LA MUJER Y EL DRAGÓN: 12,1-17 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LA MUJER Y EL DRAGÓN: 12,1-17
Dos signos en el cielo
Batalla en el cielo
Las alas de águila
DOS SIGNOS EN EL CIELO
El nuevo ciclo de profecías, que desarrolla el contenido de la última
trompeta, comienza con la revelación de las verdaderas fuerzas que se
enfrentan en la historia. En esta visión preliminar, Juan nos habla del
misterio íntimo de la Iglesia situada en medio del mundo con una misión, a
la que se opone radicalmente Satanás. Este capítulo expone abiertamente el
combate a muerte entre la Iglesia y Satanás. Con dos grandes "signos"
contrapuestos, la mujer y el dragón, Juan ve el misterio de la historia
revelado ante sus ojos en el cielo.
Este capítulo 12 del Apocalipsis nos recuerda el relato del Génesis (3,15),
donde se anuncia la perenne enemistad entre la mujer y la serpiente, entre
la descendencia de ésta y la descendencia de aquélla, hasta que la
descendencia de la mujer aplaste la cabeza de la serpiente, "que tiene por
nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo" (12,9). También
evoca el Éxodo, con la alusión al desierto y con "las alas de águila" dadas
a la mujer para volar hacia él: "Ya habéis visto lo que he hecho con los
egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he
traído a mí" (Ex 19,4). Este trasfondo permite reconocer en la Mujer al
Israel de la espera y, sobre todo, al nuevo Israel del cumplimiento.
Al centro, como primer signo, aparece una figura gloriosa: una mujer vestida
de la luz del sol, como lo está Dios mismo (Sal 104,2), apoyada sobre la
luna, coronada de doce estrellas. Ante esta imagen podemos preguntarnos como
en el Cantar de los Cantares: "¿Quién es ésa que surge como la aurora, bella
como la luna, esplendorosa como el sol, terrible como escuadrones
ordenados?" (Ct 6,10). Esta Mujer es la madre, la esposa, la ciudad santa,
encinta del Mesías. Los dolores del parto aparecen en los profetas como
preludio de la llegada del Mesías. Isaías invita al rey Ajaz a pedir a Dios
"una señal en lo profundo del abismo o en lo alto del cielo". Ajaz se niega,
pero recibe esta respuesta: "El Señor mismo os dará una señal. He aquí que
una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel" (Is 7,10ss).
Por ello, en esta Mujer del Apocalipsis encontramos un gran símbolo del
misterio de María, la Virgen Madre que da a luz al Mesías. En la Tradición
se ha visto en esta Mujer el símbolo de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, y
el símbolo de María, la Madre de Jesús. Pero, para entender este simbolismo,
hay que partir viendo en esta Mujer el símbolo de Israel, la Hija de Sión,
la Madre Israel, de la que ha nacido el Mesías: "la salvación viene de los
judíos" (Jn 4,22). Jesús, en cuanto hombre, tiene una ascendencia judía, es
hijo de la Mujer Sión. Pero, en el Nuevo Testamento, la Mujer Sión es la
Iglesia. Y, uniendo Israel y la Iglesia, aparece María, donde desemboca la
esperanza de Israel y se inicia la Iglesia.
La mujer vestida de sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia
indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y
persecuciones, pero nunca es abatida. Y al final alcanza la victoria como
Esposa del Cordero. Sión-María-Iglesia es siempre la Mujer, que no pertenece
a la tierra. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus
pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (12,1). El adorno de
esta Mujer del Apocalipsis es el que describe Isaías: "Levántate y
resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh alborea sobre
ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de
la luna, sino que Yahveh será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu
esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque Yahveh será
tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial,
"desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada
para su Esposo" (21,2.10-11).
La luna puede ser muy hermosa, pero la luz no le pertenece, es una luz
recibida. La belleza de la luna no es más que un reflejo del esplendor del
sol. Brillando con la luz que recibe del sol es maravillosamente hermosa.
Los Padres han aplicado este simbolismo a la Iglesia y a María: "hermosa
como la luna" (Ct 6,10). La luz, el esplendor de la Iglesia, y de María, es
gracia. En la Escritura y en la liturgia, la imagen del sol se aplica a Dios
y a Cristo. El es el Sol de justicia: "Dios es luz" (1Jn 1,5) y la fuente de
la luz (1Jn 1,7). La Mujer vestida del sol es la Iglesia vestida de Cristo.
