LA GRAN CIUDAD: 17,1-19,10 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
LA GRAN
CIUDAD: 17,1-19,10
La gran prostituta
Ebria de sangre
La caída de Babilonia
Cantos de luto
Cantos triunfales en el cielo y en la tierra
LA GRAN PROSTITUTA
El Apocalipsis se encamina hacia su culmen: la descripción del juicio divino
sobre el mal encarnado en una mujer, símbolo de una ciudad, la gran
prostituta, madre de prostitutas. Esta gran ciudad recibe el nombre de
Babilonia, la nación histórica enemiga de Israel (Is 13-14; Jr 50-51; Sal
137), símbolo personificado del mal y del poder demoníaco.
El último flagelo de las copas ha introducido ya el juicio sobre Babilonia
(16,19). Pero, antes de pasar a la exposición impresionante de este juicio
(18,1-19,10), Juan nos presenta el cuadro de la residencia del Anticristo,
según la descripción que a él le hace uno de los ángeles de las siete plagas
(17,1-6). El mismo ángel da la interpretación de las imágenes (17,7-18),
aunque muchos detalles nos resulten difíciles de entender.
La escena comienza con la invitación del ángel a asistir al juicio de la
famosa prostituta. Lo mismo que luego Jerusalén (21,9), Babilonia está
representada por una mujer. Ya en el Antiguo Testamento se presenta a las
ciudades idólatras como prostitutas (Is 1,21; 23,17; Ex 16,15ss; 23,1ss; Na
3,4). La descripción de Babilonia, situándola "sobre muchas aguas", evoca a
Jeremías (Jr 51,13) y hace referencia a la red de canales del Éufrates, que
cruzaban la ciudad y sus alrededores. Pero tanto en Jeremías como en el
Apocalipsis este hecho se carga de simbolismo y hace de Babilonia la ciudad
que difunde sobre todos los pueblos del mundo su espíritu idolátrico e
inmoral (14,8; 18,3). Las grandes aguas son símbolo del caos y del mal.
Jeremías (Jr 51,7) acusaba a Babilonia de haber seducido a las naciones,
embriagándolas con la idolatría del poder, ofrecida en copa de oro:
"Entonces vino uno de los siete Angeles que llevaban las siete copas y me
habló: Ven, te mostraré el juicio de la célebre Ramera, que se sienta sobre
grandes aguas; con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los habitantes
de la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución" (17,1-2).
Juan es trasladado al desierto, entre Palestina y Mesopotamia. Desde este
desierto también Isaías contempló a Babilonia (Is 21,1-10). El desierto,
lugar de la intimidad de Israel con Dios (12,6.14), es también el lugar de
la tentación y de la rebelión de Israel. Por ello la gran prostituta, como
capital del Anticristo, tiene su residencia en el desierto. La prostituta
cabalga sobre una bestia, cuyas facciones son las de la bestia salida del
abismo (13,1-1). Su color y los nombres blasfemos con que cubre todo el
cuerpo, muestran su parentesco con Satanás: "Me trasladó en espíritu al
desierto. Y vi una mujer, sentada sobre una Bestia de color escarlata,
cubierta de títulos blasfemos; la Bestia tenía siete cabezas y diez cuernos"
(17,3).
El aspecto de la mujer es bastante desagradable. El color de su vestido
presenta dos tintas: la púrpura del poder y el escarlata, como la bestia que
cabalga. El oro, piedras preciosas y perlas muestran su gusto por la riqueza
y el placer de este mundo, con lo que desea compensar el vacío y pobreza de
su interior. Los adornos de la mujer son semejantes al vestido del arrogante
príncipe de Tiro descrito por Ezequiel (Ez 28,13) y como Babilonia según
Jeremías (Jr 51,7). El contenido de la copa que lleva en su mano -poder,
riqueza, lujo y placer- testimonia la perversidad de sus acciones, con las
que intenta seducir y pervertir a todo el mundo: "La mujer estaba vestida de
púrpura y escarlata, resplandecía de oro, piedras preciosas y perlas;
llevaba en su mano una copa de oro llena de abominaciones, y también las
impurezas de su prostitución" (17,4).
