LINEAS TEOLÓGICAS FUNDAMENTALES DEL CAMINO NEOCATECUMENAL: 4. IGLESIA Y SACRAMENTOS
Emiliano Jiménez
Hernández
Páginas relacionadas
a) Los sacramentos hacen
la Iglesia
b) Los sacramentos
de la iniciación cristiana
1. Bautismo
2. Confirmación
3. Eucaristía
c) El sacramento de la Penitencia
a) LOS SACRAMENTOS HACEN LA IGLESIA
La Iglesia, sacramento de salvación,[1]
se edifica y se nutre con los sacramentos. Decir que la Iglesia es
sacramento es afirmar que en ella se realiza la salvación en forma
visible y eficaz, comunitaria e histórica. La acción salvífica de
Cristo, mediante el Espíritu Santo, está presente en la Iglesia, de un
modo particular en sus
sacramentos. La Iglesia, con sus siete sacramentos, es el signo visible
y eficaz, escogido por Dios, para realizar en la historia su voluntad
eterna de salvar a toda la humanidad. El Espíritu Santo y la Iglesia
hacen presente en el mundo la voluntad salvífica de Dios.
Con la efusión del Espíritu Santo, en Pentecostés, se inaugura el tiempo
de la Iglesia, en el que Cristo manifiesta, hace presente y comunica su
obra de salvación por medio de los sacramentos. Cristo vive y actúa en
la Iglesia, comunicando a los creyentes los frutos de su misterio
pascual: "Sentado a la derecha del Padre y derramando el Espíritu Santo
sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los
sacramentos, instituidos por El para comunicar su gracia. Los
sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a
nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan
en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo" (CEC
1084).
"El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se
manifiesta al mundo (Cf LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo
nuevo en la "dispensación del Misterio": el tiempo de la Iglesia,
durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica la obra de
su salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, "hasta que él venga"
(1Cor 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa...
por los sacramentos" (CEC 1076).
El Camino neocatecumenal, como iniciación cristiana, es una iniciación a
la riqueza sacramental de la Iglesia. La palabra predicada lleva a los
sacramentos, donde la palabra es sellada y cumplida. "Lo que confiesa la
fe, los sacramentos lo comunican: 'por los sacramentos que les han hecho
renacer', los cristianos han llegado a ser 'hijos de Dios' (Jn 1,12; 1Jn
3,1), 'partícipes de la naturaleza divina' (2P 1,4)... Por los
sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su
Espíritu que les capacitan para llevar en adelante esta vida nueva" (CEC
1692).
El Espíritu de Dios une la Palabra y los Sacramentos. El Espíritu da
testimonio de Cristo junto con los apóstoles y actualiza para nosotros
la palabra anunciada, interiorizándola en los corazones de quienes la
escuchan y la acogen con fe. Así el anuncio de Cristo, muerto y
resucitado, se hace presente, se realiza para nosotros en los
sacramentos. Sin los sacramentos, Cristo se reduciría a un modelo
externo a nosotros, que tendríamos que reproducir en la vida con nuestro
esfuerzo.[4]
También vale lo contrario: los sacramentos sin evangelización previa se
convierten en puro ritualismo vacío, que no agrada a Dios ni da vida a
los hombres. El comienzo de la vida filial se da en el bautismo, pero,
como dice Orígenes: "Cuanto más entendamos la Palabra de Dios más
seremos hijos suyos, siempre y cuando esas palabras caigan en alguien
que ha recibido el Espíritu de adopción".[5]
El Espíritu Santo hace eficaces las acciones sacramentales de la
Iglesia, actualizando e interiorizando la salvación de Cristo en los
creyentes.[6]
En los sacramentos se da un movimiento de Dios hacia nosotros y de
nosotros hacia Dios; este movimiento parte del Padre por el Hijo en el
Espíritu Santo y asciende desde el Espíritu por el Hijo hasta
introducirnos en la gloria del Padre. La salvación, como vida del Padre
en Cristo, nos se nos da en el Espíritu Santo. Y el Espíritu santo nos
lleva siempre a Cristo, que nos presenta como hermanos suyos al Padre,
que nos acoge como hijos.[7]
El Espíritu Santo es el don pascual de Cristo a la Iglesia. Por
ello, es la Iglesia, animada por el Espíritu Santo, la que realiza la
salvación. "Como Cristo fue enviado por el Padre así El a su vez envió a
los apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que predicando el
Evangelio a toda criatura anunciasen que el Hijo de Dios, con su muerte
y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos
condujo al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación
que proclamaban mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los
cuales gira toda la vida litúrgica" (SC 6).
"Para llevar a cabo una obra tan grande, Cristo está siempre presente en
su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el
sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, 'ofreciéndose
ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció
en la cruz', sino también, sobre todo bajo las especies eucarísticas.
Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando uno
bautiza, es Cristo quien bautiza" (SC 7).[8]
"El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial" (LG 10), que
está al servicio del sacerdocio bautismal, garantiza que, en los
sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la
Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo
encarnado es confiada a los apóstoles y por ellos a sus sucesores, que
reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre
y en su persona
(Cf Jn 20,21-23; Lc 24,47; Mt 28,18-20).[9]
En efecto, "Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los apóstoles,
les confía su poder de santificación; se convierten en signos
sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían
este poder a sus sucesores. Esta sucesión apostólica estructura toda la
vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por
el sacramento del Orden" (CEC 1087).[10]
Los sacramentos son realizaciones concretas de la sacramentalidad de la
Iglesia. Cada sacramento es un acto visible y eficaz realizado por la
Iglesia como comunidad de salvación. O, dicho de otro modo, un
sacramento es un acto personal de Cristo, que nos abraza en el plano de
la visibilidad terrestre de la Iglesia. Los sacramentos son, por tanto,
expresión de la voluntad salvífica de Cristo ofrecida a todo hombre bajo
una forma eclesial visible. Son el don eficaz de la gracia de Cristo en
el seno de la Iglesia.
"Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que
significan.[11]
Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; El es quien
bautiza, El quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la
gracia que el sacramento significa. El Padre escucha siempre la oración
de la Iglesia de su Hijo que, en la epíclesis de cada sacramento,
expresa su fe en el poder del Espíritu. Como el fuego transforma en sí
todo lo que toca, así el Espíritu Santo transforma en vida divina lo que
se somete a su poder" (CEC 1127).
Así puede desarrollarse entre los cristianos un verdadero
espíritu
filial con respecto a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la
gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo
miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos
concede la misericordia de Dios que va más allá del simple perdón de
nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la
Reconciliación. Como madre previsora, nos prodiga también en su
liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del
Señor (2040).[13]
Los sacramentos, como ha enseñado siempre la Iglesia, obran
ex opere
operato, es decir, independientemente de la santidad personal del
ministro. Sin embargo, hay que afirmar que
"los frutos de los sacramentos dependen de las disposiciones del
que los recibe" (CEC 1128)[14].
La catequesis del Camino se orienta a crear estas disposiciones para que
los cristianos reciban toda la inmensa riqueza de gracia de los
sacramentos. Volviendo a proponer, por etapas, el bautismo recibido de
pequeños, se pretende llevar al neocatecúmeno a acoger y hacer
fructificar la gracia recibida. Y con la renovación del bautismo se
descubren también los otros sacramentos. La iniciación a la fe cristiana
adulta en un régimen de pequeñas comunidades lleva a descubrir que los
sacramentos "no sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la
robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto se
llaman sacramentos de la fe" (SC 59).