Pero, además, está "coronada con doce estrellas", donde la Tradición ha
visto a los "doce apóstoles del Cordero" (21,14), fundamento de la nueva
Jerusalén, que a su vez nos remiten a las doce tribus de Israel; ya en el
sueño de José las doce estrellas simbolizaban las tribus de Israel (Gn
37,9). Así, la Mujer coronada de doce estrellas es una imagen del antiguo y
del nuevo Israel en su perfección escatológica.
El primer "signo" es, pues, la imagen de una mujer celeste, radiante de luz,
que se presenta con el trasfondo del cielo estrellado. Todas las fuentes de
luz convergen en ella. El sol es su vestido; la luna, peana de sus pies;
doce estrellas, la diadema de su cabeza. Espléndida en su aspecto, la oímos
gritar con los dolores de parto: "Una gran señal apareció en el cielo: una
Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y
con el tormento de dar a luz" (12,1-2).
La mujer está encinta y, por ello, revestida de sol. Dios mismo la ha
preparado su traje de bodas, cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la
nube que guió al pueblo del éxodo, que cubrió la cima del Sinaí, que llenó
la tienda de Dios en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es
la gloria de Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre
la asamblea reunida en el monte Sión. Es la nube que cubrió a Jesús en la
transfiguración (Mc 9,7). Esta espesa nube de luz, cargada de la gloria de
Dios, cubrirá a María, revistiéndola de luz. El Espíritu Santo, que es el
Espíritu de la gloria de Dios (1P 4,14), envolverá a María con su sombra
luminosa, nube de fuego. El Espíritu de gloria y de poder (Rm 6,4; 2Co 13,4;
Rm 8,11) desciende sobre María y la hace madre del Hijo de Dios en el mundo.
Esta Mujer es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer que está encinta
y que grita con los dolores de parto. Son los dolores escatológicos de la
Hija de Sión en cuanto madre. Así la describe el profeta Miqueas:
"Retuércete y grita, hija de Sión, como mujer en parto" (Mi 4,10). Y con
gran vigor Isaías describe este gran acontecimiento escatológico: "Voces,
alborotos de la ciudad, voces que salen del templo. Es la voz de Yahveh, que
da a sus enemigos el pago merecido. Antes de ponerse de parto, ha dado a
luz: antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a luz un varón. ¿Quién
oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es dado a luz un país en
un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas ha sentido los
dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno materno
para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que hace dar a
luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella
todos los que la amáis" (Is 66,6-10; 26,17).
El hijo, que la Mujer Sión da a luz, son todos los hijos del pueblo de
Israel, del nuevo pueblo mesiánico. Jesús recurre a la misma imagen en la
última cena, inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección (Jn 16,19-22).
Los dolores de parto de la mujer, con los que se compara la tristeza de los
discípulos, son un signo del nuevo mundo que ha de hacerse realidad para
ellos en el acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la Resurrección
tendrá lugar el alumbramiento doloroso del nuevo pueblo de Dios. La conexión
entre las angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del
hijo hace presente el misterio pascual, como nacimiento de la muerte a la
vida del nuevo pueblo de Dios (Hch 4,25-28).
Junto a este signo glorioso aparece otro signo caracterizado por sus colores
y aspecto monstruosos. El color de su piel es semejante al del caballo de la
guerra y la violencia (6,4): el rojo de la sangre de sus víctimas. Todo su
ser está diseñado para destruir. Ser del abismo, emerge de él para
estremecer el orden del cosmos y devolver la creación a las tinieblas y al
caos: "Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete
cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra
la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra.
El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a
su Hijo en cuanto lo diera a luz" (12,3-4).
El dragón es el adversario de Dios, que devasta el mundo y se opone al plan
salvífico de Dios. Se dice explícitamente que es el diablo (12,9). Los
detalles monstruosos de su aspecto están tomados del libro de Daniel (Dn
7,7; 8,10). Es, por otra parte, grotesca y ridícula su pretensión de
suplantar a Dios, imitando al Cordero, verdadero Señor de la historia. Los
siete ojos, símbolo del espíritu de Dios (5,6), se convierten en siete
cabezas. Los "siete cuernos" (5,6) se transforman en diez; y las "muchas
diademas" (19,12) aparecen aquí como siete coronas. Tales diferencias y la
desproporción de toda la figura manifiestan que la imitación se ha cambiado
en perversión.
Sin embargo no se debe menospreciar la potencia del diablo. Según se
desprende de su figura, el diablo es en realidad muy fuerte; ese es el
significado de los diez cuernos. Tiene el poder de dominar sobre la tierra,
por lo que lleva "siete coronas". Jesús le llama "el príncipe de este mundo"
(Jn 12,31; 14,30; 16,11). Este monstruo potente y armado está frente a la
figura luminosa de la mujer desarmada, para devorar al hijo apenas le haya
dado a luz.