La civilización del bienestar, del lujo y del hedonismo son las notas que
caracterizan a la gran prostituta. Según algunos, en la ciudad de Roma, las
meretrices llevaban sobre la frente una venda en la que estaba escrito su
nombre. Sobre la venda de esta prostituta Juan lee su nombre: "Y en su
frente un nombre escrito un misterio : La Gran Babilonia, la madre de las
rameras y de las abominaciones de la tierra" (17,5).
EBRIA DE SANGRE
Al darnos el nombre de Babilonia, Juan nos dice que se trata de un misterio.
No se trata de la Babilonia histórica, que pertenecía ya al pasado, sino del
seudónimo de una ciudad existente en aquel tiempo, de Roma (14,8), capital
del imperio romano, que con el culto al emperador obliga a sus súbditos a la
idolatría. Pero, como siempre en el Apocalipsis, el símbolo supera la
situación histórica y se convierte en criterio válido para todos los
tiempos. En la Roma del emperador Domiciano se puede ver representada una
ciudad mundana, cruel y ebria, propia de todos los tiempos: "Y vi que la
mujer se embriagaba con la sangre de los santos y con la sangre de los
mártires de Jesús. Y me asombré grandemente al verla" (17,6).
Después de emborrachar a sus seguidores, se embriaga ella misma. El vino que
le hace perder la cabeza es la sangre de los cristianos. Quizás Juan esté
aludiendo a la persecución romana de Nerón, que Tácito describe con estas
palabras: "Una gran multitud fue declarada rea no tanto del delito del
incendio cuanto del odio hacia el género humano. A los condenados se les
cubría con pieles de fieras, para que los perros les persiguieran y
mordieran, o se les colgaba en las cruces o eran condenados a arder vivos,
durante la noche, como antorchas nocturnas".
Juan queda sobrecogido ante la vista de la gran prostituta. El ángel le
ayuda a comprender la visión, explicándole los detalles particulares (17,7).
El ángel comienza su explicación por la bestia que cabalga la prostituta,
aunque ya se ha hablado de ella anteriormente (13,1-10.17s). Da algunos
rasgos particulares útiles para quienes entonces conocían quién era la
bestia. Pero, siendo expuestos en lenguaje cifrado, para nosotros resultan
bastante oscuros. El ángel no quita el velo, sólo lo levanta un poco, de
modo que los iniciados puedan comprender el significado. El mismo Juan dice
que para entender la explicación se necesita la sabiduría de la gracia.
Quizás baste comprender que la bestia intenta reproducir la actuación de
Dios. Para engañar a los fieles pretende imitar a Dios, "el que es, el que
era y el que viene". Pero no logra copiar a Dios ni consigue reproducir la
vida de Cristo, que desciende del cielo, mientras que ella sube desde el
abismo: "La Bestia que has visto, era y ya no es; y va a subir del Abismo
pero camina hacia su destrucción. Los habitantes de la tierra, cuyo nombre
no fue inscrito desde la creación del mundo en el libro de la vida, se
maravillarán al ver que la Bestia era y ya no es, pero que reaparecerá. Aquí
es donde se requiere inteligencia, tener sabiduría. Las siete cabezas son
siete colinas sobre las que se asienta la mujer. Son también siete reyes"
(17,8-9).
Las siete cabezas, como siete colinas sobre las que se sienta la mujer,
muestran que con el nombre de Babilonia se entiende Roma llamada ya entonces
la "ciudad de las siete colinas". Y los siete reyes son, por tanto, siete
emperadores romanos. El detalle particular (17,10) de que cinco reyes ya han
muerto, uno está presente y otro ha de venir da a los cristianos una pista
para entender de quién habla. El emperador reinante parece ser Domiciano. A
partir de él se puede hacer el cálculo y se llega a Calígula como el
primero. Pero una interpretación simplemente histórica es siempre
insuficiente. El número siete ya es un símbolo que abarca a la totalidad de
los emperadores. Tras el Estado que persigue a los cristianos llega siempre
la bestia: "Y la Bestia, que era y ya no es, hace el octavo, pero es uno de
los siete; y camina hacia su destrucción" (17,11).
La bestia, correspondiente al octavo emperador, supone un comienzo y, al
mismo tiempo, una continuidad: el octavo "viene de los siete", estaba de
alguna manera ya presente en ellos. Pero el octavo se presenta completamente
diverso de los siete. La bestia ya había sido descrita como la encarnación
de Satanás (13,1-10). Con el octavo rey no nos hallamos, pues, ante un
hombre, que representa al Anticristo, sino ante el Anticristo en persona.
