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 LAS SIETE TROMPETAS: 8,1-11,19 en 'EL  APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'

de Emiliano Jiménez Hernández

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LAS SIETE TROMPETAS: 8,1-11,19

El incensario de oro

Las cuatro primeras trompetas

Quinta y sexta trompeta

El libro abierto

Los dos testigos

Séptima trompeta

Las siete trompetas - Apocalipsis

 



EL INCENSARIO DE ORO

Antes de que se desencadenen los flagelos que devastarán el mundo impío, Juan anota: "Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo durante media hora" (8,1). ¿Por qué este silencio? En la tradición profética este silencio anuncia una teofanía, una intervención estrepitosa de Dios (Ab 2,20; Za 2,17): "Silencio ante el Señor Yahveh, porque el día de Yahveh está cerca" (So 1,7). Las trompetas anuncian, pues, la irrupción de los últimos tiempos en el mundo y en la historia de la humanidad (Gl 2,1; So 1,16; 1T 4,16).

La visión de las trompetas, como la de los sellos, comienza con una celebración litúrgica en el templo del cielo, semejante a la liturgia del templo de Jerusalén. Los sacerdotes encargados del sacrificio del incienso tomaban las ascuas ardientes del altar de los sacrificios y, en vasos de oro, las llevaban al altar de los perfumes, echando después sobre ellas los granos de incienso. Mientras se realizaban estos ritos, otros sacerdotes tocaban las trompetas, con las que invitaban al pueblo a unirse a la celebración, adorando a Dios (Ex 30,1-10). El humo que sube a Dios es símbolo de la oración del pueblo: "Como incienso suba a ti mi oración, mis manos alzadas, como ofrenda de la tarde" (Sal 141,2).

En la liturgia del cielo los ángeles sustituyen a los sacerdotes: "se dan los instrumentos a los ángeles que están en la presencia de Dios" (Tb 12,15). La apocalíptica judía a los ángeles que ejercen como centinelas y están situados cerca del trono de Dios les llama "ángeles del rostro" (Is 63,9) o "angeles de la presencia" o también "arcángeles" (Tres de estos ángeles tienen en la Biblia un nombre propio: Miguel (Dn 10,13.21; Judas 9; Ap 12,7), Gabriel (Dn 8,16ss; 9,21ss, Lc 1,19.26) y Rafael Tb 3,17; 12,15). Siete de estos ángeles que están en la presencia de Dios "reciben siete trompetas" (8,2). La trompeta, según la Escritura, sirve para anunciar los acontecimientos escatológicos (Mt 24,31; 1Co 15,52; 1Ts 4,16).

Estamos en la media hora de silencio. Antes de que los siete ángeles comiencen a sonar las trompetas, otro ángel se acerca al altar para incensar las oraciones de los santos: "Otro ángel vino y se puso junto al altar con un incensario de oro. Se le dieron muchos perfumes para que, con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono. Y por mano del ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos. Y el ángel tomó el incensario y lo llenó con brasas del altar y las arrojó sobre la tierra. Entonces hubo truenos, fragor, relámpagos y temblor de tierra" (8,3-5).

Las copas de oro de la liturgia "están llenas de perfumes, que son las plegarias de los santos" (5,8). La nube perfumada del incienso con la oración de los fieles se eleva hacia Dios. Los ángeles hacen suya la oración que sube desde la tierra y la presentan ante Dios (Tb 12,12). Dios acoge como aroma agradable estas plegarias de los fieles, hechas en comunión con Cristo y sostenidas por el Espíritu Santo, a quien Pablo atribuye lo que el Apocalipsis dice de los ángeles: "De igual manera el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza: pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios" (Rm 8,26-27).

La oración de la tierra se une a la plegaria del cielo. La oración de los cristianos, los santos de la tierra, se une a la de los santos del cielo, formando una única plegaria. La "gran nube de testigos" (Hb 12,1) que forman los santos de la Antigua y de la Nueva Alianza, que nos han precedido en el camino de la fe, constituye "la asamblea solemne de los primogénitos inscritos en el cielo" (Hb 12,23) a la que se unen los cristianos que aún están en la tierra (Hb 12, 22).

En el cuadro de silencio y paz, de repente irrumpe una acción sorprendente. Con las ascuas ardientes del altar el ángel llena el incensario y lo arroja sobre la tierra (Ez 10,2). Juan no nos ha dado ninguna explicación de esta acción simbólica. Nos muestra sólo sus efectos. Al silencio y alabanza de la liturgia celeste siguen una manifestación clamorosa de "truenos, fragor, relámpagos y temblor de tierra" (8,5). Dios irrumpe en la historia para cancelar el mal y sus consecuencias. Dios actúa en la historia, hiere y sana, castiga y salva. Roto el silencio celeste, "los siete Angeles de las siete trompetas se dispusieron a tocar" (8,6).

