EL CORDERO, SEÑOR DE LA HISTORIA: 4,1-5,14 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
EL CORDERO,
SEÑOR DE LA HISTORIA: 4,1-5,14
Liturgia ante el Trono de Dios
Dios entrega el poder al Cordero
LITURGIA ANTE EL TRONO DE DIOS
Antes del anuncio profético de los últimos tiempos, una visión espléndida
nos prepara a la recta comprensión de los cuadros grandiosos con los que el
Apocalipsis representa el curso de la historia del mundo, que se encamina
hacia su final. La historia, entretejida de acciones y omisiones humanas, en
realidad es guiada en todo momento por Dios. El Creador del mundo no
abandona la obra de sus manos al azar. El actúa en la historia, con los
hombres y, si es necesario, contra ellos, para llevar la creación al fin que
Él ha dispuesto. Más aún, Dios se ha sumergido en la historia de una forma
inaudita con la encarnación de su Hijo. El Hijo de Dios ha querido
participar de la naturaleza humana en todo, hasta experimentar la muerte,
venciéndola para Él y para los demás con su resurrección. El crucificado,
exaltado a la derecha del Padre, ha sido constituido Señor de la historia.
Con una escenografía solemne entramos en la parte central del Apocalipsis.
Se abre la puerta del cielo que nos permite penetrar en el Santuario celeste
donde se celebra la liturgia del Cordero, de Cristo muerto y resucitado. Con
cuadros espléndidos, que recuerdan las visiones de otros profetas (Is 6,1s;
Ez 1-3), Juan intenta traducir en palabras su visión del trono de Dios. Las
palabras siempre se quedan cortas a la hora de describir cuanto ha visto. Es
la misma dificultad de Pablo al narrar su experiencia cuando fue arrebatado
hasta el tercer cielo (2Co 12,1-4). Juan, para comunicar de algún modo su
visión del misterio de Dios, se sirve de metáforas y de imágenes del Antiguo
Testamento y de la apocalíptica judía: "Después tuve una visión. He aquí que
una puerta estaba abierta en el cielo, y aquella voz que había oído antes,
como voz de trompeta que hablara conmigo, me decía: Sube acá, que te voy a
enseñar lo que ha de suceder después" (4,1).
La puerta del cielo abierta es la señal de la comunicación libre y directa
entre Dios y la humanidad, entre el cielo y la tierra. Entre el cielo y la
tierra hay una escala que les une (Gn 28,10ss). A Juan se le muestra una
escena semejante a la que contempló el mártir Esteban, al momento de ser
lapidado (Hch 7,55-56). La misma voz, que llamó a Juan en la visión de su
vocación (1,10), le anuncia ahora que se le mostrará el plan de Dios sobre
el futuro desarrollo de la historia y la suerte de la Iglesia de Jesucristo.
La experiencia que Juan nos comunica, invitándonos a vivirla con él, se basa
en dos verbos: ver y escuchar. Dios nos muestra y revela el proyecto que
desenvuelve en la historia, como árbitro de todos los acontecimientos.
Juan ve y escucha. La fe es en primer lugar audición y, después, visión.
Como dice Moisés en el Deuteronomio: "Vosotros no veíais nada, pero
escuchasteis una voz" (Dt 4,12). Pero él, Moisés, además de escuchar la voz
de Dios, le ha visto cara a cara. Para ello ha debido subir al Sinaí y
entrar dentro de la nube. El hombre debe dejar la tierra y entrar en el
cielo para ver a Dios. La vida cristiana comienza con la audición, con la
fe, y termina en la visión.
Juan entra por la puerta abierta en el cielo y se encuentra ante el trono de
Dios. El Apocalipsis nos invita a contemplar el trono y al que está sentado
en él. Es Dios, aunque no se le nombra, según la costumbre de Israel, como
tampoco se describe el aspecto del trono ni del que está sentado en él,
porque Dios "habita en una luz inaccesible" (2Tm 6,16). Juan sólo describe
el esplendor que esta luz irradia a su alrededor, es el esplendor de "la
gloria del Señor" (Cf Ex 24,16s; 33,18-23; 40,34; 1S 8,10s; Is 6,1s; Ef
1,17; 1Jn 1,5): "Al instante caí en éxtasis. Vi que un trono estaba
erigido en el cielo, y Uno sentado en el trono. El que estaba sentado era de
aspecto semejante al jaspe y a la cornalina; y un arco iris alrededor del
trono, de aspecto semejante a la esmeralda" (4,2-3).