Con su venida, la enemistad contra Dios y contra Cristo alcanza el punto
culminante en la historia del mundo, aunque ese es también su final, pues
entonces Dios lo precipita para siempre en la perdición.
Los diez cuernos de la bestia (13,1), en la interpretación del ángel,
representan diez reyes, lo mismo que en el libro de Daniel (Dn 7,24). Estos
diez reyes aparecerán en el futuro y ejercerán su dominio junto con la
bestia, pero sólo por un breve tiempo, "una hora". Las horas del mal están
contadas. Eterno es sólo Dios. Aliarse con la bestia es fundar la propia
vida sobre algo efímero, sobre la arena, es abocarse al fracaso.
Con la ayuda de los poderosos de la tierra, el Anticristo conduce la guerra
contra el Cordero y contra sus seguidores, definidos "los llamados, elegidos
y fieles". Una vez más (como en 14,1-5), en una situación aparentemente
desesperada, resplandece para los cristianos la luz de la esperanza. El
ángel anticipa el desenlace de la guerra, que luego (19,11-16) se expondrá
detalladamente. Cristo y sus elegidos saldrán siempre vencedores contra
todas la potencias del mundo, unidas bajo el mando de Satanás,: "Estos harán
la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores y Rey de
Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados y elegidos y fieles"
(17,14).
El ángel, en su explicación, pasa de la bestia a la mujer: "Me dijo además:
Las aguas que has visto, donde está sentada la Ramera, son pueblos,
muchedumbres, naciones y lenguas" (17,15). Y anuncia algo increíble. La
bestia, el Anticristo, con la ayuda de sus vasallos, destruye su misma
capital. La prostituta, que se asentaba sobre la bestia, es destruida con
odio infernal. La ciudad es desolada, la prostituta aparece desnuda. Las dos
imágenes -mujer y ciudad- se unen y superponen. Los enemigos de Dios se
vuelven enfurecidos contra sí mismos, unos contra otros: "Y los diez cuernos
que has visto y la Bestia, van a aborrecer a la Ramera; la dejarán sola y
desnuda, comerán sus carnes y la consumirán por el fuego" (17,16).
Esta acción contradictoria del Anticristo se debe a que Dios se sirve de él
para llevar a término su plan de salvación. Dios realiza su designio con
todos los seres. Quien se cree que guía, en realidad es guiado; quien se
cree que manda, obedece: "Porque Dios les ha inspirado la resolución de
ejecutar su propio plan, y de ponerse de acuerdo en entregar la soberanía
que tienen a la Bestia hasta que se cumplan las palabras de Dios" (17,17).
El ángel concluye repitiendo, ahora con toda claridad, que la prostituta es
la capital del mundo ateo, erigida sobre un fundamento puesto por el demonio
mismo. De ahí le viene su influjo sobre la humanidad: "Y la mujer que has
visto es la Gran Ciudad, la que tiene la soberanía sobre los reyes de la
tierra" (17,18).
LA CAÍDA DE BABILONIA
El Apocalipsis mezcla frecuentemente los tres tiempos del verbo: presente,
pasado y futuro. Los tres tiempos actúan en rotación continua dentro de una
misma narración. Por ello no le cuesta unir varias ciudades, en las que los
testigos de Dios han sido perseguidos o son perseguidos o serán un día
perseguidos. Mencionando cinco ciudades (Sodoma, Egipto, Babilonia,
Jerusalén y Roma), se habla de una sola: la gran ciudad. Narrando cinco
historias, el Apocalipsis narra la historia de siempre, que se cumple en la
Iglesia de todos los tiempos y lugares. La Roma actual de los Césares, como
la Babilonia de un tiempo, es símbolo de la continua enemistad contra el
pueblo de Dios y contra Dios mismo.
El Apocalipsis narra la historia que el pueblo de Dios ha vivido en el
pasado, lo actualiza y lo proyecta en el futuro, un futuro que cada
comunidad cristiana, con la ayuda del Espíritu Santo, está llamada a
actualizar en los acontecimientos de su historia. La gran ciudad del
Apocalipsis es cualquier ciudad del mundo, cerrada en sí misma, pagana e
idólatra de su técnica, autosuficiente, hedonista, llena de lujo y
despilfarro, "en la que es hallada la sangre de los profetas y de los santos
y de todos los degollados de la tierra" (18,24). Es "la ciudad donde fue
crucificado su Señor" (11,8), y que continúa crucificando a los testigos de
Jesús, el Cordero inmolado.