Las siete trompetas - Apocalipsis




LAS CUATRO PRIMERAS TROMPETAS

Como en la visión de los sellos, también las cuatro primeras trompetas forman una unidad. Las cuatro primeras plagas no golpean directamente al hombre, sino sólo su ambiente vital, como los correspondientes cuatro primeros sellos. Conviene recordar aquí que la descripción de cada una de las catástrofes, inspiradas en las plagas de Egipto (Ex 7,14-11,10) y en la destrucción de Sodoma, es una descripción simbólica y no realística ni cronológica. Tampoco nos hallamos aún en la narración del final de la historia, a pesar de las apariencias. Cada plaga se limita a un tercio del ambiente al que afecta. Con esta limitación las plagas son una amenaza y, al mismo tiempo, una llamada a la conversión. Aún queda un tiempo de gracia para la conversión de vida.

Las desgracias que se desprenden al toque de cada trompeta tienen una correspondencia con las plagas de Egipto. En Egipto, como aquí, a la intervención de Dios precede el grito, el gemido de los hijos de Israel, oprimidos por la dura esclavitud: "Los israelitas gemían y se lamentaban de su servidumbre y su grito subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 2,23-24). Escuchada la oración de Israel, Dios interviene. Dios escucha el grito de los afligidos que claman a Él (Dt 24,25; Si 35,13; Lc 18,7-8; St 5,4-5). Es lo que ahora nos presenta Juan con el septenario de las trompetas.

La primera trompeta anuncia las desgracias de la tierra firme. El fuego abrasa campos, bosques y prados: "Tocó el primero... Hubo entonces pedrisco y fuego mezclados con sangre, que fueron arrojados sobre la tierra: la tercera parte de la tierra quedó abrasada, la tercera parte de los árboles quedó abrasada, toda hierba verde quedó abrasada" (8,7).

El primer ángel con su toque de trompeta introduce una plaga semejante a la séptima que asoló la tierra de Egipto con sus granizos y relámpagos (Ex 9,23-25). Estas imágenes dramáticas tienen como finalidad escenificar el juicio divino sobre la historia humana. Pero aún no se trata del juicio final y definitivo. De hecho afecta sólo a un tercio de la tierra, una medida simbólica, que indica parcialidad y limitación. Es una sacudida de la tierra controlada por Dios, que no busca destruir la creación, sino corregir a los hombres.

Al segundo sonido de la trompeta es golpeado el mar, en el que cae una montaña de fuego, destruyendo una tercera parte de los peces: "Tocó el segundo ángel... Entonces fue arrojado al mar algo como una enorme montaña ardiendo, y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Pereció la tercera parte de las criaturas del mar que tienen vida, y la tercera parte de las naves fue destruida" (8,8-9). El mar que se transforma parcialmente en sangre nos recuerda la primera plaga de Egipto, en la que las aguas del Nilo su convierten en sangre (Ex 7,20-21). En la primera trompeta se golpea la tierra, en la segunda toca al mar. Toda la creación participa de la condenación y del juicio, como participará también de la liberación (Rm 8,20-21).

Al toque de la tercera trompeta sucede algo extraordinario. Una estrella incandescente, como un meteorito, cae del cielo a la tierra, envenenando un tercio de las aguas dulces, es decir, de las aguas potables: "Tocó el tercer ángel... Entonces cayó del cielo una estrella grande, ardiendo como una antorcha. Cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre los manantiales de agua. La estrella se llama Ajenjo. La tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y mucha gente murió por las aguas, que se habían vuelto amargas" (8,10-11). La estrella recibe el nombre de Ajenjo, un término que indica un licor amargo (Jr 9,14-16; 23,15; Lm 3,15) y que puede ser sinónimo de veneno. Aquí se alude al episodio de "las aguas amargas" que los israelitas encontraron en el desierto durante su camino hacia la tierra prometida (Ex 15,23-26). Como en los casos precedentes la desgracia afecta sólo a un tercio de las aguas dulces. Se trata, por tanto, de una intervención divina que anuncia el juicio, pero que da un tiempo para la conversión.

Algunos comentaristas del Apocalipsis ven en la caída de esta estrella el símbolo de la caída de los ángeles rebeldes a Dios. Jesús alude a esta caída cuando dice a sus discípulos: "Yo veía a Satanás caer como un rayo" (Lc 10,18). También en la elegía satírica sobre el rey de Babilonia, el profeta Isaías canta la caída de este soberano desde el cielo al abismo. El título de este rey era "Lucero de la mañana" o "Lucifer" (Is 14,11-12).

La cuarta trompeta nos hace dirigir la mirada desde la tierra y las aguas al cielo y a los aires. La cuarta plaga limita aún más la vida sobre la tierra. La luz, sin la que nada crece ni madura, disminuye en una tercera parte. Las fuentes de la luz se oscurecen, perdiendo una tercera parte de su luminosidad: "Tocó el cuarto ángel... Entonces fue herida la tercera parte del sol, la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas; quedó en sombra la tercera parte de ellos; el día perdió una tercera parte de su claridad y lo mismo la noche" (8,12). La novena plaga de Egipto consistió en el oscurecimiento del sol y de los astros (Ex 10,21-23). Ahora la desgracia toca al sol, la luna y las estrellas. Es una imagen que se repite en la literatura apocalíptica (Jl 2,10; 3,15; Am 8,9; Mt 24,29). Pero las tinieblas no reinan aún sobre toda la tierra, la luz sólo disminuye en un tercio. Estamos, pues, ante un anuncio del juicio divino, aún no en el juicio. Todavía Dios, en su paciencia, ofrece un tiempo de conversión.

