LAS SIETE COPAS: 15,1-16,22 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LAS SIETE
COPAS: 15,1-16,22
Cántico de Moisés y del Cordero
Las plagas de las siete copas
CÁNTICO DE MOISÉS Y DEL CORDERO
Con la imagen de las siete copas Juan nos describe detalladamente el juicio
que antes nos ha presentado en sus grandes líneas. Volver sobre el mismo
tema es algo propio de Juan. Da vueltas en torno a lo mismo, pero
explicitándolo, ampliándolo. Parece que dice siempre lo mismo, pero no lo
es. El misterio de Dios es tan grande que el hombre no puede abrazarlo con
una sola mirada. Se hace necesario mirarlo desde ángulos y perspectivas
diversas.
Como con los siete sellos y las siete trompetas, las siete copas anuncian
los castigos de la ira de Dios, como su última llamada a la conversión. Dios
no se complace en la muerte del pecador, sino que desea que se convierta y
viva: "Luego vi en el cielo otra señal grande y maravillosa: siete ángeles,
que llevaban siete plagas, las últimas, porque con ellas se consuma el furor
de Dios" (15,1).
Pero antes de que los siete ángeles salgan del santuario con las siete copas
de la ira de Dios, Juan tiene una visión celeste, que se desenvuelve en dos
escenas. Contempla en primer lugar, inmersos en la gloria de Dios, a los que
han vencido a la bestia y han muerto en el Señor (14,13). La escena tiene
lugar en la sala del trono de Dios. El suelo es como mar de cristal mezclado
con fuego. Es como el rojo del atardecer que anuncia el fin del día. Es,
pues, la hora del Señor "que es, que era y que viene".
Los vencedores, en pie sobre el mar, como resucitados de la muerte, cantan
un himno ante el trono de su Salvador: "Y vi también como un mar de cristal
mezclado de fuego, y a los que habían triunfado de la Bestia y de su imagen
y de la cifra de su nombre, de pie junto al mar de cristal, llevando las
cítaras de Dios. Y cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico
del Cordero, diciendo: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios
Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones!
¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo tú eres
santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque han
quedado de manifiesto tus justos designios" (15,2-4).
Es un himno de acción de gracias, que evoca el canto de los israelitas al
ver a los egipcios sumergidos en las aguas del Mar Rojo (Ex 15,1-18; Dt 32).
Es el canto de Moisés, que celebraba la victoria grandiosa de Dios. Y es el
canto del Cordero. Dios salvó a Israel mediante Moisés y ha salvado al nuevo
Israel mediante Cristo, el Cordero inmolado, que en la cruz ha vencido al
faraón, el maligno. La celebración anticipada de la victoria de Cristo
refuerza la esperanza de los cristianos, que se encuentran en el combate de
la persecución. Los elegidos, en pie sobre el mar, y superado el mar, en la
otra orilla, en el mundo de Dios, cantan a Cristo, que les hace partícipes
de su victoria sobre la muerte.
La segunda escena nos presenta el ambiente solemne en el que se entregan a
los siete ángeles los siete instrumentos de destrucción. Las puertas del
templo celeste se abren de par en par (11,19) y Juan puede ver el modelo que
Dios mostró a Moisés para construir el arca de la alianza (Ex 25,9; Hb 8,5),
en la que Dios se hacía presente en medio de su pueblo durante su marcha por
el desierto. De este templo salen los siete ángeles con vestiduras
sacerdotales, lo que supone que estaban realizando una función litúrgica
ante el Altísimo. Salen llevando en sus manos las siete copas celestes (de
oro), que contienen el vino de la ira de Dios para herir a los hombres:
"Después de esto vi que se abría en el cielo el Santuario de la Tienda del
Testimonio, y salieron del Santuario los siete ángeles que llevaban las
siete plagas, vestidos de lino puro, resplandeciente, ceñido el talle con
cinturones de oro. Luego, uno de los cuatro Vivientes entregó a los siete
Angeles siete copas de oro llenas del furor de Dios, que vive por los siglos
de los siglos" (15,5-7).
Dios está presente con toda su majestad, por lo que el templo se llena de
humo (Ex 19,18-20; 24,15-18; Is 6,4) y se cierra el acceso a los hombres (Ex
40,34s; 1S 8,10s). Durante las plagas de las copas Dios es inaccesible;
ninguna intercesión puede impedir su juicio: "Y el Santuario se llenó del
humo de la gloria de Dios y de su poder, y nadie podía entrar en el
Santuario hasta que se consumaran las siete plagas de los siete ángeles"
(15,8).
Al abrirse el cielo, en el templo aparece la tienda del testimonio, que era
el lugar del encuentro de Dios con su pueblo mediante Moisés. En la tienda
Dios se encontraba con Moisés cara a cara (Ex 33,11) y le hablaba "boca a
boca" (Nm 12,8). Era el lugar de la presencia de Dios en medio del pueblo
(Ex 29,42-46), lugar en donde manifestaba su misericordia y amor. Todos los
israelitas podían acercarse a consultar a Dios a través de Moisés (Ex 33,7)
para conocer su voluntad, para obtener vida y perdón de los propios pecados.