El niño nace. Es un varón, cuya identidad y misión se indican con una cita
de un salmo mesiánico (Sal 2,9). El recién nacido es, pues, el Mesías
prometido por Dios como Señor de todos los pueblos, que arrojará "al
príncipe de este mundo" (Jn 12,31): "La mujer dio a luz un Hijo varón, el
que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue
arrebatado hasta Dios y hasta su trono" (12,5).
El diablo ve en este niño una amenaza mortal. Esto explica la tensión con
que aguarda su nacimiento, para aniquilarlo desde el principio. Parece fácil
que un potente dragón devore a un indefenso niño que acaba de nacer. Pero
Dios interviene y salva al recién nacido, colocándolo, como dominador, sobre
su mismo trono. El varón que la Mujer da a luz es Jesús ciertamente, pero no
se trata del alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo, que
tiene lugar en la mañana de Pascua. Los dolores de parto corresponden a los
del calvario. El nuevo Testamento describe en varias ocasiones la
Resurrección como un nuevo nacimiento, como el día en que el Padre dice: "Tú
eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (Hch 13,32-33). La Resurrección es el
momento del "nacimiento" del Cristo glorificado, el comienzo de su vida
gloriosa, de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (12,5),
victorioso sobre el gran dragón.
El hijo es el Jesús histórico resucitado y glorificado. Es también el Cristo
total, Cabeza y miembros, "el resto de su descendencia", sus hermanos, que
"son los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de
Jesús" (12,17). Estos son también hijos de la Mujer, hijos que María recibe
de Cristo desde la cruz, hijos que la Iglesia da a luz a lo largo de los
siglos. La maternidad de María se halla ligada al Gólgota. Allí María es
llamada "Mujer" lo mismo que en el Apocalipsis. Allí la madre de Jesús se
convierte en madre del discípulo, de todos los discípulos de Jesús. Al pie
de la cruz tiene lugar el nacimiento del nuevo pueblo de Dios, de la
Iglesia, de la que María es a la vez imagen y madre.
Esta visión de Cristo, hecho hombre, partícipe de toda la debilidad humana,
hasta morir en la cruz, pero exaltado victorioso a la gloria del Padre,
constituido Señor de cielo y tierra (Flp 2,6-11), cumple una vez más la
misión del Apocalipsis: dar ánimos a los fieles en medio de la persecución.
En su debilidad Dios se manifestará fuerte y les hará vencer todas las
insidias del maligno. "Ha elegido Dios a los débiles del mundo para
confundir a los fuertes" (1Co 1,27).
La situación de la Iglesia es idéntica a la de la mujer ante en dragón.
Aparentemente está a merced de Satanás. Pero también de ella, como de su
Hijo, se ocupa Dios Padre. Todas las posibilidades de que se enorgullece el
enemigo, por su superioridad, están condenadas al fracaso: "Y la mujer huyó
al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí
alimentada 1.260 días" (12,6). En lugar del jardín del Edén, donde la
serpiente ataca y vence a Eva, Dios salva a la Iglesia, llevándola al
desierto. En el desierto, sin árboles, sólo Dios la alimenta.
El desierto es el refugio de los perseguidos (1R 17,2ss; 19,3ss; 1M
2,29-30). El único camino que se le ofrece a la Iglesia es el del pueblo de
Dios cuando huía del poder del Faraón, dando vueltas por el desierto. En el
desierto la Iglesia, lo mismo que Israel, encuentra la protección de Dios en
su itinerario por este mundo. Dios, aunque no elija el camino más corto,
siempre elige el camino que lleva a la tierra prometida. Durante todo el
tiempo de su caminar por el desierto, Dios mismo alimenta a su pueblo. Este
tiempo -mil doscientos sesenta días- es el tiempo de la ocupación de
Jerusalén por parte de los paganos (11,2), el tiempo de la aparición de los
dos testigos (11,3) y el tiempo del reinado del Anticristo (13,5) La
designación de Anticristo no aparece en el Apocalipsis, pero sí en las
cartas de Juan (1Jn 2,18.22; 4,2; 2Jn 7).
BATALLA EN EL CIELO
Para entender el furor de la lucha del dragón contra la mujer y sus hijos,
Juan nos traslada al cielo, donde asistimos a la guerra del dragón y sus
ángeles contra Miguel y los suyos (12,7). A la base de esta representación
está la concepción de una caída de los ángeles, que en los comienzos
arrastró a los espíritus rebeldes derrotados por los ángeles fieles a Dios.