La epifanía de la gloria del Señor evoca la epifanía del Sinaí, con sus
relámpagos, voces, truenos, el mar de cristal, que recuerda el mar Rojo,
apenas atravesado por los hebreos cuando llegan al Sinaí. Pero el centro de
todo es el trono de Dios, inmóvil en su majestad, mientras que Ezequiel en
la visión de su llamada había contemplado un carro móvil, la mercabá, que
marchaba en todas las direcciones, signo de la acción de Dios (Ex 19,16-19;
Ez 1,4.13).
El esplendor que irradia la gloria de Dios se compara a los colores
centelleantes de las piedras preciosas. Y como un baldaquino sobre el trono
están todos los colores del arco iris (Ez 1,28), signo de que Dios muestra
su gloria en la misericordia para con los hombres, a quienes no desea
destruir aunque sean pecadores (Gn 9,11-17; Jr 29,11). El arco iris es el
signo de la armonía cósmica restablecida, de la alianza entre el Creador y
la criatura.
En torno al trono de Dios está la corte celestial formada por veinticuatro
ancianos sentados en veinticuatro tronos. Estos ancianos alaban y adoran a
Dios (4,10; 5,9; 11,16-17; 19,4) y le ofrecen las oraciones de los fieles
(5,8); asisten a Dios en el gobierno del mundo, por lo que están sentados en
tronos, y participan del poder real, por lo que llevan coronas. Su número
puede corresponder a las veinticuatro clases sacerdotales de Israel (1Cro
24,1-19) o quizás a los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento: doce
tribus más doce apóstoles (12,1-17).
A los doce apóstoles Jesús les había prometido: "Yo os aseguro que vosotros
que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se
siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos
para juzgar a las doce tribus de Israel" (Mt 19,28). Los representantes de
la Antigua y de la Nueva Alianza llevan vestiduras blancas, porque todos han
sido bautizados, o en el mar (1Co 10,2) o en el nombre de Jesús.
Las vestiduras blancas y la corona de oro recuerdan las alabanzas destinadas
a los vencedores en las cartas a las Iglesias (3,21; 2,11; 3,5). Se trata,
pues, de hombres que han conseguido la victoria y gozan del premio, sentados
en torno al trono de Dios. En la liturgia celeste participan como sacerdotes
(4,10s).
Entre los ancianos y el trono de Dios arden siete lámparas de fuego y un mar
de cristal trasparente (4,5-6). Las siete lámparas, que arden en lo alto,
representan los siete espíritus de Dios, es decir, el Espíritu Santo con su
multiplicidad de dones, el Espíritu divino en toda su plenitud de luz y
amor, simbolizado en el fuego ardiente. Debajo del trono, en cambio, está el
mar de cristal, símbolo del caos primordial dominado por Dios. Para la
Biblia, el océano es la encarnación de la nada que atenta contra el
esplendor de la creación y que el Creador encierra con puertas y cerrojos
(Jb 38,8-11). Por ello, en la nueva creación el mar desaparece (21,1).
Y muy cerca del trono -en medio, en torno al trono- Juan contempla a cuatro
vivientes, como ya habían visto Ezequiel e Isaías (Ez 1,5-14; Is 6,2-4),
aunque en el Apocalipsis cada ser tiene una imagen concreta e independiente
de las otras: imagen de león, de toro, de hombre o de águila. Estos cuatro
seres han entrado en el arte cristiano como símbolo de los cuatro
evangelistas y de los cuatro evangelios, según la interpretación que aparece
por primera vez en San Ireneo (SAN IRENEO, Adv. Haer. III,11,8).
Con sus múltiples ojos contemplan la gloria de Dios y con sus innumerables
alas vuelan en todas las direcciones, llevando el anuncio del Evangelio a
todos los pueblos.
