LOS SIETE SELLOS: 6,1-8,1 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LOS SIETE
SELLOS: 6,1-8,1
Los cuatro sellos primeros
Quinto y sexto sello
El triunfo de los elegidos
El séptimo sello
LOS CUATRO SELLOS PRIMEROS
En el silencio, que sigue al canto cósmico de la solemne liturgia del
capítulo quinto, el Cordero comienza a abrir los siete sellos de la
historia. Entramos, pues, en uno de los grandes septenarios del Apocalipsis.
Es una especie de semana universal en la que se agrupan las épocas
históricas, se entrecruzan los acontecimientos presentes, pasados y futuros.
Con la apertura de cada uno de los sellos se pone en movimiento un
acontecimiento, que prepara otro, de modo que todos ellos se complementan y
conducen la historia a la realización del plan de Dios. Pero la descripción
de los hechos es una narración simbólica con imágines y parábolas, sin
pretender nunca dar el orden cronológico de los hechos ni la forma de su
realización. Los sellos, las trompetas y las copas marcan con ímpetu
creciente la marcha hacia el punto final de la historia: la venida gloriosa
del Señor Jesucristo. Los dolores que la preceden son los dolores del parto
que la anuncian y la preparan. Pero no podemos olvidar nunca la palabra de
Cristo: "todo esto no es más que el comienzo" (Mt 24,8; Mc 13,8).
Los cuatro sellos primeros forman una unidad. Son los famosos "cuatro
jinetes del Apocalipsis". Las imágenes breves y fuertemente trazadas, con
sus diversos colores, toman sus rasgos de las visiones nocturnas del profeta
Zacarías (Za 1,8-10; 6,1-8). El Cordero rompe los sellos, uno a uno, y a
cada sello roto aparece un caballo y su jinete: "Y seguí viendo: Cuando el
Cordero abrió el primero de los siete sellos, oí al primero de los cuatro
Vivientes que decía con voz como de trueno: Ven. Miré y había un caballo
blanco; y el que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona, y salió
como vencedor, y para seguir venciendo" (6,1-2).
Al romper el primer sello aparece un caballo blanco, montado por un jinete
que evoca al jinete llamado Palabra de Dios, que aparece victorioso en el
combate escatológico (19,11-13). Para algunos, pues, el jinete que monta el
primer caballo sería Cristo, tomando el color blanco como símbolo de la
gloria pascual y de la vida luminosa de Dios; el arco sería el signo del
juicio divino y la corona representaría la victoria presente y futura sobre
el mal. Pero para otros, en esta visión, Cristo está presente bajo la imagen
del Cordero. La unidad de los cuatro sellos hace pensar que también el
primer jinete se dirige a llevar la desgracia a la tierra. El color blanco y
la corona de vencedor pueden corresponder al Anticristo que, en el
Apocalipsis, es descrito siempre como quien copia e imita a Cristo y saldrá
victorioso hasta que Cristo al final, en su segunda venida, lo venza
definitivamente (19,11-21).
Aquí se usa por primera vez la fórmula "le fue dado". Es la forma pasiva del
verbo que tiene por sujeto, no nombrado, a Dios. Juan, con esta fórmula
tomada del judaísmo, recuerda constantemente que, no obstante las
apariencias externas a veces desconcertantes, ninguna manifestación del
poder de las tinieblas es absoluta; sino que dependen de Dios y sólo pueden
actuar hasta donde Dios les permite.
El segundo jinete lleva los rasgos inconfundibles del portador de
desgracias. El color rojo de su manto es el color de la sangre y del fuego
que, en el Apocalipsis, es el distintivo de las potencias enemigas de Dios
(12,3; 17,3; 17,4). Con la salida del segundo caballo y su jinete muere la
paz y triunfa la violencia: se degüellan unos a otros. Su instrumento es la
espada y su obra, la guerra: "Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo
Viviente que decía: Ven. Entonces salió otro caballo, rojo; al que lo
montaba se le concedió quitar de la tierra la paz para que se degollaran
unos a otros; se le dio una espada grande" (6,3-4).