Por esto, los sacramentos celebrados en las Comunidades van precedidos y
acompañados por catequesis mistagógicas. Así, mediante los sacramentos,
los cristianos, renacidos como hijos de Dios en el bautismo, se
encuentran con el amor de Dios, que perdona y reconcilia, que dona su
Espíritu, que invita al banquete eucarístico, renovación del sacrificio
de Cristo en la cruz, que purifica, eleva y consagra el amor humano del
hombre y la mujer, haciendo de él un signo del amor de Cristo a la
Iglesia, su esposa, y que, finalmente, santifica y alivia el dolor
humano asociándolo al sacrificio de Cristo, restituyendo al enfermo la
salud inmediata o escatológicamente, asociándolo a su victoria en la
resurrección.
El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la
iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los
discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de
evangelizar el mundo (CEC 1533). Mediante los sacramentos del Bautismo y
la Confirmación todos los fieles son consagrados con el
sacerdocio común (Cf CEC 1535).
Dentro de este sacerdocio, común a todos los bautizados, participación
del único sacerdocio de Cristo, los presbíteros ejercen su ministerio
jerárquico como representantes de Cristo Cabeza y Pastor. En virtud del
Sacramento del Orden presiden la Comunidad en la Celebración de la
Palabra y de la Eucaristía. Los presbíteros, hermanos en la fe de los
demás miembros de la Comunidad, ejercen para los demás el ministerio del
perdón de los pecados en el Sacramento de la Reconciliación (Cf PO 2).
Es lo que ha afirmado el Vaticano II, señalando la diferencia, no sólo
gradual, sino esencial entre "sacerdocio común" y "sacerdocio
ministerial o jerárquico", añadiendo que "se ordenan el uno al otro,
aunque cada cual participa de forma peculiar del único sacerdocio de
Cristo" (LG 10).[15]
b) SACRAMENTOS DE LA INICIACION CRISTIANA
El redescubrimiento del Bautismo, puerta de la Iglesia, introduce al
cristiano en toda la riqueza sacramental de la comunidad cristiana. La
gracia del Bautismo es "confirmada" y robustecida en el sacramento de la
Confirmación, que nos introduce más profundamente en la filiación
divina, nos une
más
firmemente a Cristo, aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo y
hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia, haciendo de nosotros
verdaderos testigos de Cristo, para confesar el nombre de Cristo sin
sentir jamás vergüenza de su cruz.[16]
Y esta iniciación cristiana se completa en el sacramento de la
Eucaristía, culmen y fuente de la vida cristiana: "La sagrada Eucaristía
culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad
del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más profundamente con
Cristo por la Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con
toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor" (CEC 1322).
Fin del Camino es llevar el Concilio a las parroquias, traducir la
teología conciliar en vida renovada de los bautizados. "Tales
Comunidades -dice el Papa en la carta a Mons Cordes ya citada- hacen
visible en las parroquias el signo de la Iglesia misionera y 'se
esfuerzan por abrir el camino a la evangelización de aquellos que casi
han abandonado la vida cristiana, ofreciéndoles un itinerario de tipo
catecumenal, que recorre todas aquellas fases que en la Iglesia
primitiva recorrían los catecúmenos antes de recibir el sacramento del
Bautismo; les acerca de nuevo a la Iglesia y a Cristo'.[17]
Y la Carta sigue afirmando que es el anuncio del Evangelio, el
testimonio en pequeñas comunidades y la celebración eucarística en
grupos lo que permite a sus miembros ponerse al servicio de la
renovación de la Iglesia". Esta renovación el CEC la explicita así:
"Desde los tiempos apostólicos, para llegar a ser cristiano se sigue un
camino y una iniciación que costa de varias etapas. Este camino puede
ser recorrido rápida o lentamente. Y comprende siempre algunos elementos
esenciales: el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva
a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del
Espíritu Santo, el acceso a la comunión eucarística" (CEC 1229). "Esta
iniciación ha variado mucho a lo largo de los siglos. En los primeros
siglos de la Iglesia, la iniciación cristiana conoció un gran
desarrollo, con un período de catecumenado, y una serie de ritos
preparatorios que jalonaban litúrgicamente el camino de la preparación
catecumenal y que desembocaban en la celebración de los sacramentos de
la iniciación cristiana" (1230).
"En los orígenes de la Iglesia, cuando el anuncio del Evangelio está aún
en sus primeros tiempos, el Bautismo de adultos es la práctica más
común. El catecumenado (preparación para el Bautismo) ocupa entonces un
lugar importante. Iniciación a la fe y a la vida cristiana, el
catecumenado debe disponer a recibir el don de Dios en el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía" (1247). "El catecumenado, o formación de
los catecúmenos, tiene por finalidad permitir a estos últimos, en
respuesta a la iniciativa divina y en unión con una comunidad eclesial,
llevar a madurez su conversión y su fe. Se trata de una 'formación y
noviciado debidamente prolongado de la vida cristiana, en que los
discípulos se unen con Cristo, su Maestro. Por lo tanto, hay que iniciar
adecuadamente a los catecúmenos en el misterio de la salvación, en la
práctica de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que deben
celebrarse en los tiempos sucesivos, e introducirlos en la vida de fe,
la liturgia y la caridad del pueblo de Dios' (AG 14; OICA 19 y 98)"
(1248).
El
Bautismo es realmente el centro de toda la vida de las
Comunidades. La teología bautismal de las Comunidades, -inspirada en los
descubrimientos arqueológicos de los baptisterios de las iglesias
primitivas de Nazaret y de otros lugares-, se presenta en el Camino por
un descendimiento del catecúmeno de siete peldaños hasta quedar
sumergido en la piscina bautismal.[18]
En el Bautismo el cadáver del hombre viejo queda sepultado dentro del
agua, que significa la muerte. De la misma forma que Jesús ha entrado en
la muerte y ha sido sacado de ella por Dios como hombre nuevo
resucitado, así el hombre, entrando y saliendo del agua muere y
resucita, realizándose en él la muerte y resurrección de Jesucristo. El
que sale del agua es un hombre nuevo, "nacido del agua y del Espíritu"
(Jn 3,5; Cf Rm 6,1ss). Ya Santo Tomás afirmaba: "Se debe afirmar que el
bautismo por inmersión es... más recomendable, porque de ese modo se
expresa mejor el significado de la sepultura de Cristo".[19]
El catecumenado es ese descendimiento hasta las aguas del Bautismo, es
decir, es el camino de conversión, de desnudamiento del hombre viejo,
hombre de pecado, para dejarle sepultado en las aguas y renacer de nuevo
con Cristo.
"La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo
(es 'mistagogia'), procediendo de lo visible a lo invisible, del signo
a lo significado, de los 'sacramentos' a los 'misterios'"
(CEC 1075). "El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la
inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro
muriendo al pecado con Cristo para una vida nueva: 'Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que
Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva' (Rm 6,4)" (CEC 628).
"Este sacramento recibe el nombre de Bautismo en razón del
carácter del rito central mediante el que se celebra: bautizar (baptizein
en griego) significa 'sumergir', introducir dentro del agua; la
'inmersión' en el agua simboliza el acto de sepultar al catecúmeno en la
muerte de Cristo de donde sale por la resurrección con El como nueva
criatura" (CEC 1214).
