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LA MUJER Y EL DRAGÓN: 12,1-17  en 'EL  APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'

de Emiliano Jiménez Hernández

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LA MUJER Y EL DRAGÓN: 12,1-17
Dos signos en el cielo

Batalla en el cielo

Las alas de águila

La mujer y el dragón - Apocalipsis

 



DOS SIGNOS EN EL CIELO

El nuevo ciclo de profecías, que desarrolla el contenido de la última trompeta, comienza con la revelación de las verdaderas fuerzas que se enfrentan en la historia. En esta visión preliminar, Juan nos habla del misterio íntimo de la Iglesia situada en medio del mundo con una misión, a la que se opone radicalmente Satanás. Este capítulo expone abiertamente el combate a muerte entre la Iglesia y Satanás. Con dos grandes "signos" contrapuestos, la mujer y el dragón, Juan ve el misterio de la historia revelado ante sus ojos en el cielo.

Este capítulo 12 del Apocalipsis nos recuerda el relato del Génesis (3,15), donde se anuncia la perenne enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia de ésta y la descendencia de aquélla, hasta que la descendencia de la mujer aplaste la cabeza de la serpiente, "que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo" (12,9). También evoca el Éxodo, con la alusión al desierto y con "las alas de águila" dadas a la mujer para volar hacia él: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19,4). Este trasfondo permite reconocer en la Mujer al Israel de la espera y, sobre todo, al nuevo Israel del cumplimiento.

Al centro, como primer signo, aparece una figura gloriosa: una mujer vestida de la luz del sol, como lo está Dios mismo (Sal 104,2), apoyada sobre la luna, coronada de doce estrellas. Ante esta imagen podemos preguntarnos como en el Cantar de los Cantares: "¿Quién es ésa que surge como la aurora, bella como la luna, esplendorosa como el sol, terrible como escuadrones ordenados?" (Ct 6,10). Esta Mujer es la madre, la esposa, la ciudad santa, encinta del Mesías. Los dolores del parto aparecen en los profetas como preludio de la llegada del Mesías. Isaías invita al rey Ajaz a pedir a Dios "una señal en lo profundo del abismo o en lo alto del cielo". Ajaz se niega, pero recibe esta respuesta: "El Señor mismo os dará una señal. He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Is 7,10ss).

Por ello, en esta Mujer del Apocalipsis encontramos un gran símbolo del misterio de María, la Virgen Madre que da a luz al Mesías. En la Tradición se ha visto en esta Mujer el símbolo de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, y el símbolo de María, la Madre de Jesús. Pero, para entender este simbolismo, hay que partir viendo en esta Mujer el símbolo de Israel, la Hija de Sión, la Madre Israel, de la que ha nacido el Mesías: "la salvación viene de los judíos" (Jn 4,22). Jesús, en cuanto hombre, tiene una ascendencia judía, es hijo de la Mujer Sión. Pero, en el Nuevo Testamento, la Mujer Sión es la Iglesia. Y, uniendo Israel y la Iglesia, aparece María, donde desemboca la esperanza de Israel y se inicia la Iglesia.

La mujer vestida de sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones, pero nunca es abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Sión-María-Iglesia es siempre la Mujer, que no pertenece a la tierra. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que describe Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de la luna, sino que Yahveh será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque Yahveh será tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo" (21,2.10-11).

La luna puede ser muy hermosa, pero la luz no le pertenece, es una luz recibida. La belleza de la luna no es más que un reflejo del esplendor del sol. Brillando con la luz que recibe del sol es maravillosamente hermosa. Los Padres han aplicado este simbolismo a la Iglesia y a María: "hermosa como la luna" (Ct 6,10). La luz, el esplendor de la Iglesia, y de María, es gracia. En la Escritura y en la liturgia, la imagen del sol se aplica a Dios y a Cristo. El es el Sol de justicia: "Dios es luz" (1Jn 1,5) y la fuente de la luz (1Jn 1,7). La Mujer vestida del sol es la Iglesia vestida de Cristo. Pero, además, está "coronada con doce estrellas", donde la Tradición ha visto a los "doce apóstoles del Cordero" (21,14), fundamento de la nueva Jerusalén, que a su vez nos remiten a las doce tribus de Israel; ya en el sueño de José las doce estrellas simbolizaban las tribus de Israel (Gn 37,9). Así, la Mujer coronada de doce estrellas es una imagen del antiguo y del nuevo Israel en su perfección escatológica.