En este cuadro, cruzado por la gran espada que lo llena todo, están
descritos siglos de historia, atravesados por ríos de sangre de tantas
guerras, que repiten el gesto de Caín. Están también encerrados tantos
acontecimientos personales de odio, rencor y venganza. La historia humana
está envuelta en una cortina espesa y oscura de humo y sangre. El
Eclesiastés ha escrito una página amarga, que se corresponde con ésta: "Me
puse a considerar todas las violencias perpetradas bajo el sol: he aquí las
lagrimas de las víctimas, a las que ninguno consuela; ninguno consuela a los
oprimidos por los violentos" (Qo 4,1).
Al abrir el tercer sello aparece el tercer jinete sobre el caballo negro,
símbolo de la carestía, del hambre (Mt 24,7), que normalmente sigue a toda
guerra, con sus consecuencias de muerte y luto. La balanza con que se miden
las raciones cada vez más exiguas de alimentos expresa gráficamente el
estado de miseria. Sin embargo el poder otorgado a este portador de
desgracias es limitado a la primera cosecha de primavera; no afectará a la
cosecha de otoño: el aceite y el vino: "Cuando abrió el tercer sello, oí al
tercer Viviente que decía: Ven. Miré entonces y había un caballo negro; el
que lo montaba tenía en la mano una balanza, y oí como una voz en medio de
los cuatro Vivientes que decía: Un litro de trigo por denario, tres litros
de cebada por un denario. Pero no causes daño al aceite y al vino" (6,5-6).
El jinete que cabalga el caballo verdoso del cuarto sello tiene un nombre
propio: Muerte o Peste. Se trata de una enfermedad contagiosa que lleva la
muerte a la muchedumbre (Ez 14,21). También a este cuarto jinete se le fija
un límite que no puede traspasar: "Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz
del cuarto Viviente que decía: Ven. Miré entonces y había un caballo
verdoso; el que lo montaba se llamaba Muerte, y el Hades le seguía. Se les
dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con
el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra" (6,7-8). El hecho de
presentar estas fuerzas del mal en forma de caballos nos hace sentir el
ímpetu con que invaden el campo de la historia, devastándolo.
Estos cuatro elementos -guerra, hambre, muerte, peste- se encuentran también
en las partes apocalípticas de los evangelios sinópticos (Mc 13,5-13; Mt
24,4-14; Lc 21,8-19). Jesús los presenta como "el comienzo de los dolores"
(Mc 13,8; Mt 24,8), como signos precursores del final. Juan se inspira, para
presentar estas cuatro imágenes, en el profeta Ezequiel: "Aun cuando yo
mande contra Jerusalén mis cuatro terribles azotes: espada, hambre, bestias
feroces y pestes" (Ez 14,21). Pero Juan modifica estas imágenes y con ellas
nos desvela la historia de la humanidad. La apertura de los cuatro primeros
sellos revela la historia de la humanidad, creada por la palabra de Dios
para participar de su gloria, y que se ve sometida a causa del pecado a los
poderes del mal. Introducido el pecado en el paraíso, el mal crece como una
maldición que se difunde (Gn 3-11). El odio, la guerra, el hambre y la
muerte se contagian y transmiten de generación en generación, aunque siempre
su poder es limitado.
En la visión de los cuatro jinetes no es Dios, sino una potencia maligna,
enemiga de Dios, la que acarrea las desgracias que sobrevienen a los
hombres. Y si hasta los fieles se ven envueltos en estas desventuras, ellos
saben que Dios es Señor del tiempo y de la historia. Los poderes de la
muerte sólo entran en acción cuando el Cordero abre el sello
correspondiente. Y todo lo que sucede depende de Dios, que les da un poder
limitado, con lo que todo acontecimiento se transforma en prueba medicinal
para los elegidos de Dios (Rm 8,28).