Los Padres de la Iglesia han relacionado la fuente bautismal, de la que
salen los regenerados por el agua y el Espíritu Santo, con el seno
virginal de María, fecundada por el Espíritu Santo. María Virgen está
junto a toda fuente bautismal. Así dice san León Magno: "Para todo
hombre que renace, el agua bautismal es una imagen del seno virginal, en
la cual fecunda a la fuente del bautismo el mismo Espíritu Santo que
fecundó también a la Virgen".[20]
"Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que
anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este
misterio de rebajamiento humilde y descender al agua con Jesús, para
subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el
Hijo, en hijo amado del Padre y 'vivir una vida nueva' (Rm 6,4)" (CEC
537). "El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace
también del neófito 'una nueva creación' (2Cor 5,17), un hijo adoptivo
de Dios, que ha sido hecho 'partícipe de la naturaleza divina' (2P 1,4),
coheredero con El (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo" (CEC 1265).
La iniciación cristiana comienza en el agua sobre la que, como al
comienzo del mundo (Gn 1,2), el Espíritu aletea como si la incubara, en
expresión de los Padres. Por la invocación del Espíritu Santo, el agua
del bautismo adquiere la fuerza de santificar. El Espíritu mismo es
simbolizado por el agua: El es el agua viva que brota hasta la vida
eterna. Y dado que la liturgia traduce en ritos, acompañados por la
palabra, lo que Dios obra, la Iglesia consagra el agua bautismal
invocando el Espíritu en una solemne epíclesis. En la bendición del agua
se evoca el lazo que, a lo largo de la historia de salvación, une al
Espíritu y al agua:
Oh Dios, cuyo Espíritu, en los orígenes del mundo, se cernía sobre las
aguas, para que ya desde entonces concibieran el poder de santificar.
Mira ahora a tu Iglesia en oración y abre para ella la fuente del
bautismo. Que esta agua reciba, por el Espíritu Santo, la gracia de tu
Unigénito, para que el hombre, creado a tu imagen y limpio en el
bautismo, muera al hombre viejo y renazca, como niño, a nueva vida por
el agua y el Espíritu.
Te pedimos, Señor, que el poder del Espíritu Santo, por tu Hijo,
descienda sobre el agua de esta fuente, para que los sepultados con
Cristo en su muerte, por el bautismo, resuciten con El a la vida
inmortal.[21]
Incorporado a Cristo por el
Bautismo, el bautizado es configurado con Cristo. El Bautismo imprime en
el cristiano un sello espiritual indeleble (carácter) de su
pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque
el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación. Dado una vez por
todas, el Bautismo no puede ser reiterado (CEC 1272).
Esto es el Bautismo. Así lo celebra la Iglesia y lo da a quien, niño o
adulto, lo recibe. El Camino neocatecumenal es una "praxis" que ofrece
las riquezas de esta teología bautismal a quienes, habiendo recibido ya
el Bautismo, les ha faltado aquella iniciación necesaria para que lo
signos visibles conduzcan al misterio invisible contenido en el
sacramento.[22]
Es inmenso el trabajo que el Camino ha desarrollado para restaurar en la
Iglesia el Bautismo por inmersión, praxis que de hecho había
desaparecido en la Iglesia latina y que varios documentos
postconciliares vuelven a proponer como la forma "que expresa más
claramente la participación en la muerte y resurrección de Cristo".[23]
En la Vigilia pascual, el bautismo por inmersión de los niños -y de los
adultos en los países paganos- ofrece a la noche de Pascua un nuevo
signo sacramental del paso de la muerte a la vida. De este sacramento,
celebrado de Pascua en Pascua, brota todo el proceso catecumenal. En él
se inspiran todos los pasos del Camino, en los que se reviven las
diversas etapas del Bautismo. Por ello la Vigilia pascual, celebrada con
la plenitud de los signos propuestos por la renovación conciliar, es tan
vital para el Camino neocatecumenal.
En las Comunidades neocatecumenales no se repite, ciertamente, el
Bautismo, sino que se intenta hacer gradualmente realidad en la vida del
cristiano lo que la liturgia bautismal y pascual celebra, reproduciendo
en nosotros la muerte de Cristo, para que también se manifiesta en
nosotros su resurrección (Cf 2Co 4,10). Es lo que ya el Papa Pablo VI
dijo a las Comunidades neocatecumenales: "Vivir y promover este
despertar es considerado por vosotros como una forma de catecumenado
postbautismal, que podrá renovar en las comunidades cristianas de hoy
aquellos efectos de madurez y de profundización que en la Iglesia
primitiva eran realizados en el período de preparación para el bautismo.
Vosotros lo hacéis después: yo diría que el antes o después es
secundario. El hecho es que vosotros miráis a la autenticidad, a la
plenitud, a la coherencia, a la sinceridad de la vida cristiana. Y esto
tiene un mérito grandísimo, repito, que nos consuela enormemente".[24]
El bautismo y el "sello del Espíritu" o "unción con el crisma" son dos
momentos de un mismo proceso sacramental. En la Iglesia antigua, los
dos sacramentos se realizaban en una sola celebración. Hoy, en cambio,
en la Iglesia latina, están separados.[25]
Pero tanto en la invitación a la oración, como en la oración que
acompaña la imposición de manos en el sacramento de la confirmación
aparece la unión entre los dos sacramentos:
Oremos, hermanos, a Dios Padre todopoderoso y pidámosle que derrame el
Espíritu Santo sobre estos hijos de adopción, que renacieron ya a la
vida eterna en el Bautismo, para que los fortalezca con la abundancia de
sus dones, los consagre con su unción espiritual y haga de ellos imagen
perfecta de Jesucristo.
Y, a continuación, el Obispo, imponiendo las manos sobre los
confirmandos, ora:
Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que regeneraste,
por el agua y el Espíritu Santo, a estos siervos tuyos y los libraste
del pecado: escucha nuestra oración y envía sobre ellos el Espíritu
Santo Paráclito; llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de
espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad;
y cólmalos del espíritu de tu santo temor.[26]
Y, luego, mientras reciben la unción del crisma, que se hace con la
imposición de las manos, dice a cada uno: "Recibe el sello del don del
Espíritu Santo".[27]
El bautismo cristiano es bautismo en el Espíritu Santo; confiere la
regeneración, introduce en la vida de Cristo, en su cuerpo eclesial.[28]
¿Qué añade la confirmación? La confirmación sella el bautismo con el
don del Espíritu Santo. Con el bautismo y la Eucaristía, el sacramento
de la Confirmación constituye el conjunto de los "sacramentos de la
iniciación cristiana", cuya unidad debe ser salvaguardada:
En efecto, a los bautizados "el sacramento de la confirmación los une
más íntimamente a la Iglesia y los enriquecen con una fortaleza
especial del Espíritu Santo...para difundir y defender la fe con sus
palabras y su vida" (LG 11), como verdaderos testigos de Cristo (Cf CEC
1285).
La Confirmación, como el Bautismo del que es la plenitud, sólo se da una vez. La Confirmación, en efecto, imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el "carácter", que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea su testigo (CEC 1304).