Las siete trompetas - Apocalipsis




QUINTA Y SEXTA TROMPETA

A las tres últimas trompetas, que anuncian plagas que hieren directamente al hombre, les precede un grito de águila que, desde lo alto del cielo, contempla la tierra y deja oír su lamento: "Y seguí viendo: Oí un Águila que volaba por lo alto del cielo y decía con fuerte voz: ¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra, cuando suenen las voces que quedan de las trompetas de los tres ángeles que van a tocar!" (8,13).

La aparición del águila puede tener un significado positivo, como una palabra de Dios que amonesta a los hombres, deseando evitarles las plagas de las últimas trompetas. En el Éxodo Dios es representado bajo la imagen del águila que protege a sus polluelos, llevándoles sobre sus alas (Ex 19,4; Dt 32,11).
Las plagas que restan superan toda capacidad natural, son plagas sobrenaturales, no provienen del espacio cósmico, sino del reino del demonio. Con estos azotes entran en escena las potencias que se oponen a Dios con todo su ser. La mentira y el odio caracterizan sus actos. Sin embargo también aquí se encuentra la forma pasiva del verbo "les fue dado" que tiene siempre a Dios como sujeto.

Dependiendo su acción de cuanto Dios les permite hacer, su poder está limitado y, en realidad, todo cuanto hacen está encaminado a conducir al hombre sobre el recto camino, es gracia que llama al hombre a conversión.

Al sonido de la quinta trompeta, una estrella cae del cielo a la tierra. Una estrella caída es símbolo de un ángel caído (9,1; 12,9; Lc 10,18). La caída del ángel desencadena las tinieblas del infierno sobre la tierra (Jdt 6,2; 2P 2,4), en concreto, sobre el hombre: "Tocó el quinto ángel... Entonces vi una estrella que había caído del cielo a la tierra. Se le dio la llave del pozo del Abismo. Abrió el pozo del Abismo y subió del pozo una humareda como la de un horno grande, y el sol y el aire se oscurecieron con la humareda del pozo" (9,1-2).

Del humo surgen imágenes demoniacas, que se difunden sobre la tierra. Las imágenes con que describe el Apocalipsis estas acciones del diablo están tomadas de la octava plaga de Egipto (Ex 10,12-15), de la invasión de saltamontes del profeta Joel (Jl 1-2) y de la destrucción de Sodoma (Gn 19,28). Pero estos animales, al contrario de los saltamontes que atacan a las plantas, son como escorpiones, que atacan a los hombres, si bien sólo a los que no llevan en la frente la marca del Cordero. El infierno no tiene ningún poder sobre los elegidos de Dios: "De la humareda salieron langostas sobre la tierra, y se les dio un poder como el que tienen los escorpiones de la tierra. Se les dijo que no causaran daño a la hierba de la tierra, ni a nada verde, ni a ningún árbol; sólo a los hombres que no llevaran en la frente el sello de Dios" (9,3-4).

Dios impone a los demonios un tríplice límite: en el tiempo, sólo pueden atormentar al hombre durante cinco meses; no a todos los hombres, sino sólo a los que no llevan en la frente el sello divino de la fe y de la salvación (7,2-4) ; y no les pueden matar, sino sólo atormentarles: "Se les dio poder, no para matarlos, sino para atormentarlos durante cinco meses. El tormento que producen es como el del escorpión cuando pica a alguien. En aquellos días, buscarán los hombres la muerte y no la encontrarán; desearán morir y la muerte huirá de ellos" (9,5-6).

Las siete trompetas - Apocalipsis



La descripción del tormento terrible de esta quinta plaga (9,7-12) está modelada sobre algunos textos bíblicos (Os 10,8; Lc 23,30) que meten en escena a "quienes esperan la muerte y ésta no llega, aunque la busquen con más ansia que un tesoro" (Jb 3,21). El profeta Amós usa la misma expresión para hablar de otro deseo muy diferente: el de la Palabra de Dios (Am 8,11-12). Aquí, en cambio, se trata de la desesperación de quien siente náusea y vergüenza de una vida sobre la que incumbe el juicio de Dios y sólo le queda la esperanza de la muerte, que no llega.

La narración de la quinta trompeta termina con la descripción externa de los demonios. Se trata de seres monstruosos, mezcla de saltamontes, caballos de guerra, leones, escorpiones, aves y algo hasta de hombre. La coraza muestra su dureza indomable, sus cabellos y zarpas de león expresan su salvajismo, su aguijón simboliza la perfidia, etc... Todo ello es símbolo de su maldad encaminada a hacer daño al hombre, como forma de oponerse a Dios.

Al frente de esta armada monstruosa, como su rey, está "el ángel del abismo" (9,11), que lleva un nombre infernal, expresado en hebreo y en griego, las dos lenguas bíblicas. En hebreo es Abaddón, que significa destrucción. Cinco veces aparece en el Antiguo Testamento para designar el infierno, el reino de los muertos (Jb 26,6). En griego es Apolíon, que significa destructor y se asemeja, por tanto, al ángel exterminador de los primogénitos de Egipto (Ex 12,23). Este ángel de la muerte nos recuerda cuanto leemos en el libro de la Sabiduría: "Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan sus secuaces" (Sb 2,24). Sin embargo nunca se debe olvidar que el triunfo del mal es limitado en el tiempo y en el espacio.