El primer "signo" es, pues, la imagen de una mujer celeste, radiante de luz, que se presenta con el trasfondo del cielo estrellado. Todas las fuentes de luz convergen en ella. El sol es su vestido; la luna, peana de sus pies; doce estrellas, la diadema de su cabeza. Espléndida en su aspecto, la oímos gritar con los dolores de parto: "Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz" (12,1-2).

La mujer está encinta y, por ello, revestida de sol. Dios mismo la ha preparado su traje de bodas, cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la nube que guió al pueblo del éxodo, que cubrió la cima del Sinaí, que llenó la tienda de Dios en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es la gloria de Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre la asamblea reunida en el monte Sión. Es la nube que cubrió a Jesús en la transfiguración (Mc 9,7). Esta espesa nube de luz, cargada de la gloria de Dios, cubrirá a María, revistiéndola de luz. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de la gloria de Dios (1P 4,14), envolverá a María con su sombra luminosa, nube de fuego. El Espíritu de gloria y de poder (Rm 6,4; 2Co 13,4; Rm 8,11) desciende sobre María y la hace madre del Hijo de Dios en el mundo.

La mujer y el dragón - Apocalipsis



Esta Mujer es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer que está encinta y que grita con los dolores de parto. Son los dolores escatológicos de la Hija de Sión en cuanto madre. Así la describe el profeta Miqueas: "Retuércete y grita, hija de Sión, como mujer en parto" (Mi 4,10). Y con gran vigor Isaías describe este gran acontecimiento escatológico: "Voces, alborotos de la ciudad, voces que salen del templo. Es la voz de Yahveh, que da a sus enemigos el pago merecido. Antes de ponerse de parto, ha dado a luz: antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a luz un varón. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es dado a luz un país en un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas ha sentido los dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno materno para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que hace dar a luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis" (Is 66,6-10; 26,17).

El hijo, que la Mujer Sión da a luz, son todos los hijos del pueblo de Israel, del nuevo pueblo mesiánico. Jesús recurre a la misma imagen en la última cena, inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección (Jn 16,19-22). Los dolores de parto de la mujer, con los que se compara la tristeza de los discípulos, son un signo del nuevo mundo que ha de hacerse realidad para ellos en el acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la Resurrección tendrá lugar el alumbramiento doloroso del nuevo pueblo de Dios. La conexión entre las angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del hijo hace presente el misterio pascual, como nacimiento de la muerte a la vida del nuevo pueblo de Dios (Hch 4,25-28).

Junto a este signo glorioso aparece otro signo caracterizado por sus colores y aspecto monstruosos. El color de su piel es semejante al del caballo de la guerra y la violencia (6,4): el rojo de la sangre de sus víctimas. Todo su ser está diseñado para destruir. Ser del abismo, emerge de él para estremecer el orden del cosmos y devolver la creación a las tinieblas y al caos: "Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz" (12,3-4).

El dragón es el adversario de Dios, que devasta el mundo y se opone al plan salvífico de Dios. Se dice explícitamente que es el diablo (12,9). Los detalles monstruosos de su aspecto están tomados del libro de Daniel (Dn 7,7; 8,10). Es, por otra parte, grotesca y ridícula su pretensión de suplantar a Dios, imitando al Cordero, verdadero Señor de la historia. Los siete ojos, símbolo del espíritu de Dios (5,6), se convierten en siete cabezas. Los "siete cuernos" (5,6) se transforman en diez; y las "muchas diademas" (19,12) aparecen aquí como siete coronas. Tales diferencias y la desproporción de toda la figura manifiestan que la imitación se ha cambiado en perversión.

La mujer y el dragón - Apocalipsis



Sin embargo no se debe menospreciar la potencia del diablo. Según se desprende de su figura, el diablo es en realidad muy fuerte; ese es el significado de los diez cuernos. Tiene el poder de dominar sobre la tierra, por lo que lleva "siete coronas". Jesús le llama "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31; 14,30; 16,11). Este monstruo potente y armado está frente a la figura luminosa de la mujer desarmada, para devorar al hijo apenas le haya dado a luz.