Los cuatro vivientes dan gloria a Dios sin cesar por su creación, recogiendo
la doxología de la liturgia de Israel y de la liturgia cristiana de la
Iglesia (Is 6,3). Y con los cuatro vivientes participan en su alabanza a
Dios los veinticuatro ancianos, símbolo de la plenitud de la historia de la
salvación, la totalidad del Antiguo y del Nuevo Testamento. En un triunfo de
luz y colores, que evocan la gloria pascual, los veinticuatro ancianos y los
cuatro vivientes entonan el himno litúrgico del "Santo, Santo, Santo",
dirigido al Señor de la creación y de la historia: "Los cuatro Vivientes
tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos todo alrededor y por dentro,
y repiten sin descanso día y noche: Santo, Santo, Santo, Señor, Dios
Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir" (4,8).
Y cada vez que los cuatro vivientes dan gloria al que está sentado en el
trono, los veinticuatro ancianos (en griego, presbíteros), símbolo de los
que presiden las asambleas cristianas, convocados a participar en la
asamblea celeste, arrojan sus coronas delante del trono y repiten: "Eres
digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder,
porque tú has creado el universo: por tu voluntad existe y fue creado"
(4,11).
La creación, que aún gime y suspira anhelando la redención (Rm 8,19ss),
eleva el canto de los serafines (Is 6,2) y de los querubines (Ez 10,1-22),
dando gloria al que está sentado sobre el trono. El arco iris que circunda
el trono es el memorial de la alianza de Dios con la creación, a la que
nunca destruirá. Con la creación, Israel y la Iglesia reconocen que todo el
universo es obra de Dios y le restituyen la gloria y señorío que han
recibido de Él, arrojando las coronas a sus pies. La liturgia supone un
reconocimiento de Dios como creador y dueño de todas las cosas. Nuestras
ofrendas no son otra cosa que restitución de un don recibido (1Cro 29,14).
DIOS ENTREGA EL PODER AL CORDERO
En estos capítulos (4-5) Juan nos describe una verdadera liturgia del cielo,
narrada según la imagen de la liturgia que se celebra en la tierra. En ella
se canta primero la maravilla de la creación que se concluye con el canto
del Sanctus. Sigue el canto nuevo al Cordero, que toma en sus manos el libro
de la historia, para desvelarnos su misterio escondido desde la eternidad.
El canto a Cristo se concluye con el gran Amén, con la aceptación del
designio de Dios por parte de todos los seres de la creación. El Cordero es
el centro de la creación, está en medio de los cuatro vivientes; y es el
centro de la historia, está en medio de los veinticuatro ancianos. Cristo es
Señor de la creación y de la historia.
En la liturgia eterna del cielo Cristo aparece bajo la forma de Cordero
"como degollado", encarnando el Siervo de Yahveh (Is 53,7) y el cordero
pascual (Ex 12,3.6). Cristo Cordero se presenta ante el trono de Dios. Es lo
que confesamos en el símbolo de la fe: "Subió al cielo y está sentado a la
derecha de Dios Padre omnipotente". El que está sentado en el trono tiene en
su mano un rollo escrito por el anverso y por el reverso, signo de la
plenitud de su contenido (5,1). También el profeta Ezequiel había visto,
durante su vocación, "una mano tendida hacia él, que sostenía un rollo
escrito por el anverso y por el reverso, en el que estaban escritos
lamentos, gemidos y ayes" (Ez 2,9-10). El rollo está escrito por el lado
externo, y su contenido es visible; pero está también escrito por el lado
interno y, por tanto, su contenido íntimo es invisible. También las tablas
de la Ley estaban escritas por ambos lados (Ex 32,15).
El rollo está sellado con siete sellos. Ningún hombre, ni ángel o demonio,
puede abrir el libro. Nadie conoce el designio secreto de Dios sobre la
creación y sobre la historia. Ni la ciencia, ni la técnica, ni la
religiosidad natural pueden llegar a descubrir el secreto de la voluntad
salvífica de Dios. El sentido de la vida y de la historia está oculto al
hombre. El profeta Isaías pronuncia una elegía sobre Jerusalén en la que
lamenta: "Y será para vosotros toda revelación como palabras de un libro
sellado, que se le dan a uno que sabe leer, diciéndole: ¡Léelo!, pero éste
responde: No puedo, porque está sellado. Luego se pasa el libro a uno que no
sabe leer, diciéndole: ¡Léelo!, y éste responde: ¡Si no sé leer!" (Is
29,11-12).