QUINTO Y SEXTO SELLO
Con la apertura del quinto sello, la sala del trono de Dios se transforma en
un templo, en medio del cual se alza un altar. Bajo este altar Juan ve la
sangre de los mártires. Son las víctimas sacrificadas por causa de la
Palabra de Dios y del testimonio que han dado de Jesucristo. Son los mismos
motivos por los que Juan ha sido desterrado a Patmos (1,9). Como Cristo, "el
testigo fiel y veraz" (3,14), se ha ofrecido sobre la cruz en sacrificio al
Padre, así los mártires, víctimas de la persecución, han derramado su sangre
por seguir fielmente a Cristo. Por ello en el santuario del cielo se
encuentran tan cerca de Dios: "Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del
altar las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del
testimonio que mantuvieron" (6,9).
Desde el altar elevan el grito de súplica e intercesión ante Dios por sus
hermanos perseguidos en la tierra. En ellos, la Iglesia grita pidiendo a
Dios que la salve, manifestando su soberanía sobre el mundo. Es el grito que
se repite en toda celebración: "¡Ven, Señor Jesús!" (22,20); y en la oración
diaria de los discípulos de Cristo: "Venga tu reino". Esta oración de los
mártires la recoge la liturgia cristiana primitiva en la súplica que nos
transmite la Didajé (10,6): "¡Pase este mundo y venga tu gracia!".
La súplica de los mártires, con su grito "¿hasta cuando?" (Sal 13), es un
grito de confianza en el justo juicio de Dios, el verdadero Señor de la
historia. Sólo Dios puede vengar su sangre derramada: "¿Por qué han de decir
las naciones: dónde está su Dios? Se conozca entre los pueblos, bajo
nuestros ojos, la venganza de la sangre derramada por sus siervos" (Sal
79,10). Al final las víctimas podrán exclamar: "Hay un premio para el justo,
hay un Dios que hace justicia en la tierra" (Sal 58,12). Ya en el Evangelio
Jesús dice: "Se pedirán cuentas a esta generación de la sangre de todos los
profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel
hasta la sangre de Zacarías, muerto entre el altar y el Santuario" (Lc
11,50-51).
La carta a los Hebreos también nos testimonia que la sangre derramada de
Abel, "aunque muerto, sigue hablando" (Hb 11,4) y prefigura la sangre
derramada de Cristo, "sangre de la aspersión que habla más fuerte que la de
Abel" (Hb 12,24). Esta "sangre inocente" (Mt 23,35) grita ante Dios en la
voz de tantos mártires que han derramado su sangre a causa de la palabra y
del testimonio que poseían.
El grito de los mártires recibe una doble respuesta. La primera es para
ellos personalmente. Es una respuesta dada mediante una acción simbólica:
cada uno recibe una vestidura blanca, como símbolo de que ya desde ahora
participan de la resurrección de Cristo, del esplendor de su victoria, de la
vida eterna en la comunión con Dios. Y en relación a sus hermanos, que están
en la tierra sufriendo la persecución, se les anuncia que esperen aún un
poco hasta que se complete el número de los mártires para que la Iglesia
alcance su gloria plena: "Se pusieron a gritar con fuerte voz: ¿Hasta
cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin tomar
venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra? Entonces se le
dio a cada uno un vestido blanco y se les dijo que esperasen todavía un
poco, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que
iban a ser muertos como ellos" (6,10-11).
Los mártires, ya vencedores, quisieran ver la conclusión del drama con la
aniquilación de los malvados. Pero Dios tiene su propio calendario. Cuando
Él decida llegará el "Día" (Is 13,6-9; Am 5,18-20) de la supresión de los
enemigos y de la exaltación de los elegidos. Mientras se completa el número
de los mártires, hay que esperar con paciencia que la historia llegue a su
cumplimiento pleno, dejando que el trigo y la cizaña crezcan juntos en el
campo del mundo hasta que llegue la hora de la cosecha (Mt 13,24-43). Pero,
desde ahora, "las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún
tormento les afectará" (Sb 3,1). Los elegidos están bien protegidos "debajo
del altar" (6,9) y ya reciben un vestido blanco, es decir, ya gozan de la
gloria.