Pero la misma realidad es siempre única y nueva. La visión es nueva (18,1).
El ángel no es uno de los de las copas, sino otro ángel. Este nuevo
mensajero celeste aparece envuelto en el fulgor de la gloria de Dios, que le
ha enviado (Ez 43,2; Lc 2,9). La escena es imponente. La luz celestial, que
el ángel difunde en torno a sí, ilumina las amplias ruinas de la ciudad
caída en el polvo y las tinieblas. En sus ruinas no hay alma humana, sólo
demonios y aves nocturnas, que han hecho allí su nido, como animales
inmundos (Lv 11,13-19).
Así es como aparece ahora Babilonia, debido a sus grandes culpas (14,8;
17,2). Babilonia ha seducido a todo el mundo, induciéndolo a la apostasía, a
la frivolidad, al lujo y a la degeneración moral, provocando la ira divina
sobre sí. Ahora se desmorona la fachada externa, dejando al descubierto su
podredumbre interior: "Después vi bajar del cielo a otro ángel, que tenía
gran poder, y la tierra quedó iluminada con su resplandor. Gritó con potente
voz diciendo: ¡Cayó, cayó la Gran Babilonia! Se ha convertido en morada de
demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, en guarida de toda
clase de aves inmundas y detestables. Porque del vino de sus prostituciones
han bebido todas las naciones, y los reyes de la tierra han fornicado con
ella, y los mercaderes de la tierra se han enriquecido con su lujo
desenfrenado" (18,1-3).
Es impresionante el espectáculo. La gran prostituta, que se sentaba sobre la
bestia como reina del mundo, ahora está por tierra. En un instante se ha
derrumbado. Ante la inminente catástrofe de Babilonia, una voz del cielo
exhorta a los cristianos a abandonarla antes de que llegue esa hora (Jr
50,8; 51,6.9.45; Is 48,20; 52,11; Mt 24,15-20). La escena evoca la salida de
Lot de Sodoma, antes de que el Señor descargara el fuego sobre ella (Gn
19,12ss; Lc 17,32). Es la exhortación a no dejarse arrastrar por el espíritu
corrupto de la ciudad. San Agustín, en la Ciudad de Dios (18,18), lo
interpreta así: "Salgamos y alejémonos de la ciudad de este mundo con los
pies de la fe que actúa en la caridad y acerquémonos al Dios vivo". Es fácil
dejarse contagiar viviendo en medio de la gran ciudad idolátrica: "Luego oí
otra voz que decía desde el cielo: Salid de ella, pueblo mío, no sea que os
hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas. Porque sus pecados
se han amontonado hasta el cielo y Dios se ha acordado de sus iniquidades"
(18,4-5).
El dilema del cristiano en el mundo consiste en que está llamado a ser luz
del mundo y sal de la tierra, es decir, a estar en el mundo, pero al mismo
tiempo ha de estar siempre alerta a no ser del mundo, a no desvirtuar la
sal, contagiándose del espíritu del mundo, cancelando la diferencia entre
Dios y el mundo, entre el espíritu mundano y la voluntad de Dios, creador
del mundo (Rm 12,2). Esta situación hace que el cristiano viva siempre en
una tensión dolorosa: llamado a salvar el mundo, puede precipitar en el
abismo con el mundo.
La vida cristiana es una huida continua e imposible. Continua, porque el
cristiano ni siquiera puede detenerse a contemplar el derrumbe de Sodoma
como la mujer de Lot; imposible, porque no puede salir del mundo hasta que
el mundo lo eche fuera de sí, por el martirio, o Dios mismo lo saque de la
tierra con la muerte. Ciudadanos del cielo, estamos siempre lejos de nuestra
patria, huyendo de este mundo, sin morada fija en la tierra. Sin patria y
sin casa, siempre plantando y recogiendo la tienda. El pueblo de Dios huye
de Egipto y lleva tras de sí, a sus espaldas, el ejército del faraón, hasta
que se abre el mar para dejar pasar al pueblo y se cierra como un ataúd
sobre los egipcios. Sólo el paso del mar les libra del enemigo, y el paso
del mar no lleva a la ciudad, sino al desierto. La mujer vestida de sol no
encuentra otro refugio sino el desierto. En el mundo la Iglesia está siempre
en diáspora, en exilio, en éxodo, en pascua.