Esta unidad de la iniciación cristiana se subraya en las Comunidades con
la renovación del sacramento de la Confirmación inmediatamente después
de la renovación de la última etapa del Bautismo, es decir, la
renovación de las promesas bautismales.[29]
A partir de este momento, además de las catequesis mistagógicas, los
hermanos de las Comunidades comienzan a celebrar los diversos temas
sobre el Espíritu Santo: unción, sello, crisma, imposición de manos,
dones, frutos...[30]
El sacramento de la Confirmación es visto en el Camino como la plena
efusión del Espíritu Santo. Esta efusión del Espíritu Santo confiere
crecimiento y profundidad a la gracia bautismal, como es descrito en el
CEC:
-nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace
decir "Abba, Padre" (Rm 8,15);
-nos une más firmemente a Cristo;
-aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo;
-hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia (Cf LG 11);
-nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y
defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos
de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no
sentir jamás vergüenza de la cruz.[31]
Recuerda, pues, que has recibido el signo espiritual, el Espíritu de Sabiduría e inteligencia, el Espíritu de consejo y de fortaleza, el Espíritu de conocimiento y de piedad, el Espíritu de temor santo, y guarda lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu.[32]
En las catequesis mistagógicas y en las celebraciones los hermanos de
las Comunidades descubren y son ayudados a vivir las riquezas del
sacramento de la Confirmación. Pentecostés es la culminación de la
pascua, su consumación. El bautismo nos asemeja a la muerte y
resurrección de Jesús (Rm 6,3-11). La confirmación da plenitud a esa
nueva vida con el don del Espíritu del Señor, fruto maduro de su
pascua. En Cristo se dio un primer envío del Espíritu Santo, que hizo
que existiera en el seno de María, y después recibió la unción del mismo
Espíritu en el bautismo para su misión de Mesías. La venida del Espíritu
sobre María hace que nazca en nuestra carne el Hijo de Dios; al salir
del agua en el Jordán desciende de nuevo el Espíritu y permanece en El,
consagrándolo para su Misión de revelador del Padre, como Siervo suyo.
Así el bautismo hace que seamos concebidos en el seno de la Iglesia y
nazcamos como hijos de Dios. Y la confirmación nos consagra para la
misión como testigos de Cristo y su Evangelio. Es lo que desde el
principio hizo Dios: primero crea un cuerpo y luego le dio el soplo, el
espíritu (Gn 2,7; Ez 37).[33]
Cristo significa ungido. Los padres y la liturgia nos dicen que
no podemos ser plenamente cristianos sin que se exprese
sacramentalmente la unción del Espíritu.[34]
En el sacramento de la confirmación, con el sello del don del Espíritu,
el bautizado queda plenamente acogido en la Iglesia. Por ello la
confirmación está reservada al Obispo: se trata de la inserción plena en
la comunidad apostólica de la Iglesia. El Obispo, representante de la
apostolicidad de la Iglesia, marca al bautizado con el sello del
Espíritu. Es lo que ya hicieron Pedro y Juan con los samaritanos;
evangelizados y bautizados por Felipe, los apóstoles les imponen las
manos (He 8,14-17). Lo mismo Pablo, en Efeso, hace bautizar en el nombre
del Señor a los discípulos de Juan y él les impone las manos (He
19,1-6). La iniciación cristiana es eclesial y la realiza el didáskalo o
maestro, pero la sella el Obispo, que preside la Iglesia como portador
de la apostolicidad de la Iglesia y representante de su unidad y
catolicidad.[35]
La comunidad eclesial, en la que cada uno ha sido inserido por la fe y
el bautismo, se edifica con la Eucaristía. El Bautismo es la
incorporación a un cuerpo edificado y vivificado por el Señor Resucitado
mediante la Eucaristía, de tal modo que este cuerpo puede ser llamado
realmente Cuerpo de Cristo. La Eucaristía es, por tanto, fuente y fuerza
creadora de comunión, porque crea la comunión de cada uno de los
participantes con Cristo y entre ellos: "Porque hay un solo pan,
nosotros, aún siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos
participamos de un solo pan" (1Cor 10,17). Como dice san León Magno:
"Nuestra participación en el cuerpo y sangre de Cristo no tiende a otra
cosa sino a transformarnos en aquello que recibimos".[37]
La Eucaristía aparece como fuente y culmen de toda la predicación
evangélica, como quiera que los catecúmenos son poco a poco introducidos
a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el
sagrado bautismo y la confirmación, se insertan por la recepción de la
Eucaristía plenamente en el cuerpo de Cristo (PO 5; Cf
AG 9; PO 5; CD 30).
La Eucaristía tiene sus raíces en la Pascua judía, memorial de la
liberación de Egipto (Ex 12,1-14), de la alianza del Sinaí y de la
entrada en la Tierra Prometida. El Dios de Israel ha visto la miseria de
su pueblo, ha oído su grito y ha descendido para liberarlo, para ponerlo
en camino hacia la libertad (Cf Ex 3,7-8): la aparición de Dios, su
intervención como podemos ver en la historia de la salvación, abre un
camino, pone en tensión la historia, convoca un pueblo que celebra en la
exultación, en la "berakkah", en la "eucaristía, las grandes
hazañas de Dios.
La Eucaristía, que Jesucristo instituye en la última cena, no es una
cena de despedida, sino su Pascua, memorial, no ya de la liberación de
la esclavitud de Egipto, sino de la liberación de la muerte, de la que
era figura la esclavitud de Egipto: "Antes de la fiesta de la Pascua,
sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el extremo" (Jn 13,1). Jesucristo dice: "Ha llegado mi hora", la hora de
pasar de este mundo al Padre; "he deseado ardientemente come esta Pascua
con vosotros" (Lc 22,15). Para esto he venido. Jesucristo ha venido para
realizar este paso de la muerte a la vida. Por tanto ha llegado su hora.
El Concilio de Trento afirma que al celebrar la antigua Pascua, que toda
la comunidad de Israel celebraba en memoria de su salida de Egipto,
Cristo instituyó en sí mismo la nueva Pascua, "en memoria de su paso de
este mundo al Padre, cuando a través de la efusión de su sangre nos
redimió y nos arrancó del poder de las tinieblas para trasladarnos a su
reino".[39]
Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban,
instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre para
perpetuar así el sacrificio de la cruz a lo largo de los siglos hasta su
vuelta, confiando de este modo a su amada Esposa, la Iglesia, el
memorial de su muerte y resurrección; sacramento de piedad, signo de
unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, "en el cual se come a
Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria
futura"[40]
(SC 47).