Hay un crescendo en el castigo que se abate contra la tierra. La plaga de los saltamontes dura un tiempo limitado y sólo puede herir a la humanidad, sin causar la muerte. Pero como, a pesar de todos estos castigos, la humanidad no se convierte y sigue dando culto a los ídolos, ahora el ejército devastador de la sexta trompeta se ve obligado a golpear duramente. Los hombres caen bajo la ira de Dios, según lo que también escribe Pablo a los romanos: "La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia... Dios los entregó a las apetencias de su corazón" (Rm 1,18-24)

La sexta trompeta tiene efectos demoníacos muy parecidos a los de la quinta, pero aumentados en intensidad y extensión. Comienza reconociendo que todas estas manifestaciones, aunque son realizadas por el Adversario, tienen detrás a Dios, que se sirve del demonio para llevar a cabo su designio de salvación. La visión se abre con una voz que parte del altar de oro que está delante de Dios, en el que un ángel había puesto el incienso y las oraciones de los santos (8,3s): "Tocó el sexto ángel... Entonces oí una voz que salía de los cuatro cuernos del altar de oro que está delante de Dios; y decía al sexto ángel que tenía la trompeta: Suelta a los cuatro ángeles atados junto al gran río Éufrates. Y fueron soltados los cuatro ángeles que estaban preparados para la hora, el día, el mes y el año, para matar a la tercera parte de los hombres. El número de su tropa de caballería era de doscientos millones; pude oír su número" (9,13-16).

El territorio del Éufrates era el horno de las invasiones de Palestina y del pueblo de Dios, de modo que Babilonia se convirtió para Israel en el símbolo de la hostilidad a Dios. Su mención ya hace temblar. De allí parte un ejército sobrehumano, incontable (veinte mil veces diez mil). La descripción de los caballos y de sus jinetes los pinta como fuerzas demoníacas, que vomitan instrumentos de destrucción (Jb 41,11-13). Como las langostas de la escena precedente, el aspecto de estos caballos y jinetes es monstruoso, con sus corazas resistentes e incendiarias, sus cabezas de león feroz, colas venenosas y bocas que vomitan fuego, humo y azufre. Quizás con estas bocas infernales se quiere evocar su palabra perversa, semejante al humo que asfixia: "Así vi en la visión los caballos y a los que los montaban: tenían corazas de color de fuego, de jacinto y de azufre; las cabezas de los caballos como cabezas de león y de sus bocas salía fuego y humo y azufre. Y fue exterminada la tercera parte de los hombres por estas tres plagas: por el fuego, el humo y el azufre que salían de sus bocas. Porque el poder de los caballos está en su boca y en sus colas; pues sus colas, semejantes a serpientes, tienen cabezas y con ellas causan daño" (9,17-19).

Estos ángeles de destrucción han estado hasta ahora encadenados. Desde este momento Dios les deja libres de irrumpir como riada que arrastra consigo todo lo que encuentra en su cauce. Pero estos instrumentos de destrucción no son autónomos, son agentes al servicio del juicio de Dios y se desencadenan sólo sobre una tercera parte de la humanidad y en un arco de tiempo circunscrito a una hora, día, mes y año fijado de antemano. La hora de las tinieblas no es infinita, sino que forma parte de un proyecto divino bien planificado.

Las siete trompetas - Apocalipsis



El cuadro termina con una afirmación tremenda: todos los medios que Dios usa, sacudiendo el cielo y la tierra, para llamar a los hombres a conversión, son un fracaso. La humanidad se comporta como los egipcios, que se obstinaban cada vez más después de cada plaga: "Pero los demás hombres, los no exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos; no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni caminar. No se convirtieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas" (9,20-21).

El texto ofrece el elenco de inmoralidades que los hombres practican: idolatría, asesinatos, hechicerías, fornicaciones y robos. Como pecado capital presenta la idolatría igual que otros textos bíblicos (Sal 115,4-7; Dn 5,23). Pablo denuncia la corrupción profunda de la humanidad recurriendo a semejantes elencos de vicios (Rm 1,29-31; Ga 5,19-21; 1Co 6,9-10; Ef 5,3-5).

El hombre no se convierte "de la obra de sus manos" a Dios creador de todas las cosas. De un modo particular el hombre de la civilización técnica se queda prisionero en sí mismo, extasiado ante la obra de sus manos. Para quien ha perdido a Dios sólo le queda la posibilidad de plegarse sobre sí mismo, destruyéndose y destruyendo a los demás, junto con la creación misma. Fe y moral se complementan como incredulidad e inmoralidad (Rm 1,23-32). El ídolo es nada y vanidad, pero tiene la fuerza de hacer igual a sí a quienes le sirven (Os 9,10;Jr 2,5).