La medida de los pecados de Babilonia, residencia del Anticristo, ha
alcanzado el colmo y ya rebasa la copa. La maldad acumulada forma una
montaña que toca el cielo. La paciencia de Dios ha llegado igualmente al
colmo y ahora deja lugar al juicio. A los ejecutores del castigo (17,16s) se
les ordena que la arrasen sin remisión (Jr 16,18; 17,18; 50,15.29). En un
solo día (Is 47,8s), con su destrucción, Babilonia mostrará a todos la
impostura de sus apariencias, la falsedad de su seguridad y de su poder:
"Dadle como ella ha dado, dobladle la medida conforme a sus obras, en la
copa que ella preparó preparadle el doble. En proporción a su jactancia y a
su lujo, dadle tormentos y llantos. Pues dice en su corazón: Estoy sentada
como reina, y no soy viuda y no he de conocer el llanto... Por eso, en un
solo día llegarán sus plagas: peste, llanto y hambre, y será consumida por
el fuego. Porque poderoso es el Señor Dios que la ha condenado" (18,6-8).
Babilonia, la capital hedonista y criminal, cae en un instante, como
devorada por una llamarada de fuego, "en una sola hora" (18,10). Ella misma
procura su ruina. No es necesario ir contra ella, empujarla para que caiga.
La ciudad, que se alimenta de la sangre de los inocentes, se precipita a sí
misma en la ruina.
Su pecado capital ha sido el orgullo, que la ha llevado a desafiar a Dios.
El rey de Babilonia, en la elegía satírica que Isaías entona en su caída,
grita: "¡Subiré hasta el cielo, ensalzaré mi trono sobre las estrellas de
Dios!" (Is 14,13). Y en otro lugar Babilonia repite: "Seré por siempre la
señora eterna...¡Yo y nadie más! No seré viuda ni sabré lo que es carecer de
hijos" (Is 47,7.9). También Tiro, la capital fenicia del comercio,
declaraba: "Estoy sentado en un trono divino, en el corazón de los mares"
(Ez 28,2). La oposición a Dios, la ilusión de ser como Dios, el orgullo
supremo es el pecado original de todo hombre, que quiere ser como Dios (Gn
3,5).
Juan se burla de las pretensiones de Babilonia, repitiendo la advertencia de
Ezequiel al príncipe de Tiro: "¿Dirás aún ¡yo soy un dios! ante tus
verdugos? Tú eres un hombre, y no un dios, a merced de los que te matan" (Ez
28,9). Cuatro plagas le caen encima: muerte, aflicción, hambre y fuego. La
espera la muerte y el luto, que la hacen viuda, sin habitantes.
CANTOS DE LUTO
La enormidad de la destrucción, según un modelo del Antiguo Testamento (Ez
26,15-27,36), se describe a base de los cantos de lamentación de quienes
habían conocido Babilonia y que ahora, para no ser arrastrados por su ruina,
la contemplan desde lejos. Como en una tragedia, tres coros expresan el
propio estupor. En primer lugar gritan los reyes de la tierra, que se habían
puesto al servicio del dominador del mundo. Como han participado de su poder
y lujo (17,2: 18,3), ahora son testigos del juicio divino: "Llorarán, harán
duelo por ella los reyes de la tierra, los que con ella fornicaron y se
dieron al lujo, cuando vean la humareda de sus llamas; se quedarán a
distancia horrorizados ante su suplicio, y dirán: ¡Ay, ay, la Gran Ciudad!
¡Babilonia, ciudad poderosa, que en una hora ha llegado tu juicio!"
(18,9-10).
Ante las ruinas humeantes de Babilonia los potentes de la tierra lamentan la
fragilidad de todo éxito humano, del triunfo y de la gloria. Es algo que ya
había cantado el salmista: "Sólo un soplo es todo hombre que vive; sólo un
soplo que se agita, acumula riquezas y no sabe quien las recogerá" (Sal
39,6-7).