La plegaria de los mártires, como la oración de los Macabeos (2M 7), remite
su causa a Dios, sin buscar hacer justicia por sus manos. En el Nuevo
Testamento, los cristianos siguen las huellas de Cristo, que "al ser
insultado, no respondía con insultos, al padecer, no amenazaba, sino que se
ponía en manos de Aquel que juzga con justicia" (1P 2,23). A ellos Pablo les
dice: "No devolváis a nadie mal por mal... ni toméis la justicia por vuestra
cuenta, sino dejad lugar a la ira de Dios... que dará a cada uno la paga
merecida" (Rm 12,17ss).
La oración es un grito que atraviesa los cielos y siempre llega a los oídos
de Dios. La oración, que brota con toda la fuerza de la vida, mueve a Dios a
hacer justicia a sus elegidos. Jesús dice: "Y Dios, ¿no hará justicia a sus
elegidos que están gritando a Él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que
les hará justicia pronto" (Lc 18,7-8). "El Señor -dice Pedro- no tarda en
cumplir la promesa, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que
algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión" (2P 3,9).
Las desgracias de los cinco primeros sellos son causadas por los hombres y
se limitan al hombre y su mundo. En la visión del sexto sello las
calamidades asumen proporciones cósmicas: "Y seguí viendo. Cuando abrió el
sexto sello, se produjo un violento terremoto; y el sol se puso negro como
un paño de crin, y la luna toda como sangre, y las estrellas del cielo
cayeron sobre la tierra, como la higuera suelta sus higos verdes al ser
sacudida por un viento fuerte; y el cielo fue retirado como un libro que se
enrolla, y todos los montes y las islas fueron removidos de sus asientos"
(6,12-14).
También en los apocalipsis de los evangelios preceden al juicio final
catástrofes semejantes (Mt 24,29). Aquí el juicio final se supone que llega
con la apertura del séptimo sello. Por ello, ante la llegada del Día, el
Apocalipsis traza un cuadro impresionante. La tierra se estremece, el sol
desaparece, como si se cubriese con un vestido de luto; el cielo espléndido
se vuelve negro (Is 50,3; 13,10;) y, sobre este fondo negro, la luna aparece
roja de sangre (Jl 3,4). El universo entero se siente sacudido por un
terremoto (Jl 2,10; 4,16; Am 8,8; 9,5)). Las estrellas caen como higos que
arranca al árbol la tempestad (Is 34,4). Hasta el firmamento desaparece,
arrugado como un pergamino que ya no sirve y se tira al fuego (Is 34,4). El
caos original se difunde por toda la tierra. Hasta los montes, símbolo de
solidez, se mueven y cambian de sitio, igual que las islas (Na 1,5; Jr
4,24). Todo anuncia al hombre su inminente destrucción.
Estas imágenes apocalípticas expresan la irrupción de Dios en la historia.
El temor, que engendra la vista del mundo sacudido en sus mismos cimientos,
alcanza a todos los hombres: "los reyes de la tierra, los magnates, los
tribunos, los ricos, los poderosos, y todos, esclavos o libres, se ocultaron
en las cuevas y en las peñas de los montes. Y dicen a los montes y las
peñas: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en
el trono y de la cólera del Cordero" (6,15-16). Siete son los personajes que
intentan huir y liberarse de esta catástrofe: reyes, políticos, generales,
ricos, potentes, esclavos y libres. Tratan de huir, pero descubren -como
Adán después del pecado (Gn 3,8-10)- que es imposible esconderse a los ojos
de Dios y del Cordero: "Porque ha llegado el Gran Día de su cólera y ¿quién
podrá sostenerse?" (6,17).