San Juan hace coincidir la muerte de Jesús con el momento en que en el
templo eran inmolados los corderos pascuales (Cf Jn 19,13-14). Jesús
sobre la cruz se da en sacrificio por nosotros, derrama su sangre por
todos los hombres, para el perdón de los pecados. La cena pascual
depende de aquel sacrificio; por ello, como afirma el
Catecismo de la
Iglesia Católica:
"La
misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se
perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión
en el Cuerpo y la Sangre del Señor" (1382).[42]
En la Eucaristía se hace presente esta donación de Cristo "por
nosotros": en la fracción del pan se expresa significativamente esta
donación sacrificial de Cristo.[43]
"Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la
muerte del Señor hasta que venga" (1Cor 11,26). La renovación litúrgica
del Concilio Vaticano II, una vez superadas las tensiones originadas por
la reforma acerca de la participación del cáliz,[44]
ha podido volver a la tradición neotestamentaria y patrística,
proponiendo de nuevo a toda la Iglesia la plenitud de los signos: "La
santa Comunión expresa con mayor plenitud su forma de signo si se hace
bajo las dos especies".[45]
Y el mismo texto pide a los pastores de almas que "exhorte" a los fieles
"a participar más intensamente en el sagrado rito en la forma en que
mejor se evidencia el signo del banquete".[46]
Para acercarse dignamente a este admirable sacramento ya San Pablo
exhortaba: "Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada
cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo" (1Co 11,27-29). Por
tanto "quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el
sacramento de la Reconciliación ante de acercarse a comulgar".[47]
El Camino neocatecumenal está haciendo un gran esfuerzo para llegar esta
teología del Concilio a las parroquias: se trata de llevar a los fieles,
habituados tantas veces a asistir estáticamente a la misa y ver en ella
únicamente el Sacrificio de Cristo o sólo un banquete fraterno, a una
dinámica más pascual de muerte y resurrección. La Eucaristía es un
verdadero sacrificio,[48]
"un sacrificio visible (como la naturaleza humana exige" mediante el que
se representa el único sacrificio de Cristo sobre la cruz.[49]
Pero es también "memorial de su paso de este mundo al Padre".[50]
Los signos litúrgicos del pan y del cáliz de libertad nos introducen en
el misterio de muerte y resurrección de Cristo, haciéndonos participar
de su muerte, de su resurrección liberadora, de la plenitud del misterio
pascual de Cristo.
"El misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la
muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta
que todo le esté sometido" (CEC 1169).
"La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el
mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada
ocho días, en el día que se llama con razón día del Señor o domingo" (CEC 1166). "A partir del
triduo pascual, como de su
fuente de luz, el tiempo nuevo de la resurrección llena todo el año
litúrgico con su resplandor" (1168). "Por ello, la Pascua no es
simplemente una fiesta entre otras: es la Fiesta de las fiestas,
Solemnidad de solemnidades; como la Eucaristía es el sacramento de los
sacramentos, el gran sacramento" (1169).
Con la riqueza más plena de los signos, tal celebración se ha
manifestado una ayuda fundamental para poder vivir la propia fe en una
tensión moral seria. Para cada hermano, llegar a la Eucaristía el
sábado en la tarde significa ver la misericordia del Señor que, en su
ternura, nos ha dejado el sacramento de su Pascua para que podamos pasar
con él del egoísmo al amor, de la tristeza a la alegría, del pecado a la
gracia. Mientras a lo largo de toda la semana el demonio ha intentado,
mediante las dificultades y el sufrimiento, convencernos de que Dios no
nos ama, en la Pascua del Señor, celebrada cada domingo, Dios vuelve a
revelarse, a pasar, a mostrar toda la grandeza y poder de su amor para
con nosotros, a comunicarnos su vida inmortal, que nos permite subir a
la cruz y seguir las huellas de su Hijo hacia la casa del Padre. En este
contexto, los signos litúrgicos desarrollan al máximo su eficacia
salvífica. Cada uno se siente ayudado por el amplio espacio dedicado a
la liturgia de la Palabra, (en la que los hermanos son invitados por el
Presidente a poner, antes de la Homilía,
su vida a la luz de la Palabra, para que esta pueda penetrar
hondamente en ella, iluminándola) y por la mesa preparada, sobre la que
se hace presente el sacrificio de Cristo, donde Cristo se hace pan que
se parte y ofrece para cada uno, para destruir la muerte, para
resucitarlo y transportarlo a su reino glorioso, a la tierra prometida
de la vida eterna, significada por la copa de la Nueva Alianza, sangre
de Cristo derramada por nuestros pecados.
La catequesis, que acompaña y nutre toda la iniciación cristiana,
incluye las celebraciones litúrgicas. El motivo por el que se hacen en
el seno de la pequeña comunidad no es ni por elitismo ni por gusto del
secreto, sino para favorecer una participación más perfecta en lo que
los sacramentos significan y realizan en nosotros. La praxis de las
Comunidades neocatecumenales de celebrar la Eucaristía doninical en
pequeñas comunidades no contradice ni rompe la unidad de la Parroquia,
sino todo lo contrario, realizando una síntesis entre Palabra
(catequesis), cambio de vida y Liturgia, contribuye al crecimiento
progresivo de la auténtica asamblea cristiana a la que se orienta la
renovación del Concilio.
El domingo es el día de la resurrección del Señor. Es también el día en
que Cristo resucitado se presenta en medio de sus discípulos y bebe con
ellos el vino nuevo del Reino (Lc 22,18). Por ello el domingo evoca tres
aspectos: es memorial de la resurrección, que celebramos en la fe; es
espera del retorno del Señor, que vivimos en la esperanza; y es el día
de la asamblea cristiana, en la que, a través de la Palabra y la
Eucaristía, se da una presencia actual del Señor entre los suyos, en la
que comulgamos en la caridad. La comunidad cristiana, congregada en el
amor y la unidad, es la visibilización sacramental de la resurrección
del Señor.
El cuerpo de Cristo "entregado" y su sangre "derramada" conectan la
Eucaristía con la pasión de Cristo para nuestra redención: "El cual
se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y
purificar para sí un pueblo que fuese suyo" (Tt 2,14). Esto es lo que
nos transmite San Pablo, lo mismo que él ha recibido: "que Cristo murió
por nuestros pecados" (1Cor 15,3). Esta es la prueba del amor que Dios
nos tiene: "que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros" (Rm 5,8). Y San Pedro dirá: "Sabiendo que habéis sido
rescatados...no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre
preciosa, como de cordero sin tacha ni mancilla" (1P 1,18-19). El
sentido pasivo empleado en la fórmula "entregado por vosotros" es la
manifestación de que Cristo es, como Siervo de Yahveh, entregado por el
Padre para nuestra redención. Es Dios mismo quien nos proporciona el
sacrificio de Cristo como don. Comulgar del cuerpo de Cristo entregado
por nosotros y beber la sangre de Cristo derramada por nosotros es
acoger la redención de Cristo, hacer que "Cristo no haya derramado su
sangre en vano". Esto supone aceptar la cruz nuestra de cada día y
seguir a Cristo con la entrega de nuestra vida a Dios por los hombres,
"completando en nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo" (Cf
Col 1,24).
Y, si la pascua y la alianza antigua crearon el pueblo de Dios en el
Antiguo Testamento, ahora la Iglesia se crea y recrea como comunidad,
nuevo pueblo de Dios, en la Eucaristía. La Iglesia es la comunidad que
nace de la Pascua de Cristo y de la nueva y eterna alianza que El sella
con su sangre. La Eucaristía es el signo visible del don del Espíritu
Santo, que crea la comunión de los cristianos. Unos hombres distintos,
separados y opuestos por todos los gérmenes de división que llevan
consigo por su condición de pecadores, pero lavados en el baño de
regeneración y trasladados al Reino que inauguró la resurrección del
Señor y vivificados por el Espíritu, se convierten en Iglesia que
bendice con una sola voz y un solo corazón al Padre.
La dimensión comunitaria de la Eucaristía la resaltan sobre todo los
Padres de los primeros siglos, cuando la Eucaristía se celebraba en
pequeñas comunidades (Didaché). La comunión del único pan y del
único cáliz hace de nosotros los miembros de Cristo. Esto significa
descubrir a la Iglesia como cuerpo de Cristo, como comunión divina de
personas. La celebración de la Eucaristía en pequeñas comunidades
resulta una educación óptima para descubrir el misterio de la Iglesia
como cuerpo visible de Cristo, en el que realizan los signos del amor y
de la unidad, que llaman a la fe al mundo secularizado.