El Vidente, con todos los hombres, se angustia deseando desentrañar el
sentido último de las cosas y de los acontecimientos, el sentido último de
su vida y de su persona. Sólo Dios conoce la historia del mundo y de los
hombres, para quienes es un secreto impenetrable. Juan, llamado a dar una
palabra de consolación a la Iglesia afligida por la persecución, necesita
comprender el sentido de cuanto acontece en su vida de desterrado por causa
de la palabra y en la vida de las comunidades cristianas. En su angustia
recibe el testimonio de uno de los ancianos, un adulto en la fe, uno que ha
vencido en el combate de la fe y está sentado en un trono junto al trono de
Dios.
Es un cristiano quien testimonia a Juan, para que lo trasmita a las
Iglesias, que hay uno, un hombre precisamente, que es digno de tomar el
libro y abrir sus sellos: es el Cordero degollado. Cristo, que participa a
la vida y al misterio de Dios mismo, es el único que puede revelar el
sentido último de la historia: "Y vi a un ángel poderoso que proclamaba con
fuerte voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y soltar sus sellos? Pero
nadie era capaz, ni en el cielo ni en la tierra ni bajo tierra, de abrir el
libro ni de leerlo. Y yo lloraba mucho porque no se había encontrado a nadie
digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dice: No
llores; mira, ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David;
Él podrá abrir el libro y sus siete sellos" (5,2-5).
Para algunos Padres, como Hipólito y Orígenes, el libro sellado es el
Antiguo Testamento. Dios, sentado sobre el trono de la gloria, lo tiene en
su mano. Sólo el Mesías podrá desvelar el sentido pleno de la revelación,
según lo que Pablo dice a los corintios: "Las mentes de los hijos de Israel
se cegaron, pues hasta el día de hoy permanece el mismo velo (de Moisés) en
la lectura del Antiguo Testamento, y no se levanta, pues sólo en Cristo
desaparece" (2Co 3,14-16). La letra de la Escritura -el lado externo del
libro- mata, solo su contenido interior, que el Espíritu de Cristo revela,
es el que da vida (2Co 3,6). Cristo resucitado "abre sus inteligencias a los
discípulos para que entiendan las Escrituras" (Lc 24,45).
Juan, guiado por el anciano, levanta los ojos y contempla al vencedor en
medio de la corte celestial. Es como un león, el símbolo de la tribu de Judá
de la que desciende Cristo (Gn 49,9-10; Hb 7,14), y como un retoño, según la
profecía de Isaías: "Brotará un vástago del tronco de Jesé y saldrá un
retoño de sus raíces" (Is 11,1.10; Rm 15,12). Según el profeta Zacarías
Retoño será el nombre del Mesías (Za 3,8; 6,12; Jr 23,5).
Anunciado como "León", Cristo aparece como "Cordero degollado"; en su cuello
lleva la señal del corte que le ha degollado. Pero, aunque ha sido inmolado,
está en pie, es decir, resucitado. El Resucitado conserva la llagas de su
pasión, como signo eterno de su victoria sobre la muerte y de su amor de
Redentor (Ap 5,6.16; 1,7; Jn 20,20; 21,25.27; 19,34-37). Como símbolo de
victoria y de poder ilimitado lleva siete cuernos (El cuerno aparece en
la Escritura como signo de fuerza: Dt 33,17; 1S 2,1.10; Jr 48,25; Lc 1,69).
Tiene además "siete ojos" que simbolizan el Espíritu de Dios que posee en
plenitud y ha enviado al mundo para llevar a término su obra salvadora en la
Iglesia (Jn 15,26; 16,7-15).
El símbolo cristológico del Cordero es fundamental en el Apocalipsis, donde
aparece 28 veces. Lo primero que evoca es el cordero pascual del éxodo de
Israel de Egipto (Ex 12,1-27), como también la figura mesiánica del Siervo
de Yahveh, conducido al matadero, como una víctima para el sacrificio (Is
53,7) y, sobre todo, nos recuerda la declaración de Juan Bautista al ver a
Cristo acercarse a él en el Jordán: "He ahí el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo" (Jn 1,29.36).