El segundo coro lo forman los mercaderes de la tierra, que se han
enriquecido con las riquezas de Babilonia y ahora lloran la pérdida de tan
importante mercado. Babilonia les había solicitado no sólo las cosas
necesarias para la vida cotidiana, sino también los más sofisticados
artículos de lujo, con los que satisfacía su vida frívola y viciosa: "Lloran
y se lamentan por ella los mercaderes de la tierra, porque nadie compra ya
sus cargamentos de oro y plata, piedras preciosas y perlas, lino y púrpura,
seda y escarlata, toda clase de maderas olorosas y toda clase de objetos de
marfil, de madera preciosa, de bronce, de hierro y de mármol; cinamomo,
amomo, perfumes, mirra, incienso, vino, aceite, harina, trigo, bestias de
carga, ovejas, caballos y carros; esclavos y mercancía humana. Y los frutos
en sazón que codiciaba tu alma, se han alejado de ti; y toda magnificencia y
esplendor se han terminado para ti, y nunca jamás aparecerán. Los mercaderes
de estas cosas, los que a costa de ella se habían enriquecido, se quedarán a
distancia horrorizados ante su suplicio, llorando y lamentándose: ¡Ay, ay,
la Gran Ciudad, vestida de lino, púrpura y escarlata, resplandeciente de
oro, piedras preciosas y perlas!" (18,11-16).
La gran idolatría de las riquezas, del lujo y del consumismo ciega el
corazón del hombre y, al mismo tiempo, le decepciona con su impotencia para
dar la vida y la felicidad. Cristo ya decía en el Evangelio: "No amontonéis
tesoros en la tierra donde la polilla y la herrumbre corroen y los ladrones
socavan y roban" (Mt 6,19).
El tercer grupo que llora la suerte de Babilonia lo componen la gente del
mar. La soberbia ciudad, en cuyo puerto entraban y salían tantas
embarcaciones llenas de toda clase de mercancías, ya no existe. El dolor de
los navegantes, como el de los comerciantes, no es un dolor desinteresado,
sino que unos y otros se afligen porque han perdido una fuente de ganancias:
"¡En una hora ha sido arruinada tanta riqueza! Todos los capitanes,
oficiales de barco y los marineros, y cuantos se ocupan en trabajos del mar,
se quedaron a distancia y gritaban al ver la humareda de sus llamas: ¿Quién
como la Gran Ciudad? Y echando polvo sobre sus cabezas, gritaban llorando y
lamentándose: ¡Ay, ay, la Gran Ciudad, con cuya opulencia se enriquecieron
cuantos tenían las naves en el mar; que en una hora ha sido asolada!"
(18,17-19).
A los tres grupos les impresiona la sorpresa de la caída de la gran
metrópoli cuando nadie se lo esperaba. En un momento queda reducida a polvo
y ceniza. El hombre busca asegurase la vida y prevenir todas las situaciones
de peligro. Por ello lo inesperado, que se sale de todo cálculo, le
desconcierta y le deja paralizado. La vida del hombre está en las manos de
Dios, que es creador y señor de la historia, creador de realidades nuevas y
de acontecimientos sorprendentes. Quienes no viven envueltos en los afanes
de este mundo, sino que peregrinan por la tierra como hombres celestes,
frente a los cantos de luto, pueden entonar un canto de júbilo: "Alégrate
por ella, cielo, y vosotros, los santos, los apóstoles y los profetas,
porque al condenarla a ella, Dios ha juzgado vuestra causa" (18,20).
Los santos, apóstoles y profetas, anunciadores de la salvación de Dios, se
alegran con la caída de Babilonia, al ver que Dios ha escuchado el grito de
los mártires (6,9-11) y les ha hecho justicia.
Condenando el mal Dios hace justicia al bien. El juicio de los malvados
tiene como reverso de la medalla la gloria de los justos, el triunfo de la
verdad y de la justicia. Las bienaventuranzas destinadas a los siervos de
Dios se contraponen a los ¡ay! de los que han abandonado a Yahveh, poniendo
la confianza en sus fuerzas y en sus riquezas (Is 65,13-14; Lc 6,20-26).