El día del Señor es, pues, el día de la Iglesia, su esposa, que se congrega para escuchar la Palabra, celebrar la Eucaristía y vivir fraternamente la alegría de Cristo resucitado. Los cristianos se alegran celebrando a Jesús como su Señor. No celebran su vida, su amistad o su convivencia. Esto sería banalizar la celebración cristiana. La Iglesia se goza en el Señor, fuente de su vida, de su comunión y de su unidad. El encuentro con Jesús resucitado es manantial de fraternidad porque antes es reconciliador (1Jn 3,14).
La asamblea cristiana, templo del Espíritu de Dios, hace del cuerpo de
cada cristiano templo del Espíritu Santo (1Cor 6,19). Y así el cristiano
eleva en su vida un "culto espiritual" a Dios (Rm 12,1). Toda su vida es
una "liturgia de santidad", de alabanza a Dios. El Espíritu Santo, que
procede del Padre y del Hijo, es la gracia personificada del amor de
Dios. Los creyentes reciben el Espíritu Santo, y sus dones, de la
riqueza de la vida trinitaria. Y ante este don sólo cabe la gratitud:
"La vida cristiana, vida de gracia, de fe y amor, nace de la plenitud y,
por consiguiente, es una vida en agradecimiento, una
vida eucarística"[56]:
"El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo
mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre,
también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 56-57). Como Cristo tiene
una comida, que es hacer la voluntad del que le ha mandado, y esta es la
esencia de su sacrificio sobre la cruz, también se le da un pan al
discípulo: la carne de Cristo. El pan que el Hijo del hombre da es un
pan que da la vida eterna. Dice el Señor: "Yo soy el pan bajado del
cielo" (Jn 6,41). Es él que ha hecho la voluntad de Dios. El no se ha
vuelto atrás, sino que entrando en el mundo ha dicho: He aquí que vengo
para hacer tu voluntad (Cf Hb 10,5ss). Nosotros, comiendo el pan de
Cristo en la Eucaristía nos incorporamos a él y aprendemos con él a
comer el pan de la voluntad de Dios en la historia, en la vida de todos
los días: "Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis... Mi alimento
es hacer la voluntad del que me ha mandado y llevar a cabo su obra" (Jn
4,32s).
La asamblea eucarística es fuente de esperanza, alimento de la fidelidad
y aceite para las lámparas con que aguardamos el retorno del Señor. De
aquí que la Pascua y la Eucaristía dominical, como pascua semanal, sea
el centro de toda la vida de la comunidad cristiana. De Eucaristía en
Eucaristía, a lo largo de la historia, hasta que el Señor vuelva, el
acontecimiento pascual de su muerte y resurrección va transformando el
corazón de los creyentes y liberando a la creación entera de la vanidad
y corrupción a que está sometida, llevándola a "la participación en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios"
(Rm 8,20). Así todo tiempo (cronos) es "tiempo de gracia"
(kairós) para el cristiano. En todo momento, a través de todos
los hechos de la historia, Dios manifiesta al cristiano su amor y su
voluntad.
A la celebración eucarística, la Iglesia ha vinculado la
liturgia de
las horas en la que se expresa la "alabanza perenne", como
santificación del tiempo. Las Comunidades Neocatecumenales, a partir de
una etapa del Camino, se incorporan a esta alabanza
perenne de la Iglesia, anticipación de la alabanza eterna del
Reino de los cielos, pues la alabanza perenne a Dios será el eterno
oficio gozoso de la asamblea celeste. La liturgia de las horas introduce
al hombre, en cuanto bautizado, nacido de lo alto, en el coro celeste de
la alabanza divina.[58]
La salmodia de la Iglesia es "hija del canto que resuena
incesantemente ante el trono de Dios y del Cordero".[59]
c) SACRAMENTO DE LA PENITENCIA[60]
Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida
nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en "vasos de barro"
(2Cor 4,7). Por ello, esta vida nueva de hijo de Dios puede ser
debilitada e incluso perdida por el pecado.[61]
El Señor Jesucristo ha querido comunicar a la Iglesia el poder de
perdonar el pecado con la fuerza del Espíritu Santo. Es el don del
sacramento de la Penitencia.
En este combate contra la inclinación del mal, ¿quién será lo
suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado?
"Si, pues, era necesario que la Iglesia tuviese el poder de perdonar los
pecados, también hacía falta que el Bautismo no fuera para ella el único
medio de servirse de las llaves del Reino de los cielos, que había
recibido de Jesucristo; era necesario que fuese capaz de perdonar los
pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado hasta en el
último momento de su vida" (CEC 979). "Por medio del Sacramento de la
Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia"
(CEC 980).
El día de Pentecostés, como manifestación del Espíritu Santo, Pedro
anuncia a Jesucristo, el Crucificado, como Señor y Cristo. Sus oyentes
se sienten compungidos de corazón al descubrir la magnitud de su pecado
a la luz de la cruz de Cristo, y preguntan a Pedro y a los demás
Apóstoles: "¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Convertíos y haceos
bautizar en el nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados
y recibiréis el Espíritu Santo" (He 2,37-38).
El cristiano cree y celebra el "perdón de los pecados" en la Iglesia, en
la que nació a la vida de hijo de Dios, acogido desde el comienzo
gratuitamente, con el perdón de su pecado por el Bautismo. Su
experiencia primordial, origen de su vida, es la garantía de su
recreación continua en el seno de la Iglesia por "las entrañas de
misericordia de Dios Padre". El perdón de los pecados se da primeramente
en el Bautismo, sacramento del renacimiento del hombre muerto por el
pecado. "Rajamin", la palabra hebrea que se traduce con el
término misericordia, hace referencia, no al corazón, sino a la
matriz. El perdón misericordioso de Dios es
renacimiento, recreación.
El bautismo, según el doble simbolismo del agua, nos purifica del
pecado, sepultando el hombre viejo[62]
y nos hace renacer a una vida nueva.[63]
Nos lava y santifica, nos infunde el don del Espíritu Santo (He 2,38;
1Co 12,13), nos hace hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos de
Cristo (Rm 8,17).
Pero el cristiano, renacido en las aguas del Bautismo, en su fragilidad,
experimenta la necesidad de vivir renaciendo en un segundo y
tercer...bautismo. La Iglesia, que sabe que "Dios es rico en
misericordia" (Ef 2,4; Ex 34,6), se la ofrece en el sacramento de la
Penitencia. San Ambrosio en su De penitentia no se cansa de
repetir que en la Iglesia "hay agua y lágrimas: el agua del bautismo y
las lágrimas de la penitencia". Y el Vaticano II, de toda la Iglesia,
dice: "Siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza
continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).
Como escribe Tertuliano:
"Si alguien incurre en la necesidad de la
segunda penitencia, que
no se abata ni se abandone a la desesperación. ¡Que se avergüence de
haber pecado de nuevo, pero no de levantarse nuevamente! ¿Acaso
no dice El: 'los que caen se levantan y si uno se extravía torna' (Jr
8,4). El 'prefiere la misericordia al sacrificio' (Os 6,3; Mt 9,13),
pues los cielos y los ángeles se alegran por la conversión de un pecador
(Lc 15,7.10) ¡Animo, pecador, levántate! ¡Mira dónde hay alegría por tu
retorno! La mujer, que perdió una dracma y la busca y la encuentra,
invitando a las amigas a alegrarse, ¿no es paradigma del pecador
restaurado? Y el buen Pastor pierde una oveja, pero como la ama
más que a todo el rebaño, la busca y, al encontrarla, la carga sobre sus
espaldas por haber sufrido mucho en su extravío. Y el bondadosísimo
Padre, que llama a casa a su hijo pródigo y con gusto lo recibe
arrepentido tras su indigencia, mata su mejor novillo cebado y -¿por qué
no?- celebra su alegría con un banquete: ¡Ha vuelto a encontrar a un
hijo perdido, siéndole más querido por haberle recuperado! Este es Dios.