Juan, en el evangelio, juega con el doble significado de la palabra aramea
talja', que designa al "siervo" y al "cordero". Cristo es el Siervo de
Yahveh que carga sobre sus hombros nuestra iniquidades (Is 53,4-5) y de este
modo sustituye al cordero expiatorio que en la fiesta de Jom Kippur se
cargaba con los pecados del pueblo (Lv 16,21-22). Con esta superposición de
imágenes Cristo aparece como el verdadero cordero pascual, al que no se le
rompe ningún hueso (Jn 19,36; Ex 12,46), y que nos rescata con su sangre
preciosa, "como de cordero sin defecto ni mancha alguna" (1P 1,19; Ex 12,5).
Este Cordero avanza victorioso y toma el libro, pues sigue "sintiendo
compasión de la muchedumbre" que sufre (Mc 8,1). Ante el Cordero, que toma
en su mano el libro de la historia, cesan las lágrimas, y los cuatro
vivientes y los veinticuatro ancianos entonan a coro el canto de alabanza,
el himno de exultación en honor del Salvador de los hombres. Se trata de una
verdadera liturgia cósmica, a la que la Iglesia es invitada a participar.
Las copas de oro, que exhalan sus perfumes en la asamblea celeste,
representan, según el mismo Apocalipsis, la alabanza de la asamblea de la
tierra: "Cuando lo tomó, los cuatro Vivientes y los veinticuatro Ancianos se
postraron delante del Cordero. Tenía cada uno una cítara y copas de oro
llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos" (5,8).
Con gozo, lo mismo que Israel ante las grandes actuaciones de Dios (Sal
96,1; Is 42,10), el gran coro del cielo y de la tierra, uniendo sus voces,
entonan un canto nuevo, con el que glorifican a Cristo: "Y cantan un cántico
nuevo diciendo: Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque
fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de
Sacerdotes, y reinan sobre la tierra" (5,9-10).
El canto tiene como centro el misterio pascual. Exalta a Cristo que ha sido
inmolado y, con su sangre, ha rescatado a toda la humanidad de la esclavitud
del pecado. Pero la redención de Cristo no sólo ha cancelado nuestro pecado.
Nos ha sanado las heridas del mal y, sobre todo, nos da un nuevo ser, que
nos constituye sacerdotes y reyes, haciéndonos partícipes de la misma
dignidad de Cristo.
Al canto de cuantos están en torno al trono de Dios se unen innumerables
ángeles, que proclaman que el Cordero degollado es digno de obtener siete
cualidades: "Y en la visión oí la voz de una multitud de Angeles alrededor
del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Su número era miríadas de
miríadas y millares de millares, y decían con fuerte voz: Digno es el
Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza,
el honor, la gloria y la alabanza" (5,11-12). El Cordero es el Señor ante
quien se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos (Ef
2,10), pues está "sentado en las alturas, con una superioridad sobre los
ángeles tanto mayor cuanto más excelente es el nombre que ha heredado" (Hb
1,4).
La bóveda del cielo está llena de cantores, como lo está el ábside del
templo cósmico del universo, donde todas las criaturas elevan su voz de
alabanza al Señor. En el salmo 148 a las criaturas celestiales se unen
veintidós criaturas de la tierra -cuantas son las letras del alfabeto
hebreo- pera entonar un grandioso aleluya. También aquí las criaturas elevan
su canto de alabanza a Dios, sentado sobre el trono, y al Cordero. Un
potente ¡Amén! sella el canto, al que sigue el silencio de la adoración: "Y
toda criatura, del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, y
todo lo que hay en ellos, oí que respondían: Al que está sentado en el trono
y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los
siglos. Y los cuatro Vivientes decían: Amén; y los Ancianos se postraron
para adorar" (5,13-14).
Esta visión es el presupuesto para la inteligencia de los capítulos
siguientes. Dios es el único que conduce la historia; todas las fuerzas
humanas están bajo su dominio y bajo el poder de su Ungido quien, sentado a
la derecha del Padre, lleva a término el plan divino sobre el mundo, que es
un plan de salvación para toda la creación. Aunque la barca de la Iglesia se
vea zarandeada por las olas de la persecución, Cristo está en ella y la
conduce al puerto seguro (Mc 4,35ss).