El mal no es eterno. El mal entra en el mundo por la rebelión contra Dios de
estos ángeles. Caídos de su gloria tientan al hombre, tratando de seducirlo
para que se rebele contra Dios. Es el maligno quien mete el veneno de muerte
en la historia de los hombres. Su deseo exorbitado de ser Dios se lo
transmite a los hombres: "Seréis como Dios" (Gn 3,5). A esta tentación
responde Miguel, según el significado de su nombre: ¿Quién como Dios? .
En el combate celeste los ángeles rebeldes son vencidos. Lo había anunciado
Jesús (Lc 10,18) y Juan transmite a las Iglesias: "No prevalecieron y no
hubo en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la
Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo
entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él"
(12,8-9).
Juan no describe la batalla. Nos narra sólo la derrota de Satanás y las
consecuencias de ella. Para el diablo y sus secuaces significa una caída
definitiva e irremediable. Tres veces se repite la palabra "precipitado",
como para sellar la sentencia final de su condena. Los nombres que el dragón
recibe en el Apocalipsis y en el resto de la Escritura expresan estas
consecuencias. Es "la antigua serpiente", que logró engañar a los primeros
hombres (Gn 3,1-7; Sb 2,24; 2Co 11,3; 1Tm 2,14). Su forma de actuar le
mereció para siempre el título de "padre de la mentira" y "asesino desde el
comienzo" (Jn 8,44; Gn 3,8-24). Otro nombre repetido en varios lugares es el
de "diablo", el que divide al hombre de Dios y a los hombres entre sí,
calumniador, crea enemistad entre los que le escuchan. Y el tercer nombre
"Satanás" en hebreo significa acusador, adversario, enemigo de Dios. Es
llamado también el "tentador", el "que seduce y engaña".
Miguel, único ángel que en el Apocalipsis tiene un nombre, es uno de los
siete arcángeles (8,2). Daniel lo presenta como el protector de Israel en
cuanto pueblo de Dios (Dn 10,21; 12,1). Miguel se enfrenta al dragón,
proclamando la gloria única de Dios. La derrota de Satanás es celebrada en
el cielo con un himno a Dios y a su Ungido. Un solista, representante de
toda la humanidad redimida, en nombre de todos "sus hermanos", eleva su voz
en el canto. En él enuncia que ya Cristo ha combatido la batalla decisiva,
que nos ha asegurado la victoria final.
El reinado de Dios ha inaugurado el tiempo de la salvación. Las escaramuzas
del Adversario no podrán interrumpir el avance del reino de Dios. Gracias a
la sangre del Cordero se alegran el cielo y sus habitantes: "Oí entonces una
fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder
y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido
arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche
delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero
y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la
muerte. Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la
tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor,
sabiendo que le queda poco tiempo" (12,10-12).
El "acusador" del hombre ante Dios (Jb 1,9-11; 2,4-5; Za 3,1) pone en duda
la sinceridad de la fe de los justos. Ahora, derrotado, se le obliga a
callar. Sobre toda la humanidad y sobre todo el universo se extiendo el
reino de Dios. Las últimas palabras del Resucitado en el evangelio de Mateo
se ven cumplidas: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra... Y
yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18.20).
La fuerza de la victoria sobre el dragón está en la "sangre del Cordero",
fuente de toda redención. Pero a ella se asocia también el testimonio del
martirio de los cristianos. Pablo escribe a los colosenses: "Ahora me alegro
por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que
falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la
Iglesia" (Col 1,24). La comunidad cristiana, con la pasión y muerte de sus
fieles, participa en la obra redentora del Cordero. Los mártires, que "no
amaron su vida hasta aceptar la muerte", han experimentado la palabra de
Cristo: "El que ama su vida la pierde y el que odia su vida en este mundo,
la guarda para la vida eterna" (Jn 12,25).
La Iglesia conoce el tiempo de los dolores de parto y es objeto de la
persecución del dragón. Pero, lo mismo que su Señor salió vencedor de la
muerte y del antiguo Adversario en su resurrección, también la Iglesia
superará la prueba y será salvada por el poder del que está junto al trono
de Dios. El triunfo pascual del Hijo de la Mujer es anticipación y promesa
segura del triunfo escatológico de la Iglesia, aun cuando en el tiempo
presente viva en medio de los dolores de parto, atravesando su "desierto",
que es tiempo de prueba y de gracia.