El septenario de las copas, con el anuncio de toda una serie de calamidades,
esconde una manifestación más de la gracia de Dios, una llamada a la
conversión, para vivir el encuentro con Dios.
LAS PLAGAS DE LAS SIETE COPAS
Desde el Santuario Dios mismo, con su fuerte voz, ordena a los siete ángeles
que derramen sobre la tierra las copas de su ira (16,1). El piadoso
israelita se lo había suplicado a Dios tantas veces: "Derrama, Señor, tu
enojo sobre los malvados, que los alcance el ardor de tu ira" (Sal 69,25).
Esta oración la ha repetido con palabras semejantes el profeta Jeremías (Jr
10,25; 42,18; 44,6). Ahora es Dios quien manda a sus ángeles que derramen
las copas de su cólera. Las cuatro primeras plagas, como las
correspondientes a las cuatro primeras trompetas, hieren a la tierra, al
mar, a las aguas y al sol. Su devastación es inmensa. En el septenario de
las trompetas el castigo alcanzaba sólo a la tercera parte de la creación,
ahora en cambio es golpeado el cosmos entero. De septenario en septenario
hay todo un crescendo, que nos acerca al final.
La primera plaga afecta sólo a los hombres que expresan con sus blasfemias
la perversión de su alma. Son los adoradores de la bestia, consagrados al
mal, que se han hecho en cierto modo bautizar en la perversión, recibiendo
el sello de adhesión y pertenencia a la bestia. La plaga consiste en una
"úlcera maligna y perniciosa", semejante a la sexta plaga de Egipto: "úlcera
con secreción de pus que afectaba a hombres y animales" (Ex 9,10). El pecado
es como la lepra que destruye y atormenta al pecador.
La segunda cambia el agua del mar en sangre, aniquilando toda forma de vida
del mar. Es una reproducción de la primera plaga de Egipto, que trasformaba
las aguas del Nilo en sangre (Ex 7,17-21). La muerte de los seres marinos
cubre de luto una porción enorme de nuestro planeta.
La tercera envenena las aguas potables y las cambia en sangre. Este ángel es
llamado "ángel de las aguas". El envenenamiento de los manantiales y de los
ríos se convierte en una especie de anti-creación, que hiere al malvado en
las raíces mismas de su existencia. Quien no quiere morir de sed debe beber
estas aguas envenenadas: "El primero fue y derramó su copa sobre la tierra;
y sobrevino una úlcera maligna y perniciosa a los hombres que llevaban la
marca de la Bestia y adoraban su imagen. El segundo derramó su copa sobre el
mar; y se convirtió en sangre como de muerto, y toda alma viviente murió en
el mar. El tercero derramó su copa sobre los ríos y sobre los manantiales de
agua; y se convirtieron en sangre" (16,2-4).
Dos oraciones, en forma responsorial, celebran la justicia de este juicio
divino. Hasta el ángel custodio de las aguas testifica que su destrucción es
justa. Los seguidores de la bestia han hecho la guerra a los "santos" (13,7)
y a los "profetas" (11,7),derramando su sangre (Mt 23,37; Lc 13,34); ahora
deben beber sangre, castigo propio de los asesinos. Desde el altar, donde
los mártires habían orado pidiendo justicia, sube un eco que ratifica las
palabras del ángel. El Señor de la historia tiene en sus manos las riendas
de los acontecimientos humanos y los conduce con verdad y justicia: "Y oí al
ángel de las aguas que decía: Justo eres tú, 'Aquel que es y que era', el
Santo, pues has hecho así justicia: porque ellos derramaron la sangre de los
santos y de los profetas y tú les has dado a beber sangre; lo tienen
merecido. Y oí al altar que decía: Sí, Señor, Dios Todopoderoso, tus juicios
son verdaderos y justos" (16,5-7).
La cuarta copa se derrama sobre el sol. Con ello no se reduce el esplendor
del sol, sino que su efecto es como si sobre él se derramara aceite, que
aumenta la llama y el calor. Una llamarada abrasa a los hombres que han
blasfemado contra Dios: "El cuarto derramó su copa sobre el sol; y le fue
encomendado abrasar a los hombres con fuego, y los hombres fueron abrasados
con un calor abrasador. No obstante, blasfemaron del nombre de Dios que
tiene poder sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria"
(16,8-9).
Frecuentemente en el Antiguo Testamento la bendición divina se manifestaba
en la protección de Dios de los dardos implacables del sol: "Yahveh es tu
guardián, Yahveh, tu sombra a tu derecha, de día el sol no te hará daño ni
la luna de noche" (Sal 121,6; Is 4,6, 49,10). Con estupor Juan señala (por
tres veces) que, a pesar de sufrir estos horribles castigos, los hombres no
se convierten, sino que su rebelión contra Dios se hace más dura y contumaz.
La obstinación se encierra en el orgullo y "aunque resucitase un muerto no
se convertirían" (Lc 16,31).
