanzados (cf SRS 17; 45). Es preciso sustituir los sistemas
financieros abusivos, si no usureros (cf CA 35), las relaciones comerciales
inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común
para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y
económico "fijando de nuevo las prioridades y las escalas de valores" (CA
28).
2439 Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a
las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han
sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un
deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si
el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido
pagados justamente.
2440 La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades
inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales,
epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de
situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las
necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y
financieras internacionales para que promuevan mejor relaciones equitativas
con los países menos desarrollados (cf SRS 16). Es preciso sostener el
esfuerzo de los países pobres que trabajan por su crecimiento y su
liberación (cf CA 26). Esta doctrina exige ser aplicada de manera muy
particular en el ámbito del trabajo agrícola. Los campesinos, sobre todo en
el Tercer Mundo, forman la masa preponderante de los pobres.
2441 Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye
la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana. Este multiplica
los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de su libertad.
Disminuye la miseria y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de
las identidades culturales y la apertura a la transcendencia (cf SRS 32; CA
51).
2442 No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en
la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea
forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia
iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una
pluralidad de vías concretas. Deberá atender siempre al bien común y
ajustarse al mensaje evangélico y a la enseñanza de la Iglesia. Pertenece a
los fieles laicos "animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en
ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia" (SRS 47; cf
42).
VI EL AMOR DE LOS POBRES
2443 Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se
niegan a hacerlo: "a quien te pide da, al que desee que le prestes algo no
le vuelvas la espalda" (Mt 5,42). "Gratis lo recibisteis, dadlo gratis" (Mt
10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los
pobres (cf Mt 25,31-36). La buena nueva "anunciada a los pobres" (Mt 11,5;
Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.
2444 "El amor de la Iglesia por los pobres...pertenece a su constante
tradición " (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas
(cf Lc 6,20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8,20), y en su atención a los
pobres (cf Mc 12,41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos
del deber de trabajar, con el fin de "hacer partícipe al que se halle en
necesidad" (Ef 4,28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las
numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).
2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las
riquezas o su uso egoísta:
Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que
están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros
vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de
herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras
carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los
últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron
vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a
los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra
regaladamente y os habéis entregado a a los placeres; habéis hartado
vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al
justo; él no os resiste (St 5,1-6).
2446 S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: "No hacer participar a
los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que
tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos" (Laz. 1,6). "Satisfacer ante
todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de
caridad lo que ya se debe a título de justicia" (AA 8):
Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos
liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que
realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia
(S. Gregorio Magno, past. 3,21).
2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales
ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf.
Is 58,6-7; Hb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de
misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de
misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento,
dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a
los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la
limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17,22) es uno de los
principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de
justicia que agrada a Dios (cf Mt 6,2-4):
El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga
para comer que haga lo mismo (Lc 3,11). Dad más bien en limosna lo que
tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11,41). Si un
hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno
de vosotros les dice: "id en paz, calentaos o hartaos", pero no les dais lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (St 2,15-16; cf. 1 Jn 3,17).
2448 "Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta,
enfermedades físicas o síquicas y, por último, la muerte- la miseria humana
es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el
hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la
miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido
cargar sobre sí e identificarse con los `más pequeños de sus hermanos' .
También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de
preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de
los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para
aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables
obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo
indispensables" (CDF, instr. "Libertatis conscientia" 68).
2449 En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año
jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda,
obligación del diezmo, pago del jornalero, derecho de rebusca después de la
vendimia y la siega) responden a la exhortación del Deuteronomio:
"Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este
mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es
indigente y pobre en tu tierra" (Dt 15,11). Jesús hace suyas estas palabras:
"Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me
tendréis" (Jn 12,8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos
antiguos: "comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de
sandalias..." (Am 8,6), sino nos invita a reconocer su presencia en los
pobres que son sus hermanos (cf Mt 25,40):
El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y
enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: "cuando servimos a los pobres y a
los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro
prójimo, porque en ellos servimos a Jesús".
2831 Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan
revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama
a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus
hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la
familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada
de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf
Mt 25, 31-46).
633 La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24;
Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de
muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de
Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del
Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S
28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica
como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el "seno de
Abraham" (cf. Lc 16, 22-26). "Son precisamente estas almas santas, que
esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó
cuando descendió a los infiernos" (Catech. R. 1, 6, 3). Jesús no bajó a los
infiernos para liberar allí a los condenados (cf. Cc. de Roma del año 745;
DS 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. DS 1011; 1077)
sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Cc de Toledo IV
en el año 625; DS 485; cf. también Mt 27, 52-53).
1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la
aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1,
9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiv
a del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura
reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la
muerte de cada uno con consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del
pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen
ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co
5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf.
Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
2463 En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que
reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola (cf Lc 16,19-31).
En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: "Cuanto dejásteis de hacer
con uno de estos, también conmigo dejásteis de hacerlo" (Mt 25,45).
IV EL INFIERNO
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios.
Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro
prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo
el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino
tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte
que estaremos separados de El si omitimos socorrer las necesidades graves de
los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir
en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de
Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y
libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con
Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra
"infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se
apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el
fin de su vida rehusan creer y convertirse , y donde se puede perder a la
vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves
que "enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de
iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que
pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!" (Mt
25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su
eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden
a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas
del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351;
1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación
eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la
felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a
propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el
hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno.
Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión:
"Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el
camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas
¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y
pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14) :
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del
Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es
nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser
contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y
perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto
y rechinar de dientes' (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que
eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y
persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegari
as diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que
"quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3,
9):
Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu
familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación
eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)
Pensar en los demás
Hay los que se mueren de hambre
¿Sonreírnos ante la muerte?
El anciano estaba sentado en su lecho de muerte, y llenos de dolor rezaban
sus hijos. Tenía los ojos cerrados como si durmiera. Un velo de calma y de
quietud cubría su rostro pálido y exangüe. Había vivido toda la vida honrado
y cristiano, y no tenía nada que en esta hora martirizara su conciencia. Los
hijos no apartaban sus ojos de aquel rostro querido
De pronto el anciano sonrió y quedó otra vez inmóvil. Al poco tiempo volvió
a sonreír, y algunos minutos después una tercera sonrisa brotó en sus
labios.
Despertó. Los hijos le abrazaron y uno de ellos le preguntó:
- Padre, ¿por qué sonreías?
El viejo, con voz débil, les dijo así:
- Hijos míos, la primera vez sonreí, porque estaba pensando en los bienes
caducos de este mundo, y no pude menos de alegrarme viendo cómo yo los he
despreciado siempre, y de reírme viendo cuántos necios corren desalentados
detrás de ellos. La segunda vez sonreí porque pensé en los males que sufrí
en la vida, y me llené de gozo al ver que por haberlos llevado con
resignación me van a traer ahora bienes infinitos. La tercera vez sonreí
porque vi a mi lado al Ángel de la Guarda que me señalaba unas puertas
abiertas llenas de claridad y de luz que eran las puertas del cielo.
Luego se reclinó sobre las almohadas y se quedó muerto.
Yo no deseo otra cosa, mis hermanos, que una muerte como esta muerte de las
tres sonrisas. Pero les deseo que antes de llegar a ella la merezcan como el
santo anciano moribundo. Ahora es cuando tenemos que convencernos de la nada
de estas cosas que tanto nos encantan y nos ponen en peligro de ofender a
Dios; del mérito del dolor llevado con paciencia, y entonces moriremos
sonriendo por última vez viendo a nuestro Ángel Custodio que agarrará
nuestra alma para llevarla a la eternidad feliz.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 386)
Dios te lo pague
San Antonino, arzobispo de Florencia (s. XV), fue de una caridad espléndida.
Cierto día un mensajero le trajo –regalo de sus amigos- un magnífico cesto
de frutas. El mensajero lo dejó sobre la mesa y aguardó en espera de recibir
algo. San Antonino, que acababa de dar sus últimas monedas a un pobre, le
dijo:
-Gracias, buen amigo, Dios te lo pague.
-«Dios te lo pague...» - replicó el hombre- : eso, señor, es una moneda que
pesa poco en el bolsillo.
-Amigo- contestó el santo- bien se ve que no sabes apreciar el valor de esa
moneda.
Mandó traer una balanza y, en un platillo, puso el cesto de frutas y, en el
otro, un papel en el que había escrito: «Dios te lo pague...»: y cedió éste.
A la vista del milagro, comprendió nuestro hombre su engaño.
Pensar en los demás
Diógenes estaba un día plantado como un palo en la esquina de la calle,
riéndose como un loco.
-¿Por qué te ríes?- le dijeron.
-¿Veis- respondió- aquella piedra que está en medio de la calle? Ya han
tropezado en ella más de diez personas. Después de tropezar la miraban y la
maldecían, pero ninguno la ha tomado y apartado para evitar que otro pudiera
tropezar.
Ninguno pensaba en los demás, sino sólo en sí mismos. ¡El egoísmo!
Hay los que se mueren de
hambre
Luis XIV, el rey Sol, había salido muy de mañana con sus monteros a una de
sus fastuosas cacerías. Su caballo galopaba por los senderos de los bosques
saltando obstáculos, y el rey perseguía la pieza mientras atronaban el aire
las trompas y ladraba furiosa la jauría.
De pronto, en un camino solitario, tropieza con un cortejo fúnebre. Dos
mozos conducen en unas parihuelas un cadáver:
El rey se detiene.
—¿Qué lleváis ahí? — pregunta.
—Señor —le dicen—, el cadáver de un hombre que ha aparecido muerto en el
bosque.
— ,Y de qué ha muerto este hombre?
Los campesinos, que no saben de rodeos cortesanos, contestan sencillamente:
—De hambre.
El rey quedó unos instantes pensativo. Luego, ¿había en su reino hombres que
se morían de hambre? Picó espuelas al caballo, y éste corrió como una
flecha. Una pieza atravesó el camino. El rey la persiguió locamente y, al
poco tiempo, la persecución y la alegría de los cortesanos borraron de la
frente regia el recuerdo del hombre que murió de hambre entre los resonantes
clamores de la caza.
Así pasamos nosotros riendo y gozando ante las miserias y las desventuras de
los pobres de Cristo. Pero yo vengo a perturbar vuestros goces y a gritaros
sin disimulo ni prudencias cortesanas: «¡Hermanos, en vuestro pueblo, en
vuestra ciudad hay pobres que se mueren : de hambre!».
(Cortesía: iveargentina.org et alii)