El niño nace. Es un varón, cuya identidad y misión se indican con una cita de un salmo mesiánico (Sal 2,9). El recién nacido es, pues, el Mesías prometido por Dios como Señor de todos los pueblos, que arrojará "al príncipe de este mundo" (Jn 12,31): "La mujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono" (12,5).

El diablo ve en este niño una amenaza mortal. Esto explica la tensión con que aguarda su nacimiento, para aniquilarlo desde el principio. Parece fácil que un potente dragón devore a un indefenso niño que acaba de nacer. Pero Dios interviene y salva al recién nacido, colocándolo, como dominador, sobre su mismo trono. El varón que la Mujer da a luz es Jesús ciertamente, pero no se trata del alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo, que tiene lugar en la mañana de Pascua. Los dolores de parto corresponden a los del calvario. El nuevo Testamento describe en varias ocasiones la Resurrección como un nuevo nacimiento, como el día en que el Padre dice: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (Hch 13,32-33). La Resurrección es el momento del "nacimiento" del Cristo glorificado, el comienzo de su vida gloriosa, de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (12,5), victorioso sobre el gran dragón.

El hijo es el Jesús histórico resucitado y glorificado. Es también el Cristo total, Cabeza y miembros, "el resto de su descendencia", sus hermanos, que "son los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,17). Estos son también hijos de la Mujer, hijos que María recibe de Cristo desde la cruz, hijos que la Iglesia da a luz a lo largo de los siglos. La maternidad de María se halla ligada al Gólgota. Allí María es llamada "Mujer" lo mismo que en el Apocalipsis. Allí la madre de Jesús se convierte en madre del discípulo, de todos los discípulos de Jesús. Al pie de la cruz tiene lugar el nacimiento del nuevo pueblo de Dios, de la Iglesia, de la que María es a la vez imagen y madre.

Esta visión de Cristo, hecho hombre, partícipe de toda la debilidad humana, hasta morir en la cruz, pero exaltado victorioso a la gloria del Padre, constituido Señor de cielo y tierra (Flp 2,6-11), cumple una vez más la misión del Apocalipsis: dar ánimos a los fieles en medio de la persecución. En su debilidad Dios se manifestará fuerte y les hará vencer todas las insidias del maligno. "Ha elegido Dios a los débiles del mundo para confundir a los fuertes" (1Co 1,27).

La situación de la Iglesia es idéntica a la de la mujer ante en dragón. Aparentemente está a merced de Satanás. Pero también de ella, como de su Hijo, se ocupa Dios Padre. Todas las posibilidades de que se enorgullece el enemigo, por su superioridad, están condenadas al fracaso: "Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada 1.260 días" (12,6). En lugar del jardín del Edén, donde la serpiente ataca y vence a Eva, Dios salva a la Iglesia, llevándola al desierto. En el desierto, sin árboles, sólo Dios la alimenta.

El desierto es el refugio de los perseguidos (1R 17,2ss; 19,3ss; 1M 2,29-30). El único camino que se le ofrece a la Iglesia es el del pueblo de Dios cuando huía del poder del Faraón, dando vueltas por el desierto. En el desierto la Iglesia, lo mismo que Israel, encuentra la protección de Dios en su itinerario por este mundo. Dios, aunque no elija el camino más corto, siempre elige el camino que lleva a la tierra prometida. Durante todo el tiempo de su caminar por el desierto, Dios mismo alimenta a su pueblo. Este tiempo -mil doscientos sesenta días- es el tiempo de la ocupación de Jerusalén por parte de los paganos (11,2), el tiempo de la aparición de los dos testigos (11,3) y el tiempo del reinado del Anticristo (13,5)  La designación de Anticristo no aparece en el Apocalipsis, pero sí en las cartas de Juan (1Jn 2,18.22; 4,2; 2Jn 7).