La impotencia se transforma en angustia y desesperación. El cuadro
impresionante que describe Juan implica siete elementos: el terremoto, el
eclipse solar, la luna enrojecida, la caída de las estrellas, el firmamento
enrollado, los montes y las islas desarraigados de sus fundamentos. Es la
catástrofe en toda su plenitud. Juan se ha inspirado como siempre en el
Antiguo Testamento (Os 10,8; Gl 2,11), pero recreando todo el cuadro. Es
significativo que algunas de estas imágenes apocalípticas se encuentran ya
en la narración de la pasión de Cristo. Entonces ya el sol se oscureció (Lc
23,44), se oscureció toda la tierra desde mediodía hasta las tres de la
tarde (Mc 15,13), la tierra se estremeció y las rocas se rajaron (Mt 27,51).
Y Lucas nos dice que mientras Jesús sube al Calvario le siguen algunas
mujeres que se lamentaban por Él -es el lamento de Jerusalén por el
Traspasado (Za 12,10)-. Jesús les dice: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por
mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días
en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y
los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed
sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Sepultadnos! Porque si en el leño verde
hacen esto, en el seco ¿qué se hará?" (Lc 23,28-31).
EL TRIUNFO DE LOS ELEGIDOS
Cuando parecía que el fin era inminente, en el momento de suma tensión, Juan
introduce una doble visión antes de la apertura del último sello. A la
pregunta "¿quién podrá sostenerse?", con que termina la visión del sexto
sello, Juan ofrece la alegre noticia de la protección de Dios sobre los
elegidos: "Después de esto, vi a cuatro Angeles de pie en los cuatro
extremos de la tierra, que sujetaban los cuatro vientos de la tierra, para
que no soplara el viento ni sobre la tierra ni sobre el mar ni sobre ningún
árbol. Luego vi a otro ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios
vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro Angeles a quienes se había
encomendado causar daño a la tierra y al mar: No causéis daño ni a la tierra
ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de
los siervos de nuestro Dios" (7,1-3).
Muchos cristianos serán martirizados por mantenerse fieles a la palabra del
Señor. Pero sus almas, con el martirio, pasan al templo de Dios, al lugar de
la gloria. Por ello, quienes peregrinan aún en la tierra, no tienen nada que
temer, porque el Señor les ha marcado con su sello la frente, en señal de
protección. El Dios que marcó la frente de Caín para que nadie se atreviese
a matarlo (Gn 4,15), se preocupa mucho más de proteger a sus fieles, a
quienes vestirá de blanco, símbolo de gloria. Los siervos de Dios son
marcados con el sello para ser preservados, como las casas de los israelitas
eran marcadas en Egipto para ser preservadas de la muerte, al paso del ángel
exterminador (Ex 12).
Cuatro ángeles, en los cuatro puntos cardinales, sujetan las potencias
destructoras, que como huracanes podrían aniquilar y asolar toda la tierra
(Jr 49,36; Za 6,5; Dn 7,2s). La Iglesia está ciertamente inmersa en este
mundo y la sacuden las tempestades que azotan a la humanidad, pero siempre
aparece -por el oriente (De Oriente se espera que venga la salvación. El
jardín del Edén estaba al Oriente Gn 2,8, Ciro el libertador llega de
Oriente (Is 41,2). Después del Exilio en Babilonia la gloria de Dios vuelve
al templo por la puerta que mira hacia Oriente Ez 43,1-2) - un ángel
que le trae la salvación. Es el ángel que se presenta con el sello de Dios
para marcar la frente de los elegidos, que pertenecen a Dios y a quienes
Dios, como suyos, protege de toda calamidad. A fuego eran marcados los
ganados y los siervos como señal perenne de propiedad. Como ahora Juan, ya
Ezequiel había visto a los habitantes de Jerusalén fieles al Señor marcados
con la Tau, que les preservaba de la destrucción (Ez 9,2-7).