¡Nadie como El es tan verdaderamente Padre! (Mt 23,7; Ef 3,14-15).
¡Nadie como El es tan rico en amor paterno! El te acogerá, por tanto,
como a hijo propio, aunque hayas malgastado lo que de El recibiste en el
bautismo y aunque hayas vuelto desnudo, ¡pero has vuelto!.[64]
"Se le denomina
sacramento de conversión porque realiza
sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre
del que el hombre se había alejado por el pecado" (1423). "La llamada de
Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos.
Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la
Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa
al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin
cesar la penitencia y la renovación" (1428).
La Iglesia, pues, sintiéndose herida por el pecado de sus fieles, les
reconcilia con Dios y con ella misma, acompañando al pecador en su
camino de conversión con su amor y oración: "Los que se acercan al
sacramento de la Penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios
por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la
Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con
ejemplos y con oraciones les ayuda en su conversión" (LG 11). La
confesión al sacerdote, "parte esencial del sacramento",[65]
Y la Iglesia, que siente en su cuerpo el pecado de sus miembros, se
alegra con su conversión y vive la solicitud de Cristo por los alejados.
En el Camino es una experiencia viva el dolor y solicitud por el pecado
de cada hermano y la alegría por el retorno.[66]
El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con El.
Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la
conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la
Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de
la Penitencia y de la Reconciliación (CEC 1440).
En las Comunidades, dejando en libertad a los hermanos para acercarse al
sacramento de la Penitencia en forma individual, para ayudar sobre todo
a los alejados, se prefiere el esquema II del Rito de la Penitencia, es
decir, la celebración comunitaria con absolución individual, hecha del
modo que describe el CEC:
El sacramento de la Penitencia puede también celebrarse en el marco de
una celebración comunitaria, en el que los penitentes se preparan
juntos a la confesión y juntos dan gracias por el perdón recibido. Así
la confesión personal de los pecados y la absolución individual están
insertadas en una liturgia de la Palabra de Dios, con lecturas y
homilía, examen de conciencia dirigido en común, petición comunitaria
del perdón, rezo del Padre Nuestro y acción de gracias en común. Esta
celebración comunitaria expresa más claramente el carácter eclesial de
la penitencia (CEC 1482).
La celebración comunitaria del sacramento de la Penitencia es una
gran ayuda para descubrir y vivir la conversión como penitencia
interior, la dimensión comunitaria del pecado y del perdón, la
reconciliación con Dios y con la Iglesia...[67]
Sólo donde hay perdón, hay reconocimiento del pecado y liberación de él.
Reconocer el pecado donde hay pecado, es el primer paso para la
conversión y para la salvación. "Terrible es el pecado, gravísima
enfermedad del alma la culpa, pero no incurable. Siendo terrible para
quien a él se adhiere, es fácilmente sanable para el que -por la
conversión- se aleja de él", explica San Cirilo de Jerusalén a los
catecúmenos.[68]
Jesús se lo dirá a los fariseos: "Si fuerais ciegos, no tendríais
pecado: pero como decís 'vemos', vuestro pecado permanece" (Jn 9,41).
Negar el pecado es negar al Salvador. Jesús pasó entre los hombres
perdonando los pecados (Mc 2,5; Lc 7,48) y otorgó a los hombres ese
poder (Mt 9,8). Es el gran poder que deja a la Iglesia: "Recibid el
Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados"
(Jn 20,22; Mt 16,19). Es su misión: vino "a llamar a los pecadores", a
"proclamar el año de gracia" o "el tiempo del perdón de Dios" (Lc
4,18-19). Como dirá San Basilio en una homilía sobre la Penitencia:
"Llamar a conversión es utilísimo a los hombres. Pues nadie hay sin pecado
(Is 53,9; 1P 2,22; Jn 8,46; 2Cor 5,21). Recomendamos la conversión no para
fomentar el pecado, sino deseando que el caído se levante. Pues la
desesperación induce al caído a revolcarse en sus pecados, mientras que la
esperanza de la penitencia le impulsa a levantarse y no pecar más. ¿Quiénes
somos nosotros para imponer una ley a Dios? El quiere perdonar los pecados,
¿quién puede prohibirlo?...Y si preguntamos al Salvador por el motivo
de su venida, nos responde: 'No vine a salvar a los justos, sino a llamar a
los pecadores a conversión' (Mt 9,13). Pregúntémosle: ¿Qué llevas sobre tus
hombros? y nos responde: 'La oveja perdida' (Lc 15,4-6). ¿Por qué hay
alegría en el cielo?, nos responde: 'Por un pecador que se convierte' (Lc
15,7). Los ángeles se alegran, ¿y tú sientes envidia? Dios recibe al pecador
con gozo, ¿y tú lo prohíbes? Y si te indigna que sea recibido con un
banquete el hijo pródigo después de haber pastoreado cerdos y haber
malgastado todo, recuerda que también se indignó el hermano mayor y se quedó
fuera, sin participar de la fiesta...De pecador, Pablo se convirtió en
evangelizador, y ¿qué dice de sí mismo? 'Jesucristo vino al mundo a salvar a
los pecadores, de los que yo soy el primero' (1Tim 1,15). Confiesa su propio
pecado para, así, mostrar la grandeza de la gracia. Pedro, que había
recibido la bendición de Cristo con su confesión de fe (Mt 16,16), sin
embargo le negó tres veces, no para que Pedro cayese, sino para que tú
fueses consolado pues 'lloró' (Mt 26,69-75)...¿Te queda algo que oponer a la
penitencia? ¿Para qué se nos lee la Palabra? Para que nos convirtamos del
pecado. ¿Para qué somos regados? Para que fructifiquemos. ¿Para qué oramos?
Para que nos perdonen los pecados (Mt 6,12)".[69]
La Iglesia celebra el don del Espíritu Santo como perdón de los pecados. El
amor de Dios, Padre misericordioso, que ha reconciliado al mundo consigo,
por la muerte y resurrección de Jesucristo, ha enviado el Espíritu Santo a
la Iglesia para hacer presente y actual esta obra en el
perdón de los
pecados, como recoge la fórmula de la absolución del sacramento de la
Penitencia. Por ello el Espíritu Santo trae al cristiano la verdadera
liberación: "Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad" (2Cor 3,17).
"Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad...Si os dejáis guiar
por el Espíritu, no estáis ya bajo la ley" (Ga 5,13.18). Es lo que canta
Pablo en la carta a los Romanos:
"Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo
Jesús. Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en Cristo Jesús,
nos liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a
la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su
propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado,
condenó al pecado en la carne, a fin de que la justicia se cumpliera en
nosotros, no según la carne, sino según el Espíritu. Efectivamente, los que
viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el Espíritu,
lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las
tendencias del Espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne
llevan al odio a Dios; no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden;
así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas
vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el
Espíritu de Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa
del pecado, el Espíritu es vida a causa de la justicia...Así que, hermanos
míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si
vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las
obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que se dejan guiar por el
Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pero no recibisteis un espíritu
de esclavos para recaer en el temor, antes bien, recibisteis un Espíritu de
hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba, Padre!" (Rm 8,1-15).