La mujer y el dragón - Apocalipsis




BATALLA EN EL CIELO

Para entender el furor de la lucha del dragón contra la mujer y sus hijos, Juan nos traslada al cielo, donde asistimos a la guerra del dragón y sus ángeles contra Miguel y los suyos (12,7). A la base de esta representación está la concepción de una caída de los ángeles, que en los comienzos arrastró a los espíritus rebeldes derrotados por los ángeles fieles a Dios. El mal no es eterno. El mal entra en el mundo por la rebelión contra Dios de estos ángeles. Caídos de su gloria tientan al hombre, tratando de seducirlo para que se rebele contra Dios. Es el maligno quien mete el veneno de muerte en la historia de los hombres. Su deseo exorbitado de ser Dios se lo transmite a los hombres: "Seréis como Dios" (Gn 3,5). A esta tentación responde Miguel, según el significado de su nombre: ¿Quién como Dios? .

En el combate celeste los ángeles rebeldes son vencidos. Lo había anunciado Jesús (Lc 10,18) y Juan transmite a las Iglesias: "No prevalecieron y no hubo en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él" (12,8-9).

Juan no describe la batalla. Nos narra sólo la derrota de Satanás y las consecuencias de ella. Para el diablo y sus secuaces significa una caída definitiva e irremediable. Tres veces se repite la palabra "precipitado", como para sellar la sentencia final de su condena. Los nombres que el dragón recibe en el Apocalipsis y en el resto de la Escritura expresan estas consecuencias. Es "la antigua serpiente", que logró engañar a los primeros hombres (Gn 3,1-7; Sb 2,24; 2Co 11,3; 1Tm 2,14). Su forma de actuar le mereció para siempre el título de "padre de la mentira" y "asesino desde el comienzo" (Jn 8,44; Gn 3,8-24). Otro nombre repetido en varios lugares es el de "diablo", el que divide al hombre de Dios y a los hombres entre sí, calumniador, crea enemistad entre los que le escuchan. Y el tercer nombre "Satanás" en hebreo significa acusador, adversario, enemigo de Dios. Es llamado también el "tentador", el "que seduce y engaña".

Miguel, único ángel que en el Apocalipsis tiene un nombre, es uno de los siete arcángeles (8,2). Daniel lo presenta como el protector de Israel en cuanto pueblo de Dios (Dn 10,21; 12,1). Miguel se enfrenta al dragón, proclamando la gloria única de Dios. La derrota de Satanás es celebrada en el cielo con un himno a Dios y a su Ungido. Un solista, representante de toda la humanidad redimida, en nombre de todos "sus hermanos", eleva su voz en el canto. En él enuncia que ya Cristo ha combatido la batalla decisiva, que nos ha asegurado la victoria final.

El reinado de Dios ha inaugurado el tiempo de la salvación. Las escaramuzas del Adversario no podrán interrumpir el avance del reino de Dios. Gracias a la sangre del Cordero se alegran el cielo y sus habitantes: "Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte. Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo" (12,10-12).
El "acusador" del hombre ante Dios (Jb 1,9-11; 2,4-5; Za 3,1) pone en duda la sinceridad de la fe de los justos. Ahora, derrotado, se le obliga a callar. Sobre toda la humanidad y sobre todo el universo se extiendo el reino de Dios. Las últimas palabras del Resucitado en el evangelio de Mateo se ven cumplidas: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra... Y yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18.20).

La fuerza de la victoria sobre el dragón está en la "sangre del Cordero", fuente de toda redención. Pero a ella se asocia también el testimonio del martirio de los cristianos. Pablo escribe a los colosenses: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24). La comunidad cristiana, con la pasión y muerte de sus fieles, participa en la obra redentora del Cordero. Los mártires, que "no amaron su vida hasta aceptar la muerte", han experimentado la palabra de Cristo: "El que ama su vida la pierde y el que odia su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna" (Jn 12,25).

La mujer y el dragón - Apocalipsis



La Iglesia conoce el tiempo de los dolores de parto y es objeto de la persecución del dragón. Pero, lo mismo que su Señor salió vencedor de la muerte y del antiguo Adversario en su resurrección, también la Iglesia superará la prueba y será salvada por el poder del que está junto al trono de Dios. El triunfo pascual del Hijo de la Mujer es anticipación y promesa segura del triunfo escatológico de la Iglesia, aun cuando en el tiempo presente viva en medio de los dolores de parto, atravesando su "desierto", que es tiempo de prueba y de gracia.