El sello simboliza pertenencia y protección. Con este signo simbólico, Dios
promete a los suyos, no que les preservará de la tribulación, sino que les
salvará en medio de la tribulación y, a través de la prueba, les llevará a
la salvación (Jn 17,15). Sellados en el bautismo, los cristianos pertenecen
a Cristo, que les protege en la vida de fe. La tradición cristiana ha visto
en la cruz el sello que protege al cristiano del mal y del juicio de
condenación. También se ha visto el sello como símbolo del "Espíritu Santo
de Dios con el que los fieles han sido sellados para el día de la
resurrección" (Ef 4,30).
Juan escucha el número de los marcados con el sello de Dios: ciento cuarenta
y cuatro mil (12 x 12 x 1000),el número de la plenitud, con el que simboliza
que se ha marcado la cantidad completa de los elegidos. En un cierto sentido
Juan nos hace contemplar a la comunidad eclesial de todos los tiempos.
Abraham contemplando las estrellas del cielo recibe la promesa de una
descendencia incontable. Abraham ignora, pues, el número de sus hijos. Dios,
en cambio, conoce el número preciso de los elegidos, de sus hijos, herederos
con el Hijo Unigénito.
Los elegidos son distribuidos por las doce tribus del pueblo de Dios
(7,5-8). En primer lugar aparece Judá, aunque no sea el primogénito de los
hijos de Jacob, pues de él ha nacido Cristo, "el león de la tribu de Judá"
(5,5). Y Dan es sustituido por Manasés, hijo de José y no de Jacob. La tribu
de Dan desaparece de la lista de los marcados, porque se había hecho
idólatra (Jc 18; 1R 12,28-30). En la tradición hebrea es corriente el juicio
negativo de la tribu de Dan por su idolatría. Y este juicio pasa a los
Padres. Hipólito dice que "como Cristo nace de la tribu de Judá, así de la
tribu de Dan nacerá el Anticristo". "Por este motivo, escribe Ireneo, la
tribu de Dan no es señalada en el Apocalipsis entre las que se salvan". Dan
es sustituido por Manasés, como Judas es sustituido por Matías en el número
de los Apóstoles (Hch 1,15-26).
A los elegidos de Dios de las doce tribus de Israel, marcados con su sello,
sigue la visión de los elegidos de toda raza y nación, que alcanzan la
gloria del cielo mediante la Iglesia: "Después miré y había una muchedumbre
inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas,
de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con
palmas en sus manos" (7,9). Son los justos que, según el anuncio de Jesús,
"vendrán de Oriente y de Occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac
y Jacob en el reino de los cielos" (Mt 8,11). Abraham se alegra viendo
plenamente cumplida la promesa: "En ti serán bendecidas todas las razas de
la tierra" (Gn 12,3). Esta promesa Juan la ve realizada en el reino, al
final de la historia, pero ya anticipada en el presente de la Iglesia.
Están en pie ante Dios y el Cordero, en relación de intimidad, y visten
túnicas blancas, el color de la luz divina y de la gloria pascual (3,4;
6,11); llevan palmas en la mano, signo de fiesta y de victoria sobre el mal.
Las palmas se agitaban como señal de alegría en los cortejos festivos y
triunfales (1M 13,51) y también en las procesiones litúrgicas, como en la
solemnidad judía de las tiendas (Lv 23,40). La tradición cristiana
interpreta este signo a la luz del martirio: la victoria se alcanza a través
de la cruz, como Cristo entra en la gloria mediante la muerte en cruz.
La visión de los elegidos ya salvados tiene como misión confirmar en la fe y
reavivar la esperanza de los que combaten en este mundo. Éstos, en número
incontable, están glorificados ante el trono de Dios, después de haber
combatido y triunfado con su ayuda en las pruebas de este mundo. La multitud
de los salvados eleva un canto en el que celebran la salvación: "Gritan con
fuerte voz: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y
del Cordero (7,10).