El quinto ángel derrama su copa sobre el trono de la bestia. Su esplendor
desaparece, transformándose su reino en tinieblas. Esta plaga evoca la
novena plaga de Egipto (Ex 10,21-23). Los hombres, que habían puesto su
confianza en la bestia, de repente se sienten inseguros y se muerden la
lengua: "El quinto derramó su copa sobre el trono de la Bestia; y quedó su
reino en tinieblas y los hombres se mordían la lengua de dolor. No obstante,
blasfemaron del Dios del cielo por sus dolores y por sus llagas, y no se
arrepintieron de sus obras" (16,10-11).
Las tinieblas, signo infernal, se extienden sobre la sede del mal,
oscureciendo el sol y el aire como con la quinta trompeta (9,2). A la
ceguera exterior corresponde la ceguera interior. Jesús decía a los
fariseos: "Si fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís vemos ,
vuestro pecado permanece" (Jn 9,41). No obstante la prueba y los tormentos,
los malvados una vez más reaccionan con la rebelión, la blasfemia y el
desafío de Dios. Se muerden la lengua de dolor, pero tienen fuerza para
blasfemar con ella al "Dios del cielo". En todo el Nuevo Testamento, sólo el
Apocalipsis llama así a Dios. El cielo es uno de los símbolos repetidos en
el Apocalipsis para significar la esfera, el ámbito de Dios.
La sexta plaga nos es descrita con más detalles (16,12-16). La copa es
derramada sobre el Éufrates y se secan sus aguas, dejando libre el camino al
Anticristo y a sus aliados, que se lanzan contra la Iglesia. El dragón, la
bestia y su profeta vomitan ranas, espíritus malignos, contra la Iglesia,
contra Dios y contra cuantos han permanecido fieles. La batalla tiene lugar
en Harmaguedón, que traducido literalmente quiere decir " Monte Meguiddó",
donde tuvieron lugar tantas batallas en la historia de Israel (Jc 4,4ss;
5,19ss; 2S 9,27; 23,29s). Hasta que llegue la batalla final de la historia
hay siempre un Harmaguedón presente en cada época, donde se unen las fuerzas
del mal para atacar a Dios y a la Iglesia de su Hijo.
El nombre de Harmaguedón, al señalar el lugar de la batalla, despierta el
deseo de saber también el tiempo en que tendrá lugar. Pero a esta ansia se
opone la advertencia de Cristo que anuncia que ciertamente vendrá, pero lo
hará cuando uno menos se lo espera, "como un ladrón" (Mt 24,36; Lc 12,39-40;
1T 5,2-11; 2P 3,10). Por eso el Señor glorificado renueva la exhortación (Mt
24,42) a estar vigilantes y preparados: "Mira que vengo como un ladrón,
dichoso el que está en vela y guardando sus vestidos, para no andar desnudo
y que se vean sus vergüenzas. Y los convocaron en el lugar llamado en hebreo
Harmaguedón" (16,15-16).
El séptimo ángel derrama la última copa en el aire, es decir, en el elemento
que circunda y envuelve la tierra (16,17). El cataclismo que sigue anticipa
la solemne epifanía de Dios como juez. Apenas derramada esta copa, Dios, con
su fuerte voz, decreta: "Hecho está". La misión de los ángeles ha sido ya
cumplida. El anuncio de la venida definitiva de Dios sólo espera su
irrupción. Se oyen casi sus pasos y los justos salen de sus catacumbas, se
alzan del polvo donde se habían postrado, se levantan de sus sufrimientos,
con la frente en alto, esperando la inminente liberación: "El séptimo
derramó su copa sobre el aire; entonces salió del Santuario una fuerte voz
que decía: ¡Hecho está! Se produjeron relámpagos, fragor, truenos y un
terremoto tan violento como no lo hubo desde que existen hombres sobre la
tierra" (16,17-18).
El estremecimiento cósmico alcanza su grado máximo, dejando la tierra
irreconocible. Babilonia, la ciudad del Anticristo, símbolo de la opresión
de los justos, queda hecha pedazos, rota en tres partes: "La Gran Ciudad se
abrió en tres partes, y las ciudades de las naciones se desplomaron; y Dios
se acordó de la Gran Babilonia para darle la copa del vino del furor de su
cólera. Entonces todas las islas huyeron, y las montañas desaparecieron"
(16,19-20).
El septenario de las copas termina con la descripción de una violenta
tempestad, que recoge el eco amplificado de la séptima plaga de Egipto:
"Yahveh lanzó truenos, granizo y rayos sobre la tierra... La granizada fue
tan fuerte como nunca se había visto en Egipto" (Ex 9,23-24). La imagen de
los granizos evoca también la irrupción de Dios contra los enemigos de
Israel, con ocasión de la conquista de la tierra prometida: "Mientras ellos
huían ante Israel, Yahveh lanzó del cielo sobre ellos grandes piedras y
muchos murieron" (Jos 10,11). Dios es siempre y en toda ocasión Señor de la
creación y de la historia: "Y un gran pedrisco, con piedras de casi un
talento de peso, cayó del cielo sobre los hombres. No obstante, los hombres
blasfemaron de Dios por la plaga del pedrisco; porque fue ciertamente una
plaga muy grande" (16,21-22).