La mujer y el dragón - Apocalipsis




LAS ALAS DE ÁGUILA

El dragón desahoga su despecho contra Dios persiguiendo a la mujer que ha dado a luz al varón que le ha derrotado. Así el combate iniciado en el cielo continúa en la tierra, ahora contra la Iglesia. Pero desde el principio se sabe -es lo que desea comunicar Juan a los fieles de la Iglesia- que las pretensiones del Adversario son tan desesperadas como lo ha sido su batalla en el cielo. En un cuadro admirable, pintado con los colores de la historia de Israel salvado del Faraón en el desierto (Ex 19,4; Dt 32,10-12; Is 40,13), contemplamos a la Iglesia llevando a sus hijos al desierto sobre las alas de águila que se le han concedido: "Cuando el Dragón vio que había sido arrojado a la tierra, persiguió a la Mujer que había dado a luz al Hijo varón. Pero se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde tiene que ser alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo" (12,13-14).

Tras la victoria de Cristo, cuando "se enfureció el dragón contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,7), la Mujer tiene que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre Yahveh y el pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh, lugar de su refugio, donde es especialmente protegido y conducido por Dios (1R 19,4-16). El desierto es un lugar de protección y defensa contra el peligro de los enemigos, porque es el lugar privilegiado del encuentro con Dios. Rodeada de pruebas y persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al desierto para permanecer por un tiempo aún, hasta que sea definitivamente derrotado "el gran dragón, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás" (12,7), enemigo de la Mujer desde el comienzo hasta el final de la historia.
Por ello este tiempo es tiempo de combate. La Mujer "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones ordenados" (Ct 6,10). El sorprendente juego de imágenes, que expresa tanto el esplendor de la Mujer como su poder, muestra a la Mujer Sión y también a María.

En María alcanzan su cumplimiento las promesas hechas a la Hija de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. En la liturgia se canta a María con esta antífona: "Alégrate, Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones ordenados". Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

La promesa de Jesús sobre la indestructibilidad de la Iglesia (Mt 16,18), como el anuncio de las persecuciones que sufrirían sus discípulos (Mt 5,10-12; 10,23; 23,34; Jn 15,20) aparecen realizadas simultáneamente. El águila, al ser el ave que vuela más alto, sabe que el peligro para sus polluelos sólo puede llegarles desde abajo. Por ello, para defenderles de todo ataque, los coloca sobre sus alas. Para herirles la flecha lanzada desde abajo tiene que atravesarle a ella antes de alcanzar a los polluelos. Así Dios ha llevado a sus hijos por el desierto (Dt 32,11). Y de este modo es defendida la Iglesia y sus hijos del ataque del maligno.

En su desesperación el dragón se transforma en serpiente y de serpiente en monstruo marino que vomita una enorme masa de agua para ahogar a la mujer. Ezequiel al Faraón, que desea anegar a Israel en el Mar Rojo, lo ve convertido en "cocodrilo de los mares" (Ez 32,2): "Entonces el Dragón vomitó de sus fauces como un río de agua, detrás de la Mujer, para arrastrarla con su corriente" (12,15).

Dios salva a Israel abriendo las fauces del mar y cerrándolas sobre el Faraón y su ejército. Lo mismo hace ahora con la tierra que se traga el río de agua del Adversario y así salva a la Iglesia: " Pero la tierra vino en auxilio de la Mujer: abrió la tierra su boca y tragó el río vomitado de las fauces del Dragón" (12,16). La Iglesia está segura, pues cuenta con la ayuda de Dios. Pero esto no significa que los fieles puedan dormir en paz. Satanás, con las persecuciones contra los cristianos, trata de oponerse al reino de Dios: "Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,17).

Los creyentes son presentados como hijos de la misma mujer que ha dado a luz al Mesías, Hijo de Dios. La Iglesia es nuestra madre y Cristo nuestro hermano (12,7; Hb 2,10-18). Y la vida de los cristianos tiene como misión "dar testimonio de Jesús", con la palabra y con su vida en conformidad con la voluntad de Dios, es decir, "cumpliendo sus mandamientos". Los discípulos de Jesús son sus testigos (Hch 1,8; 10,49; 13,31), dispuestos a dar hasta la vida por fidelidad a su Maestro. De este modo el odio de Satanás sirve a vivificar a la Iglesia y a hacer crecer interiormente el reino de Dios.

La mujer y el dragón - Apocalipsis

 


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