¡VEN, SEÑOR JESÚS!: 22,6-21 en 'EL APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'
de Emiliano Jiménez Hernández
El apocalipsis se concluye con las palabras que ratifican la autenticidad de
la revelación contenida en todo el libro. La primera ratificación se debe al
ángel que ha mostrado a Juan la última visión. Demuestra la veracidad de la
revelación recordando que procede de Dios mismo, como había afirmado al
comienzo (1,1). Dios, "señor del espíritu de los profetas" (1Co 14,32)
comunica lo que deben anunciar a quienes llama a una misión profética:
"Luego me dijo: Estas palabras son ciertas y verdaderas; el Señor Dios, que
inspira a los profetas, ha enviado a su ángel para manifestar a sus siervos
lo que ha de suceder pronto" (22,6).
La segunda ratificación la hace el mismo Jesucristo. Repite la afirmación
del versículo precedente y la confirma, asegurando que Él, como ha prometido
(2,16; 3,11), vendrá pronto. Este anuncio se repite aún otras dos veces
(22,12.20). La preocupación del Apocalipsis de dar ánimo y de impulsar a los
cristianos a la fidelidad, aparece con mayor fuerza aquí, al final del
libro: "Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de
este libro" (22,7).
Es la sexta bienaventuranza del Apocalipsis, destinada a quien mantenga
vivas sus palabras de esperanza, pues las palabras de esta revelación son
"como lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se
levante en vuestros corazones el lucero de la mañana" (2P 1,19).
Y, en tercer lugar, el mismo Juan confirma la autenticidad de la revelación
expuesta en su escrito. Él es testigo ocular y auricular de todo lo narrado
por encargo de Cristo (1,11). Se presenta con su nombre sin más, pues es
bien conocido de sus lectores y oyentes. Ellos saben que pueden fiarse de
él: "Yo, Juan, fui el que vi y oí esto. Y cuando lo oí y vi, caí a los pies
del ángel que me había mostrado todo esto para adorarle" (22,8).
Sin embargo Juan añade una anotación sobre su persona. Se la sugiere e
impone el ángel. Como en el pasado (19,10), impresionado por la solemnidad
de su vocación profética y de la importancia para la Iglesia perseguida de
la revelación que se le comunica, Juan quiere adorar al ángel. Sus ojos
están deslumbrados de estupor, de belleza y de luz hasta el punto de que sus
rodillas casi se doblan en adoración del ángel que le ha desvelado el
misterio profundo de la historia. El ángel, al impedírselo, testimonia
expresamente la vocación profética de Juan: "Pero él me dijo: No, cuidado;
yo soy un siervo como tú y tus hermanos los profetas y los que guardan las
palabras de este libro. A Dios tienes que adorar" (22,9).
La revelación es don de Dios. Sólo Dios y su Cristo merece adoración. No se
puede confundir a los mensajeros con el Señor que les envía. Ángeles y
profetas, desempeñando con fidelidad su misión, dan gloria a Dios. Y también
da gloria a Dios quien orienta su vida según el anuncio profético de este
libro. Quien escucha la palabra y la cumple es siervo de Dios, igual que los
ángeles y los profetas.
En contraste con el profeta Daniel, a quien se le prohíbe hacer públicas sus
visiones (Dn 8,27; 12,49), a Juan se le manda que las dé a conocer
inmediatamente. La diferencia se funda en que las profecías de Daniel se
referían a un futuro lejano (Dn 8,26), es decir, al "tiempo final"
(12,4.9-13). Las visiones de Juan, en cambio, interesan a la Iglesia ya en
el presente, porque la revelación abre los ojos sobre el kairós del tiempo
de Dios: "Y me dijo: No selles las palabras proféticas de este libro, porque
el Tiempo está cerca" (22,10).
El tiempo final ha comenzado con Cristo. Por ello, ante Cristo, se muestran
las dos clases de personas: los que están con Él y los que están contra Él.
Juan lo expone en forma de exhortación: "Que el injusto siga cometiendo
injusticias y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la
justicia y el santo siga santificándose" (22,11). En este contexto Cristo
repite el anuncio de su inmediato retorno. Aquí este anuncio toma el
significado de una llamada al juicio. La persona que se presenta al juicio
será la persona que ella misma se ha formado durante la vida. El hombre será
eternamente aquella persona que él mismo ha elegido ser. Los malvados no
entrarán en la gloria eterna del reino de Dios, porque quienes no quieren
entrar no pueden entrar: "Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo
para pagar a cada uno según su trabajo" (22,12).
El juicio de Dios (20,11) es atribuido también a Cristo (Jn 5,19-23; 10,30).
Por ello aquí se le anuncia como juez, que viene revestido de gloria con
todos los títulos que justifican esta función: "Yo soy el Alfa y la Omega,
el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin" (22,13).
La séptima y última bienaventuranza del Apocalipsis cambia la amenaza del
juicio en exhortación positiva a esperar vigilantes y deseosos su llegada.