Las siete trompetas - Apocalipsis




EL LIBRO ABIERTO

Después de tantas visiones de destrucción el horizonte se abre a la luz. Tras las seis primeras trompetas la narración se queda en suspenso. Cuando se espera el toque de la séptima, Juan se interrumpe y, antes de hacerla resonar, nos ofrece un interludio radiante de esperanza. Aparece un ángel envuelto en la luz divina. El arco iris, signo del final del diluvio y del comienzo de la paz y de la alianza entre el Creador y la creación entera (Gn 9), ciñe al ángel como una diadema. Las nubes de la tormenta se abren y dejan pasar los rayos de la luz divina.

La visión de las trompetas nos ha mostrado que Dios está presente en medio de las calamidades, llevando a cumplimiento su plan de salvación. Juan desea una vez más hacerlo explícito con la visión del pequeño libro y la de los dos testigos. Como después de la visión del sexto sello, también después de la sexta trompeta, la narración se interrumpe para encender la esperanza de los fieles, invitándoles a confiar en la presencia de Dios en medio de ellos.

Aquí, en el centro del Apocalipsis, nos encontramos con una segunda llamada de Juan. El lugar es el mismo de la primera vocación: Patmos. A Juan se le aparece un ángel de dimensiones inmensas. Juan le ve con un pie en tierra firme y otro en el mar. Su estatura alcanza a las nubes, que circundan su cuerpo como un vestido (Sal 104,3). Su rostro, semejante al sol, irradia esplendor. La narración de esta aparición del ángel está hecha con los símbolos que en la primera vocación de Juan (1,9) acompañaban al Hijo del Hombre. El esplendor de esta gloria celestial muestra que el ángel es un enviado de Dios y del Cordero.

Sin embargo el ángel no ocupa el centro de la escena. Todo su esplendor no es más que el marco del pequeño libro abierto, que el ángel tiene en su mano derecha: "Vi también a otro ángel poderoso, que bajaba del cielo envuelto en una nube, con el arco iris sobre su cabeza, su rostro como el sol y sus piernas como columnas de fuego. En su mano tenía un librito abierto. Puso el pie derecho sobre el mar y izquierdo sobre la tierra, y gritó con fuerte voz, como ruge el león. Y cuando gritó, siete truenos hicieron oír su fragor" (10,1-3).

Se dice expresamente que el libro es pequeño. Con esto nos da a entender que este libro contiene un mensaje particular, tomado del gran libro de los siete sellos, es decir, dentro del plan salvífico de Dios. Ese gran libro ha sido completamente abierto (8,1), por lo que tampoco esta pequeña parte est�� cerrada. Sin embargo, antes de que el ángel muestre al Vidente el pequeño libro, dándole a conocer su mensaje, irrumpe con un gran grito, que Juan, lo mismo que Oseas y Amós (Os 11,10), compara con el rugido del león. ¿Por qué esta comparación? Porque en la tradición profética Dios es comparado a un león que ruge cuando va a devorar a los enemigos de su pueblo (Am 1,2; Jl 4,16; Jr 25,30). El más expresivo es Amós: "Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Yahveh, ¿quién no profetizará?" (Am 3,8).

Al grito potente del ángel responde, como un eco, la voz de los siete truenos. En la Biblia el trueno es usado constantemente como metáfora de la voz de Dios (Sal 18,14; 29,3; Jr 25,30s; Jn 12,28s). El salmo 29 describe la revelación de la gloria de Dios en la tormenta, repitiendo siete veces que la voz de Yahveh truena. Es normal ver en la voz de los siete truenos la respuesta de Dios al grito del ángel. El número siete apoya esta interpretación. Juan ha entendido lo que ha gritado el ángel y también la respuesta de Dios y se dispone a ponerlo por escrito, en conformidad con la misión recibida (1,19). Pero Dios se lo prohíbe. Hay revelaciones de Dios destinadas a la iluminación y a la consolación estrictamente personales (2Co 12,4). Los elegidos de Dios tienen sus revelaciones particulares, como ayuda para cumplir su misión: "Apenas hicieron oír su voz los siete truenos, me disponía a escribir, cuando oí una voz del cielo que decía: Sella lo que han dicho los siete truenos y no lo escribas" (10,4).

También a Daniel se le ordena en un cierto momento que selle el libro de las revelaciones recibidas hasta que llegue el momento final y se manifieste a todos el designio de Dios: "Y tú, Daniel, guarda estas palabras y sella el libro hasta el momento final. Muchos lo consultarán y aumentarán su saber" (Dn 12,4).

De nuevo Juan nos presenta la imagen potente del ángel, que con un juramento sobre el Creador anuncia que "el misterio de Dios", escondido desde la eternidad (Ef 3,9), ha comenzado a manifestarse (Dn 12,5-7). El cumplimiento de la promesa salvífica, que Dios ha confiado a sus enviados, no soporta más dilaciones. Ha llegado la hora de su realización: "Entonces el angel que había visto yo de pie sobre el mar y la tierra, levantó al cielo su mano derecha y juró por el que vive por los siglos de los siglos, el que creó el cielo y cuanto hay en él, la tierra y cuanto hay en ella, el mar y cuanto hay en él: ¡Ya no habrá dilación! sino que en los días en que se oiga la voz del séptimo ángel, cuando se ponga a tocar la trompeta, se habrá consumado el Misterio de Dios, según lo había anunciado como buena nueva a sus siervos los profetas" (10,5-7).