Con una acción simbólica, inspirada en Jeremías (Jr 51,60-64), el ángel
muestra lo que queda de Babilonia: nada. Jeremías escribe en un libro todo
lo que le ocurrirá a Babilonia. Luego manda a Serayas leerlo y, "una vez
leído, atas a él una piedra y lo arrojas al Éufrates, diciendo: Así se
hundirá Babilonia y no se recobrará del mal que yo mismo voy a traer sobre
ella" (Jr 51,59-64). El Apocalipsis, superando a Jeremías, nos dice que, en
un momento, Babilonia se hundirá en el abismo como la gran piedra de molino
que el ángel arroja en el mar. De la gran ciudad no quedará ni rastro: "Un
ángel poderoso alzó entonces una piedra, como una gran rueda de molino, y la
arrojó al mar diciendo: Así, de golpe, será arrojada Babilonia, la Gran
Ciudad, y no aparecerá ya más..." (18,21).
La imagen de la piedra de molino arrojada al mar la había usado Jesucristo
para indicar la suerte de quienes siembran escándalos (Mt 18,6). Babilonia
ha escandalizado a muchos pueblos, a los que ha corrompido con sus magias e
idolatrías. Ahora sufre la misma suerte del dragón satánico (12,9.10.13), de
las dos bestias (19,20), del diablo (20,10), de la muerte (20,15) y de todos
los que no están escritos en "el libro de la vida" (20,15). Todos son
arrojados a las profundidades de la nada, del infierno, del silencio.
Diversas imágenes describen la aniquilación de la metrópolis del Anticristo.
Desaparece toda señal de vida: no se oye ni una voz de hombre, ni un canto,
ni el son de instrumentos (Jr 7,34; 16,9; 25,10). Todo es silencio, vacío,
nada (Is 24,8; Ez 26,13; 51,60-64). Desaparecen los rumores de la vida
diaria, se apaga la ebriedad de las pasiones, e incluso la sana alegría de
vivir, el amor de la juventud, el gozo de la familia, el nacimiento de
nuevas vidas... Sobre este silencio mortal cae para siempre la noche oscura:
"Y la música de los citaristas y cantores, de los flautistas y trompetas, no
se oirá más en ti; artífice de arte alguna no se hallará más en ti; la voz
de la rueda de molino no se oirá más en ti; la luz de la lámpara no lucirá
más en ti; la voz del novio y de la novia no se oirá más en ti. Porque tus
mercaderes eran los magnates de la tierra, porque con tus hechicerías se
extraviaron todas las naciones; y en ella fue hallada la sangre de los
profetas y de los santos y de todos los degollados de la tierra" (18,22-24).
CANTOS TRIUNFALES EN EL CIELO Y EN LA TIERRA
Desde Babilonia devastada la mirada se eleva a la contemplación del cielo,
donde los espíritus bienaventurados, junto con los hombres glorificados,
celebran la destrucción de la ciudad del Anticristo. En contraste con el
lamento entonado en la tierra por reyes, comerciantes y navegantes, en el
cielo tres coros dan gracias al que se sienta en el trono, al dominador
universal, por la caída de la gran ciudad. En antítesis al silencio, caído
sobre Babilonia, ahora brota la música en una solemne liturgia. Cada coro
comienza su himno con el grito de júbilo: "¡Aleluya!". Es la exclamación,
repetida en el salterio (Sal 104,35; 106,48; 148,1...) y en el libro de
Tobías (Tb 13,18), que la primitiva comunidad de Jerusalén había tomado de
la liturgia del templo.
El coro celeste, formado por la asamblea de los ángeles y santos, precisa el
motivo de la alabanza a Dios. Él ha mostrado su justicia castigando a
Babilonia, que era la fuente de corrupción que contagiaba a todo el mundo.
De ella partía la fuerza que estimulaba la persecución del cristianismo. El
canto se repite proclamando que el juicio divino, "verdadero y justo, es
irrevocable y eterno" (14,11). La redención perfecta y definitiva aparece en
el horizonte de la historia del mundo. Los ancianos y los vivientes se unen
al júbilo de los ángeles y santos con el amén: "Después oí en el cielo como
un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: ¡Aleluya! La salvación y la
gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y
justos; porque ha juzgado a la Gran Ramera que corrompía la tierra con su
prostitución, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos. Y por segunda
vez dijeron: ¡Aleluya! La humareda de la Ramera se eleva por los siglos de
los siglos. Entonces los veinticuatro Ancianos y los cuatro Vivientes se
postraron y adoraron a Dios, que está sentado en el trono, diciendo: ¡Amén!
¡Aleluya!" (19,1-4).