[4]
Este es el moralismo de tantas sectas, que anuncian el kerigma y
luego todo se reduce a un sinfín de normas y prohibiciones, sin la
gracia sacramental para vivir la alegría de la salvación.
[10]
Esto se hace presente en la vida de las comunidades
neocatecumenales, que se inician siempre con el Obispo y el Párroco,
cuya presencia es siempre pedida sobre todo en los ritos de las
diversas etapas del Camino. Las comunidades se inician siempre con
el párroco que, cuando no puede estar personalmente presente, delega
a otro presbítero.
[14]
El Concilio de Trento, en el Decreto sobre la justificación (Sesión
VI, cap. VII), afirma: "... iustitiam in nobis recipientes
unusquisque suam, secundum mensuram, quam Spiritus Sanctus partitur
singulis prout vult (Cf 1Co 12,11), el secundum propiam cuiusque
dispositionem et cooperationem" (Dsch 1529).
[15]
Conjugando la dimensión cristológica y eclesiológica del sacerdocio
la exhortación Pastores dabo vobis se expresa con precisión:
"El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo Cabeza, Pastor y
Esposo de la Iglesia, se sitúa no sólo en la Iglesia, sino también
al frente a la Iglesia...,totalmente al servicio de la Iglesia para
la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de
Dios...,prolongando en la Iglesia la oración, la palabra, el
sacrificio y la acción salvadora de Cristo" (n.16).
[18]
Expresión de esta teología son también los edificio de la Iglesias
renovadas por el Camino neocatecumenal, construyendo la piscina
bautismal con siete gradas para descender y siete para ascender.
[19]
Sth, III, q. 66, a. 7, ad 2: "Dicendum quod in immersione expressius
repraesentatur figura sepulturae Christi: et ideo hic modus
baptizandi est... laudabilior. Sed in aliis modis baptizandi
repraesentatur aliquo modo, licet, non ita expresse: nam, quoqumque
modo fiat ablutio, corpus hominis, vel aliqua pars eius, acquae
supponitur, sicut corpus Christi fuit positum sub terra".
[27] Cf
Constitución apostólica Divinae consortium naturae del 15-8-1971 en
AAS 63(1971)657-664, que dice: "El sacramento de la confirmación se
confiere mediante la unción del crisma, que se hace con la
imposición de las manos, y con las siguientes palabras: Accipe
signaculum doni Spiritus Sancti". Es la fórmula del rito bizantino.
[35]
Cf. SAN HIPOLITO, Tradición apostólica 22,23; SAN CIPRIANO, Ep.
73,9,2; VATICANO II, LG .26.; AA 3.
[36]
Cf Catequesis de la Convivencia inicial, Catequesis mistagógicas al
final del Camino y Convivencias de comienzo de curso sobre el "Culto
espiritual" y sobre la "Liturgia de santidad".
[38]
"La Sagrada Eucaristía
culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la
dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más
profundamente con Cristo por la confirmación, participan por medio
de la Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del
Señor" (CEC 1322).
[40]
Breviario Romano, Solemnidad del SS. Cuerpo y Sangre de Cristo, II
Vísperas, antífona del Magnificat.
[42]
Ya la Eucharisticum mysterium había afirmado: "En la Misa el
sacrificio y el sagrado convite pertenecen al mismo misterio hasta
el punto de estar unidos el uno al otro por un estrechísimo vínculo"
(n. 3b).
[43]
De aquí la importancia que el gesto de la fracción del pan tiene
dentro de la celebración de la Eucaristía y en el Camino
neocatecumenal. En los principios y normas para el uso del Misal
Romano (n. 283) se afirma con claridad: "La naturaleza del signo
exige que la materia de la celebración eucarística se presente
realmente como alimento. Conviene, pues, que el pan eucarístico, si
bien ázimo y confeccionado en la forma tradicional, sea hecho de tal
modo que el sacerdote en la Misa celebrada con el pueblo pueda
partir realmente la hostia en varias partes y distribuirla al menos
a algunos de los fieles... El gesto de la fracción del pan, con el
que simplemente era designada la Eucaristía en el tiempo apostólico,
manifestará siempre mejor la fuerza y la importancia del signo de la
unidad de todos en un único pan, y del signo de la caridad por el
hecho que un único pan es distribuido entre los hermanos".
[44]
Cf Concilio de Trento, Doctrina y cánones sobre la comunión bajo las
dos especies y la comunión de los niños (DSch 1729 y 1733).
[48]
Cf Concilio de Trento, Doctrina y cánones sobre el sacrificio de
la Misa, Sesión 22 (DSch 1751).
[53]
Lucas, partiendo del calendario judío, llama al domingo "primer día
de la semana" (Hch 20,7-12). Por eso considera que este día comienza
desde la tarde del sábado, a la caída del sol. Mientras los romanos
contaban los días de medianoche a medianoche, los judíos lo hacían
desde la caída del sol hasta la caída del sol (Cf 1Co 16,2; Ap
1,10). Los Padres de la Iglesia, como San Agustín y San León Magno,
insistirán en este hecho ante los fieles de Africa y de Roma,
acostumbrados a otra forma de contar la sucesión de los días. Los
libros litúrgicos subrayan que el domingo empieza con las I Vísperas
del sábado al anochecer; estas horas son ya del Domingo (Cf
Eucasisticum mysterium, 28). Las normas generales para el
ordenamiento del Año Litúrgico y el Calendario afirman: "El día
litúrgico va de una media noche a otra. Sin embargo, la celebración
del domingo y de las solemnidades comienza con las vísperas del día
precedente" (n 3). Y el Código de Derecho Canónico de 1983 (c.
1248,2) contempla sin ninguna restricción la posibilidad de la
celebración eucarística en las vigilias de los domingos y de las
fiestas.
[55]
"Al distribuir el pan pascual, 'pan de aflicción', Cristo no se
detiene a la escasa narración midrásica, en la que el pan ázimo es
signo de los dolores y de los sufrimientos de los padres, sino que,
insiriéndose totalmente en la antigua historia sagrada, anuncia a
los discípulos que aquel pan es ya signo de su sufrimiento, que
culmina en la muerte que él afronta para su liberación. El pan que
los discípulos comerán les comunicará aquella liberación a que él ha
venido a realizar definitivamente en el mundo. Igualmente, al final
de la cena, al orar sobre el cáliz del vino, la acción de gracias de
Cristo se dirige a Dios no tanto porque ha mantenido la alianza
conduciendo su pueblo a la bella tierra, buena y espaciosa, donde
crece el fruto de la vid, cuanto porque ha hecho de la humanidad de
Cristo la santa vid (crecida sobre la raíz) de David, para sellar en
su vino-sangre exprimida en la pasión la alianza nueva y eterna" (S.
Marsili, Anammesis, 3/2. La Liturgia, Eucaristía, Casale Monferrato
1983, p. 154).
[60]
Cf Catequesis Iniciales 9ª y 10ª sobre el Pecado y la Celebración
penitencial y Moniciones a la Celebración penitencial en las
Convivencias de comienzo de curso.