Está en juego la bienaventuranza eterna, descrita en la doble imagen de la
nueva Jerusalén (21,9-27) y del nuevo paraíso terrenal (22,1-5). Gozarán de
esta bienaventuranza quienes con fe viva, que se muestra en la caridad,
acogen la redención de Cristo: "Dichosos los que laven sus vestiduras, así
podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas en la
Ciudad" (22,14).
Quedan excluidos de la bienaventuranza quienes, por propia iniciativa, han
abandonado la vía que lleva a la santa ciudad de Jerusalén y al paraíso. El
elenco de culpas que excluyen del reino es el ya dado antes (21,8), aunque
cambia algún nombre, como abominables por perros. Perro es símbolo de
obscenidad (Mt 7,6; 2P 2,22): "¡Fuera los perros, los hechiceros, los
impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la
mentira!" (22,15).
Jesús concluye su hablar con dos breves frases que unen el final del libro
con su comienzo. Jesús se declara autor de la revelación contenida en el
libro (1,1) y destinada a las Iglesias (1,11). El ángel había declarado que
le había mandado Dios (22,6); ahora Cristo declara que ha sido Él quien le
ha mandado. El Padre y el Hijo, junto con el Espíritu Santo, actúan unidos
como un único Dios: "Yo, Jesús, he enviado a mi ángel para daros testimonio
de lo referente a las Iglesias. Yo soy el Retoño y el descendiente de David,
el Lucero radiante del alba" (22,16).
Cristo se presenta como "la raíz de David", recogiendo la profecía de Isaías
(Is 11,1; Za 3,8; 6,12) y como "la estrella de la mañana", que alude a la
profecía de Balaán, quien bajo el influjo del Espíritu de Dios había
declarado: "Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca, una
estrella surge de Jacob y un cetro brota de Israel" (Nm 24,17). La estrella
radiante de la mañana simboliza el alba del nuevo día de Pascua.
En la conclusión hemos escuchado las palabras de Cristo, del ángel y del
Vidente. Ahora escuchamos otras dos voces: la del Espíritu y la de la
Esposa. La Iglesia, que ha logrado su meta y está ante el trono de Dios, y
la Iglesia que, peregrina sobre esta tierra, desea anhelante llegar a la
meta, se unen en un mismo grito, implorando que venga el reino de Dios.
También el Espíritu, que ha hablado a las Iglesias (2,7.11...), hace suya la
plegaria de la Iglesia: "El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven! Y el que oiga,
diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba
gratis agua de vida" (22,17).
Según la promesa de Cristo, el Espíritu Santo ha sido asignado a la Iglesia
como su abogado (Jn 14,16). Y, según las palabras de San Pablo, el Espíritu
viene en ayuda de la debilidad humana y presenta a Dios las verdaderas
necesidades de los fieles (Rm 8,26s). Con la Iglesia, Esposa de Cristo, el
Espíritu grita al Esposo: ¡Ven! Cuantos escuchan este grito en la
proclamación litúrgica de este texto lo hacen suyo y lo repiten. Y a todos
los que anhelan la vuelta de su Señor se les anuncia la consoladora certeza
de que ya desde ahora el Esposo les dará de beber gratuitamente el agua del
manantial de la vida eterna (Is 53,1; Jn 7,37-39).
Ya en el Antiguo Testamento tenemos la prohibición de añadir o quitar nada
al texto (Dt 4,2; 13,1). También Juan, al concluir la revelación, se asegura
contra toda falsificación de los copistas con la misma prohibición: "Yo
advierto a todo el que escuche las palabras proféticas de este libro: Si
alguno añade algo sobre esto, Dios echará sobre él las plagas que se
describen en este libro. Y si alguno quita algo a las palabras de este libro
profético, Dios le quitará su parte en el árbol de la Vida y en la Ciudad
Santa, que se describen en este libro" (22,18-19).
El final del Apocalipsis recoge la expresión de una comunidad que proclama y
escucha la Palabra de Dios en una liturgia donde dialogan Cristo, el ángel y
la asamblea. Cada vez que la comunidad cristiana participa en los misterios
de la fe, reaviva la fe en la próxima venida del Señor. De este modo la
Iglesia alimenta su esperanza, al mismo tiempo que experimenta que el Señor
viene en la celebración de los sacramentos. Las últimas palabras son del
mismo Jesús, presente y que anuncia que volverá (22,20). Son la respuesta a
la plegaria que le ha dirigido la Esposa en el Espíritu Santo:
-¡Sí, vengo presto!
Y la esposa, que lo espera anhelante, le responde con el amen y una
invocación de la liturgia eclesial:
-¡Amén! ¡Maranathá! ¡Ven, Señor Jesús! (1Co 16,22; Didaché 10,6).
Quien espera con la certeza de la fe al Señor, que viene, quien se alegra en
lo íntimo de su ser con esta esperanza, quien desea e implora ardientemente
que "venga el reino de Dios", repite sin cesar el ¡Maranathá! Lo repite en
la liturgia y en la vida. A estos, que desean que venga el Señor para unirse
a Él para siempre, Juan les saluda deseándoles "que la gracia del Señor
Jesús sea con todos los santos. ¡Amén!" (22,21).