Y de nuevo, con mayor fuerza, resuena el Aleluya en la voz de un solista al
que se une un coro inmenso de siervos y fieles del Señor. Es un coro potente
como la voz de la naturaleza, con el estruendo de la tempestad: "Y salió una
voz del trono, que decía: Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que
le teméis, pequeños y grandes. Y oí el ruido de una muchedumbre inmensa y
como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y
decían: ¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios
Todopoderoso" (19,5-6).
A la voz del cielo se une la voz de todos los siervos de Dios en la tierra,
la voz de la Iglesia de Dios que aún peregrina por la tierra, pero que ya
canta con los vivientes que se hallan en torno al trono del Cordero. La
Iglesia peregrina canta de júbilo y da gracias a Dios porque, al castigar a
Babilonia, ha manifestado su poder salvador. Con la destrucción de la ciudad
del Anticristo llega la hora "de las bodas del Cordero" con su esposa, la
Iglesia. Este es otro gran motivo para exultar de gozo ante el Señor, pues
las bodas del Cordero simbolizan la íntima comunión del hombre con Dios.
Estas bodas, inauguradas con la venida de Cristo y celebradas en su Pascua
redentora, llegan a su consumación en la Jerusalén celestial: "Alegrémonos y
regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y
su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino
deslumbrante de blancura el lino son las buenas acciones de los santos"
(19,7-8).
La imagen de las bodas recoge la tradición profética, que presenta la
relación de Dios y su pueblo como unión esponsal (Is 54,57; 62,4s; Ez
16,7ss; Os 2,4-25). En el Evangelio, Jesús se sirve de la imagen de las
bodas para significar el cumplimiento de la salvación (Mt 22,2-4; 25,1-13;
Lc 12,36; Jn 3,29). La unión personal, íntima e indisoluble, entre Cristo y
la comunidad, que Él se ha conquistado con su sangre, es como la unión del
esposo y la esposa (2Co 11,2; Ef 5,25-33).
Son los cristianos, peregrinos sobre la tierra, sujetos aún al dolor y a las
persecuciones, quienes anuncian el comienzo de "las bodas del Cordero". Esto
significa que, en medio de las tribulaciones, ven que ya se cumple la
promesa del Señor, que les ha asegurado su vuelta gloriosa. Él viene para
conducir a su Iglesia desde el exilio a la gloria. Cuando toda la Iglesia
sobre la tierra se encuentre unida a Cristo, el esposo celeste, la redención
alcanzará su plenitud.
La Iglesia, como esposa, vive en la ardiente espera de su Señor. Su hábito
nupcial es don de Dios, -"le ha sido dado"-. Dios mismo ha tejido el vestido
de bodas con su gracia, que suscita las buenas obras del cristiano. El color
blanco deslumbrante del lino es símbolo de la santidad y del futuro
esplendor de la gloria.
Este canto de júbilo celebra una realidad futura para los destinatarios del
Apocalipsis. Supone para ellos una esperanza por la que están dispuestos a
vivir e incluso a morir. Por ello se concluye con la proclamación de la
bienaventuranza de los invitados a las bodas del Cordero (Lc 14,15-24; Mt
22,2-14): "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (19,9a).
Tal promesa busca infundir confianza, fuerza y ánimo para aceptar la prueba
de la persecución. Por inverosímil que pueda sonar a los oídos de los
cristianos atribulados, la promesa es cierta, las palabras que Juan ha oído
son palabras de Dios: "Me dijo además: Estas son palabras verdaderas de
Dios" (19,9b).
El mismo Juan se siente confuso e impresionado ante la maravillosa visión y
se arroja a los pies del ángel para adorarlo. El ángel reacciona y le
recuerda que sólo Dios merece la adoración del hombre y del ángel (Col 2,18;
Hb 1-2). Él, lo mismo que Juan, no es más que un siervo de Dios. Ángeles y
profetas están llamados a dar testimonio continuo de Jesucristo (Jn 14,26;
15,26s; 16,13s; Rm 8,9; 2Co 3,17). Los cristianos, que dan testimonio de
Jesús, son equiparados a los ángeles: "Entonces me postré a sus pies para
adorarle, pero él me dice: No, cuidado; yo soy un siervo como tú y como tus
hermanos que mantienen el testimonio de Jesús. A Dios tienes que adorar. El
testimonio de Jesús es el espíritu de profecía" (19,10).