LAS ALAS DE ÁGUILA
El dragón desahoga su despecho contra Dios persiguiendo a la mujer que ha
dado a luz al varón que le ha derrotado. Así el combate iniciado en el cielo
continúa en la tierra, ahora contra la Iglesia. Pero desde el principio se
sabe -es lo que desea comunicar Juan a los fieles de la Iglesia- que las
pretensiones del Adversario son tan desesperadas como lo ha sido su batalla
en el cielo. En un cuadro admirable, pintado con los colores de la historia
de Israel salvado del Faraón en el desierto (Ex 19,4; Dt 32,10-12; Is
40,13), contemplamos a la Iglesia llevando a sus hijos al desierto sobre las
alas de águila que se le han concedido: "Cuando el Dragón vio que había sido
arrojado a la tierra, persiguió a la Mujer que había dado a luz al Hijo
varón. Pero se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande para
volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde tiene que ser
alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo" (12,13-14).
Tras la victoria de Cristo, cuando "se enfureció el dragón contra la mujer y
se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que
guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,7), la
Mujer tiene que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre
Yahveh y el pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh,
lugar de su refugio, donde es especialmente protegido y conducido por Dios
(1R 19,4-16). El desierto es un lugar de protección y defensa contra el
peligro de los enemigos, porque es el lugar privilegiado del encuentro con
Dios. Rodeada de pruebas y persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al
desierto para permanecer por un tiempo aún, hasta que sea definitivamente
derrotado "el gran dragón, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás"
(12,7), enemigo de la Mujer desde el comienzo hasta el final de la historia.
Por ello este tiempo es tiempo de combate. La Mujer "hermosa como la luna,
resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones
ordenados" (Ct 6,10). El sorprendente juego de imágenes, que expresa tanto
el esplendor de la Mujer como su poder, muestra a la Mujer Sión y también a
María.
En María alcanzan su cumplimiento las promesas hechas a la Hija de Sión, que
anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la
Iglesia. En la liturgia se canta a María con esta antífona: "Alégrate,
Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo
entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en
el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y
fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es
"terrible, como escuadrones ordenados". Con la fe en todo lo que en María se
nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las
fuerzas del mal.
La promesa de Jesús sobre la indestructibilidad de la Iglesia (Mt 16,18),
como el anuncio de las persecuciones que sufrirían sus discípulos (Mt
5,10-12; 10,23; 23,34; Jn 15,20) aparecen realizadas simultáneamente. El
águila, al ser el ave que vuela más alto, sabe que el peligro para sus
polluelos sólo puede llegarles desde abajo. Por ello, para defenderles de
todo ataque, los coloca sobre sus alas. Para herirles la flecha lanzada
desde abajo tiene que atravesarle a ella antes de alcanzar a los polluelos.
Así Dios ha llevado a sus hijos por el desierto (Dt 32,11). Y de este modo
es defendida la Iglesia y sus hijos del ataque del maligno.
En su desesperación el dragón se transforma en serpiente y de serpiente en
monstruo marino que vomita una enorme masa de agua para ahogar a la mujer.
Ezequiel al Faraón, que desea anegar a Israel en el Mar Rojo, lo ve
convertido en "cocodrilo de los mares" (Ez 32,2): "Entonces el Dragón vomitó
de sus fauces como un río de agua, detrás de la Mujer, para arrastrarla con
su corriente" (12,15).
Dios salva a Israel abriendo las fauces del mar y cerrándolas sobre el
Faraón y su ejército. Lo mismo hace ahora con la tierra que se traga el río
de agua del Adversario y así salva a la Iglesia: " Pero la tierra vino en
auxilio de la Mujer: abrió la tierra su boca y tragó el río vomitado de las
fauces del Dragón" (12,16). La Iglesia está segura, pues cuenta con la ayuda
de Dios. Pero esto no significa que los fieles puedan dormir en paz.
Satanás, con las persecuciones contra los cristianos, trata de oponerse al
reino de Dios: "Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la
guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús" (12,17).
Los creyentes son presentados como hijos de la misma mujer que ha dado a luz
al Mesías, Hijo de Dios. La Iglesia es nuestra madre y Cristo nuestro
hermano (12,7; Hb 2,10-18). Y la vida de los cristianos tiene como misión
"dar testimonio de Jesús", con la palabra y con su vida en conformidad con
la voluntad de Dios, es decir, "cumpliendo sus mandamientos". Los discípulos
de Jesús son sus testigos (Hch 1,8; 10,49; 13,31), dispuestos a dar hasta la
vida por fidelidad a su Maestro. De este modo el odio de Satanás sirve a
vivificar a la Iglesia y a hacer crecer interiormente el reino de Dios.