A los elegidos, vestidos de blanco y con la palma de la victoria en la mano
(1M 13,51), se une el coro celeste en el himno de alabanza a Dios y al
Cordero. Es un doble coro. Por un lado la multitud inmensa entona una
aclamación a Dios por la salvación que les ha concedido. Y, por otro lado,
la corte celestial, postrada en adoración, eleva una doxología, es decir, un
himno de alabanza a la gloria divina. En este caso, (como en 5,12 referido
al Cordero) es una alabanza plena, expresada en siete términos: alabanza,
gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, potencia y fuerza: "Y todos los
Angeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los
cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y
adoraron a Dios diciendo: Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de
gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos.
Amén" (7,11-12).
Terminado el canto, asistimos a un diálogo destinado a interpretar el
sentido de la visión y a identificar a la multitud de los salvados. Uno de
los ancianos pregunta al Vidente quienes son los glorificados que contempla
ante el trono de Dios y de donde han venido. Es una pregunta retórica, que
le permite responder y dar una palabra más de esperanza a los fieles de las
Iglesias que sufren la persecución: "Esos son los que vienen de la gran
tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre
del Cordero" (7,14).
Vienen victoriosos de la gran tribulación (Mt 24,21; Mc 13,19; Dn 12,1),
aunque la victoria no sea mérito suyo, pues se la deben al Cordero, que en
la cruz derramó su sangre, en la que han lavado sus túnicas y las han
blanqueado. Gracias a la redención de Cristo están revestidos de esplendor y
gozan de la bienaventuranza ante el trono de Dios. Día y noche celebran la
gloria de Dios en la liturgia celeste, libres de toda angustia, tribulación
o necesidad: "Por esto están delante del trono de Dios, dándole culto día y
noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda
sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed; ya nos les molestará el sol ni
bochorno alguno. Porque el Cordero que está en medio del trono los
apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios
enjugará toda lágrima de sus ojos" (7,15-17).
Viven con Dios, que pone su tienda en medio de ellos, y gozan de su
felicidad eterna. Se cumple en ellos la palabra de la Sabiduría: "Los
insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia
y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en paz... En
el día del juicio resplandecerán" (Sb 3,2ss). La contemplación de sus
hermanos recientemente martirizados y la anticipación de la gloria final
animan a los fieles de la comunidad a aceptar la misma suerte, arriesgando
su vida en el testimonio de Cristo. Quienes han despreciado la vida hasta
perderla (12,11) por su fe, ahora siguen a Cristo que les conduce a las
aguas de la vida.
Las vestiduras blanqueadas en la sangre del Cordero hacen referencia a
varios textos del Antiguo Testamento. Juan recoge el eco de la profecía del
Mesías, que "lava en vino su túnica y su vestido en sangre de uva" (Gn
49,11), y del canto de Isaías: "¿Quién es ése que viene de Edom con vestidos
teñidos de rojo? ¿Quién es ése de vestido esplendoroso, y de andar tan
esforzado?... ¿Y por qué está rojo tu vestido y tu túnica como la de un
lagarero? El lagar he pisado yo solo... y salpicó su sangre mi vestido" (Is
63,1-6).
La vestidura blanca hace referencia también al bautismo que es un baño en la
sangre de Cristo y una comunión con su pasión y resurrección, como nos dice
Pablo: "Mediante el bautismo hemos sido sepultados con Él en la muerte, a
fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de
la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Pues si
nos hemos injertado en Él por una muerte semejante a la suya, también lo
estaremos por una resurrección semejante a la suya" (Rm 6,4-5).
La inmensa procesión de los elegidos está ante el trono de Dios celebrando
la liturgia eterna de alabanza al Cordero. Desde lo alto del trono, el Señor
extiende sobre dicha asamblea su tienda santa, transformando la comunidad de
los elegidos en su templo viviente, en el que Él se revela y se hace
presente (7,15). Juan, en el prólogo del Evangelio, dice que el Verbo ha
puesto su tienda en medio de nosotros mediante su carne (Jn 1,14). Ahora
todo el pueblo mesiánico se convierte, como Cristo, en morada de Dios: "¿No
sabéis, declara Pablo, que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros?" (1Co 3,16).