El mensaje del ángel es una buena noticia: llega el fin, es decir, llega el reino de Dios y del Mesías, cuya venida implora ardientemente la Iglesia con constancia, pues supone la aniquilación total y definitiva del maligno, de Satanás, el adversario de Dios. Los anuncios hechos por Dios a sus profetas y transmitidos por ellos llegan a su cumplimiento. Los cantos de victoria ya se oyen en el coro celeste, anticipando el triunfo final (11,15ss).

La voz del cielo trae otro mensaje personal para Juan: "Y la voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: Vete, toma el librito que está abierto en la mano del ángel, el que está de pie sobre el mar y sobre la tierra. Fui donde el ángel y le dije que me diera el librito. Y me dice: Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel" (10,8-9). El mensajero de la Palabra de Dios es invitado a comerla, a hacerla suya antes de anunciarla a los demás. Juan escucha la misma palabra que antes había escuchado el profeta Ezequiel, en la visión de su vocación (Ez 2,8-3,3). El rollo, que come Ezequiel, contenía lamentaciones, suspiros y amenazas, es decir, toda su predicación y vida.

La vocación de Juan, como la de todo profeta, comporta el gozo de la comunicación con Dios, gustar la palabra que Dios pone en su boca, con la que le transmite su amor de elección, su fuerza, su protección. Es el gusto, más dulce que la miel (Sal 19,11;119,103), de la unión con Dios. Pero comporta también participar de la amargura del mensaje, que anuncia el juicio sobre naciones. El profeta sufre con la palabra, que le arde en las entrañas. Antes que Juan, como ningún otro, lo experimentó Jeremías (Jr 11,21; 15,10-12; 20,7-18; 23,29). La palabra gustada en la boca, amarga en las entrañas: "Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas" (10,10).

Ser heraldo de Dios y llevar su palabra es su gloria y su miseria. Lo que proclama puede ser acogido o rechazado y él participa de su acogida y de su rechazo. El llamado por Dios como profeta ha de aceptar el sufrimiento que le acarreará la misión profética. Permanece cautivo de la palabra de Dios, sin posibilidad de escapar de ella. Una vez ligado a Dios, su suerte es la de Dios. Caminarán juntos, inseparables hasta el martirio.

El pequeño libro, que el ángel tiene en su mano, está abierto, significando que su contenido no debe permanecer secreto, sino que ha de ser comunicado a las Iglesias. La voz del cielo invita a Juan a acercarse al ángel para recibir el libro. Con la entrega del libro Juan es llamado una segunda vez a contemplar la fase final de la historia de la salvación, que se espera con el sonido de la séptima trompeta. Y, al invitarle a contemplar el final, se le invita igualmente a proclamar cuanto se le muestra, sin ocultar las terribles imágenes de la lucha final de la Iglesia: "Entonces me dicen: tienes que profetizar otra vez contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes" (10,11).

Las siete trompetas - Apocalipsis




LOS DOS TESTIGOS

En el interludio, antes de la séptima trompeta, tenemos aún dos visiones: una en la que se mide el templo y la de los dos testigos, que aparecen en la ciudad santa ocupada por los paganos.
Después de recibir el libro que debe devorar, a Juan le ponen entre las manos una caña de medir parecida a una vara. La acción de medir el templo se le encomienda al mismo Juan y no a un ángel: "Luego me fue dada una caña de medir parecida a una vara, diciéndome: Levántate y mide el Santuario de Dios y el altar, y a los que adoran en él. El patio exterior del Santuario, déjalo aparte, no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles, que pisotearán la Ciudad Santa 42 meses" (11,1-2). La imagen evoca, además del templo de Jerusalén, ahora destruido, los episodios narrados por Ezequiel (Ez 40,3-47) y Zacarías (Za 2,5-9).

El hecho de no medir una gran parte del templo, es decir, de la Iglesia, es el signo de que la misma Iglesia sufrirá la calamidad anunciada y sólo un resto, purificado y fortalecido con la lucha, permanecerá firme en la fe. La fe y el culto permanecerán intactos entre los fieles del Señor. El santo, el santo de los santos y el patio interior son medidos, es decir, preservados de la destrucción. Se abandona a la devastación el patio exterior y su entorno, la ciudad de Jerusalén (Is 48,2; Dn 9,24; Mt 27,53; Lc 21,24). Las fuerzas del mal nunca podrán tocar la vida íntima de la Iglesia. El corazón de la Iglesia es intocable, su vestido exterior, sus estructuras externas sí, están siempre expuestas al odio de sus enemigos y a la mediocridad de sus mismos fieles.

El dato cronológico, cuarenta y dos meses (11,2; 13,5) o mil doscientos sesenta días (11,3; 12,6) equivale a tres años y medio (12,4) y está tomado del libro de Daniel, donde se dice que la dominación de Antíoco IV sobre Jerusalén durará "un tiempo, dos tiempos y medio tiempo" (Dn 7,25; 12,7) o "media semana" de años (Dn 9,27). Se trata siempre de la mitad del número siete. Mientras el dominio de Dios es eterno, al enemigo de Dios se le da un tiempo limitado, reducido a la mitad. La Iglesia, a pesar de todas las tribulaciones que encuentra en su historia, siempre es salvada por Dios, que nunca permitirá a su adversario un logro total y definitivo.

Incluso en los momentos más difíciles, la Iglesia seguirá proclamando el Evangelio en medio del mundo, bajo la protección de Dios, que pone en su boca la palabra y le da parresía para anunciarla desde los tejados de la ciudad. Este es el significado de la imagen de los dos testigos, inspirada en el profeta Zacarías (Za 4,1-14), que presenta a los dos guías del retorno del exilio de Babilonia, el sacerdote Josué y el gobernador Zorobabel. La misión de la Iglesia es dar testimonio de Jesucristo (6,9; 12,11.17; 19,10) ante la humanidad de todos los lugares y tiempos (Mt 28,28s): "Pero haré que mis dos testigos profeticen durante 1260 días, cubiertos de sayal. Ellos son los dos olivos y los dos candeleros que están en pie delante del Señor de la tierra" (11,3-4).

Los paganos profanan el patio exterior del templo durante cuarenta y dos meses. Los dos testigos profetizan durante mil doscientos días. Se trata del mismo tiempo, medido en meses o en días. La Iglesia será siempre perseguida, pero nunca le faltarán testigos, que den testimonio de Cristo con su vida y con su palabra. Derramando su sangre en la persecución darán el testimonio supremo de su fe. El martirio es la expresión plena de amor y de la vida eterna.

Los dos testigos, vestidos de saco, están llamados, en medio de la apostasía, a llamar a los hombres a conversión (Gn 37,34; Is 37,1; 58,5; Mt 11,21). Los dos testigos son dos olivos y dos candeleros, que están ante el Señor de toda la tierra (11,4). Su misión, como la de toda la Iglesia (1,6; 5,10), es sacerdotal y real. Ungidos con el oleo del Señor, difunden la luz de su verdad en las tinieblas de la ciudad profanada. Para realizar su misión en un ambiente hostil, Dios les da poderes particulares, como a Moisés y al profeta Elías (2R 1,10-14). Dios les hace invulnerables a los asaltos del mal, poniéndose de su parte como fuego devorador. Como Elías (1R 17,1; St 5,17-18), los dos testigos reciben el poder de cerrar el cielo para que no caiga la lluvia: "Si alguien pretendiera hacerles mal, saldría fuego de su boca y devoraría a sus enemigos; si alguien pretendiera hacerles mal, así tendría que morir. Estos tienen poder de cerrar el cielo para que no llueva los días en que profeticen; tienen también poder sobre las aguas para convertirlas en sangre, y poder de herir la tierra con toda clase de plagas, todas las veces que quieran" (11,5-6).

A quienes rechazan su palabra les toca la suerte de los enemigos de Elías (2S 1,9-14; 1R 17,1; Lc 4,25; St 5,17) o de Moisés (Nm 16,25-35; Ex 7,14-12,33). Ningún poder humano puede apagar el testimonio de los elegidos de Dios. Pero, una vez cumplida su misión, los dos testigos sellan su testimonio con el martirio. Su sangre queda en la plaza de la ciudad confirmando la verdad de su testimonio: "Pero cuando hayan terminado de dar testimonio, la Bestia que surja del Abismo les hará la guerra, los vencerá y los matará. Y sus cadáveres quedarán expuestos en la plaza de la Gran Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto, allí donde también su Señor fue crucificado" (11,7-8).
La bestia, que sube desde el abismo infernal, se ensaña contra la Iglesia, simbolizada en los dos testigos, hasta después de muertos. El lugar donde actúa la bestia es la "ciudad santa" abandonada a los paganos (11,2), que después de este delito recibe el calificativo de la "gran ciudad", llamada con los nombres de las ciudades malvadas, enemigas del pueblo de Dios: Egipto, tipo de la tiranía (Sb 19,13-17) o Sodoma, tipo de la perversión moral (Is 1,9; 3,9; Ez 16,46-50); y finalmente, Babilonia, residencia del Anticristo (16,19; 17,18; 18,10.16-21). Puede referirse también a Jerusalén, que no es sólo la ciudad santa, sino "que mata a los profetas" (Mt 23,37). Seguramente es Roma donde mueren mártires Pedro y Pablo.

Dejar sin sepultura un cadáver es la injuria suprema que se puede hacer a una persona (Sal 79,2-3;Jr 8,1-2; 16,4; 25,33; 2M 5,10). A Cristo no se le hizo esta injuria (Mt 27,57-61; Mc 15,42-47; Lc 23,50-55; Jn 19,38-42). En pocos textos de la Escritura se habla con tanta crudeza de las consecuencias que afronta el cristiano por dar testimonio de Cristo. El mundo "se alegra, se intercambian regalos, se hace fiesta" (11,10) por su muerte. Jesús lo había anunciado: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará" (Jn 16,20).
Las mismas potencias que crucificaron a Cristo son las que ahora persiguen a la Iglesia. La muerte de Cristo continúa en el martirio de sus fieles. El testimonio sellado con la sangre de los fieles ilumina a los llamados por Dios y es piedra de tropiezo y escándalo para los sometidos al dominio de la bestia, que celebran la muerte de los justos, porque su palabra y su vida es una condena de sus obras. Al ver su boca reducida al silencio, respiran, se alegran y cantan con júbilo: "Y gentes de los pueblos, razas, lenguas y naciones, contemplarán sus cadáveres tres días y medio: no está permitido sepultar sus cadáveres. Los habitantes de la tierra se alegran y se regocijan por causa de ellos, y se intercambian regalos, porque estos dos profetas habían atormentado a los habitantes de la tierra" (11,9,10).