La comunidad santa goza de la presencia de Dios. Y con Dios nada les falta,
según el anuncio del profeta Isaías: "No tendrán hambre ni sed, ni les dará
el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos les guiará y les
conducirá a manantiales de agua" (Is 49,10). La asamblea de los justos
camina hacia los pastos eternos bajo la guía del gran pastor de sus almas,
Cristo, el Pastor y Cordero. El Cordero degollado es el buen Pastor (Jn
10,1-18), que ha dado la vida por sus ovejas y las apacienta, guiándolas a
los manantiales de las aguas de la vida. La promesa de Cristo se ha
cumplido: "Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás y nadie las
arrebatará de mi mano" (Jn 10,28).
EL SÉPTIMO SELLO
Después de la contemplación de la gloria de los elegidos, que han pasado a
través de la tribulación siguiendo al Cordero, Juan vuelve la mirada al
libro de los siete sellos y aguarda la apertura del último sello. Con la
apertura del séptimo sello podrá conocer y anunciar el contenido del rollo:
"Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo,
como una media hora" (8,1).
El silencio de los coros celestes durante media hora, un breve tiempo
largísimo, (en la tierra se suele hacer un minuto de silencio o al máximo
tres minutos), expresa gráficamente la tensión con que se espera la
conclusión definitiva del plan divino de la salvación. El Antiguo Testamento
nos habla frecuentemente del silencio ante Dios que viene, del silencio como
condición preliminar de una manifestación solemne del Señor. El salmista nos
dice que "la tierra, amedrentada, hace silencio cuando Dios se levanta a
juzgar, a salvar a los humildes de la tierra" (Sal 76,9-10). Los profetas
invitan a la tierra entera (o a toda carne : Za 2,17) a hacer silencio ante
el Señor (Ab 2,20). Y más explícito aún, el profeta Sofonías dice:
"¡Silencio ante el Señor Yahveh, que está cerca el día de Yahveh!" (So 1,7).
Del séptimo sello se desprenden siete tribulaciones, presentadas en la
visión de las siete trompetas. El sello permanece abierto y Juan comienza de
nuevo con otro septenario.
Comparación de los siete sellos y el discursco escatológico de Jesús
Apocalipsis 6 | Mateo 24 | Marcos 13 | Lucas 21 |
El primer sello: Un conquistador como un falso Cristo, vv. 1-2 |
Falsos Cristos, vv. 4-5 | Falsos Cristos, vv. 5-6 | Falsos Cristos, v. 8 |
El segundo sello: La guerra, vv. 3-4 |
Guerras, vv. 6-7a | Guerras, vv. 7-8a | Guerras, vv. 9-10 |
Terremotos, v. 8b | Terremotos, v. 11a | ||
El tercer sello: El hambre, vv. 5-6 |
Hambres, v. 7b | Hambres, 8b | Hambres, vv. 11a |
Terremotos, v. 7b | |||
El cuarto sello: La muerte (pestilencia), vv. 7-8 |
Pestilencias, 11a | ||
El quinto sello: La persecución, vv. 9-11 |
Persecuciones, vv. 9-10 | Persecuciones, vv. 9, 11-13 | |
El sexto sello: Un terremoto, varias señales en el cielo, vv. 12-14 |
Varias señales en el cielo, v. 29 | Varias señales en el cielo, vv. 24-25 | Varias señales en el cielo, vv. 11b, 25-26 |
Persecuciones, vv. 12-17 | |||
El séptimo sello: Silencio en el cielo (8.1) |
La venida del Hijo del hombre, v. 30 | La venida del Hijo del hombre, v. 26 | La venida del Hijo del hombre, v. 27 |
Fuente: Adaptación de Wilson, Charts, p. 77