Pero el triunfo de los malvados es efímero; sólo dura tres días y medio, la mitad de una semana, símbolo de imperfección y caducidad. Después, como Cristo resucita al tercer día y hace enmudecer a sus enemigos, así acontece con sus seguidores. Como el testigo fiel vuelve a la vida glorioso, así sus discípulos reciben un hálito de vida (Ez 37,5.10) y son glorificados por Dios Padre: "Pero, pasados los tres días y medio, un aliento de vida procedente de Dios entró en ellos y se pusieron de pie, y un gran espanto se apoderó de quienes los contemplaban" (11,11).

La resurrección y ascensión al cielo se cumple delante de sus enemigos, que quedan llenos de espanto. El júbilo de "los habitantes de la tierra" se cambia en angustia y terror. En el triunfo de los dos testigos ven el juicio de Dios sobre sus obras: "Oí entonces una fuerte voz que les decía desde el cielo: Subid acá. Y subieron al cielo en la nube, a la vista de sus enemigos" (11,12).

Como en la muerte de Cristo, también ahora sigue un gran terremoto (Mt 28,2), que reduce a ruinas la décima parte de la ciudad, enterrando bajo los escombros a otros tantos habitantes. Pero el interludio termina con una constatación consoladora: lo que los dos testigos no habían conseguido con su palabra lo logran ahora con su muerte. Los sobrevivientes se convierten y dan gloria a Dios: "En aquella hora se produjo un violento terremoto, y la décima parte de la ciudad se derrumbó, y con el terremoto perecieron 7.000 personas. Los supervivientes, presa de espanto, dieron gloria al Dios del cielo" (11,13).

Las siete trompetas - Apocalipsis




SÉPTIMA TROMPETA

Al toque de la última trompeta, como el ángel había predicho (10,6s), el tiempo se encamina hacia el final y el "misterio" de Dios, es decir, su plan de salvación avanza hacia la realización plena y definitiva. El dominio de Dios comienza a aparecer en la creación. Desde el cielo desciende un grito de júbilo, porque la historia del mundo llega a su conclusión con la instauración del reino de Dios: "Tocó el séptimo ángel... Entonces sonaron en el cielo fuertes voces que decían: Ha llegado el reinado sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos" (11,15).

Se cumple la palabra de Pablo: "Cristo debe reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies" (1Co 15,25). Los ancianos celebran la victoria del Señor con un himno de alabanza y de acción de gracias. El incitador de la guerra contra la Iglesia, Satanás, a quien Dios había concedido mostrarse como "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31), no tiene nada que hacer en el mundo de Dios. Dios, "el que es y era" ha venido -falta la tercera expresión "que viene" (1,8; 4,8)- y ha comenzado a pedir cuentas a cuantos han arruinado su creación: "Y los veinticuatro Ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios, se postraron rostro en tierra y adoraron a Dios diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y que era, porque has asumido tu inmenso poder para establecer tu reinado. Las naciones se habían encolerizado; pero ha llegado tu cólera y el tiempo de que los muertos sean juzgados, el tiempo de dar la recompensa a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, pequeños y grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra" (11,16-18).

Juan nos muestra el lugar donde los justos gozan de Dios. Ante sus ojos se abre el cielo, representado con la imagen del templo de Dios. Juan penetra hasta el sancta sanctórum y contempla allí el Arca de la Alianza, el lugar de la presencia de Dios en el santuario de Israel: "Y se abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario, y se produjeron relámpagos, y fragor, y truenos, y temblor de tierra y fuerte granizada" (11,19).

El Arca de la Alianza aparece ahora en el templo, mientras que más adelante (15,8) se ve la nube que llena el templo. Las dos escenas hacen referencia a 2M 2,5-8, donde se dice que Jeremías esconde en una gruta la tienda, el Arca de la Alianza y el altar de los perfumes. La aparición del Arca y la presencia de la nube significan que el tiempo de la restauración escatológica ha llegado.

La presencia de Dios, dichosa para sus fieles, difunde entre sus enemigos el terror: terremotos, relámpagos, truenos, granizo y gritos... Después del anuncio de la victoria, anticipado para reavivar la esperanza en los fieles, ahora puede pasar a describir el último asalto de las potencias hostiles a Dios (13,1-18), mostrando en sus detalles particulares el tremendo juicio de estas potencias y de sus seguidores (14,1-20,10) y también el juicio final ( 20,11-15), para concluir con la descripción detallada de la nueva creación (21,1-22,5).

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